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INTERNACIONAL/Especial elecciones EUA

¿Por qué se odia tanto a Trump?

Sí, es antipático y el carisma jamás ha sido una de sus cualidades... pero nadie jamás podrá acusarlo de mediocre, de incumplir sus promesas y de ser políticamente correcto, es decir, como buena parte de la gente que lo odia hasta el tuétano. En un mundo que nunca perdona el éxito individual ¿a quién extraña que Donald Trump se haya convertido en el pararrayos de muchas existencias fracasadas?

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El nivel de odio que llegas a sentir hacia alguien proyecta el odio que sientes hacia ti mismo

Erich Fromm

NOVIEMBRE. 2020. En una actitud totalmente antidemocrática y más acorde con el estalinismo, la legisladora Alejandra Ocasio Cortez escribió un tuit donde prácticamente pide que se "persiga" a todos aquellos que colaboraron financieramente o cooperaron de una u otra manera para que Donald Trump llegara la presidencia. Igualmente una página llamada "Trump Accountability Project" apunta cómo "nunca deberemos olvidar a aquellos que ayudaron a impulsar la agenda política de Donald Trump", como si el mandatario hubiera cometido crímenes contra la humanidad.

Independientemente del peligroso fascismo que esconden esas amenazas, es innegable que Donald Trump se encuentra entre los presidentes norteamericanos más odiados en la historia de ese país, algo donde ha existido nutrida competencia dado que ni un solo mandatario, ni siquiera John F. Kennedy, han sido muy admirados que digamos. Y aunque Trump recibió más votos en esta ocasión que Barack Obama y Hillary Clinton en su momento --señal clara de que ese odio no es absoluto-- algo que evidencia que la inquina hacia Trump es mayor de la que en su momento existió contra George W. Bush; cuando terminó su gobierno en el 2009, nadie exigió que se persiguiera a los políticos y a los empresarios que en algún momento llegaron a apoyarlo (ni siquiera Dick Cheney, sobre quien habían fuertes sospechas de abuso de poder y tráfico de influencias, se le dejó en paz en cuanto Barack Obama tomó posesión del cargo).

Hay que dejar en claro que a Trump se le detesta por lo que simboliza y por lo que representa: una persona que ha triunfado en todo lo que se ha propuesto, y a su vez, alguien que logró triunfar en el terreno de la política, un campo que hasta hace cuatro años era manejado exclusivamente por las mafias demócratas y republicanas, las cuales en la superficie se declaran un claro desprecio pero en el fondo comparten intereses y saben que se necesitan uno del otro... como las mafias. Había que sabotear a como diera lugar al tercero en discordia.

Donald Trump rara vez recibió el respaldo ni la ayuda que necesitaba durante sus cuatro años de gobierno desde el interior del Partido Republicano. Como ejemplo, solo hasta que falleció el ex senador John McCain, archienemigo de Trump, el líder del Senado, Lindsey Graham, apoyó al presidente y exigió unidad para defenderlo en la designación del juez Brett Kavanaugh y luego hizo lo mismo cuando los demócratas anunciaron un juicio político en contra del presidente.

Queda claro que, al ser un intruso, Trump jamás iba a poder congraciarse en Washington, un sitio que lleva décadas haciendo lo que se le pega la gana con la estructura gubernamental y quitando poco a poco, pero de manera inexorable, las libertades individuales de los estadounidenses.

Pero tal vez el factor más imperdonable haya sido cómo Trump rompió las reglas en el modo en que se reparte el poder en los Estados Unidos donde la zona limítrofe entre el poder económico y el poder político y que nunca debe ser cruzada. Hay una razón por la cual a Steve Jobs jamás se le ocurrió iniciar una carrera en la política y porqué desde el principio se sabía que Oprah Winfrey no iba a aceptar postularse para la Presidencia.

De haberlo hecho, estarían violando una regla tácita del gran poder económico estadounidense del mismo modo en que un político súbitamente optara por dedicarse a los negocios privados.

Esa es la condición de un país mercantilista que aspira a un capitalismo donde las empresas privadas forman un trust que utiliza sus conexiones políticas para asfixiar todo asomo de competencia que amenace sus negocios. Sin embargo, y para conseguir el mercantilismo ideal se requiere asilenciar a la disidencia utilizando el poder monopólico para evitar que se siga expresando. Lo mismo que ha estado haciendo China los últimos 20 años.

(En tal sentido ¿no resulta curioso cómo la izquierda desterró de su vocabulario exigir la expropiación y nacionalización de los grandes corporativos, algo que hasta hace poco formaba parte de sus dogma doctrinario?)

Por eso el poder político odia a Trump. Mientras se limitó a la actividad empresarial, quienes hoy le escupen y lo insultan se tomaban fotografías con él y lo abrazaban muy alegres, entre ellos el cineasta Spike Lee y hasta la misma Hillary Clinton. Pero cuando saltó abiertamente a la política, Trump se convirtió en un demonio.

La izquierda insiste en que a Trump se le odia por ser un racista. Pero si su supuesto racismo estuviera documentado con frases, declaraciones o hechos abiertamente racistas y malintencionados, nada habría costado a sus enemigos meter una controversia constitucional para inhabilitarlo como candidato dado que el racismo esta tipificado como delito federal: una sola vez que hubiera pruebas de que la palabra n---r hubiera salido de boca de Trump habría bastado para cerrarle el paso a la contienda. ¿Por qué entonces no lo hicieron?

Millones de personas en Estados Unidos y en el mundo odian a Donald Trump por su carácter áspero, un tanto despótico y su ausencia de carisma, como si el carisma garantizara un buen desempeño presidencial, desde Juan Domingo Perón pasando por Hugo Chávez y hasta Barack Obama y cuyos gobiernos no son precisamente para recordar.

En realidad el odio se centra, como dijimos al principio en lo que Donald Trump representa, básicamente el éxito empresarial y el éxito individual. El individualismo se ha convertido en algo políticamente incorrecto en la vida actual de Estados Unidos, algo increíble si recordamos que ningún país ha dado tantas personas que prosperaron inmensamente a partir de una buena idea; su éxito encierra lo que alguien puede conseguir en un sistema de libre empresa.

Pero el haberse convertido en magnate no es la razón fundamental por la que se odia a Donald Trump a niveles clínicos, sino el que jamás se haya alineado expresamente con la "izquierda progresista", valga la perogrullada. Los multibillonarios de más reciente catadura son consecuencia del boom cibernético, llámense Bill Gates, Mark Zuckerberg, Steve Jobs y Jeff Bezos, mismo que no tardaron en traicionar los principios del libre mercado que les permitieron acumular sus fortunas, esto para que la izquierda los dejara en paz, y de paso los obligara a dar jugosas transferencias a las causas de la izquierda. (¡Qué rápido hemos olvidado cómo en los primeros años de la red anteojudo Gates celebrara que el Internet impulsaría el desarrollo del libre mercado hasta que después cambió su discurso con la mayor desvergüenza y cómo súbitamente dejó de ser el diablo encarnado).

Trump se negó a entrar a ese grupo, pero tampoco se había pronunciado en contra de esa izquierda, por lo menos hasta la llegada de Barack Obama. En ese momento el magnate neoyorquino cruzó una raya que se suponía no debería cruzar.

Obviamente, quienes no son políticos también tienen sus motivos para odiar a Donald Trump.

Millones de personas aborrecen a Donald Trump por ser alguien que logra lo que se propone; no es casualidad que durante los cuatro años de su presidencia escapó a miles de acusaciones en su contra, incluido un juicio político. Suena paradójico que esos millones pertenecen mayoritariamente al espectro de la izquierda, ya sean Hollywood, profesores universitarios y el 99 por ciento de la prensa, es decir, gente que de uno u otro modo ha triunfado en su campo solo que --y es solo muy remarcado-- consideran que Trump logró su triunfo presidencial desde el espectro equivocado. Eso es lo que jamás le van a perdonar al todavía mandatario.

Y como doble paradoja, millones de personas que votaron por Trump (70 millones, cifra mayor a la de quienes votaron por Obama) lo hicieron precisamente por esa razón, porque ven a Trump como la representación del éxito que se puede conseguir a través de la defensa de los valores con los que el mandatario dijo estar comprometido cuando asumió la presidencia. No extraña por tanto que el voto latino y afroamericano a su favor por parte de personas ansiosas de superarse dentro de la sociedad norteamericana haya roto todas las marcas  anteriores.

Dicho de otro modo, quienes sienten que sus vidas experimentan cierto grado de fracaso personal --algo totalmente posible aunque se posean maestrías universitarias y se lleve un altísimo nivel de vida-- odian profundamente a Donald Trump, incluidos los jóvenes universitarios a quienes un sistema injusto de becas y descuentos (algo que John Stossel de la revista libertaria reason expone claramente) piensan que se ha cometido una injusticia hacia ellos cuando entran al mercado laboral y no consiguen prosperar. Ni de lejos es casualidad, por tanto, que Alejandra Ocasio Cortez, con su flamante título expedido por la Universidad de Columbia, trabajara preparando bebidas en un bar de Nueva York. Hay que culpar a alguien de ello ¿y quién mejor que el multimillonario más célebre de Nueva York quien un día decidió postularse para la presidencia de Estados Unidos, y que la haya ganado?

Aunque no tienen diplomas universitarios ni son celebridades de Hollywood, millones de votantes de Trump no se sienten fracasados, por el contrario, saben que pueden aspirar a más con un presidente que, en su calidad de ajeno a la política, no tenía compromiso alguno con el status quo de Washington.

La mejor prueba de ello la tenemos en que un fracasado como Joe Biden, con sus 47 grises años como legislador, quedó ubicado entre los 10 alumnos con el promedio más bajo de su generación y de quien se comprobó había plagiado su tesis, esté hoy a las puertas de la Casa Blanca.

Irónicamente, ese odio hacia Donald Trump está a punto de dar un paso gigantesco hacia la destrucción del experimento economico más exitoso de la historia moderna, un país fundado bajo la premisa de otorgar a cada ciudadano el derecho a buscar su propia felicidad.

 

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