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LA TEORÍA CRÍTICA DE LA ESCUELA DE FRANCFORT

Por Maurice Laconte

Noviembre de 1994

I. LA PERDIDA DEL PRINCIPIO DE REFLEXIÓN

La noción del capital como un proceso global, esto es, como una operación totalitaria, que al producir la subjetividad capitalista y la subjetividad asalariada instala la lucha de clases, en el más amplio sentido de la palabra, constituye el punto de partida del que arranca el análisis y la crítica de la escuela de Francfort. Ante tal comprensión del capital, lo que preocupa a Francfort es que la teoría de la revolución se vuelve una cuestión muy compleja. Esto, porque la perspectiva de un metasujeto (el capital como operación totalitaria), supondría un proceso en el que la totalidad de los momentos subjetivos quedarían clausuradas a la pertenencia del capital. El capital, subsumiría, de acuerdo con Francfort, todos los espacios de subjetividad posible, y la pregunta que interroga por las condiciones de la revolución se haría cada vez más necesaria. Dicho de otra forma, si todo pertenece al capital, ¿qué es aquello que podría restarse a éste como metasujeto, esto es, como proceso total, y que por restarse podría precisamente combatirlo? ¿Qué sería aquello que podría confrontarse al capital, no como una clase que se confronta a otra clase (pues en tal caso eso no sería sino una reedición de la lucha de clases) sino como algo que, confrontándolo, suprimiría la lucha de clases? Pues, dado que la instalación del capital en el mundo no es sino la instalación de la lucha de clases, cuando hablamos de algo que se confronte a él, no estamos sino hablando de algo que se confronte a la lucha de clases, esto es, de algo que pretenda erradicarla. En ese sentido el pensamiento de Marx no es un pensamiento que promueva la lucha de clases, sino por el contrario, es un pensamiento que promueve el fin de ésta. Esta figura del capital como totalidad que prefigurábamos en Marx es la que nos instala de lleno en la escuela de Francfort, en la medida en que el problema esencial de esta escuela es el problema de la crítica. La crítica, como momento esencial de la modernidad, no es otra cosa que un momento revolucionario en el que se posibilita toda teoría del progreso. En otras palabras, la crítica en la modernidad es sinónima de la noción de revolución. La revolución es el progreso, y, por lo mismo, también, la crítica es el resorte del progreso. Ya en Marx se puede apreciar una dificultad teórica para el planteamiento de la crítica, en la medida de que al parecer no hay nada que se oponga en sentido estricto al capital: en la medida en que todo lo que hay es producido desde el capital, no se ve cómo plantear una subjetividad que se sustraiga de las operaciones de éste, y que, por esto mismo, lo confronte. Sin embargo, a pesar de que todo lo que hay es producido desde el capital, existe aún la posibilidad de instalar una subjetividad que no surja desde éste, y que, por esto, pueda restarse a sus operaciones. Esta cuestión de las subjetividades que pueden sustraerse al capital es lo que de aquí en adelante denominaremos como el problema del resto. Esto es sumamente complicado, porque, en principio, todo lo que sea capaz de sustraerse a las operaciones del capital, como operación totalitaria, puede ser considerado como un principio de cambio, esto es, como un principio revolucionario. Por eso, la pregunta por el factor crítico sólo debe entenderse en el contexto de la posibilidad de que la crítica pueda estar toda ella subsumida en el capital, y, por esto mismo, formar parte de éste. De esta manera, podemos decir que el problema en el que se instala la escuela de Francfort es el siguiente: cómo reinstalar la teoría crítica, cómo volver a plantear el proyecto moderno como proyecto revolucionario. Para la escuela de Francfort es necesario repensar la modernidad, en la medida en que es justamente la crítica la que ha hecho crisis. En este contexto, podemos decir que el núcleo teórico y central de la escuela de Francfort, esto es, aquello que Francfort se plantea, en términos generales, a partir de Marx y sus antecedentes filosóficos como Hegel y Kant, es la revaluación del proyecto moderno de la ilustración. Esa revaluación del proyecto moderno no es un abandono de la modernidad, sino una nueva forma de lectura de ésta. Esa revaluación arrancaría del diagnóstico de un hecho bastante concreto que podría señalarse como un hecho epocal y global. Este hecho es que la modernidad ha fracasado en sus objetivos. El proyecto de la modernidad, lejos de haber cumplido con su meta de la producción de un mundo emancipado y liberado, lo que ha producido es lo contrario: el sometimiento totalitario. Ahora bien, para la escuela de Francfort, una de las formas más logradas de sometimiento totalitario ha sido el fascismo, como una culminación inesperada de la modernidad. Pero no sólo el fascismo. Más adelante se va a integrar al análisis negativo de la modernidad, el análisis de las democracias formales europeas, así como también, las democracias reales, los socialismos tecnificados o positivistas, etc. De tal manera que una revisión simple de lo que hasta ahora han sido todas las grandes filosofías de la historia, lo que nos mostrarían es que, en todos los casos, lo que se ha sacrificado ha sido el individuo (el sujeto). Por esa razón, la revaluación de la modernidad tiene que ser hecha en términos epocales. Este diagnóstico, sin lugar a dudas, tiene que ver centralmente con Theodor Adorno, cuando en su libro Dialéctica del iluminismo dice: “La razón ilustrada que tenía como fin quitar al hombre el terror de sí mismo y del más allá, que anhelaba convertir al hombre, en su diversidad individual, en amo y señor de la naturaleza y de sí mismo; en premisa, en principio, en sujeto de la historia, culmina contemporáneamente en un proceso de barbarie civilizada. La tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura: los fascismos reales, el capitalismo y el positivismo; los socialismos reales y el economicismo; las democracias formales, la democracia, la tecnocracia, la razón instrumental; el crecimiento del estado y de su capacidad de control e intervención, o domesticación, etc. El homo faber devino homo fabricator, enteramente funcionalizado y construido, unilateralizado por la racionalidad aplicada, emplazada como razón de Estado, razón burocrática, razón pedagógica, razón informativa, razón política”. La cuestión central que se está marcando en este texto es la pérdida de la subjetividad, esto es, la crisis del sujeto. La crisis del sujeto significa la crisis del principio reflexivo, y la crisis de la autonomía, pues el sujeto es siempre el principio de la emancipación. Ahora bien, esta cuestión que la escuela de Francfort denomina la pérdida del principio de reflexión y por lo mismo, la pérdida del principio de emancipación, no puede sino pensarse como la cuestión central a partir de la cual arranca el análisis que Francfort hace de la modernidad. Sin lugar a dudas que el horizonte que la escuela de Francfort tiene para hacer dicho análisis es el proyecto filosófico del idealismo alemán. De tal manera que cuando Francfort plantea la vuelta al principio de reflexión no está sino planteando la vuelta al idealismo alemán. Kant, Fichte, Schelling, Hegel aparecen ahora como un referente necesario para la escuela de Francfort, en la medida en que ellos constituyen un núcleo de pensadores representativos del idealismo alemán que se oponen a Napoleón como símbolo de la verdad francesa. En cuanto símil de esto, Napoleón representa una concepción de la verdad como verdad técnica, esto es, como una verdad, antes que nada, al servicio de los intereses del Estado imperial. Al mismo tiempo, también, habría que señalar la idea de la construcción de un sistema totalitario, diseñado plenamente desde un principio céntrico que prefigura justamente los enunciados cartesianos: la idea de un sujeto céntrico a partir del cual se ordena la totalidad con arreglo a un solo principio. Esta esencia de la verdad técnica es algo respecto de lo cual los filósofos alemanes intentan reaccionar fundando la universidad de Berlín (Estrictamente hablando esto constituye una reacción de Prusia entera). La universidad de Berlín tuvo como política instalar un concepto de verdad esencialmente opuesto al concepto de verdad cartesiana como verdad técnica: un concepto de verdad que los alemanes piensan que es natural de Alemania, como un concepto alemán de la verdad, en oposición a un concepto francés de la verdad. Ahora bien, lo que los alemanes pretenden al oponer al concepto francés de la verdad una verdad alemana es, sencillamente, desplegar en ese contra-concepto, algo que se ligue centralmente con su noción de Espíritu. De lo que se trata entonces es de entender la verdad como verdad espiritual, en donde todo esto signifique que la verdad se haga necesaria para el desarrollo del espíritu, como vida del Espíritu, como única vida humana. Es en este contexto en el que se puede entender que la vida emancipada no sea sino la historia del Espíritu. El espíritu se busca a sí mismo: busca su desarrollo. Y por medio de sí mismo, el Espíritu finaliza en sí mismo. En ese orden de ideas, digamos que incluso la historia no está hecha para el dominio externo, sino que, al contrario, el dominio histórico tiene su finalidad al interior del Espíritu. De tal manera que el constructo alemán supone la construcción del Espíritu; y esa construcción del espíritu no puede ser, en sentido estricto, institucional (esto es: no puede instituirse técnicamente), sino que debe ligarse al principio reflexivo. En otras palabras, digamos que la institución del principio espiritual es la institución de la reflexión. De este modo, podemos decir que los alemanes fueron quienes determinaron un concepto de verdad y de universidad como verdad reflexiva y universidad filosófica (Alemania) por una parte; y por otra, como verdad técnica y universidad napoleónica (Francia). La relación entre el idealismo alemán y la escuela de Francfort se hace mucho más estrecha en Kant, en la medida en que es éste pensador el que pone el principio de reflexión como un principio motor de la historia. La pérdida de este principio que acusa Francfort puede muy bien traducirse como el triunfo del dominio napoleónico, y finalmente, como la instalación del positivismo. De tal manera que las ciencias y la racionalidad moderna, al realizarse en la tecnociencia, lo que está haciendo, en otras palabras, no es sino concretar el proyecto de dominación de la naturaleza, en el sentido del cumplimiento del cartesianismo. Sin embargo, en esa operación de dominio, el sujeto dominante sucumbe también bajo las propias redes de su dominación. En otras palabras, lo que queremos decir es que este sujeto, que siempre se mantuvo crítico y distante de sus propias reglas y operaciones (en el sentido de un sujeto que no se deja sujetar ni siquiera por sí mismo), habría caído como objeto material de dominio, bajo su propia dominación: este sujeto habría sido entonces regularizado y calculado. El amo y señor termina siendo entonces un objeto: el sujeto se habría vuelto objeto de sí mismo. Ahora bien, habría que decir que Francfort no es simplemente una vuelta al idealismo alemán, sino más bien, que es un retorno al idealismo alemán pero a través de Marx. Y es eso precisamente lo que posibilita que Francfort pueda tomar textos de Kant como el Qué es la ilustración y partir de allí releer el proyecto de la modernidad. Esto es porque en este texto de Kant aparece una definición de la ilustración como un fenómeno análogo a la mayoría de edad. La ilustración, según Kant, no es como el niño que obedece (principio de la heteronomía), sino que es como el adulto que se ordena a sí mismo (principio de la autonomía). En otras palabras, la ilustración sería sinónima de no recibir la ley de otros, sino de sí misma. Este principio que está afincado en la cuestión crítica, pensado al mismo tiempo como una filosofía de la emancipación, sería lo que habría sucumbido. Dicho de otro modo, el principio de reflexión, como principio central del sujeto moderno, es el que ha sucumbido en una operatoria que ya no reflexiona, que ya no pregunta por las condiciones de sus operaciones, sino que simplemente opera. Y opera sin preguntarse por las condiciones, esto es, por sus límites o fundamentos de su operación. Esta cuestión de operar a partir de una axiomática, sin interrogar las condiciones de esa axiomática, es lo que Francfort va a señalar como lo irreflexivo. Esta acusación está dirigida principalmente hacia la tecnología. La razón técnica, en la medida que no pregunta por sus fundamentos y condiciones, se ha revelado como un ámbito irreflexivo. Dicho en otras palabras, lo que Francfort señala es que la razón o la libertad expresados como técnica y no como principio interrogativo o crítico, sería el momento en que la razón se ha vuelto irracional. Y se ha vuelto irracional precisamente porque ya no es libre: esto es, porque ya no es una razón que se emancipe, sino que es una razón que descansa y opera a partir de una axiomática. Para comprender mejor esta cuestión, representémonos la figura de los técnicos y profesionales que manejan un sistema axiomático y una metodología que les permite operar, controlar y vigilar objetos. En esta figura de hombre, el profesional, que como operador de métodos es excelente, lo que encontramos realmente es a un tipo de hombre atrapado en sus operaciones y axiomática, esto es, a una figura humana que no tiene la posibilidad de hacerse una pregunta fundamental por las condiciones de su profesión. Más aún, es muy probable que si se hace esta pregunta se transforme en un mal técnico, pues cualquier operador que se interrogue por las condiciones de su operación entorpece su operatoria. Esta cuestión, según Francfort, es lo que se expresa en el positivismo, ya que esta ideología constituye al interior de la filosofía aquella razón que se ha vuelto irracional.

II. LA DOBLE CRÍTICA AL POSITIVISMO

Las investigaciones sobre lógica y metodología de las ciencias que elaboró el positivismo y que fueron llevadas a una radicalización por el positivismo lógico, lo que enfatizaron fuertemente fue la separación entre el ser y el deber ser. La escuela del positivismo lógico se definió a sí misma como una policía de aseo del lenguaje de las ciencias, que lo que pretende es erradicar del lenguaje de las ciencias todo lenguaje no-científico o pseudo-científico. Ahora bien, el lenguaje no-científico es el lenguaje de la valorización. La ciencia no valora sino que describe. De tal modo que la tarea fundamental del positivismo lógico consistirá en separar hechos de valores. El método científico, por lo mismo, al aplicarse al estudio de los fenómenos naturales o sociales, debe evitar todo juicio y todo enunciado de tipo normativo o valorativo. El juicio de valor no es susceptible de verificación o falsificación. No es metodológicamente decidible. De tal manera que el positivismo se va a pertrechar en una epistemología que distingue radicalmente entre conocimiento empírico y juicio de valor. Por tanto, va a rechazar toda ideología y toda filosofía de la historia, porque todas estas han tenido siempre cierta pretensión de cientificidad, y sin embargo, no han sido sino puras valoraciones. Todas estas grandes ideologías se hacen pasar por ciencia, incluso por una forma de conocimiento superior al de las ciencias, en virtud que no son más que una barrera que detiene el desarrollo de las ciencias. Luego, el positivismo se considera heredero crítico de la ilustración: en el sentido de que así como la ilustración criticó los fantasmas religiosos, el positivismo critica ahora los fantasmas ideológicos. El positivismo dio un golpe central al corazón mismo de la modernidad y de la ilustración en la medida en que abrió una crítica radical a la idea de progreso. La idea de un sentido y una finalidad de la historia, la idea de una teleología del reino de la libertad y del reino del hombre, la reconciliación, la paz dialéctica, etc., todas estas ideas el positivismo las habría criticado como ideologías, como pseudo-saber. Las grandes metas de la razón ilustrada se habrían revelado en el positivismo como ideales en sentido negativo, es decir, como valoraciones. Ideales y valoraciones carentes de un lenguaje racional y de un lenguaje científico. De tal manera que el positivismo pretende también expulsar del campo de la racionalidad reducida al axioma, esto es, del campo de la metodología científica, toda implicancia política. De ese modo, el quehacer científico del positivismo queda operacionalmente excusado de su dimensión política y ética. Ahora bien, la separación entre hechos y valores conduce a la separación entre teoría y praxis; o mejor dicho, entre ciencia y política. Esta separación implica también la separación entre saber y sociedad. El único vínculo que el positivismo va a mantener entre ciencia y sociedad, entre ciencia y política, es la técnica: pues desde el punto de vista del positivismo, la única vía de solución de los problemas sociales es técnico. Y no sólo la solución, sino además la problemática tiene que ser técnicamente planteada. Luego, el control de la sociedad no debe estar entregado a las manos de la opinión pública, sino que a las manos de los técnicos y profesionales. Son los profesionales los que deben dirigir la sociedad: esto es, es la tecnocracia la que debe dirigir la sociedad. De este modo, los problemas sociales solo se vuelven problemas racionales si están científico-técnicamente planteados. La sociedad no tiene problemas racionales sino como problemas técnicos: luego, los problemas económicos deben ser resueltos sólo por los economistas, los problemas sociales sólo por los sociólogos o psicólogos sociales; es decir, por los positivistas o científicos sociales, etc. De este modo, lo que el positivismo va a hacer es desterrar a la opinión pública, distanciándose por ello del modelo liberal de opinión pública levantado por Kant en el siglo XVIII, como la figura o la idea de un pueblo que habla en voz alta. Ahora bien, habría que decir, en justicia, que la opinión pública, modernamente hablando, ha sido más bien destituida y reemplazada por la construcción de la opinión en la industria cultural. Y cuando decimos que la opinión pública es conducida y formada por una industria cultural, estamos pensando fundamentalmente en Hollywood, o en Walt Disney. Hollywood o Disney como una industria de paradigmas de modelos de comportamiento. En otras palabras, lo que queremos decir es que el diseño de la vida del hombre actual ha sido creado en gran medida desde esa industria cultural; diseño que es, en todo caso, un diseño técnico de la vida, un diseño técnico-capitalista. Independientemente de que ese diseño sea socialista o americano, en ambos casos es técnico. En la forma americana este diseño es más disperso que en la forma socialista, en el sentido de que en esta forma el capital no está representado en la figura del Estado, o en un centro, sino que, más bien, sería designado en la figura de los capitalistas. En ese sentido, la industria cultural también se dispersa, pero su finalidad no sufre cambios por esa dispersión, pues sigue siendo la misma: sigue respondiendo al mismo principio de producción de subjetividades. Ahora bien, digamos que lo primero que advierte Francfort en relación con el positivismo es que existe una gran contradicción. Esta contradicción consiste en que el positivismo es igualmente una ideología, una filosofía de la historia. El positivismo, que ha pretendido desterrar del plano de las ciencias toda ideología, es él mismo una ideología, al proponer como meta o finalidad o vía de acceso para el tratamiento de la realidad, ya sea social o natural, la técnica. En otras palabras, existe un metarrelato de la historia desde el positivismo que lo presenta como no-neutral sino como esencialmente ideológico. El positivismo es entonces la ideología de la tecnociencia. Sin embargo, esta crítica hecha al positivismo por la escuela de Francfort no es, ni con mucho, la más relevante. Lo que Francfort va a elaborar como la crítica esencial al positivismo es lo que dice relación con la pérdida del principio de reflexión. Dicho en otras palabras, lo que Francfort critica al positivismo es que estos habrían omitido un principio esencial de la razón. El positivismo habría reducido la razón al axioma, y a las acciones que se hacen a partir de los axiomas, olvidándose que la razón consiste fundamentalmente en la pregunta por el sentido. Lo que Francfort reclama no es que la práctica científica tenga que hacerse permanentemente la pregunta por el sentido, sino que, lo que reclama es que el concepto de razón haya sido monopolizado por la práctica científica. En este orden de ideas, lo que la escuela de Francfort va a decir incesantemente es que el fundamento de las ciencias no es científico; ni siquiera el fundamento del método científico es el método científico. El método científico no es más que el producto o resultado de algo que no pertenece al método científico. La procedencia o suelo en el que surge una racionalidad no responde a los cánones ni a los límites de los axiomas de tal racionalidad. Lo lógico, por ejemplo, brota de lo ilógico; la generosidad del egoísmo, etc. Pues la zona de procedencia no está sujeta a las mismas leyes que la zona de emergencia. En ese sentido, entonces, podemos decir que el método científico no es neutral, sino que descansa en un interés. Ese interés hay que entenderlo como un interés particular, de manera tal que al descansar la ciencia en un interés, descansa también en una particularidad. Toda ley universal descansa en algo particular que se trasviste de universalidad. De este modo es que el método científico se instala como una ideología imperial.

III. HABERMAS Y MARCUSE

Al parecer Habermas sitúa la teoría crítica sólo en la Escuela de Francfort. Lo que desconoce Habermas es que de esta concepción de la teoría como crítica habría estado exento tanto el mundo griego como el empirismo. De acuerdo con esto, tanto la teoría analítico empírica como el mundo griego habrían considerado todo aquello que pertenece al ámbito del conocimiento como algo esencialmente puro, esto es, como algo zafado, por decirlo de algún modo, de los intereses. El positivismo realiza la operación de separar ciencia o método científico de ideología o campo de interés no por una cuestión antojadiza, sino porque aparece como una tarea profundamente necesaria e indispensable. La limpieza en el lenguaje científico de todo tipo de valoraciones, de todo tipo de residuos fantasmales, teológicos o teleológicos, ha de adjudicársela el positivismo como una crítica de esos fantasmas. En otras palabras, continuar el trabajo de la ilustración. Lo que el positivismo va a criticar son los fantasmas ideológicos típicos de la modernidad, como por ejemplo, la idea de progreso. La idea de progreso no pertenece al lenguaje científico, no es ni siquiera comprobable empíricamente, sino que supone la instalación de un valor trascendente puramente retórico. En ese sentido el positivismo pretende ser una ciencia desinteresada, es decir, una ciencia que está desligada de lo esencial del hombre y desligada, por lo mismo también, de sus fundamentos. Lo que ocurre gracias al positivismo y a las ciencias empírico analíticas es que se ha operado una reducción del concepto de razón al método científico; en otras palabras, racional para el positivismo pasará a ser todo lo que cabe dentro del campo de las ciencias y del método científico. El ámbito de la libertad, entonces, entendida como razón, se reduce a la idea de que la única libertad concebible es la que se da dentro del método científico. Todo lo demás obedece a un ámbito de irracionalidad, y por lo mismo entonces, de enajenación. Si la razón se entiende, por una parte, como principio de la libertad y la emancipación, y por otra parte, la razón es reducida a la ciencia, la única libertad posible es aquella que se da en el método científico; más aún, la libertad se posibilita solo desde la ciencia. De manera tal que las soluciones de los problemas humanos, así como los planteamientos de estos mismos, deben hacerse dentro de la ciencia por especialistas, esto es, por economistas, psicólogos, sociólogos, etc.; en una palabra, por técnicos. Merced a esto, Marcuse cree advertir una analogía entre capitalismo y positivismo. Ahora bien, es preciso dejar en claro que cuando Marcuse dice capitalismo lo que está pensando no es un capitalismo yanqui, o un capitalismo como aquello que ha sido producido por el mundo americano. Lo que Marcuse está haciendo, en otras palabras, es pensar el capitalismo en términos marxista. De manera tal que lo que Marcuse piensa cuando dice capitalismo no es sino la modernidad. Pero el capitalismo en Marcuse no es sólo sinónimo de modernidad sino también de positivismo e ilustración. De manera tal que, para Marcuse, la ecuación capitalismo igual modernidad, igual positivismo, igual ilustración, es perfectamente coherente. En efecto, Marcuse piensa que el capitalismo como modernidad va de la mano del positivismo. Si nos detenemos a pensar con mayor profundidad podremos advertir las fuertes razones que llevan a Marcuse a pensar esto. En primer lugar, porque si se piensa la operación total del capital como la operación de un sujeto en crecimiento lo primero que podemos constatar es que, lo que el capital requiere para su propio crecimiento es su plusvalorización. Ahora bien, si pensamos que la plusvalorización está concentrada en las fuerzas de trabajo, podremos constatar como segunda cuestión importante que mientras más técnica, o dicho de otra forma, mientras más ilustradas sean las fuerzas de trabajo, más suave se vuelve la plusvalorización. En otras palabras, lo que queremos decir es que el capital necesita para su crecimiento de la plusvalorización, y la plusvalorización necesita para su mejor realización de la técnica. El capital tendría que ver entonces con una historia que se capitaliza: es decir, la historia como un proceso de capitalización, como desarrollo de un proceso de crecimiento. A mayor historización de las fuerzas de trabajo mayor desarrollo histórico, y por lo mismo, mayor desarrollo del capital. Por esto mismo, también, la ilustración como una ideología central de la modernidad, al pretender emancipar al género humano a través de la educación, va de la mano con la idea de emancipar al género humano a través de la producción de riquezas. La educación masiva del pueblo es necesaria a la operación moderna porque en la medida en que haya mayor ilustración de las fuerzas productivas habrá mayor producción; y en la medida en que haya mayor producción habrá mayores riquezas y ganancias; y en la medida en haya mayores ganancias habrá mayor felicidad. De modo tal que todas estas nociones se ven ligadas. La idea de riqueza va de la mano con la idea de ilustración, pues la ilustración es enriquecimiento. Son estos los argumentos que Marcuse maneja para plantear la unión entre positivismo y capitalismo. Esta unión Marcuse la piensa como una política, esto es, como una cuestión que responde a un interés sectorial: pues el capitalismo no es la única forma económica posible, y la ilustración técnica o científico-técnica (ilustración positivista) no es la única ilustración posible. Marcuse ve entonces que tanto el positivismo como el capitalismo paulatinamente se han ido transformando en un imperio hegemónico y total. Su lógica se habría expandido incluso en los países socialistas. El socialismo, que al principio podría entenderse como una contención del capitalismo, o como la posibilidad de sobrepasar la lógica del capital, no ha sido realmente eso. Pues en los países socialistas operó la misma lógica económica de la producción, de la capitalización, del enriquecimiento, de la reunión, y finalmente, no de la dispersión del gasto en consumo bruto, sino de la producción que se capitaliza; al mismo, también, es preciso integrar al análisis la necesidad de ilustrar a la población. La raíz común entre capitalismo y socialismo residiría en esta lógica de la capitalización. Es decir, ambas son economías esencialmente modernas, en el sentido fuerte de esta palabra, como economías de la producción, de la capitalización y del enriquecimiento. Es por este mismo motivo que este tipo de economías requiere de una educación técnica. Son economías que tienen al positivismo como ideología central. En ese sentido entonces, esto que Marcuse llama positivismo aparece como una lógica planetaria que no tiene resistencias. Tanto en las democracias como en el socialismo el positivismo ha ido tomando el mando. Para Marcuse, el hecho de que el positivismo y el capitalismo sean universales no significa que sean una forma universal de la humanidad; en otras palabras, no significa que la humanidad sea esencialmente positivista y capitalista, sino que se ha vuelto así: y esto denota la formación de un imperio. O sea, la modernización del planeta, en Marcuse, se identifica con la noción de imperio. Sin lugar a dudas que esta es una nueva forma de imperio que podríamos llamar como predominio fáctico. Este predominio fáctico como nueva forma de imperio es, al mismo tiempo, discriminatorio, en el sentido de que se vuelve total, subsumiendo en ella formas de vida que no tenían que ver con economías capitalistas. Luego, cabe preguntarse ¿Qué ha ocurrido con la modernidad? ¿Qué ha ocurrido con el proyecto filosófico moderno que se pensó siempre a sí mismo como proceso de emancipación, como filosofía de la libertad? ¿Qué ha ocurrido con la ilustración y la modernidad que se aventuraron a la conquista de una forma de vida emancipada, y no han logrado sino todo lo contrario, en ves de una vida emancipada, formas imperiales totalitarias, coactivas, disciplinarias, represivas, agresivas? Lo que pasa es que la ilustración habría en principio depuesto otras racionalidades, pues el pensamiento ilustrado no es la lógica de toda población sino que se ha vuelto la lógica de toda población como la lógica de cualquier lugar. En otras palabras, la ilustración es universal pero por dominio. Lo cual no quiere sino significar que lo ha sido porque ha depuesto otras formas de pensar, que a nosotros se nos aparecen simplemente como formas del deseo. Pero también como formas museográficas, en el sentido de que a tales formas de pensar no se tendría acceso por la experiencia directa, sino más bien a través de aquello que está como en un museo. En otras palabras, todas esas formas de pensar no europeas y no ilustradas nos llegan a nosotros no por la experiencia directa que podamos tener de ellas, sino más bien, accedemos a ellas a través de la antropología. De manera tal que nunca las conocemos desde ellas mismas, sino por medio de otra cosa: en este caso, por la antropología. Es la antropología la que nos dice que habría pueblos que pensaban de tal o cual forma, de modo tal que el conocimiento que tenemos de esos pueblos no es un conocimiento genuino sino trastocado por la antropología, como un producto de esta ciencia. El problema es que la antropología es europea, y en consecuencia, es una forma más de la ilustración, con una metodología que es también ilustrada. De manera tal que esta es otra forma de imperio, esto es, otra forma de hacerse global y totalitario. Esta forma de colonización que tiene la ilustración, aun cuando sea con buenas intenciones, es lo que, en otras palabras, materializa el dominio, y lo que permite que la ilustración haya depuesto otras racionalidades. Pero la ilustración no tiene solo como problema el hecho de haber depuesto otras racionalidades, sino también ella ha olvidado su proceso genealógico. Es decir, ha olvidado su procedencia, su cómo fue que se hizo. Olvidar el proceso genealógico, en el caso de la ilustración, es olvidar que se procede desde la particularidad. Se ha llegado a ser universal pero desde lo particular, y en ese sentido, se ha hecho imperio, pero sólo a partir de pequeñas luchas. Si se olvida cómo fue que se hizo se puede llegar a creer que por naturaleza se es imperial. Luego, olvidar la genealogía es olvidar el fundamento, y por lo mismo, esta cuestión se vuelve irreflexiva. En este proceso de absorción o domesticación de lo diferente, jugarían un rol fundamental los sistemas educacionales y también la industria cultural (la industria cultural como industria de cine, de espectáculos, como prensa, como medios de comunicación de masas). Y al mismo tiempo la urgencia y necesidad de tener algún tipo de profesión, de especialización, como único medio de sobrevivencia. Lo que Marcuse ve es que el predominio de la razón instrumental, predominio que se hace paulatinamente planetario y hegemónico, en conjunto con el capitalismo consiste en un proyecto de mundo cuyo origen es particular, pero que, sin embargo, se ha universalizado, olvidando al mismo tiempo su procedencia particular. La razón instrumental y el capitalismo que le es afín, se instauran, por tanto, como un dominio que en la medida en que olvidan totalmente su procedencia quedan en un estado de irreflexión con respecto a su fundamento. Marcuse va a hablar en este contexto del a priori material de las ciencias, lo cual es sinónimo del imperativo a priori que existe de la necesidad de ilustrarse. Por eso este a priori material de las ciencias implica también la lógica del capitalismo como una lógica planetaria, bajo cualquier régimen político. Pues lo que prima, bajo cualquier forma política, es la eficientización de los cuerpos, esto es, su capitalización y productividad. Este a priori material de las ciencias como la urgente necesidad de ilustrarse es un a priori tan fuerte, que llega a constituirse en aquello por lo cual todos luchan, pues todos quieren ilustrarse. En otras palabras, decir que todos quieren ilustrarse es sinónimo de decir que todos quieren pertenecer al imperio. Lo importante aquí es notar que este a priori no es un a priori trascendental sino un a priori material. Notar que es un a priori material nos sirve para instalarnos en la inercia material como inercia de las ciencias. Es decir, inercia del positivismo como lógica capitalista. El a priori material de las ciencias en la que estaría puesto el planeta es la instalación de un dominio. LA ÚNICA FORMA DE ESCAPAR DE ESTE DOMINIO NO ES YA LA POLÍTICA EN SENTIDO TRADICIONAL (La disputa ideológica, por ejemplo, entre capitalismo y socialismo, porque ambas no son sino formas del a priori material de las ciencias) SINO QUE DE LO QUE SE TRATA ES DE LEVANTAR UNA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA, es decir, una revolución de la estructura misma de las ciencias, de la racionalidad que domina diseminada por todas las esferas de la vida a escala terráquea. Toda la primera escena de la escuela de Francfort va a compartir esta idea de que es necesario revolucionar las ciencias, la tecnología, como principio emancipador. Esto establece un vínculo entre Francfort y mayo del ‘68. Sin embargo, a Habermas, esta cuestión de la revolución científica le parece un tanto loca, y por eso se distancia de esta posición. Los datos de Habermas para distanciarse de Marcuse, se encuentran en Aristóteles y Kant, a partir de la noción de interés. Tanto para Aristóteles como para Kant la razón tiene una raíz triple. La razón no es unívoca, esto es, no tiene una sola voz, sino, por lo menos, tres voces. El problema que presenta Habermas a partir de estos datos es cómo reconstruir la unidad de la razón. Este mismo problema está presente en Kant. Para Kant, la unidad de la razón tiene que ver con unificar ciencia, ética y arte. Lo que pasa es que los estudios que se han hecho de Kant han privilegiado sólo el aspecto racional del hombre. Han hecho, por tanto, un estudio unilateral d Kant, privilegiando la crítica de la razón pura (ciencia o razón científica) por sobre la crítica de la razón práctica (razón ética) y la crítica del juicio estético (razón estética). Más aún, estos estudiosos de la obra de Kant han creído ver una contradicción en su pensamiento en lo que dice relación con sus tres críticas, privilegiando, como ya dijimos, sólo la crítica de la razón pura. Luego, Kant habría sido reducido por el interés positivista que consideraría las otras críticas como no válidas para las esferas del conocimiento. Pero resulta, dice Habermas, que Kant no es sólo la crítica de la razón pura, sino además, la crítica de la razón práctica y la crítica del juicio estético. En otras palabras, lo que Habermas dice es que el hombre no es sólo la razón científico-técnica, sino además, la razón ética y estética. Lo que Habermas plantea es que no se puede operar la división de la razón privilegiando la razón científico-técnica, sino que se debe privilegiar la unidad de la razón. Lo que Habermas advierte es que las ciencias, tal como están, están bien; y esto, porque el desarrollo de la tecno-ciencia corresponde al desarrollo de una dimensión de la figura humana. Así que plantearse algo así como la revolución radical de las ciencias no tiene mucho sentido, porque el interés por la teoría y por la técnica es un interés general de la humanidad occidental: el hombre occidental es el interés por la ciencia. Lo que ocurre, simplemente, es que este interés por la ciencia ha crecido, se ha expandido desmesuradamente, en desmedro de la razón ética y la razón artística. Luego, lo que hay que hacer en opinión de Habermas, es fortalecer la razón ética y estética que se han visto disminuidas por la razón científica. Lo que hay que hacer es reinstalar una dimensión amplia de la razón para recuperar la amplitud de ésta, y zafarse de esta reducción que ha ocurrido con el positivismo. En este sentido, la reinstalación de la modernidad para Habermas tiene que ver con la recuperación de razón polifónica. Hay que recuperar la polifonía de la razón moderna que ha ido siendo paulatinamente zafada por el interés del predominio científico técnico.

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