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SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES
EDUCATIVAS
Friedrich Nietzsche
Cuarta conferencia
Traducci�n de Carlos Manzano publicada por Tusquets,
Barcelona, septiembre de 2000, pp. 113-140
�Ilustres oyentes! Despu�s de que hay�is seguido fielmente hasta aqu�
mi relato, y juntos hayamos escuchado hasta el final aquel coloquio solitario,
apartado, de vez en cuando ofensivo, entre el filosofo y su acompa�ante, puedo
esperar ahora que dese�is, como valientes nadadores, superar tambi�n la
segunda meta de nuestra ruta, tanto m�s cuanto que puedo prometeros que en el
peque�o teatro de marionetas de esta experiencia m�a se mostrar�n ahora
algunos t�teres m�s, y sobre todo, en caso de que hay�is resistido hasta aqu�,
que las olas del relato deber�n llevarnos ahora m�s f�cil y m�s r�pidamente
hasta el fin. En realidad, ya hemos llegado a un punto crucial; as�, pues, ser�a
aconsejable comprobar una vez m�s, con una r�pida mirada retrospectiva, los
resultados que pensamos haber alcanzado a trav�s de aquella conversaci�n tan
variada.
�Sigue en tu puesto�, as� hab�a dicho el fil�sofo a su acompa�ante,
�ya que puedes abrigar esperanzas. Efectivamente, cada vez resulta m�s claro
que no tenemos instituciones de cultura, pero que debemos tenerlas. Nuestros
institutos de bachillerato, predestinados por su naturaleza a ese objetivo
elevado, o se han convertido en lugares en que se cultiva una cultura peligrosa,
que rechaza con odio profundo la educaci�n aut�ntica, o sea, aristocr�tica,
basada en una selecci�n sabia de los ingenios, o bien cultivan una erudici�n
microl�gica y est�ril, que en cualquier caso permanece alejada de la educaci�n,
y cuyo m�rito consista quiz�s en tapar por lo menos ojos y o�dos contra las
tentaciones de esa cultura equ�voca.� El fil�sofo hab�a llamado la atenci�n
de su acompa�ante por encima de todo sobre la singular degeneraci�n que debe
haber entrado hasta lo m�s profundo de una cultura, si el Estado puede creer
que domina a esta �ltima, si a trav�s de dicha cultura puede alcanzar fines
pol�ticos, si dicho Estado puede combatir, aliado a ella, contra otras fuerzas
hostiles y, al mismo tiempo, contra el esp�ritu que el fil�sofo hab�a osado
llamar �verdaderamente alem�n�. Dicho esp�ritu, ligado a los griegos por la
m�s noble de las necesidades, tenaz y valiente como demostr� serlo en un dif�cil
pasado, puro y sublime en sus fines, capacitado por su arte para afrontar la
misi�n m�s alta, es decir, la de liberar al hombre moderno de la maldici�n de
la modernidad, dicho esp�ritu -digo- est� condenado a vivir aparte, alejado de
la herencia que le aguarda: pero, cuando su voz quejosa y oprimida resuena a
trav�s de los desiertos del presente, entonces siente terror la caravana
cultural -rebosante y cargada de perifollos variopintos- de esta nuestra �poca.
Debemos inspirar, no s�lo asombro, sino tambi�n terror: tal era la opini�n
del fil�sofo. No debemos huir atemorizados, sino que debemos atacar: tal era su
consejo. Pero, sobre todo, exhortaba a su acompa�ante a no preocuparse y a no
reflexionar demasiado con respecto a la persona individual de la que, por un
instinto superior, brote esa aversi�n contra la barbarie actual. ��se podr�
resultar tambi�n destruido: el dios p�tico no vacilaba a la hora de encontrar
un nuevo tr�pode, o una segunda Pitia, mientras de las profundidades segu�a
saliendo el humo m�stico.�
Y, una vez m�s, el fil�sofo alz� su voz: �Estad bien atentos,
amigos m�os; no deb�is confundir dos cosas distintas. Para vivir, para librar
su lucha por la existencia, el hombre debe aprender much�simo, pero todo lo que
a ese fin aprende y hace como individuo no tiene nada que ver con la cultura. Al
contrario, �sta comienza s�lo en un nivel, que est� situado mucho m�s arriba
de ese mundo de las necesidades, de la lucha por la existencia, de la miseria.
El problema estriba ahora en ver en qu� medida valora el hombre su existencia
subjetiva frente a la de los dem�s, en qu� medida consume sus fuerzas para esa
lucha individual de la vida. Algunos, limitando estoicamente sus necesidades, se
elevar�n bastante pronto y f�cilmente en una esfera en la que podr�n olvidar
su subjetividad, sacudi�ndosela, por decirlo as�, de encima, para gozar de una
juventud eterna en un sistema solar de intereses extra�os al tiempo y a su
persona. En cambio, otros extienden tanto la acci�n y las necesidades de su
subjetividad, y edifican en proporciones tan asombrosas el mausoleo de dicha
subjetividad, que parecen en condiciones de superar en la batalla a su terrible
adversario, el tiempo. Tambi�n en ese impulso se revela un deseo de
inmortalidad: riqueza y energ�a, sagacidad, presencia de �nimo, elocuencia,
una reputaci�n floreciente, un nombre importante, todo eso constituye �nicamente
el medio con que la insaciable voluntad personal de vivir tiende a una nueva
vida, con que anhela una eternidad, ilusoria en definitiva.
�Pero ni siquiera en esa forma m�s alta de subjetividad, ni siquiera
en la necesidad incrementada al m�ximo de semejante individuo m�s amplio,
colectivo, por decirlo as�, encontramos un contacto con la cultura aut�ntica:
y, si partiendo de esa perspectiva, tendemos hacia el arte, entonces tenemos en
cuenta sus efectos dispersivos o estimulantes, es decir, aquellos que el arte
puro y sublime no sabe provocar, y que, corresponden, en cambio, a un arte
degradado y corrompido. Efectivamente, quien se comporte as�, por sublime que
pueda parecer al espectador, no se liberar� nunca, en toda su actividad, de su
codiciosa e inquieta subjetividad. Ese et�reo espacio luminoso de la
contemplaci�n no subjetiva escapa delante de �l, y, por eso, deber� vivir
eternamente alejado de la cultura aut�ntica, desterrado de ella, por mucho que
aprenda, viaje y acumule. En efecto, la cultura aut�ntica desde�a contaminarse
con un individuo necesitado y lleno de deseos: sabe escurrirse astutamente de
las manos de quien quiera apoderarse de la cultura como de un medio para sus
fines ego�stas. Y, cuando alguien cree haberla apresado, para sacar provecho de
ella, de alg�n modo, y, al utilizarla, satisfacer las necesidades de su vida,
entonces aqu�lla se escapa s�bitamente, con pasos imperceptibles y con actitud
desde�osa.
�Por consiguiente, amigos m�os, no cambi�is esta cultura, esta diosa
et�rea, de pie ligero, por esa �til dom�stica que a veces recibe incluso la
denominaci�n de �la cultura�, pero que no es sino la sierva y la consejera
intelectual de las necesidades de la vida, de la ganancia y de la miseria. Por
lo dem�s, una educaci�n que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo,
o una ganancia material, no es en absoluto una educaci�n con vistas a esa
cultura a que nosotros nos referimos, sino simplemente una indicaci�n de los
caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la
existencia. Indudablemente, semejante indicaci�n tiene una importancia m�xima
e inmediata para la gran mayor�a de los hombres: cuanto m�s dif�cil es la
lucha, tanto m�s debe aprender el joven y tanto m�s debe poner en tensi�n sus
fuerzas.
�Pero nadie debe creer que las instituciones que lo incitan a esa
lucha y lo capacitan para combatir pueden considerarse como instituciones de
cultura. Se trata de instituciones que se proponen superar las necesidades de la
vida: as�, pues, pueden hacer la promesa de formar a empleados, o a
comerciantes, o a oficiales, o a mayoristas, o a agricultores, o a m�dicos, o a
t�cnicos. Sin embargo, en esas instituciones se aplican, en cualquier caso,
leyes y criterios diferentes de los necesarios para fundar una instituci�n de
cultura: lo que en el primer caso est� permitido, podr�a ser en el segundo
caso un error delictivo.
�Os pondr� un ejemplo, amigos m�os. Si quer�is guiar a un joven por
el camino recto de la cultura, guardaos de turbar su actitud ingenua, llena de
fe en la naturaleza: se trata casi de una relaci�n personal inmediata. Deber�n
hablarle, en sus diferentes lenguas, el bosque y la roca, la tempestad, el
buitre, la flor aislada, la mariposa, el prado, los precipicios de los montes;
en cierto modo deber� reconocerse en todo eso, en esas im�genes y en esos
reflejos, dispersos e innumerables, en ese tumulto variopinto de apariencias
mutables: sentir� entonces inconscientemente, a trav�s del gran s�mbolo de la
naturaleza, la unidad metaf�sica de todas las cosas, y al mismo tiempo se
calmar�, inspirado por la eterna permanencia y necesidad de la naturaleza.
Pero, �cu�ntos son los j�venes a los que est� permitido crecer tan cerca de
la naturaleza, en una relaci�n casi personal con ella? Los otros deben aprender
pronto una verdad diferente, a saber, la de c�mo se puede someter a la
naturaleza. En este caso se deja de lado esa ingenua metaf�sica: la fisiolog�a
de las plantas y de los animales, la geolog�a, la qu�mica inorg�nica obligan
a los escolares a considerar la naturaleza de modo totalmente diferente. Lo que
se ha perdido, a trav�s de esa consideraci�n nueva e impuesta, no es, desde
luego, una fantasmagor�a po�tica, sino la comprensi�n instintiva, aut�ntica
e incomparable de la naturaleza: en su lugar ha intervenido ahora una actitud
astuta, calculadora, que intenta enga�ar a la naturaleza. As�, a quien es
verdaderamente culto se le concede el bien inestimable de poder permanecer fiel,
sin trasgresi�n alguna, a los instintos contemplativos de la ni�ez, con lo que
alcanza una tranquilidad, una unidad, una coherencia y una armon�a, que un
hombre educado en la lucha por la vida no podr� ni siquiera presentir.
�Sin embargo, no cre�is, amigos m�os, que desee escatimar elogios a
nuestras escuelas t�cnicas y a las escuelas primarias superiores: respeto los
lugares donde se aprende correctamente la aritm�tica, se llega a dominar una
lengua, se aprende en serio la geograf�a y se provee uno de los sorprendentes
conocimientos de la ciencia natural. Tambi�n estoy dispuesto a admitir que los
escolares preparados en las mejores escuelas t�cnicas de nuestra �poca est�n
perfectamente autorizados a hacer valer los mismos derechos que suelen
corresponder a los bachilleres, y, desde luego, no est� lejano el d�a en que
se abrir�n a esos escolares las puertas de la universidad y de los empleos
estatales, con la misma largueza con que se han beneficiado de ellos hasta ahora
los alumnos de bachillerato exclusivamente: �los alumnos del bachillerato
actual, por supuesto! No he podido por menos de a�adir esta �ltima frase
dolorosa: si bien es cierto que la escuela t�cnica y el instituto de
bachillerato casi coinciden en l�neas generales en sus fines actuales, y se
distinguen entre s� por elementos tan tenues, que pueden contar con una plena
igualdad de derechos ante el foro del Estado, aun as� carecemos completamente
de una especie de instituciones educativas: la de las instituciones de cultura.
Desde luego, esto no es un reproche para las escuelas t�cnicas, que han seguido
hasta ahora, tan feliz como honorablemente, tendencias bastante m�s modestas,
pero extraordinariamente necesarias; sin embargo, en la esfera del bachillerato
las cosas van mucho menos honorablemente, y tambi�n mucho menos, felizmente: en
efecto, en ella encontramos todav�a cierto sentimiento instintivo de verg�enza,
cierta conciencia oscura de que la instituci�n en conjunto est� vilmente
degradada, y de que las sonoras palabras educativas de profesores sagaces y
apolog�ticos contrastan con la barb�rica, desolada y est�ril realidad. As�,
pues, �no existe ninguna instituci�n de cultura! Y quienes, deca�dos y
descontentos, simulan todav�a sus actitudes, carecen de esperanzas m�s que
quienes forman parte de los hatos del llamado �realismo�. Por lo dem�s,
observad, amigos m�os, a qu� extremo de tosquedad y de falta de instrucci�n
se ha llegado en el ambiente de los profesores, desde el momento en que se ha
podido entender err�neamente el riguroso t�rmino filos�fico �real�, o
�realismo�, hasta el punto de olfatear dentro de �l la ant�tesis entre
materia y esp�ritu y de interpretar el �realismo� como �la tendencia a
conocer, configurar, dominar lo real�.
�Por mi parte, conozco una sola ant�tesis aut�ntica, la existente
entre instituciones para la cultura
e instituciones para las necesidades de la vida.
A la segunda especie pertenecen todas las instituciones presentes; en
cambio, la primera especie es aquella de la que estoy hablando yo�.
Pod�an haber transcurrido unas dos horas desde el momento en que los
dos amigos fil�sofos hab�an iniciado su coloquio sobre cuestiones tan
singulares. Entre tanto, hab�a descendido la noche: si ya en el crep�sculo la
voz del fil�sofo hab�a resonado en la espesura del bosque como una m�sica
natural, en la completa oscuridad de la noche, cuando hablaba con excitaci�n, o
incluso con pasi�n, el sonido de su voz se quebraba -a trav�s de los troncos
de los �rboles y de las rocas que se perd�an abajo en el valle- en mil tonos,
estallidos y silbidos. De repente, enmudeci�; apenas hab�a acabado de repetir,
con actitud casi compasiva: ��No tenemos ninguna instituci�n de cultura, no
tenemos ninguna instituci�n de cultura!�, cuando algo, tal vez una pi�a de
abeto, cay� justo delante de �l, mientras el perro del fil�sofo se arrojaba
encima ladrando. Al verse interrumpido de ese modo, el fil�sofo alz� la cabeza
y sinti� a un tiempo la noche, el frescor, la soledad. �Pero, �qu� hacemos
aqu�?�, dijo a su acompa�ante. �Ya ha oscurecido. Hemos esperado tanto
tiempo in�tilmente. Ya sabes a qui�n esper�bamos aqu�: pero ahora ya no
vendr� nadie. Hemos esperado tanto tiempo in�tilmente: vay�monos.� Ahora,
ilustres oyentes, debo comunicaros las impresiones experimentadas por m� y por
mi amigo, mientras segu�amos desde nuestro escondrijo, escuchando �vidamente
aquel coloquio claramente perceptible. Ya os he contado que en aquel lugar y en
aquella hora de la noche �ramos conscientes de estar celebrando solemnemente un
aniversario: dicho aniversario no se refer�a a otra cosa que a los frutos.
de
la cultura y de la educaci�n, de los cuales, de acuerdo con nuestra fe juvenil,
hab�amos recogido una rica y feliz mies en nuestra vida anterior. As�, pues,
�ramos especialmente propensos a recordar con gratitud aquella instituci�n que
en otro tiempo y en aquel lugar hab�amos proyectado con el fin, como ya he
dicho antes, de estimular y vigilar rec�procamente, en un peque�o c�rculo de
compa�eros, nuestros vivos impulsos culturales. Y, de repente, sobre todo aquel
pasado ca�a una luz completamente inesperada, mientras escuch�bamos en
silencio, abandon�ndonos a los en�rgicos discursos del fil�sofo. Nos sent�amos
como personas que, caminando a tontas y a locas, se encuentran de repente al
borde de un abismo: nos parec�a que, m�s que haber escapado a los peligros
mayores, lo que hab�amos hecho hab�a sido correr a su encuentro. En aquel
lugar tan memorable para nosotros, o�amos entonces la orden: ��Atr�s! �No
deis un paso m�s! �Sab�is d�nde os llevan vuestros pasos, d�nde os conduce
enga�osamente este camino brillante?�.
Nos parec�a que ahora ya lo sab�amos, y un sentimiento desbordante de
gratitud nos impulsaba tan irresistiblemente hacia el serio amonestador y el
fiel Eckart, que los dos nos pusimos en pie de un salto para correr a abrazar al
fil�sofo. �ste estaba a punto de irse, y ya se hab�a vuelto. Mientras con
paso ruidoso nos lanz�bamos por sorpresa hacia, �l y el perro se tiraba contra
nosotros ladrando furiosamente, �l y su acompa�ante debieron de pensar en un
asalto de bandidos m�s que en un abrazo entusiasta. Evidentemente, nos hab�a
olvidado. En un instante se escap�. Y, cuando conseguimos alcanzarlo, nuestro
abrazo fall� completamente. Efectivamente, en aquel momento mi amigo grit�,
pues el perro le hab�a mordido, y el acompa�ante se ech� sobre m� con tal
furia, que ambos ca�mos a tierra. Entre perro y hombre se entabl� una pelea
inquietante que dur� algunos instantes, hasta que mi amigo consigui� gritar
con voz potente, parodiando las palabras del fil�sofo: ��En nombre de toda
cultura y pseudocultura! �Qu� quiere de nosotros este est�pido perro? �Maldito
perro! �Fuera de aqu�, t� que no est�s iniciado ni podr�s estarlo nunca,
lejos de nosotros y de nuestras v�sceras, hazte atr�s en silencio, callado y
confuso!�.
Despu�s de aquella alocuci�n, la escena se aclar� un poco, al menos
en la medida en que pod�a aclararse en la completa oscuridad del bosque. ��Son
ellos!�, exclam� el fil�sofo, ��nuestros tiradores de pistola!
Verdaderamente, nos hab�is asustado. �Qu� os impulsa a precipitaros as�
sobre m�, a estas horas de la noche?�
�Nos impulsa la alegr�a, la gratitud, la admiraci�n�, fue nuestra
respuesta. Y, mientras el perro ladraba lleno de comprensi�n, nosotros
estrechamos las manos del viejo. �No quer�amos dejarle irse sin dec�rselo.
Para poder explicarle todo, es necesario que no se vaya usted todav�a: queremos
preguntarle muchas cosas que nos oprimen el coraz�n. As� que, qu�dese:
conocemos punto por punto este camino; m�s tarde les acompa�aremos hasta
abajo. Tal vez llegue todav�a el hu�sped que usted espera. Mire all� abajo,
sobre el Rin: �qu� es lo que se agita con ese claror, como si estuviera
iluminado por muchas antorchas? Creo que all� en medio est� su amigo; m�s a�n:
tengo el presentimiento de que subir� hasta aqu� junto con todas aquellas
antorchas.�
Dejamos as� estupefacto al viejo, con nuestras s�plicas, nuestras
promesas y nuestros fant�sticos espejismos, hasta que finalmente el propio
acompa�ante aconsej� al fil�sofo pasear un poco m�s all� arriba en la cima
de la colina, con el suave aire nocturno, �liberados de cualquier bruma del
saber�, como a�adi� �l.
�Avergonzaos�, dijo el fil�sofo, �si quer�is hacer una cita, no
sois capaces de citar otra cosa que el Fausto. Pero ceder� ante vuestros
deseos, con o sin citas, con tal de que nuestros j�venes permanezcan, y no
escapen de improviso, como han venido. En realidad, son semejantes a los fuegos
fatuos: nos asombran cuando aparecen y nos asombran cuando desaparecen.�
Y, al instante, mi amigo recit�:
�Espero
que, movidos por la veneraci�n, podamos
Forzar nuestra ligera naturaleza:
De ordinario avanzamos en zigzag�.
El fil�sofo se detuvo asombrado. �Vosotros me maravill�is�, dijo,
�se�ores fuegos fatuos: no estamos en un pantano. �Qu� os parece este lugar?
�Qu� significa para vosotros la proximidad de un fil�sofo? Aqu� el aire es
fresco y l�mpido, el terreno es seco y duro. Para vuestra inclinaci�n a
avanzar en zigzag, deb�is escoger una raz�n m�s fant�stica.�
�Si no recuerdo mal�, intervino entonces el acompa�ante, �los se�ores
ya nos han dicho que est�n vinculados a este lugar, en esta hora, por una
promesa: no obstante, me parece que tambi�n han escuchado -como un coro-
nuestra comedia de cultura, como aut�nticos �espectadores ideales�.
Efectivamente, no nos han molestado, y hemos cre�do que est�bamos solos.�
�S��, dijo el fil�sofo, �eso es verdad: no se les puede negar ese
elogio, pero me parece que merecen otro mayor.�
En aquel momento, yo tom� la mano del fil�sofo, y dije: �Hay que ser
obtuso como un reptil, que arrastra el vientre por la tierra y la cabeza por el
fango, para escuchar discursos como los suyos sin volverse serio y reflexivo o,
mejor, excitado y ardiente. Alguno podr�a tal vez enojarse por todo eso, al
sentirse llevado con gran despecho a acusarse a s� mismo. Nuestra impresi�n ha
sido muy diferente: sin embargo, no s� c�mo describirla. Esta hora era para
nosotros precisamente algo exquisito, nuestro estado de �nimo estaba
ansiosamente preparado, est�bamos sentados ah� abajo como recipientes vac�os;
ahora nos parece estar llenos hasta el borde de esa nueva sabidur�a, pues ya no
s� qu� partido tomar, y, si alguien me preguntara qu� pretendo hacer ma�ana,
en general, qu� me propongo hacer de ahora en adelante, la verdad es que no
sabr�a qu� responder. Efectivamente, es evidente que hasta ahora hemos vivido
de un modo que no es el correcto: pero �c�mo haremos para superar el abismo
que separa el hoy del ma�ana?�.
�S��, confirm� mi amigo, �lo mismo me ocurre a m�: la pregunta
que hago es la misma: pero casi me parece que ese punto de vista, tan alto e
ideal, con respecto a la misi�n de la cultura alemana me coge alejado de ella,
atemorizado, y me parece que no soy digno de participar tambi�n yo en la
construcci�n de su obra. Veo s�lo un espl�ndido cortejo de las naturalezas m�s
ricas avanzando hacia ese objetivo: preveo los abismos sobre los que pasar�
dicho cortejo, y las tentaciones que dejar� tras s�. �Qui�n puede ser tan
audaz como para asociarse a dicho cortejo?�
En aquel momento tambi�n el acompa�ante se dirigi� de nuevo al fil�sofo,
y dijo: �Le ruego que no me censure, por sentir tambi�n yo algo semejante y
declararlo ahora ante usted. Cuando hablo con usted, me ocurre con frecuencia
que me siento elevado por encima de m� mismo, y me enfervorizo con su valor y
sus esperanzas hasta olvidarme de m� mismo. Despu�s llega un momento de
frialdad, un viento que azota desde la realidad me lleva a reflexionar sobre m�
mismo, y s�lo entonces veo el vasto abismo que se abre entre nosotros y que
usted me hab�a hecho salvar como en un sue�o. En ese caso, lo que usted llama
cultura se agita en torno a m� o descansa pesadamente sobre mi pecho: es como
una coraza que me oprime, y una espada que no s� blandir�.
De repente, nos encontramos los tres de acuerdo, frente al fil�sofo:
estimul�ndonos y anim�ndonos mutuamente, pronunciamos en colaboraci�n el
siguiente discurso, mientras pase�bamos lentamente para arriba y para abajo,
con el fil�sofo, por aquel espacio sin �rboles que en el mismo d�a nos hab�a
servido de campo de tiro, en la noche completamente silenciosa, y bajo un cielo
estrellado que se extend�a pl�cidamente sobre la tierra. �Ha hablado usted
mucho del genio�, tal fue poco m�s o menos nuestro discurso, �de su solitario
y penoso peregrinar a trav�s del mundo, como si la naturaleza produjera s�lo
las ant�tesis extremas, es decir, por un lado la masa obtusa, torpe, que se
multiplica por instinto, y, por otro lado, a una distancia enorme, los grandes
individuos contemplativos capaces de creaciones eternas. Ahora bien, tambi�n
usted llama a �stos el v�rtice de la pir�mide intelectual; por otra parte,
parece que entre los amplios y sobrecargados cimientos y la cumbre excelsa son
necesarios innumerables grados intermedios, y que precisamente ah� debe ser v�lido
el principio: natura non facit saltus.
Pero, ad�nde comienza lo que usted llama cultura, cu�les son las losas de
piedra que separan esa parte de la pir�mide que est� gobernada por abajo de la
parte que est� gobernada por arriba? Y, en caso de que se pueda hablar
verdaderamente de �cultura� s�lo a prop�sito de esas naturalezas m�s
remotas, �es posible, entonces, hacer basarse ciertas instituciones en la
existencia problem�tica de dichas naturalezas?, �es l�cito, entonces, pensar
en instituciones de cultura que sean provechosas s�lo para esos elegidos?
Nosotros pensamos, m�s que nada, que precisamente �sos saben encontrar su
camino, y que su fuerza se manifiesta precisamente en el hecho de poder avanzar
sin esos puentes educativos, necesarios para todos los dem�s, y en el de poder
abrirse paso, sin estorbos, a trav�s de la muchedumbre de la historia del
mundo, casi como un fantasma que pase a trav�s de una densa reuni�n de gente.�
Juntos pronunciamos poco m�s o menos estas palabras, sin mucha gracia
ni orden; el acompa�ante del fil�sofo fue a�n m�s lejos y dijo a su maestro:
�As�, pues, piense en todos los grandes genios, de que solemos estar
orgullosos, por considerarlos como gu�as o jefes -aut�nticos y fieles- del
verdadero esp�ritu alem�n, y cuya memoria honramos con ceremonias y estatuas,
cuyas obras contraponemos, seguros de nosotros, a lo que se ha hecho en el
extranjero: �cu�ndo encontraron aqu�llos una cultura como la que usted desea,
y en qu� medida se mostraron alimentados y maduros por un sol patrio de la
cultura? A pesar de eso, fueron posibles, y han llegado a ser lo que debemos
honrar hasta tal punto; m�s a�n: tal vez sus obras justifiquen precisamente la
forma de desarrollo adquirido por aquellas nobles naturalezas, y quiz�s incluso
una falta de cultura como la que debemos admitir tambi�n en su �poca y en su
pueblo. �Qu� pod�a sacar Lessing, o Winckelmann, de una cultura alemana ya
existente? Nada, o, por lo menos, tan poco como Beethoven, como Schiller, como
Goethe, como todos nuestros grandes artistas y poetas. Quiz� corresponda a una
ley natural el hecho de que s�lo las generaciones siguientes deben tomar
conciencia de los dones celestiales que han marcado a una generaci�n anterior�.
En aquel momento, el viejo fil�sofo se irrit� violentamente, y grit�
a su acompa�ante: ��Oh, cordero del conocimiento c�ndido! �Oh, vosotros
todos, que no sois sino mam�feros! �Qu� argumentaciones patituertas, torpes,
limitadas, gibosas y tullidas son �sas? S�, justamente ahora he escuchado la
cultura de nuestros d�as, y en mis o�dos resuenan todav�a con esas cosas hist�ricas
simples y �evidentes�, puro sentido com�n sabiondo y despiadado, propio de
historiadores. Recu�rdalo, t�, naturaleza no profanada: t� has envejecido, y
desde hace milenios este cielo estrellado se extiende por encima de ti, pero �todav�a
no has o�do nunca una habladur�a culta, y en el fondo maligna, como la
predilecta de nuestra �poca! As�, que, �vosotros, mis queridos alemanes, est�is
orgullosos de vuestros poetas y de vuestros artistas? �Los indic�is con el
dedo, y alarde�is de ellos ante los extranjeros? Y, como no os ha costado ning�n
esfuerzo tenerlos entre vosotros, de eso deduc�s entonces la gracios�sima teor�a
de que tampoco m�s adelante tendr�is necesidad alguna de esforzaros por ellos.
Pero, indudablemente, queridos ni�os inexpertos, aqu�llos vienen por s�
solos: os los trae la cig�e�a. �Qui�n va a querer hablar de comadronas?
Ahora bien, queridos amigos, os espera una severa lecci�n. �C�mo! �Deber�is
estar orgullosos por el hecho de que todos los citados esp�ritus ilustres y
nobles fueran prematuramente sofocados, agotados, matados por vosotros, por
vuestra barbarie? �C�mo pod�is pensar, sin avergonzaros, en Lessing, que muri�
por vuestra torpeza, al luchar contra vuestros rid�culos y necios �dolos,
destruido por vuestros teatros, por vuestros estudiosos, por vuestros te�logos,
sin poder aventurarse ni siquiera una vez en ese vuelo eterno para el que hab�a
nacido? �Y qu� sent�s al recordar a Winckelmann, el cual, para liberar su
mirada de vuestras grotescas necedades, fue a pedir ayuda a los jesuitas? Su
ignominiosa conversi�n recae sobre vosotros, y sobre vosotros pesar� como una
mancha indeleble. �Acaso tendr�is derecho a nombrar a Schiller sin
ruborizaros? �Mirad su imagen! Su mirada inflamada y centelleante que se aleja
desde�osamente de vosotros, est� su mejilla sonrojada. �No os dice nada todo
eso? Para vosotros era un juguete magn�fico y divino, y hab�is hecho pedazos
dicho juguete. Y si exceptuamos la amistad de Goethe de aquella vida triste,
apresurada, mortalmente atormentada, en lo dem�s, en lo que depende de
vosotros, habr�is contribuido a extinguirla m�s r�pidamente. No hab�is
echado una mano a ninguno de nuestros genios, �y ahora quer�is sacar de eso el
dogma de que ya no hace falta ayudar a nadie? Para cada uno de aqu�llos, hasta
este momento, hab�is representado m�s que nada la �resistencia del mundo
obtuso�, como dice expl�citamente Goethe, en el ep�logo a La Campana; para cada
uno de ellos, vosotros hab�is sido precisamente los hombres perezosos y ap�ticos,
envidiosos y ruines, malvados y ego�stas. A pesar vuestro, ellos crearon
aquellas obras, contra vosotros dirigieron sus ataques, y gracias a vosotros
morir�n demasiado pronto, sin haber realizado la labor de su jornada,
destrozados y entorpecidos por las luchas. Nadie puede adivinar qu� era lo que
estaban destinados a alcanzar aquellos hombres heroicos, si ese aut�ntico esp�ritu
alem�n los hubiera cubierto con la b�veda protectora de una instituci�n
potente, ese esp�ritu, digo, que sin dicha instituci�n arrastra su existencia
aislado, disgregado y degenerado. Todos esos hombres est�n condenados a
perecer, y es necesaria una fe fan�tica en la racionalidad de todo lo que
ocurre, para pretender excusar vuestra culpa. Y no se trata s�lo de esos
hombres. Desde todos los campos de la eminencia intelectual comparecen los
acusadores contra vosotros: si considero todos los talentos po�ticos, o filos�ficos,
o pict�ricos, o pl�sticos, y no s�lo los talentos de primer�simo orden, por
doquier observo la imposibilidad de madurar, el exceso de est�mulo o una precoz
lasitud, el agostamiento o la congelaci�n antes de la floraci�n, por doquier
olfateo esa �resistencia del mundo obtuso�, o sea, vuestra culpa. A eso me
refiero precisamente, cuando anhelo instituciones de cultura y cuando considero
lastimoso el estado de las instituciones que hoy reciben ese nombre. Quien
pretenda llamarlo un �deseo ideal�, y hablar de �idealismo� en general,
y crea haberme hecho callar as�, con un elogio, merece como respuesta que la
situaci�n actual sea precisa y sencillamente algo vulgar y vergonzoso, y que
quien tirita de fr�o y desea el calor se enfurezca, cuando alguien llame a eso
un �deseo ideal�. En este caso se trata de realidades presentes y efectivas
que se imponen y saltan a la vista: quien siente algo de eso sabe que en este
caso existe una condici�n miserable, como, por ejemplo, la del fr�o y del
hambre. En cambio, quien no sienta nada de eso, tendr� por lo menos un criterio
para juzgar en qu� punto cesa lo que yo llamo �cultura�, y sobre qu�
piedra de la pir�mide recae la separaci�n entre la esfera que est� gobernada
por abajo y la esfera que est� gobernada por arriba�.
El fil�sofo parec�a haberse acalorado mucho: nosotros lo invitamos a
pasear un poco m�s. Efectivamente, hab�a pronunciado sus �ltimos discursos
erguido y en pie, cerca de aquel tronco de �rbol que nos hab�a servido de
blanco para nuestros ejercicios de tiro. Por un tiempo todo permaneci�
tranquilo entre nosotros. Camin�bamos hacia adelante y hacia atr�s lenta y
penosamente. Sent�amos bastante menos la verg�enza de haber expuesto
argumentos tan necios, sent�amos casi como cierta reintegraci�n de nuestra
personalidad; precisamente despu�s de aquellas alocuciones ardientes, nada
lisonjeras para nosotros, cre�amos sentirnos m�s pr�ximos al fil�sofo, en
una relaci�n m�s personal con �l. En efecto, el hombre es tan miserable, que
se aproxima con la mayor rapidez a un extra�o precisamente cuando �ste deja
traslucir una debilidad, un defecto. El hecho de que nuestro fil�sofo se
hubiera enojado y hubiese usado palabras injuriosas nos hac�a superar algo la t�mida
actitud de reverencia que hasta entonces hab�a sido la �nica que hab�amos
sentido. Para quien pueda considerar chocante semejante observaci�n, debemos a�adir
que con frecuencia ese puente conduce de una lejana veneraci�n hasta el amor
personal o la piedad. Y dicha piedad se presentaba poco a poco cada vez m�s
fuerte, a partir de esa sensaci�n de restituci�n de nuestra personalidad. �Con
qu� fin llev�bamos de paseo de noche, entre �rboles y rocas, a aquel hombre
viejo? Y, dado que �l nos hab�a concedido aquello, �por qu� no encontr�bamos
una forma m�s tranquila y m�s modesta para instruirnos?, �por qu� deb�amos
expresar nuestro desacuerdo los tres juntos, y de modo tan inoportuno?
Efectivamente, en aquel momento hab�amos notado hasta qu� punto carec�an
nuestras objeciones de experiencia, de preparaci�n y de reflexi�n, y hasta qu�
punto resonaba en ellas precisamente el eco del presente, cuya voz, en el campo
de la cultura, no quer�a escuchar el viejo. Adem�s de eso, nuestras objeciones
no hab�an brotado de forma pura del intelecto: el aut�ntico fundamento,
excitado por los discursos del fil�sofo y estimulado a la resistencia, parec�a
ser otro. Tal vez se expresara en nosotros simplemente el ansia instintiva de
saber si a partir de las opiniones manifestadas por el fil�sofo se tomaban en
consideraci�n ventajosa precisamente nuestras individualidades: tal vez todas
aquellas fantas�as anteriores, que hab�amos acariciado con respecto a nuestra
propia cultura, se encontraban entonces en dificultad y se esforzaban por
encontrar a toda costa razones que oponer a un modo de considerar, a trav�s del
cual indudablemente quedaba denegado fundamentalmente nuestro presunto derecho a
alcanzar una cultura. Pero con adversarios que sienten de modo tan personal la
violencia de una argumentaci�n no se debe contender; o incluso, para nuestro
caso la moraleja pod�a ser la siguiente: semejantes adversarios no deben
contender, no deben contradecir.
Camin�bamos as� junto al fil�sofo, avergonzados, compasivos,
descontentos de nosotros mismos, y m�s convencidos que nunca de que el viejo
deb�a de tener raz�n y de que hab�amos sido injustos con �l. Verdaderamente,
estaba muy lejos el sue�o juvenil de nuestra instituci�n de cultura, y
nosotros reconoc�amos ya con toda claridad el peligro de que nos hab�amos
librado hasta entonces s�lo por casualidad, es decir, el peligro de vendernos
en cuerpo y alma al reglamento cultural que desde aquellos a�os de la ni�ez, y
ya en nuestro instituto de bachillerato, nos hab�a hablado lisonjeramente. As�,
pues, �de qu� depend�a que no hubi�ramos entrado todav�a en el coro p�blico
de sus admiradores? Quiz�s �nicamente del hecho de que �ramos todav�a
estudiantes realmente y de que, por tanto, para huir de aquel codicioso gent�o
del arribismo, de aquellas incesantes e impetuosas olas de la vida p�blica,
todav�a pod�amos retirarnos a una isla que dentro de poco tambi�n ser�a
barrida.
Dominados por aquellos pensamientos, est�bamos a punto de dirigirnos
al fil�sofo, cuando repentinamente �l se volvi� hacia nosotros, y empez� a
hablar con voz m�s dulce: �No debo maravillarme de que os comport�is de modo
juvenil, imprevisor y apresurado. En efecto, es dif�cil que hay�is
reflexionado nunca seriamente sobre lo que ahora me hab�is escuchado. Tomaos
tiempo, llevaos con vosotros el problema, pero pensad en �l d�a y noche. En
efecto, hoy est�is ante la encrucijada, y hoy sab�is ad�nde conducen los dos
caminos. Si tom�is uno de ellos, agradar�is a vuestra �poca y �sta no os
escatimar� las coronas y los signos de la victoria: partidos inmensos os apoyar�n,
y tanto a vuestras espaldas como frente a vosotros habr� hombres con vuestros
mismos sentimientos. Y, cuando el que va delante, pronuncie una consigna,
resonar� a trav�s de todas las filas. En este caso el primer deber es:
combatir en fila y cada cual en su puesto, y el segundo es el siguiente:
aniquilar a todos aquellos que no quieran entrar en la formaci�n. Por el otro
camino tendr�is pocos compa�eros, es m�s dif�cil, m�s tortuoso y m�s
escarpado. Los que recorren el primer camino se burlan de vosotros, pues
vosotros camin�is con mayor fatiga; tambi�n intentan induciros a que os pas�is
a su bando. Si en alguna ocasi�n se cruzan los dos caminos, os maltratar�n, os
apartar�n a un lado, o incluso os evitar�n recelosamente y os aislar�n.
��Y qu� deber�a significar, para los viandantes tan distintos de
esos dos caminos, una instituci�n de cultura? Esa enorme escuadra que avanza
hacia sus metas por el primer camino entiende por eso una instituci�n mediante
la cual pueda encontrar sus filas, y quede separada y liberada de todo lo que
puede tender hacia fines m�s altos y m�s remotos. Indudablemente, �stos saben
poner en circulaci�n palabras pomposas para designar sus tendencias: hablan,
por ejemplo, del �desarrollo total de la personalidad libre en el marco de
convicciones s�lidas, comunes, nacionales, �ticas y humanas�, o bien
designan como su objetivo �la fundaci�n del Estado popular, que se basa en la
raz�n, la cultura y la justicia�.
�Para la otra hilera menos numerosa, una instituci�n de cultura es
algo completamente diferente. En la defensa de una organizaci�n s�lida, quiere
impedir que sea barrida y apartada por aquella turba, y que sus individuos,
prematuramente debilitados o extraviados, degenerados, destruidos, pierdan de
vista su noble y sublime objetivo. Dichos individuos deben llevar a cabo su obra
-�se es el sentido de su instituci�n com�n-: y precisamente una obra
depurada, en la que no queden, por decirlo as�, vestigios de la subjetividad, y
que, como puro reflejo de la esencia eterna e inmutable de las cosas, supere el
juego mutable de las �pocas. Y todos aquellos que participen en esa instituci�n
deben preocuparse tambi�n de preparar, con esa eliminaci�n depuradora de lo
subjetivo, el nacimiento del genio y la producci�n de su obra. No son pocos los
que, incluso en la serie de las actitudes de segundo y tercer orden, est�n
destinados a esa labor auxiliar, y s�lo al servir a semejante instituci�n de
cultura aut�ntica pueden llegar a sentir que viven cumpliendo con su deber. En
cambio, ahora esas actitudes precisamente resultan desviadas de su camino por
obra de las incesantes artes de seducci�n de esa �cultura� de moda, con lo
que quedan alejados de su instinto. A los gestos ego�stas de �stos, a sus
debilidades y vanidades, va dirigida esa tentaci�n, y precisamente ese esp�ritu
de la �poca les susurra: �Seguidme. Ah� abajo, sois servidores, auxiliares,
instrumentos, oscurecidos por naturalezas superiores, movidos por hilos,
encadenados, como esclavos o, mejor, como aut�matas; aqu�, cerca de m�, ser�is
due�os de vuestra personalidad libre y gozar�is de ella, vuestras dotes pueden
resaltar de forma aut�noma y con ellas ir�is, oportunamente, en cabeza; un
enorme s�quito os acompa�ar� y la voz de la opini�n p�blica os dar� mayor
placer que un elogio concedido aristocr�ticamente desde la altura del genio�.
Hoy los mejores sucumben v�ctimas de esos halagos, y, en el fondo, es dif�cil
que el hecho de ser receptivo o no a semejantes voces dependa del grado de
talento; m�s que nada, lo decisivo es el grado y el nivel de cierta elevaci�n
moral, el instinto para el hero�smo y el sacrificio, y, por �ltimo, una
necesidad aut�ntica de cultura, introducida por una educaci�n correcta y
convertida en un h�bito: como ya he dicho, aqu�lla es sobre todo obediencia y
acostumbramiento a la disciplina del genio. Pero precisamente de semejante
disciplina y de semejante h�bito podemos decir que no saben nada las
instituciones que hoy se llaman �de cultura�, si bien a m� no me cabe duda
de que, originariamente, el instituto de bachillerato se conceb�a como una aut�ntica
instituci�n de cultura de esa clase -al menos como instituci�n preparatoria- y
que en los tiempos maravillosos y profundamente agitados de la Reforma dio
realmente los primeros pasos audaces en esa direcci�n. Y yo estoy seguro
igualmente de que en la �poca de nuestro Schiller y de nuestro Goethe se pudo
notar un primer indicio, vilmente desviado o marginado, de esa necesidad; un
germen, por decirlo as�, de esa ala de que habla Plat�n en el Fedro y que eleva el alma, en cualquier contacto con lo bello, haci�ndola
volar hacia el reino de los modelos inmutables y puros de las cosas�.
�Mi venerado y admirable maestro�, comenz� a hablar entonces el
acompa�ante, �despu�s de que usted ha citado al divino Plat�n y el mundo de
las ideas, ya no creo que est� usted enojado conmigo, a pesar de haber merecido
verdaderamente, por mi discurso anterior, su desaprobaci�n y su ira. Apenas
habla usted, se agita en m� esa ala plat�nica, y s�lo en las pausas debo
luchar, como auriga de mi alma, con el caballo recalcitrante, selv�tico y
rebelde, que tambi�n Plat�n describi� como zambo, zafio, de cuello fuerte y
corto y hocico achatado, de pelo negro, de ojos grises e inyectados en sangre,
con las orejas hirsutas y los o�dos torpes, siempre listo para los cr�menes y
las atrocidades, a duras penas domable con la fusta y la vara. Le ruego, adem�s,
que piense en el mucho tiempo que he vivido alejado de usted y en que
precisamente sobre m� han podido aplicarse todas esas artes de la seducci�n
-de las que ya he hablado- quiz� no sin cierto �xito, aunque yo mismo no lo
advirtiera. Precisamente ahora comprendo m�s que nunca lo necesaria que es una
instituci�n que haga posible la vida en com�n con los escasos hombres de aut�ntica
cultura, para que se puedan encontrar en ellos gu�as y estrellas que muestren
el camino. Ahora siento intensamente el peligro de viajar solo. Y cuando yo,
como le he dicho, cre� salvarme con la huida de la muchedumbre y del contacto
directo con el esp�ritu de nuestra �poca, tambi�n esa huida era un enga�o.
Continuamente, a trav�s de canales infinitos y a cada aliento, esa atm�sfera
llega hasta nosotros, y no hay soledad bastante solitaria y apartada donde no
pueda alcanzarnos con sus nieblas y sus nubes. Las im�genes de esa civilizaci�n,
disfrazadas de duda, de ganancia, de esperanza, de virtud, nos van rodeando
lentamente, bajo los disfraces m�s variados: e incluso aqu�, cerca de usted,
esa impostura ha sabido seducirnos. �Con qu� constancia y fidelidad deber�
hacer guardia esa peque�a escuadra de una cultura que casi se puede llamar
sectaria! �Y c�mo deber�n reforzarse mutuamente sus componentes! �Con qu�
rigor habr� que censurar el paso en falso, y con qu� piedad habr� que
perdonarlo! As�, que perd�neme tambi�n usted, maestro, despu�s de haberme
reprendido tan seriamente.�
�Querido amigo, usas un lenguaje�, dijo el fil�sofo, �que no puedo
tolerar, y que me recuerda las camarillas religiosas. No tengo nada que ver con
eso. Pero tu caballo plat�nico me ha gustado, y por eso es por lo que se te
debe perdonar. Quiero permutar mi mam�fero por ese caballo. Por otro lado,
tengo poco deseo de seguir paseando aqu� al fresco con vosotros. El amigo que
estoy esperando est� bastante loco, desde luego, para llegar hasta aqu� a
medianoche, una vez que ha prometido venir. Pero yo estoy esperando en vano la
se�al acordada entre nosotros: no comprendo qu� puede haberlo entretenido
hasta ahora. Suele ser puntual y preciso, como estamos acostumbrados a serlo los
viejos, cosa que hoy la juventud considera anticuada. Esta vez me ha dado un
plant�n: es molesto. Ahora seguidme. Es hora de irnos.�
En aquel instante se present� algo nuevo.
Friedrich
Nietzsche
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