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Las escaleras de incendio lagrimeaban, por el herrumbre de su esqueleto, las últimas gotas del aguacero. Verdaderas trampas en caracol que a la hora del crepúsculo daban una imagen surrealista a la miseria rampante del callejón. Sumida en ese vientre sucio, Natalia vio una sombra tambaleante que se dirigia hacia ella. Era jóven, estaba borracho y en la transparencia de su cara se reflejaba un temor visceral y nauseabundo.

Millones de cristales se rompieron en su estómago: sus ansias, sus deseos perdidos, su embarazo prematuro, ausente de todos los cálculos; su anhelo de beberse la vida en una noche sin resaca, todo fluyó en un remolino de sudor y lágrimas contenidas. La vida ese viscoso animal de pesadilla, nuevamente se le venía encima, contundente, sabedora de donde duele.

Frente a ella, su primer cliente, se soltó a llorar como un niño. Su aliento fétido de alcohol, lujuria y miedo martilló en su cabeza, rotundo e inapelable, como su futuro, como esa ventana que se abría en la boca profunda del callejón.

 

Rolando Durán. Marzo, 1998.

Fondo: Pintura de Paul Klee, tomado de la Internet 1
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