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DIÁLOGOS CON EL VIENTO

 

 

Alóo. Aaló. Alooó.

Un silencio obstinado, matizado por esos chillidos electrónicos obligados, fue la única respuesta que apareció en la línea. Con un gesto de malestar en la cara, el micro teléfono fue a dar a su base, con un sonoro quejido de campanas.

- Qué raro, es la segunda vez que llaman y no dicen nada!

Eduardo regresó a la sala de su casa y a la luz de una esforzada lámpara, continúo bebiéndo su cerveza. Sus amigos acababan de perderse en el frío de una madrugada sampedrina, y con el aturdimiento de la fiesta reciente se terminó durmiendo.

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Durante la ceremonia matutina, donde un café milagroso se encargaba de los primeros signos de despeje mental, el recuerdo de la voz apagada del día anterior acompañaba la placidez ritual del magro desayuno. Un par de platos solitarios lo acompañaban en la mesa y daban testimonio de un antiguo espagueti, muerto, sin pena ni gloria, el día anterior. El apartamento, en el tercer piso del condominio reflejaba los estragos de la fiesta recién terminada. Aún con lo eterno del tiempo marcado por el dolor de cabeza, los ruidos de lo cotidiano terminaron por absorverlo y la vida se instaló con su rutina, en toda la casa.

Entre el reflejo de los pensamientos que abrumaban esa mañana de goma, Eduardo recordó lo extraño de las llamadas. Podía haber sido una equivocación o bien algún vecino molesto, empecinado en hacerle difícil su cotidiana diversión. Sin embargo, había algo en ese terco silencio con que respondieron a sus aló efusivos. Era como decir algo a través de los gestos incógnitos, camuflados en el hilo telefónico. Era una comunicación de otra índole, desesperada y cruda.

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Horas más tarde, una secuencia de "rings" confirmó sus sospechas de todo el día. Parecía extraño, pero había estado esperando esa llamada con una ansiedad difícil de explicar. Un perfil ambiguo se forjaba en su mente. Una dama joven, con un rostro triste se le aparecía de pronto. Deseaba conocerla, que le hablara, aunque fuera en su fresco lenguaje de silencio.

Sumandose a su molestia, de nuevo solo obtuvo la metálica respuesta de de los hilos de cobre. Sin embargo, creyó adivinar la ansiedad y la tristeza de su hipotética amiga. En ese lejano instante, tomo conciencia de la urgencia del mensaje cifrado, de esa especie de manuscrito en una botella que le estaban lanzado al otra lado de la línea y que no sabía, todavía traducir. Una vez más, su silencio particular se apagó y no le quedó más remedio que colgar el teléfono.

- Debe llamarse Alejandra. No sé por qué, pero estoy seguro.

Para Eduardo, las tardes revestían una especial nostalgia. Había algo en la suavidad del viento y en la calidez de los colores. Era como si un extraño fantasma se ocultara y soplara en su oído unos mensajes más difíciles de comprender que los de su nueva amiga. Sacó su cara por la ventana, como implorándole al viento que le trajera los recuerdos, que rompiera la distancia y lo hiciera volver por su camino. Como otras veces, dedicó muchas horas en su culto a la ventana, en su necia observación del movimiento de la calle, de la aburrida movilidad de la ciudad.

Sumido en la búsqueda de un recuerdo perdido, lo sorprendió el repiqueteo del teléfono. Curiosamente, su corazón aceleró de súbito sus palpitaciones. Sin entender por que, sus manos comenzaron a sudar y un miedo desconocido se alojó en todo su cuerpo.

- Aló…estas ahí, verdad. Ya lo sé.

Pese al silencio que le respondía, por un momento creyó escuchar un sonido lejano, difícil de identificar, pero suficientemente claro, suficiente sonido para su recien adquirida capacidad de escuchar.

- Aló, Alejandra.

- Ya sé que estás ahí. Si no querés hablar no importa, igual te escucho. Quedate más tiempo en el teléfono. Por favor…

- Sabés, me hacía falta hablar con vos. Bueno … escucharte … eh… enfín … como sea que se llame este martirio que estamos haciendo.

El silencio terco era la única respuesta. Una tremenda desesperación lo invadió. Le pedía auxilio, lo sabía. Podía sentir en la obstinación de la llamada el sudor, el esfuerzo terrible por articular una palabra, por enviar esa señal que la iba a salvar del pozo de la soledad en la que estaba. Estaba sufriendo, sufriendo mucho.

Las manos de Alejandra, su Alejandra, se crispaban en el teléfono, era Eduardo, la voz de Eduardo, su compañero, su salvador. Un tenue rojo comenzaba a invadir su rostro… boqueadas desesperantes eran el único resultado de sus intentos de hablar. En ese momento, toda la fuerza que le había abandonado durante tantos años de sufrimiento se le agolpaban simultáneas y la atragantaban, se le morían en comienzo de la boca.

- Te quiero sabés. No se como ni porqué. No se quien sos ni lo que te pasa, pero te quiero. Déjame seguir siendo tu amigo, tu vecino, tu desconocido, en fin, tu refugio para la soledad.

Obtuvo por respuesta un largo tono. Había colgado. La desesperación de Eduardo se hizo insoportable, un vapor caliente invadió todos sus sentidos, sintió que la impotencia lo abrumaba y sus fuerzas se desgajaron como un castillo de naipes. No quería volver a hablar con nadie.

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Desde entonces su vida cambió substancialmente. Se volvió taciturno, aislado y triste. Un bicho raro, dirían sus amigos. Se la pasaba solo, encerrado en su departamento. Pasaba largas horas si decir una palabra, sin emitir un sonido, como rumiando el tiempo y economizándole los ruidos tediosos que lo retrasan. Su carácter, antes jovial, se volvió irascible. Se suspendieron las fiestas eternas, con el saludo entusiasmado de sus vecinos del edificio.

Por más que lo deseaba no volvió a llamarlo. Sus amigos le telefoneaban constantemente y cada vez que escuchaba las voces colgaba enfurecido. Era como si el hechizo se hubiera acabado, como si lo hubieran despertado de un sueño de esos que apenas se agarran de la punta y después ya ni te acuerdas.

Semanas después, con una barba que reflejaba los días de incertidumbre, oyó el timbre del teléfono, con viniendo de un sueño o de un improbable viaje. Después de tantos días de espera en vano, su corazón no tuvo más remedio que latir desenfrenadamente, a un ritmo alucinante que el tedio de los instantes recién abandonados no podrían reconocer. El teléfono casi cae de sus húmedas manos. Desde lo más hondo de su ser deseaba no escuchar nada o mejor dicho escuchar ese silencio profundo que le sonaba tan familiar que lo reconfortaba y del cual se sentía enamorado. Un ruido electrónico estuvo a punto de hacerlo colgar hasta que se dio cuenta de que estaba ahí, Alejandra del alma suya, claudicando, dispuesta a hablar con él, a romper el círculo de amor que habían forjado en lo profundo de su silencio. Eduardo tenía mil palabras guardadas, esperando para soltarlas al mismo tiempo. Estaba decidido a alimentar esa relación desde su puesto, hablando por los dos, armando de voces sonoras lo que le decía las voces escondidas. Desde lo más hondo de si mismo intentó decirle que la amaba. Inútilmente, comenzó a boquear frente al teléfono. Ningún sonido salía de su boca. Su misma desesperación le impedía articular palabras. Cerrando los ojos intentó hacer el máximo esfuerzo, arrugó la frente y sus mejillas comenzaron a teñirse de un color rojizo. El sudor que antes tenía en sus manos empezó a empapar todo su cuerpo. Como es posible Alejandra que no te pueda amar, que te me hayas ido ahora que te tengo, para siempre mía, entre el hilo telefónico y lo que yo te puedo decir. Ya no se puede, sin mi voz no somos nada, ya no hay amor, ya se acabó.

Intentado por lo menos un último grito, Eduardo corrió hacia la ventana.

Los cristales rotos fueron el único ruido que se escuchó en la habitación, mientas el cadáver reciente de Eduardo comenzaba a interrumpir el tránsito monótono de la mañana.

En la línea, acompañadas de abundantes lágrimas, las palabras empezaron a salir, a borbotones de las garganta desesperada de Alejandra. En un segundo, convocados por la fatalidad, montones de ruidos milenarios, mezclados con las frases asépticas de los silabarios, terminaron por romper el silencio que se había apoderado de la habitación.

 

Rolando Durán, 1992

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