Cap�tulo 6
Relatos de n�meros gigantes
Contenido:
50.
Un trato ventajoso
51.
Propagaci�n de los rumores en una ciudad
52.
Avalancha de bicicletas baratas
53.
La recompensa
54.
Otra recompensa
55.
Reproducci�n r�pida de las plantas y de los animales
56.
Una comida gratis
57.
Juego con monedas
58.
La apuesta
59.
N�meros gigantes que nos rodean y que existen en nuestro organismo
50. Un trato ventajoso
No se sabe cu�ndo ni d�nde ha sucedido esta historia. Es posible que ni
siquiera haya sucedido; esto es seguramente lo m�s probable. Pero sea un hecho
o una invenci�n, la historia que vamos a relatar es bastante interesante y vale
la pena escuchar�a. Un millonario regresaba muy contento de un viaje, durante
el cual hab�a tenido un encuentro feliz que le promet�a grandes ganancias...
A veces ocurren estas felices casualidades -contaba a los suyos-. No en balde
se dice que el dinero llama al dinero. He aqu� que mi dinero atrae m�s dinero.
�Y de qu� modo tan inesperado! Tropec� en el camino con un desconocido, de
aspecto muy corriente. No hubiera entablado conversaci�n si �l mismo no me
hubiera abordado en cuanto supo que yo era hombre adinerado. Y al final de
nuestra conversaci�n me propuso un negocio tan ventajoso, que me dej� at�nito.
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Fig. 6.1. Un solo c�ntimo
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-Hagamos el siguiente trato -me dijo-. Cada d�a, durante todo un mes, le
entregar� cien mil pesetas. Claro que no voy a hacerlo gratis, pero el pago es
una nimiedad.
El primer d�a yo deb�a pagarle, risa da decirlo, s�lo un c�ntimo.
No di cr�dito a lo que o�a:
-�Un c�ntimo? -le pregunt� de nuevo.
-Un c�ntimo -contest�-. Por las segundas cien mil pesetas, pagar� usted dos
c�ntimos.
-Bien -dije impaciente-. �Y despu�s?
-Despu�s, por las terceras cien mil pesetas, 4 c�ntimos; por las cuartas, 8;
por las quintas, 16. As� durante todo el mes; cada d�a pagar� usted el doble
que el anterior.
-�Y qu� m�s? -le pregunt�.
-Eso es todo -dijo-, no le pedir� nada m�s. Pero debe usted mantener el trato
en todos sus puntos; todas las ma�anas le llevar� cien mil pesetas y usted me
pagar� lo estipulado. No intente romper el trato antes de finalizar el mes.
-�Entregar cientos de miles de pesetas por c�ntimos! �A no ser que el dinero
sea falso -pens�- este hombre est� loco! De todos modos, es un negocio
lucrativo y no hay que dejarlo escapar.
-Est� bien -le contest�-. Traiga el dinero. Por mi parte, pagar�, puntualmente.
Y usted no me venga con enga�os. Traiga dinero bueno.
-Puede estar tranquilo -me dijo-; esp�reme ma�ana por la ma�ana.
S�lo una cosa me preocupaba: que no viniera, que pudiera darse cuenta de lo
ruinoso que era el negocio que hab�a emprendido. Bueno, �esperar un d�a, al fin
y al cabo, no era mucho!
Transcurri� aquel d�a. Por la ma�ana temprano del d�a siguiente, el desconocido
que el rico hab�a encontrado en el viaje llam� a la ventana.
-�Ha preparado usted el dinero? -dijo-. Yo he tra�do el m�o.
Efectivamente, una vez en la habitaci�n, el extra�o personaje empez� a sacar el
dinero; dinero bueno, nada ten�a de falso. Cont� cien mil pesetas justas y
dijo: -Aqu� est� lo m�o, como hab�amos convenido. Ahora le toca a usted pagar...
El rico puso sobre la mesa un c�ntimo de cobre y esper� receloso a ver si el
hu�sped tomar�a la moneda o se arrepentir�a, exigiendo que le devolviera el
dinero. El visitante mir� el c�ntimo, lo sopes� y se lo meti� en el bolsillo.
-Esp�reme ma�ana a la misma hora. No se olvide de proveerse de dos c�ntimos
-dijo, y se fue.
El rico no daba cr�dito a su suerte: �Cien mil pesetas que le hab�an ca�do del
cielo! Cont� de nuevo el dinero y convenci�se de que no era falso. Lo escondi�
y p�sose a esperar la paga del d�a siguiente.
Por la noche le entraron dudas; �no se tratar�a de un ladr�n que se fing�a
tonto para observar d�nde escond�a el dinero y luego asaltar la casa acompa�ado
de una cuadrilla de bandidos?
|
Fig. 6.2. El desconocido llama
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El rico cerr� bien las puertas, estuvo mirando y escuchando atentamente por la
ventana desde que anocheci�, y tard� mucho en quedarse dormido. Por la ma�ana
sonaron de nuevo golpes en la puerta; era el desconocido que tra�a el dinero.
Cont� cien mil pesetas, recibi� sus dos c�ntimos, se meti� la moneda en el
bolsillo y march�se diciendo:
-Para ma�ana prepare cuatro c�ntimos; no se olvide
El rico se puso de nuevo contento; las segundas cien mil pesetas, le hab�an
salido tambi�n gratis. Y el hu�sped no parec�a ser un ladr�n: no miraba
furtivamente, no observaba, no hac�a m�s que pedir sus c�ntimos. �Un
extravagante! �Ojal� hubiera muchos as� en el mundo para que las personas
inteligentes vivieran bien ...!
El desconocido present�se tambi�n el tercer d�a y las terceras cien mil pesetas
pasaron a poder del rico a cambio de cuatro c�ntimos.
Un d�a m�s, y de la misma manera llegaron las cuartas cien mil pesetas por ocho
c�ntimos.
Aparecieron las quintas cien mil pesetas por 16 c�ntimos.
Luego las sextas, por 32 c�ntimos.
A los siete d�as de haber empezado el negocio, nuestro rico hab�a cobrado ya
setecientas mil pesetas y pagado la nimiedad
de: 1 c�ntimo + 2 c�ntimos + 4 c�ntimos + 8 c�ntimos + 16 c�ntimos + 32
c�ntimos + 64 c�ntimos = 1 peseta y 27 c�ntimos.
Agrad� esto al codicioso millonario, que sinti� haber hecho el trato s�lo para
un mes. No podr�a recibir m�s de tres millones. �Si pudiera convencer al
extravagante aquel de que prolongara el plazo aunque s�lo fuera por quince d�as
m�s! Pero tem�a que el otro se diera cuenta de que regalaba el dinero.
El desconocido se presentaba puntualmente todas las ma�anas con sus cien mil
pesetas. El 8� d�a recibi� 1 peseta 28 c�ntimos; el 9�, 2 pesetas 56 c�ntimos;
el 10�, 5 pesetas 12 c�ntimos; el 11�, 10 pesetas 24 c�ntimos; el 12�0, 20
pesetas 48 c�ntimos; el 13�0, 40 pesetas 96 c�ntimos; el 14�, 81 pesetas 92
c�ntimos.
El rico pagaba a gusto estas cantidades; hab�a cobrado ya un mill�n
cuatrocientas mil pesetas y pagado al desconocido s�lo unas 150 pesetas.
Soluci�n
Puede comprenderse que la alegr�a del rico no dur� mucho; pronto empez� a
comprender que el extra�o hu�sped no era un simpl�n, ni el negocio que hab�a
concertado con �l era tan ventajoso como le hab�a parecido al principio. A
partir del decimoquinto d�a, por las cien mil pesetas correspondientes hubo de
pagar no c�ntimos, sino cientos de pesetas, y las cantidades a pagar aumentaban
r�pidamente. En efecto, el rico, por la segunda mitad del mes, pag�:
por las 15�s cien mil pesetas
16�s
17�s
18�s
19�s
|
163 Ptas. y 84 cts.
327 y 68
655 y 36
1.310 y 72
2.621 y 44
|
Sin embargo, el rico consideraba que no sufr�a p�rdidas ni mucho menos. Aunque
hab�a pagado m�s de cinco mil pesetas, hab�a recibido 1.800.000 pesetas.
No obstante, las ganancias disminu�an de d�a en d�a, cada vez con mayor rapidez.
20�
21�
22�
23�
24�
25�
26�
27�
|
5.242 Ptas. y 88 cts.
10.485 y 76
20.971 y 52
41.943 y 4
83.886 y 8
167.772 y 16
335.544 y 32
671.088 y 64
|
Ten�a que pagar ya m�s de lo que recib�a. �Qu� bien le hubiera venido pararse!
Pero no pod�a rescindir el contrato.
La continuaci�n fue todav�a peor. El millonario se convenci�, demasiado tarde,
de que el desconocido hab�a sido m�s astuto que �l y recibir�a mucho m�s dinero
que el que hab�a de pagar.
A partir del d�a 28, el rico hubo de abonar millones. Por fin, los dos �ltimos
d�as lo arruinaron. He aqu� estos enormes pagos:
28�
29�
30�
|
1.342.177 Ptas. y 28 cts.
2.684.354 y 56
5.368.709 y 12
|
Cuando el hu�sped se march� definitivamente, el millonario sac� la cuenta de
cu�nto le hab�an costado los tres millones de pesetas a primera vista tan
baratos. Result� que hab�a pagado al desconocido 10.737.418 pesetas 23
c�ntimos. Casi once millones de pesetas. Y eso que hab�a empezado pagando un
c�ntimo. El desconocido hubiera podido llevar diariamente trescientas mil
pesetas, y con todo, no hubiera perdido nada.
Antes de terminar esta historia, voy a indicar el procedimiento de acelerar el
c�lculo de las p�rdidas de nuestro millonario; en otras palabras, c�mo puede
hacerse la suma de la serie de n�meros:
1 + 2 + 4 + 8 + 16 + 32 + 64 +...
No es dif�cil observar la siguiente particularidad de estos n�meros:
1 = 1
2 = 1 + 1
4 =(1 + 2) + 1
8 =(1 + 2 + 4) + 1
16 =(1 + 2 + 4 + 8) + 1
32 =(1 + 2 + 4 + 8 + 16) + 1
etc.
Vemos que cada uno de los n�meros de esta serie es igual al conjunto de todos
los anteriores sumados m�s una unidad. Por eso, cuando hay que sumar todos los
n�meros de una serie de �stas, por ejemplo, desde 1 hasta 32.768, bastar�
a�adir al �ltimo n�mero (32.768) la suma de todos los anteriores. En otras
palabras, le a�adimos ese mismo �ltimo n�mero rest�ndole previamente la unidad
(32.768 - l). Resulta 65.535.
Siguiendo este m�todo pueden calcularse las p�rdidas de nuestro millonario con
mucha rapidez si sabemos cu�nto ha pagado la �ltima vez. El �ltimo pago fue de
5.368.709 pesetas y 12 c�ntimos. Por eso, sumando 5.368.709 pesetas 12 c�ntimos
y 5.368.709 pesetas 11 c�ntimos, obtendremos inmediatamente el resultado
buscado:
10.737.418 pesetas y 23 c�ntimos
.
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51. Propagaci�n de los rumores en una ciudad
�Es sorprendente c�mo se difunde un rumor entre el vecindario de una ciudad! A
veces, no han transcurrido a�n dos horas desde que ha ocurrido un suceso, visto
por algunas personas, cuando la novedad ha recorrido ya toda la ciudad; todos
lo conocen, todos lo han o�do. Esta rapidez parece sorprendente, sencillamente
maravillosa.
Sin embargo, si hacemos c�lculos, se ver� claro que no hay en ello milagro
alguno; todo se explica debido a ciertas propiedades de los n�meros y no se
debe a peculiaridades misteriosas de los rumores mismos.
Examinemos, como ejemplo, el siguiente caso:
A las ocho de la ma�ana, lleg� a la ciudad de 50.000 habitantes un vecino de la
capital de la naci�n, trayendo una nueva de inter�s general. En la casa donde
se hosped�, el viajero comunic� la noticia a s�lo tres vecinos de la ciudad;
convengamos que esto transcurri� en un cuarto de hora, por ejemplo.
As�, pues, a las ocho y cuarto de la ma�ana conoc�an la noticia, en la ciudad,
s�lo cuatro personas; el reci�n llegado y tres vecinos.
Conocida la noticia, cada uno de estos tres vecinos se apresur� a comunicarla a
tres m�s, en lo que emplearon tambi�n un cuarto de hora. Es decir, que a la
media hora de haber llegado la noticia, la conoc�an en la ciudad 4 + (3 x 3) =
13 personas.
|
Fig. 6.3. El vecino de la capital trae una noticia de inter�s general
|
Cada uno de los nuevos conocedores la comunicaron en el siguiente cuarto de
hora a otros 3 ciudadanos; as� que a las 8.45 de la ma�ana, conoc�an la noticia
13 + (3 x 9) = 40 ciudadanos.
Soluci�n
Si se continuase de este modo difundi�ndose el rumor por la ciudad, es decir,
si cada uno que lo oiga logra comunic�rselo a tres ciudadanos m�s en el cuarto
de hora siguiente, la ciudad ir� enter�ndose de la noticia de acuerdo con el
horario que sigue:
9.00 h
9.15 h
9.30 h
|
40+(3*27)
121+(3*81)
364+(3*243)
|
=121
=364
=1.093
|
A la hora y media de haber aparecido la noticia en la ciudad, la conocen, como
vemos, unas 1.100 personas en total.
Puede parecer poco para una poblaci�n de 50.000 habitantes y cabe pensar que la
noticia no llegar� pronto a ser conocida de todos los habitantes. Sin embargo,
observemos la difusi�n futura del rumor:
9.45 h
10.00 h
10.15 h
|
1. 093+(3*729)
3.280+(3*2.187)
9.841+(3*6.561)
|
=3.280
=9.841
=29.524
|
Esto indica que antes de las diez y media de la ma�ana, absolutamente todos los
ciudadanos de la populosa ciudad conocer�n la noticia que a las 8 de la ma�ana
sab�a s�lo una persona.
Examinemos ahora c�mo se ha resuelto el c�lculo anterior. Nos hemos limitado a
sumar la siguiente serie de n�meros:
1 + 3 + (3 x 3) + (3 x 3 x 3 ) + (3 x 3 x 3 x 3), etc.
|
Cada uno comunica la noticia a otras tres personas
|
�No puede averiguarse esta suma m�s brevemente, como hemos hecho antes con la
suma de los n�meros de la serie 1 + 2 + 4 + 8, etc�tera? Es posible si tomamos
en consideraci�n la siguiente propiedad de los sumandos:
1=1
3=1 x 2 + 1
9= (1 + 3) x 2 + 1
27=(1 + 3 + 9) x 2 + 1
81=(1 + 3 + 9 + 27) x 2 + 1, etc.
En otras palabras, cada n�mero de esta serie es igual al doble de la suma de
todos los n�meros anteriores m�s una unidad.
De aqu� se deduce que para encontrar la suma de todos los t�rminos de la serie,
desde uno hasta cualquier t�rmino, basta agregar a este n�mero su mitad
(habiendo restado previamente el �ltimo t�rmino de la unidad).
|
A las diez y media todos conocen la noticia
|
Por ejemplo la suma de los n�meros
1 + 3 + 9 + 27 + 81 + 243 + 729
es igual a 729 m�s la mitad de 728; es decir, 729 + 364 = 1.093. En el caso
concreto a que nos refer�amos, cada vecino que sab�a la noticia la comunicaba
s�lo a tres ciudadanos. Pero si los habitantes de la ciudad hubieran sido m�s
locuaces y hubieran comunicado la noticia escuchada, no a tres, sino por
ejemplo, a cinco o a otros diez, est� claro que el rumor se hubiera difundido
con mucha mayor rapidez todav�a. Si, por ejemplo, se transmitiera cada vez a
cinco personas, la informaci�n de la ciudad presentar�a el siguiente cuadro:
8.00 h
8.15 h
8.30 h
8.45 h
9.00 h
9.15 h
9.30 h
|
1
1+5
6 + (5*5)
31 + (25*5)
156 + (125*5)
781 + (625*5)
3.906 +(3.125*5)
|
= 1 persona
= 6
= 31
= 156
= 781
= 3.906
= 19.531
|
Antes de las 9.45 de la ma�ana era ya conocida por los 50.000 habitantes de la
ciudad.
|
Proceso de difusi�n de un rumor
|
El rumor se difunde todav�a con mayor rapidez si cada uno de los que lo
escuchan transmite la noticia a 10. Entonces resulta la curiosa serie de
n�meros:
8.00 h
8.15 h
8.30 h
8.45 h
9.00 h
|
1
1+10
11 + 100
111 + 1.000
1.111 + 10.000
|
= 1 persona
= 11
= 111
= 1.111
= 11.111
|
El n�mero siguiente de esta serie ser� evidentemente 111.111; lo que indica
que toda la ciudad conoce la noticia poco despu�s de las nueve de la ma�ana.
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52. Avalancha de bicicletas baratas
En diversos pa�ses y �pocas ha habido comerciantes que han recurrido a un
m�todo bastante original para despachar sus mercanc�as de mediana calidad.
Empezaban por publicar en peri�dicos y revistas de gran difusi�n el anuncio que
reproducimos.
�Una bicicleta por diez duros!
Cualquiera puede adquirir una bicicleta,
invirtiendo s�lo 10 duros.
�Aproveche esta ocasi�n �nica!
10 duros en vez de 50.
REMITIMOS GRATUITAMENTE EL PROSPECTO
CON LAS CONDICIONES DE COMPRA.
|
Hab�a no pocas personas que, seducidas por el fascinador anuncio, solicitaban
las condiciones de esa compra extraordinaria. En contestaci�n al pedido, cada
persona recib�a un prospecto extenso que dec�a lo siguiente:
Por el momento, por 10 duros no se le enviaba la bicicleta, sino s�lo cuatro
billetes, que ten�a que distribuir, a 10 duros, entre cuatro conocidos suyos.
Los 40 duros recogidos deb�a remitirlos a la empresa y entonces le mandaban la
bicicleta; es decir, que al comprador le costaba efectivamente 10 duros y los
otros 40 no los sacaba de su bolsillo. Cierto que adem�s de los 10 duros al
contado, el comprador de la bicicleta ten�a que soportar algunas molestias para
vender los billetes entre los conocidos, mas este peque�o trabajo no val�a la
pena de tenerlo en cuenta.
�Qu� billetes eran �stos? �Qu� beneficios alcanzaba el que los compraba por 10
duros? Obten�a el derecho de que se los cambiara la empresa por otros cinco
billetes iguales; en otras palabras, adquir�a la posibilidad de reunir 50 duros
para comprar una bicicleta, que le costaba a �l, por consiguiente, s�lo 10
duros, es decir, el precio del billete. Los nuevos tenedores de billetes, a su
vez, recib�an de la empresa cinco billetes cada uno para difundirlos, y as�
sucesivamente.
A primera vista, daba la sensaci�n de que en todo esto no hab�a enga�o alguno.
Las promesas del anuncio quedaban cumplidas; la bicicleta, en efecto, costaba
al comprador 10 duros. Y la casa no ten�a p�rdidas; cobraba por la mercanc�a el
precio completo.
Soluci�n
Sin embargo, este tipo de negocio era un verdadero fraude. La avalancha, como
se llam� a ese negocio sucio, o la bola de nieve, como la denominaban los
franceses, causaba p�rdidas a los numerosos participantes que no consegu�an
vender los billetes comprados. Esos eran los que pagaban a la empresa la
diferencia entre los 50 duros del precio de la bicicleta y los 10 que se
pagaban por ella. Tarde o temprano, llegaba infaliblemente un momento en que
los poseedores de billetes no pod�an encontrar a nadie dispuesto a adquirirlos.
De que esto ten�a indefectiblemente que ocurrir as�, se convencer�n ustedes si
tomando un l�piz, siguen el curso del proceso y anotan el �mpetu creciente del
n�mero de personas arrastra das por la avalancha.
El primer grupo de compradores que recibe sus billetes directa mente de la
casa, de ordinario, encuentra compradores sin esfuerzo alguno; cada uno
facilita billetes a cuatro nuevos participantes.
Estos cuatro deben vender sus billetes a 4 x 5, es decir, a otro 20,
convenci�ndoles de las ventajas de esa compra. Supongamos que lo consigan, y ya
tenemos reclutados 20 compradores.
La avalancha avanza. Los 20 nuevos due�os de billetes debe distribuirlos a 20 x
5 = 100 personas m�s.
Hasta este momento, cada uno de los fundadores de la avalancha ha arrastrado a
ella a
1 + 4 + 20 + 100 = 125 personas,
de las cuales 25 han recibido una bicicleta cada uno, y 100 s�lo la esperanza
de adquirirla, por lo que han pagado 10 duros.
La avalancha, en ese momento, sale del estrecho c�rculo de las personas
conocidas y empieza a extenderse por la ciudad, donde sin embargo, es cada vez
m�s dif�cil encontrar nuevos compradora de billetes. El indicado centenar de
poseedores de billetes debe venderlos a 500 ciudadanos m�s, los que a su vez
habr�n de reclutar 2.500 nuevas v�ctimas. La ciudad queda muy pronto inundada d
billetes, y resulta bastante dif�cil encontrar nuevas personas dispuestas y
deseosas de comprarlos.
Ya ven ustedes que el n�mero de personas arrastradas por 1 avalancha crece en
virtud de la misma ley matem�tica que acabamos de examinar al referirnos a la
divulgaci�n de rumores. He aqu� 1 pir�mide num�rica que resulta:
1
4
20
100
500
2.500
12.500
62.500
Si la ciudad es grande y toda la poblaci�n capaz de montar en bicicleta
asciende a 62.500 personas, en el momento que examinamos, es decir, a la octava
vuelta, la avalancha debe desaparecer. Todos han resultado absorbidos por ella,
pero s�lo la quinta parte ha recibido bicicleta; las restantes 4/5 partes
tienen en sus manos billetes, pero no encuentran a qui�n venderlos.
Una ciudad de poblaci�n m�s numerosa, incluso una capital de varios millones de
habitantes, puede saturarse de billetes prometedores al cabo de pocas vueltas,
ya que la magnitud de la avalancha aumenta con rapidez incre�ble.
312.500
1.562.500
7.812.500
39.062.500
La vuelta 12� de la avalancha, como ven, podr�a arrastrar a la poblaci�n de
toda una naci�n, y 4/5 de la poblaci�n quedar�an enga�ados por los
organizadores de la avalancha.
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53. La recompensa
Seg�n una leyenda, tomada de un manuscrito latino antiguo, que pertenece a una
biblioteca particular inglesa, sucedi� en la Roma antigua, hace muchos siglos,
lo siguiente.
El jefe militar Terencio llev� a cabo felizmente, por orden del emperador, una
campa�a victoriosa, y regres� a Roma con gran bot�n. Llegado a la capital,
pidi� que le dejaran ver al emperador.
�ste le acogi� cari�osamente, alab� sus servicios militares al Imperio, y como
muestra de agradecimiento, ofreci�le como recompensa darle un alto cargo en el
Senado.
Mas Terencio, al que eso no agradaba, le replic�:
-He alcanzado muchas victorias para acrecentar tu poder�o y nimbar de gloria tu
nombre, �oh, soberano! No he tenido miedo a la muerte, y muchas vidas que
tuviera las sacrificar�a con gusto por ti. Pero estoy cansado de luchar; mi
juventud ya ha pasado y la sangre corre m�s despacio por mis venas. Ha llegado
la hora de descansar; quiero trasladarme a la casa de mis antepasados y gozar
de la felicidad de la vida dom�stica.
-�Qu� quisieras de m�, Terencio? -le pregunt� el emperador. -��yeme con
indulgencia, oh, soberano! Durante mis largos a�os de campa�a, cubriendo cada
d�a de sangre mi espada, no pude ocuparme de crearme una posici�n econ�mica.
Soy pobre, soberano...
-Contin�a, valiente Terencio.
-Si quieres otorgar una recompensa a tu humilde servidor -continu� el guerrero,
anim�ndose-, que tu generosidad me ayude a que mi vida termine en la paz y la
abundancia, junto al hogar. No busco honores ni una situaci�n elevada en el
poderoso Senado. Desear�a vivir alejado del poder y de las actividades sociales
para descansar tranquilo. Se�or, dame dinero con que asegurar el resto de mi
vida.
El emperador -dice la leyenda- no se distingu�a por su largueza. Le gustaba
ahorrar para s� y cicateaba el dinero a los dem�s. El ruego del guerrero le
hizo meditar.
-�Qu� cantidad, Terencio, considerar�as suficiente? -le pregunt�.
-Un mill�n de denarios, Majestad.
El emperador qued� de nuevo pensativo. El guerrero esperaba, cabizbajo. Por fin
el emperador dijo:
-�Valiente Terencio! Eres un gran guerrero y tus haza�as te han hecho digno de
una recompensa espl�ndida. Te dar� riquezas.
Ma�ana a mediod�a te comunicar� aqu� mismo lo que haya decidido.
Terencio se inclin� y retir�se.
Al d�a siguiente, a la hora convenida, el guerrero se present� en el palacio
del emperador.
-�Ave, valiente Terencio! -le dijo el emperador.
Terencio baj� sumiso la cabeza.
-He venido, Majestad, para o�r tu decisi�n. Ben�volamente me cometiste una
recompensa.
El emperador contest�:
-No quiero que un noble guerrero como t� reciba, en premio a sus haza�as, una
recompensa mezquina. Esc�chame. En mi tesorer�a hay cinco millones de bras de
cobre (moneda que val�a la quinta parte de un denario). Escucha mis palabras:
ve a la tesorer�a, coge una moneda, regresa aqu� y depos�tala a mis pies. Al
d�a siguiente vas de nuevo a la tesorer�a, coges una nueva moneda equivalente a
dos bras y la pones aqu� junto a la primera. El tercer d�a traer�s una moneda
equivalente a 4 bras; el cuarto d�a, una equivalente a 8 bras; el quinto, a 16,
y as� sucesivamente, duplicando cada vez el valor de la moneda del d�a
anterior. Yo dar� orden de que cada d�a preparen la moneda del valor
correspondiente. Y mientras tengas fuerzas suficientes para levantar las
monedas, las traer�s desde la tesorer�a. Nadie podr� ayudarte; �nicamente debes
utilizar tus fuerzas. Y cuando notes que ya no puedes levantar la moneda,
detente: nuestro convenio se habr� cumplido
y todas las monedas que hayas logrado traer, ser�n de tu propiedad y
constituir�n tu recompensa.
Terencio escuchaba �vidamente cada palabra del emperador. Imaginaba el enorme
n�mero de monedas, a cada una mayor que la anterior, que sacar�a de la
tesorer�a imperial.
-Me satisface tu merced, Majestad -contest� con sonrisa feliz-, �la recompensa
es verdaderamente generosa!
Soluci�n
Empezaron las visitas diarias de Terencio a la tesorer�a imperial. �sta se
hallaba cerca del sal�n del trono, y los primeros viajes no costaron esfuerzo
alguno a Terencio.
El primer d�a sac� de la tesorer�a un solo bras. Era una peque�a monedita de 21
mm de di�metro y 5 g de peso. (Peso y tama�o aproximado de una moneda de 5
pesetas, acu�ada en nuestros d�as.)
El segundo, tercero, cuarto, quinto y sexto viajes fueron tambi�n f�ciles: el
guerrero traslad� monedas que pesaban 2, 4, 8, 16 y 32 veces m�s que la primera.
La s�ptima moneda pesaba 320 gramos -seg�n el sistema moderno de pesas y
medidas- y ten�a 8 cm de di�metro (84 mm exactamente).
El octavo d�a, Terencio hubo de sacar de la tesorer�a una moneda
correspondiente a 128 unidades monetarias. Pesaba 640 gramos y ten�a unos 10,50
cm de anchura.
|
La s�ptima moneda, la novena moneda y la und�cima moneda
|
El noveno d�a, Terencio llev� al sal�n imperial una moneda equivalente a 256
unidades monetarias. Ten�a 13 cm de ancho y pesaba 1,25 kg.
El duod�cimo d�a, la moneda alcanz� casi 27 cm de di�metro con un peso de 10,25
kg.
El emperador, que hasta aquel entonces hab�a contemplado afablemente al
guerrero, no disimulaba ya su triunfo. Ve�a que Terencio hab�a hecho 12 viajes
y sacado de la tesorer�a poco m�s de 2.000 monedas de bronce.
El d�a decimotercero esperaba a Terencio una moneda equivalente a 4.096
unidades monetarias. Ten�a unos 34 cm de ancho y su peso era igual a 20,5 kg.
El d�a decimocuarto, Terencio sac� de la tesorer�a una pesada moneda de 41 kg
de peso y unos 42 cm de anchura.
-�Est�s ya cansado, mi valiente Terencio? -le pregunt� el emperador,
reprimiendo una sonrisa.
-No, se�or m�o -contest� ce�udo el guerrero, sec�ndose el sudor que ba�aba su
frente.
|
La decimotercera moneda y la decimoquinta moneda
|
Lleg� el d�a decimoquinto. Ese d�a, la carga de Terencio fue pesada. Se
arrastr� lentamente hasta el emperador, llevando una enorme moneda formada por
16.384 unidades monetarias. Ten�a 53 cm de anchura y pesaba 80 kg: el peso de
un guerrero talludo.
El d�a decimosexto, el guerrero se tambaleaba bajo la carga que llevaba a
cuestas. Era una moneda equivalente a 32.768 unidades monetarias, de 164 kg de
peso y 67 cm de di�metro.
El guerrero hab�a quedado extenuado y respiraba con dificultad. El emperador
sonre�a...
Cuando Terencio apareci�, al d�a siguiente, en el sal�n del trono del
emperador, fue acogido con grandes carcajadas. No pod�a llevar en brazos su
carga, y la hac�a rodar ante �l. La moneda ten�a 84 cm de di�metro y pesaba 328
kg. Correspond�a al peso de 65.536 unidades monetarias.
El decimoctavo d�a fue el �ltimo del enriquecimiento de Terencio. Aquel d�a
terminaron las idas y venidas desde la tesorer�a al sal�n del emperador. Esta
vez hubo de llevar una moneda correspondiente a 131.072 unidades monetarias.
Ten�a m�s de un metro de di�metro y pesaba 655 kg.
|
La decimosexta moneda y la decimos�ptima moneda
|
Utilizando la lanza como si fuera una palanca, Terencio, con enorme esfuerzo,
apenas si pudo hacerla llegar rodando al sal�n. La gigantesca moneda cay� con
estr�pito a las plantas del emperador.
Terencio se hallaba completamente extenuado.
-No puedo m�s... Basta -susurr�.
El emperador reprimi� con esfuerzo una carcajada de satisfacci�n al ver el
�xito completo de su astucia. Orden� al tesorero que contara cu�ntos bras, en
total, hab�a llevado Terencio al sal�n del trono.
|
La decimoctava moneda
|
El tesorero cumpli� la orden y dijo:
-Majestad, gracias a tu largueza, el guerrero Terencio ha recibido una
recompensa de 262.143 bras.
As�, pues, el avaro emperador entreg� al guerrero alrededor de la vig�sima
parte de la suma de un mill�n de denarios que hab�a solicitado Terencio.
Comprobemos los c�lculos del tesorero, y de paso, el peso de las monedas.
Terencio llev�:
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
|
1 bras
2
4
8
16
32
64
128
256
512
1.024
2.048
4.096
8.192
16.384
32.768
65.536
131.072
|
5 g
10 g
20 g
40 g
80 g
160 g
320 g
640 g
1 kg 280 g
2 kg 560 g
5 kg 120 g
10 kg 240 g
20 kg 480 g
40 kg 960 g
81 kg 920 g
163 kg 840 g
327 kg 680 g
655 kg 360 g
|
Conocemos ya el procedimiento para calcular f�cilmente la suma de n�meros que
forman series de este tipo; para la segunda columna, esta suma es igual a
262.143, de acuerdo con la regla indicada en la p�gina 129. Terencio hab�a
solicitado del emperador un mill�n de denarios, o sea, 5.000.000 de bras. Por
consiguiente, gracias a esta treta del emperador, recibi�:
5.000.000/262.143 = 19 veces menos que la suma pedida.
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54. Otra recompensa
El ajedrez es un juego antiqu�simo. Cuenta muchos siglos de existencia y por
eso no es de extra�ar que est�n ligadas a �l leyendas cuya veracidad es dif�cil
comprobar debido a su antig�edad. Precisamente quiero contar una de �stas. Para
comprenderla no hace falta saber jugar al ajedrez; basta simplemente saber que
el tablero donde se juega est� dividido en 64 escaques (casillas negras y
blancas, dispuestas alternativamente).
El juego del ajedrez fue inventado en la India. Cuando el rey hind� Sheram lo
conoci�, qued� maravillado de lo ingenioso que, era y de la variedad de
posiciones que en �l son posibles. Al enterarse de que el inventor era uno de
sus s�bditos, el rey lo mand� llamar con objeto de recompensarle personalmente
por su acertado invento.
El inventor, llamado Seta, present�se ante el soberano. Era un sabio vestido
con modestia, que viv�a gracias a los medios que le proporcionaban sus
disc�pulos .
-Seta, quiero recompensarte dignamente por el ingenioso juego que has inventado
-dijo el rey.
El sabio contest� con una inclinaci�n.
-Soy bastante rico como para poder cumplir tu deseo m�s elevado -continu�
diciendo el rey-. Di la recompensa que te satisfaga y la recibir�s.
Seta continu� callado.
-No seas t�mido -le anim� el rey-. Expresa tu deseo. No escatimar� nada para
satisfacerlo.
-Grande es tu magnanimidad, soberano. Pero conc�deme un corto plazo para
meditar la respuesta. Ma�ana, tras maduras reflexiones, te comunicar� mi
petici�n.
Cuando al d�a siguiente Seta se present� de nuevo ante el trono, dej�
maravillado al rey con su petici�n, sin precedente por su modestia.
-Soberano -dijo Seta-, manda que me entreguen un grano de trigo por la primera
casilla del tablero de ajedrez.
-�Un simple grano de trigo? -contest� admirado el rey.
-S�, soberano. Por la segunda casilla, ordena que me den dos granos; por la
tercera, 4; por la cuarta, 8; por la quinta, 16; por la sexta, 32...
-Basta -interrumpi�le irritado el rey-. Recibir�s el trigo correspondiente a
las 64 casillas del tablero de acuerdo con tu deseo: por cada casilla doble
cantidad que por la precedente. Pero has de saber que tu petici�n es indigna de
mi generosidad. Al pedirme tan m�sera recompensa, menosprecias, irreverente, mi
benevolencia. En verdad que, como sabio que eres, deber�as haber dado mayor
prueba de respeto ante la bondad de tu soberano. Ret�rate. Mis servidores te
sacar�n un saco con el trigo que solicitas.
Seta sonri�, abandon� la sala y qued� esperando a la puerta del palacio.
Durante la comida, el rey acord�se del inventor del ajedrez y envi� a que se
enteraran de si hab�an ya entregado al irreflexivo Seta su mezquina recompensa.
-Soberano, est�n cumpliendo tu orden -fue la respuesta-. Los matem�ticos de la
corte calculan el n�mero de granos que le corresponden.
El rey frunci� el ce�o. No estaba acostumbrado a que tardaran tanto en cumplir
sus �rdenes.
Por la noche, al retirarse a descansar, el rey pregunt� de nuevo cu�nto tiempo
hac�a que Seta hab�a abandonado el palacio con su saco de trigo.
-Soberano -le contestaron-, tus matem�ticos trabajan sin descanso y esperan
terminar los c�lculos al amanecer.
-�Por qu� va tan despacio este asunto? -grit� iracundo el rey-. Que ma�ana,
antes de que me despierte, hayan entregado a Seta hasta el �ltimo grano de
trigo. No acostumbro a dar dos veces una misma orden.
|
Fig. 6.4. Por la segunda casilla ordena que me den dos granos
|
Por la ma�ana comunicaron al rey que el matem�tico mayor de la corte solicitaba
audiencia para presentarle un informe muy importante.El rey mand� que le
hicieran entrar.-Antes de comenzar tu informe -le dijo Sheram-, quiero saber si
se ha entregado por fin a Seta la m�sera recompensa que ha solicitado.
-Precisamente por eso me he atrevido a presentarme tan temprano -contest� el
anciano-. Hemos calculado escrupulosamente la cantidad total de granos que
desea recibir Seta. Resulta una cifra tan enorme...
-Sea cual fuere su magnitud -le interrumpi� con altivez el rey, mis graneros no
empobrecer�n. He prometido darle esa recompensa, y por lo tanto, hay que
entreg�rsela.
-Soberano, no depende de tu voluntad el cumplir semejante deseo. En todos tus
graneros no existe la cantidad de trigo que exige Seta. Tampoco existe en los
graneros de todo el reino. Hasta los graneros del mundo entero son
insuficientes. Si deseas entregar sin falta la recompensa prometida, ordena que
todos los reinos de la Tierra se conviertan en labrant�os, manda desecar los
mares y oc�anos, ordena fundir el hielo y la nieve que cubren los lejanos
desiertos del Norte. Que todo el espacio sea totalmente sembrado de trigo, y
ordena que toda la cosecha obtenida en estos campos sea entregada a Seta. S�lo
entonces recibir� su recompensa.
El rey escuchaba lleno de asombro las palabras del anciano sabio. -Dime cu�l es
esa cifra tan monstruosa -dijo reflexionando. -�Oh, soberano!
Dieciocho trillones cuatrocientos cuarenta y seis mil setecientos cuarenta y
cuatro billones setenta y tres mil setecientos nueve millones quinientos
cincuenta y un mil seiscientos quince.
Soluci�n
Esta es la leyenda. No podemos asegurar que haya sucedido en realidad lo que
hemos contado; sin embargo, la recompensa de que habla la leyenda debe
expresarse por ese n�mero; de ello pueden convencerse, haciendo ustedes mismos
el c�lculo. Si se comienza por la unidad, hay que sumar las siguientes cifras:
1, 2, 4, 8, etc. El resultado obtenido tras 63 duplicaciones sucesivas nos
mostrar� la cantidad correspondiente a la casilla 64, que deber� recibir el
inventor. Operando como se ha indicado en la p�gina 129, podemos f�cilmente
hallar la suma total de granos, si duplicamos el �ltimo n�mero, obtenido para
la casilla 64, y le restamos una unidad. Es decir, el c�lculo se reduce
simplemente a multiplicar 64 veces seguidas la cifra dos:
2 x 2 x 2 x 2 x 2 x 2...
y as� sucesivamente 64 veces.
Con objeto de simplificar el c�lculo, podemos dividir estos 64 factores en seis
grupos de diez doses y uno de cuatro doses. La multiplicaci�n sucesiva de diez
doses, como es f�cil comprobar, es igual a 1.024 y la de cuatro doses es de 16.
Por lo tanto, el resultado que buscamos es equivalente a:
1.024 x 1.024 x 1.024 x 1.024 x 1.024 x 1.024 x 16.
Multiplicando 1.024 x 1.024 obtenemos 1.048.576.
Ahora nos queda por hallar:
1.048.576 x 1.048.576 x 1.048.576 x 16.
Restando de� resultado una unidad, obtendremos el n�mero de granos buscado:
18.446.744.073.709.551.615.
Para hacernos una idea de la inmensidad de esta cifra gigante, calculemos
aproximadamente la magnitud del granero capaz de almacenar semejante cantidad
de trigo. Es sabido que un metro c�bico de trigo contiene cerca de 15 millones
de granos. En ese caso, la recompensa del inventor del ajedrez deber� ocupar un
volumen aproximado de 12.000.000.000.000 m
3
, 0 lo que es lo mismo, 12.000 km
3
. Si el granero tuviera 4 m de alto y 10 m de ancho, su longitud habr�a de ser
de 300.000.000 de km, o sea, el doble de la distancia que separa la Tierra del
Sol.
El rey hind�, naturalmente, no pudo entregar semejante recompensa. Sin embargo,
de haber estado fuerte en matem�ticas, hubiera podido librarse de esta deuda
tan gravosa. Para ello le habr�a bastado simplemente proponer a Seta que �l
mismo contara, grano a grano, el trigo que le correspond�a.
Efectivamente, si Seta, puesto a contar, hubiera trabajado noche y d�a,
contando un grano por segundo, habr�a contado en el primer d�a 86.400 granos.
Para contar un mill�n de granos hubiera necesitado, como m�nimo, diez d�as de
continuo trabajo. Un metro c�bico de trigo lo hubiera contado aproximadamente
en medio a�o, lo que supondr�a un total de
cinco cuartos.
Haciendo esto sin interrupci�n durante diez a�os, hubiera contado
cien cuartos
como m�ximo, por mucho que se esforzase.
Por consiguiente, aunque Seta hubiera consagrado el resto de su vida a contar
los granos de trigo que le correspond�an, habr�a recibido s�lo una parte �nfima
de la recompensa exigida.
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55. Reproducci�n r�pida de las plantas y de los animales
Una cabeza de amapola, en la fase final de su desarrollo, est� repleta de
min�sculas semillas, cada una de las cuales puede originar una nueva planta.
�Cu�ntas amapolas se obtendr�an si germinaran, sin excepci�n, todas las
semillas? Para saberlo es preciso contar las semillas contenidas en una cabeza
de amapola. Es una tarea larga y aburrida, pero el resultado obtenido es tan
interesante, que merece la pena armarse de paciencia y hacer el recuento hasta
el fin. La cabeza de una amapola tiene (en n�meros redondos) tres mil semillas.
�Qu� se deduce de esto? Que si el terreno que rodea a nuestra planta fuera
suficiente y adecuado para el crecimiento de esta especie, cada semilla dar�a,
al caer al suelo, un nuevo tallo, y al verano siguiente, crecer�an en ese
sitio, tres mil amapolas. �Un campo entero de amapolas de una sola cabeza!
Veamos lo que ocurrir�a despu�s. Cada una de las 3.000 plantas dar�a, como
m�nimo, una cabeza (con frecuencia, varias), conteniendo 3.000 semillas cada
una. Una vez crecidas, las semillas de cada cabeza dar�an 3.000 nuevas plantas,
y por tanto, al segundo a�o tendr�amos ya
3.000 x 3.000 = 9.000.000 de plantas.
Es f�cil calcular que al tercer a�o, el n�mero de nuevas plantas, procedentes
de la amapola inicial, alcanzar�a ya
9.000.000 x 3.000 = 27.000.000.000
Al cuarto a�o
27.000.000.000 x 3.000 = 81.000.000.000.000
En el quinto a�o faltar�a a las amapolas sitio en la Tierra, pues el n�mero de
plantas ser�a igual a
81.000.000.000.000 x 3.000 = 243.000.000.000.000.000
la superficie terrestre, o sea, todos los continentes e islas del globo
terr�queo, ocupan un �rea total de 135 millones de kil�metros cuadrados
-135.000.000.000.000 de m
2
- aproximadamente 2.000 veces menor que el n�mero de amapolas que hubieran
debido crecer.
Vemos, por lo tanto, que si todas las semillas de amapola crecieran y se
reprodujesen normalmente, la descendencia procedente de una sola planta podr�a,
al cabo de cinco a�os, cubrir por completo toda la tierra firme de nuestro
planeta de una maleza espesa, a un promedio de dos mil plantas en cada metro
cuadrado. �Esta es la cifra gigante oculta en una diminuta semilla de amapola!
Soluci�n
Haciendo un c�lculo semejante, no sobre la amapola, sino sobre cualquier otra
planta que produzca semillas en menor n�mero, obtendr�amos resultados
parecidos, con la �nica diferencia de que su descendencia cubrir�a toda la
superficie terrestre, no en cinco a�os, sino en un plazo algo mayor. Tomemos,
por ejemplo, un diente de le�n, que produce aproximadamente cada a�o 10
semillas. Si todas ellas crecieran, obtendr�amos:
En un a�o
2 a�os
3
4
5
6
7
8
9
|
1
100
10.000
1.000.000
100.000.000
10.000.000.000
1.000.000.000.000
100.000.000.000.000
10.000.000.000.000.000
|
planta
plantas
plantas
plantas
plantas
plantas
plantas
plantas
plantas
|
Este n�mero de plantas es setenta veces superior al n�mero de metros cuadrados
de tierra firme que existen en el globo terrestre.
Por consiguiente, al noveno a�o, los continentes de la Tierra quedar�an
totalmente cubiertos de dientes de le�n, habiendo setenta plantas en cada metro
cuadrado.
�-,Por qu�, en la realidad, no se da una reproducci�n tan r�pida y abundante?
Se debe a que la inmensa mayor�a de las semillas mueren sin germinar, bien
porque al iniciarse el crecimiento son ahogadas por otra planta, o bien,
finalmente, porque son destruidas por los animales. Pero si la destrucci�n en
masa de semillas y reto�os no se verificara, cada planta, en un per�odo de-
tiempo relativamente breve, cubrir�a completamente nuestro planeta.
Este fen�meno ocurre no s�lo con las plantas, sino tambi�n con los animales. De
no interrumpir la muerte su multiplicaci�n, la descendencia de una pareja
cualquiera de animales, tarde o temprano ocupar�a toda la Tierra. Una plaga de
langosta, que cubre totalmente espacios enormes, puede servirnos de ejemplo
para dar una idea de lo que ocurrir�a si la muerte no obstaculizara el proceso
de reproducci�n de, los seres vivos. En el curso de unos dos o tres decenios,
todos los continentes se cubrir�an de bosques y estepas intransitables
abarrotados de millones de animales, luchando entre s� para conseguir sitio. El
oc�ano se llenar�a de peces en tal cantidad que se har�a imposible la
navegaci�n mar�tima. El aire perder�a casi totalmente su transparencia debido
al inmenso n�mero de p�jaros e insectos.
Examinemos, a modo de ejemplo, la rapidez con que se multiplica la mosca
dom�stica de todos conocida. Aceptemos que cada mosca deposita ciento veinte
huevecillos y que durante el verano tienen tiempo de aparecer siete
generaciones, en cada una de las cuales la mitad son machos y la mitad hembras.
Supongamos que la mosca en cuesti�n deposita por primera vez los huevos el 15
de abril y que cada hembra, en veinte d�as, crece lo suficiente para poder ella
misma depositar nuevos huevos. En ese caso, la reproducci�n se desarrollar� en
la forma siguiente:
15 de abril:
|
cada hembra deposita 120 huevos; a comienzos de mayo nacen 120 moscas, de las
cuales 60 son hembras.
|
5 de mayo:
|
cada hembra deposita 120 huevos; a mediados de mayo aparecen 60 x 120 = 7.200
moscas, de las cuales 3.600 son hembras.
|
25 de mayo:
|
cada una de las 3.600 hembras deposita 120 huevos; a comienzos de junio nacen
3.600 x 120 = 432.000 moscas, de las cuales la mitad, 216.000, son hembras.
|
14 de junio:
|
las 216.000 hembras depositan 120 huevos cada una; a finales de junio habr�
25.920.000 moscas, entre ellas 12.960.000 son hembras.
|
5 de julio:
|
cada una de esas 12.960.000 hembras deposita 120 huevos; en julio nacen
1.555.200.000 moscas m�s, de las que 777.600.000 son hembras.
|
25 de julio:
|
nacen 93.213.000.000 moscas, de ellas 46.656.000.000 son hembras.
|
13 de agosto:
|
nacen 5.598.720.000.000 moscas, de las cuales 2.799.360.000.000 son hembras.
|
1 de septiembre:
|
nacen 355.923.200.000.000 moscas.
|
Para comprender mejor lo que supone esta enorme cantidad de moscas, todas
procedentes de una sola pareja, si la reproducci�n se verifica sin impedimento
alguno durante un verano, imaginemos que todas ellas est�n dispuestas en l�nea
recta, una junto a la otra. Midiendo una mosca, por t�rmino medio, 5 mm, todas
ellas, colocadas una tras otra, formar�n una fila de 2.500 millones de km, o
sea, una distancia dieciocho veces mayor que la que separa la Tierra del Sol
(aproximadamente como de la Tierra al planeta Urano).
Como conclusi�n, citemos algunos casos
reales
de multiplicaci�n extraordinariamente r�pida de animales, en condiciones
favorables.
Al principio, en Am�rica no 'exist�an
gorriones.
Este p�jaro, tan corriente entre nosotros, fue llevado a los Estados Unidos con
el fin de exterminar all� los insectos nocivos. Los gorriones, como sabemos,
comen en abundancia orugas voraces y otros insectos destructores de plantas en
huertos y jardines. El nuevo ambiente fue del agrado de los gorriones; en
Am�rica no hab�a, por aquel entonces, aves de rapi�a que se alimentaran de
gorriones y, por lo tanto, �stos comenzaron a reproducirse con gran rapidez. Al
poco tiempo, el n�mero de insectos nocivos decreci� notoriamente. Pero los
gorriones se multiplicaron en tal forma que ante la escasez de alimento animal,
comenzaron a comer vegetales y a devastar los sembrados. Hubo, pues, necesidad
de emprender la lucha contra los gorriones. Esta lucha cost� tan cara a los
norteamericanos que se promulg� una ley prohibiendo la importaci�n futura a
dicho pa�s de cualquier especie de animales.
Otro ejemplo. En Australia no exist�an
conejos
cuando ese continente fue descubierto por los europeos. Llevaron all� el conejo
a finales del siglo XVIII,
y como en ese pa�s no hab�a animales carn�voros que se alimentasen de conejos,
el proceso de reproducci�n de estos roedores se desarroll� a ritmo rapid�simo.
Poco tiempo despu�s, los conejos, en masas enormes, hab�an invadido toda
Australia, ocasionando terribles da�os a la agricultura y convirti�ndose en una
verdadera plaga para el pa�s. En la lucha contra ese azote de la agricultura se
emplearon colosales recursos y s�lo gracias a medidas en�rgicas se lleg� a
contrarrestar esa desgracia. Un caso semejante se repiti� m�s tarde en
California.
La tercera historia que deseo relatar y que sirve de ense�anza, ocurri� en la
isla de Jamaica. En esa isla hab�a serpientes venenosas en gran abundancia.
Para librarse de ellas se decidi� llevar a la isla
el p�jaro serpentaria,
destructor furibundo de serpientes venenosas. En efecto, poco tiempo despu�s,
el n�mero de serpientes hab�a disminuido considerablemente. En cambio, se
multiplicaron de manera extraordinaria las ratas de campo, que antes eran
devoradas por las serpientes. Las ratas ocasionaron da�os tan terribles en las
plantaciones de ca�a de az�car que los habitantes del pa�s se vieron obligados
a buscar urgentemente la forma de exterminarlas. Es sabido que el
mundo
indio es enemigo de las ratas. Se tom� la decisi�n de llevar a la isla cuatro
parejas de estos animales y de permitir su libre reproducci�n. Los mungos se
adaptaron perfectamente a la nueva patria y pronto poblaron toda la isla. Al
cabo de unos diez a�os, casi todas las ratas hab�an sido exterminadas. Pero
entonces surgi� una nueva tragedia: los mungos, al carecer de ratas, comenzaron
a alimentarse de cuantos animales hallaban a su alcance, devorando cachorros,
cabritillas, cerditos, aves dom�sticas y sus huevos. Al aumentar en n�mero,
empezaron a devastar los huertos, los sembrados y las plantaciones. Los
habitantes iniciaron una campa�a de exterminio de sus recientes aliados; sin
embargo, consiguieron limitar �nicamente en cierto grado los da�os ocasionados
por los mungos.
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56. Una comida gratis
Diez j�venes decidieron celebrar la terminaci�n de sus estudios comiendo en el
restaurante. Una vez reunidos, se entabl� entre ellos una discusi�n sobre el
orden en que hab�an de sentarse a la mesa. Unos propusieron que la colocaci�n
fuera por orden alfab�tico; otros, con arreglo a la edad; otros, por los
resultados de los ex�menes; otros, por la estatura, etc. La discusi�n se
prolongaba, enfri�se la sopa y nadie se sentaba a la mesa. Los reconcili� el
hotelero, mediante las siguientes palabras:
-Se�ores, dejen de discutir. Si�ntense a la mesa en cualquier orden y
esc�chenme.
Sent�ronse todos sin seguir un orden determinado. El hotelero continu�:
-Que uno cualquiera anote el orden en que est�n sentados ahora. Ma�ana vienen a
comer y se sientan en otro orden. Pasado ma�ana vienen de nuevo a comer y se
sientan en orden distinto, y as� sucesivamente hasta que hayan probado todas
las combinaciones posibles. Cuando llegue el d�a en que tengan ustedes que
sentarse de nuevo en la misma forma que ahora, les prometo solemnemente que en
lo sucesivo, les invitar� a comer gratis diariamente, sirvi�ndoles los platos
m�s exquisitos y escogidos.
La proposici�n agrad� a todos y fue aceptada. Acordaron reunirse cada d�a en
aquel restaurante y probar todos los modos distintos posibles de colocaci�n
alrededor de la mesa, con objeto de disfrutar cuanto antes de las comidas
gratuitas.
Soluci�n
Sin embargo, los diez j�venes no lograron llegar hasta ese d�a. Y no porque el
hotelero no cumpliera su palabra, sino porque el n�mero total de combinaciones
diferentes alrededor de la mesa es extraordinariamente grande. Exactamente
3.628.000. F�cil es calcular que este n�mero de d�as son casi diez mil a�os.
Posiblemente a ustedes les parecer� incre�ble que diez personas puedan
colocarse en un n�mero tan elevado de posiciones diferentes. Comprobemos el
c�lculo.
Ante todo, hay que aprender a determinar el n�mero de combinaciones distintas
posibles. Para mayor sencillez, empecemos calculando un n�mero peque�o de
objetos, por ejemplo, tres. Llam�mosles
A, B y C.
Deseamos saber de cu�ntos modos diferentes pueden disponerse, cambiando
mutuamente su posici�n. Hagamos el siguiente razonamiento. Si se separa de
momento el objeto C, los dos restantes, A y B, pueden colocarse solamente en
dos formas.
Ahora agreguemos el objeto C a cada una de las parejas obtenidas. Podemos
realizar esta operaci�n tres veces:
1) colocar
C detr�s
de la pareja,
2)
C delante
de la pareja.
3)
C entre
los dos objetos de la pareja
|
Es evidente que no son posibles otras posiciones distintas para el objeto C, a
excepci�n de las tres mencionadas. Como tenemos
dos
parejas, AB y BA
,
el n�mero total de formas posibles de colocaci�n de los tres objetos ser�:
2 x 3 = 6.
Sigamos adelante. Hagamos el c�lculo para cuatro objetos.
Tomemos cuatro objetos, A,
B, C y D,
y separemos de momento uno de ellos, por ejemplo, el objeto D. Efectuemos con
los otros tres todos los cambios posibles de posici�n. Ya sabemos que para
tres, el n�mero de cambios posibles es seis. �En cu�ntas formas diferentes
podemos disponer el cuarto objeto en cada una de las seis posiciones que
resultan con tres objetos? Evidentemente, ser�n cuatro. Podemos:
1) colocar
D detr�s
del tr�o,
2)
D delante
del tr�o,
3)
D entre el
1� y 2� objetos,
4)
D entre
el 2� y 3� objetos.
|
Obtenemos en total:
6 x 4 = 24 posiciones,
pero teniendo en cuenta que 6 = 2 x 3 y que 2 = 1 x 2, podemos calcular el
n�mero de cambios posibles de posici�n haciendo la siguiente multiplicaci�n:
1 x 2 x 3 x 4 = 24.
Razonando de id�ntica manera, cuando haya cinco objetos hallaremos que el
n�mero de formas distintas de colocaci�n ser� igual a:
1 x 2 x 3 x 4 x 5 = 120.
Para seis objetos ser�:
1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 = 720,
y as� sucesivamente.
Volvamos de nuevo al caso antes citado de los diez comensales. Sabremos el
n�mero de posiciones que pueden adoptar las diez personas alrededor de la mesa
si nos tomamos el trabajo de calcular el producto siguiente:
1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x 7 x 8 x 9 x 10.
Resultar� el n�mero indicado anteriormente:
3.628.000.
El c�lculo ser�a m�s complicado si de los diez comensales, cinco fueran
muchachas y desearan sentarse a la mesa alternando con los muchachos. A pesar
de que el n�mero posible de combinaciones se reducir�a en este caso
considerablemente, el c�lculo ser�a m�s complejo.
Supongamos que se sienta a la mesa, indiferentemente del sitio que elija, uno
de los j�venes. Los otros cuatro pueden sentarse, dejando vac�as para las
muchachas las sillas intermedias, adoptando 1 x 2 x 3 x 4 = 24 formas
diferentes. Como en total hay diez sillas, el primer joven puede ocupar 10
sitios distintos. Esto significa que el n�mero total de combinaciones posibles,
para los muchachos es 10 x 24 = 240.
�En cu�ntas formas diferentes pueden sentarse en las sillas vac�as, cinco
situadas entre los j�venes, las cinco muchachas? Evidentemente ser�n 1 x 2 x 3
x 4 x 5 = 120. Combinando cada una de las 240 posiciones de los muchachos con
cada una de las 120 que pueden adoptar las muchachas, obtendremos el n�mero
total de combinaciones posibles, o sea,
240 x 120 = 28.800.
Este n�mero, como vemos, es muchas veces inferior al que hemos citado antes y
obtenemos un total de 79 a�os. Los j�venes clientes del restaurante que
vivieran hasta la edad de cien a�os podr�an asistir a una comida gratis
servida, si no por el propio hotelero, al menos por uno de sus descendientes.
Como fin de nuestra charla sobre el n�mero de combinaciones posibles,
resolvamos el siguiente problema relacionado con la vida escolar.
Hay en la clase veinticinco alumnos. �En cu�ntas formas diferentes pueden
sentarse en los pupitres?
Para los que han asimilado lo expuesto anteriormente, la soluci�n es muy
sencilla: basta multiplicar sucesivamente los n�meros siguientes:
1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x ... x 23 x 24 x 25.
En matem�ticas existen diversos m�todos de simplificaci�n de los c�lculos, pero
para facilitar operaciones como la que acabamos de mencionar, no los hay. El
�nico procedimiento para efectuar
exactamente
esta operaci�n consiste en multiplicar con paciencia todos los n�meros. S�lo
puede reducirse algo el tiempo requerido para efectuar esa multiplicaci�n,
eligiendo una agrupaci�n acertada de los mismos. El resultado que se obtiene es
un n�mero enorme compuesto de veintis�is cifras, cuya magnitud es incapaz
nuestra imaginaci�n de represent�rsela:
15.511.210.043.330.985.984.000.000.
De todos los n�meros que hemos visto hasta ahora, �ste es, naturalmente, el m�s
grande, y a �l, m�s que a ning�n otro, le corresponde la denominaci�n de
n�mero gigante.
El n�mero de gotitas diminutas de agua que contienen todos los oc�anos y mares
del globo terrestre es peque�o si se compara con este n�mero enorme.
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57. Juego con monedas
En mi infancia, recuerdo que mi hermano mayor me ense�� un juego muy
entretenido a base de unas monedas. Coloc� tres platos en fila, uno junto al
otro; despu�s, puso en uno de los platos extremos una pila de cinco monedas: la
inferior, de ocho cm de di�metro; sobre ella, una de cuatro cm, la siguiente de
dos cm, luego una de un cm y medio y por �ltimo, la superior, de un cm. La
tarea consist�a en trasladar todas las monedas al tercer plato, observando las
tres reglas siguientes:
-
Cada vez debe cambiarse de plato una sola moneda.
-
No se permite colocar una moneda mayor sobre otra menor.
-
Provisionalmente pueden colocarse monedas en el plato intermedio, observando
las dos reglas anteriores, pero al final del juego, todas las monedas deben
encontrarse en el tercer plato en el orden inicial.
-Como ves -me dijo-, las reglas no son complicadas. Y ahora manos a la obra.
Comenc� a cambiar de plato las monedas. Coloqu� la de 1 cm en el tercer plato,
la de 1,5 en el intermedio y... me qued� cortado. �D�nde colocar la de 2 cm?
Esta es mayor que la de 1 y 1,5 cm.
-No te apures -dijo mi hermano-. Coloca la de 1 cm en el plato del centro,
encima de la de 1,5 cm. Entonces te queda libre el tercer plato para la de 2 cm.
Y as� lo hice. Pero al continuar surgi� otra nueva dificultad. �D�nde colocar
la de 4 cm? Hay que reconocer que ca� enseguida en la cuenta: primero pas� la
de 1 cm al primer plato, despu�s, la de 1,5 al tercero, y despu�s, la de 1
tambi�n al tercero. Ahora ya se pod�a colocar la de 4 en el plato central
vac�o. A continuaci�n, despu�s de probar varias veces, consegu� trasladar la
moneda de 8 cm del primer plato al tercero y reunir en este �ltimo toda la pila
de monedas en el orden conveniente.
Soluci�n
-�Cu�ntos cambios de lugar has hecho? -pregunt� mi hermano, aprobando mi
trabajo.
-No los he contado.
-Vamos a comprobarlo. Es interesante saber de qu� modo es posible alcanzar el
fin propuesto efectuando el m�nimo de permutaciones. Si la pila constara de dos
monedas y no de cinco, una de 1,5 y otra de 10 cm, �cu�ntos cambios hubieras
necesitado hacer?
-Tres: la de 1 cm al plato del centro, la de 1,5 al tercero y despu�s la de 1
al tercero.
-Perfectamente. Ahora aumentemos una moneda de 2 cm, y contemos los cambios que
se requieren para trasladar una pila compuesta de este n�mero de monedas.
Procedamos de la manera siguiente: primero, pasemos sucesivamente las dos
monedas menores al plato intermedio. Para ello es preciso, como ya sabemos,
efectuar tres cambios. Despu�s, pasemos la de 2 cm al tercer plato vac�o; un
cambio m�s. Seguidamente, traslademos las dos monedas que se hallan en el plato
intermedio al tercero, o sea, tres cambios m�s.
En resumen hemos hecho:
3 + 1 + 3 = 7 cambios.
-Para el caso de cuatro monedas, perm�teme a m� calcular el n�mero de cambios
que se requieren. Primero paso las tres monedas menores al plato intermedio, lo
que supone siete cambios; despu�s la de 4 cm la coloco en el tercero -un cambio
m�s- y seguidamente traslad� las tres monedas menores al tercer plato; o sea,
siete cambios m�s. En total:
7 + 1 + 7 = 15.
-Magn�fico. �Y para 5 monedas?
Dije en el acto: 15 + 1 + 15
= 31.
-Exactamente, veo que has comprendido perfectamente el m�todo de c�lculo. Sin
embargo, te voy a mostrar un m�todo todav�a m�s sencillo. F�jate en que los
n�meros obtenidos, 3, 7, 15 y 31 son todos m�ltiples de dos a los que se ha
restado una unidad. Mira.
Y mi hermano escribi� la siguiente tabla:
3= 2 x 2 - 1
7= 2 x 2 x 2 � 1
15=2 x 2 x 2 x 2-1
31= 2 x 2 x 2 x 2 x 2 � 1
-Comprendido: hay que tomar la cifra 2 como factor tantas veces como monedas se
deben cambiar y despu�s restar una unidad. Ahora, yo mismo puedo calcular el
n�mero de cambios necesarios para una pila de cualquier cantidad de monedas.
Por ejemplo, para siete:
2 x 2 x 2 x 2 x 2 x 2 x 2 - 1 128 - 1 = 127.
-Veo que has comprendido este antiguo juego. S�lo necesitas conocer una regla
pr�ctica m�s: si la pila tiene un n�mero impar de monedas, la primera hay que
trasladarla al tercer plato; si es par, entonces hay que pasarla primero al
plato intermedio.
-Acabas de decir que es un juego antiguo. �Acaso no lo has inventado t�?
-No; yo solamente lo he aplicado. Este juego es antiqu�simo y dicen que procede
de la India. Existe una interesante leyenda acerca del mismo. En la ciudad de
Benar�s hay un templo,, en el cual, seg�n cuenta la leyenda, el dios hind�
Brahma, al crear el mundo, puso verticalmente tres palitos de diamantes,
colocando en uno de ellos 64 anillos de oro: el m�s grande, en la parte
inferior, y los dem�s por orden de tama�o uno encima del otro. Los sacerdotes
del templo deb�an, trabajando noche y d�a sin descanso, trasladar todos los
anillos de un palito a otro, utilizando el tercero como auxiliar, y observando
las reglas de nuestro juego, o sea, cambiar cada vez s�lo un anillo y no
colocar un anillo de mayor di�metro sobre otro de menor. La leyenda dice que
cuando los 64 anillos estuvieran trasladados llegar�a el final del mundo.
-�Oh!, esto significa, si di�ramos cr�dito a esa leyenda, que el mundo hace ya
tiempo que no existir�a.
-�T� crees, al parecer, que el traslado de los 64 anillos no exige mucho tiempo!
-Naturalmente. Realizando un cambio cada segundo, en una hora pueden hacerse
3.600 traslados.
-�Bueno y qu�?
-Pues que en un d�a se har�an cerca de cien mil. En diez d�as, un mill�n.
Pienso que un mill�n de cambios es suficiente para cambiar incluso mil anillos.
-Te equivocas. Para trasladar los 64 anillos se necesitan 500.000 millones de
a�os, en n�meros redondos.
-�Pero, por qu�? El motivo de cambios es igual a la multiplicaci�n sucesiva de
64 doses menos una unidad, y esto supone... Espera, ahora lo calculo.
-Perfectamente. Mientras t� verificas el c�lculo, tengo tiempo de ir a resolver
mis asuntos.
March�se mi hermano dej�ndome sumido en mis c�lculos. Primero hice el producto
de 16 doses, el resultado -65.536- lo multipliqu� por s� mismo, y el n�mero as�
obtenido lo volv� a multiplicar por s� mismo. Por fin, no me olvid� de restar
una unidad.
Obtuve el n�mero siguiente:
18.446.744.073.709.551.615.
Evidentemente, mi hermano ten�a raz�n.
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58. La apuesta
En el comedor de una pensi�n, se inici� durante la comida una conversaci�n
sobre el modo de calcular la probabilidad de los hechos. Un joven matem�tico,
que se hallaba entre los presentes, sac� una moneda y dijo:
-Si arrojo la moneda sobre la mesa, �qu� probabilidades existen de que caiga
con el escudo hacia arriba?
-Ante todo, haga el favor de explicar lo que quiere usted decir con eso de las
probabilidades -dijo una voz-. No est� claro para todos.
-�Muy sencillo! La moneda puede caer sobre la mesa de dos maneras, o bien con
el escudo hacia arriba o hacia abajo. El n�mero de casos posibles es igual a
dos, de los cuales, para el hecho que nos interesa, es favorable s�lo uno de
ellos. De lo dicho se deduce la siguiente relaci�n:
el n�mero de casos favorables / el n�mero de casos posibles =1/2
La fracci�n 1/2 expresa la probabilidad de que la moneda caiga con el escudo
hacia arriba.-Con la moneda es muy sencillo -a�adi� uno-. Veamos un caso m�s
complicado, por ejemplo, con los dados.-Bueno, vamos a examinarlo -acept� el
matem�tico-. Tenemos un dado, o sea, un cubo con distintas cifras en las caras.
�Qu� probabilidades hay de que al echar el dado sobre la mesa, quede con una
cifra determinada hacia arriba, por ejemplo, el seis? �Cu�ntos son aqu� los
casos posibles? El dado puede quedar acostado sobre una cualquiera de las seis
caras, lo que significa que son seis casos diferentes. De ellos solamente uno
es favorable para nuestro prop�sito, o sea, cuando queda arriba el seis. Por
consiguiente, la probabilidad se obtiene dividiendo uno por seis, es decir, se
expresa con la fracci�n 116.
-�Ser� posible que puedan determinarse las probabilidades en todos los casos?
-pregunt� una de las personas presentes-. Tomemos el siguiente ejemplo. Yo digo
que el primer transe�nte que va a pasar por delante del balc�n del comedor,
ser� un hombre. �Qu� probabilidades hay de que acierte?
-Evidentemente, la probabilidad es igual a 1/2, si convenimos en que en el
mundo hay tantos hombres como mujeres y si todos los ni�os de m�s de un a�o los
consideramos mayores.
-�Qu� probabilidades existen de que los dos primeros transe�ntes sean ambos
hombres? -pregunt� otro de los contertulios.
-Este c�lculo es algo m�s complicado. Enumeremos los casos que pueden
presentarse. Primero: es posible que los dos transe�ntes sean hombres. Segundo:
que primero aparezca un hombre y despu�s una mujer. Tercero: que primero
aparezca una mujer y despu�s un hombre. Y finalmente, el cuarto caso: que ambos
transe�ntes sean mujeres. Por consiguiente, el n�mero de casos posibles es
igual a 4; de ellos s�lo uno, el primero, nos es favorable. La probabilidad
vendr� expresada por la fracci�n 1/4. He aqu� resuelto su problema.
-Comprendido. Pero puede hacerse tambi�n la pregunta respecto de tres hombres.
�Cu�les ser�n las probabilidades de que los tres primeros transe�ntes sean
todos hombres?
-Bien, calculemos tambi�n este caso. Comencemos por hallar los casos posibles.
Para dos transe�ntes, el n�mero de casos posibles, como ya sabemos, es igual a
cuatro. Al aumentar un tercer transe�nte, el n�mero de casos posibles se
duplica, puesto que a cada grupo de los 4 enumerados compuesto de dos
transe�ntes, puede a�adirse, bien un hombre, bien una mujer. En total, el
n�mero de casos posibles ser� 4 x 2 = 8. Evidentemente la probabilidad ser�
igual a 1/8, porque tenemos s�lo un caso favorable. De lo dicho ded�cese la
-regla para efectuar el c�lculo: en el caso de dos transe�ntes, la probabilidad
ser� 1/2 * 1/2 = 1/4; cuando se trata de tres 1/2 * 1/2 * 1/2 = 1/8; en el caso
de cuatro, las probabilidades se obtendr�n multiplicando cuatro veces
consecutivas 1/2 y as� sucesivamente. Como vemos, la magnitud de la
-probabilidad va disminuyendo.
-�Cu�l ser� su valor, por ejemplo, para diez transe�ntes?
-Seguramente, se refiere usted al caso de que los diez primeros transe�ntes
sean todos hombres. Tomando 1/2 como factor diez veces, obtendremos 1/1024 , o
sea, menos de una mil�sima. Esto significa que si apuesta usted conmigo un duro
a que eso ocurrir�, yo puedo jugar mil duros a que no suceder� as�.
-�Qu� apuesta m�s ventajosa! -dijo uno-. De buen grado pondr�a yo un duro para
tener la posibilidad de ganar mil.
-Pero tenga en cuenta que son mil probabilidades contra una. -�Y qu�!
Arriesgar�a con gusto un duro contra mil, incluso en el caso de que se exigiera
que los cien primeros transe�ntes fueran todos hombres.
-�Pero se da usted cuenta de qu� probabilidad tan �nfima existe de que suceda
as�? -pregunt� el matem�tico.
-Seguramente una millon�sima o algo as� por el estilo.
-�Much�simo menos! Una millon�sima resulta ya cuando se trata de veinte
transe�ntes. Para cien ser�... Perm�tame que lo calcule aproximadamente. Una
billon�sima, trillon�sima, cuatrillon�sima... �Oh! Un uno con treinta ceros.
-�Nada m�s?
-�Le parecen a usted pocos ceros? Las gotas de agua que contiene el oc�ano no
llegan ni a la mil�sima parte de dicho n�mero. -�Qu� cifra tan imponente! En
ese caso, �cu�nto apostar�a usted contra mi duro?
-�Ja, ja... ! �Todo! Todo lo que tengo.
-Eso es demasiado. Ju�guese su moto. Estoy seguro de que no la apuesta.
-�Por qu� no? �Con mucho gusto! Venga, la moto si usted quiere. No arriesgo
nada en la apuesta.
-Yo s� que no expongo nada; al fin y al cabo, un duro no es una gran suma, y
sin embargo, tengo la posibilidad de ganar una moto, mientras que usted casi no
puede ganar nada.
-Pero comprenda usted que es completamente seguro que va a perder. La
motocicleta no ser� nunca suya, mientras que el duro, puede decirse que ya lo
tengo en el bolsillo.
-�Qu� hace usted? -dijo al matem�tico uno de sus amigos, tratando de
contenerle. Por un duro arriesga usted su moto. �Est� usted loco!
-Al contrario -contest� el joven matem�tico-, la locura es apostar aunque sea
un solo duro, en semejantes condiciones. Es seguro que gano. Es lo mismo que
tirar el duro.
-De todos modos existe una probabilidad.
-�Una gota de agua en el oc�ano, mejor dicho, en diez oc�anos! Esa es la
probabilidad: diez oc�anos de mi parte contra una gota. Que gano la apuesta es
tan seguro como dos y dos son cuatro.
No se entusiasme usted tanto, querido joven -son� la voz tranquila de un
anciano, que durante todo el tiempo hab�a escuchado en silencio la disputa-. No
se entusiasme.
-�C�mo, profesor, tambi�n usted razona as� ... ?
-�Ha pensado usted que en este asunto no todos los casos tienen las mismas
probabilidades? El c�lculo de probabilidades se cumple concretamente s�lo en
los casos de id�ntica posibilidad, �no es verdad? En el ejemplo que
examinamos..., sin ir m�s lejos -dijo el anciano prestando o�do-, la propia
realidad me parece que viene ahora mismo a demostrar su equivocaci�n. �No oyen
ustedes? Parece que suena una marcha militar, �verdad?
-�Qu� tiene que ver esa m�sica ... ? -comenz� a decir el joven matem�tico,
qued�ndose cortado de pronto. Su rostro se contrajo de susto. Salt� del
asiento, corri� hacia la ventana y asom� la cabeza. -As� es! -exclam� con
desaliento-. He perdido la apuesta. �Adi�s mi moto!
Al cabo de un minuto qued� todo claro. Frente a la ventana pas� desfilando un
batall�n de soldados.
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59. N�meros gigantes que nos rodean y que existen en nuestro organismo
No es preciso buscar casos excepcionales para tropezarse con n�meros gigantes.
Se encuentran en todas partes, en torno de nosotros, e incluso en el interior
de nosotros mismos; �nicamente hay que saberlos descubrir.
El cielo que se extiende sobre nuestras cabezas, la arena, bajo nuestros pies,
el aire circulante, la sangre de nuestro cuerpo; todo encierra invisibles
gigantes del mundo de los n�meros.
Los n�meros gigantes que aparecen cuando se habla de los espacios estelares no
sorprenden a la mayor�a de la gente. Es sabido que cuando surge la conversaci�n
sobre el n�mero de estrellas del universo, sobre las distancias que las separan
de nosotros y que existen entre ellas, sobre sus dimensiones, peso y edad,
siempre hallamos n�meros que superan, por su enormidad, los l�mites de nuestra
imaginaci�n. No en vano, la expresi�n n�mero astron�mico se ha hecho
proverbial. Muchos, sin embargo, no saben que incluso los cuerpos celestes, con
frecuencia llamados peque�os por los astr�nomos, son verdaderos gigantes, si
utilizamos para medirlos las unidades corrientes empleadas en F�sica. Existen
en nuestro sistema solar planetas a los que debido a sus dimensiones
insignificantes, los astr�nomos han dado la denominaci�n de peque�os. Incluyen
entre ellos los que tienen un di�metro de varios kil�metros. Para el astr�nomo,
acostumbrado a utilizar escalas gigantescas, estos planetas son tan peque�os,
que cuando se refieren a ellos los llaman despectivamente min�sculos. Pero s�lo
son cuerpos min�sculos al compararlos con otros astros mucho m�s grandes. Para
las unidades m�tricas empleadas de ordinario por el hombre, claro que no pueden
ser considerados diminutos. Tomemos, por ejemplo, un planeta min�sculo de tres
km de di�metro; un planeta as� se ha descubierto recientemente. Aplicando las
reglas geom�tricas, se calcula con facilidad que su superficie es de 28 km
2
, 0 sea, 28.000.000 m
2
. En un metro cuadrado caben siete personas colocadas de pie. Por tanto, en los
28 millones de metros cuadrados pueden colocarse 196 millones de personas.
La arena que pisamos nos conduce tambi�n al mundo de los gigantes num�ricos. No
en balde existe desde tiempo inmemorial la expresi�n incontables como las
arenas del mar. Sin embargo, en la antig�edad, los hombres subestimaban el
enorme n�mero de granos de arena existentes, pues lo comparaban con el n�mero
de estrellas que ve�an en el cielo. En aquellos tiempos, no exist�an
telescopios, y el n�mero de estrellas que se ven a simple vista en el cielo, es
aproximadamente de 3.500 (en un hemisferio). En la arena de las orillas del mar
hay millones de veces m�s granos que estrellas visibles a simple vista. Un
n�mero gigante se oculta asimismo en el aire que respiramos. Cada cent�metro
c�bico, cada dedal de aire, contiene 27 trillones (o sea, el n�mero 27 seguido
de 18 ceros) de mol�culas.
Es casi imposible representarse la inmensidad de esta cifra. Si existiera en el
mundo tal n�mero de personas, no habr�a sitio suficiente para todas ellas en
nuestro planeta. En efecto, la superficie del globo terrestre, contando la
tierra firme y los oc�anos, es igual a 500 millones de km
2
, que expresados en metros:500.000.000.000.000 m
2
.
Dividiendo los 27 trillones por ese n�mero, obtendremos 54.000, lo que
significa que a cada metro cuadrado de superficie terrestre corresponder�an m�s
de 50.000 personas.
Anteriormente dijimos que los n�meros gigantes se ocultan tambi�n en el
interior del cuerpo humano. Vankos a demostrarlo tomando como ejemplo la
sangre. Si observamos al microscopio una gota de sangre, veremos que en ella
nada una multitud enorme de corp�sculos peque��simos de color rojo, que son los
que dan ese color a la sangre. Esos corp�sculos sangu�neos, llamados gl�bulos
rojos, son de forma circular discoidea, o sea, oval aplanada, hundida en toda
su parte central. En todas las personas, los gl�bulos rojos son de dimensiones
aproximadamente iguales, de 0,007 mil�metros de di�metro y de 0,002 mm de
grueso Pero su n�mero es fant�stico. Una gotita peque��sima de sangre, de 1 mm
c�bico, Contiene 5 millones de estos corp�sculos. �Cu�l es su n�mero total en
nuestro cuerpo? Por t�rmino medio, hay en el cuerpo humano un n�mero de litros
de sangre 14 veces menor que el n�mero de kilogramos que pesa la persona. Si
pesa usted 40 kg, su cuerpo contiene aproximadamente 3 litros de sangre, 0 lo
que es lo mismo, 3.000.000 de mm c�bicos. Dado que en cada mil�metro c�bico hay
5 millones de gl�bulos rojos, el n�mero total de los mismos en su sangre ser�:
5.000.000 * 3.000.000 = 15.000.000.000.000
�Quince billones de gl�bulos rojos! �Qu� longitud se obtendr�a si este ej�rcito
de gl�bulos se dispusiera en l�nea recta, uno junto al otro? No es dif�cil
calcular que la longitud de semejante fila alcanzar�a 105.000 km. El hilo de
gl�bulos rojos, formado con los contenidos en su sangre, se extender�a m�s de
100.000 km. Con �l podr�a rodearse el globo terrestre por el Ecuador:
100.000: 40.000 = 2,5 veces,
y el hilo de gl�bulos rojos de una persona adulta lo envolver�a tres veces.
Expliquemos la importancia que tiene para nuestro organismo la existencia de
dichos gl�bulos rojos tan extremadamente divididos. Est�n destinados a
transportar el ox�geno por todo el cuerpo.Toman el ox�geno al pasar la sangre
por los pulmones, y lo ceden cuando el torrente sangu�neo los lleva a los
tejidos de nuestro cuerpo, a los rincones m�s distantes de los pulmones. El
grado enorme de desmenuzamiento que representan estos gl�bulos los capacita
para cumplir su misi�n, puesto que cuanto menor sea su tama�o, siendo
grand�simo su n�mero, tanto mayor ser� su superficie, que es lo que interesa,
ya que los gl�bulos rojos pueden absorber y desprender ox�geno �nicamente a
trav�s de su superficie. El c�lculo demuestra que su superficie total es
machismo mayor que la del cuerpo humano e igual a 1.200 m
2
. Esto viene a ser el �rea de un huerto grande de 40 m de largo y 30 de
ancho.Ahora comprender�n la importancia que tiene para la vida del organismo el
que estos gl�bulos est�n tan desmenuzados y sean tan numerosos, pues en esta
forma, pueden absorber y desprender el ox�geno en una superficie mil veces
mayor que la superficie de nuestro cuerpo.Con justicia puede llamarse gigante
al n�mero enorme obtenido al calcular la cantidad de productos de diverso
g�nero con los que se alimenta una persona, tomando 70 a�os como t�rmino me dio
de duraci�n de la vida. Se necesitar�a un tren entero para poder transportar
las toneladas de agua, pan, carne, aves, pescado, patatas y otras legumbres,
miles de huevos, miles de litros de leche, etc., con que el hombre se nutre en
toda su vida. A primera vista, parece imposible que pueda ser la persona
semejante tit�n, que literalmente engulle, claro que no de una vez, la carga de
un tren de mercanc�as entero.
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