SOBRE LOS PROCESOS DE INCOMUNICACIÓN EN LA HUELGA DE LA UNAM 1999-2000

Juan Luis Martínez Ledesma

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i- 15.jul.05


Advertencia: conviene recordar, aunque para muchos sea innecesario decirlo, que toda reflexión en retrospectiva de sucesos históricos es parcial, tanto por las limitaciones como por los sentimientos y las convicciones de quien decide, así sea transitoriamente, ejercer el oficio de historiador. Por ello, pretendo que mis reflexiones respecto a lo que percibí que ocurrió con el movimiento estudiantil que produjo “la huelga de la UNAM”, muestren algunas facetas de dicho movimiento, y que de ninguna manera pasen por ser una narración de lo que ha “ocurrido”, como si pudieramos hablar de realidades exentas de subjetividades y de las modulaciones de nuestras participaciones.

Así que una vez reconocido que no podré abarcar muchos aspectos importantes de “la huelga en la UNAM” y que tampoco narraré un “trozo de realidad trascendente e impersonal”, mencionaré sobre lo que sí he de tratar en este breve ensayo: ausencias o problemas de comunicación entre los participantes del movimiento estudiantil y sus implicaciones.

Con el propósito de que rápidamente el lector vea por qué he elegido este tema, me parece pertinente hacer los siguientes comentarios. De la capacidad de comunicación (o capacidad de ser comunidad, es decir, de convertirse en una unidad) de cualquier asociación de seres vivos depende directamente, aunque no sólo, su permanencia. Así, si aceptamos que toda sociedad humana puede reproducirse de acuerdo con sus habilidades coadaptativas a las condiciones ambientales del medio en el cual existe y forma parte, y que dichas habilidades surgen de los procesos de organización que a su vez están condicionados por los procesos de comunicación de quienes constituimos las sociedades humanas, entonces podemos decir que las posibilidades de cualquier asociación de carácter político para lograr sus propósitos, depende de sus procesos de comunicación y de cómo son sostenidos o interferidos dichos procesos. Por tanto, no creo que sea difícil percibir que en este ensayo pretendo mostrar en sentido propositivo -si así es considerado- para que nos sirva de lección y mejoremos nuestras oportunidades, que lo que ha ocurrido desde 1999-2000 con los movimientos estudiantiles vinculados a la UNAM -no regenteados por su burocracia o mafias partidistas- son procesos que, desde mi perspectiva, implican ausencias o problemas de comunicación que imposibilitan una adecuada organización que produzca proyectos políticos a largo plazo con grandes probabilidades de resonancia entre la población.

Antes de entrar en materia, creo indispensable un último comentario. Carezco de la documentación y de una información detallada relacionada con muchas de las acciones de quienes participamos en “la huelga de la UNAM”, pero espero que otros autores puedan llenar esta laguna para darle un sustento a las reflexiones-hipótesis que aquí presento. Sin embargo, considero que lo que voy a exponer sirve como procedimiento de lectura sobre la documentación o los informes que otros presenten, a favor o en contra del movimiento estudiantil 1999-2000, permitiendo darles una coherencia que supere las visceralidades que sólo contribuyen a desorganizarnos más, convirtiéndonos así en cómplices, a querer o no, de políticas de marginación o de exterminio.

Bueno, aún cuando hay muchos cálculos políticos por parte de quienes impulsan proyectos universitarios que menoscaban las posibilidades educativas de la mayoría de la población juvenil de México, y que suscitaron el movimiento estudiantil 1999-2000 en la UNAM, (recuérdese, por ejemplo, la frase del Rector en turno de la UNAM, Francisco Barnés de Castro, “estoy preparado para una huelga larga”), hay un factor que a mi juicio es un comodín permanente de todos esos cálculos: la ausencia de hábitos de organización colectiva con sentido incluyente. Este factor también puede ser parafraseado del siguiente modo: la reiteración de prácticas políticas sectarias derivadas de hábitos autoritarios, conscientes o no, que pretenden imponer sus realidades como las formas universales de cohabitación humana, ya sea por los que se autodenominan revolucionarios de izquierda o por los que procuran mantener los órdenes sociales vigentes, sólo producen desorganización social y, consecuentemente, incapacidad colectiva de permanencia.

Lo anterior podemos reconocerlo si notamos que, aún cuando mucha gente no llega a verbalizar sus sentimientos políticos, que fácilmente produce una animadversión percibir en cualquier movimiento social, sea dirigido por una persona o de manera colectiva, la combinación de autoritarismos con falta de propósitos y finalidades, pues tal combinación no da certeza sobre un estado de relaciones sociales que posibilite una existencia vivible.

Creer que es suficiente que haya un malestar sobre cómo se vive para que ocurra una revolución social, es exhibir desconocimiento sobre que el caos no es de ningún modo una alternativa de vida, pues las diferentes manifestaciones de vida son modalidades de orden; además, los seres humanos nos hemos acostumbrado a darle sentido a nuestras vidas a partir de órdenes que, al menos, posibilitan energéticamente nuestras existencias. De allí que no sea sorpresa alguna saber de personas o grupos de personas que prefieren relaciones autoritaritarias o las eligen, porque al menos este tipo de relaciones implican ciertas certezas para ellas que permiten las seguridades psicológicas necesarias para continuar viviendo.

Así pues, si además del malestar con respecto al orden social vigente (local o globalmente) no se generan perspectivas de un orden alternativo a partir de procesos de organización que también sean alternativos, sólo habrá espirales de violencias y frustraciones que, en casos extremos, pueden acabar con lo que hay, como manera desesperada de liberarse de los malestares insoportables.

Bien, pues el movimiento estudiantil de 1999-2000 se propició a partir de un gran malestar provocado por las políticas neoliberales (es decir, por políticas que conciben a las relaciones humanas en términos de guerras permanentes) que pretenden establecer en México el hábito de considerar a la educación como una mercancía más, pero creo pertinente aclarar que no fue tanto el reconocimiento del tipo de concepción social que ese mercantilismo implica, sino que esas políticas mercantilistas suponían riesgo para las vidas futuras de muchos jóvenes al percibirse marginados por no poder cumplir con los requisitos para ser admitidos dentro del “mercado educativo” y, consecuentemente, dentro del “mercado laboral”.

Sin embargo, no había una organización estudiantil reconocida y aceptada por la mayoría de la Comunidad Universitaria de la UNAM para que respondiera políticamente y planteara alternativas, había y hay pequeñas sectas políticas (no lo digo en sentido peyorativo) que percibieron el malestar provocado, aunque se quedaron cortas, como la burocracia antiuniversitaria de la rectoría de la UNAM, en la magnitud del malestar, y sólo atinaron desde el principio de “la huelga” a ser grupos contestatarios sin planteamientos propositivos alternativos.

Ante las ausencias de propuestas de organización incluyentes y de propuestas de un proyecto alternativo de Universidad, poco a poco el grueso de la Comunidad Universitaria que había estado dispuesta a respaldar el paro de labores docentes en la UNAM, se desesperó y terminó por presionar en el sentido de que se regresara al estado de relaciones anteriores a las reformas propuestas por Francisco Barnés de Castro, aunque, como puede constatarse, eso no ha sido cumplido en sentido estricto por parte de la burocracia antiuniversitaria de la UNAM.

Considero que la falta de las mencionadas propuestas se debió a los diferentes autoritarismos de muchas de las sectas políticas, pues de ese modo se propició un clima político que imposibilitó una comunicación que permitiera la organización necesaria para que el organismo conocido como movimiento estudiantil 1999-2000 pudiera coadaptarse a las cambiantes y violentas condiciones políticas, pero como sabemos, el organismo pereció. Cabe resaltar que las sectas políticas que contribuyeron fuertemente a una desconfianza e imposibilidad de comunicación dentro del proceso político de “la huelga”, fueron las adscritas a las diversas tribus del PRD; además, por mi parte bien puedo decir que cabe imputarles una responsabilidad mayúscula, pues disponían de amplias capacidades logísticas y de convocatoria que sólo fueron usadas para negociar en términos de privilegios sectarios. Insisto, una minuciosa investigación al respecto puede sacar a la luz toda la información que sustente esta tesis. Por el momento yo no me encuentro en condiciones de llevar a cabo dicha tarea.

Pero las demás sectas no pudieron superar esa situación de desconfianza política, ya sea por las inexperiencias de algunas o porque otras nunca pasaron, como ya lo mencioné, de sus prácticas autoritarias justificadas por extrañas y superficiales combinaciones de maquiavelismos-marxismos-leninismos-trotskismos-maoísmos-guevarismos y demás ideas foquistas trasnochadas y poco significativas para las nuevas generaciones de estudiantes, pues para estas últimas sectas comunicarse no era parte de sus prácticas políticas porque nunca lo ha sido.

Si no hubiera habido tanta incapacidad comunicativa entre los que participamos en el movimiento estudiantil 1999-2000, Francisco Barnés de Castro no sólo se hubiera arrepentido de la frase que lo ha hecho famoso, sino que hubiera sido relevado a la brevedad de su cargo para que otro con mayor capacidad negociadora hubiera atendido “el pliego petitorio” (tan circunstancialmente elaborado y que en el mismo título refleja ese colonialismo intelectual tan característico de los autoritarismos), pues el movimiento estudiantil contaba con muchas simpatías en la sociedad mexicana, por lo que hubiera sido suicida por parte del gobierno federal una política abiertamente represiva.

Así, ante la gran robustez inicial del movimiento y las simpatías con él, el factor comodín de la ausencia de hábitos de organización colectiva con sentido incluyente, fue administrado por el gobierno federal hasta que el movimiento llegó a desgastarse tanto que las operaciones policiacas lograron condiciones para actuar públicamente. Esto último llegó, no sé si por lucidas gestiones de quienes veían una sevicia desbordada sobre la juventud universitaria de la UNAM o por los “tiempos políticos”, pues los organismos de contrainsurgencia del gobierno federal habían practicado tácticas de guerra sucia, como usar a los niños de la calle en calidad de infiltrados e informantes aprovechando la nobleza de los estudiantes, o de propiciar el consumo de estupefacientes para imposibilitar la comunicación en el movimiento estudiantil, afectando su imagen social y generando más fracturas entre el estudiantado al aprovechar el significado (comunicación otra vez) negativo que representa aún dentro de la sociedad mexicana el consumo de cierto tipo de drogas.

Las secuelas del movimiento fueron de muchos tipos: Varias de las sectas políticas intransigentes y más cohesionadas no fueron desarticuladas para que puedan seguir operando dentro de la Comunidad Universitaria como fuente del factor comodín que he mencionado; represión académica (imposibilitar su titulación o facilitar su expulsión) sobre muchos de los participantes activos del movimiento, pero que se dispersaron, como una forma de escarmiento; diferentes modalidades de reclutamiento de muchos activistas en las filas de las sectas de los partidos políticos, o como policias políticos del gobierno federal (esto se dió porque las combinaciones de sus experiencias políticas, desilusiones y falta de expectativas “los obligó” y los hizo ideales para consolidar las instituciones del orden establecido); experiencia y madurez en muchos otros que reflexionan críticamente de las formas políticas de las sectas que viven de discursos decimonónicos, pero que sobre todo reflexionan críticamente sobre que el orden establecido puede ser cambiado forjando otro comodín político: las comunicaciones que permitan organizaciones con lógicas participativas descentralizadas e incluyentes.

Espero que sea claro que mi propósito con este ensayo es mostrar que no podemos crear un genuino cambio político si no somos capaces de revalorar el importantísimo papel de la comunicación: de producir comunidad. Sin comunicación tan sólo es un desgaste, provocador de sufrimientos innecesarios, cualquier intento supuestamente revolucionario. Sin comunicación estamos condenados a asegurar la reproducción de prácticas autoritarias. Sin comunicación no hay educación posible (que no adiestramiento), es decir, sin comunicación no hay forma de habilitar a las nuevas generaciones para que dispongan de o produzcan posibilidades autónomas de vida, y sin éstas cualquier proceso civilizatorio se extingue.

El EZLN es un ejemplo claro de cómo la comunicación es un factor político indispensable en la producción de un movimiento social con capacidades coadaptativas y que produce políticas alternativas para forjar una nueva civilización.

Los razonamientos abstractos, por coherentes que puedan parecer, son insuficientes para superar los malestares de nuestra cultura, pues todas las personas contamos con un sistema nervioso central que nos habilita para participar en la producción de nuestras realidades a partir de cómo las sentimos, y no a partir de “supuestas” impersonales proposiciones válidas universalmente, y digo “supuestas” pues las proponen personas que manifiestan a través de ellas su condición humana: miedos respecto a las posibilidades de crear participativamente nuestras realidades y mejor reprimirlos inventando certezas al suponer leyes trascendentes, pero esto no es más que una modalidad de participación. Es más, nuestros propios sistemas nerviosos centrales dependen de las comunicaciones de lo que llamamos grupos neuronales, que sincronizan nuestras percepciones para crear como un proceso emergente la conciencia de sentirnos participantes de las realidades que percibimos. Por tanto, atenernos a consignas o discursos que pretenden una supuesta sabiduría trascendente, negando nuestros sentimientos o los de los demás, tan sólo exhibe combinaciones de ignorancia y falta de sensibilidad, pero sobre todo de esto último.

Entonces, si reconocemos que sin las comunicaciones no hay posibilidades humanas de vida ¿cómo pretender crear movimientos políticos a partir de dogmas excluyentes y prácticas autoritarias? Continuar produciendo caminos a base de imposiciones o prácticas “racistas” no nos conducirá a crear realidades alternativas en las que sean eliminadas las condiciones de posibilidad de nuestros malestares, más bien facilitaremos las acciones resilentes del sistema-mundo en el que habitamos (sus características prácticas represivas o de cooptación) siendo nosotros sus fieles contribuyentes.

Espero que como universitarios y como ciudadanos nos sirva de lección histórica y política lo ocurrido con el movimiento estudiantil 1999-2000 de la UNAM, y revaloremos el papel crucial de los procesos de comunicación.

II. ¿QUÉ HACER?

En el ensayo anterior mencioné que era imprescindible atender lo relativo a la comunicación como base indispensable del proceso formativo de colectivos humanos que aspiren a cambiar el orden establecido, proponiendo con ello un cambio de civilización. Traté de mostrar, tomando el ejemplo de “la huelga de la UNAM” –pero nuestras lecciones de historia están llenas de muchos otros ejemplos–, que movimientos políticos que no practiquen una genuina y adecuada comunicación sólo serán efímeras “llamaradas de petate” que arden tanto tiempo como sean canales de manifestación del malestar de una cultura, pero que inexorablemente tienden a su extinción si no posibilitan una integración ordenada, sostenida y autónoma de personas que vayan contribuyendo a forjar un nuevo proyecto de convivencia humana: otro proceso civilizatorio.

Mencioné también, que continuar esparciendo discursos en los que dogmáticamente algunas “vanguardias” (o iluminados que por definición no pueden equivocarse) establecen lo que debe hacerse para cambiar nuestro sistema-mundo, y cómo hay que hacerlo, no era más que reproducir las prácticas autoritarias y racistas del orden establecido.

Sin embargo, se ha considerado necesario precisar respuestas a la pregunta clásica ¿QUÉ HACER? pues los ejemplos históricos de fracasos sociales nos sugieren qué no hacer. Por ejemplo, en el caso que consideré de “la huelga de la UNAM”, LO QUE NO HAY QUE HACER ES NO COMUNICARSE, pues incomunicarnos obstaculiza la posibilidad de organizarnos sobre la base de participaciones consciente y afectivamente decididas que sean capaces de respetar y propiciar las autonomías personales y colectivas.

Así que mis respuestas a la pregunta ¿QUÉ HACER? son variaciones sobre cómo establecer las condiciones de posibilidad para comunicarnos.

Primera respuesta: Valorar que la etapa perversamente denominada “adolescencia” humana (pero que al menos nos sirve para reconocer el segundo nacimiento de los seres humanos) es una oportunidad-riesgo de cambio en las vidas de los jóvenes, por lo que una adecuada comunicación hacia este sector de la población es imprescindible para un cambio civilizatorio; pero ha de ser una comunicación que no se vertebre en la sensiblería ni explote malestares para “encender praderas” irresponsablemente.

Segunda respuesta: Contar con proyectos políticos que, atendiendo a las condiciones vigentes de organización social, propicien a corto plazo las condiciones materiales que posibiliten grupos organizados de manera auto-sustentable, pues los condicionamientos dispersivos que en términos económicos implica el orden social capitalista son un obstáculo serio para las posibilidades de organización. En este sentido cabe recordar que toda hegemonía autoritaria tiende al control estratégico de los recursos que posibilitan la reproducción de las sociedades, por supuesto, para ejercer el control social, lo cual no hay que repetir al interior de las organizaciones sociales que pretendan superar las exclusiones, manipulaciones y demás prácticas esclavistas que sostienen las relaciones de producción-reproducción capitalistas.

Tercera respuesta: Valorar la tesis de que vivimos en un Universo de participación, es decir, que somos participantes de las realidades que constituimos por medio de condicionamientos recíprocos con nuestros medios ambientes, para que podamos estar en condiciones de reconocer que los procesos de comunicación sostenidos por lógicas incluyentes son los que propician la emergencia de sinergias que consolidan las organizaciones sociales y las mantienen en las mejores condiciones para generar procesos coadaptativos ante medios cambiantes. Basta reflexionar que los sistemas biológicos con mayores posibilidades coadaptativas son aquellos que están constituidos por muy buenas arquitecturas de comunicación: sistemas nerviosos centrales con plasticidad neuronal.

En resumen, lo que hay que hacer es superar las incomunicaciones patológicas que están dando lugar a dinámicas caóticas y autodestructivas de las comunidades humanas. En particular, conviene que superemos esos miedos que nos inducen a sistematizar obsesivamente casos y casos, para establecer reglas que nos permitan construir mundos con límites y comportamientes bien definidos que estén de acuerdo con nuestras necesidades de procesos psicológicos de defensa; esto incluye a los discursos partidistas y de las supuestas “vanguardias políticas” que, consciente o inconscientemente, tratan de dictar qué hay que hacer y cómo hay que hacerlo.

Finalmente, más allá de medidas prácticas y planes de acción de carácter administrativo y logístico que cada colectivo autónomo (en sentido amplio y profundo) habrá de realizar, me parece que los recetarios políticos y culturales han mostrado su inviabilidad civilizatoria, pues son sólo manifestaciones de sociedades disciplinadas, o dispuestas a la disciplina, pero que al final e irónicamente, en aras de mantener a rajatabla un orden, terminan en el extremo contrario: generando caos destructivo. Los seres humanos, como todo proceso vivo, no nos ajustamos a leyes de cohabitabilidad inflexibles y que no reconozcan nuestras voluntades.

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oximoron, diciembre 2005
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