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¿Por qué seguimos creyendo en las nacionalizaciones?

Brincamos de gusto cuando una empresa pasa al poder del Estado porque, ahora sí, será nuestra, pero termina en manos de sindicatos que las manejan a su antojo y las hacen ineficientes hasta la médula. Es una herencia del paternalismo continental que nos está costando mucho trabajo dejar atrás

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JUNIO, 2011. Pocas cosas podrían compararse a la euforia vivida aquella tarde a las afueras del Palacio Rosa cuando decenas de miles de personas aclamaban a la presidenta Cristina Kirchner, enarbolaban banderas argentinas y gritaban a coro el nombre del país. La razón, por supuesto, era la expropiación de la petrolera YPF, misma que había sido aprobada por el Congreso horas antes. Un exaltado ciudadano entrevistado por La Nación refirió, emocionado, "con este acto patriótico se le una dentellada mortal al imperialismo yanqui", afirmación curiosa cuando se trata de una compañía de capital español, que entre los inversionistas se encontraba la paraestatal Pemex y que no había ahí un solo centavo de capital norteamericano.

Tras la "nacionalización", Argentina se despeñó en el grado de confianza de los inversionistas internacionales, pero eso poco parecía importar a la mayoría de los argentinos. Según una encuesta realizada por Rassmussen, un abrumador 56 por ciento apoyaba el despojo y de ellos un 46 por ciento exigían aplicar "medidas similares" a otras empresas de capital extranjero "que no se sometieran a las leyes", comentario paradójico cuando fue el gobierno gaucho en que se desentendió de la legislación que se había comprometido respetar. Para colmo, el supuesto "campeón de las privatizaciones" de los 90, Carlos Menem, apoyo a la mandataria con el entendido que "son otras las condiciones", mismas que, por cierto, evitó mencionar.

Dos semanas después, el primero de mayo, el presidente boliviano Hugo Morales anunció, como lo ha hecho esa fecha los últimos cuatro años, otra "nacionalización" de una empresa que coincidentemente también era española. Morales, sin embargo, no tuvo oportunidad de celebrar su último desplante populismo y tuvo que enfrentar otra oleada de huelgas. Pero el daño inflingido a la economía boliviana ahí está: con esa expropiación se alimentará una burocracia hipervoraz que en apenas tres años hizo que la empresa productora de electricidad, también "nacionalizada" aunque de capital brasileño, comenzara a experimentar pérdidas tras varios años de estar funcionando con números negros.

Y ya ni contar en este triste andar a Venezuela. Según la página elcato.org, desde 1998 en que tomó el poder, Hugo Chávez, su gobierno ha arrebatado a los particulares un total de 245 empresas aunque el número total se desconoce. "Lo cierto es que esta fiebre de nacionalizaciones ha hecho que los capitales productivos huyan de Venezuela como la peste", escribe Alan Reynolds, "y lo más triste es que ni una sola de esas empresas que pasaron al poder del gobierno es productiva. La bomba económica que estallará en Venezuela provocará enormes daños en la economía regional. Pero aun así es dudoso que América latina deje de creer en la bondad de las nacionalizaciones".

Esa es, precisamente, la pregunta que reta toda explicación lógica. Todos los países del Bravo para abajo tienen, con sus diversos grados, la percepción de que las empresas privadas son los villanos y los burócratas unos héroes. En México hay quienes exigen que Telmex sea "nacionalizada" nuevamente (¡qué rápido hemos olvidado que el servicio que ofrecía como ente público era infernal comparado con el de hoy!) y aun en Chile, el país con el mejor nivel de vida de Sudamérica, se pide que la educación sea "gratuita", es decir, que pase de nueva cuenta a ser administrada por el gobierno. Repetimos la interrogante: ¿por qué seguimos embelesados con las nacionalizaciones pese al incuestionable fracaso que hoy representan y que nos cuestan a todos los contribuyentes?

Pueden detectarse dos vertientes al respecto: Una, el populismo, que en el caso de la señora Kirchner quedó de manifiesto desde que anunció el decreto por televisión, con el rostro de Evita Perón como fondo. La presidenta --que oprimió al acelerador a su demagogia una vez que inició su segundo mandato-- decidió "nacionalizar" Ipsol apenas unas horas que regresó de la Cumbre de Cartagena y de donde salió apresuradamente una vez que no consiguió el espaldarazo que esperaba de Barack Obama en torno a un abierto apoyo en la demanda en torno a Las Malvinas (Obama mismo ha cometido varias pífias, pero tampoco es un tonto como para enfrentarse con un aliado estratégico, y mucho más afín a sus intereses, como Gran Bretaña). En previsión del cuestionamiento popular en torno a ese fracaso, la señora Kirchner se adelantó y soltó la bomba, tanto así que la soberanía sobre Las Malvinas, que parecía un asunto de alta prioridad hasta hace algunas semanas, pasó a un insólito segundo plano.

Hay quienes señalan que la expropiación se decidió desde el pasado noviembre cuando IPS anunció el descubrimiento de abundantes mantos petroleros el oriente del mar territorial argentino, algo que se unió a otro anuncio, el de yacimientos riquísimos en Las Malvinas que potencialmente pueden convertir a los kelpers en dueños de su destino si así se lo propusieran. También por ahí podría ir la pichada de la señora Kirchner, utilizando argot beisbolero.

En todo caso, la mandataria actuó como adolescente despechada, igual que como lo hizo José López Portillo 30 años antes cuando anunció la "nacionalización" de la Banca en su último Informe de Gobierno. Se trató pues de un nomeolvides que al mismo tiempo sirve como distractor popular y ensalza el nacionalismo a niveles exasperantes, un nacionalismo, por cierto, que de por sí ya estaba bastante inflado con la reclamación de las islas. No es casualidad que ese nacionalismo hiperbólico y asfixiante resurja cada vez que se agolpan dificultades económicas y la eficiencia del Estado queda en entredicho. Quien haya vivido los últimos tres meses del sexenio lopezportillista en México lo recuerda perfectamente.

Una empresa nacionalizada comienza a mostrar pérdidas económicas casi de inmediato, se nutre con empleados déspotas e incompetentes, los servicios que ofrece son de bajísimo mivel y para acelerar todo trámite hay que darle un "moche" a sus trabajadores. Parece importarnos poco que, detrás del discurso de que tras la expropiación esas compañías "son nuestras", se nos cobre por algo que supuestamente nos pertenece y que su costo suba frecuentemente cada vez que el Estado lo decida. 

Pensamos, engañosamente, que con las nacionalizaciones se evita que los productos suban desmesuradamente de precio una vez que se eliminan los subsidios, cuando lo que demuestran es que vivimos en una economía ficción donde las leyes de oferta y demanda son una quimera. Así pasó --y vamos de nuevo con el país austral-- cuando Carlos Menem, el mismo que ahora sufre abscesos de amnesia, reprivatizó Aerolineas Argentinas en 1994. Por años la empresa había tenido perdidas diarias por un millón de dólares, pero cuando fue adquirida por Iberia el precio de sus tarifas se adecuó a los precios internacionales y los usuarios se espantaron: en vez de culpar a la política de subsidios del Estado y a un peso cuyo valor era casi simbólico, se atacó a la avaricia de los nuevos dueños. En el 2004 el fallecido Ernesto Kirchner volvió a nacionalizarla y su valor se convirtió en chatarra.

"Las empresas en poder del Estado nunca quiebran", escribió hace tiempo un alucinado Paul Krugman.. Semejante disparate suena más increíble una vez que se trata de alguien que recibió el Nóbel de Economía en el 2009. Los menores de edad no son productivos y por tanto tampoco administran ingresos económicos pero sobreviven porque sus padres cubren sus gastos, ya sea en colegiaturas, ropa y comida, y en la medida que satisgafan sus necesidades no podrá considerárseles pobres. La diferencia es que los padres de familia no andan exigiendo a sus vecinos que paguen esas erogaciones dado que cada quien es responsable de sus propios hijos. Las empresas públicas nunca quiebran no porque sean eficientes sino porque viven a través de los impuestos que pagamos los contribuyentes y a través del déficit de la cuenta pública. La declaración de Krugman es de absoluta ingenuidad o de abierta mala fe.

El gusto por las nacionalizaciones resume nuestro anhelo, a veces oculto y a veces reclamado abiertamente, de vivir a expensas del Estado, es decir, del trabajo de los demás, y al mismo tiempo castigar con el despojo a todo aquel reacio a someterse a esas reglas y dé el mal ejemplo. La estructura de nuestros gobiernos, nuestras leyes y aun de nuestra sociedad corren en ese sentido. El nacionalismo y la defensa de nuestra soberanía son elementos que esconden convenientemente ese deseo, y por ello siempre se acudirá a héroes del pasado: López Portillo autocomparó su decreto con el de la expropiación petrolera realizada por Lázaro Cárdenas del mismo modo que Chávez acude a Bolívar y Cristina Kirchner utiliza la imagen de Eva Perón. Ninguno habla, por supuesto, de las repercusiones que esas nacionalizaciones han resultado en la creación de mafias sindicales que no rinden cuentas a nadie y actúan impunemente.

Con frecuencia estas expropiaciones actúan alevosamente contra los afectados y sorprenden con el despojo a los particulares encaminados a grandes proyectos. López Portillo se apropió de los bancos apenas tres meses después de haber alabado su patriotismo y que se le invitara a inaugurar un complejo de Bancomer con la tecnología más moderna, todo lo cual pasó a poder del Estado mexicano en apenas unas horas. Hugo Chávez expropió en el 2010 un sofisticado centro comercial que estaba a unas horas de ser inaugurado. YPF, como se dijo, fue nacionalizada en Argentina cuando los técnicos de la empresa estudiaban la forma de llegar a los recién descubiertos mantos petrolíferos.

Paradójicamente, estas reglas "no escritas" en torno a las nacionalizaciones desprecian y se burlan de las que sí existen. La mayoría de nuestros países garantizan en sus constituciones el derecho a la propiedad privada y todas incluyen la cláusula del "bien público", es decir, que ésta porá ser vulnerada cuando se considere que al hacerlo se beneficia al pueblo el cual, naturalmente, se traga la píldora en el entendido de que una empresa propiedad del Estado ofrece la oportunidad de trabajar poco y ganar bien. Y es que con las palancas apropiadas ¿dónde es más fácil conseguir empleo con preparación mediana, en General Electric o en el IFE, en Pepsico Inc o en una oficina burocrática de Buenos Aires?

El querer vivir a expensas del Estado y recibir sus jugosos beneficios es una de las razones que nos hacen apoyar, aunque cubiertas en ropajes patrióticos, las nacionalizaciones. Pero al final éstas nos condenan al subdesarrollo que se traduce en pésimos y caros servicios de lo que supuestamente es "nuestro". Ya deberíamos haber aprendido de la historia.

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