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Sus tiempos, francamente nefastos

Las memorias de un ex presidente suelen contener cosas que en su momento fueron conocidas sólo por los más altos círculos del poder. En el caso de José López Portillo, quien gobernó México de 1976 a 1982, el ejercicio de megalomanía y nula aceptación de culpa alcanza niveles de paroxismo. Asomémonos a lo que escribió este ya desaparecido ex mandatario 

NOVIEMBRE, 2010. Es bastante significativo cómo en su última aparición en público, en el Estadio Azteca, un semiparapléjico Adolfo López Mateos fue saludado con una ovación y cómo miles de personas lo despidieron tras fallecer pocos meses después. El contraste fue enorme cuando, en el 2003, otro presidente, José López Portillo, dejó de existir. Los periódicos registraron la nota en interiores y la gente que recordaba aquél sexenio suspiró aliviada, pero ni siquiera su partido le brindó un homenaje; tan sólo un grupo de ex colaboradores habló bien de él. Sin duda esta no es la manera en que López Portillo quería ser recordado. Veamos el concepto que él tenía en torno a cómo la historia habría de juzgarlo:

Todo lo hecho fue por el mejor interés de México. Cuando pase el tiempo se me juzgará justamente y se verá que tengo razón. El pueblo, al final, comprenderá mis razones en busca de un mejor destino para México. Será cuestión de tiempo para que amaine la embestida de los dolidos.

Inspirado, ni espacio para cuestionarlo, en esa arenga castrista de "la historia me absolverá", López Portillo aún mantenía esperanzas de que la gente pasaría de verlo de un incomprendido, a un héroe nacional. Jamás lo consiguió: este libro apareció en 1988 y apenas tres años después la Banca "nacionalizada", a la cual consideraba la cereza de su sexenio ("comparable a la expropiación petrolera de 1938", llegó a decir en el noticiero de José Cárdenas, quien por entonces trabajaba en la TV estatal) sería desarmada menos de cuatro años después por Carlos Salinas, quien pertenecía a su mismo partido político. López Portillo, siempre tan hablantín, guardó encorajinado silencio.

Debo aceptar que para leer Mis Tiempos hubo que consumir una buena carga de paciencia mezclada con cierta dosis de sadomasoquismo. Este libro lo encontré, empolvado, a precio risible, en una librería de segunda, quizá cuarta o quinta mano. El olvido, dijo Borges, es la peor humillación que puede inflingirséle a quien escribe libros con el ansia de brincar a la posteridad. Peor debe ser cuando se trata de una autobiografía como Mis Tiempos la cual, aunque suene crudo decirlo, hoy a nadie interesa. Patética terminal para alguien que llegó a ser el hombre más importante de México y a quien se le consideró indispensable durante seis años. Más triste aún es que el primero en creerse indispensable era el mismo López Portillo. Jamás asimiló la realidad de que el encanto terminaría el primero de diciembre de 1982 y que en adelante la gente, en vez de ovacionarlo o felicitarlo--lo cual ocurría con López Mateos y Lázaro Cárdenas cuando se les veía en la calle-- la gente le ladraba, ya fuera en un restaurante de Madrid, un mall de Brownsville o cuando se dirigía a su casa, conocida popularmente como La colina del perro.

López Portillo pudo haber sido in intelectual de media tabla. Era un lector voraz y escribía bien. Sin embargo optó por entrar a la burocracia para de ahí escalar posiciones políticas. Ya como presidente retomó su afición a la escritura. Y eso es precisamente el punto principal de Mis Tiempos, las memorias que comenzó a redactar una vez que asumió la presidencia de la República. Curiosamente, el texto incluye lo que pensaba en el momento en que las escribió y lo que pensaba, cinco años después. Durante años quería escribir su biografía, pero al haber alcanzado la posición política más importante del país tenía ya un motivo que, pensó, lo inmortalizaría.

Las primeras páginas de Mis Tiempos son optimistas. Luis Echeverría, su antecesor, le ha dejado un desastre, un país anegado por la corrupción y la burocracia. Aún así, escribe, "¡qué orgullo servir a mi país, ayudar desinteresadamente a los más pobres! Lo que tengo frente a mi es una oportunidad, no una crisis". Siente que los mexicanos han perdido su aptitud para trabajar juntos nuevamente y los urge a organizarse en equipo. "Daré mis mejores esfuerzos", se promete, y sabe que todas las esperanzas están alrededor suyo. "Tengan por seguro que no los defraudaré", y asienta el párrafo con una cruel premisa: "aquí habrá orden en las cuentas, se acabaron los tiempos del despilfarro inconsciente y el derroche inútil".

López Portillo no escatima su desdén para referirse al entonces presidente Jimmy Carter: "Lo percibí desde que nos conocimos. No hay empatía alguna entre nosotros. A la hora de sentarnos a la mesa se nos quiere acercar para que iniciemos plática, pero Carter no esconde su deseo por retirarse de ahí". Caso contrario, claro, al de Fidel Castro, "orgullo a seguir, siempre erguido, un hombre de muchas coincidencias con los mexicanos". Lo recibe en Cancún y le ofrece una cena con todo tipo de manjares. 

Cuando se descubren nuevos yacimientos petroleros en Cantarel, un exaltado López Portillo critica a los que "dudan de todo y de todos" y siente que México se ha sacado la lotería. En su posterior "revisión" el ex presidente acota, en uno de los contadísimos momentos de humildad en esta biografía: "debimos haber actuado con más cautela", aunque es ahí donde comienza a brotarle cierto resentimiento pues "jamás imaginé que, como aves de carroña, fuerzas oscuras de dentro y de fuera de México se saboreaban nuestra recién descubierta riqueza". Conclusión extraña si asumimos que el gobierno mexicano, y ni una sola petrolera extranjera, era el que tenía acceso directo al uso de esos manantiales. Y en 1978 decir gobierno mexicano era decir presidente de la república.

Le hecatombe ya se ve en el horizonte pero López Portillo no parece preocuparse. Se burla de la OPEP y siente que, como país exportador de petróleo, México puede devorarse al mundo. Es es esos meses --mediados de 1979-- cuando el pozo Ixtoc estalla y queda fuera de control. Temeroso de que ello merme sus bonos, encarga a los medios que manejen la situación como un "accidente controlable". Censura a quienes dudan de la versión oficial, como el ya fallecido ingeniero Heberto Castillo. "Nuestra riqueza se desangra, y eso duele", escribe.

Poco a poco los "Cambridge Boys", un grupo de economistas ultrakeynesianos, comienza a infiltrarse en su gobierno. Los encabezan Carlos Tello, apodado el "mesié" por su acento galo, Hugo Cervantes del Río y José Andrés de Oteyza, a quien llaman "el churumbel". Luego de meter en intrigas a Jorge Díaz Serrano, director de Pemex, logran que López Portillo deje de dirigirle la palabra. Díaz Serrano consigue una senaduría pero hasta ya llega el rencor lopezportillista, que termina por desaforarlo. Díaz Serrano es un "funcionario que me falló (...) la justicia se aplicó pese a nuestra amistad", escribe López Portillo, con cierto olor a cinismo. Lo que se olvida es que Díaz Serrano estaba lejos de ser un neófito en materia petrolera y que quitarlo de en medio dejaba el flanco abierto frente a los países petroleros árabes los cuales acuerdan reducir el precio de su petróleo en momentos que De Oteyza, al frente de Pemex, mantiene al barril en una cuota a la alza. La paliza es tremenda, y un México que había ligado su endeudamiento al costo del hidrocarburo se desbarranca en una profunda crisis financiera.

En este momento los textos de López Portillo pierden dimensión y aparecen los villanos favoritos, a saber, el imperialismo, los intereses oscuros de un empresariado insolidario, el comercio voraz que se aprovecha de una situación vulnerable y "esa gente que saca su dinero del país, un dinero que tanta falta nos hace para no hundirnos. Gente que no ve más allá de sus particulares intereses". Los sacadólares. 

Había que buscar culpables, y López Portillo los haya en la que supone es la raíz de la conspiración. El primero de septiembre decreta la "nacionalización" del sistema bancario y su hijo José Ramón ("el orgullo de mi nepotismo") es el encargado de avisarle al presidente electo apenas unas horas antes del Informe. "Malos patriotas, gente que sólo busca su ganancia, han recibido su merecido y ahora la Banca es de los mexicanos", escribe López Portillo, ufano. De sopetón, el 70 por ciento de la economía pasaba a depender del Estado con lo cual México se convertía, prácticamente, en un país socialista.

Increíblemente, López Portillo no acepta, en ningún momento, su propia responsabilidad. Todo el mundo se confabuló, desde los políticos de Washington hasta los corredores de bolsa de Wall Street, los empresarios de Nuevo León hasta los agricultores de Sonora, para bombardear a su gobierno; él no tiene la culpa de nada e insulta sin miramientos a quienes "están organizándose con una serie de conferencias 'México en la libertad' ¡Infelices rajones! Poco a poco, conforme pasa el tiempo, se van envalentonando otra vez y hablar fuerte. Lo hacen contra el presidencialismo y en favor de la división de poderes. ¡Chistosísimo! (...) egoístas, rapaces y pobres diablos", y ya sin la mesura que se supone debiera ostentar un presidente sentencia "Están endureciendo su lenguaje y voy a tener que sonarles".

Al terminar su sexenio también se acaban las adulaciones. Si el pueblo lo repudia, le ladra o se burla es porque los medios de comunicación están en manos de sus enemigos y les han lavado el cerebro. De nuevo, él no es culpable de nada. Cualquier sicólogo hubiera tenido un magnífico día de campo de haber explorado la compleja psiqué de José López Portillo.

Pero el destino le jugó varias crueles ironías. Mediante una argucia legaloide, su hijo José Ramón parte en dos la propiedad de la "Colina del Perro" y lo despoja de la parte que incluye la piscina y la amada biblioteca del ex mandatario. Ahí se la va una fortuna en abogados pero pierde el caso. Recibe una "misérrima" pensión mensual de 50 mil pesos que le toca como presidente, "apenas suficiente para vivir" y Sasha Montenegro, la actriz con quien se casó luego de varios años de vivir juntos, le entabla juicio de divorcio y se queda con la pensión y con los hijos de ambos. Triste destino el de quien fuera el hombre más poderoso de México y al que ahora se obliga a sentarse y esperar ante la lentitud burocrática cuando pide que el Estado le resuelva su situación. Es víctima de ese mismo sistema que él tanto ayudó a crecer a niveles monstruosos.

Desesperado, pone a la venta un tequila, llamado Don José. Enésima ironía: un enemigo jurado del "comercio hambreador" recurre al mercado para que las deudas no lo carcoman. Pudo aguantar el descrédito público, mas no el económico. Pero su experimento es un fracaso y Don José no se vende al llegar a los anaqueles. "No vaya a contener veneno", dice el dueño de una vinatería capitalina al diario Reforma.

Mis Tiempos, los tiempos de José López Portillo, hoy se han hecho polvo. Pero su legado subsiste, el de un México subdesarrollado que dilapidó en forma brutal el tremendo golpe de suerte que le representó la riqueza petrolera, y el de un país que ve a la corrupción como algo de todos los días, como si fuera un arbotante o una nube. Al leer esta biografía queda el sabor amargo y una pregunta que no puede ser contestada a satisfacción completa: ¿Cómo fue posible que gente así nos hubiera gobernado?


José López Portillo y Rojas
Mis Tiempos
Fernández Editores
1988

 

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