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los santos
Nuestros Santos,
una herencia
comprometedora
y provocadora.
AGOSTO Y SEPTIEMBRE
son dos meses con recuerdos y ejemplos de mártires.
En Agosto tres martires, víctimas de la revolución francesa al finalizar el siglo XVIII.
En Septiembre son 17 los compañeros que al iniciarse la guerra civil española encontraron la muerte,
el martirio, tan sólo por el hecho de ser religiosos. Fueron fieles.
Adornan estos meses recuerdos entrañables de otros hermanos soberanamente santos.
Resplandece con luz propia la figura humilde y sacrificada de un fenómeno de todo el siglo XX, el P. Pío.

AGOSTO:
7  Bto Agatángel de Vendôme
7 Bto Casiano de Nantes

13
  Bto Marcos de Aviano
18  Mártires Rev. Francesa
Bto Juan L Loir de Besançon
Bto Protasio Bourdon de Séez
Bto Sebastián François de ...
23  Bto Bernardo de Offida

SEPTIEMBRE:
2  Bto Apolinar de Posat
19 S. Fco. M.de Camporosso
22 S. Ignacio de Santhià
23 S. Pío de Pietrelcina
26 Mártires en España 1936:
Bto Aurelio de Vinalesa
Bto Ambrosio de Benaguacil
Bto Pedro de Benisa
Bto Joaquín de Albocácer
Bto Modesto de Albocácer
Bto Germán de Carcagente
Bto Buenaventura de Puzol
Bto Santiago de Rafelbuño
Bto Enrique de Almazora
Bto Fidel de Puzol
Bto Berardo de Lugar Nuevo de Fenollet
Bto Pacífico de Valencia
Bta María Jesús Ferragut
Bta María Verónica Ferragut
Bta María Felicidad Ferragut
Bta Isabel Calduch Rovira
Bta Milagro Ortells Gimeno
28 Bto Inocencio de Berzo

7 de agosto
Los mártires de Gondar:
Beatos Agatángel de Vendôme (1598-1638)
y
Casiano de Nantes (1607-1638)

Himno

Agatángel Noury nace en Vendôme el 31 de julio de 1598.

En 1618 inicia el año de noviciado con los capuchinos de Mans.

En 1620 es enviado a Poitiers para continuar los estudios.

Estudia teología en el convento de Rennes.

En 1625 es ordenado sacerdote.

En 1628 es enviado a las misiones de Oriente.

Llega a Alepo el 29 de abril de 1629.

En 1633 se le confía la misión de Egipto, adonde llega también el padre Casiano.

Casiano López Nieto nace en Nantes el 14 de enero de 1607.

El 16 de febrero de 1623 viste el hábito capuchino en el convento de Angers.

Sirve a los apestados de Rennes en los años 1631-1632.

Llegado a Alejandría como misionero en 1633, se junta con padre Agatángel.

En 1638 los dos misioneros forman parte de una caravana para el viaje a Etiopía.

Llegados finalmente a Deborech en el Serawa, en la altiplanicie de Eritrea, son hechos prisioneros.

En calidad de prisioneros son transportados a Gondar, adonde llegan el 5 de agosto de 1638.

El 7 de agosto son procesados y condenados a morir en la horca, suplicio que termina en lapidación y furor de la plebe.

La causa de estos mártires, intentada ya en el siglo XVII, queda introducida el 10 de enero de 1887.

El 27 de abril de 1904 san Pío X reconocía la heroicidad de su martirio. Y el 1 de enero de 1905 los proclamó Beatos.

HOLOCAUSTO DE CARIDAD EN LA UNIDAD

Habrían quedado en la sombra del olvido, con toda probabilidad, los dos misioneros capuchinos, Agatángel de Vendôme y Casiano de Nantes, martirizados en Gondar el 7 de agosto de 1638, si el Siervo de Dios Guillermo Massaia, que trabajó 35 años en la Alta Etiopía, no hubiera recogido las tradiciones orales transmitidas por los cristianos católicos de aquellos lugares, y no hubiera descubierto, tras oportunas investigaciones, la tumba de los mártires. En los procesos prestó declaración el 10 de enero de 1887 de que los católicos dispersos en las diversas provincias de la vasta región etiópica contaban todavía a sus hijos y nietos el martirio y las virtudes de aquellos Siervos de Dios, cuyas santas reliquias se conservaban en la ciudad de Gondar, hacia el sur, a la entrada del barrio musulmán. La causa, ya intentada en el siglo XVIII, en tiempos de Urbano VIII, Inocencio XI y Alejandro VII, con las recomendaciones incluso del rey Luis XIV de Francia, pudo, al fin, introducirse el 13 de junio de 1887, y el 1 de enero de 1905 san Pío X, con particular solemnidad, los proclamó Beatos.

Ambos mártires no pueden ser separados ni en el culto ni en la memoria. Su trayectoria biográfica, breve e intensa - 40 años uno, 31 el otro - no se pueden contar por separado. Y si es cierto que su formación inicial asumió coloraciones culturales y geográficas distintas, el ardor misionero y el fervor apostólico los fundió en una única estela de luz, como aquella que, en las noches sucesivas a su martirio, se desprendió del montón de piedras con que fueron lapidados, para formar una columna de fuego, como rojas espirales que subían de un gran incensario.

Agatángel, nacido en Vendôme el 31 de julio de 1598, de Francisco Noury y Margarita Bégon, tercero de siete hijos, desde pequeño conoció a los capuchinos. Su padre, muy estimado en la ciudad, era Presidente del Tribunal Electoral y animador del comité de recaudación de fondos, cuando los capuchinos en 1606 plantaron la cruz en los suburbios de Vendôme para levantar un convento. La acogida entusiasta que el pueblo dispensó a los capuchinos y la disponibilidad de toda clase de gente para la construcción del convento, impresionaron al pequeño Francisco (así se llamaba), entonces de siete años. Y tanto más que, con frecuencia, en años sucesivos, acompañaba a su padre que debía tratar con los frailes, como "síndico apostólico"; entretanto, se iba aficionando a las virtudes franciscanas. Cursó los estudios de humanidades en el colegio Cesar-Vendôme, y, madurando su vocación, en torno a los viente años, entró en el seminario de Mans, de la provincia capuchina de Touraine-Bretagne, bajo el magisterio del padre Gil de Monnay.

Emitida la profesión religiosa, fue enviado en 1620 a Poitier, donde pudo continuar los estudios por tres años, bajo la guía de insignes maestros, como el padre Ignacio de Nevers y, sobre todo, del padre José de Tremblay de Paris, que entonces era definidor provincial y prefecto de las misiones de Poitu. En 1624 pasó a estudiar teología en Rennes, siguiendo las enseñanzas del padre Francisco de Tréguier. Ordenado sacerdote el año siguiente, experimentó, bien que por poco tiempo, el apostolado de vanguardia de las misiones capuchinas "volantes" en la recatolización del Poitu. En 1626 predicó la cuaresma en su ciudad de origen. Continuó el apostolado de la Contrarreforma hasta 1628, cuando, encontrándose en Rennes, una circunstancia providencial, no sin un interés del padre José Tremblay de Paris, lo comprometió para las misiones de Oriente, remplazando a un misionero, pronto para partir, que había caído gravemente enfermo.

Pero, antes de verlo en la tarea, es necesario que tengamos conocimiento del que fue su compañero de martirio, in passione socius, Casiano de Nantes. Había nacido en la ribera del Loira, en la bella ciudad cosmopolita de Nantes, gemelo con una hermanita, el 14 de enero de 1607, de Juan López Neto y Guida de Almeras, una familia portuguesa de mercaderes; fue bautizado al día siguiente en la iglesia de Saint-Similien con el nombre de Gonzalo, y, llamado después Vasenet, hizo los primeros estudios en el colegio de San Clemente, en un suburbio extramuros, distinguiéndose por una inteligencia vivaz, unida a un candor de vida que lo hizo muy querido de sus maestros sacerdotes y de sus condiscípulos. Era aficionado a la oración mental, y le gustaba recogerse en silencio en la capilla de los capuchinos, cercana a su casa. Los capuchinos, expulsados de Angers en 1559 por los calvinistas, se habían refugiado en Nantes, bajo la protección del duque de Mercouer, uno de los cabezas de la Liga, que les había donado un convento en 1593, tan bien recibidos por la simpatía de la gente. Vasenet tenía apenas nueve años, cuando pidió hacerse capuchino. Ya aspiraba a ir a misiones lejanas para ser mártir.

Esta espiritualidad misionera estaba explotando entonces en Francia por las grandes perspectivas, mezcladas de cierta grandeur nacionalista, que trazaba el genial padre José Leclerc du Trembay de Paris, con el ansia de una conversión universal y de un retorno a la unidad de los hermanos disidentes de las varias Iglesias. Naturalmente, el jovencito tuvo que esperar, pero, apenas alcanzada la edad establecida por el concilio de Trento, hacia los quince o dieciséis años, entró en el noviciado de Angers, y el 16 de febrero de 1623 vistió el sayal capuchino con el nombre de fray Casiano. Superado laudablemente el año de prueba, los superiores lo mandaron a continuar los estudios de filosofía y teología a Rennes, bajo la dirección del padre Francisco de Tréguier, que había sido profesor del padre Agatángel, y que formó a tantos misioneros heroicos, que trabajaron y murieron mártires de caridad en las misiones de Palestina, Siria y Egipto.

Cultivando siempre su vocación misionera, y consagrado sacerdote, creía llegado el momento de coronar su deseo, cuando repentinamente se desató en Rennes la peste que hizo estragos por más de un año, de 1631 a 1632. ¿Era éste el signo? Él se entregó totalmente a servir a los contagiados, en los hospitales, fuera de la ciudad. Quedó ileso. Reemprendió sus estudios. El padre José de Paris, que escogía con cuidado a sus misioneros, era entonces ministro provincial de Paris y vio en él al hombre adecuado. El padre Casiano recibió la obediencia, y después de una parada en la capital, bajó hasta Marsella para embarcarse y llegar a Egipto, donde le aguardaba el padre Agatángel.

Este último había llegado a Alepo el 29 de abril de 1629, y se había entregado con entusiasmo al estudio de la lengua árabe; buscaba favorecer los medios que llevasen al retorno a la unidad de Iglesia, trabajando entre los cismáticos, y buscando, en particular, ganar a los obispos y arzobispos. De hecho consiguió ganar, además de muchos armenios y sirios, también a un obispo griego, que luego resultó una gran ayuda en la misión católica de Siria, suscitando los celos de una autoridad maronita. Agatángel entonces trasladó su celo apostólico de Alepo a numerosas aldeas de Líbano, tanto que mereció el título de "apóstol del Líbano". Otro aspecto de su trabajo misionero fue la liberación de esclavos cristianos.

Entretanto, la organización de una nueva misión de Egipto alcanzaba su madurez, y el padre José de Paris la confiaba al padre Agatángel, en 1633. Entre los primeros misioneros venidos de Francia estaba también el padre Casiano. Los dos se encontrarán en Alejandría y compartirán su restante apostolado, con el intento de llegar a la unión de la Iglesia copta con la Iglesia romana. Agatángel intensificó sus relaciones con el patriarca copto Mateo III, el cual nombró como nuevo arzobispo para Etiopía al monje Arminio, que parecía abierto a las misiones. Todo se desbarató por un aventurero, el presunto monje Pedro León, un luterano de Lubec, que jugó contra los dos mártires la parte del genio maléfico.

Antes de partir a la Alta Etiopía, Agatángel y Casiano, el misionero veterano y el joven de fuego, templaron su espíritu en Palestina, recorriendo los lugares santos del Redentor. Luego, con la ayuda de un mercader veneciano, alcanzaron en 1638 a una caravana, que se dirigía hacia las costas del mar Rojo, a través del desierto de Nubia. Aprovechando la oportunidad de otras caravanas, pasaron Massaua y, llegados a Deborech en Serawa, en el altiplano eritreo, encontraron no precisamente acogida, sino prisión. Era el fruto de la trama del luterano con el nuevo arzobispo. Luego fueron ignominiosamente transportados, despojados de todo, atados a las colas de los animales cabalgados por sus propios carceleros, y así llegaron a Gondar el 5 de agosto. El padre Agatángel apelaba al obispo, pero no sabía la trama urdida por el pérfido Pedro León, mientras no estuvo ante "abuna" [padre] Marcos, el nuevo arzobispo, del cual los dos misioneros no recibieron otra cosa que calumnias y amenazas.

El 7 de agosto de 1638, nuevamente interrogados por el Negus Basílides, defendieron la fe católica, y el padre Casiano, que conocía bien la lengua amárica, renovó su profesión de fe. Siguió inmediatamente la condena a muerte. A merced de la furia de la plebe, los dos confesores fueron arrastrados hasta el lugar de la ejecución. Todo estaba a punto, pero... faltaban las cuerdas para el ahorcamiento. Ellos ofrecieron sus cíngulos. Y así fueron colgados de la horca.

Era mediodía, como cuando Jesús fue alzado en la cruz. Un notable personaje abisinio, en aquel momento confesó la fe católica y renunció a su creencia cismática. Pero abuna Marcos, que estaba escondido entre la turba, ordenó rematar a los dos condenados con la lapidación. Una piedra hizo saltar el bulbo de un ojo del padre Agatángel. Después un montón de piedras cubrió los cadáveres exangües. Los habitantes de Gondar vieron de noche que de aquellas piedras subía una columna de luz.


13 de agosto
Beato Marcos de Aviano

(1631-1699)

Himno

UN TÍTULO APROPIADO

Marcos de Aviano nació en Aviano (Udine) el 17 de noviembre de 1631, del distinguido matrimonio de Cristóbal y Rosa Zanoni; en el bautismo se le impuso el nombre de Carlos Domingo. La primera instrucción la recibió de un preceptor particular, y a la edad conveniente sus padres lo confiaron al colegio de los jesuitas de Gorizia. El muchacho, de carácter tímido y soñador, se dejó llevar de su entusiasmo, y un día, a la vuelta de un paseo con sus compañeros, faltó a la llamada de la lista: se había escapado para ir a convertir a los Turcos. Después de dos días de caminata vino a llamar, esposado, a la puerta de los capuchinos de Capodistria. Aquella crisis de juventud desembocó en la llamada al claustro que Dios le proponía, y el 21 de noviembre de 1648, vistió el hábito en el noviciado de Conegliano, cambiando el nombre de bautismo por el de Marcos.

Tuvo que vencer algunas dificultades, entre otras el que los superiores, en un primer momento, no pensaban admitirlo a los estudios. La intuición de Fortunato de Cadore, luego ministro general, fue la que abrió al joven religioso el camino de la cultura, que para él no era nada fácil. Recibida la ordenación sacerdotal el 18 de septiembre de 1655, comenzó al punto, no sin temor, el apostolado de la palabra. En 1670 fue nombrado superior del convento de Belluno, y, dos años después, del de Oderzo. El peso de la responsabilidad era un obstáculo para su deseo profundo de soledad y oración, y por ello los superiores, acogiendo su petición, lo trasladaron a Padua. Y allí ocurrió que un panegírico, que por obediencia hubo de pronunciar el siervo de Dios, lo reveló al gran público de la docta ciudad, no precisamente por la elocuencia del bien decir, sino por un hecho milagroso.

Desde aquel momento comenzó un intenso ritmo de vida que llevó a Marcos por los caminos, no sólo de la región véneta, sino por los de casi toda Europa. Aquellas predicaciones y viajes iban marcados por una creciente fama de taumaturgo. Las numerosas relaciones privadas y diplomáticas ponderan esa potencia; alguna voz discordante la atribuye a sugestiones y al afán de crear escenas de fanatismo. Aparte del juicio de cada caso, que puede reclamar un desapasionado examen crítico, queda el hecho de que Marcos huía, en lo posible, de los honores y llevaba una vida austera y de profunda piedad. En sus intervenciones en favor de los necesitados y enfermos se servía de una particular fórmula de bendición, que se hizo famosa, y que creó escrúpulos a las autoridades eclesiásticas.

La fama transcendió más allá de los confines de Italia, y comenzaron a llegar llamadas a los superiores y al papa para tener a apóstol tan extraordinario. Realizó un primer viaje en 1680 visitando Tirol, Baviera, Salzburgo y otras ciudades de Austria. Fue luego a Linz, donde le esperaba el emperador; allí permaneció quince días y de esta manera comenzó aquella relación con Leopoldo I, que produjo notables efectos en la vida política del tiempo. El emperador, famoso en la historia por la larga duración de su reinado (47 años) y por la complejidad de su carácter, encontró en el capuchino a su confidente y consejero, como lo demuestra la copiosa correspondencia que circuló entre ambos. De Viena Marcos se trasladó a Neuburg, donde obró un gran prodigio.

Vuelto a Venecia, en la primavera siguiente emprendió un nuevo viaje hacia Flandes, atravesando Francia. Con pretextos burocráticos, pero en realidad por motivos políticos, Luis XIV permitió al capuchino pasar por París; incluso, y esto de malas maneras, lo hizo acompañar hasta la frontera. Cumplida la misión en Flandes, cruzando de nuevo Alemania y Suiza, Marcos retornó a Italia, mas por breve tiempo. Solicitado por continuas instancias de parte del rey de España, el papa quería que Marcos se hiciera presente en esta nación. Tendría que haberse embarcado en Génova, pero sufriendo de mareos, se le consiguió un salvoconducto para la Francia meridional, que Luis XIV denegó obstinadamente.

Los avatares del tiempo trajeron de nuevo a Marcos a Viena y lo prepararon para la gran empresa que caracteriza el segundo período de su vida: la lucha contra los Turcos. Éstos, en su formidable avanzada, habían llegado hasta Venecia, a la que habían puesto asedio. Marcos, empujado por su celo y por las vivas recomendaciones de Inocencio XI, se llegó hasta el campo imperial, venció las resistencias, apaciguó las divergencias, animó a los soldados y, sobre todo, al valeroso Juan Sobieski, apelando con fe inquebrantable a la ayuda divina, y Viena fue liberada (1683). El Siervo de Dios, escribiendo al Papa, atestiguaba que la liberación había acaecido "por milagro". Se podría haber sacado partido de la victoria, persiguiendo al enemigo en fuga y rescatando las otras ciudades invadidas, pero la persistente rivalidad entre los príncipes frustró aquella feliz ocasión. Marcos, a pesar de todo, continuó en su tarea de persuasión, llegando incluso a sugerir planos estratégicos.

Con aquella fuerza de voluntad y su prestigio logró ver la derrota definitiva del Islam en Europa con la batalla de Budapest (1684-1686), Neuhausel (1685), Mohacz (1687) y Belgrado (1688), hasta alcanzar la paz de Karlowitz (1689). En 1684 había conseguido que Venecia entrara en la Liga Santa, y solía decir que, si hubiera podido hablar con Luis XIV, habría logrado convencerle. Terminada la campaña, el siervo de Dios volvió, incombustible, a sus tareas pastorales, interpelando a las conciencias, combatiendo el pecado, incitando a la paz y a la unión, huyendo de los artificios de la política oficial, resistiendo a las desconfianzas, de la que se sintió víctima en alguna ocasión por parte de la misma diplomacia pontificia.

En 1669 emprendió un último viaje a Viena. "No puedo más - dijo -, pero el Papa lo manda". Se encontraba atacado de un tumor que lo iba consumiendo. El 23 de julio se acostó y el 13 de agosto murió, asistido del emperador. Se le hicieron solemnes funerales, y su cuerpo encontró reposo definitivo, en 1703, en la cripta de los Capuchinos de Viena, junto a las tumbas imperiales. De él nos han quedado algunos pequeños tratados ascéticos, que en su tiempo tuvieron amplia difusión. El pintor polaco Matejko, en una cuadro conservado en la Pinacoteca Vaticana, lo ha representado a caballo, detrás de Juan Sobieski, en el triunfo que sigue a la liberación de Viena.

En 1891 se comenzó el proceso ordinario en Viena y Venecia, concluido en 1904. S. Pío X en 1912 introdujo el proceso apostólico que se terminó en Viena y Venecia en 1920. La Positio historica se preparó en 1966. En 1990 se presentó la Postulatio para el examen de las virtudes heroicas, examinadas y aprobadas en 1991. Fue beatificado por Juan Pablo II, el 27 de abril de 2003, domingo II de Pascua, en la Plaza de San Pedro.


18 de agosto
Mártires capuchinos de la Revolución Francesa (1794)

Himno

Juan Bautista (Juan Luis) Loir, nacido en Basançon el 11 de marzo de 720, ingresa en la Orden capuchina en Li ón en mayo de 1740.

Hasta 1767 transcurrió su vida religiosa en dos conventos capuchinos de Lión.

Surpimidos los conventos religiosos en 1791, se retiró a Précord, a casa de sus familiares.

El 30 de mayo de 1793 fue hecho prisionero como sacerdote "insermenté" y deportado a Moulins.

Transportado con otros sacerdotes a Rochefort, fue metido, con el montón de prisioneros, en una barcaza a finales de abril de 1793.

La barcaza "Deux-Associés" era como un campo de concentración y aquí, tras sufrimientos inauditos, expiró el 19 de mayo de 1794.


Protasio Bourdon había nacido el 17 de abril de 1747 en Séez (Orne); capuchino en 1767 en Bayeux, profesó el 27 de noviembre de 1768.

Consagrado sacerdote en 1775, en 1789 era secretario del ministro provincial de Normandía. Arrestado en Rouen el 10 de abril de 1793, muere en la barcaza "Deux-Associés" de tifus en la noche del 23 al 24 de agosto.


Francisco François (Sebastián) nació en Nancy el 17 de enero de 1749.

El 24 de enero de 1768 se hizo capuchino en el convento de Sant-Michel.

En los años 1778-1789 trabajó pastoralmente en muchas parroquias de la diócesis de Metz.

Enviado el 9 de noviembre de 1793 como prisionero a Nancy, es condenado y transportado a Rochefort, adonde llega el 28 de abril de 1794 y en la nave de la muerte, el 10 de agosto de 1794 fue encontrado muerto con los brazos en forma de cruz y los ojos alzados al cielo.

Estos tres capuchinos han sido beatificados como mártires por Juan Pablo II el 1 de octubre de 1995.

He entrado en la orden, no para mandar, sino para obedecer; no para dominar, sino para vivir sometido.

(Beato Juan Luis Loir de Besançon).


Beato Juan Luis de Besançon (1720-1794)

UN CANTO DE GOZO EN LA MUERTE

Entre los más de 800 sacerdotes y religiosos asesinados en los tristemente célebres "pontons de Rochefort", amarrados junto a la isla de Aix, en 1794, se encontraron también diversos hermanos capuchinos. Tendría que haber sido deportados a la Guayana, pero los veleros ingleses, que cruzaban las costas francesas, impidieron este viaje. Así, sobre estos prototípicos "campos de muerte" flotantes, muchos entregaron cruelmente la vida por amor de la fe. Este sacrificio ha sido reconocido como gracia de martirio el 1 de octubre de 1995 por Juan Pablo II para Juan Bautista Soucy, vicario general de la Rochelle y sus 64 compañeros, entre los cuales los capuchinos Juan Luis de Besançon, Protasio de Sées y Sebastián de Nacy, cuya historia vamos a narrar brevemente.

Juan Bautista (tal era su nombre de bautismo) había nacido el 11 de marzo de 1720 en Besançon (Doubs), hijo de Juan Luis Loir e Isabel Juliot, sexto de ocho hermanos, y fue bautizado el mismo día. Su padre, parisino, era director y tesorero de la Casa de la moneda de Borgoña en Besançon; en 1730 fue elegido director de la misma en Lión, adonde se trasladó con toda su familia, y donde el hijo Juan Bautista realizó sus estudios; por lo demás, no se conoce casi nada de su infancia. Se sabe, sin embargo, que a los viente años, en mayo de 1740, se hizo capuchino en el convento grande de la ciudad y, con el hábito, tomó el nombre de fray Juan Luis. Profesó el 9 de mayo de 1741. En Lión los capuchinos tenían dos conventos: uno, el de S. Francisco, llamado "le grand couvent", fundado en 1575, en el barrio de Saint-Paul; otro, construido en 1622, dedicado a San Andrés, y llamado "Petit Forez". En ambas casas el futuro mártir transcurrió la mayor parte de su vida religiosa. En dos ocasiones, al menos, ejerció el oficio de superior, una vez en el convento de S. Andrés, de 1761 a 1764, y otra en el convento de S. Francisco, hasta 1767. Fuera de estas noticias, los archivos no dicen nada.

Un sacerdote que entonces le conoció dejó de él este significativo testimonio: "Dotado de todas aquellas virtudes que lo hacían recomendable, no quiso aceptar nunca ningún cargo, diciendo que había entrado en la orden no para mandar, sino para obedecer; no para dominar, sino para vivir sometido. Dedicándose con humildad a la salvación de las almas, ejercitó con fruto el ministerio de la confesión, y en esto parecía infatigable. No había misión organizada por sus hermanos para la cual nos prestara su celo. El pueblo sencillo y los pobres eran sus predilectos; para también las personas de consideración e importantes, que se entregaban a la piedad, se sentían atraídas por la noble cortesía y afabilidad de su figura majestuosa y agraciada. Sería difícil enumerar las conversiones obradas por su medio y las almas que él llevó a Dios de todas las clases sociales".

Tenía 74 años cuando los revolucionarios franceses obligaron a sacerdotes y religiosos, en 1791, a prestar juramento cismático de la Constitución civil del clero. El padre Juan Luis se encontraba en el convento de S. Francisco cuando la Asamblea Constituyente había ordenado el inventario de personas y bienes de todas las casas religiosas. El había declarado su intención de permanecer en la Orden. Pero, hacia octubre, dejó Lión y se retiró en el Bourbonnais a Précord, al castillo donde vivía su hermana Nicole-Elisabeth con el hijo Gilbert de Grassin, y donde también dos sobrinas hermanas dominicas habían encontrado refugio. Un chivatazo de algún malintencionado y algunas sospechosas habladurías fueron el motivo de una pesquisa, ordenada por el Directorio el 3 de febrero de 1793; y, a pesar de que el resultado fue nulo, el 30 de mayo de 1793, todos los habitantes del castillo fueron transportados a Moulins, donde 66 sacerdotes "insermentés" [no juramentados], refractarios, habían sido apresados, parte en las cárceles, parte en el antiguo monasterio de Santa Clara.

En la lista de los eclesiásticos que no habían prestado juramento figuraba también el padre Loir, "ci-devant capucin" (capuchino, aquí presente). Su edad tendría que haberle ahorrado ulteriores sufrimientos, a no ser por el terrible acuerdo, ateo, de finales de 1793, que permitía tácitamente la eliminación de estos ancianos eclesiásticos, que, de hecho, fueron confinados - muchos de ellos enfermos - en Rochefort. El padre Juan Luis dejó Moulins el 2 de abril de 1792, en la tercera expedición, con 26 deportados, canónigos, curas, monjes trapenses, capuchinos, otros franciscanos y hermanos de las Escuelas Cristianas. A lo largo del camino, en carros escoltados por gendarmes y guardias nacionales, eran consolados y ayudados por la gente. Llegaron a Rochefort hacia fines de abril. Minuciosamente registrados, los amontonaron en dos barcos, amarrados en aquellas costas del mar.

La barcaza donde fue puesto el padre Juan Luis se llamaba "Deux-Associés". El capitán y su tropa eran gente de galera. Sobre el navío habían quedado literalmente amontonados más de 400 deportados en estado lastimoso, vida de lager "ante litteram". Una gamella asquerosa servía de plato para diez personas que debían contentarse con carne de desecho, pescado, habas..., cogiendo el alimento de pie, sin plato ni vasos, apretujados entre ellos, sirviéndose de una cuchara de boj. Era el suplicio del hambre, al cual se añadían otros terribles tormentos de carácter higiénico-sanitario, sin remedios, y con los insultos de aquellos marineros esbirros.

Pero el tormento más tremendo eran las horas nocturnas. Un silbido anunciaba la hora del reposo. Aquella masa humana, con muchos ancianos y enfermos, era constreñida a amontonarse bajo cubierto, en la bodega, como sardinas en lata; y la noche era un infierno, con una última refinada crueldad, que anticipaba la de las cámaras de gas. Aquellos galeotes, revolviendo con palas ardientes un barril de alquitrán, esparcían vapores de acre sabor: un método para purificar el aire, pero que provocaba en los prisioneros un tremendo sudor y toses, hasta morir de sofoco los más débiles. Y en aquellas condiciones los mandaban bruscamente al aire libre, sobre el puente de la barcaza. Todos tenían que arrastrase como gusanos, y el terrible contraste les hacía castañear los dientes por los espasmos de frío.

Con todo, la pena más grande era la de no poder tener ni breviario, ni otros libros de piedad y ni siquiera poder rezar juntos. No obstante, alguno había podido esconder un breviario o un Evangelio o los santos óleos; alguno, incluso, hostias consagradas. Y, en aquella cloaca infecta, los mártires se repartían los sacramentos, que les fortificaban para afrontar la muerte con alegría.

Estos eran los sufrimientos del padre Juan Luis. Pero su carácter vivo y alegre infundía ánimo a los compañeros de desventura. Uno de los supervivientes testimonió que el capuchino, "aun siendo un venerable anciano, fue la alegría de todos. Cantaba todavía como un joven de treinta años, tratando de aliviar así nuestros sufrimientos, escondiendo los suyos, que lo estaban consumiendo terriblemente. Él murió serenamente como había vivido. De hecho, en la mañana del 19 de mayo de 1794, los deportados, al despertarse bajo cubierta, encontraron a este excelente religioso, muerto, de rodillas, en su puesto, y nadie habría podido pensar que sufriera una enfermedad. Después de haberse levantado, se había arrodillado para orar y así había expirado. Contemplándolo en esta humilde postura, junto al palo de su hamaca, parecía en verdad que estaba rezando, y que había muerto en actitud de súplica como la Escritura nos representa a los patriarcas de la Antigua Ley en el momento de expirar".

Él fue el primero de los 22 capuchinos que murieron en Rochefort.



Beato Protasio de Séez (1747-1794)

HOLOCAUSTO ENTRE LAS OLAS DEL MAR

En el mismo navío, tristemente célebre, de "Deux-Associés", donde murió el Beato Juan Luis de Besançon, estaba también el padre Protasio Bourdon. Tampoco de él tenemos excesivas noticias. Nacido el 3 de abril de 1747, fue bautizado al día siguiente en la parroquia de San Pedro de Séez (Orne). Sus padres y parientes eran de buena posición. Su padre, Simón Bourbon, era un "carraio" [?]; su madre se llamaba María Luisa le Fou. La formación cristiana recibida (nada se conoce en particular de su niñez y adolescencia) hizo madurar en él la vocación a la vida religiosa, que lo impulsó a entrar, ya de veinte años, entre los capuchinos de Bayeux, donde profesó el 27 de noviembre de 1768, tomando el nombre de fray Protasio. En 1775 fue ordenado sacerdote, y, entre las escasas noticias de archivo, se encuentra ésta de que habitó, por un poco de tiempo, en la casa d'Honfleur, lugar vecino al santuario de Ntra. Sra. de las Gracias, del que tuvo la dirección. Se le halla también en el convento de Caen el 29 de noviembre de 1783, y en 1789 es secretario del ministro provincial.

El último destino, como secretario provincial y guardián, fue el convento de Sotteville, cercano a Rouen. Aquí lo encontraron, con su comunidad, los agentes municipales, cuando vinieron a registrar la casa y a exigir el juramento de la Constitución civil del clero. Él se negó, junto con sus hermanos, reafirmando en dos circunstancias diversas su voluntad de perseverar en la vida religiosa; y particularmente el 26 de agosto de 1791, cuando estaban haciendo el último registro del inventario del convento, del cual los religiosos el año siguiente fueron definitivamente despachados y puestos en la calle. El padre Protasio quiso permanecer en Rouen, y, rehusando tomar el camino del destierro, encontró hospitalidad en casa de un señor, al que compensaba con un poco de su pensión y de las limosnas recibidas por las misas celebradas.

Esta su tenacidad le mereció ser arrestado el 10 de abril de 1793 y sometido a un interrogatorio por parte de dos fanáticos "citoyens". Un interrogatorio que, por su futilidad y ligereza, muestra, como ocurre de ordinario, la inconsistencia de tales procesos, de los cuales, desgraciadamente, está llena la historia. Se ha conservado, por fortuna, el texto. El padre Protasio responde con mucha libertad; es claro al confesar que ha rechazado el juramento, y que quiere seguir fielmente su vida religiosa; y es reticente cuando se trata de no descubrir circunstancias que implican a otras personas.

En el registro llevado a cabo en la casa donde se había refugiado, se encontraron manuscritos y algunos libros impresos, objeto capital de acusación, porque defendían a los refractarios. Él, como buen normando, no ofrece más explicaciones, que habrían comprometido a otros, ni tampoco descubre el nombre de las personas adonde iba a celebrar la Eucaristía en secreto. Su actitud es exclusivamente religiosa; por esto ha afrontado riesgos y peligros. Éste es su heroísmo. A él le interesa la fe íntegra, simple, lúcida. Aquí no hay ninguna estratagema política. El efecto fue inmediato: fue recluido en el antiguo seminario de Rouen Saint-Vivien, utilizado por los revolucionarios como casa de arresto provisional, en espera de la sentencia definitiva, que llega el 10 de enero de 1794: el "ciudadano" Juan Bourdon, o sea, el padre Protasio, es condenado a ser deportado a las Guayanas por haber celebrado misa ilegalmente, y haber tenido documentos sospechosos.

El 9 de marzo es trasportado a Rochefort. Llega el 12 de abril. Le registran y le quitan todo aquello que tenía: un reloj de oro con una cajita para guardarlo (se trataba probablemente de una teca eucarística) y 1.303 liras. Embarcado en el tristemente célebre "Deux-Associés", sigue la suerte de los demás prisioneros. El cuadro desolador de viles sufrimientos, de agonías y de muerte es el mismo ya descrito para el beato Juan Luis Loir. Después de cuatro meses, el padre Protasio, en la noche del 23 al 24 de agosto de 1794, moría de un mal del que había quedado contagiado.

Un superviviente dejó más tarde este testimonio: "Era un religioso de gran mérito y digno de alabanza, bien sea por sus iniciativas a favor de sus hermanos deportados, o por la capacidad física y moral de las que estaba dotado, o, sobre todo, por su firmeza en la fe, por su prudencia, equilibrio, regularidad y otras virtudes cristianas y religiosas".



Beato Sebastián de Nancy (1749-1794)


EL ÉXTASIS DEL MARTIRIO

Entre las 547 víctimas de los "pontons de Rochefort" y los 64 sacerdotes beatificados como mártires de la Revolución Francesa figura también el padre Sebastián de Nancy. La trama de su biografía se encuentra un poco más documentada.

Francisco François había nacido el 17 de enero de 1749 en Nancy, hijo de Domingo y de Margarita Verneson, y fue bautizado al día siguiente en la iglesia de San Nicolás. Su padre era un excelente carpintero, y gente distinguida y noble fueron padrino y madrina. Lo que significa una cómoda posición burguesa. No le fue difícil al pequeño Francisco empezar a conocer a los capuchinos, quienes desde 1593 se habían afincado en Nancy, en la periferia de la ciudad, para pasar después, en 1613, a un convento más acogedor, reconstruido en 1746 por la generosidad del duque Leopoldo de Lorena. De hecho la parroquia de San Nicolás, fundada en 1731, utilizaba para el culto la Iglesia de los capuchinos hasta 1770. Los frailes se recogían detrás, en el coro, y animaban la Tercera Orden Franciscana. Su convento era importante sede del capítulo provincial, y fábrica de lana de la provincia para la confección de los hábitos y mantos para todos los capuchinos de Lorena, distribuidos en no menos de 28 conventos en el territorio de la región. Su vitalidad apostólica y su dinamismo caritativo a favor de los pobres, de los apestados y de los sufrientes los habían hecho muy populares y solicitados. Pero, cuando en 1768 el joven Francisco François, 19 años, entró en el convento de Saint-Michel, que desde 1602 había sido destinado a la formación de los novicios, ya se notaba una cierta crisis de vocaciones. La Comisión de los Regulares, instituida por el rey de Francia en 1766 para corregir abusos y reformar monasterios y conventos, interviniendo con un edicto del rey en 1768 para fijar en los 21 años la edad de admisión para los votos solemnes, había contribuido a acelerar esta crisis.

El maestro de novicios, padre Miguel de Saint-Dié, el 24 de enero de 1768 le impuso el hábito capuchino con el nuevo nombre de fray Sebastián; y un año después recibió la profesión solemne. El acta de su profesión, firmada en el registro oficial, es la primera de 1769, así como el acta de bautismo había inaugurado, en el registro de la parroquia de San Nicolás, el año 1749. Después del noviciado Sebastián pasó al estudiantado capuchino de Pont-à-Mousson, un convento fundado en 1607 y renovado en 1764. En tiempo del beato lo habitaban nueves padres, seis clérigos y un hermano lego. La ciudad era indicada como lugar de estudio, contando con un eficiente colegio de jesuitas. Allí estaba él completando su estudios y ya era sacerdote, si bien no se conoce la fecha precisa de su ordenación.

En 1777, el 5 de junio, es aprobado como confesor, en el convento de Sarreguemines, donde se precisaba conocer también la lengua alemana, usada en aquella zona fronteriza. En 1778 los documentos lo anotan miembro del convento de Sarrebourg, diócesis de Metz, como confesor, en una comunidad de religiosos muy ejemplar en la pobreza y observancia de la Regla. La documentación es muy elocuente en los años 1782-1784. Se trata de los registros de la parroquia de Saint-Quirin. El Beato desarrolla allí frecuente ministerio pastoral, bautismos, matrimonios, etc., supliendo a la falta de clero local. El 26 de agosto de 1784 el capítulo provincial trienal lo destinó al convento de Commercy, donde permaneció hasta 1787, y probablemente hasta 1789, a excepción de una pausa, en el convento de Dieuze, ejerciendo siempre el apostolado activo y en auxilium cleri.

El padre Sebastián, a partir de 1789, se encontraba en el convento de Épinal, en la ribera izquierda del brazo occidental de La Moselle, cuando estalló la Revolución Francesa con todas sus consecuencias antirreligiosas y antieclesiásticas. Los comisarios municipales, el 30 de abril de 1790, entraron en el convento para hacer el inventario. Un año después el mobiliario y efectos del convento eran vendidos, mientras el padre Sebastián, que había rechazado jurar la Constitución, con una pensión de 770 liras, después de la expulsión de los frailes del convento, se había encaminado al convento de Châtel-sur-Moselle, indicado por el Consejo municipal como casa común de los capuchinos. De aquí serán luego expulsados, por no haber querido participar en una procesión presidida por un párroco que había jurado la Constitución civil del clero. Despojados de todo, los hermanos fueron acogidos y ayudados por el pueblo. El 9 de noviembre de 1793 fue enviado a la casa de las Terciarias de Nancy, que servía de cárcel para los sacerdotes refractarios. Era la respuesta del Comité de vigilancia, al cual el padre se había presentado espontáneamente, pidiendo ajustarse a la ley que preveía la prisión de los refractarios.

El 26 de enero de 1794 el administrador del distrito de Nancy quiso verificar la situación de todos los detenidos, la causa de su arresto, la edad y eventual enfermedad. Del padre Sebastián anotó que era refractario y se encontraba sin ninguna enfermedad, pronto, por lo tanto para entrar en lista de los sacerdotes rebeldes que había que expedir a Rochefort. Partieron, en efecto, el siguiente 1 de abril 48 sacerdotes y religiosos, y después de un duro trayecto, que costó cuatro semanas, despojados de todo lo que aún pudieran retener, llegaron a Rochefort el 28 de abril. Tras unos días, embarcados en el navío negrero de "Deux-Associés", ya cargado con 373 sacerdotes y religiosos prisioneros, fueron transportados por entre las islas de Aix y Oléron, donde atracó la nave. Al padre Sebastián se le presenta una visión desoladora: aquellos centenares de prisioneros de rostro pálido, barbas largas e incultas, vestidos sucios, están anunciando que la prisión va a ser de moribundos. De hecho, una vieja goleta servía para recoger a los enfermos e infectados terminales, como en un hospital, pero sin medicinas ni médicos, en espera de que viniera la muerte. Y entonces, con una canoa, se recogían y llevaban los diez-doce cadáveres de cada día, para sepultarlos en la arena de aquella costa marina.

"Nuestro navío estaba repleto de sacerdotes y religiosos - escribió un superviviente - como un altar para el holocausto, levantado por la Providencia entre las olas del mar, para la consumación del sacrificio". Los cuerpos de las víctimas, completamente despojados como en los campos hitlerianos, se transportaban sobre las riberas de arena, y algunos de los prisioneros, todavía con relativa salud, tenían que sepultar en la arena a sus compañeros, sin poder rezar en público ninguna oración, ni elevar al cielo un cántico de la Iglesia.

"Dios permitía esta escena cotidiana desgarradora - escribe de nuevo uno de los supervivientes - para aumentar el valor de nuestros sufrimientos, dándonos una semejanza más perfecta con su divino Hijo en su pasión. Nada nos consolaba en nuestras aflicciones, nada nos fortificaba en nuestras pruebas sino el pensamiento de Jesús, que reina en el cielo y desde lo alto de su trono está atento a nuestros combates; él, que antes que nosotros y por nosotros, fue atado, flagelado, abofeteado, escupido, coronado de espinas, vestido de loco, abrevado con hiel y vinagre, clavado en una cruz, insultado y maldecido por sus enemigos. Estas consideraciones espirituales sobre nuestro Redentor hacía como destilar una dulzura inefable en nuestros corazones. Nos sentíamos felices de haber sido elegidos, entre tantos, para hacer esta vía dolorosa y seguir a nuestro divino Maestro. Sufríamos no sólo con paz, sino con gusto, y moríamos con alegría. Pensábamos que Jesucristo había querido, en los diversos siglos, que cada dogma de la fe fuese conservado, e incluso confirmado, en su Iglesia, por medio de la sangre de un número de mártires, más o menos grande, según la importancia de la verdad combatida; y nosotros pensábamos que era un gran honor para nosotros ser perseguidos y sacrificados para corroborar la enseñanza de la autoridad espiritual e independiente de la autoridad del mundo, divinamente atribuida a la Sede Apostólica y en general a todo el episcopado".

Este otro precioso testimonio nos ha dejado también un espléndido retrato del padre Sebastián, cortado como una flor especial de virtud en aquel ramo de flores perfumadas de mártires. He aquí sus palabras: "El Señor había manifestado la santidad de otro de sus siervos, el padre Sebastián, capuchino de la casa de Nancy, que había venido para morir en esta misma galeota. Este santo religioso tenía entre nosotros una singular veneración por su eminente piedad, virtud y devoción. Oraba de continuo, sobre todo en la última enfermedad. Una mañana se lo vio de rodillas, con los brazos abiertos en forma de cruz, los ojos elevados al cielo, y la boca abierta. No se le hizo mucho caso, por estar acostumbrados a verlo orar así, durante su enfermedad. Pasó media hora y estábamos extrañados de verlo que seguía de esta forma, en una postura tan incómoda y difícil de mantenerse de aquel modo, porque entonces el mar estaba picado y la embarcación cabeceaba y se balanceaba mucho. Probablemente estaba en éxtasis. Entonces nos acercamos para observarlo de cerca. Tocando su cuerpo, sus manos, nos dimos cuenta de que hacía bastantes horas que en aquella postura había entregado su alma a Dios. Nunca nos pudimos explicar cómo su cuerpo había conservado tanto tiempo aquella postura de oración, pese al continuo vaivén de la pequeña embarcación. Se llamó rápido a los marineros. Ellos, ante semejante espectáculo, prorrumpieron en un grito de admiración y en lágrimas. Se despertó en aquel momento la fe en sus corazones, y algunos, desnudando sus brazos, mostraban a todos el signo de la cruz tatuada con piedra rusiente, y decidieron retornar a la religión que habían abandonado". Era el 10 de agosto de 1794.

El recuerdo del beato Sebastián queda esculpido así: un hombre que no sólo ora, sino que está todo transformado en oración, en vida y en muerte, un oración hecha hombre, encarnada, como Francisco de Asís.

23 de agosto
Beato Bernardo de Ofida
(1604-1694)

Himno

Domingo Peroni (Bernardo de Ofida) nació el 7 de Noviem bre de 1604 en la villa de Apiñano, cerca de Ofida.

Pastor hasta 1619 y posteriormente trabajador en el campo, el 15 de Febrero de 1626 entra en el convento de Corinalto de los capuchinos y termina el noviciado en Camerino.

Es destinado al convento de Fermo, como cocinero y enfermero, hasta 1647. En 1650, tras pasar por otros conventos, queda, definitivamente, en Ofida hasta su muerte, desempeñando todo tipo de oficios y siendo muy conocido por la gente.

Muere el 22 de Agosto de 1694.

Su causa de beatificación se inició bastante tarde, en 1745, en Ofida y en Ascoli.

Pío VI lo declaró Beato el 25 de Mayo de 1795.

Señor, abraza mi alma, por la corona de espinas que llevaste en la cabeza, por aquella lanza que te atravesó el pecho, por aquellos clavos que te traspasaron manos y pies.

(Beato Bernardo de Ofida)


ALMA SEDIENTA DE ORACIÓN

Entre los santos y beatos capuchinos, Bernardo de Ofida es el más anciano. Murió a los 90 años en el convento de su pueblo natal, a primeras horas el día 22 de agosto de 1694. Había nacido el 7 de noviembre de 1604 en la villa de Apiñano, en los alrededores de Ofida, el tercero de una familia de ocho hijos; era aquel el año de la muerte de San Serafín de Montegranario. El padre José lo bautizó el mismo día de su nacimiento en la iglesia extramuros de Santa María de la Roca.

El marco de su infancia y juventud fue la campiña abierta. Domingo (así se llamaba) crece fuerte y robusto. El recuerdo de su infancia en los declaraciones procesales parece envolverse en un delicado relato de fábula. El pastorcito precoz, sencillo y sereno, ya a sus 7 años, mientras las ovejas pacen la hierba, se llena de devoción, arrodillado en un sitio aparte, recitando el libro de la cruz o rezando delante de una imagen de María que llevaba consigo o bien pintada a lo largo de la carretera. En otros momentos, se convertía en apóstol entre sus compañeros pastores. ¿Un santo en la hierba? ¿Un cliché hagiográfico? No. Basta ver el ambiente familiar y rural, como era entonces, sano y rebosante de sabiduría cristiana y de amable candor, junto con la formación religiosa recibidas en la iglesia rural de S. Lázaro.

Domingo, ya mayorcito, a sus quince años, en 1619, pasa del pastoreo de las ovejas al trabajo con los bueyes trabajando con el arado para roturar los campos abruptos y, con frecuencia, llenos de zarzas. Aun aquí encontraba quietud en la oración junto a la escarpada roca, en contacto con el campo y sabía compartir su pan con los mendigos.

La vida austera de los capuchinos se estableció en Ofida, en plena campiña, en 1614, y era un fuerte reclamo para él. Encontraba una especial sintonía de espíritu. Frecuentaba su desnuda y devota iglesia. Pero esperó varios años en comunicar sus planes a sus padres y después a los hermanos y no halló ninguna oposición. El 15 de febrero de 1626 y en Corinaldo vistió el hábito capuchino con el caparón de novicio, teniendo como maestro al padre Miguel Ángel de Ripa y, un año después, en Camerino, donde había realizado y había terminado el año del noviciado, hacía la primera profesión tomando el nombre de Bernardo de La Lama, toponímico del más conocido pueblo de Ofida. Libre ya del trabajo del campo, aportaba a los hermanos su laboriosidad y frugalidad, su modestia y sabiduría, su sano realismo y su fuerte voluntad de labrador de las Marcas.

Fue destinado al convento de Fermo y confiado a fray Máximo de Moresco, maestro de los jóvenes hermanos laicos, como compañero en el oficio de la cocina y cuidador de los hermanos enfermos. Y allí permaneció casi veinte años, sin que el testimonio documental rompa el profundo silencio de este largo tiempo de su primer destino. A continuación, fue a Ascoli, convento embalsamado por la santidad de san Serafín de Montegranario, y pasó, también, por varios otros conventos, sólo genéricamente indicado en los documentos; pero en 1650 se estableció definitivamente en el convento de Ofida, de donde no salió más, a excepción de un breve espacio de tiempo, de unos pocos meses, pasados en Ascoli.

Una vida sencilla, que agiliza el trabajo del hagiógrafo, puesto que se mueve en un ámbito geográfico muy reducido, sin largos viajes fuera de Las Marcas, escondida en la humildad de los servicios ordinarios de un hermano laico capuchino: cocinero, enfermero, limosnero, hortelano, portero y todo ello envuelto en un halo de devoción y oración. Oraba siempre.

Un testigo refiere que la gente solía decir: "¿Bernardo?, ¡quién lo puede ver! Está siempre en oración en la iglesia o en el monte". Y otro testigo añadía: "Pasaba la mayor parte del día y de la noche en oración y, era tan fervoroso, que en ella se sentía exhalar, aun externamente, el amor de Dios que ardía en su pecho, haciendo movimientos semejantes a un hombre, que se encontrase en los mayores ardores de la fiebre o de la más encendida llama". Tenía siempre en la mano el rosario.

Los mercaderes de Ofida, cuando se juntaban en el margen de la carretera para tomar la lotería y veían acercarse a fray Bernardo, exclamaban: "Ahí está fray Bernardo, recemos el rosario". En la huerta del convento se había construido un rincón de hojas y hierbas y allí se acogía con gozo especial, perdiendo la noción de tiempo.

En la iglesia permanecía absorto ante el Santísimo o ante cualquier imagen sagrada, con los ojos en el cielo, inmóvil como una estatua, a menudo con las manos en alto, y no se daba cuenta de las moscas que tenía en su rostro o sobre la cabeza calva, y no oía ningún rumor. Aconsejaba a los fieles no pararse jamás al fondo de la iglesia, porque- decía- "hay muchas ocasiones para distraerse por los que entran y salen; conviene caminar adelante, cerca del altar mayor, y acercarse a Dios". Enamorado de la Eucaristía, tenía un profundo respeto hacia los sacerdotes. Acostumbraba decir: "Hijos, cuando veáis a los sacerdotes, respetadlos, veneradlos; deberías besar la tierra por donde han pasado sus pies".

Es necesario investigar en los decretos procesales, para dar un poco de variedad y movimiento a esta vida oculta. Aun cuando iba a la limosna, se escondía en su interioridad. Jamás se le podía sorprender distraído. Siempre con los ojos bajos, el rosario en la mano, sobrio en los gestos, afable al hablar.

Ciertamente, su caminar y su aspecto, duramente marcados por el cansancio, impresionaban a la gente. Quizá hace alusión al último período de su vida el relato referido por las fuentes y contado así por su último biógrafo: "Un día de invierno, tras una fuerte nevada, fray Bernardo se dirigió a un pueblo para la limosna, hundiendo sus pies en el blanco manto. La mujer de un tal Puchi se asoma por casualidad a la ventana y, viendo pasar al santo anciano", se puso a llorar y a gritar: "¡Pobre fray Bernardo!". El, con su conocida jovialidad, respondió: "Hija, no es nada, no es nada. La gracia de Dios no hace sentir frío". Y, diciendo esto, se quita la sandalia del pie derecho, lo pone desnudo sobre la nieve y se licuó por completo todo alrededor, como por encanto, como si se hubiese arrojado agua hirviendo".

Las iglesias que encontraba por el camino eran todas como suyas, y les expresaba su ardiente devoción. Si se topaba con agricultores pobres o caminantes que llevaban peso en sus espaldas, con gusto, con gesto de fina caridad, cargaba con todo el peso para el resto del trecho de camino. Prefería permanecer en la puerta de la casa, sin entrar, a no ser que fuese a visitar a un enfermo. Y, si le ofrecían para beber un vaso de vino, ofrecía un sorbo a los niños presentes diciendo: "Bebed primero vosotros, bocas inocentes". El último sorbo era para él. Tenía una debilidad tal con los pequeños que los bendecía con devotos signos de la cruz.

Era un verdadero misionero con los agricultores, "sediento de almas". Sus exhortaciones resonaban todavía en la memoria de los testimonios, como un estribillo: "¡Estad con Dios!, ¡temed a Dios!, ¡amad a Dios!, ¡huid del pecado!, ¡sed buenos!". Sabía calmar los ánimos y reunir a los disidentes con trato exquisito; tan es así que, tras su muerte, cuando surgían discusiones, había quien lamentaba: "¿Dónde está fray Bernardo que siempre construía la paz? Ahora nadie se mueve".

A los afligidos les llevaba descanso con la serenidad de su rostro y sus sencillas palabras de exhortación: "!Hijo, paciencia, vive alegre que no será nada. Paciencia, paciencia, que estamos en un valle de lágrimas!". Uno de sus dichos preferidos, con los que intentaba dar confianza a los afligidos, era éste: "¡Paraíso, ¡Paraíso!, nuestra patria es el cielo!". Y también: "¡Quiero que todos vayamos al Paraíso!". Era un consejero que penetraba los corazones, de modo que era consultado incluso por gente noble y por prelados, a quienes sabía hablar con profundidad teológica, aun siendo analfabeto y, con frecuencia, sus sencillas y espontáneas palabras se convertían en proféticas.

En la más pura tradición de los Hermanos Capuchinos, al atardecer, tras una jornada dura y cansina, como reposo merecido, pasaba en la iglesia horas y horas de oración delante del Santísimo o en el altar de San Félix de Cantalicio. El domingo y el resto de los días festivos, entonces numerosos en una sociedad empapada de religiosidad, como la italiana del siglo dieciséis, se entregaba a ayudar las misas, encendiéndose de amor por la consagración y la comunión. Su corazón estaba tan acostumbrado a dirigir afectos a Dios con expresiones de amor que, a menudo, aun delante de la gente, le brotaban sin darse cuenta. Los fieles quedaban admirados y contagiados de fervor.

Su carácter humilde, fuerte, amable e imperturbable estaba unido a un excepcional candor de alma, de modo que parecía un hombre reconciliado con la creación. Ningún animal resistía a su inocencia. Permanecían fascinados, obedientes y sujetos, sin rebelarse ni huir. A sus amos les advertía que los cuidasen y tuviesen compasión, pues eran irracionales y, por lo tanto, no pueden hablar, ni manifestar sus propias necesidades. Acostumbrado a servir, daba a los animales que entraban en el huerto pienso, hierba y heno, con el mayor respeto y amor franciscanos.

Otra dimensión de su humanidad era la misericordia con los enfermos, pobres y encarcelados. Su caridad cortés brillaba y se multiplicaba en sus manos de portero y nadie se marchaba con las manos vacías. Cultivaba para los pobres un trozo del huerto y proveía con la escasa despensa del convento: pan, vino y carne, sobre todo, para socorrer a los enfermos, sufriendo con frecuencia reniegos y reproches de sus hermanos. El aceite de la lámpara que ardía en el altar de San Félix de Cantalicio, le servía para ocultar su carisma de curar milagrosamente. Permanece el recuerdo, registrado por los conocidos, de niños resucitados y de tantos casos de curación.

Los enfermos del convento casi se gozaban de caer enfermos, por la amorosa asistencia de fray Bernardo que inventaba mil gestos de caridad, hasta tal extremo de encerrarse en la enfermería, día y noche, dispensado de todo otro oficio, para estar siempre libre para servir, incluso haciéndose abrir una ventanilla que daba a la iglesia, para participar en la misa y adorar al Santísimo. Su caridad era práctica: preparaba cocidos, bálsamos y flores, fajas, pañales de lino usado y atendía todas las necesidades concretas del enfermo.

Como escribió su biógrafo: "fue siempre así, aun cuando siendo viejo, decrépito y necesitado de ser asistido y servido, se hacía útil de tantos modos para atender al enfermo. Para él cocinaba por separado carne y menestra; para animarlo a alimentarse, adornaba con flores la burda bandeja en que le servía las comidas, lo llamaba y le rendía todos los humildes servicios que necesitaba el que yacía tumbado en el lecho. Tratándose de enfermos graves, se dispensaba de su oficio para poder asistirlos ininterrumpidamente, día y noche; todo su descanso lo realizaba sentado sobre una pequeña banqueta y apoyando la cabeza en la pared. En sus últimos años, no pudiendo hacer apenas nada por ellos, les hacía compañía, dedicándose a orar. Era como una madre, atento a las necesidades de los hermanos: arreglaba sus sandalias, cosía hábitos y mantos, arreglaba las herramientas agrícolas y los pobres utensilios de uso doméstico.

Cercano ya a los 90 años, fray Bernardo, con el agravamiento de sus enfermedades (hernia, artrosis, erisipela), rechazaba la compasión: más bien bajo de estatura, jorobado y doblado, "rubiales y todo tembloroso", como se lee en un testimonio procesal, fuertemente marcado por las duras penitencias, era un contraído y paralítico, se sostenía con dos muletas, que le permitían permanecer largo tiempo delante del Santísimo, no pudiendo permanecer mucho tiempo de rodillas.

En lo más caluroso del verano de 1694 la enfermedad de la erisipela lo postró totalmente, pero su espíritu era todavía más luminoso. Un testimonio refiere que: "demostraba tal alegría en su rostro y en sus palabras que no parecía estar enfermo, sino que estaba gozando". Quería despojarse de todo y pedía a su guardián "por caridad" el uso del hábito que llevaba. Recibidos todos los sacramentos, "fue visto completamente fuera de los sentidos", como elevado en éxtasis. Vuelto en sí, exhortó a los hermanos a la observancia de la Regla, la paz y el amor entre ellos y al prójimo y a orar por los bienhechores y animó a numerosos laicos presentes a la fidelidad a las leyes de Dios y a la educación cristiana de los hijos. El 22 de Agosto de 1694, cuando salía el sol, expiró serenamente.

Sus funerales fueron un triunfo. Florecieron las gracias y los milagros. Pero los hermanos no trabajaron con rapidez para recoger los testimonios para un proceso formal de beatificación y canonización. Solamente lo hicieron en 1745 en Ofida y en Ascoli. El proceso fue largo y fatigoso. Finalmente, Pío VI, exactamente un siglo después, el 19 de Mayo de 1795 lo declaró Beato, y seis días después se celebraba la beatificación en la basílica vaticana.

2 DE SEPTIEMBRE
B. Apolinar de Posat (1739-1792
)

Himno


Juan Jaime Morel (Apolinar) nació el 12 de Junio de 1739 en el pueblecito de Préz-vers-Noréaz, cerca de Friburgo de Suiza.

Desde 1747 hasta 1750 es confiado al cuidado del párroco del pueblo y en 1755 entra en el Colegio de San Miguel de los jesuitas de Friburgo.

El 28 de Julio de 1762 sostiene brillantemente una discusión filosófica pública.

El 26 de Septiembre de 1762 vistió el hábito capuchino en el convento de Zug y se llamó Apolinar de Posat (nombre de origen del pueblo de su padre).

El 26 de Septiembre de 1763 hizo la profesión religiosa y el 22 de septiembre de 1764 es ordenado sacerdote en Bulle.

De 1769 a 1774 se compromete a ayudar al clero de varias parroquias, como Sión, Porrentruy, Bulle o Romont. A finales de agosto de 1774 es profesor y director de estudiantes de teología en Friburgo y en 1780 vicario del convento de Sión.

El 20 de agosto de 1781 es vicario en el convento de Bulle y en 1785 pasa a Stans, como director de la escuela aneja al convento.

El 16 de abril de 1788 abandona Stans y marcha a Lucerna y en el otoño de 1788 es confesor de alemanes en el convento de Maré en Francia.

Suprimidas las Ordenes religiosas, va como vicario a la parroquia de San Sulpicio a principios de Marzo de 1790.

El 1 de abril de 1791 se dedica al ministerio clandestino.

El 14 de agosto, celebrada la misa, se entrega a los comisarios de Luxemburgo.

El 2 de septiembre, domingo, en la iglesia del Carmen, son masacrados 113 mártires, entre ellos Apolinar de Posat.

Pío XI, el 17 de Octubre, lo declara Beato junto con los otros mártires.



"¿Por qué os afligís tanto por mí? ¿No sabías que debo ocuparme en las cosas que son de mi ministerio? ¿A quién pertenece el Reino de Dios? A los que sufren persecuciones por la justicia. ¿Acaso no es cómo sufriendo atroces tormentos Cristo entró en su gloria? ¿Será el siervo mayor que su amo? Invocaré al Señor en la alabanza y me librará de mis enemigos"

(B. Apolinar de Posat)

"SOY TRIGO DE CRISTO"

Entre los 191 mártires asesinados por la Revolución Francesa en París el 17 de Octubre de 1926, había también un capuchino suizo, Juan Jaime Morel, es decir, el padre Apolinar de Posat. Nacido el 12 de Julio de 1739 en el pueblo de Préz-vers-Noréaz, cerca de Friburgo, hijo de Juan Moret y María Isabel Maître, casados hacía dos años. Realizó su formación religiosa y escolástica bajo la dependencia del vicario parroquial Francisco José Morel, tío suyo, que, tras los estudios teológicos, ordenado sacerdote, fue enviado en 1747 a su pueblo de Préz-vers-Noréaz; y luego fue a Belfos, a donde su tío fue trasladado como párroco en 1752. Tres años después, completó su formación en el Colegio de S. Miguel de Friburgo, dirigido por Jesuitas, domiciliándose en casa de su madre que, en 1750, era nombrada partera profesional en Friburgo. Al finalizar los estudios, aparecía como el más dotado de los alumnos del colegio, tanto es así que fue elegido para la pública discusión sobre la tesis de filosofía, que tuvo lugar el 28 de Julio de 1762.

Su inclinación a la piedad y a la vida religiosa hacía predecir su próximo ingreso en la Compañía de Jesús. El, en cambio, el 26 de septiembre, a su 23 años, vestía el hábito capuchino en el convento de Zug con el nombre de fray Apolinar de Posat (pueblo de origen de su padre). Terminado el noviciado y hecha la profesión religiosa, orientado rápidamente a las órdenes sagradas, es ordenado sacerdote en Bulle el día 22 de Septiembre de 1764, en su cantón de origen. Desde 1765 hasta 1769 fue a Lucerna, donde estudió la teología bajo el magisterio del padre Hermán Martín de Reinach. Aquí también fue el mejor alumno, de modo que en Sión, en el Valais, defendió públicamente la tesis "de universa theologia" con enorme admiración de muchos doctores allí presentes.

Bien preparado tanto en la piedad como en la ciencia, se lanza rápidamente al apostolado itinerante, al servicio de varias parroquias y de misiones populares, de 1769 al 1774, cambiando frecuentemente de residencia entre los conventos de Sión, Porrentruy, Bulle y Romont. A finales de Agosto de 1774, durante seis años consecutivos, desempeña el oficio de profesor y director de los estudiantes capuchinos de teología en Friburgo, dando, a la vez, muchas lecciones de catequesis a la comunidad. Fue vicario conventual de Sión, en 1780 y por un año ejercitó la actividad misionera, para acabar, todavía como vicario, en el convento de Bulle. Aquí, siguiendo al alcalde del pueblo, que quería educar a sus dos hijos en filosofía, preparó un local junto a la portería del convento, y a su clase acudían también otros jóvenes. Esta iniciativa no era bien acogida ni por los frailes, que veían esto como una distracción para la quietud conventual, ni por algunos seglares del pueblo, políticamente contrarios al alcalde, hasta el punto de escribir un libelo difamatorio. El padre Apolinar, pro bono pacis, pidió y fue trasladado a Altdorf, donde era superior su maestro de novicios, el padre Dionisio Zürcher.

En 1785, en Stans, es nombrado director de la escuela anexa al convento y catequista de niños del pueblecito de Büren. Sus cualidades de apóstol y su capacidad de explicar la doctrina de modo atrayente acercaba a mucha gente que se unía a sus pequeños discípulos. Su confesonario era muy concurrido. Tras la oración coral de media noche no volvía a acostarse, sino que se dedicaba al estudio, a la oración y a la meditación.

Un apostolado tan eficaz inquietó a sus enemigos en la fe, iluminados y juridiccionalistas, que comenzaron a difundir calumnias tildando las lecciones de catecismo del hermano como poco ortodoxas y desacreditando su enseñanza escolástica, poniéndolo en ridículo y manchando su reputación moral. El alcalde del lugar, Wirsch, lo defendió públicamente. Pero la campaña diabólica se prolongaba y fue obligado por los superiores a defenderse con un memorial, en el que manifiesta su voluntad de perdón. De modo que, para evitar otros perjuicios a los hermanos, es trasladado, por solicitud propia, a Lucerna el 16 de Abril de 1788.

Poco tiempo después, el ministro provincial de Bretaña, Victorino de Rennes, huésped provisional, dándose cuenta de los sufrimientos padecidos, propone al padre Apolinar de Posat trabajar como misionero en Siria junto a los hermanos franceses. Le pareció una oportunidad providencial y ya en otoño de 1788 llega a París, al convento de Maré, para aprender lo necesario de la lengua para su nuevo apostolado. Pero lo Providencia tenía otros planes; París fue el último campo de su apostolado y altar de su sacrificio. Efectivamente, las cosas se precipitaron, sobrevino la revolución. El 14 de julio de 1789 cae la Bastida en manos de los revolucionarios, y la revolución se difundió en todo el territorio francés. El superior de Maré encargó al padre Apolinar, que conocía el alemán, acompañar a los 50.00 alemanes presentes en la ciudad.

Suprimidas las Órdenes religiosas y cerrados hasta tres mil conventos y monasterios, es nombrado vicario para los fieles de lengua alemana en la parroquia de S. Sulpicio y también capellán de los encarcelados en Turnel. Cerrado el convento de Maré, fue alojado en una casa de seglares, que la utilizó como un convento de clausura. Apoderados de todos los bienes eclesiásticos y promulgada la Constitución civil del clero, los sacerdotes de S. Sulpicio rechazaron abiertamente el juramento.

Entre ellos estaba el padre Apolinar que, de nuevo, fue objeto de una vulgar calumnia, tratándolo como si hubiese aceptado el juramento. Llegó la falsa noticia a los superiores de la Orden, que rápidamente le manifestaron su reprobación. El no se amilanó y escribió una vibrante alegación que envió al redactor de "El amigo del Rey" el 23 de octubre de 1791, denunciando la calumnia, sin miedo a exponerse a las más crueles persecuciones y proclamando "más bien, mil veces morir antes que aparecer como haber prestado juramento a la nueva Constitución". En un opúsculo compuesto por él (citado en su autodefensa) y titulado El seductor desenmascarado, afirmaba que obedecer a la Iglesia equivalía a obedecer al Espíritu Santo que habla a través de la jerarquía y añadía: "Debemos escuchar a la Iglesia y no al Ayuntamiento de París. ¡Es la sabiduría eterna que lo ordena!".

Esta firmeza le proporcionó serios problemas. El uno de Abril de 1791 tuvo que abandonar la iglesia de S. Sulpicio y dedicarse al ministerio clandestino. Vigilado como miembro fuera de la ley, encontrando cerrado el antiguo convento de Medón, fuera de París, regresó sucesivamente a la ciudad y se escondió en el barrio de su parroquia en casa de un amigo. Una carta suya al sacerdote Valentín Jann de Altdorf del 27 de Abril de 1792 informa de sus intrépidos y místicos sentimientos la víspera del martirio, su alegría de sufrir por Cristo: "Alegraos conmigo, uníos a mí para glorificar al Señor. Nos hallamos en dificultades insuperables, pero no sucumbimos; somos débiles, pero no desesperamos; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no perdidos. No lloréis por mí. Soy trigo de Cristo. Es necesario que sea triturado por los dientes de las fieras, para convertirme en pan puro".

La noche del 13 al 14 de agosto asistió a un pobre moribundo; al amanecer, celebró la misa "para prepararse"- como manifestó en su última carta- a combatir con coraje la batalla del martirio"; después se presentó a los comisarios de la sección de Luxemburgo, declarando no haber prestado juramento, aun no siendo un conspirador. Fue arrestado inmediatamente y juntado a los 160 refractarios, amontonados en la iglesia del Carmen.

Uno de los detenidos, salvado de la masacre del 2 de septiembre, dio este testimonio: "El padre Apolinar llegó a aquella prisión con tal satisfacción y alegría que sorprendió a las personas que ya se encontraban encerradas allí. Desde ese momento, fue edificante para todos. La mayor parte se dirigían a él para confesarse. Estaba continuamente ocupado o rezando o levantando el ánimo al que se hallaba abatido y animando al que anhelaba el martirio. No perdía tiempo. Buscaba ser útil a todos, sea en preparar el lecho, que con frecuencia se tomaban ropas y prendas de los cajones de la iglesia, o también acomodar las mesas para comer, colocadas en medio de la iglesia. Buscaba los más humildes y bajos servicios, como limpiar la iglesia, único espacio concedido, y vaciar las vasijas, colocadas en algunas capillas para las necesidades corporales".

El Ayuntamiento de París, dueño de la situación con el terrible Danton, Ministro de Justicia, había decidido eliminar a los sacerdotes refractarios. El 31 de agosto se promulga el decreto de deportación, para así esconder la masacre ya decidida para el siguiente domingo. El sábado fue una jornada de preparación en la más intensa oración. Al día siguiente, se corrió la voz de que los prusianos se acercaban a París. Danton, organizando la resistencia, mandaba exterminar a los refractarios amontonados en las prisiones. Los esbirros del endiablado Mailard, como invasores, irrumpieron en la abadía de San Germán-des-Prés y masacraron a todas las personas que encontraban. Tras esta carnicería, el resto de los prisioneros fueron conducidos a la iglesia y, tras una farsa de proceso, fueron pasados a filo de espada, ensañándose con ellos sin piedad y a golpe de sable y puñal. A las seis de la tarde terminó la terrible matanza que dejaba sobre le campo la cifra de 113 mártires envueltos en una charca de sangre. El comisario que presidía la ejecución decía desconcertado: "No entiendo nada; estos sacerdotes han ido a la muerte con la alegría con que se va a unas bodas".

Uno de ellos era el padre Apolinar. Escribiendo a su antiguo superior, padre Hermán Martín, pocos meses antes revelaba la alegría de su próxima inmolación y profetizaba un florecimiento del espíritu cristiano en Francia: "Hay un bautismo que debo recibir ¡y no sé la hora en que me llegará! Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo... Como hombre temo, como cristiano espero, como religioso me alegro, como pastor de cincuenta mil almas me lleno de júbilo, porque no he hecho el juramento. Todo lo podemos en Aquél nos que da fuerza. A todos mis enemigos, mis perseguidores actuales, pasados y futuros, los abrazo y les doy el beso de la paz como a mis mayores bienhechores... ¡Aleluya, aleluya, aleluya! En verdad, en verdad os digo, pronto Francia, impregnada de tantos mártires, verá florecer la religión en su suelo".


19 de septiembre
San Francisco María de Camporosso

Himno 

 Giovanni Croese (Francisco María) nace en Camporosso, lugarejo próximo a Ventimiglia, el 27 de diciembre de 1804.

El 14 de octubre de 1822 es terciario en los hermanos conventuales de Sestri Ponente.

Abandona Sestri en otoño de 1824, y es admitido como postulante en el convento capuchino de Voltri.

A finales de 1824 inicia su año de noviciado en el convento de San Bernabé, en Génova, como hermano laico, y recibe el hábito el 17 de diciembre.

Un año después profesa en la Orden Capuchina.

Es destinado de inmediato al convento de la Concepción, también en Génova, y cinco años después lo encontramos trabajando como limosnero ayudante por el valle de Bisagno.

Más tarde, en 1834, desempeña la cuestación en la ciudad.

Pasados siete años es nombrado responsable de todos los hermanos limosneros.

Sufre de varices y es sometido a una intervención quirúrgica, enfermedad que le acompañará periódicamente durante toda su vida.

El 15 de agosto de 1866 la ciudad de Génova es atacada por el cólera, y Francisco María se ofrece como víctima propiciatoria. Muere el 17 de septiembre, tras solo tres días de enfermedad.

Sus restos mortales fueron trasladados en 1911 a la iglesia del cementerio del convento de Staglieno.

Su causa de santidad fue introducida en Roma el 9 de agosto de 1896, y el 30 de junio de 1929 era proclamado Beato por el Papa Pío XI. Juan XXIII lo declara Santo el 9 de diciembre de 1962.

"La voluntad de Dios es siempre justa y santa, siempre amorosa y paternal para con nosotros. Vale más una hora de sufrimiento que cien años de gozo. Para estar en paz con el Señor, con nosotros mismos y con el mundo, se necesita del silencio, la mortificación y de la plegaria".

(San Francisco María de Camporosso)

EL "PADRE SANTO" DE GÉNOVA

Nació en Camporosso, el 27 de diciembre de 1804, una aldeuela de la costa liguria, vecina a Ventimiglia. Fue el cuarto de cinco hermanos. Sus padres, Anselmo Croese y Antonia Gazzo, eran campesinos. Giovanni, nuestra biografiado, tras pocos años de escuela, con un no excesivo entusiasmo de parte del pequeño, y con apenas siete años de edad, se pone al cuidado de una vaquita que garantizaba el sustento para su familia. Al paso del tiempo, ya más talludito, tomó parte en las faenas del campo dentro de las pequeñas parcelas de los Croese, que les suministraban aceite, vino y hortalizas.

Al interior de la familia se practicaba una honda devoción a la Virgen, Nuestra Señora, y a la Madre acudieron cuando Giovanni, con doce años, padeció una grave enfermedad, y fue llevado en peregrinación al santuario del Lago, próximo a Niza. El muchachito quedó profundamente golpeado por las tales circunstancias, y comenzó a frecuentar los conventos de franciscanos, poniéndose en contacto con un paisano suyo, fraile conventual, fray Giovanni, como él.

Se sintió de pronto llamado a la vida religiosa, maduró su vocación, y el 14 de octubre de 1822 fue admitido como terciario en el convento de Sestri Ponente con el nombre de fray Antonio. Pero la vida al interior del convento resultó serle casi más agitada que su propio ambiente familiar, cosa que no satisfizo a fray Antonio, deseoso de una pobreza más radical y un clima de meditación interior. Ello le lleva a vestir el hábito capuchino, pero antes tiene que huir de su convento, al serle negado el permiso para el cambio. Interviene en la fuga el capuchino padre Alejandro Canepa, conocido suyo.

Huyó de Sestri y fue acogido en el verano de 1824 en el concento de S. Francisco de Voltri con el nombre de fray Francisco María. Permanece aquí por espacio de tres años como postulante. Se distingue por un espíritu de caridad que lo llevará a "dar a los pobres su comida, contentándose él con las sobras que encontraba", según un testimonio. Pero tales gestos no eran nuevos en su vida. Acompañaba a su padre a Mentone, en busca de alguna actividad comercial, y en un momento dado regaló su traje nuevo a un compañerito, lo que le valió una bofetada de parte de su padre. El niño, como respuesta, le ofreció el otro carrillo, y el padre no pudo por menos de abrazarlo y llenarlo de cariños.

La experiencia de Voltri completaba en realidad la habida en Sestri, y así, a finales del año de 1825, fray Francisco María, previa autorización del entonces vicario provincial, Antonio de Cipressa, iniciaba el año de noviciado en el convento-eremitorio de Santa Bárbara, en Génova. El 17 de diciembre tomaba el hábito característico del año de prueba, e iniciaba este período con tales ansias que su maestro tuvo que moderar sus primeros ímpetus espirituales. Sus compañeros de aquellos días recuerdan su bondad y afabilidad. Él había elegido ser un simple hermano laico, y, así, a ejemplo del Padre san Francisco prefería "andar los caminos de la humildad y la obediencia".

Pasado un año, emitía su profesión religiosa a manos del padre Samuel Bocciardo de Génova. Tenía apenas 21 años, pero su madurez espiritual convenció a sus superiores a destinarlo de inmediato al convento de la Concepción, con sede en Génova, el centro más importante de la provincia, donde residió ya hasta su muerte. El convento de la Concepción, amén de ser guardador de la más estricta observancia, acogía en su interior un conjunto variado de actividades: sede del gobierno provincial, enfermería, talleres para la elaboración del burdo paño para los hábitos de los religiosos, farmacia y asistencia sanitaria de cara al público, control del peso de la leña del monte de la Concepción etc. El recién llegado fue pasando de uno a otro oficio como humilde aprendiz de enfermería, cocina, de hortelano luego, sacristía, "siempre infatigable y eficaz", se dice en el proceso. Fueron cinco años sin relieve, sencillos, pero su modo de estar y de actuar en tales menesteres fue perfilando su modo de ser de tal manera que ya el año 1831 le encargan los superiores el oficio de limosnero, en relevo de fray Pío de Pontedécimo, ya cansado y achacoso. Comenzaba a nacer el más famoso limosnero de la provincia capuchina de Génova. Durante dos años se le ve atravesar el valle de Bisagno, de casa en casa, interesado en la vida de los campesinos, y delineando el estilo y método en su relación con las gentes a base de la palabra cálida eficaz, mucha fe, de paciencia, caridad, humildad y devoción.

El exitoso resultado de su acción limosnera en el valle de Bisagno impulsó al padre guardián a encargarle igual oficio en la ciudad. La gente, que había intuido ya su santidad, no se acostumbraba a permanecer en sus quehaceres sin la presencia del capuchino para todo, y así él, tras tomar parte activa y devota en las primeras eucaristías conventuales, se echaba a la calle con la alforja al hombro, siempre acompañado de un muchachito que cargaba el saquete en que recibir parte de la abundosa limosna que las gentes le obsequiaban. Había elegido a san Félix de Cantalicio como protector en sus andanzas ciudadanas.

No se podría contar la vida de nuestro hermano limosnero sin hacer mención también de la historia de la ciudad de Génova del ochocientos, cargada de tensiones, sobresaltos revolucionarios y sociales. Él escuchaba a todos, pequeños y grandes, en sus problemas cotidianos, y les brindaba su comprensión. Las "florecillas"nacidas en torno a la vida de fray Francisco María de Camporosso no cabían en las macetas de ventanas y balconadas de la ciudad de Génova, hijas de la tierra y los asfaltos de aquella ciudad portuaria, disparada a nuevo desarrollo. Sus principales interlocutores eran las madres de casa, los tenderos, la gente del mar, los cargadores del puerto, los niños, con sus mínimos problemas , los mercaderes que pedían luz en sus problemas, los enfermos que visitaba con harto esfuerzo de su parte, los encarcelados que clamaban por una mayor justicia etc. El Señor le iba enriqueciendo con carismas adecuados para aquel apostolado peculiar, anticipando incluso en ocasiones acontecimientos que se hacían realidad. Su fama superó los límites de la ciudad, más allá del ámbito ordinario de sus relaciones ordinarias, debiendo atender también a una densa y fatigosa correspondencia epistolar, casi toda, por desgracia, desaparecida.

Ya en el año 1840 nuestro humilde hermano había alcanzado cotas de popularidad tan significativas que sus superiores, de acuerdo con los otros religiosos limosneros, lo nombraron responsable de todos ellos, su guía y coordinador de sus labores. Cambió la alforja por el cesto trenzado por manos artesanas capuchinas. Estaba autorizado a recabar alimentos y medicinas especiales, incluso con posibilidad de entrar al área del puerto franco en que se expendían mercancías refinadas. Disponía en el convento de un depósito especial en el que guardar, ordenar, distribuir y administrar las limosnas, al tiempo que corría de su cuenta designar los sectores de la ciudad a los otros hermanos limosneros bajo su guía. Esta nueva responsabilidad privilegiada permitió al "padre santo", como era ya conocido en la ciudad, atender con más ayudas organizadas a los pobres, particularmente a familiares de los emigrantes a América y de los marinos, constreñidos a largos tiempos de ausencia y espera de las ayudas esporádicas de sus seres queridos. Entre sus bienhechores había protestantes, hebreos, no creyentes, que contribuían a gusto en su recolección, seguros de que el producto iba a ir a los pobres. Para ello estaba autorizado por los superiores, que tenían confianza en su prudencia y equilibrio, un dato que sirvió para superar las objeciones del proceso de beatificación.

Su piedad se alimentaba sobre todo en las despiertas noches silenciosas cargadas de oración, y luego, durante la jornada, en la plegaria salpicada aquí y allá, y, de paso, sus visitas a la Eucaristía en las iglesias de la ciudad; la meditación de la Pasión de Cristo, la oración litúrgica al interior de la comunidad. Su penitencia era constante: extremadamente rígido consigo mismo, dormía sobre las desnudas tablas, se alimentaba de cuscurros de pan reblandecidos en simple agua caliente; sus hábitos iban siempre bien zurcidos y apetachados; comía una sola vez al día y se aplicaba constantes disciplinas y cilicios. Estaba pronto a la hora de obedecer, siempre con libertad de espíritu y cuidadoso de ofrecer en torno de sí una santidad amable. Su espiritualidad adquiría ante las gentes que frecuentaba unos perfiles populares, espontáneos, de gran proximidad. Su ardor misionero le hacía exclamar: ¡Oh, quién fuera joven para ir a las misiones! Se preocupó mucho por el incremento de las vocaciones y estuvo cercano ayudando a las necesidades de jóvenes pobres agraciados con la vocación sacerdotal.

La iconografía popular nos muestra a fray Francisco María de Camporosso con figura esbelta, enjuta y austera, con la alforja al hombro o la cesta al brazo, acompañado de un joven ayudante en sus cuestaciones. Su preocupación por ayudar a cuantos encontraba en su diario camino mendicante hacía que, al regreso del convento, encontrara gentes necesitadas esperándole en convento con problemas que le superaba, y entonces estaba todavía la invitación a acercarse a la Madre de todos los necesitados. En el grupo escultórico que el pueblo de Génova hizo levantar a su honor, obra de G. Galleti, aparece fray Francisco María de Camporosso con un gesto de clara invitación amorosa a un vagabundo, una madre con su niño moribundo y un cargador del muelle invocando a nuestra Señora.

Los últimos años de su vida, a pesar de la grave enfermedad que interesó a sus piernas, nuestro hermano aumentó todavía más sus mortificaciones, y encontraba en su quebranto voluntario y en la enfermedad el venero de su sencilla espiritualidad. La iconografía más representativa del momento, diseñada y pintada por el padre Dodero y regalada a Pío IX, nos lo muestra en actitud de entregar su vida a favor de la ciudad de Génova. Y es que cuando en 1866 fue golpeada la región y la ciudad de Génova de la epidemia del cólera, ya imposibilitado físicamente fray Francisco María para atender a sus enfermos, ofreció su vida por la desaparición de la epidemia. Murió al tercer día de enfermedad, 17 de septiembre de 1866, y según fuentes de la época, el cólera comenzó a bajar su intensidad.

Su cuerpo, cubierto de cal, fue sepultado primeramente en el cementerio de Staglieno, donde, con suscripción popular, fue erigido un monumento; más tarde, en 1911, transferido a la iglesia del convento donde él vivió. Después de su muerte, sus devotos continuaron acudiendo a él, y comenzaron a atribuírsele intervenciones milagrosas. Concluídos los procesos informativos, el 9 de agosto de 1896, fue transferida su causa. El decreto sobre la heroicidad de sus virtudes fue firmado el 18 de diciembre de 1922. Pío IX lo beatificó el 30 de junio de 1929, y Juan XXIII lo canonizó el 9 de diciembre, a la conclusión del Concilio Vaticano II. La ciudad de Génova le ha levantado una estatua en la zona del puerto.

22 de septiembre
San Ignacio de Santhià ( 1686-1770)

Himno


Lorenzo Maurizio Belvisotti (Ignacio) nace el de 5 de junio de 1686 en Santhià, Vercelli, Italia.

El 1710 es ordenado sacerdote

El 24 de mayo de 1716 viste el habito capuchino e inicia el año de noviciado en el convento de Chieri, cambiando su nombre de bautismo por el de fray Ignacio.

Después del noviciado en Chieri, 11716-1717, y su profesión en Saluzzo ,1717-1721, es enviado al convento de Monte Torino, 1727.

El 31 de agosto de 1731 es elegido vicario de la comunidad y maestro de novicios.

En 1744, liberado del cargo de maestro de novicios, durante dos años, asume la capellanía de los soldados, en acción de guerra contra Francia, al tiempo que atiende a los apestados.

En 1746 vuelve a Monte Torino y es limosnero a favor de los más pobres y confesor muy solicitado.

Los dos últimos dos años,1768-1770,los pasa en la enfermería, siempre dispuesto a bendecir, confesar e impartir sus consejos.

Muere en la media noche del 22 de septiembre de 1770.

El proceso de beatificación se comienza de inmediato, y el 19 de marzo de 1827 León XIII declara la heroicidad de sus virtudes.

Pablo VI lo proclama beato el 17 de abril de 1988.



"El paraíso no ha sido creado para los apoltronados; por tanto, empeñémonos. Desdice de quien ha optado por una Regla austera, una excesiva preocupación por huir de los padecimientos, siendo así que el sufrimiento es propio del seguimiento de Jesús. Si el Sumo Pontífice de Roma nos obsequiara con un pedacito de la Santa Cruz, nos sentiríamos muy honrados por semejante deferencia, y la recibiríamos con suma reverencia y devoción. Pues bien, Cristo Jesús, Sumo Pontífice, nos envía desde el cielo una parte de su cruz mediante los sufrimientos. Llevémosla con amor y soportémosla con paciencia, agradecidos por semejante favor."

(Beato Ignacio de Santhià)


APÓSTOL DEL PIAMONTE

Lorenzo Mauricio, ese era su nombre de bautismo, fue el cuarto de seis hijos de la agitada familia de Pedro Pablo Belvisotti y María Isabel Balocco, nacido el 5 de junio de 1686 en Santhiá, Vercelli. Quedó huérfano de padre a la edad de siete años, y su madre lo entregó al cuidado de un piadoso y sabio sacerdote, pariente suyo. Pasó luego a Vercelli para atender a su educación superior, y fue ordenado sacerdote en 1710l. La admiración que pronto suscitó en torno de sí fue causa de que fuera requerido por la noble familia Avogadro como instructor de sus hijos, a los que se unieron otros jóvenes..

Con el fin de retenerlo para sí, su propia ciudad lo eligió canónigo y rector de la famosa colegiata de la misma localidad. A su vez, los Avogadro lo eligieron párroco de Casanova Elso, de cuya pedanía gozaban de jurisdicción. Entre tanto, don Belvisotti, constreñido por ambos beneficios, huyó un día a Turín y obtuvo del padre Provincial de capuchinos ser admitido como novicio.

-¿Cuál es la razón de su ruptura con una carrera tan prometedora de frutos espirituales? - objetó el Provincial.

- Padre, mi corazón no descansa sobre tales posibles triunfos. Siento dentro de mi un a voz que me dice: Si quieres encontrar la paz, debes hacer la voluntad de Dios a través de la obediencia.

Y de este modo, así, sencillamente, don Belvisotti se convirtió en fray Ignacio de Santhià, en el noviciado, un 21 de mayo de 1716. Su firmeza en el camino de la perfección, la observancia plena , presurosa, espontánea y alegre, al interior de la vida capuchina, le atrajeron la admiración hasta de los religiosos ancianos de aquella comunidad.

Después del noviciado, y tras la profesión solemne en Saluzzo, 1721, fray Ignacio fue requerido por los jóvenes de la comunidad de Chieri. En 1727 lo encontramos perfeccionando sus estudios teológicos para mejor encarar el oficio de sacristán y atención del confesonario en la iglesia de Monte Torino. En el capítulo provincial del 31 de agosto de 1731 fue nombrado vicario y maestro de novicios en Mondoví. A lo largo de catorce años, el Beato Ignacio firmó el acta de profesión de 121 nuevos capuchinos, algunos de los cuales fueron famosos en virtud y murieron en olor de santidad. Resultan conmovedores los testimonios de estos religiosos al expresarse en torno a la virtud de su maestro. El padre Ignacio sabía transmitir a los jóvenes la pasión por la observancia de la Regla y de las Constituciones. Sabía reducir con mano maestra a la unidad del amor las diversas prácticas religiosas de sus novicios devotísimos.

También es cierto que el amor tiene su rigor: el maestro era inamovible en el principio abneget semetipsum; pero precisamente aquí brillaba su talento pedagógico. Él sabía entusiasmar a los jóvenes en el camino de la virtud, en el ejercicio del sacrificio, no imponiendo jamás un acto de rigor sin que previamente fuese antes integrado en "el juego del amor", como él decía. Su enorme discreción y su ternura maternal le atraían la veneración irresistible de sus jóvenes discípulos en los caminos de la virtud. A un su novicio, luego misionero en el Congo, Bernardino da Vezza, impedido por una grave enfermedad oftalmológica a proseguir en su apostolado, le hizo, en acto heroico, la donación de sus propios ojos, contrayendo la enfermedad de su discípulo. Sanó el misionero, pero el maestro quedó afectado tan violentamente que se vio obligado a abandonar el cargo de maestro de novicios con harta pena de parte de la fraternidad. El padre Ignacio jamás se arrepintió de su ofrecimiento, ni se admiró tampoco de la enfermedad: "alguien tiene que llevar la cruz", decía. Liberado del cargo, jamás actuó como jubilado o pensionista, y continuó en Monte Torino con su empeño docente a los religiosos.

El padre Ignacio nunca fue un predicador oficial, pero cuando la obediencia le encargó la catequesis dominical a los hermanos no clérigos, y después el dirigir los ejercicios espirituales a la comunidad de Monte, no se arredró, y el éxito le acompañó de tal manera que entre sus oyentes se encontraban los mismos superiores, los predicadores y los maestros de teología. Una de los tandas de ejercicios espirituales anuales se la reservaba siempre para él, y era que su poder de convocatoria era tal que atraía el mayor número de asistentes, con la particularidad de querer repetirlos con él los que ya los habían hecho en la otra oportunidad, "alentados por el espíritu que hablaba por su boca". Lo hacía siempre con total libertad de espíritu, sin adulación, con respeto y verdad cara a los superiores, que lo consideraban como maestro. Sus observaciones practiquísimas eran tan oportunas, y tan sin acritud, que "curaban con provecho de todos". A quien en cierta ocasión le dijo que sus palabras cantaban bien a las claras e iban directamente a dar sobre la responsabilidad de los superiores, contestó: "Yo hablo de todos y de ninguno, y cuanto digo lo he leído previamente en el Crucifijo". Sus palabras no eran otra cosa que chispas del fuego que abrasaba su interior, y le movía a hacer mucho más de lo que proponía a sus hermanos, de modo que éstos le consideraban como uno "de los grandes del reino que primero ponen por obra lo que enseñan".

Fue el padre Ignacio durante veinte años el pábilo encendido sobre el candelabro, luz de doctrina y llama de caridad. Su predicación doméstica cesó dos años antes de su muerte, acaecida a los ochenta y dos años de edad. Cuando en 1744 fue exonerado del cargo de maestro de novicios, el Piamonte estaba en guerra contra Francia, y, a consecuencia de ella, llegó la peste la región. El rey de Cerdeña, Carlos Emanuel III, quiso que los capuchinos asumieran el cargo de capellanes del ejército, y el padre Ignacio, sin titubear, corrió a Asti, Alejandría, Vinovo, allá donde se exigía levantar un hospital de campaña. Casi durante dos años el exmaestro de novicios, adornado de altísimas virtudes, vino a hacer de buen samaritano con los heridos en los caminos sangrientos de la guerra, consolando y curando las llagas de los heridos en batalla.

Más de uno de sus hermanos religiosos cayeron también víctimas de la epidemia. En 1746 terminaron la guerra y la peste, y el padre Ignacio regresó a Monte Torino de los capuchinos, donde situaría el cuartel de su pacífica milicia seráfica, en síntesis heroica de todas las virtudes y la prodigiosa eficacia de sus bendiciones. Los pobres y los enfermos de Turín conocieron muy pronto el corazón del capuchino, que se echaba a las calles de la ciudad y acogía a cuantos se llegaban a él sin dar nunca señal de contrariedad alguna; sabían los pobres que el padre Ignacio estaba siempre pronto a acudir a los ricos con mano pedigüeña en su favor. Su prestigio bien ganado nunca le hizo volver con sus manos de vacío, y es que los mismos ricos se sentían honrados de colaborar con el santo como ministros de la divina Providencia. De esta manera, el pobre capuchino de Monte Torino colaboraba también a mantener viva en Turín la rica tradición de caridad y beneficencia tan honda en el alma piamontesa. Los modos de acercamiento del padre Ignacio a sus amigos necesitados eras muy diversos, y así, además del bocado imprescindible para los hambrientos, estaban también las bendiciones que siempre tenía prontas para sus enfermos, bien requeridas en el convento de Monte Torino por las gentes que se llegaban hasta allá, o que él mismo fletaba al aire como palomas al son de las campanas del Ángelus con dirección urgente al lecho del dolor de sus devotos, muy frecuentemente seguidas de efectos prodigiosos de rápida curación.

Durante más de veinte años fue el confesor más solicitado por los penitentes que se llegaban a la iglesia del convento. "Cazador y refugio de pillos y truhanes", lo llamaba el marqués Roero de Cortanze, que, a su vez, también lo frecuentaba; pero se sabía que caer en sus redes equivalía a quedar anegado en la misericordia de Dios. Personas ilustres como el cardenal Carlos Vittorio Amedeo delle Lanze, o el arzobispo de Turín, Juan Bautista Roero, lo honraban con devota admiración. Pero el padre Ignacio prefería el contacto con los pobres y los humildes. También los pillos tenían acogida en el reservado en que él atendía a penitentes especiales, sacerdotes, religiosos y sus hermanos de Monte Torino. Los frutos de aquellos encuentros sacramentales eran bien conocidos de todos. Se repetía como estribillo. "Quien quiera ser bien servido, acuda al padre Ignacio, capuchino".

El beato pasó los dos últimos años de su vida (1768-1700) retirado en la enfermería del convento de Monte Torino, sin dejar, por ello, de lado la atención al confesonario, sus bendiciones y sus consejos a cuantos se lo solicitaban.

Su vida aparecía como absorbida y transformada en aquel Crucifijo que miraba devotamente de continuo. En el penúltimo mes de su vida (agosto de 1770) fue sorprendido de pie, con los brazos en cruz, frente al Cristo doliente del altar, inmóvil y en levitación, actitud frecuente en sus coloquios con Dios, tan intensa, a veces, que sus hermanos se vieron obligados a sacudirlo para poder ser escuchados.

Fruto de esta conversación celestial, fue la permanente sonrisa característica de su vida y su aspecto siempre alegre y bondadoso. "Este padre tiene la gloria del cielo marcada en los rasgos de su rostro", se decía de él. Sería injusto añadir: a pesar de su constante penitencia; y es que su gozosa expresión le nacía precisamente de la continua y amorosa ascesis penitencial. "Este valle de lágrimas, - dice su exnovicio, padre Jacinto de Pinerolo, - parecía transformarse en jardín de delicias, ya que se mortificaba y encontraba aliento en el dolor por lo mucho que amaba". Este gozo suyo era fruto del espíritu, y era así mismo genuina muestra de la perfecta alegría franciscana, que el beato no dejó de inculcar a las personas melancólicas, lacrimógenas, de ánimo escrupuloso: "laetari et benefacere, - canturreaba a los tales -, y echa al vuelo, como pájaros, alegremente tus pesares".

La agonía, como no podía ser de otro modo, la aceptó radiante. "Padre guardián, se lee que algunos santos temblaron ante la muerte; yo, en cambio, me encuentro tan tranquilo que temo confiar en demasía; tenga la caridad de darme al respecto algún consejo". La voz del representante de Dios le tranquilizó. Sonaba la media noche del 22 de septiembre de 1770, y a la invitación de superior: "Ponte en camino, alma cristiana....", el padre Ignacio, como respondiendo a la invitación, inició el último viaje de su vida.

Su fama de santidad y los numerosos milagros a él atribuídos hicieron abrir de inmediato el proceso de beatificación. Fue introducido el proceso apostólico en 1782. El 19 de marzo de 1827, León XIII proclamaba la heroicidad de sus virtudes, y el 17 de abril de 1966 el papa Pablo VI procedía a su solemne beatificación.


23 de septiembre
San Pío de Pietrelcina

(1887- 1968)

Himno

Francisco Forgione (Padre Pío) nació en Pietrelcina el 25 de mayo de 1887.

Vistió el hábito capuchino en Morcone, en enero de 1903, y en enero de 1907 emitió la profesión solemne.

En 1908, por motivos de salud, dejó el convento.

El 10 de agosto de 1910 fue ordenado sacerdote en la catedral de Benevento, y el 17 de febrero de 1917 regresó definitivamente al convento, incorporándose al de Santa Ana de Foggia.

En septiembre de 1916 se trasladó a San Giovanni Rotondo, donde vivió hasta su muerte.

El 20 de septiembre de 1918 recibió los estigmas.

Entre los años 1922 y 1923 el Santo Oficio actuó contra el Padre Pío, y en 1931 se le privó de la facultad de ejercer el ministerio sacerdotal.

En 1933 pudo celebrar de nuevo la misa en público.

En 1947 comienzan los trabajos de construcción de la "Casa Alivio del Sufrimiento", que fue inaugurada el 5 de mayo de 1956; y, al mismo tiempo, se funda los "Grupos de oración".

En 1960 se dictan nuevas restricciones en relación al Padre Pío, que se levantan en 1964.

El 23 de septiembre de 1968, a las 2,30 de la mañana, muere el Padre Pío y desaparecen los estigmas.

Enseguida se abre su causa de beatificación, de forma oficial el 20 de marzo de 1983.

El 20 de enero de 1990 concluye el proceso.

El 2 de mayo de 1999 el Papa Juan Pablo II lo declara Beato.

El 16 de junio de 2002 el mismo Papa Juan II, ante una multitud de fieles nunca vista, lo declara Santo en la Plaza de San Pedro, en Roma.

Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo? Yo no soy capaz de algo que no sea tener y querer lo que quiere Dios. Y en él me encuentro descansado, siempre al menos en lo interior, y también en lo exterior, aunque a veces con alguna incomodidad. Jesús se escoge algunas almas, y, entre ellas, en contra de mi total desmérito, ha elegido también la mía para ser ayudado en el gran proyecto de la salvación humana. Y cuanto más sufren estas almas sin alivio alguno, tanto más se mitiga los dolores del buen Jesús. Éste es el único motivo por el que deseo sufrir cada vez más y sufrir sin alivio; y en esto encuentro toda mi alegría.

(Padre Pío de Pietrelcina)

LA LIBERTAD DEL EVANGELIO

Hasta la televisión va sobre seguro con él: precisamente al comienzo de la Semana Santa de este año [2000] un film sobre su vida ha conseguido índices de audiencia que envidian los partidos de fútbol más esperados, y actores y actrices no se avergüenzan de confesar que el Padre Pío los ha revuelto provocando en sus vidas cambios evidentes. No haría falta decir esto: en una época en la que se multiplican los proyectos y programas pastorales - con resultados no siempre satisfactorios - con la esperanza de estimular a los hombres a la búsqueda de Dios, el Padre Pío es cada día más buscado y precisamente por aquellos que, por mucho tiempo, no han querido oír hablar de Dios, y mucho menos de los sacerdotes y de sus asuntos.

Francisco Forgione, molisano, nacido en Pietrelcina, en el barrio del Castillo, el 25 de mayo de 1887, llevaba en el DNA el carácter fuerte y sincero, incluso rudo, de su gente: de aquella gente probada - sobre todo entonces - por los fríos del invierno y los calores del verano, acostumbrada a sufrir en silencio, a decir la verdad sin fijarse en quién está delante, a reconocer en la gente pobre la grandeza de un hijo de Dios. Aquel carácter, a veces áspero, que, con el tiempo, apareció también en el confesonario y que, trabajado por la gracia, le habría capacitado para llamar a cada cosa por su nombre, sin respetos humanos, y sin preocuparse por el grado de aceptación que iba a obtener. Carácter fuerte que heredó de sus padres, dotados también del don de la ocurrencia fácil y jocosa, expertos en narrar historias, y capaces de congregar en un instante a su alrededor un público curioso y atento: el padre, Grazio María, emigró a América (del Sur y del Norte) en busca de trabajo; María Josefa ("mamá Pepa") quedó sola y obligada a cargar sobre sus hombros el peso y la responsabilidad de la familia.

Francisco vistió el hábito capuchino en enero de 1903 - todavía joven, como era frecuente en aquel entonces, y desde aquel momento será para todos fray Pío de Pietrelcina -; hizo el noviciado en Morcone; comenzó después los estudios de filosofía y teología, con el deseo de recibir la ordenación sacerdotal; en enero de 1907 emitió la profesión solemne. En 1908, por motivos de salud, no tuvo más remedio que abandonar la vida conventual; continuó por su cuenta los estudios, y el 10 de agosto de 1910, fiesta de san Lorenzo (¿presagio del prolongado martirio que había de afrontar a lo largo de su vida?), fue ordenado sacerdote en la catedral de Benevento; siempre por motivos de salud, continuó viviendo con su familia hasta el año 1916, en contacto vivo con el mundo de su infancia y adolescencia, y en sintonía perfecta con la gente, a la que hablaba en el dialecto de su tierra.

El 17 de febrero de 1916 regresó definitivamente (ya lo había hecho por períodos breves durante los años de "exilio") a la vida conventual, destinado a la comunidad del convento de Santa Ana de Foggia. En estos años ya se había formado en torno a él una familia espiritual, cada vez más numerosa, a la que atendía por medio de diálogos, exhortaciones y, sobre todo, de una muy densa comunicación epistolar, interrumpida unos años después para cumplir las decisiones de la Autoridad eclesiástica. En septiembre de 1916 se trasladó "temporalmente" a San Giovanni Rotondo, para respirar un poco el aire de montaña, beneficioso para su salud; pero la Providencia tenía planes distintos y San Giovanni Rotondo se convirtió en "su" convento, donde permaneció ininterrumpidamente hasta su muerte, durante cincuenta y dos años, si excluimos el período del servicio militar y otros breves intervalos de tiempo.

El 20 de septiembre de 1918 recibió los estigmas, que llevó en su cuerpo hasta la muerte. Él mismo, un mes más tarde (el 22 de octubre), en carta a su director espiritual, Benedicto de San Marco in Lamis, contó aquel suceso extraordinario: "Estaba en el coro, después de la celebración de la santa misa, cuando me sentí invadido por un reposo semejante a un dulce sueño. Todos los sentidos, internos y externos, y las mismas facultades del alma se encontraron en una quietud indescriptible. [...] Y mientras acaecía todo esto, me vi delante de un misterioso Personaje". Cuando éste se retiró, el Padre Pío se dio cuenta de que sus manos, los pies y el costado "estaban atravesados y manaban sangre". El Personaje que se le había aparecido era el mismo que, mes y medio antes, el 5 de agosto, le había producido la transverberación, es decir la herida en el costado.

Fenómenos extraordinarios que, sin duda, aumentaron la fama del Padre Pío, pero que le trajeron un sin fin de problemas: entre los años 1922 y 1923 fue objeto de las primeras providencias del Santo Oficio, que declaraba no constar la "sobrenaturalidad de los hechos", y que obligaba al religioso a no celebrar la misa en público y a no responder - ni personalmente ni por medio de otros - a las cartas que le llegaban. En el año 1931 se le privó de la facultad de ejercer cualquier ministerio (se le permitía sólo celebrar la misa en privado). Sólo en 1933 se le permitió celebrar de nuevo la misa en público y, al año siguiente, se le restituyó la facultad de confesar. En 1960, una nueva visita apostólica impuso al Padre Pío nuevas restricciones, pero, en 1964, el cardenal Ottaviani comunicaba que podía de nuevo ejercer libremente su ministerio.

En 1947, cuando estaban abiertas todavía las heridas de la guerra, comenzaban los trabajos para la construcción de la "Casa Alivio del Sufrimiento", inaugurada el 5 de mayo de 1956 en presencia del cardenal Santiago Lercaro (Pío XII, el 18 de mayo de 1956, la llamaba "uno de los hospitales mejor dotados de Italia") y, al mismo tiempo, al arrimo espiritual de la "Casa Alivio del Sufrimiento" nacían los "Grupos de oración", presentes hoy en todo el mundo. "Sin la oración - decía el Padre Pío - nuestra "Casa Alivio del Sufrimiento" es un poco como una planta a la que se le priva del aire y del sol". La fama de este fraile austero, a veces poco complaciente con sus visitantes, sobre todo cuando no descubría en ellos las disposiciones necesarias para un verdadero camino de conversión, crecía cada vez más: grandes multitudes (peregrinos anónimos, personajes del espectáculo, hombres de cultura...) llegaban hasta San Giovanni Rotondo después de recorrer esperanzados aquel camino - hoy desaparecido - que durante siglos había sido poco más que una semidesierta senda de mulos.

Cuando el 23 de septiembre de 1968, a las 2'30 de la mañana, el Padre Pío se encontró definitivamente con su Señor, creyentes y ateos se dijeron convencidos que había muerto un santo. No hubo que esperar mucho tiempo para iniciar el camino canónico para la declaración oficial de su santidad: el 4 de noviembre de 1969 comenzaba el proceso de la Causa de su beatificación; el 20 de marzo de 1983 se abría oficialmente la recogida de testimonios sobre la vida y virtudes del Siervo de Dios, y el 21 de enero de 1990 concluía la fase diocesana del proceso; en 1998 recibió el voto favorable el milagro del que fue la beneficiada María Consejo de Martino, de Salerno; el 21 de diciembre de 1998 Juan Pablo II publicaba el decreto sobre la veracidad del milagro y fijaba la fecha de la beatificación para el 2 de mayo de 1999; en aquel día cientos de miles de peregrinos llegaron a Roma para participar en la ceremonia, y millones y millones de personas, en todo el mundo, siguieron la celebración en directo por televisión, confirmando, una vez más, la enorme veneración de la que es objeto el Padre Pío, tanto en Italia como en el extranjero.

¿Qué decir, como resumen, de un hombre del que se han escrito más de 200 biografías, de un hombre que supera todos los índices de audiencia cada vez que la televisión le dedica un programa, que ha provocado la conversión de tantos hombres y mujeres del cine y del espectáculo? El cardenal Lercaro, poco después de la muerte del Padre Pío, dijo de él: "Callaré los hechos extraordinarios que tanto han influido para atraer sobre el humilde fraile del convento de San Giovanni Rotondo la atención del mundo: los estigmas, el perfume misterioso, los carismas de profecía y de conocimiento de los corazones...; ni los niego ni los afirmo, los dejo al discernimiento y al juicio de la Iglesia; y pienso con san Pablo que no son estos dones del Espíritu los que motivan la grandeza, porque, como todos los carismas, dones gratuitos que el único Señor distribuye como quiere, son dados para el bien del cuerpo místico, es decir de la comunidad eclesial, de la que Cristo es el Señor". El purpurado abría así, con tono humilde y sencillo pero lúcido, y con una observación plenamente franciscana, una conferencia sobre el Padre Pío, cuyos destinatarios eran los frailes, los miembros de los Grupos de oración y los admiradores y devotos del religioso desaparecido.

En el fondo, casi ocho siglos antes, Tomás de Celano, en su Vida de San Francisco, al excusarse de no haber insistido demasiado en los milagros obrados por el de Asís, ¿no había recalcado que éstos - los milagros - no hacen la santidad sino que más bien la manifiestan? ¿Y no lo habían dicho también León, Rufino y Ángel, compañeros de Francisco, en la carta que, en el año 1246, dirigieron al ministro general, Crescencio de Jesi, con la que acompañaban sus recuerdos sobre la vida y las gestas del santo fundador y padre? Ahora que la Iglesia ha reconocido oficialmente su santidad, en una jornada que fue realmente apoteósica, quisiera también yo - dejando en segundo lugar los hechos prodigiosos que han conquistado al Padre Pío una "clientela mundial" (Pablo VI) -, detenerme en algunos aspectos, quizás menos conocidos y menos subrayados, porque son precisamente ellos los que, a mi juicio, manifiestan la fuerza de este humilde hijo de Francisco, signo evidente del extraordinario florecer de la santidad, con la que, en todo tiempo, la familia seráfica, en la variedad de sus obediencias y de sus órdenes, enriquece a la Iglesia de Dios.

Ante todo, el Padre Pío fue el hombre del confesonario, que dedicó tantísimo tiempo a ese delicado ministerio, para el que estaba dotado de una excepcional capacidad de discernimiento; le bastaba una sencilla mirada para captar las verdaderas disposiciones del penitente y penetrar hasta el fondo de los pliegues del alma, intuyendo con frecuencia allí dramas ocultos, antiguas culpas cuidadosamente ocultadas, dudas atroces y profundos interrogantes. Realmente sabía leer en el corazón de cada uno y aplicar con decisión el bisturí a la llaga, como sólo saben hacerlo los hombres de Dios, los que actúan únicamente por la gloria de Dios y el bien de las almas. No hay duda de que no era hombre de fáciles descuentos, convencido como estaba (¿se le puede culpar por ello?) de que París no vale una misa.

Profundamente enamorado de Dios, fue un hombre libre, inmune al influjo del respeto humano, hasta el extremo de manifestarse a veces poco educado o incluso agresivo: no tenía contemplaciones con nadie, decía a todos lo que les tenía que decir; y, si debía hacerlo, atendía a la mujer más humilde aunque se le hubiese anunciado la visita de una princesa de sangre real que, como consecuencia, tenía que esperar pacientemente su turno. Esto es lo que sucedió el 12 de febrero de 1942, cuando la princesa María José llegó con toda reserva a San Giovanni Rotondo, acompañada de dos damas de su corte. El guardián comunicó al Padre Pío tan ilustre visita, pero él, entregado a las confesiones, continuó con tranquilidad su trabajo. En el fondo, ¿no había hecho lo mismo san Buenaventura de Bagnoregio cuando hizo esperar a los enviados del Papa que le traían el nombramiento de cardenal porque estaba ocupado - él, ministro general, en lavar los platos? Sin embargo, a pesar de este precedente tan ilustre, algún problema debió tener el Padre porque se sintió obligado a justificarse ante su superior de Foggia: "Pido humildemente perdón - escribía a los tres días de este suceso - si he hecho esperar a la princesa María José, porque antes que ella estaba una mujer del pueblo, una pobre campesina que viene a veces a confesarse conmigo. Tiene que encomendar el cuidado de sus hijos, de tierna edad, a una vecina, y su corazón está en vilo por estas criaturas inocentes que esperan minuto a minuto el regreso de su mamá. Es cierto que las dos son madres, que las dos tienen sus preocupaciones, pero no podía dejar a una madre para correr hacia la otra. Tanto más cuanto que las dos se han acercado al Señor, y el buen Jesús abre los brazos a todos, también a aquellos que esperan y saben esperar". ¡Extraordinario el candor y admirable la libertad de los santos!

En fin, el Padre Pío amó por igual a Cristo y a la Esposa de Cristo, la Iglesia romana, a la que consideró siempre su madre, aun cuando le hizo sufrir amargamente, y pudo descubrir arrugas en su rostro. Cuando algunos de sus devotos - que han hecho más mal que bien a la persona del Padre Pío y a la causa del Reino -, movidos por un celo excesivo, habrían querido oponerse abiertamente a las decisiones de Roma, él reaccionó rápidamente, sin preocuparse siquiera de moderar la aspereza de su carácter: "Desde el silencio profundo de la celda - escribía el 2 de abril de 1932 al obispo de Manfredonia, mons. Andrés Cesarano - oigo, de un tiempo a esta parte, el eco de voces siniestras que giran en torno a mi pobre persona. Estoy muy disgustado por la conducta indigna de algunos falsos profetas, que además se dicen míos. He llegado a amenazarlos [...] para detener su falso entusiasmo y llamarlos al cumplimiento de cuanto había dispuesto el Santo Oficio". Hijo auténtico de Francisco de Asís, también él cultivaba "una fe grande en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana".

Es cierto, pues, que en la vida del Padre Pío se han repetido, una vez más, y de forma extraordinaria, las maravillas de los santos: personas que "no nacen por casualidad, ni vienen por equivocación, sino que son "signos" en el lugar y en la época en que viven, y "profecía" de Dios, es decir, sus jueces y sus instructores para nuestra vida y nuestro futuro. Son, por tanto, un "don" de la gracia: y con los dones de Dios no se juega. Hay que hacerse dignos de esos dones y acoger su valor y su significado para el tiempo que nos es dado vivir" (G. Chiaretti) ¿Seremos capaces de hacerlo?

Félix Accrocca

NOTA. Esta semblanza, escrita por el sacerdote profesor e investigador del franciscanismo, don Felice Acrocca, fue redactada cuando el Padre Pío era Beato, para la edición del libro en italiano el año 2000. El 16 de junio de 2002 el Beato Pío de Pietrelcina era declarado, en la Plaza de San Pedro, San Pío de Pietrelcina. Allí estábamos presentes. Nunca se había juntado en aquella Plaza una multitud tan ingente. Al final de la celebración, el Papa comunicaba que la memoria litúrgica de San Pío de Pietrelcina se celebraría el 23 de septiembre. La memoria del "Padre Pío" es memoria obligatoria para toda la Iglesia en el Missale Romanum.

Rufino María Grández


26 de septiembre

Beato Aurelio de Vinalesa
y
compañeros, mártires

Himno

El 11 de marzo del año 2001, domingo II de Cuaresma, el Papa Juan Pablo II dio el título de Beatos a 233 mártires de la persecución religiosa acaecida en España el año 1936. Su memoria ha sido asignada para el Calendario litúrgico de la Conferencia Episcopal Española para el día 23 de septiembre, con el título de: Beatos José Aparicio y compañeros, mártires.

En este grupo figura 12 capuchinos, pertenecientes a la provincia religiosa de Valencia; y también cinco Clarisas Capuchinas. La Orden celebra la memoria de los 12 Beatos mártires Capuchinos el día 26 de septiembre, y el día 25 de octubre celebra la memoria de las Clarisas Capuchinas, la Beata María Jesús Massiá Ferragut y compañeras, vírgenes y mártires (como se verá en su lugar).

Presentamos, pues, la semblanza del grupo de nuestros hermanos mártires.


1. Beato Aurelio de Vinalesa (1896-1936)

El grupo de mártires capuchinos valencianos está encabezado por el Beato Aurelio de Vinalesa, formador de jóvenes capuchinos y profesor de teología.

José Ample Alcaide, conocido en la Orden Capuchina como padre Aurelio de Vinalesa, nació en dicho pueblo el 3 de febrero de 1896. Fueron sus padres don Vicente Ample Cataluña y doña Manuela Alcaide Ros. Era el tercero de siete hermanos.

A los doce años ingresó en el Seminario Seráfico de la Magdalena (Masamagrell, Valencia). Después de completar los estudios de latín y humanidades inició el noviciado, en el mismo convento de la Magdalena, donde emitió la profesión simple el 10 de agosto de 1913. Fue trasladado al convento de Orihuela, en el que, después de terminar los estudios de filosofía, emitió la profesión solemne el 18 de diciembre de 1917. Posteriormente fue destinado al Colegio Internacional de San Lorenzo de Brindis, en Roma, para completar y perfeccionar estudios de Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Fue ordenado sacerdote en la basílica de San Juan de Letrán de Roma, el 26 de marzo de 1921, junto con el Beato Buenaventura de Puzol.

Al terminar sus estudios, regresó a la Provincia, donde los superiores le nombraron director de los estudiantes de filosofía y teología, en el convento de Orihuela, cargo que ocupó hasta la fecha de su martirio. Se entregó de lleno a la formación teológica y espiritual de los jóvenes capuchinos. Era además profesor en el seminario de San Miguel, de Orihuela, y colaboró con la naciente Acción Católica. Se dedicaba a la predicación, dirección de tandas de ejercicios espirituales, atención al confesonario y a la Tercera Orden Franciscana. Visitaba a los enfermos pobres y aprovechaba cualquier circunstancia para fomentar el espíritu religioso.

En su vida espiritual destacó por su amor a la Eucaristía, la Santísima Virgen y San Francisco. Fomentó entre los jóvenes capuchinos el conocimiento de las enseñanzas de San Luis María Grignion de Monfort, que tenían una especial resonancia en la provincia capuchina de Valencia, y la devoción a la Madre de Dios, bajo el título de Reina de los Corazones. Quienes le conocieron le recuerdan como hombre comedido, educado, amable, sonriente, atento, ecuánime, dispuesto siempre a las tareas propias del religioso y sacerdote. En su vida y actividad encarnó el espíritu de la Orden Capuchina.

Al dispersarse la comunidad de Orihuela, el padre Aurelio hizo gestiones para que los jóvenes capuchinos pudieran llegar a casa de sus familiares. A principios de agosto consiguió un salvoconducto para poder llegar a Vinalesa. Ya en su pueblo natal se dedicó a rezar, escribir y dar ánimos a los demás para soportar la persecución. Escribía a sus amigos y hermanos ausentes, pues presentía su muerte y la de otros muchos, y quiso orientar de esta manera la conducta de los que sobreviviesen a la persecución. A una hermana suya religiosa le aconsejaba gran fidelidad a Dios en su vocación religiosa. Pocos días antes de su martirio escribía así a un sobrino suyo seminarista: «Serás un sacerdote... que viva del espíritu de fe, que haga lo que haga grande o pequeño (según las selectas gracias que Dios te concediere) lo refieras siempre a Dios con la más pura intención de agradarle, buscando en todas tus obras el amor de Dios».

El 28 de agosto, a las 3 de la mañana, llegaron los milicianos a la casa donde se encontraba el padre Aurelio. Preguntaron si había allí un fraile, a lo que respondió: «El fraile soy yo». Le ordenaron que los acompañara, lo cual hizo sin oponer resistencia. Junto con otros católicos del pueblo, fue conducido al barranco de Carraixet, en el término municipal de Foyos. El padre Aurelio solicitó permiso para hablar a sus compañeros, les exhortó a bien morir, les hizo recitar el acto de contrición y les dio la absolución sacramental. Después añadió: «Decid todos fuerte: "¡Viva Cristo Rey!"». A estas palabras siguieron los disparos, que acabaron con sus vidas. El relato de los impresionantes últimos momentos del padre Aurelio lo debemos a uno de los apresados junto con él, a quien los ejecutores dieron por muerto.

La fama de religioso y sacerdote entregado y bueno de que gozó en vida el padre Aurelio se vio acrecida al conocerse su heroico comportamiento en el martirio. Sus restos reposan en el convento de Santa María Magdalena de Masamagrell.



2. Beato Ambrosio de Benaguacil (1870-1936)

En el padre Ambrosio de Benaguacil (Luis Valls Matamales) tiene el grupo de los mártires capuchinos de Valencia al religioso y sacerdote plenamente dedicado a su ministerio, que previó la persecución y consideró una dicha contarse entre los mártires.

Nació en Benaguacil (Valencia) el 3 de mayo de 1870. Sus padres fueron don Valentín Valls Poveda y doña Mariana Matamales Querol, labradores de profunda vida cristiana. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento. Ya desde pequeño asistía al rezo del rosario en la iglesia parroquial. A los veinte años vistió el hábito capuchino en el convento de Santa María Magdalena de Masamagrell (Valencia), donde tuvo por maestro de novicios al Siervo de Dios padre Francisco de Orihuela, ante el que emitió la profesión simple el 28 de mayo de 1891. Sin duda el padre Francisco inculcó en él el amor a la Virgen María, a la que dedicó después el padre Ambrosio algunos de sus escritos. Emitió los votos solemnes el 30 de mayo de 1894 en Sanlúcar de Barrameda. Unos meses después, el 22 de septiembre, fue ordenado sacerdote, y celebró su primera misa en el convento de Sanlúcar. Los superiores le destinaron a los conventos de Masamagrell, Alcoy, Orihuela, Orito, Ollería, Totana, Alzira y, de nuevo, Masamagrell.

En el convento se mostró siempre atento cumplidor de sus obligaciones, y nunca se le vio ocioso. Como sacerdote se dedicó sobre todo a la atención a quienes acudían a él para confesarse y a la dirección espiritual. Al no dedicarse de una manera preferente a la predicación, procuró contribuir a la evangelización a través de sus escritos, entre los que destacan la divulgación de temas franciscanos, marianos y catequéticos. Entre sus publicaciones se señalan también las destinadas a la Tercera Orden Franciscana, así como la novena a Nuestra Señora de Montiel, patrona de Benaguacil, que alcanzó varias ediciones. Durante varios años redactó el calendario de las celebraciones litúrgicas. Muy apreciado por religiosos y seglares, era inteligente, sencillo, humilde, caritativo e ingenioso. Muy agradecido. Toda atención para con él le parecía excesiva y se contentaba con muy poco.

Previó claramente los acontecimientos que no tardaron el verificarse, y exhortaba a todos a que estuviesen preparados para el martirio. En sus últimos años confesaba semanalmente en Vinalesa. Unos meses antes de la persecución predicó en dicho pueblo un sermón, por el carnaval, que conmovió a todos. Habló con claridad de la inminencia de la persecución religiosa, y dijo: «No quedará nada. Hay que estar preparados». Al disolverse la comunidad de Masamagrell, se dirigió a Vinalesa, donde residió hasta la noche de su martirio. A sus bienhechores les decía: «Vendrán por mí y me matarán, pero yo quisiera tener un martirio bien glorioso».

Llegó la hora del sacrificio. Era el 24 de agosto de 1936. A las 10 de la noche un grupo de milicianos cercó la casa donde se hallaba el padre Ambrosio. Preguntaron por el forastero que estaba en casa, y al oírlo el padre Ambrosio bajó y se presentó ante ellos. Le registraron y le quitaron todas las cosas que hallaron en su habitación. Entre empujones y palabrotas le ordenaron que fuera con ellos al comité, donde estuvo una hora. Después le ordenaron subir a un coche, que salió en dirección a Valencia. Al día siguiente un conocido reconoció su cuerpo, junto con el de otros cuatro. Tenía un orificio en el pecho, a la altura del corazón. Sus restos fueron depositados en una fosa común del cementerio de Valencia.

El padre Ambrosio gozó de fama de buen religioso en vida, y fue modelo de caridad y fe inquebrantable en el martirio.


3. Beato Pedro de Benisa (1877-1936)

La predicación elocuente y popular de la Palabra de Dios, la catequesis y la entrega al ministerio sacerdotal en todas sus facetas fueron las características que distinguieron al Beato Pedro de Benisa.

Nació en dicho pueblo, provincia de Alicante y diócesis de Valencia, el 13 de diciembre de 1877. Sus padres se llamaron don Francisco Mas y doña Vicenta Ginestar. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento, con el nombre de Alejandro. Era el menor de cuatro hermanos.

Vistió el hábito capuchino en el convento de Santa María Magdalena de Masamagrell el 1 de agosto de 1893, emitiendo su profesión simple el 4 de agosto del año siguiente, y la solemne el 8 de agosto de 1897, en Orihuela. Recibió la ordenación sacerdotal el 22 de diciembre de 1900, y celebró su primera misa solemne en el convento de Ollería. Pasó la mayor parte de su vida en el convento de santa María Magdalena, de Masamagrell.

La vida del padre Pedro transcurrió dentro de los cauces marcados por el ritmo de la vida conventual. Hombre afable, se dedicó a la catequesis de los niños y atención a los seminaristas, así como a la predicación y atención al confesonario. Fomentaba entre los jóvenes la vida cristiana y la frecuencia de los sacramentos, inculcándoles también la obediencia y el respeto para con los padres y superiores. Se le recuerda como hombre pacífico, alegre, veraz, callado, obediente, humilde y observante de las leyes de la Orden. De corazón generoso, hacía los favores que estaban a su alcance. Era muy querido en el pueblo de Masamagrell. Ya antes de 1936 sufrió algunas vejaciones por ser religioso, que soportó con paciencia.

Al ser disuelta la comunidad de la Magdalena, el padre Pedro fue acogido sucesivamente por dos familias de Masamagrell. Dándose cuenta del peligro que corrían él y quienes le habían acogido, les exhortaba a que rezaran mucho y a que estuvieran preparados, entregándose en las manos de Dios. Les decía que no lloraran, pues cuando Dios lo permitía era porque les convenía. Durante este tiempo oraba intensamente, a veces arrodillado en el suelo. Al despedirse de una joven, bendiciéndola le dijo: «Si no nos vemos más en la tierra, hasta que tú vengas al cielo».

Varias veces fue su cuñado a recogerlo para llevarlo con él a Vergel, a lo cual accedió finalmente para no comprometer a la familia que le había acogido. Al trascender su presencia en el pueblo, fue llamado al comité local para prestar declaración, dejándolo al día siguiente en libertad. De nuevo en casa de su hermana, se preparó al martirio. A su hermana le repetía en aquellos días: «Si vienen por mí, ya estoy a punto». En el bolsillo llevaba lo que se llamaba el «testamento», en el que manifestaba ser católico, apostólico y romano, que deseaba vivir y morir como tal, y ser enterrado en cementerio católico y con hábito de fraile menor.

A los pocos días, hacia la medianoche del 26 de agosto de 1936, unos milicianos se presentaron en casa de su hermana preguntando por él, y se entregó sin ofrecer resistencia. Con gran serenidad, antes de ser sacrificado dijo a sus verdugos: «Esperaros un poco, quiero abrazaros y daros un beso. Os perdono a todos; no sabéis el bien que me vais a hacer». De madrugada, después de sufrir burlas y tortura, catorce balas segaron su vida en La Alberca, entre Vergel y Denia. Sus restos reposan en el convento de Santa María Magdalena de Masamagrell.


4. Beato Joaquín de Albocácer (1879-19369)

Nacido en Albocácer (Castellón) del matrimonio formado por don José Ferrer y doña Antonia Adell el 23 de abril de 1879, fue bautizado al día siguiente con el nombre de José. Educado en la fe cristiana, al poco de tomar la Primera Comunión, que según la costumbre del tiempo recibió a los doce años de edad, siguió la llamada de Dios que le impulsaba a ser sacerdote y religioso ingresando en el Seminario Seráfico de Santa María Magdalena de Masamagrell (Valencia). Vistió el hábito capuchino en el mismo convento, recibiendo el nombre de fray Joaquín de Albocácer, el 1 de enero de 1896, y profesó el 3 de enero del año siguiente. Cursó la filosofía en el convento de Totana, la teología en Orihuela, y de nuevo volvió a La Magdalena para completar los estudios de moral. Emitió la profesión solemne el 6 de enero de 1900, y fue ordenado sacerdote por el obispo de Segorbe el 19 de diciembre de 1903.

Pronto lo destinaron los superiores a las misiones de Colombia. Siendo superior del convento de Bogotá culminó la reconstrucción de la iglesia, que desde entonces se dedicó con más intensidad a la adoración perpetua diurna de la Eucaristía, e impulsó la revista «Vida Eucarística». Más tarde gestionó para dicha iglesia la construcción de una custodia monumental, que sería labrada en unos talleres de Valencia. Siendo superior de la comunidad del Rosario, en Barranquilla, hizo construir la iglesia del Carmen de la misma ciudad. Después de esta primera etapa colombiana regresó a España, donde, como superior del convento de Orihuela, impulsó la devoción a la Virgen de las Tres Avemarías, cuya Archicofradía fundó en 1925. El mismo año fue destinado nuevamente a Bogotá, esta vez como superior regular, y al término de este servicio fue llamado de nuevo a la provincia, donde se le confió la dirección del Seminario Seráfico de la Magdalena.

Como formador de jóvenes religiosos (fue profesor de teología en Orihuela, vicemaestro de novicios en Ollería, y finalmente director del Seminario Seráfico de La Magdalena) y como superior, destacó por su espíritu franciscano, su amor a la Eucaristía y a la Santísima Virgen, y su devoción a San José. Se conservan las breves notas que tomaba con ocasión de los ejercicios espirituales anuales, y en ellas se pone de manifiesto su interés por su propia vida espiritual, y la responsabilidad con que tomaba los cargos confiados por los superiores.

Siendo director del Seminario Seráfico sobrevino la persecución de 1936. Marchó con un grupo de seminaristas a Rafelbuñol, donde fue acogido en casa de una familia. Allí continuó su vida como religioso, escuchando incluso las confesiones de quienes acudían a la casa, y siempre con la confianza puesta en Dios. Los cabecillas de Rafelbuñol urdieron un plan para deshacerse del padre Joaquín sin quedar ellos directamente implicados. El 30 de agosto, hacia las nueve de la mañana, se presentaron en la casa dos milicianos. Preguntaron por el fraile, que se presentó inmediatamente, y le convencieron para que les acompañase a Albocácer. Sea porque efectivamente comprendió que estaría más seguro entre sus familiares, o porque vio que humanamente ya nada podía hacer, accedió a acompañar a los milicianos, quienes le condujeron hasta la casa de su familiar don Francisco Sales, en Albocácer. Prepararon una buena comida para los recién llegados, pero el padre Joaquín no pudo tomar nada. Después pagó a los milicianos el combustible y les agradeció sus servicios.

Al poco se presentaron otros milicianos preguntando por él. Se despidió de sus familiares diciendo: «Adiós, hasta el cielo». A la altura del km. 4,8 de la carretera de Puebla Tornesa a Villafamés fusilaron al padre Joaquín. Los restos del mártir fueron llevados a una fosa común del cementerio de Villafamés, donde esperan la resurrección de la carne.


5. Beato Modesto de Albocácer (1880-1936)

El 18 de enero de 1880 nació en Albocácer (Castellón) Modesto García Martí. Fue bautizado al día siguiente de su nacimiento en la iglesia parroquial. Era el tercero de los siete hijos que nacieron en el cristiano hogar formado por don Francisco García y doña Joaquina Martí. Miguel, el hermano anterior a él, fue sacerdote de la diócesis de Tortosa y compañero en el martirio, y Encarnación fue religiosa en las capuchinas de Castellón. Todos los hijos recibieron de sus padres, junto con la fe, el amor a la Virgen María y a San Francisco de Asís.

Sintiendo la llamada de Dios ingresó en el Seminario Seráfico de La Magdalena de Masamagrell (Valencia). Allí comenzó más tarde el noviciado el 1 de enero de 1896, emitiendo la profesión simple el 3 de enero del año siguiente. Fue compañero suyo de noviciado su paisano Joaquín, igualmente mártir. Ambos emitieron la profesión solemne en Totana el 6 de enero de 1900, y fueron ordenados sacerdotes el 19 de diciembre de 1903. Cursó los estudios de filosofía en Orihuela, y la teología moral en Masamagrell. Fue destinado a la Custodia de Bogotá en 1913, donde desempeñó los cargos de consejero y superior de la casa de Bogotá. Al regresar a España fue nombrado guardián de Castellón en 1926 y en 1929, y del convento noviciado de Ollería en 1935.

Su ministerio sacerdotal consistió sobre todo en la atención al confesonario, la predicación al pueblo y en la dirección de tandas de ejercicios espirituales, siendo muy apreciado por los sacerdotes que asistían a los mismos. Como superior se distinguió por la prudencia en el desempeño de su cargo y la caridad en el trato con los demás. De carácter afable y bondadoso, se preocupó también de buscar vocaciones para la Orden.

Al ser disuelta la comunidad de Ollería, de la que era guardián, marchó con sus familiares. Al llegar a casa de Teresa, su hermana mayor, encontró a su hermano Miguel, párroco de Torre de Embesora. Los dos hermanos se prepararon a acoger la voluntad de Dios sobre ellos, animándose mutuamente. Sabiendo que los sacerdotes de la parroquia habían sido expulsados sin que pudieran consumir el Santísimo Sacramento, hicieron lo posible para que alguien fuera a recogerlo. Finalmente pudo entrar en la iglesia la mujer del alcalde, que recogió las formas consagradas que habían sido profanadas arrojándolas al suelo, y las llevó a la casa de los hermanos García. Era el 8 de agosto. Aquella noche organizaron turnos de vela y adoración, y al amanecer del día siguiente recibieron la comunión, que a los dos hermanos les sirvió de preparación para el martirio.

Pocas horas después se presentaron unos milicianos en la casa, preguntando por el cura y el fraile, y les convencieron de que les convenía salir del pueblo para buscar un refugio más seguro. Así lo hicieron aquella misma noche, y llegaron a la finca llamada «La Masá», donde fueron acogidos y atendidos. Pasaron después a otra finca, donde estuvieron durante dos días, y después regresaron de nuevo a «La Masá». El día 13 de agosto, a primeras horas de la tarde, se presentaron unos milicianos preguntando a los de la masía por el fraile y el cura que tenían escondidos. Éstos se entregaron mansa y humildemente y sin protesta alguna. Se despidieron de la dueña de la casa suplicándole que comunicara a su hermana Teresa lo sucedido y que aplicaran misas por ellos, prometiéndole rogar al Señor por todos. Los milicianos les ordenaron, con malos modos, que caminaran delante de ellos. Aproximadamente después de un cuarto de hora, al llegar a un lugar solitario, los acribillaron a tiros por la espalda. Al día siguiente los llevaron en un carro al cementerio de Albocácer, donde los enterraron en una fosa junto con mosén Vicente Meliá, vicario de la parroquia y primo suyo.

Al exhumar los restos de los tres mártires se encontró en el cráneo del padre Modesto un grueso clavo. Los dos hermanos y su primo fueron hallados dignos de sellar con su sangre el sacerdocio que habían recibido. Su cuerpo está depositado en la iglesia parroquial de Albocácer.



6. Beato Germán de Carcagente (1895-1936)

José María Garrigues Hernández nació en Carcagente (Valencia) el 12 de febrero de 1895, y recibió el bautismo el mismo día. Fueron sus padres don Juan Bautista Garrigues y doña María Ana Hernández. El padre perteneció a diversas asociaciones religiosas y profesó en la Orden Tercera de San Francisco. De los ocho hijos del matrimonio, tres fueron capuchinos. Siguiendo los pasos de su hermano Domingo, José María ingresó en el Seminario Seráfico de La Magdalena de Masamagrell (Valencia), vistiendo el hábito el 13 de agosto de 1911. Emitió la profesión simple el 15 de agosto del año siguiente, y la solemne el 18 de diciembre de 1917. Fue ordenado sacerdote el 9 de febrero de 1919.

Después de la ordenación, los superiores lo dedicaron a la enseñanza. Su primer destino fue el convento de Totana, como profesor en el colegio de San Buenaventura. Posteriormente fue destinado al Seminario Seráfico de Masamagrell. Pasó luego a Ollería como vicemaestro de novicios, y finalmente a Alcira, donde residió los últimos diez años de su vida.

El padre Germán destacó por su carácter bondadoso y la afabilidad en el trato. Cuando fue vicemaestro de novicios dejó un grato recuerdo con su porte sereno y la sonrisa que siempre tenía en los labios. Atento cumplidor de sus obligaciones religiosas, expresaba en ellas el buen espíritu de que estaba animado. En Alcira, lugar que por más tiempo se benefició de su acción, tuvo a su cargo la escuela gratuita que acogía a los niños del barrio en el que estaba situada la residencia de los religiosos. Visitaba a los enfermos, procurando además socorrerles en sus necesidades materiales. Fomentó el culto en la capilla, atendiendo el confesonario y organizando una schola cantorum.

En febrero de 1936 la comunidad de Alcira fue disuelta debido al clima de inseguridad, y el padre Germán quedó incorporado al convento de Valencia. Dado el ambiente de persecución, el padre Germán comentó en una ocasión: «Si Dios me quiere mártir, me dará fuerzas para sufrir el martirio». Después de los sucesos de julio pasó a residir con su madre y una hermana en Carcagente. Allí se dedicó a la oración y a otros ejercicios de piedad, e incluso bautizó en la misma casa a una niña. Se mostraba tranquilo, pues no había hecho nada malo a nadie. Al advertirle el peligro que corría, contestó: «¿Qué cosa mejor que morir por Dios?». La persecución contra la Iglesia arreciaba. El templo parroquial y las iglesias de los franciscanos y las dominicas fueron pasto de las llamas, e incluso requisaron cuadros e imágenes religiosas de los domicilios para quemarlas en la plaza pública. Fueron asesinados muchos católicos de la ciudad.

La primera víctima fue el padre Germán. Al anochecer del día 9 de agosto se presentaron en la casa de los Garrigues tres milicianos para practicar un registro. El padre Germán les acompañó en la búsqueda. Al salir a la calle para quemar los cuadros religiosos que habían requisado, un vecino les dijo que el hombre que los había acompañado era un fraile. Regresaron a la casa y preguntaron por él, ordenándole acompañarles. Fue conducido al comité, y al cabo de una hora lo llevaron al cuartel de la Guardia Civil, que había sido convertido en cárcel. Al filo de la medianoche lo subieron a un coche, llevándolo al puente de la vía férrea sobre el río Júcar. Le ordenaron que se colocara sobre el puente, y entonces el padre Germán se arrodilló, habiendo besado antes las manos a los verdugos y perdonándoles. Hicieron fuego sobre él, y cayó malherido a un terraplén. Bajaron y lo remataron.

Al día siguiente el Juzgado de Carcagente ordenó levantar el cadáver, que fue conducido al Hospital Municipal, donde las religiosas que habían quedado allí como enfermeras lo reconocieron y limpiaron. En su rostro estaba dibujada la sonrisa que en vida le había caracterizado. Sus restos se veneran en el convento de Santa María Magdalena de Masamagrell.


7. Beato Buenaventura de Puzol (1897-1936)

En el Beato Buenaventura tiene el grupo de mártires de Valencia al intelectual que puso al servicio de la Iglesia su talento y selló con su sangre su consagración religiosa.

Julio Esteve Flors nació en Puzol (Valencia) el 9 de octubre de 1897. Recibió el bautismo al día siguiente de su nacimiento en la iglesia parroquial de los Santos Juanes, donde también fue confirmado. Era el sexto de los nueve hermanos que tuvo el matrimonio formado por don Vicente Esteve y doña Josefa Flors, padres de hondas convicciones cristianas que fueron los fundadores de la Adoración Nocturna en Puzol.

Desde su niñez sintió la vocación a la vida religiosa, y él mismo pidió ser capuchino. Ingresó a los once años en el Seminario Seráfico de La Magdalena (Masamagrell), donde vistió el hábito en 1913 y emitió la profesión simple el 17 de septiembre de 1914. Posteriormente emitió los votos solemnes el 18 de septiembre de 1917 en Orihuela, y fue ordenado sacerdote el 26 de marzo de 1921 en Roma. Obtuvo el grado de doctor en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Fue nombrado profesor de los estudiantes de teología en Orihuela, donde enseñó Filosofía y Derecho Canónico desde 1923 hasta 1935, año en que fue trasladado al colegio de San Buenaventura de Totana. Su último destino fue el convento de Santa María Magdalena, de Masamagrell, donde se encontraba en 1936.

El padre Buenaventura destacó en el claustro de profesores por su capacidad intelectual, demostrada en la enseñanza, en las conferencias culturales que dictaba, así como en la predicación. Era hombre de estudio, que empleaba sus conocimientos al servicio de la religión. De temperamento callado y bonachón, incluso de carácter algo tímido, manifestaba una gran educación y caridad en el trato con las personas de todas las clases. Resaltaba en él su gran humildad y mortificación.

Al ser expulsados los religiosos, el padre Buenaventura se trasladó a casa de sus padres en Puzol. Durante su estancia en el pueblo se mostró paciente y sereno. Rezaba diariamente el breviario, y el rosario en familia, dando después a besar la cruz. Recibía a algunas personas para oírlas en confesión. Dado el clima de persecución, solía hablar con sus familiares del martirio. Le habían asegurado que a él no le ocurriría nada, e incluso que necesitaban de él como profesor, pero sospechaba que sufriría el martirio debido a su condición de religioso y sacerdote. Estaba dispuesto a cumplir la voluntad de Dios. No quiso huir ni esconderse, a pesar de que un amigo de infancia le ofrecía su domicilio, cosa que no aceptó pues temía que como represalia asesinaran a su padre.

A los pocos días de empezar la revolución su familia fue expulsada de la casa en que vivía, por lo que pasaron a casa de una hermana viuda. A primeros de agosto tuvo que presentarse en el comité, donde estuvo preso por unos días. Cuando fue puesto en libertad sus familiares le preguntaron qué hubiera pasado si lo hubieran matado, a lo que respondió: «¡Qué dicha más grande conseguir la palma del martirio! Si hubiera muerto ya estaría en el cielo». Seguramente le racionaron el agua, porque dijo también: «Me he acordado mucho de los tormentos de la sed del Señor». No quiso esconderse ni huir. «Si me buscan -decía- , me entregaré».

El 25 de septiembre fue detenido y encarcelado su padre, y por la noche llegó la orden de que se presentara el padre Buenaventura y Gonzalo, el hermano menor, alegando que iban a tomarles declaración. A las tres de la madrugada del día siguiente, 26 de septiembre, junto con otros detenidos fueron obligados a subir a un camión, que les llevó al cementerio de Gilet. El padre Buenaventura reaccionó con gran serenidad. Preparó a sus compañeros para el martirio y les dio la absolución. En el lugar de la ejecución dijo a los esbirros: «Yo voy por la palma del martirio, pero a mi padre, que es viejo, dejadle». Inmediatamente dispararon sobre su padre, sin duda para que él lo viera, y a continuación lo fusilaron a él y a los demás. Los del pueblo daban a los familiares de los mártires la enhorabuena porque estaban en el cielo, lo que consideraban una gran dicha.


8. Beato Santiago de Rafelbuñol (1909-1936)

Hermanos en la sangre y en el martirio fueron los nueve hijos de don Onofre Mestre y doña Mercedes Iborra. En el cementerio de Masamagrell, muy cerca del pueblo que les vio nacer, recibieron la palma del martirio, aunque solo del padre Santiago, el sacerdote más joven del grupo de los capuchinos, se introdujo el proceso que ha conducido a la beatificación.

Salvador Santiago Mestre Iborra nació en Rafelbuñol (Valencia) el 10 de abril de 1909. Dos días más tarde recibió las aguas del bautismo. Era el séptimo de nueve hermanos, que pronto quedaron huérfanos. A los diez años de edad ingresó en el Seminario Seráfico de La Magdalena (Masamagrell), desde el que pasó al convento de Ollería para vestir el hábito capuchino. Profesó el 7 de junio de 1925; en el acta de profesión firma como testigo el padre Germán de Carcagente, vicemaestro de novicios, y después mártir. Los superiores decidieron dedicarlo a la enseñanza y a la formación de los jóvenes capuchinos, por lo que fue destinado al Colegio de San Lorenzo de Brindis, en Roma. Allí emitió la profesión solemne el 21 de abril de 1930. Dos años más tarde, el 26 de marzo de 1932, fue ordenado sacerdote. Después de obtener el grado de doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana regresó a España, residiendo durante unos meses en Orihuela. Fue destinado a Masamagrell como vicedirector del Seminario Seráfico, donde se dedicó por entero a la formación de los seminaristas, de los que era director el padre Joaquín de Albocácer, también mártir.

Como religioso se distinguió por su amor a la Virgen María, a la que dedicó su tesis doctoral y a la que estaba consagrado según la doctrina de San Luis María Grignion de Monfort, y por su interés por todo lo franciscano. Supo conjugar su carácter alegre y sencillo con la prudencia que exigía el cargo que le había sido confiado. Los frutos que se esperaban de su esmerada preparación quedaron truncados por su temprana muerte.

Al comenzar la persecución en 1936 se trasladó, junto con el padre Joaquín y un grupo de niños seráficos a Rafelbuñol, donde continuó su vida religiosa con la discreción propia de las circunstancias. Mientras estuvo en casa se mostró sereno y paciente; rezaba con frecuencia, e infundía confianza a todos los familiares. Como su presencia en el pueblo era conocida, fue obligado a trabajar como peón en la casa parroquial. La hostilidad contra los católicos se fue haciendo cada vez más insoportable. El 25 de julio fue ocupado el pueblo e incendiada la iglesia parroquial. Al igual que otros, el padre Santiago pasaba el día en los alrededores del pueblo, al que regresaba para dormir.

La noche del 26 al 27 de septiembre el pueblo fue rodeado por una muchedumbre de milicianos. El padre Santiago pudo salir, saltando las tapias de los patios de varias casas, y se dirigió a un huerto de naranjos, en el que se encontró con un sacerdote; juntos pasaron el día, con la conciencia de la gravedad de la situación, animándose mutuamente y rezando. Al anochecer se fue a buscarlo un tío suyo, para comunicarle que habían encarcelado a todos sus hermanos, según decían por no haberle encontrado a él, así como a otros católicos del pueblo. El padre Santiago decidió presentarse para librar a sus hermanos, pues no quería que pesara sobre su conciencia el haber sido pretexto para el asesinato de su familia. Como era de esperar lo apresaron, pero no por ello pusieron en libertad a sus familiares.

Durante su detención, previendo el desenlace de los acontecimientos, exhortaba a los detenidos a confiar en Dios, animándoles y fortaleciéndoles con su serenidad. Dirigía el rezo del rosario, y escuchó la confesión de los detenidos. El día 27 llevaron a un grupo de los detenidos, y la noche del 28 al 29 hicieron subir a un camión a los restantes, entre los que se encontraban el padre Santiago y sus hermanos, para llevarlos a Masamagrell. Al pasar por delante de la iglesia parroquial, gritaron: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen del Milagro!». Cuando poco después llegaron al cementerio de Masamagrell, donde fueron fusilados, se oyeron gritos de aclamación a la Virgen del Milagro. Sus restos descansan en la iglesia del convento de Santa María Magdalena.


9. Beato Enrique de Almazora (1913-1936)

Apenas hacía un mes que Fray Enrique había sido ordenado diácono, cuando se vio obligado a abandonar el convento. Esperaba recibir la ordenación sacerdotal, para la que se preparaba desde hacía años, pero Dios le tenía reservado unirse a la inmolación de Jesucristo de otra manera.

Nació fray Enrique en Almazora (Castellón) el 16 de marzo de 1913. Era el menor de los dos hijos que tuvieron don Vicente García y doña Concepción Beltrán. Horas después de su nacimiento recibió el sacramento del bautismo en la iglesia parroquial de la Natividad de Nuestra Señora. Su madre era una mujer muy piadosa, y el pequeño Enrique pasó su infancia entre la casa paterna, la escuela y la iglesia.

Ingresó en el Seminario Seráfico de Masamagrell, y, al acabar los estudios, pasó al noviciado en el convento de Ollería, donde emitió su profesión simple el 1 de septiembre de 1929. Fue destinado a Orihuela para realizar los estudios eclesiásticos, y allí emitió la profesión solemne el 17 de noviembre de 1935. Recibió la ordenación de diácono, y se preparaba para el sacerdocio. Durante los estudios, según la costumbre de los capuchinos, se dedicó a la catequesis de los niños en la huerta de Orihuela.

Fray Enrique se caracterizó por su gran deseo de entregarse totalmente al Señor. Desde el noviciado fue éste el ideal que informó los pocos años que pasó en el convento. Esta entrega total estaba fomentada por su espíritu de oración y su amor a la Eucaristía. Estaba muy bien considerado entre sus compañeros, que solían decir: «Si tiene que haber entre nosotros algún mártir, no será otro que fray Enrique».

Era de carácter jovial, y siempre se comportó correctamente. Tenía también un fuerte temperamento, pero sabía vencerse y se mostraba dócil a sus superiores. Vivió intensamente los votos religiosos que libremente había profesado, y se preparaba con esmero para el sacerdocio con el estudio y la oración. La participación en la Misa y la celebración de la liturgia de las horas fueron los pilares que sustentaron toda su vida espiritual. Cultivó además la música sagrada, para dar esplendor al culto divino, y se distinguía también en el canto. Era muy humilde, destacando por su conducta y sumisión.

En julio de 1936, al igual que los otros religiosos, tuvo que abandonar el convento de Orihuela para dirigirse a su casa paterna en Almazora. Allí estuvo el joven diácono unos pocos días, rezando y esperando en la bondad de Dios. Mostraba también un gran afecto a su sobrino, niño de pocos años. A pesar de las circunstancias se mostraba sereno y tranquilo, con una gran presencia de ánimo. A su madre le había dicho: «Yo estoy preparado para el martirio, pues Cristo también murió por todos nosotros».

A principios de agosto fueron a buscarle, pero su madre quiso negar su presencia en la casa. Fray Enrique, que había oído la conversación, salió y se entregó voluntariamente a los milicianos, quienes aseguraron que nada malo le ocurriría. Estuvo unos doce días encarcelado en el cuartel de la guardia civil, transformado en prisión. En este tiempo se preparó para la inmolación, animando a los abatidos. Un compañero de prisión le decía: «Que me maten a mí poco importa, pues ya he vivido mis años, pero a ti no te debe ocurrir, pues eres muy jovencito». A lo que él solía responder: «Cúmplase la voluntad de Dios», «Alabado sea Dios». Y añade el compañero de prisión: «Conservó siempre su carácter optimista, aun a pesar de que estaba convencido que le matarían. Todos los encarcelados teníamos formado el concepto sobre Fray Enrique de que estaba poseído de un candor angelical». En la cárcel había otros sacerdotes, entre otros el beato Juan Agramunt, escolapio, a quien martirizaron unos días antes. Los ejecutores, después de cometer sus crímenes, todavía se jactaban de ellos.

El día 15 de agosto sus familiares fueron a llevarle ropa, pero les dijeron que no le iba a hacer falta, porque iban a trasladarle a otro lugar. El día 16 de agosto le hicieron subir junto con otros cuatro detenidos a una camioneta que les llevó a la Pedrera o cantera de Castellón, los hicieron bajar y dispararon sobre ellos. Murió exclamando: «¡Viva Cristo Rey!». Su cadáver presentaba el rostro sereno que le caracterizó en vida. Sus restos reposan en la iglesia parroquial de Almazora.


10. Beato Fidel de Puzol (1856-1936)

El más anciano del grupo de los mártires capuchinos de Valencia fue Fray Fidel. Ni sus canas ni sus achaques fueron obstáculo a la hora de eliminarle. Era un fraile, y este fue el motivo que ocasionó su condena.

Nació en Puzol (Valencia) el 8 de enero de 1856. Al día siguiente de su nacimiento recibió el Bautismo, en el que le fue impuesto el nombre de Mariano. Sus padres fallecieron muy pronto, por lo que él se crió con una hermana de su madre. Su tía le transmitió la piedad, pero no pudo hacer lo mismo con las letras. Destinado desde pequeño a las faenas del campo, no tuvo ocasión de recibir formación escolar. Por lo demás es muy poca la información que poseemos de su infancia y juventud. Sí sabemos que durante su mocedad se alistó en las tropas carlistas.

La vida castrense no le satisfizo ni le podía llenar, por lo que llamó a las puertas del convento capuchino de Santa María Magdalena de Masamagrell, a los veinticuatro años de edad. Vistió el hábito en 1880, recibiendo el nombre de Fray Fidel de Puzol. El 14 de junio de 1881 emitió sus votos simples, que ratificó tres años más tarde por todo el tiempo de su vida.

En los conventos desempeñó diversos cargos, como los de portero y limosnero. También le encargaron de la cocina, y sabía condimentar bien las viandas que formaban la pitanza conventual. Algo sabemos de las estrecheces de aquellos tiempos; alguna vez faltó incluso el pan. Pero Fray Fidel se las ingeniaba bien. En Valencia, ya en los últimos años de su vida, todavía le quedaban fuerzas para atender las necesidades del Provincial.

Cultivó además el arte siempre difícil de la caridad fraterna. Era pacífico, para algunos incluso algo tímido, pero hacía lo posible por ser amable con todos. Su cualidad más notable fue sin duda su amabilidad, y a la caridad con todos añadía la sonrisa, que tan agradable hace a la persona y tantas situaciones tensas contribuye a suavizar.

Era hombre de oración. Horas enteras se pasaba en el coro o la iglesia. Siempre se le veía con el rosario en la mano, dice algún testigo, exageración más que evidente, pero que refleja su diálogo interior con el Señor y su entrañable amor a la Madre de Dios. Muy temprano, antes que los demás acudiesen al coro para la oración, ya se encontraba él allí.

Su figura recuerda la de los primeros capuchinos, en los que se aunaba la oración y el servicio, la observancia fiel de la regla franciscana con el amor fraterno. Atento, afable, bondadoso y cariñoso, limpio en su persona, y más en su alma, así era el Fray Fidel al que el Señor consideró digno de imitarlo en su muerte.

Cuando la comunidad de Valencia tuvo que abandonar el convento se trasladó a su pueblo. Fue acogido por unos parientes, pero él, dándose cuenta de que por su edad y por sus dificultades de visión podía suponer una carga además de un peligro para quienes le habían acogido, fue pasando sucesivamente a las casas de diversos familiares.

Su presencia en Puzol no había pasado desapercibida. Al atardecer del 27 de septiembre se presentaron en la casa donde residía para que acudiese al comité a fin de prestar unas declaraciones. Registraron la casa y habitación que ocupaba, y nada pudieron encontrar, fuera de la poca ropa que había traído del convento, y el alambre con el que hacía los rosarios. No eran ciertamente armas peligrosas. Esa noche la pasó en el comité, y de madrugada fue llevado en un coche camino de Sagunto. Al llegar al antiguo convento de la Vall de Jesús, le hicieron bajar y allí mismo lo fusilaron.

Fray Fidel, que nada había tenido en la tierra, tampoco tuvo al principio sepultura. Dos días después lo llevaron a Sagunto, para enterrarlo en una fosa común. Allí, enterrado en el seno de la hermana madre tierra, su cuerpo ha germinado para la eternidad.



11. Beato Berardo de Lugar Nuevo de Fenollet (1867-1936)

Sastre en el convento y limosnero por las calles de Orihuela, la figura venerable de fray Berardo en nada desmerece comparada con las de los primeros hermanos capuchinos.

Nació fray Berardo, al que sus paisanos conocen por su nombre de pila, José Bleda Grau, y más familiarmente, Pepet, en Lugar Nuevo de Fenollet el 23 de julio de 1867. Fue bautizado el 28 del mismo mes y año. Sus padres se llamaban José y Rosario. El ambiente familiar era eminentemente cristiano. Ya desde niño se despertó en Pepet la afición de rezar, que después desembocaría en una oración profunda. Recibió una formación escolar básica, que le permitió utilizar con cierta soltura la pluma, aunque pocas letras le eran necesarias para realizar las faenas del campo.

Frecuentaba la iglesia parroquial, donde fue colaborador del párroco en la catequesis de los niños. Su párroco le encomendó también el cuidado de los monaguillos. Aunque en su pueblo se conservaba bastante bien el espíritu cristiano, no le faltaron contradicciones. No todos comprendían su piedad y su apego a la iglesia, por lo que en alguna ocasión tuvo que sufrir alguna burla, que él sobrellevaba con paciencia y sin perder la calma. Sabía estar como uno más entre sus paisanos y amigos, pero no le gustaban las salidas de tono; era más bien amigo del retiro y la soledad.

Desde joven sintió la vocación a la vida religiosa, pero no se determinó a seguirla hasta los treinta y dos años. Le detenían sus obligaciones de hijo. Solo cuando su hermano Joaquín volvió del servicio militar, él vio que había llegado su hora.

Un día, solo con lo puesto, emprendió el camino hacia el convento de Ollería. Corría el año 1899. Poco después fue enviado al convento de la Magdalena, donde vistió el hábito y recibió el nombre de Fray Berardo de Lugar Nuevo de Fenollet. Comenzó el noviciado bajo la dirección del padre Francisco de Orihuela. Durante unos meses fue compañero suyo de noviciado Fray Pacífico de Valencia, que también alcanzó la palma del martirio. Emitió la profesión el 2 de febrero de 1901. Después de la profesión los superiores le destinaron al convento de Orihuela, donde permaneció durante toda su vida. Allí emitió el 14 de febrero de 1904 su profesión solemne.

Fue destinado a pedir limosna. Todavía se conservan como preciosa reliquia las alforjas, desgastadas por el uso y quemadas por el sol, en las que colocaba lo que las buenas gentes de Orihuela y su huerta le daban. Para agradecer la bondad de los bienhechores, solía repartir perejil del que se cultivaba en la huerta del convento. Le habían confiado además el oficio de sastre. Era modelo de religioso laico bueno, observante, sencillo y trabajador. Hablaba poco, pero no era huraño, sino porque conservaba la presencia de Dios.

Cuando los religiosos fueron expulsados de los conventos, fray Berardo, con 69 años, fue a su pueblo, donde fue benévolamente acogido por su sobrino. Él, que era hombre de oración, pasó aquellas semanas sereno y con buen ánimo, sin quejarse de nada, y deseaba sinceramente volver a su convento. Rezaba con frecuencia el rosario, y nunca pasó por su mente huir o esconderse. Los familiares recibieron el aviso de que, por el peligro de que alguien de fuera pudiera ir a detenerlo, convenía que saliese de casa. Pero fray Berardo, ciego y muy achacoso, prefirió ponerse en manos de Dios.

El 30 de agosto de 1936, a las once de la noche, se presentaron uno milicianos en la casa. Preguntaron por el fraile, porque querían que declarase. Fray Berardo les acompañó sin oponer resistencia. Se dirigieron hacia la carretera que va de Manuel a Benigánim. Al llegar a lo más alto del puerto de Benigánim lo hicieron bajar y sin mediar ninguna acusación concreta lo mataron a tiros en la cuneta de la carretera. Las autoridades de Genovés, en cuyo término municipal ocurrió el martirio, ordenaron el levantamiento del cadáver, que recibió sepultura en el cementerio de Genovés. Sus restos no han podido ser identificados.

Fray Berardo selló con su sangre su consagración religiosa. «Sea lo que Dios quiera», decía. Y Dios quiso que se asemejara a su Hijo en su muerte.



12. Beato Pacífico de Valencia (1874-1936)

Pedro Salcedo Puchades nació en Castellar (Valencia) el 24 de febrero de 1874. Era el segundo de los cinco hijos que tuvo el matrimonio formado por Matías y Elena. Recibió el sacramento del Bautismo en la parroquia de Castellar al día siguiente de su nacimiento.

Hijo de padres labradores, no tuvo tiempo ni ocasión de recibir formación escolar alguna. Fue hombre de duro trabajo en la huerta, que alimentaba su espíritu con la frecuente participación en las celebraciones de la iglesia parroquial. Pere el de la canal, como era familiarmente conocido, se caracterizaba por su piedad. Algo había en su interior que se traslucía en su mirada y su porte. Pedro buscaba algo más para su vida. Y le ayudaron en su búsqueda los capuchinos del convento La Magdalena de Masamagrell, adonde iba algunos domingos. Un acontecimiento inesperado fue el último empujón que necesitaba para tomar la decisión que venía madurando. Estaba trabajando en un molino, cuando se encontró un rosario. Uno de sus compañeros se lo arrebató de las manos y lo arrojó a la caldera, que explotó poco después, causando su muerte y la de otros obreros. Tanto le impresionó el hecho que resolvió pedir el ingreso en la Orden.

Al iniciar el noviciado, recibió el nombre con el que en adelante iba a ser conocido: Fray Pacífico de Valencia. Cuadraba bien con su temperamento este nombre. Recibió el hábito capuchino de manos del padre Francisco de Orihuela, y emitió la profesión simple en manos del padre Luis de Masamagrell, el 21 de junio de 1900. Unos meses antes se había incorporado al noviciado fray Berardo de Lugar Nuevo de Fenollet, que también ganó la palma del martirio.

Fray Pacífico, que recorrió muchas veces a pie los pueblos pidiendo limosna, fue destinado solamente a dos conventos: los de Orito y Masamagrell. En este último estuvo desde 1911 hasta su muerte. Los superiores le confiaron el oficio de limosnero, «que lleva consigo muchos peligros», como le decía su maestro de novicios. Recorrió los pueblos y los campos recogiendo lo que le daban para el sustento de los frailes y de los seminaristas seráficos. Fuera del convento procuraba edificar a todos con su conducta correcta y sincera. A la vuelta, por más cansado que estuviese, asistía a todos los actos de comunidad, y ayudaba en todo. Procuraba ayudar cuantas misas podía. Era su modo de manifestar el amor a Jesús en la Eucaristía y su respeto a los hermanos sacerdotes. Era además devoto de la Virgen María.

Al ser disuelta la comunidad de la Magdalena, se dirigió a su casa paterna, en la que vivía su hermano mayor, en Castellar. Se mantuvo sereno, y decía que seguramente irían por él y que le martirizarían, pero que estaba dispuesto al martirio. A un sobrino suyo le alentó diciendo: coge un crucifijo y apriétalo en tus manos y no tengas miedo a los perseguidores.

La noche del 12 de octubre se presentaron unos milicianos en la casa. Preguntaron por el fraile. Él, sin dudarlo un instante, respondió: «Soy yo». Le obligaron a ir con ellos, cargándole las alforjas que contenían rosarios y utensilios de su uso. Algunos vecinos fueron testigos de esta marcha. Fray Pacífico durante el camino rezaba en voz alta el santo rosario, mientras lo maltrataban con empujones, puntapiés y culatazos. Al llegar al azud de Monteolivete, junto al río Turia, fue fusilado. Allí mismo abandonaron el cadáver.

Al día siguiente, cuando unos familiares iban de madrugada al mercado de abastos, reconocieron su cadáver, que estaba a la vera del camino. Estaba tendido en el suelo, y estrechaba con la mano izquierda el crucifijo que tenía sobre el pecho. También se podía ver el escapulario. Tenía heridas en la cabeza, pero su rostro no estaba descompuesto, dando la sensación de estar dormido. Fue llevado al Cementerio General de Valencia, e inhumado en fosa común.

En el acta de su profesión simple se lee: «y no sabiendo escribir lo firmé con la cruz». La cruz fue la firma de Fray Pacífico, una de las pocas que hizo en la vida, preludio en este caso de su muerte martirial. La cruz, dibujada con trazo decidido, marcó su vida religiosa como capuchino, y fue la que le unió a la victoria del Señor resucitado.

28 de septiembre
Beato Inocencio de Berzo

(1844-1890)

Himno


Juan Scalvinoni (Inocencio) nace en Nardo Valcamónica, Brescia, Italia, el 19 de marzo de 1844.

Estudió en Lovere, Bérgamo, en el colegio municipal durante cinco años hasta 1861, año en que ingresó al seminario de Brescia.

El 2 de junio de 1867 es ordenado sacerdote.

Del 1867 al 1869 es vicario coadjutor en Cevo, Valsasione.

Después es nombrado vicerrector del seminario diocesano de Brescia, cargo del que es removido al año.

Es vicepárroco en su pueblo natal.

El 16 de abril de 1874 inicia el noviciado en el convento capuchino de la Anunciata.

El 29 de abril de 1875 emite su profesión de votos temporakes y es destinado al convento de Albino.

En 1876 retorna a la Anunciata y el 2 de mayo hace su profesión solemne y es nombrado vicemaestro de novicios.

Cuando se traslada la sede del noviciado a Lovere en 1879, queda en la Anunciata.

En octubre de 1880 va a Milán con el grupo de redactores de la revista "Anales Franciscanos".

En febrero de 1881 va a hacer una suplencia a Sabbioni de Crema y en junio vulve a la Anunciata.

En otoño de 1889 se le encarga dirigir los ejercicios espirituales a las comunidades de Milán, Albino, Bergamo y Brescia.

Se enferma gravemente en Albino y muere en la enfermería de Bérgamo el 3 de marzo de 1890.

El 29 de septiembre de 1890 trasladadas sus reliquias a su ciudad, Berzo.

Juan XXIII lo declara Beato el 12 de noviembre de 1961.

"Jesús es ofendido y me corresponde a mí no abandonarlo en su aflicción. El amor de Dios no consiste en alentar grandes sentimientos y sí en una gran desnudez y paciencia por amor de Dios. No existe medio mejor para salvaguardar el espíritu que sufrir, hacer el bien y callar. Desearé estar sometido a todos y tendré horror de ser preferido en lo más mínimo. Considero que soy tratado demasiado bien: y merecería lo peor porque tengo muchos culpas ante el Señor.

(Beato Inocencio de Berzo)


EL SER NADA POR AMOR

Don Juan Scalvinoni llevaba tres de años en el ejercicio de su sacerdocio cuando fue trasladado a Berzo como vicepárroco. Había sido ordenado sacerdote en Brescia por el obispo Jerónimo Verzeri el 2 de junio de 1867 y destinado inmediatamente a Cevo en Valsivore como coadjutor, pero a los dos años fue requerido en Brescia para asumir el cargo de vicerrector del seminario diocesano. Los puestos de autoridad le suponían un auténtico sufrimiento, tanto que al año era trasladado porque, se lee en el proceso de beatificación, "en cuanto al ejercicio de autoridad era menos que nada"; pero así mismo insuperable cuando se trataba de ayudar a un pobre o permanecer en oración, leer o estudiar.

Su madre, que lo había alumbrado hacía 26 años a Niardo Valcamónica el día de san José, 1844, porque lo conocía bien, tenía que estar alerta porque todo lo de casa podía desaparecer en cuanto llegaba un pobre a la casa, hasta un pollo pronto para ser servido. "Nosotros ya podemos comer mañana", decía el hijo con una calma que desarmaba a cualquiera, porque "debemos considerar a nuestro prójimo como recostado en el regazo del Salvador". Si no estaba confesando en la iglesia o atendiendo espiritualmente a alguna persona, o en otro ministerio sacerdotal, se lo encontraba en profunda oración cercano al altar o "distraído tras su larga oración en la sacristía con un artículo de la Suma de Santo Tomás". Algo dejaba traslucir a partir de su comportamiento que su mayor anhelo estaba cifrado en aspirar vehemente hacia lo más alto.

Al otro lado del valle, en la abrupta depresión montañosa, se recortaba el perfil del campanil del convento-eremitorio de La Anunciata, fundado en el cuatrocientos por el beato Amadeo de Silva, y habitado desde treinta años por un grupo de frailes capuchinos. Hacia allá miraban con nostalgia sus ojos y su corazón, sediento de interioridad y de silencio místico. Escribía en una de sus cartas: "La mayor necesidad que tenemos hoy es callar ante el gran Dios, tanto con el apetito como con la lengua, porque la palabra que él más a gusto escucha, es la palabra taciturna del amor".

Esta aspiración era el resultado de una fuerte experiencia cristiana crecida al interior de una humilde familia campesina entre Niardo y Berzo, donde el sufrimiento por la partida de los seres queridos (Pedro Scalvinoni, su padre, y su abuela murieron cuando Juanito tenía pocos años), acompañado de profundos sentimientos personales vividos con íntima reserva silenciosa, y el pudor y la nobleza de los pobres, era entrelazada con oraciones y devociones cristianas que venían de generaciones. Era la suya una fe concreta y fuerte, como las violentas montañas que rodeaban el pueblecito en el que nació.

El tío Francisco, que había hecho de padre para él, quiso que estudiara durante cinco años en el colegio municipal de Lovere, 1861. El contacto con sus maestros, hombres y mujeres de noble espíritu, determinó la orientación espiritual de su personalidad. Estaba adornado de una inteligencia vivaz (obtuvo las máximas calificaciones durante sus estudios), era diligente y aplicado en el trabajo, se preocupaba por los más débiles, le movía el deseo de servir y ser útil a los demás. Hacía el bien y le gustaba desaparecer de escena inmediatamente. Tenía auténtica pasión por la Eucaristía.

En lugar de continuar los estudios, que le fueron ofrecidos gratuitamente de parte de las autoridades académicas, ingresó en el seminario de Brescia, imponiéndose una severa disciplina espiritual, regulada por numerosas normas, sus "Horarios", encaminados a transformar todo en plegaria y vida interior. Aun siendo sacerdote seguía pormenorizando los pasos de su vida en su libreta de propósitos, empujado por el ansia de interioridad. El 16 de abril de 1874, a los treinta años de edad, con el consentimiento de su madre y de su obispo, subirá la cuesta de la Anunciata e iniciará el año de noviciado capuchino con el nombre de fray Inocencio de Berzo. Su biografía es de una desconcertante simplicidad. Tras su profesión religiosa es trasladado al convento de Albino. Permanece un año y vuelve a la Anunciata y emite allá su profesión solemne el 2 de mayo de 1878. Es nombrado vicemaestro de novicios. Duró poco. En 1879 se cambiaba la sede del noviciado a Lovere y queda fray Inocencio sin un oficio concreto la Anunciata.

El doctísimo superior provincial, amigo de Rosmini, padre Agustín de Crema, lo llama a Milán en octubre de 1880 para formar parte del grupo de redactores de la conocida revista Anales Franciscanos. A los cinco meses está cumpliendo una suplencia en Sabbioni de Crema, y ya en junio lo encontramos de nuevo en la Anunciata. Sus superiores y cohermanos se convencieron muy pronto de sus fracasos y lo abandonaron al aislamiento. Algunos llegaron a diagnosticar que padeciera un complejo de inferioridad, y sintieron por él una piadosa conmiseración. En realidad, él no hizo ningún esfuerzo para superar aquel sentimiento de su propia incapacidad y más y más se hunda en ella. La única actitud en la que perseveró fue la de seguir regalando a los pobres cuanto caía bajo sus manos. Ellos disfrutaban de su ingenua bondad.Frecuentemente regresaba de la cuestación con las alforjas vacías, porque a lo largo de su mendicación hacía realidad el dicho de fray Galdino, del mar, que recibía agua de todas las partes y la retornaba luego a los ríos.

Por fin, los superiores le encargan la predicación de los ejercicios espirituales en los principales conventos de la provincia: Milán, Albino, Bérgamo y Brescia. Llegará a concluir solamente los dos primeros, que llegaron a enfermarlo por la tensión nerviosa en que se desenvolvió. Mientras predicaba en Albino enferma gravemente y muere el 3 de marzo de 1890. Este ir y venir como un columpio en la vida caracteriza la biografía del beato Inocencio y da a su vida interior el ritmo de drama sagrado.

El padre Inocencio solo deseaba servir y ocupar el último lugar: "Hasta se había encorvado; se escondía en los rincones para pasar desapercibido". Escribía en su cuaderno: "Desearé estar sometido a todos y tendré horror de ser preferido en lo más mínimo. Considero que soy tratado demasiado bien: y merecería lo peor porque tengo muchos culpas ante el Señor". Esta manera de ser le causaba muchas humillaciones. Los hermanos no tenían excesivos miramientos y en ocasiones le hacían flecos, sobre todo por sus misas interminables misas que descomponían los horarios, a pesar de los tirones a la casulla para que aligerara las celebraciones eucarísticas. El permanecía como arrebatado por el Espíritu Santo y sus jaculatorias y silencios contemplativos se prolongaban sin fin. Su sed de expiación le hacía inventar mil maneras para sufrir y humillarse, y siempre tenía preparada su respuesta serena, y pronto a sonreírse de su propia impericia.

Los sacerdotes del valle de Camonica acudían a él en busca de consejo y les resolvía con precisión de doctrina y profunda intuición cualquier caso intrincado. Sin embargo, su astucia le hacía aparecer como un inepto. Un deseo inmenso de purificación y oración era el camino que él transitaba a fin de responder al Amor que no es amado, y esto le atormentaba de tal manera que hasta sus propios rasgos fisionómicos quedaron integrados por estas obsesiones. Por ejemplo el mal del pecado. Pregunta al teólogo oficial de la provincia "si el pecado venial puede infligir a Dios una ofensa infinita", y tiembla ante el solo pensamiento de poder cometer una mínima transgresión.

Su punto de atracción resulta ser el tabernáculo. Aquí, delante de la Eucaristía, encuentra todo su bien. No le bastan los ratos de oración de la comunidad. Los días no le eran suficientes. Encargado de limpiar el polvo de los bancos de la iglesia, se eternizaba en esa tal operación: limpiaba y volvía a limpiar. Cuando los otros terminaban, él seguía en su empeño. Le habían impuesto salir de la iglesia con los otros. Obedecía, pero luego, como paloma llorosa, daba vueltas y vueltas en torno a los muros de la iglesia y, si estaba ya cerrada la puerta, quedaba extático frente a ella. Descubrió un hueco de la biblioteca que daba a la iglesia, y desde entonces se pasaba el día entero estudiando, pero los libros permanecían abiertos. Era la suya una atracción irresistible y a un a nivel físico no podía vivir lejos del tabernáculo. Cuando pasaba las noches en silencio adorador ante el Santísimo, como le ocurrió una vez en la iglesia de Ossimo, donde había estado confesando, apareció de mañana con un rostro radiante y bello. según testimonio del párroco cuando llegó a abrir la iglesia.

Con la Eucaristía, a la vez, la cruz. Se eternizaba ante la contemplación del Crucifijo. Rezaba devotamente entre sollozos hasta ocho y diez veces el ejercicio del Vía Crucis. Y era apóstol de esta devoción. "Cuando alguien era sorprendido en el rezo del  Vía Crucis - declara un testigo -, se decía sin más qque el tal se habría confesado con el padre Inocencio".

Escribe el padre Hilarino de Milán: "A pesar de que su temperamento era tímido, con marcada tendencia a la sumisión, al anonadamiento y a andar siempre en la penumbra, arrinconado, paradójicamente, la acción divina no solo no eliminó esta inclinación psicológica a la minimidad y convicción de pequeñez, sino que retoma todo este complejo misterio humano para transformarlo en ejercicio de virtudes heroicas y en un estado místico".

Juan XXIII, que lo proclamó Beato el 12 de noviembre de 1961, lo definió como "un santo moderno para nuestro tiempo" ¿Pero cuál es el secreto de su vida simplicísima? Resulta difícil explicar esta "modernidad" en una semejante santidad. Inocencio, según palabras de Pablo VI: "dicen los biógrafos que tenía la cabeza hundida sobre el pecho, y que difícilmente se podía apreciar su mirada. Pero si miramos la realidad de esta alma, deberemos decir que tenía los ojos puestos en lo alto, porque su gravitación, - en la tierra la nuestra - se convertía en él en levitación".

El padre Inocencio es un santo que se nos escapa, que se nos esconde, siempre atormentado por el ansia de una interiorización mística, construida a base de vivir cercenando, dejado de lado, destruido para hacer sitio a un vacío cada vez más absoluto, siempre más querido y buscado; una "amorosa nada", como titula la escritora Curzia Ferrari la espléndida relectura biográfica del Beato, hacia una llenura de amor divino. Eliminado el todo, él puede decir de verdad, como San Francisco: "Mi Dios y mi todo". Aquí está el secreto profundo del "frailecillo del Berzo", como fue intuido por la gente sencilla del valle, que lo bautizó tan diminutivamente.































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