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CINE

Obra maestra del humorismo: The Party, con Peter Sellers

Mr. Bean es gracioso, ni quién lo dude... pero antes de él tuvimos a la mancuerna Blake Edwards-Peter Sellers quienes conjuntaron una de las películas más divertidas y disparatadas de los 60, irreverente hasta el occipucio y que hoy sería imposible filmar dada la censura antihumorística que sufre Hollywood. Con ustedes, The Party, insuperada aun a medio siglo de su estreno  

Por Hernán Bitze

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ABRIL, 2020. Si hubiera que hablar de un año convulsionado en la historia, 1968 queda por necesidad ubicado en el Top 10: la masacre de Mai Lai, los asesinatos de Robert Kennedy y Luther King, las revueltas en París y, por supuesto, Tlatelolco en México. Fue también el año de antipódicos contrastes dentro de la industria cinematográfica. Por un lado Stanley Kubrick asombraba a unos y aburría a otros con su épica 2001 Odisea Espacial al tiempo que Blake Edwards hacía reír a varios tantos con una de las películas mas ingeniosas de esa década, y quizá del siglo XX, razón de sobra para que la crítica, que nunca supo ni pudo digerir el ingenio de Edwards, odiara a esta cinta y  recomendara, no, más bien suplicara al público, que no fuera a verla.

Pero antes de proseguir ahí les va un trozo de historia previa: en 1962 se estrenó El Mundo Está Loco Loco Loco Loco, divertidísima comedia llena de gags que combinaba los diálogos graciosos con las escenas hilarantes del cine mudo (el final de esa cinta resulta antológico y es un abierto homenaje a la valientes payasadas de El Gordo y El Flaco, Harold Lloyd y Buster Keaton). En El Mundo Está Loco a la cuarta potencia tenemos a un ejército con los mejores comediantes que estaban disponibles en ese momento, llámense Buddy Hackett, Ethel Merman, Sid Caesar, Jim Backus (el millonario señor Howell de La Isla de Gilligan), Mickey Rooney (el viejito mahumorado en Una Noche en el Museo; fíjense hasta qué edad siguió actuando) y Milton Berle, entre varios más.

El enorme éxito de esta película, tan buena que dura tres horas y media sin que nuestras asentaderas protesten por la incomodidad de la butaca, indudablemente detonó el reto que impulsó a Edwards a tupirle con ganas al teclado en su máquina de escribir (si no sabe el lector qué es eso, por favor remítase a que se lo expliquen en la wikipedia) para crear y a dar forma al Inspector Closeau, el detective más inepto pero al mismo tiempo el más efectivo de la Sureté parisina. La taquillaza de las cintas de La Pantera Rosa, que no era la caricatura, empujó a Edwards a dar otro paso, crear su propio mundo loco loco loco.

Quedaba fuera de toda discusión que el estelar recaería en Sellers, un tipo un tanto extraño, huraño y quien gustaba de fumarse carrujos al lado de, entre otros, su buen amigo George Harrison. Pero el hosco y poco sociable Sellers se transformaba cuando le ponían enfrenta una lente y una camarona de esas Panavision y se convertía en el mejor comediante británico de su generación... sí, por arriba de Benny Hill, quien ya tenía su público hecho y amoldado ¿para qué iba a arriesgarse más?

Edwards se autoimpuso dos condiciones. Una, que su proyecto resultaría en que el Mundo nuevamente estaría Loco Loco Loco en California, como la película filmada en el 62 y, dos, que, con excepción de su amigo Sellers, sin su pipa y con gabardina de Closeau colgando de un gancho de ésos que parecen signo de interrogación, la mayoría de los actores fueran desconocidos para los prospectadores que acudirían al cine. (Como curiosidad adicional: en el elenco se encuentra Gavin McLeod, el capitán Stubing de El Crucero del Amor, obviamente indetectable si bien ya se le apreciaban principios de calvicie). Pero parte de la leyenda dice que Sellers exigió esa condición para que nadie pudiera opacar su desempeño en el set.

Esta película bien nace como la madre de todas las equivocaciones. Sellers interpreta a Bakshi, un hindú emigrado a Hollywood quien es un total desastre como extra en los sets de filmación (debe ser tristísimo ver cómo un sillón tiene mejor actuación que quien la está haciendo de extra) de modo que la escena inicial de Bakshi es divertidísima; lamentablemente (¡ya pasó medio siglo, por Dios!) ese corneta que se niega a perecer ha sido refriteado tantas veces, desde Chespirito hasta La Máscara, que ya no produce el mismo efecto. El enfurecido director boletina al torpe Bakshi con el poderoso ejecutivo de los estudios pero la secretaria traspapelea el nombre en el escritorio del poderoso ejecutivo de los estudios y le manda al deprimido extra la invitación a la fiesta que el ejecutivo ofrecerá en su lujosa residencia. Bakshi, quien recibe la misiva mientras toca la cítara hindú (¿homenaje a Harrison?) tan ansioso y  emocionado se encuentra que es el primero en llegar a la fiesta cuando todavía no hay asomo ni de los músicos, ni de los cocineros ni los meseros.

La maestría histriónica de Sellers era indiscutible. En la primera media hora de película apenas y masculla unas palabras pero sus gags dominan enteramente la pantalla sin perder el trote ni la jocosa equitación que requiere su rol, desde el zapato que cae en el agua de la fuente hasta el dardo en la frente a al invitado que anda de seductor presumiendo a una chica su destreza con el billar. Imposible omitir aquí el mensajito que Edwards nos envía respecto a la simbosexualidad que conlleva un jueguito de pool, con sus buchacas y sus tacos... ustedes saben).

Por supuesto, las cosas seguirán complicando sobre todo cuando uno de los meseros quien gusta de tomarse una copita cada que entra y sale de la cocina, termina embriagado --y en lo que constituye uno de los momentos más hilarantes de la fiesta-- sin que ningún invitado pareciera darse cuenta de tanta metidera de pata, ni siquiera la dama a la cual un pollo le cae en la peluca producto de otra torpeza de Bakshi.

Lo hilarante es que Bakshi no causa destrozos y desastres a propósito, simplemente es alguien que posee una pésima intuición de la curiosidad. Cuando aprieta los botones de un sofisticado tablero y se escuchan las conversaciones por todas las bocinas instaladas en la residencia, o cuando al oprimir otro botón mueve la barra sobre la que se encuentran varios vasos de vidrio, o --la más divertida de todas-- cuando Bashki utiliza la taza del inodoro y angustiado ve cómo el tanque sigue bolbeando agua o, peor aun que al oprimir un botón para que le despache papel sanitario sanitario comienza a girar sin detenerse y esparce todo el papel, solo está ejerciendo su curiosidad. Esta lejos de ser culpa suya que, por ejemplo, el propietario de la mansión jamás haya llamado a un plomero para arreglar la falla.

Ese punto es el más hilarante en esta cinta dirigida por el gran Blake Edwards: alguien que, por sentirse ajeno, trata de pasar inadvertido entre la veintena de elegantes todos pero termina convertido en el centro del caos.

Por supuesto que, en circunstancias normales,  el invitado tiene todo el derecho de reportar al anfitrión este tipo de incidentes, más aún tratándose una casa ajena. En cambio, Bashki trata de reparar los desperfectos por su cuenta con lo cual agrava la situación. Como se puede ver, Mr. Bean no es del todo original, algo que el mismo Rowan Atkinson ha reconocido, brindándole a Peter Sellers y The Party el crédito que merecen,

Naturalmente, una película como The Party no podría ser filmada hoy con la asfixiante censura que existe en Hollywood, sobre todo hacia el género de comedia. En principio, los estudios rechazarían que un actor blanco británico interpretara a un hindú --o ¡peor aún! que su rostro apareciera más moreno debido al maquillaje-- además de acusarlo por cometer "apropiación cultural". Segundo, un guión como éste sería acusado desde el principio de "estereotipar" a la sociedad hindú. Cosa curiosa porque The Party ha sido uno de los filmes hollywoodenses más exitosos exhibidos en la India y donde el público, según refirió el crítico Leonard Maltin hace años, "soltaba ruidosas carcajadas al ver cómo un actor inglés imitaba los gestos, el acento y el comportamiento, haciéndose pasar como uno de los suyos".  Por supuesto también estos neogestapos objetarían que la ama de llaves, la que abre la puerta principal a Baskhi, fuera una afromericana.

La película tiene un final hiperbolizado, rayano en el caos absoluto. A los primeros invitados, estirados, ellas con pelucas de 20 centímetros de alto y ellos con trajes de sastre cortados o inspirados por Savile Row, les va encima un bebé elefante (por supuesto, no en forma literal) al que s esumarán decenas de hippies que invaden la piscina y comienzan a arrojarse espuma entre ellos. Bashki, el colado inicial, pasa a reproducirse, ya fuera de control, en la fiesta del productor. Adicionalmente, nuestro protagonista no solo conoce en la fiesta sino que lleva a casa a la bella Michele (Claudine Longet) una francesita que busca fortuna en Hollywood, y en cierto modo logra así vengarse de los estudios que lo despidieron.

A unos segundos que caigan los créditos finales, Bashki se nos presenta como un torpe con suerte... ya adivinaron, igualito que Mr. Bean. (La música de la película, también aspecto  de rigueur en una trabajo de Blake Edwards, es del maestro Henry Mancini).

Ahora que las salas se encuentran cerradas, algo que nonos  cala mucho dada la relamida  y escasa calidad de material fílmico que se nos ha estado ofreciendo, The Party representa un ejemplo para citar de cómo en algún momento, Hollywood filmaba cintas entera y absolutamente divertidas, algo que a la Milleniumcracia cuesta trabajo detectar. Si al ver esta película no se ríe, su visión de la vida está irremediablemente desconchiflada. Véala en cuanto pueda.

 

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