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Perseguidor en la Jaula

 

Ahí afuera, en el vientre oscuro del potrero, una lluvia tenue se encargaba de congelarme hasta los recuerdos. El viento dispersaba el frío, me lo arrojaba en la cara, como si me odiara. Ni las luces de las estrellas que aparchonaban el cielo fueron capaces de iluminar un poco la oscuridad furiosa. Algo grande y misterioso se sentía en el ambiente; como si los vértices de la inmensidad nocturna se estuvieran abalanzando sobre esa pequeña área desolada en donde yo estaba. El miedo se me presentaba en cada paso, tan frío y oscuro como la noche misma.

Por eso corría, con toda la fuerza de mis pies. Tenía que salir de tanta oscuridad, de esta majadería negra de todos los días, recurrente y enloquecedora, como la disposición maldita de las puertas. Sin saber a donde ir, me deslizaba por la superficie húmeda del zacate, resbalando, cayendo y sufriendo...

Que lejos están los buenos días. El sol es una alucinación, la claridad meridiana, la brisa tenue que mueve los mechones de tu pelo y te los arroja sobre la cara, Carmen, en aquel verano del 78, que ya casi ni recuerdo. Solo me queda en la memoria la imagen salvaje de los colores del atardecer, de ese incendio que se cernía sobre nosotros, con una belleza tan contundente que más bien nos daba miedo. El instante mágico cuando todas las cosas cambiaban de color, se mimetizaban con el cielo, desde donde, como en el final de un conjuro, las cosas adquirían tamaños, formas y colores extraños, que quizás eran los verdaderos.

Te acordás Carmen, como te gustaba besarme a esa hora, en el parque, con el sol a punto de morirse, con esa claridad claudicando que nos dejaba en un instante indeciso donde nadie sabía que era que; donde la iluminación metálica del verano se desvanecía, sin fuerza ni valor. Te gustaba ver las flores, tomarme la mano, beberte el horizonte, ese horizonte incrédulo que nos quedaba al frente, como si fuéramos espectadores en el gran anfiteatro del mundo, o por lo menos de ese pedazo de mundo, arrancado sin piedad, nunca dispuesto ni para las obras de arte ni para la sordidez de los almanaques en las barberías.

Esa luz que nos cegaba, mientras nos prometíamos amor eterno, recordarnos siempre, nunca olvidarnos ni un detalle. Esa luz, de ese sol que vos decías que siempre, siempre iba a ser el nuestro, porque siempre iba a haber nosotros. Esa luz no la he vuelto a ver.

Solo el frío, este reputo frío que me estremece, que se me cuela por la cara congelada y se me distribuye como en cañería...

Fue entonces cuando los escuche. Corrían detrás de mí. Al principio pensé que huían también de la noche, hasta que me di cuenta que me perseguían. ¿Por qué?

Un día me di cuenta; desde que vos te fuiste se me acabó el sol. Quizás tenías razón, ese sol solo podía serlo con nosotros, no para uno ni para el otro. Por eso te vine a buscar, porque ya no soportaba el frío, ni la falta de luz, ni siquiera la tibieza de estos mediocres atardeceres que ya no mueven ni a los girasoles. Por eso te encontré, Carmen, después de tantos años, después de que se me habían perdido las coordenadas de tu cara. Cambiaste mucho, ya no sos la colegiala de enaguas cortas y de cintura breve. Ni tu pelo es el mismo, no se que pasó con la cascada esa que me prometiste un día, que llenaba mis ansiosas manos, con su voluptuosidad de seaa.

No sé que te pasó Carmen, pero vine a pedirte el sol, la luz, la alegría de correr por el zacate, no entiendo por que no me reconociste, como es posible que no supieras quien era.

Cuando me alcanzaron, al final de una de las eternas noches, me dijeron que venían tras de mí. Entonces, el frío se nos hizo más intenso, la noche más profunda y sólo la potencia de mi grito pudo romper en algo esa maldita complicidad. Me levantaron, burlándose de mí y me trajeron a este fin del mundo.

Ya vienen Carmen, no me creen, nunca lo han hecho. Vendrán de nuevo con esa comida asquerosa, con sus agujas, sus aparatos y sus estúpidas preguntas. No son capaces de entendernos. Dicen que vos no estás aquí, que te casaste, que tus hijos y que tu escuela. Que ya no te acordás de mi.

Que no es la luna, ni el frío, ni la noche, que la vida nos montó sobre caminos diferentes que se empezaron a alejar un día y que hoy no serían capaces de encontrar el regreso a su punto de partida, que tus días cambiaron y que no tienen campo ni para la nostalgia.

Yo sé muy bien que nunca me vas a dejar, a pesar de las mentiras y de la terquedad del frío, porque desde que estás conmigo nunca me ha faltado la luz a través de esta reja.

 

Rolando Durán Vargas
Costa Rica, 1996

 

 

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Copyright©  Rolando Durán Vargas. 1998.
Fondo de un mural de Diego Rivera, tomado de Internet.

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