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Seamos francos: los impuestos apestan

Pagar los gravámenes es una labor tediosa, y doblemente molesta cuando vemos que, luego que son aumentados, no atestiguamos ningún beneficio directo. De hecho, creer que los nuevos aumentos impositivos representan una mejor para todos se topa contra la naturaleza humana. Un gobierno que recibe más, gasta más, y a todos nos afecta esa consecuencia

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MARZO, 2014. Tras la juerga de Año Nuevo, los mexicanos nos despertamos con una alza en impuestos que no se veía, con tanta fuerza, desde hace un decenio. Los chocolates, los refrescos, las frituras, la comida para mascotas brincaron de precio, y como cerecita en el pudín, el alza mensual en los combustibles con un pellizquito extra. Se tiró así a la basura una propuesta que parecía más congruente y menos lesiva que era la de gravar un 7 por ciento a los alimentos y un cinco por ciento a las medicinas a cambio de mantener el IVA a un 16 por ciento e irlo bajando hasta un 14 por ciento y asimismo reducir el ISR conforme se fuera recuperando la economía.

Pero el gobierno de Peña Nieto se asustó con las protestas del CNTE y optó por seguir exprimiendo a los de siempre, es decir, a quien esto escribe y a usted, amigo lector. Por medio del secretario de Hacienda Luis Videgaray (declarado el mejor del mundo por una revista británica: ¿cómo estarán los peores?) se justificó el alza a los impuestos con un "son necesarios para reactivar la economía y para estimular el desarrollo". (El Financiero, diciembre 14, 2013).

Con todo y su maestría en Economía, esta es una clara falacia; las alzas impositivas NO fomentan el desarrollo; en cambio lo inhiben y son causa de serias burbujas inflacionarias.

¿Cuál es la función de los impuestos? En teoría, ayudar a financiar el gasto público en el rubro social, en Defensa y para crear obras de beneficio comunitario ya sean pavimentación, alumbrado, carreteras y organismos administrativos. Pero esto es en teoría, pues en México tenemos tasas impositivas muy altas e incongruentes con nuestro poder adquisitivo y nadie podrá afirmar que gozamos de excelentes hospitales públicos o carreteras de primer enivel. Y es que el país que más crece es que el que administra mejor sus impuestos, y la manera más eficaz de hacerlo es mediante un estado cuyo tamaño sea manejable.

En segundo lugar, es absurdo suponer que un Estado actuará de modo distinto al de un particular cuando recibe un dinero extra. Solo basta mencionar qué pasa cuando en diciembre se reparten los aguinaldos. ¿Sabe usted de alguien que depositó ese bono en el banco o que lo invirtiera en reparaciones para la casa o la educación de los hijos? Si hay alguien, es parte de una delgadísima excepción: la mayoría gasta su aguinaldo en regalos, fiestas y banquetes, es decir, con acciones de lucimiento de modo que al iniciar enero nuevamente están en quiebra. La famosa "cuesta de enero" que nos aplica el gobierno federal es una consecuencia magnificada de ese fenómeno que sigue a un cuantioso ingreso a los recursos de la familia.

El gobierno que recibe excedentes los utiliza no para pagar sus deudas, por el contrario, anuncia más subsidios, indispensables para mantener una clientela electoral, para contratar más burocracia y para subirle a éstos sus percepciones. Por eso veremos cómo, para mediados de este año, el gobierno federal presionará nuevamente a la economía con más alzas, quizá no de impuestos --éstos se darán una vez que se aprueban por el Congreso a fines de este 2014-- sino con inflación, el impuesto que nuestros economistas oficiales realmente aplican a los alimentos y a las medicinas. No hay IVA en alimentos ni medicinas y sin embargo su precio sigue aumentando. ¿Cómo explicarlo?

El modo más eficaz para lograr que los impuestos cumplan su cometido parece contradictorio, esto es, al incrementar el flujo de dinero vía impuestos y al mismo tiempo se reduzca el gasto público, Pero debe ser un proceso de reducción gradual: hacerlo de golpe, como ocurrió durante la "venta de garaje" de Carlos Salinas (aunque al final engañosa pues se trató de un corte temporal) dejó huecos abiertos para la especulación y la corrupción, y además sirve de cultivo excelente para los populistas que ven en los recortes un crimen contra la sociedad. Sin los súbitos recortes brutales de Carlos Menem en Argentina difícilmente se habría dado la llegada del matrimonio Kirchner a la presidencia de ese país.

La reducción del gasto público ante un alza de impuestos ya se dio en México el último tramo del sexenio de Ernesto Zedillo, cuyo gobierno recibió un alud monetario al subir el IVA del 10 al 15 por ciento en 1995, tres años después, y luego de perder la mayoría en el Congreso. Y si bien no se trató de una reducción en esos términos, el gasto tampoco aumentó sustantivamente. Ello permitió que el sector productivo fuera capitalizándose lentamente pero mucho más en sólido que cuando estalló el error de diciembre. Zedillo, cuya maestría en Yale debió servirle de algo, apostó por la estabilidad financiera a riesgo de dejar la Presidencia en manos de la oposición. Al final perdió, pero por primera vez en mucho tiempo, la "cuesta de enero" del año 2 mil no fue tan espantosa como la de otros tiempos. Zedillo se jugó la baraja por el futuro de México más que por los intereses de su partido con el cual, algo que jamás se preocupó en ocultar, no existía la nula química o identificación.

Ahí está la paradoja: subir impuestos afecta a la población pero bajarlos afecta al partido gobernante. Cierto, una alza impositiva inevitablemente corroe la credibilidad de los gobernantes pero éstos llevan la ventaja de poseer inmensos recursos que les permiten mantener un amplio clientelismo electoral, y con ello, una importancia en votos bastante significativa. Desafortunadamente, en nuestro país quienes votan por un tinaco o un saco de arena superan holgadamente a quienes lo hacen por convicción.

Por supuesto que eliminar los impuestos sin bajar el gasto público es igualmente peligroso pues la causa que dio origen a estos gravámenes no desaparece y sí, en cambio, da lugar a los subsidios, parte de la economía ficción que termina cobrando sus crueles cuentas como hoy pueden atestiguarlo economías como la venezolana y la argentina y las que México, desafortunadamente, parece querer hacerles competencia con el gobierno de Enrique Peña Nieto.

En mi opinión, la mejor reforma fiscal presentada por un Ejecutivo fue la de Vicente Fox en el 2001, propia y adecuada para un país que aspira a un desarrollo a largo plazo. Pero los diputados priístas y perredistas, los mismos que sacaron recientemente la dañina miscelánea fiscal el pasado noviembre, se encargaron de descarrilarla y la suplieron con una retacería que no sirvió de nada. De haberse aprobado --entre otras cosas, incluía la homogenización del IVA al 10 por ciento en todos los artículos-- México tendría hoy una economía más robusta y más competitiva.

Y eso fue lo malo: de haber ocurrido ello, el PRI jamás habría recuperado la Presidencia. Por ello tiene razón el secretario Videgaray: el alza de impuestos es buena... para los intereses priístas.

 

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