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La interesante lección que nos dejó el Trolololo

Hace 40 años y cuando aún existia la URSS, un tal Eduard Kihl grabó una canción hiperpegajosa cuya letra no tenía sentido alguno. La llegada del internet resucitó esa joya de dudoso gusto que la burocracia soviética jamás permitió que saliera de sus fronteras. Si el Trolololo no es un placer culposo, nada más podría serlo

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SEPTIEMBRE, 2017. Gracias al auge de las redes sociales, a fines de la década pasada a muchos de nosotros se nos hizo llegar el link a un video extraordinariamente kitsch donde un individuo que vestía un traje café chocante, con su rostro cubierto de maquillaje y un escenario increíblemente malo --varias murallas de rejas doradas y un fondo opaco tirándole a dorado-- escuchábamos una canción similar a esas instrumentales del canadiense Bret Kaempfert que fueron tan populares en los años sesenta.

Lo que más llamaba la atención es que la canción no tenía letra pues ésta fue sustituida por un "trolololo" y algunos "jajaja" a la mitad. Lo dicho, tanto el video como la canción son de gusto profundamente cuestionable. Pero esa composición, cuyo título era algo así como "Estoy muy contento, por fin regreso a casa", provocó furor en las redes sociales y en YouTube al punto que el intérprete se convirtió en celebridad mundial. ¿Pero quién era y por que grabó una cosa así? Muy pronto comenzaron a salir las respuestas: La voz de "Trolololo" era Eduard Khil y la canción había sido distribuida por Melodiya, la disquera oficial soviética --y la única autorizada en el país-- a mediados de los setenta. ¿Y por qué no tenía letra? Porque los censores soviéticos encontraron "objetable" que Khil hablara originalmente de amplios bosques, praderas, caballos, vacas y cabañas, algo que, pensaron (bueno, ese no sería el verbo apropiado) remitía más al Medio Oeste norteamericano que a las orillas del Volga soviético.

Luego de varias discusiones y la negativa de Khil para cambiar la letra, se optó por el "trolololo" el cual, aparte de no tener nada de "subversivo" ni "pro occidental", era fácilmente recordado por cualquiera. Quien haya visto el video se dará cuenta rápidamente que Khil realiza una sutil mofa a la censura soviética. La canción fue olvidada por décadas y solo hasta que alguien subió el video a la red se viralizó y hoy incluso tiene clubes de admiradores.

El aburrido café del traje de Khil, el escenario y una letra que pasó a ser completamente inofensiva nos hablan enormidades de cómo el gobierno soviético, y los gobiernos comunistas en general, mataron y siguen matando la creatividad individual. De haber compuesto "Trololo" en Suecia, Gran Bretaña o Estados Unidos, es muy probable que Jil hubiera tenido un hit importante en las listas y por años su autor habría vivido de las regalías. (Vamos, si canciones realmente malas como ésta alcanzaron la cima del Billboard, "Trolololo" lo habría conseguido sin dificultades). Desafortunadamente a Khil le tocó nacer en un país donde toda creatividad era considerada una amenaza al sistema imperante.

La llegada del comunismo a Rusia descarrilló toda manifestación artística imperante. Poco antes de la revolución de octubre el país atravesaba por uno de sus momentos de mayor creatividad, representado en compositores como Mussorgsky y Tchaikovsky, en escritores como Dostoievsky, Tolstoi y Chejov. Al llegar los bolcheviques al poder y dar "línea" a lo que debería ser toda creatividad, esa llama se extinguió completamente. El mismo Lenin, según el columnista español Emilio Campmany, dio cuenta de ello al escribir que los "artistas y los literatos" únicamente servían a "la causa" mientras conspiraran contra los oligarcas y la burguesía para derribarla; caída ésta "deberán someterse a los objetivos trazados por la revolución", escribió el semicalvo líder. De ahí que la decadencia artística rusa a partir del bolchevismo es dramática y evidente.

Naturalmente que en este punto que ha intentado desmentir este declive lo tenemos con el director Sergei Einsenstein. Suyas fueron obras maestras como Acorazado Potemkin, y se trata sin duda de un producto salido de la Rusia soviética. Sin embargo, el punto que suele olvidarse es que Einsenstein surgió gracias a que en el Kremlin estaba José Stalin, un aficionado al cine que no dudaba en enviar al Gúlag al proyeccionista si por accidente la cinta se trazaba en trocitos en su presencia.

Para Stalin, Einsenstein representaba un potencial elemento propagandístico como en su momento lo fue Leni Riefenstahl para la Alemania nazi. Y al igual que la controvertida directora, a Einsenstein se le admira más por su lenguaje cinematográfico, sus tomas y sus ángulos que por el mensaje populista y demagogo de sus filmes, supervisados hasta el último cuadro por el Ministerio de Cultura de la URSS.

No fue el único caso, por supuesto: los pocos literatos y artistas que lograron un nombre en la Rusia soviética lo hicieron dentro de lo dictado por la burocracia en nombre de la "revolución"; por ello esa época quedó marcada con artistas de la plástica, escritores y músicos que, efectivamente, poseían enorme talento, pero lo emplearon en nombre de la "revolución proletaria". Por eso hoy pocos de ellos son recordados y sus trabajos más importantes son, por lo menos, de calidad mediocre.

En cambio y en países donde el Estado no obligó a sus artistas a promover verborrea demagógica política como Estados Unidos y Gran Bretaña, la literatura y las artes experimentaron un boom reflejado en gente como Dos Passos, Hemingway, Steinbeck o bien el jazz, el fox trot, el swing y demás manifestaciones musicales. Lo curioso es que la mayoría de ellos, sobre todo en el área de las letras, eran simpatizantes del bigotudo nacido en Georgia (la soviética, no la estadounidense).

Dos generaciones después de represión soviética a las artes se dio un despertar; quienes resucitaron el gigantesco y descomunal potencial literario de Rusia fueron, y en algo que está lejos de ser casualidad, autores contrarios al régimen soviético que ya desde entonces apestaba a viejo y obsoleto. Fue el caso más conocido el de Alexandr Solyenitzin, suyo libro Archipiélago Gulag fue suficiente para que se le otorgara el Nobel de Literatura. Lo autores disidentes, y no los oficialistas, fueron los que dieron brillo a la literatura rusa de ese entonces.

Por supuesto que la URSS dio varias glorias al deporte, en especial el olímpico. Pero sería injusto comparar el desarrollo de las artes con la actividad deportiva, la cual todo ciudadano ruso tenía que practicar obligatoriamente desde la enseñanza elemental (o dejaba de hacerlo, como atinadamente refirió Lawrence Wright, cuando ese ciudadano se convertía en parte de la nomenklatura o la alta burocracia). Los defensores de la URSS también daban enormes loas al Ballet Bolshoi como una de las mayores manifestaciones artísticas de ese régimen. Lo que olvidan decirnos es que el Bolshoi fue fundado en el siglo XVII y al momento de ocurrir la revolución rusa ya gozaba de reconocimiento mundial. Naturalmente el gobierno soviético no aguantó la tentación de utilizar al Ballet Bolshoi como elemento propagandístico. Con todo, Rudolph Nureyev y Mijail Barishnikov, entre otros, se cuentan entre las decenas de desertores del Bolshoi.

Sin embargo, ningún otro ballet de importancia surgió durante la era soviética mientras éstos comenzaban a diseminarse en Francia, en Gran Bretaña y aun los Estados Unidos.

El mismo Eduard Khil siguió los lineamientos oficialistas que limitaron su creatividad. Entre otros temas que interpretó Khil, según Wikipedia, están "Solo necesitamos la victoria" y "Desde dónde comienza la patria", ahora sí con letra cantada. Pero fuera de la URSS fue muy poco conocido.

Desafortunadamente Eduard Khil falleció en el 2012 a los 77 años. Sin duda se fue contento de que gracias a las redes sociales finalmente logró el reconocimiento internacional que el gobierno comunista le había escatimado.

 

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