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La Leyenda de Fausto

La expresi�n m�s perfecta de la Reforma Protestante es la leyenda de Fausto, en la que convergen rasgos ideol�gicos como la censura del imaginario, la culpabilidad intr�nseca de la naturaleza y de su instrumento principal: la mujer, y finalmente, su masculinizaci�n. Existe igualmente una tradici�n hist�rica -documentada por Trithemius, Wier y otros- que no resulta demasiado interesante en este contexto: la del charlat�n Jorg Faust, que fing�a poseer el nombre latinizado de Georgius Sabellicus. Habr�a vivido entre 1480 y 1540, y los habitantes del pueblo de kittlingen le consideraban todav�a el m�s c�lebre de sus nativos.

En cuanto a la leyenda, contamos con dos antiguas redacciones: la del �an�nimo de Wolfenb�ttel� y el Volksbuch impreso por Johann Spies en Francfort en 1587, cuyo compilador podr�a ser un tal Andreas Frei, principal en el colegio cl�sico de Speyer. En 1592, el Volksbuch fue traducido al ingl�s por P. F. Gent bajo el t�tulo The histoire of the damnable life and deserued death of Doctor Iohn Fausts. As� pudo leerlo Kit Marlowe, autor dram�tico y tenebroso esp�a asesinado en una taberna, que lo llen� de la doctrina calvinista de la predestinaci�n, de la que se hab�a embebido en Cambridge. Adaptado para el teatro de actores y de marionetas, el Faustspiel fue enseguida exportado Holanda. Su enorme popularidad en el lado protestante de la Reforma no deja de recomendar este texto en los c�rculos cat�licos, y Calder�n de la Barca la adapt� libremente, en 1637, para el p�blico espa�ol.

Que el autor de Volksbuch fuera Andreas Frei u otro, se trata en cualquier caso de un letrado cuyas invenciones piadosas se nutr�an en fuentes antiguas y combinadas con la tradici�n hist�rica alemana. Por extra�o que parezca, el nombre de Fausto no parece sacado de �sta, sino del c�lebre Sim�n el Mago, el contempor�neo de los ap�stoles llamado Faustus. �ste era el h�roe negativo de muchas historias narradas en los escritos atribuidos a san Clemente de Roma y en otras fuentes de la Antig�edad tard�a, que Baronius, un autor del siglo XVI, hab�a recogido pacientemente en sus Annales. Por otro lado, Sim�n el Mago pasaba igualmente por ser el primer gn�stico y, como tal, pretend�a ser divino y se hab�a casado con una prostituta llamada Helena, que para �l encarnaba a Helena de Troya y a la vez a la Sabidur�a (ennoia) de Dios. En el Volksbuch, Fausto obtiene mediante sus artes m�gicas el simulacro de Helena de Troya, episodio que se explica, en parte, a partir de la leyenda de Simon-Faustos y, por otra, a partir de otra tradici�n antigua: la de San Cipriano de Antioqu�a.

La leyenda de Cipriano se remonta a una fuente encratita. Los encratitas constitu�an una tendencia al interior del cristianismo oriental caracterizada por la represi�n absoluta de la sexualidad -incluido el matrimonio- y por un severo r�gimen de ascetismo. La primera versi�n de la historia aparece en las Actas ap�crifas del ap�stol Andr�s, escritas en griego hacia el a�o 200, una traducci�n copta fragmentaria de la cual ha sido recuperada recientemente por Gilles Schmidt. En su forma can�nica, la historia -muy c�lebre- data del siglo IV, y cuenta por lo menos con tres redacciones: la Confessio seu poenitentia Cypriani, declarada her�tica por el papa Gelasio I, que confunde a Cipriano de Antioqu�a con otro Cipriano, este �ltimo obispo de Cartago; la Conversio Sanctae Justinae virginis et Sancti Cypriani episcopi, que perpet�a el mismo error; y finalmente el martirio de dos santos. En el a�o 379, Gregorio de Nazianzeno menciona la leyenda en uno de sus sermones, mientras que el historiador Photius, m�s tarde, resume en sus escritos el contenido de un poema heroico en tres cantos sobre san Cipriano, compuesto por Eudoxia, hija del fil�sofo Leoncias, que en el 421 se convirti� en Emperatriz. La obra de Vincent de Beauvais y la Leyenda �urea de Jacobo de la Vor�gine aseguraron al relato de Cipriano y Justina un importante �xito de p�blico. Por otro lado, una segunda versi�n de la leyenda fue redactada durante el siglo X por Sime�n Metafrasto, traducida al Lat�n en 1558 por Aloysius Lipomanus y reeditada por Laurentius Surio en 1580 y 1618, en una obra edificante que ejerci� una gran influencia en la �poca. Calder�n parece haber conocido el relato de Surio, pero sus dos fuentes principales son la Leyenda �urea y una recopilaci�n de vidas de santos titulada Flos Sanctorum.

M�s all� de las m�ltiples variaciones, la leyenda cuenta que Cipriano, un mago de Antioqu�a -o un amigo suyo, Agla�das- suspira por la bella Justina, sin saber que ella es cristiana y que ha prometido su castidad al Se�or. Sin duda, �l es orgullosamente rechazado, y s�lo le queda hacer un pacto con el demonio, que le promete a Justina a cambio de su alma. Sin embargo, al no tener poder sobre los cristianos, el demonio no puede en realidad cumplir el deseo de Cipriano; intenta enga�arle, poniendo a su disposici�n un simulacro que se parece de lejos a Justina, pero que es s�lo una apariencia diab�lica. Impresionado por la fuerza de Justina y de su Dios, el propio Cipriano se convierte y la sigue en su martirio.

Aparte de la conclusi�n, la estructura del Volksbuch de Fausto es bastante similar, y su adaptaci�n para el teatro, despojada de las numerosas disgresiones moralizantes de la versi�n en prosa, debe parecerse todav�a m�s a la leyenda de Cipriano y Justina: se trata de un mago que recurre al pacto con el diablo para obtener, entre otras cosas, los favores de una joven y el simulacro de la bella Helena de Troya.

Imaginemos que alguien haya tenido la ocasi�n de asistir a una representaci�n teatral del teatro de Fausto, en ingl�s o en holand�s, sin entender una sola palabra. La habr�a tomado por una versi�n pesimista de la leyenda de Cipriano, en la que el mago, en lugar de seguir a Justina en el martirio, ser�a condenado. Parece que �ste fue el caso del propio Calder�n, que, seg�n el testimonio de su amigo y editor J. De Vera Tassis y Villarroel, habr�a pasado diez a�os al servicio de Su Majestad, primero en Mil�n y despu�s en el sur de los Pa�ses Bajos. M�s tarde, sus bi�grafos redujeron este per�odo �nicamente a los a�os 1623-1625. En 1623, compa��as inglesas numerosas ofrecieron representaciones en los Pa�ses Bajos. Sin duda alguna, Calder�n, aunque no comprend�a ni el ingl�s ni el holand�s, asisti� de todos modos. El juego esc�nico le permiti� identificar la leyenda de Cipriano. Vio escenas que ya hab�a encontrado en el teatro espa�ol: el pacto con el diablo, que aparec�a, entre otras, en las obras El esclavo del demonio (1612). Pero pudo tambi�n apreciar las diferencias, que utiliz� en su propia creaci�n teatral: en la representaci�n inglesa, por ejemplo, el pacto ten�a lugar en escena, mientras que en Mira de Amescua se produc�a entre bastidores. Adem�s, el espect�culo ingl�s empezaba con el mon�logo de Fausto, este mismo mon�logo que Goethe transform� en el c�lebre �Mon�logo de los gr�belden Gelehrten�. Calder�n crey� adivinar el contenido a trav�s de la expresi�n esc�nica y lo utiliz� no s�lo en el M�gico prodigioso, sino tambi�n en sus obras: Los dos amantes del cielo, El Jos� de las mujeres y El gran pr�ncipe de Fez. En cuanto al mismo nombre de Fausto, Calder�n lo utiliz� de forma inesperada en la primera versi�n del Magico prodigioso, in�dito hasta 1877. En la leyenda de Cipriano, la joven Justa se transforma en Justina cuando es bautizada. Pero en la primera parte de la obra de Calder�n ella no se llama Justa, sino Faustina.

La historia de Cipriano y Justina hab�a surgido hacia finales del siglo II de la era cristiana. El encratismo condenaba la sexualidad incluso en el caso en que su finalidad no fuera el placer sino la procreaci�n. Ello explica por qu� las actas ap�crifas de los ap�stoles Andr�s y Tom�s relatan diversas conversiones operadas por nuestros h�roes entre las mujeres casadas, a las que induc�an a practicar la continencia. Las reacciones brutales de los maridos y las persecuciones de los ap�stoles no deben sorprendernos: su mensaje era un poco excesivo para este mundo.

La moral de la historia del siglo IV era de orden apolog�tico: demostraba la fuerza del cristianismo. El demonio no puede nada contra una joven cristiana que recita sus plegarias. Convencido de haber servido a se�ores impotentes, Cipriano deserta de su oficio de mago para abrazar la fe de un dios triunfante: el Dios de Justina. En la medida en que el amor de Cipriano por Justina busca su apagamiento, no podr� encontrarlo m�s que en la muerte, puesto que su objeto se revela -gracias a la fuerza del mensaje cristiano- inexpugnable. Cipriano est� obligado al sacrificio, puesto que su magia er�tica no ha dado frutos. Y razona como un brujo hasta el final: su fracaso demuestra la potencia m�gica de Justina, a la que s�lo podr� obtener convirti�ndose tambi�n �l al cristianismo. Pero Justina lo llama igualmente a testificar (�ste es el sentido etimol�gico de la palabra �martirio�) acerca de la superioridad del dios cristiano, y el ex-mago no puede apresurarse m�s a responder a este gratuito ofrecimiento.

Ciertamente, se puede comprender este exemplum piadoso en aquel tiempo en que se exig�a el martirio de los cristianos. Pero �cu�l pod�a ser su mensaje en Yepes, el a�o 1637 -cuando el M�gico Prodigioso fue presentado por primera vez-? Esta vez, Cipriano -como Johan o Jorg Faust- no representa un s�mbolo de la antig�edad pagana vencida por el cristianismo, sino el Renacimiento vencido por la Reforma. Su ejemplo constituye, as�, la renuncia a los valores renacentistas y la conversi�n a los valores de la Reforma, representados por la joven de busto aplanado llamada Faustina-Justina.

En la obra de teatro de Calder�n, el brujo Cipriano se presenta de pronto como un disc�pulo del Renacimiento que ve el mundo como una fascinante obra de arte. A su vez, el propio demonio no hace m�s que repetir las mismas concepciones, demostrando que hab�a sido alumno de Marsilio Ficino y de Cornelio Agripa. Es como si �stos fueran ahora juzgados en su persona por la nueva interpretaci�n p�blica, la de la Reforma. El demonio de Calder�n no es en absoluto una aparici�n transnatural; es s�lo una ficci�n ideol�gica que se expresa como Ficino y Juan Pico, acumulando en �l lo esencial de una doctrina que el publico reformado hab�a aprendido a despreciar y detestar. Es suficiente con escucharlo hablar: Vien / En la fabrica gallarda / Del mundo se be, pues fue/ Solo un concepto al obrarla. / Solo una voluntad lu�o / Esa arquitectura rara / Del cielo, una sola al sol, / Luna y estrellas vi�arras, / Y una sola al hombre, que es / Peque�o mundo con alma. La teolog�a plat�nica de Ficino es la fuente en la que el demonio se nutre de su sabidur�a enga�osa: all� tambi�n el mundo est� considerado como una obra maestra de arte (artificiosissimum mundi opificium) y el hombre-microcosmos (parvus mundus) como el artificio de una naturaleza audaz (naturae audemissimum artificium). La ciencia que posee el demonio es el �arte�, es decir, la magia: en particular puede hacer descender los astros sobre la tierra y convencer a Cipriano de sus posibilidades moviendo una monta�a.

En cuanto al propio Cipriano, aprende nigromancia, piromancia y quiromancia y, para operar, traza unos caracteres, asegur�ndose la cooperaci�n de los astros, de los vientos y de los esp�ritus de los difuntos, en la tradici�n de Marsilio Ficino, Cornelio Agrippa y Giordano Bruno. A decir verdad las operaciones m�gicas no son descritas m�s que muy superficialmente en el M�gico prodigioso. Lo que era importante era establecer una relaci�n directa entre la magia y el demonio, y entre �ste y el Renacimiento, el enemigo n�mero uno de la Reforma. Calder�n lo consigue sin ninguna dificultad. A continuaci�n se concentra sobre lo que podr�amos llamar el �significado libidinal� de la magia, en la ecuaci�n eros = magia que tambi�n procede de la herencia del Renacimiento. Es en este momento cuando entra en juego Faustina, cuyo nombre adquiere un simbolismo bastante preciso, desde que lo ponemos en relaci�n con Fausto.

Antes de ser esencialmente una cristiana (cosa que no sabe Cipriano), Faustina es una mujer, un producto de la naturaleza: y debe ser un producto perfecto debido a su belleza, puesto que tiene muchos admiradores y �stos no dudan en matarse entre ellos para acceder a sus gracias. Sin saberlo ni quererlo, Faustina ha sido creada por la naturaleza para ser un objeto er�tico, una causa de concupiscencia y disensi�n. La contradicci�n y la tensi�n entre el destino natural de Faustina y la aspiraci�n cultural, ac�smica, de Justina se encuentra en medio de la escena de Calder�n.

Como el Fausto de Goethe, el M�gico prodigioso se abre con un �pr�logo en el cielo� en el que el demonio, que est� bajo la dependencia del Se�or, se propone poner a prueba la ciencia de Cipriano y la virtud de Justina. Sigue el �Mon�logo de los gr�belnden Gelehrten�, en el que el joven Cipriano no se revela preocupado, como Fausto, por el problema de la vejez y de la vanidad de las cosas terrestres, sino simplemente por una cuesti�n teol�gica que no logra resolver: �l quisiera comprender qui�n es este dios descrito en un pasaje de Plinio en t�rminos de �belleza absoluta, esencia y causa, todo vista y acci�n�. Intentando separar dos pretendientes furiosos de la bella Justina, hija de Lisandro, el propio Cipriano se enamora de esta maravillosa criatura. Pero �l ignora que en realidad Justina es el nombre de bautizo de Faustina, que �sta no es hija de Lisandro y que, adem�s, �ste tampoco es lo que parece. Lisandro y Justina son ambos criptocristianos, cristianos que se esconden en el interior de una sociedad que les es hostil; Lisandro ha adoptado a Faustina a la muerte de su madre, que hab�a sido una m�rtir cristiana. Y lo que Cipriano ignora igualmente es que Justina ha consagrado su alma y su cuerpo al mismo Dios por el que su madre hab�a sacrificado su vida.

En el fondo, Cipriano s�lo ve en Justina lo que ya no es: la bella Faustina, un producto perfecto de la naturaleza, que ejerce en �l una profunda fascinaci�n er�tica. En el fondo, aunque inocente, la joven no puede impedir lanzar a su alrededor encantamientos m�gicos naturales: ella es la que faustiza a Cipriano, la que lo transforma en Fausto, la que casi le obliga a utilizar la magia er�tica.

Si comparamos el M�gico prodigioso con la leyenda cristiana, vemos que, en Calder�n, un juego er�tico m�s sutil interfiere en la narraci�n, un juego que corresponde perfectamente a las concepciones de la Reforma; es la propia naturaleza la que es pecadora, la que engendra el eros; es Faustina la que, sin saberlo, faustiza todos los males a su alrededor. �C�mo salir de este dilema? La joven todav�a no podr�a emplear los medios refinados de la cultura para debilitar sus encantos, para aplanar su pecho y para adoptar un aire masculino. Para defenderse de los asaltos de Cipriano y de los dem�s, ella dispone s�lo del arma de la meditaci�n y la plegaria. Pero el eros tiene sus propios mecanismos: cuanto m�s es rechazado Cipriano, tanto m�s aumenta su pasi�n. Para obtener el objeto que desea, s�lo le queda firmar, con su propia sangre, un pacto con el demonio, prometi�ndole su alma a cambio de Justina. A su vez, el demonio despliega potentes operaciones de magia er�tica, que deber�an de conseguir entregarle a Justina a pesar de ella. Lejos de llamar en su ayuda a sus horribles cofrades de los abismos infernales, el demonio se contenta con provocar, por sus invocaciones m�gicas, un dulce fantasma er�tico cuya finalidad ser�a la de turbar a Justina, despertar su ser natural demasiado adormilado y suscitar y animar su feminidad. El principio de esta operaci�n descansa en las leyes de la magia er�tica enunciadas por Ficino y desarrolladas por Bruno: hay que actuar sobre la fantas�a del sujeto, teniendo en cuenta sus propias particularidades. Adem�s de confiar excesivamente en el hecho de que Justina es tambi�n Faustina -es decir, un producto de la naturaleza tanto como un producto de la cultura, una mujer y adem�s una cristiana-, el demonio hab�a cometido el error irreparable de no haber le�do el Institutio Sacerdotum del cardenal Francisco de Toledo, que acababa de aparecer en Roma, antes de que Calder�n marchara hacia los Pa�ses Bajos. Si la hubiera le�do, el demonio sabr�a que le era imposible influir en el libre arbitrio de alguien; todo lo que puede hacer se limita a producir fantasmas para actuar sobre la imaginaci�n, pero el libre arbitrio persiste. Se puede acusar al demonio de una cierta ignorancia en el �mbito de la teolog�a, pero no de no haber actuado seg�n las reglas de la magia fant�stica. Hab�a revelado a Justina el mundo de la naturaleza, ba�ado totalmente por el soplo del eros, para despertar en ella los apetitos carnales: Ea infernal abismo,/ Desesperado imperio de ti mismo,/ De tu prisi�n ingrata/ Tus lascivos esp�ritus desata,/ Amena�ando ruyna/ Al virgen edificio de Justina. / Su casto pensamiento/ De mil torpes fantasmas en el viento/ Yo se informa, su honesta fantas�a/ Se llene, y con dulcissima armonia/ Todo proboque amores,/ Los pajaros, las plantas y las flores./ Nada miren sus ojos/ Que no sean de amor dulces despojos./ Nada oygan sus oydos/ Que no sean de amor tiernos gemidos.

La meditaci�n y la plegaria salvaguardan la libre voluntad de Justina, expuls�ndola del mundo natural y ancl�ndola en el mundo de los valores de la religi�n. Los demonios �lascivos� del abismo no consiguen atraerla hacia el mundo de la naturaleza que, por sus �v�nculos� m�gicos, invita a todos los seres al apagamiento de su deseo. El demonio no consigue transformar a Justina en Faustina, al sujeto de la cultura en sujeto de la naturaleza. Pero su fracaso no significa s�lo el triunfo del esp�ritu de la Reforma sobre el esp�ritu del Renacimiento, sino tambi�n el triunfo del principio de realidad sobre el principio del placer. En efecto, la magia er�tica, cuyo presupuesto consiste en la transformaci�n de fantasmas del emisor al receptor, no da ning�n resultado: el demonio s�lo puede ofrecer a Cipriano una apariencia horrible de Justina, un espectro demon�aco. Esto significa que la magia er�tica no es capaz de producir m�s que fantasmas y que el apaciguamiento del deseo que propone no es real, sino tambi�n fant�stico. Dicho de otro modo, las operaciones de la magia tienen lugar en un c�rculo cerrado: la magia er�tica es una forma de autismo.

Ciertamente, esta consecuencia sobrepasa de lejos las intenciones moralizantes de Calder�n, pero no deja de estar impl�cita en el desarrollo de la acci�n. M�s adelante, cuando se apaga el fervor religioso de la Reforma, eso es todo lo que queda: el potente contraste entre la imaginaci�n (principio del placer) y el libre arbitrio (principio de realidad) y la idea de que el autismo m�gico carece de realidad.

A fuerza de triunfar sobre Faustina -su contrapartida �natural�, su propia feminidad, su propio derecho de desear y de gozar-, Justina acaba de triunfar sobre Cipriano. El final de la obra corresponde perfectamente a las intenciones de la Reforma y puede interpretarse f�cilmente seg�n las realidades hist�ricas de la �poca: Cipriano y Justina ser�n unidos en la muerte, lo que significa una victoria completa de la cultura sobre la naturaleza, del libre arbitrio sobre la imaginaci�n, del principio de realidad sobre el principio del placer, de Thanatos sobre Eros. El doble martirio no es m�s que un s�mbolo anacr�nico: seg�n el ideal de la Reforma, si Cipriano hubiera sido un joven sabio recuperado por la Iglesia y Justina una joven virtuosa de senos aplanados, habr�an podido contraer matrimonio y tener hijos, puesto que el fuego del eros habr�a estado apagado entre ellos para siempre.

La revoluci�n del esp�ritu y de las costumbres operada por la Reforma apuntaba a la completa destrucci�n de los ideales del Renacimiento. Este conceb�a el mundo natural y social como un organismo espiritual en el que hab�a intercambios permanentes de mensajes fant�sticos. Era el principio de la magia y del eros, que tambi�n constitu�a una forma de magia.

La Reforma destruye todo este edificio de fantasmas en movimiento, proh�be el ejercicio de la imaginaci�n y proclama la necesidad de extinguir la naturaleza pecadora. Emprende incluso la uniformizaci�n artificial de los sexos, para que las tentaciones naturales desaparezcan. En el momento en que los valores de la Reforma religiosa pierden toda su eficacia, su oposici�n te�rica y pr�ctica al esp�ritu renacentista recibe una interpretaci�n de orden cultural y cient�fico. Pero se trata de una lecci�n que la humanidad ya ha aprendido: lo imaginario y lo real son dos �mbitos distintos, la magia es una forma de autismo, el principio de realidad se opone al principio del placer, etc.

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