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LITERATURA

Enrique VIII y un trono más allá de sus apariencias

La historia y una serie de televisión lo han juzgado como una versión inglesa de Calígula, pero lo cierto es que este soberano, que llegó al trono de manera indirecta, actuó de acuerdo al modo en que se ejercía el poder en su tiempo. En este libro se perfila una idea más concisa de quién fue Enrique VIII y sus repercusiones en el futuro de Europa y el mundo

ENERO, 2014. Muchos gobernantes que llegan al poder en forma directa suelen provocar cambios decisivos en vez de mantener el status quo. Así, en el caso de México, nadie diría que el sexenio Ernesto Zedillo fuera una continuación del de Carlos Salinas, como seguramente habría sido, pese a las conjeturas, el de Luis Donaldo Colosio, o si la perestroika se habría dado en caso que Konstanin Chernenko continuara gobernando un par de años más en la ex Unión Soviética. En el caso de Enrique VIII, escribe Henry Suhami, "lo extraño es que al asumir el trono ya se estaba preparando o, al menos, tenía claras nociones de cómo manejar el poder, evitando que éste se le fuera de las manos".

Mencione usted a Enrique VIII y rápido acudirán los lugares comunes en torno al monarca inglés: un sujeto que pesaba casi 130 kilos, que poseía una floja papada que lo hacía más repugnante, una barba descuidada que le daba aspecto de bandolero, un desalmado que ejecuta a sus siete esposas --en realidad "solo" a tres-- un lujurioso y, para horror de muchos, un apóstata que rompe con El Vaticano cuando éste no le concede el divorcio y funda su propia iglesia. Estas y otras lindezas, refiere Suhami, corresponden "al soberano en su decadencia", y añade "es impropio comparar a Enrique VIII con Calígula, algo que muchos historiadores no han dudado en hacer. Pero éste era un rey que no había enloquecido; simplemente llevó el extremo sus atribuciones reales, algo que en su tiempo, lejos de ser un comportamiento criticado, se le reconocía como símbolo de su fortaleza.

Suhami, historiador y ensayista francés que también ha publicado ensayos biográficos sobre Oliver Cromwell (éste sí, un personaje con serios desequilibrios mentales) e Isabel I, hija de Enrique y de Ana Bolena y quien luego sucedería a su padre. La historia real de Inglaterra es abundante en intrigas, traiciones y sangre pero es indispensable para entender cómo un país del tamaño de Nuevo León y Tamaulipas llegaría a tener bajo su dominio a una cuarta parte del planeta tierra.

Suhami puntualiza que sin la presencia de un Enrique VIII semejante expansión habría sido improbable la cual, por cierto, fue llevada hasta la hipérbole por Isabel I.

Enrique nace en 1491, apenas un año antes del descubrimiento de América. Su padre, Enrique VII, tiene otro hijo, el príncipe heredero, pero su salud es débil y es muy enfermizo, tremendo contraste con su hermano con su cabello rubio platinado y quien al alcanzar la adolescencia se convierte en un joven musculoso. Enrique VII muere en 1507 y el hermano mayor asume el trono. Enrique, apenas un muchacho, lo sucedería dos años después tras su corto reinado. Va a destacar por sus estudios en teología y por dar voz a los súbditos en vez de una versión "muy acorde a los tiempos", escribe Suhami, donde la libertad de expresión era muy distinta al concepto actual.

España, que ve amenazada su supremacía por su vecino norteño, consigue amarrar la alianza con el matrimonio de Catalina de Aragón con quien había sido su cuñado. Es un matrimonio de conveniencia que asegurará que cada país respetará los territorios conquistados en el nuevo mundo. El enlace se maneja como idílico y el apuesto Enrique comienza a enamorarse de ella pero no le puede dar hijos, en especial el varón que tanto anhela. Suhami refiere que el soberano no sopesaba inicialmente el solicitar el divorcio dado que se trataba de "la voluntad de Dios" pero cambia de opinión cuando percibe que la alianza con España no le está rindiendo ventaja alguna. Tampoco fue una decisión a la que hubiera llegado por su cuenta: "Atraído obsesivamente por Anna Boylein (Bolena), el Rey obtiene los favores de ella sin cortejarla mucho". Al solicitar el divorcio a El Vaticano y serle denegado, Enrique VIII cambiaría drásticamente el rumbo de Inglaterra al romper con Roma y fundar su propia Iglesia.

En un accidente de caballo le va a dejar al rey una lesión profunda en la pierna derecha. Va a ser un golpe devastador para Enrique VIII, quien solía cabalgar largas distancias para despejar su mente antes de tomar importantes decisiones políticas. "La herida se la va a gangrenar pero nadie puede convencerlo de que se someta a una operación, que en ese tiempo equivalía a perder la extremidad", escribe Suhami. Luego de enviar al cadalso a Ana Bolena llegaría Jane Seymour, una beldad a quien le tocará vivir la decadencia del soberano, "cada vez más amargado, más furioso, más intolerante", apunta el autor. "Y en un error garrafal manda decapitar a Tomás Moro en 1533, el intelectual más grande de su tiempo", y también comienza a ver intrigas por todos lados.

De aquel muchacho atlético con rubia cabellera de príncipe de cuentos de hadas ya no quedaban ni rastros. El soberano ordena platillos que incluyen carne de pato, ciervo y toro; come hasta saciarse y ordena que se incinere la comida que no logra consumir mientras una oleada de hambre se sentía por toda Inglaterra. Toma por costumbre hacer salvajemente el amor luego de sus pantagruélicos banquetes y sigue engordando, come enormes cantidades de carne y desarrolla la gota --de haberlo auscultado un médico concluiría que padecía diabetes--, empieza a quedarse calvo y su rostro se abotaga, dándole aspecto de vacuno de engorda.

"En los pasillos de palacio se cuchichea lo que expresar en público era pecado de lesa majestad, esto es, insinuar que se aproximaba el final del rey", escribe Suhami, y el soberano lo sabe: "Pasa los días en cama con el dolor lacerante de su pierna, tiene serios problemas cardiovasculares y hasta lagunas mentales, Lo increíble es que apenas tiene 54 años.

La lección que va dejando su reinado, según el autor, es "que en adelante Inglaterra caminará sola, ya sin las ataduras religiosas con el Papa ni con sus vecinos europeos".

Enrique VIII fallece el 28 de enero de 1547. El producto de su reinado comenzaría verse en los años siguientes. "Su vida es un ejemplo conciso y claro de abuso de poder", resalta Suhami, "pero fue también un tiempo cuando no se le veía otra alternativa al poder".

Lo notorio es que Enrique VIII estuvo consciente de ello, por lo menos al principio de su reinado. Su reputación de monstruo antecede a sus últimos días. La conclusión de Suhami: "Enrique VIII fue un rey que comenzó con un deseo de humanizar al poder y fue devorado por éste en el intento. Pero en el proceso cimentó el futuro de Inglaterra. Y ese no es un mérito pequeño". 


Enrique VIII
Henry Suhami
El Ateneo
2004

 

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