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Te extrañaremos, Pancho Amparán

Catedrático, escritor y ameno conversador fueron apenas tres cualidades de este lagunero que nos dejó tempranamente. Un recuento de memorias sobre el que también fue gran novelista, columnista y muchas cosas más

JULIO, 2010. Los únicos maestros que se recuerdan de los años escolares es porque eran insoportables o porque eran excepcionales. En tal sentido la memoria no admite catedráticos de catadura mediocre. Debo admitir que, cuando fui alumno de Francisco Amparán a principios de los ochenta me desagradó un comentario suyo cuando al acercarme a su escritorio dijo "y usted ya córtese el pelo, parece león de la Metro". Más tarde y frente al espejo comprendí la observación: francamente el cantante Robert Smith, de The Cure estaba mucho mejor peinado que un servidor por lo que ahí fui a la peluquería. Días más tarde al entrar al salón expresó "vaya, veo que me hizo caso, ya se ve usted más decente, bueno, un poquito". pero su tono ya era de broma, incluso de complicidad. 

Conforme avanzó el año escolar los alumnos vimos cómo Francisco Amparán se salía del esquema tradicional donde veíamos al maestro como alguien distante que evita en lo posible mostrarse en sus clases como realmente es. Luego comprendí que aquel comentario, lejos de ser grosero, era su manera de entablar una afinidad: después de todo me llevaba nueve años de edad. Poco después me integré al periódico escolar donde Amparán colaboraba esporádicamente, lo cual dio oportunidad de sacar provecho a otra afinidad, la del pinineo en la letra escrita.

Posteriormente Amparán (toda la prepa lo conocía como Panchín) nos recibía a mí y a varios amigos en su cubículo donde platicábamos durante los descansos y entre risotadas le escuchaba decir altisonantes aderezadas de anécdotas ingeniosas. Cuando hablamos sobre el animador Luis Manuel Pelayo, por ejemplo, Amparán recordó cómo "un día una viejita fue al programa y llorando le dijo a Pelayo que la habían echado de su casa por órdenes del regente. Pelayo le prometió justicia y a que no saben qué ¡al día siguiente ya no había Pelayo!" Para entonces ya lo considerábamos un amigo aunque ello nunca lo tomó como motivo para dejar de ser estricto con nosotros.

También recuerdo cómo en cada clase encendía un cigarrillo y eso parecía inspirarlo. Su materia de Taller de Lecturas abordó, entre otros, textos como la Iliada y La Odisea que Amparán conocía la más pequeña astilla de detalle. Sus exámenes, eso sí, eran escandalosamente capciosos: recuerdo cómo una pregunta a la que había que contestar Cierto o Falso refería que "a Lope de Vega se le conocía como el Fénix de los Ingenieros" y muchos caímos en la trampa dado que se trata de El Fénix de los Ingenios. En otras clases traía colgado al hombro un mono de peluche que le habían regalado, en épocas de frío llevaba enrollada una bufanda y por un tiempo de dejó crecer la barba de candado. Poco después de la graduación se fue a trabajar como maestro en el Tec de Monterrey.

Al terminar la prepa volví a verlo mientras trabajaba en el diario La Opinión y más tarde en Difusión Cultural de la UAC. Cierta ocasión me lo topé en una feria del libro de ese departamento y le solicité una entrevista. Tres días después lo visité en su cubículo en el Tec, yo tembloroso con mi grabadora y él con su cajetilla de Marlboro al lado. Nos pusimos a platicar primera sobre el entonces candente tema de Salman Rushdie y la fatwa decretada por el Ayatollah Jomeini, de ahí la charla se fue a la obra teatral Misterio Bufo que unos días antes había sido interrumpida, dijo "por una bola de medievales, los mismos que tachan de medieval a Jomeini, son iguales de medievales los pendejos". Luego hablamos sobre las mafias literarias "que son una necesidad en cualquier sociedad, tu vas a apoyar y te van a apoyar para que publiques y así es como va a pasar". Luego le pregunté porque no buscaba la fama internacional como Vargas Llosa: "No me he planteado la vida en esos términos. ¿Que si me gustaría ser como Vargas Llosa? Claro que me gustaría. Pero no es en esos términos de irme a la capital como me he planteado mi vida; de otro modo ya estaría allá".

Fueron dos cassettes y medio los que se consumieron en la entrevista, una hora y media que me dedicó sin una sola vez asomarse a su reloj, sin decir que tenía otra cosa qué hacer y sin un bostezo. Al final y off the record le traje a mente el día en que me dijo que traía el pelo "como león de la Metro", y se disculpó "la neta, sí te ofendí perdones, a veces me paso de tueste pero nunca le falto el respeto a mis alumnos". No era reproche, le dije, sólo quería saber si lo recordaba. "Ah, bueno, en ese caso sí traías el pelo como León de la Metro", respondió, y estallamos en carcajada.

Un año después trabajaba en la revista local brecha, de donde Amparán era colaborador. En el décimo aniversario de la muerte de John Lennon entregó un artículo y al verlo en la oficina nos pusimos a hablar sobre el ex beatle, "aunque yo prefería a McCartney y sobre todo a Wings", me dijo, "aparte que va andar uno comparando a Linda con Yoko, por Dios..." Desde los años de prepa había encanecido y perdido buena parte de su cabellera lo cual no parecía preocuparle. Ya casado, tuvo a su hija Constanza y se fue a vivir unos años a Canadá, desde donde enviaba sus textos para un periódico local. Cuando volvió, tres años después, se reintegró a la radio.

Su conocimiento era vastísimo, y él lo atribuía a que su familia conservaba la colección completa del National Geographic desde los años 40, lo que desde niño lo incitó a leer, aunque se graduó de Ingeniero Químico para cumplir con el trámite del diploma y de ahí luego dedicarse a lo que le gustaba, enseñar, escribir y contar historias. Era amigo de otros escritores como Paco Ignacio Taibo II, José Agustín, Jesús Larrea y Elena Poniatowska. Los círculos de la izquierda le reprobaban sus "modales burguesitos" como escuché que dijo cierto empleado de difusión universitaria. ¿Y qué si los tuviera, acaso eso le impedía ser un buen escritor, un escritor ameno?

Porque Francisco Amparán era amenísimo con sus libros, sus columnas periodísticas, sus secciones en radio y ni se diga en persona. Lo mismo hablaba con conocimiento y fruición que de Freud, Marx, Schopenhauer, Madame Bovary, la Independencia de México, los hippies, la situación "caopolítica del país" (según dijo en una de las emisiones radiales) y, en especial, sus amados Acereros de Pittsburgh. Su pasión cumbre era el futbol americano: recuerdo cómo en cierta ocasión habló sobre un partido que los Acereros ofrecieron en el Estadio Azteca donde, señaló, "todo estuvo bien hasta que en el medio tiempo se presentaron unos chavos que de OV7, lo bueno es que los aficionados los sacamos con rechiflas y mentadas, ese era un partido de futbol americano, no un engendro de Televisa..."

Amparán tuvo oportunidad de viajar. Además de Canadá se aventó buena parte de Estados Unidos, Europa y sobre todo en un artículo recordaba ese viaje a París donde visitó la tumba de Julio Cortázar y dejó sobre la lápida una cajetilla de los cigarros favoritos del cronopio. También estuvo en Sudamérica donde publicó algunas de sus andanzas y hace menos de un mes regresó de China y estaba escribiendo en el periódico sobre esa experiencia cuando nos abandonó, el pasado domingo 4 de julio. Extrañaremos escucharlo por las mañanas con su comentario de hoy y los domingos sobre la historia de México, así como sus siempre ilustrativos artículos que publicaba el fin de semana. Pero sobre todo lo extrañaremos como persona. Sin su presencia también hemos perdido un trozo de nuestras historia.

 

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