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Australia ante una manera distinta de enfrentar al fanatismo musulmán

El querer entender, y aun justificar al terrorismo islámico tras sufrir un atentado ha llevado a países como Estados Unidos y España a ceder sus libertades individuales en vez de detener, de tajo, la amenaza de quienes odian y quieren destruir a esas sociedades. Si Australia asume un juicio políticamente correcto. ello también afectará a su óptimo rumbo económico

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DICIEMBRE, 2014. Hasta un lunes por la mañana en que un tipo con barba negra y con turbante entró a una de las cafeterías más concurridas de Sydney, la ciudad más importante de Australia, este país se había salvado, casi milagrosamente, de sufrir un atentado terrorista. El sujeto, un tal Mna Haron, no solo tomó a 35 rehenes sino que los obligó a mostrar consignas islámicas en sus vidrios --tontería mayúscula, si la analizamos bien, como si el resto del mundo estuviera obligado a leer en árabe--, de llamar a la Jihad y de asegurar, para sorpresa de todos, que Australia también es territorio de Mahoma y será conquistado, finalmente fue abatido en el operativo aunque perecieron dos personas ajenas a los delirios de ese fanático.

La noticia, naturalmente, ha provocado un shock enorme en toda Australia, uno de los países más seguros de todo el planeta y que suele llevarla bien con sus vecinos u otras naciones beligerantes. Afortunadamente no se trató de un atentado como el ocurrido a las Torres Gemelas o en la estación de Atocha, en Madrid, pero su simbolismo es bastante alto: los habitantes de Sydney ya no se sentirán seguros en sus calles como hasta hace apenas unos días.

Ante esa circunstancia, lo peor que podrían hacer los australianos es, primero, dejarse dominar por el temor y, segundo, tratar siquiera de justificar lo que llevó a ese orate a cometer semejante atrocidad. Si los australianos saben enfrentar esta disyuntiva, le llamaran simplemente "loco", a este individuo, lo que realmente es, y no empleando eufemismos idiotas con tufo políticamente correcto como el de "militantes". El tipo era un terrorista, un enemigo de la libertad de que goza ese país, un loco fanatizado al que, afortunadamente, se liquidó sin contemplaciones. Sabía a lo que se arriesgaba y pagó la consecuencias.

Australia debe aprender de la experiencia de dos países que sufrieron sendos ataques terroristas y sucumbieron al espectro de la culpa. En el caso norteamericano, tras los atentados terminó por imperar la idea de que los terroristas eran una especie de "héroes" reivindicadores que desafiaron a la potencia imperial. En vez de realizar un análisis serio de lo que realmente dice y propone El Corán --cuando guste puede usted consultar ediciones en línea, en español y totalmente gratuitas-- se entró en absurdas discusiones y preguntas absurdas como "¿por qué nos odian?" (¿somos tan tontos que no nos hemos dado cuenta? nos odian por ser una sociedad libre), de justificar la acción con argumentos idiotas --véase, por ejemplo, Syriana, estelarizada por George Clooney-- de que el terrorismo islámico nace por la pobreza per se en vez de verlo como la invención de un grupo de radicales nacidos en hogares de clase media y con estudios universitarios en Occidente-- y, finalmente, creer en la falacia de que el multiculturalismo indiscriminado, que protegerá sus "usos y costumbres" y sin límites, aplacará a esos sujetos.

Otra lección que los australianos deberán aprender es a no hacer lo que España, que se dejó llevar por la incertidumbre del momento tras los atentados del 2003 y sacrificó su bienestar económico eligiendo a un político tan torpe como irresponsable que en menos de un decenio mandó al retrete a una economía que iba en franca alza y tenía, en el 2003, apenas un 3.5 por ciento de desempleados.

Los estadounidenses y los españoles le siguieron al juego de estos fanáticos y aún sufren los estragos. Hasta antes del 2001, aterrizar en un aeropuerto norteamericano y salir al estacionamiento o viceversa tomaba no más de 30 minutos dependiendo del número de pasajeros; hoy esa labor se ha burocratizado al punto que se requiere de entre hora y media y dos horas si bien le va. En Estados Unidos los terroristas han ganado la partida y lograron lo que se propusieron: es hoy un país con menos libertades individuales donde el Estado se ha comido espacios que antes eran exclusivos de la sociedad norteamericana.

Y todo por espantarse ante esos ataques terroristas en vez de indignarse pero, ante todo, evitar comprometerse para defender sus valores. Bien lo dijo Benjamín Franklin, uno de los más grandes políticos de la historia, hace más de dos siglos: "Aquél pueblo que por miedo cede sus libertades no merece, en primer término, haber recibido esas libertades".

En vez de culparse a sí mismos como desafortunadamente lo hicieron tanto españoles como norteamericanos --y en buen grado los británicos y los franceses-- los australianos deben unirse para defender su libertad, convencidos de que cualquier mañana de lunes podrán ir a una cafetería sin temor a que un loquito ingrese y los haga rehenes recitando sandeces con las que ellos nada tienen que ver. La inacción o, peor aún, el preguntarse qué está mal en su país, llevará a Australia a una virtual pérdida de lo más preciado con lo que cuentan, esto es, la libertad de ser australianos del modo en que se les pegue la gana.

Canadá sufrió un atentado en Toronto cuando otro (¡vaya coincidencias!) fanático musulmán, el primer ministro Stephen Harper evitó hacerle al Obama y lo llamó claramente un "acto terrorista" y prometió "defender nuestros valores, lo que somos, nuestra libertad", así sin ambigüedades. El primer ministro australiano Tony Abott debe hacer lo mismo.

Abbot debe entender que esos individuos odian la libertad, detestan que cada quien asista al servicio religioso de su preferencia, odian que en una sociedad como la australiana las mujeres estén logrando importantes progresos laborales, ven con envidia cómo los "infieles" son capaces de crear sociedades multiculturales sin acusaciones de "racismo" cuando hay empleo y oportunidades para todos aquellos que las busquen.

Los australianos deben recordar que esos fanáticos creen que aquellos que no están obligados a ir a La Meca, que les importa un cacahuate la sharia, que no golpean a sus hermanas porque responden al coqueteo de un cristiano, que no atacan ni incendian escuelas y que no amenazan con la muerte a quienes rechacen convertirse a su religión son infieles que no merecen vivir.

Esos fanáticos llegan a tierra ajena sintiéndose los dueños del terruño. No existe ligazón alguna entre Australia y la tierra del profeta. Sus destinos no podrían ser más distintos. Por tal razón ese chiflado se metió a una cafetería llena de inocentes, gente que nada tiene que ver sus sus delirios.

Si Australia quiere evitar caer en la vorágine de decadencia de otros países que han sufrido ataques terroristas, tendrá que abstenerse de escuchar a esos activistas políticamente correctos y a los multiculturalistas que exigirán "comprensión" y "silencio" ante las agresiones del fundamentalismo islámico. Deberán abandonar la idea de que el culpable es el agredido y no el agresor.

Si los hechos del lunes en esa cafetería de Sydney se toman como un reto ante la amenaza se ser menos libres, Australia saldrá fortalecida. De lo contrario, derrumbarán uno de los proyectos económicos más exitosos no solo del Pacífico sino del mundo. Habrán logrado entonces otra sonrisa, desde el infierno, por parte de Osama bin Laden y su más nuevo acólito que hoy la hace compañía.

 

 

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