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La Hipótesis de Babel

Abril de 1992

Desde los inicios de la filosofía hasta nuestros días pensadores de las más diversas corrientes se han obsesionado con encontrar una definición de este ámbito del saber. Pero, pese a que se han hecho grandes esfuerzos en esa dirección, los filósofos aún no han podido dar con este cometido. Ni siquiera la definición nominal de la filosofía, según la cual ésta sería un amor a la sabiduría (del griego ϕιλο que significa amistad o amor, y σοϕία que quiere decir sabiduría) tendría algo que ver con esta disciplina en la actualidad. Más bien, parece ser que por su propia naturaleza, la filosofía estaría permanentemente escapando a cualquier intento de definición. Este rasgo que acusa históricamente el quehacer filosófico tiene que ver centralmente con una obsesión por la totalidad y universalidad de la verdad que, en mayor o menor medida, ha perseguido a todos los filósofos a largo de la historia. Lo universal de la verdad que la filosofía promulga haría que esta disciplina fuera una ciencia indefinible, cuyo objeto de estudio (el saber total) no puede ser clasificable ni discernible, dada la compleja cuestión de su contenido.

En el presente texto no pretendemos sumarnos a ninguna de las definiciones tradicionales de la filosofía. Tampoco es nuestra intención dar una definición propia de ella, pues quizás sea esa una labor imposible. Lo que intentaremos hacer aquí es aproximarnos a la filosofía, por medio de una lectura e interpretación de sus grandes gestos, los cuales han determinado, a lo largo de la historia, una tradición filosófica rica en contenido y profunda en reflexiones. Esta lectura, por tanto, debiera ser sinónimo de un esfuerzo nuestro considerable, no sólo por pensar la filosofía, esto es, pensar lo pensado por la filosofía, sino además, por pensar en los límites la filosofía, vale decir, pensar filosóficamente. De este modo, nuestro ejercicio reflexivo no puede ser en ningún caso ortodoxo, sino que debe tener la plasticidad suficiente y la apertura necesaria para acceder a un terreno genuinamente filosófico.

Si ponemos nuestra atención no en lo que los estudiosos de la filosofía nos han dicho tradicionalmente de ella, sino más bien, fijamos nuestra mirada en los grandes gestos del quehacer filosófico, lo primero que puede advertirse es que, pese a la diversidad de filosofías que hay, persiste en todas ellas un interés común, que puede ser leído sin grandes dificultades. Esta cuestión del “interés filosófico”, esto es, del “interés” como una categoría no tradicional de la filosofía, resulta ser clave para el análisis estructural que pretendemos llevar a cabo. De acuerdo con esto, toda la filosofía y sus formas afines se nos habrían revelado históricamente como un campo de interés determinado por las diferentes necesidades que el poder social, conforme a su estadio de evolución, habría jerarquizado para la configuración de la cultura y la sociedad. De ese modo, la filosofía no habría sido nunca un saber puro o desinteresado, como lo pretende la tradición, sino más bien, ella habría sido expresión de un saber maleado por los intereses particulares, que determinan las jerarquías sociales y las condiciones materiales de existencia en los diversos planos del quehacer social e individual. No está claro aún, sin embargo, con esto, cómo podría la noción de interés explicarnos un poco más acerca de la filosofía. Puede ser, quizás, que el ejercicio de pensar las cosas en sus límites no sea algo a lo que estemos habituados, y por esa razón, se nos aparezca, en principio, como una cuestión sumamente compleja y difícil de llevar a cabo. Pero el intento de aproximarnos a la filosofía, no sólo mediante la tarea de pensar sus límites, sino además, mediante la labor de pensar en sus límites, sigue siendo, según lo estimo, la mejor forma de tratar de entender la filosofía.

Volviendo a la noción de interés e intentando desplegar el horizonte conceptual en el que dicha categoría se liga con la filosofía, vemos cómo los inicios de esta disciplina debieron haber estado unido a un interés determinado. De acuerdo con Hegel, desde Platón hasta los filósofos modernos, el interés que da origen a la filosofía, se liga centralmente al interés por la comunidad. De tal modo que, desde sus inicios, la filosofía se nos habría revelado como un proyecto político. Hegel constata muy bien que la filosofía se constituye como tal siempre cuando la unidad desaparece de la vida de los hombres y da paso a la desintegración de la comunidad toda.

Ahora bien, el sueño de una comunidad única y una comunicación planetaria, esto es, la realidad del mundo como una aldea global, absolutamente unida y comunicada, habría constituido en toda época la gran utopía del hombre occidental. Históricamente el hombre habría estado preocupado por alcanzar la plenitud, por medio de la construcción de una comunidad única, para lo cual habría utilizado diversos relatos que, con el correr del tiempo, serían agrupados bajo la común denominación de filosofía. Pero la condición de posibilidad de todos esos relatos no se habría hallado tanto en sus reales posibilidades de éxito como en la unidad del lenguaje que la condiciona. El lenguaje aparecería así como la condición que hace posible no sólo la filosofía, sino también, la utopía de una comunidad única. Bajo la idea de una sola comunidad humana subyace la exigencia de una sola lengua para todos los hombres, esto es, el factum de una comunicación plena. No hay una comunidad única si no hay una comunicación total y sin reservas entre los hombres, comunicación total que presupone la unidad del lenguaje y plenitud de la significación. Para revisar las condiciones de posibilidad de esta gran utopía, que tiene como presupuestos la unidad del lenguaje y la comunicación total, quizás sea propicio desplegar aquí una metáfora basada en el mito de la torre de Babel. Todos seguramente recordarán los detalles de este mito. Para los fines que perseguimos aquí, sin embargo, bástenos con saber que el mito cuenta la historia de un pueblo que quiso edificar una torre a orillas del Eúfrates para escalar al cielo. Pero la sola idea de llevarla a cabo molestó tanto a Dios que, para impedir que tal empresa prosperara, éste introdujo una confusión en la lengua de los habitantes de ese pueblo. Así, hablando cada uno una lengua distinta, no pudieron comunicarse ni tampoco terminar su proyecto. Babel es una metáfora que representa aquí no sólo la dispersión y la disolución de la lengua, la incomunicación total y la primacía del significante por sobre el significado, sino que, además, constituye un referente para la filosofía occidental, cuyo proyecto es la construcción de un mundo en medio de este in-mundo. De este modo, Babel sería sinónimo también de la disolución del orden y la comunidad, disolución que presupone la aparición del deseo, como una categoría que, implícita en toda forma de vida humana, disuelve las formas regulares de vida e instala un proceso de deterioro total.

En Babel se expresa el fin de la unidad del lenguaje, la dispersión de éste como medio de comunicación, y por tanto, la disolución del sueño de una comunidad única. Después de Babel, el lenguaje es un medio de comunicación que no comunica, o dicho más rigurosamente, es un medio de comunicación que intenta comunicar pero que estrictamente no lo hace, pues dos lenguas no dicen lo mismo en el plano de la identidad de los pueblos que las hablan. Cada lengua genera su propio conjunto de significados, determinando por medio de ella su religión, su cultura, su filosofía, su ciencia, etc. Por eso, si cada lengua genera su propia cultura, su propia forma de vida, la lengua no es ya simplemente un medio de comunicación, sino que es, ante todo, un lente óptico, por medio del cual se observa en forma diferente el mundo. La diferencia lingüística es fundamental entonces en el problema de la identidad, pues la lengua cambia y se transforma en la medida que cambian las situaciones concretas. Por esa razón, la filosofía históricamente se habría obsesionado por la unidad del lenguaje, ficcionando con la posibilidad de una lengua filosófica y universal, en la que habría cifrado todas sus esperanzas de una comunidad única. En tal convicción, parafraseando a Thayer, “la filosofía aseveraría que su saber sobrevuela la geografía lingüística manteniéndose invariante frente a los campos de interés. Tal declaración propone que la filosofía y la verdad que ésta promulga serían finalmente extra-lingüísticas, pues, la ficción de la supra-lingüisticidad de su verdad, habría sido imprescindible para garantizar una zona de universalidad que no sería posible desde el suelo babélico de la lengua”. Toda verdad caída en “idiomas” particulares, por ende, se particulariza. El ideal supra-lingüístico de la verdad que propone la filosofía, habría conseguido también borrar la diferencia experiencial que cada idioma entraña, en una concepción instrumental del lenguaje como medio de comunicación, que al expresar una verdad superior es anterior al dialecto. Pero esta disolución de la comunidad no es una cuestión tan sencilla. Ella comporta de hecho elementos histórico-lingüístico que la distinguen. La comunidad así disuelta esta caída, por tanto, en el factum histórico del babelismo de la lengua; y es precisamente en ese caída que consiste su peculiaridad. Solo la universalidad pre-lingüística salvaguardaría la diversidad dialectal que provoca la disolución de la comunidad. Por eso, la filosofía que se propone la verdad universal, esto es, la verdad supra-lingüística superior y anterior al dialecto, no se propone sino la unidad de la comunidad, vale decir, la reunión teológico-político de la diversidad.

Esto último no es, sin embargo, tan exacto como en principio se nos aparece. Cabe agregar a ello, que si bien es cierto esta tendencia ha definido la filosofía y el curso de la misma a través de la historia, ella no podría ser imputable a todo el conjunto de cosas que se agrupan bajo el nombre de filosofía, pues esta disciplina también ha sido expresión de un principio disolvente de las formas regulares de vida y una puesta en crisis de los sistemas de habitualidad. Esta última tendencia en la filosofía ha caracterizado su quehacer en los últimos años, y es a eso a lo que en un sentido restringido nos permitiremos llamar en este curso indistintamente como episteme unmaking, o simplemente como deconstrucción.

Con lo dicho hasta aquí tenemos los elementos suficientes como para desplegar una primera imagen sobre la filosofía. Ello, sin embargo, no es suficiente a la hora escrutar todas sus posibilidades, pero nos ofrece, en cambio, un marco teórico en el que situar nuestra reflexión y avanzar en nuestra comprensión de la filosofía. Por esa razón, el discernimiento de la filosofía como un proyecto teológico-político-gramatical, cuya teleología se identifica con la consecución de la plenitud del sentido, la comunicabilidad total y el sueño de la comunidad única, debe entenderse siempre como un punto de partida hacia el que constantemente habría que retornar en las siguientes consideraciones.

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