La Cicuta



Descubriendo a los Filósofos
Filósofos Presocráticos
Filósofos Antiguos
Filósofos Medievales
Filósofos Modernos
Escuela de Frankfurt
Posestructuralismo
Existencialismo
Galerías
Textos
Autores
Cicuta Filosófica


Ir a Foro Sobre Dudas


HACIA UNA ARQUEOLOGÍA DE LA ESPIRITUALIDAD DE OCCIDENTE

1. Genealogía de la noción de Mesías y de Mesianismo

El movimiento cristiano, conocido en una primera etapa como el movimiento de los nazarenos, nació en Palestina, en la antigua Judea, tras la muerte de un profeta de galilea conocido como Jesús de Nazareth. Jesús habría sido discípulo de Juan, llamado también el bautista por su oficio, que habría predicado, como muchos otros antes que él, en las riberas del río Jordán, el advenimiento del fin de los tiempos y la inminente venida del Mesías. Ambos objetos de su prédica eran el corriente de sus días, por lo que no eran ni exclusivos de él, ni tampoco algo original de su ministerio. Todos los judíos del siglo I antes de la era cristiana estaban obsesionados con la idea de que vivían en el fin de los tiempos y que, por lo tanto, la llegada del Mesías era inminente. Claro está que había algunos grupos más radicales que otros. En el siglo I antes de la era cristiana se puede distinguir con exactitud cuatro grupos distintos en el seno del mundo judío. Quienes ostentaban el poder y los privilegios en Judea, tras la ocupación romana, eran los miembros de la clase sacerdotal conocidos como los “saduceos”, los cuales articulaban el poder judío en torno de Jerusalén y del Templo. La clase media la componían los llamados “fariseos” quienes eran los depositarios de la cultura sinagogal y de la doctrina judía. También se encontraban los “celotes”, grupo radical y fundamentalista al cual se cree habría pertenecido Pablo, verdadero fundador del cristianismo, conocido también como “el tejedor de alfombras”. Finalmente, se encuentran los “esenios”, de quienes se cree habrían sido los depositarios de los manuscritos de Qumrán y al que se sospecha habría pertenecido Juan, el bautista . Todos estos grupos eran testigo de una época mesiánica, época ésta que, según su particular manera de entender el mundo (mediatizada casi por lo general por el apremio de sus intereses políticos), se podía vivenciar de una manera o de otra. Pero lo central aquí es que, de un modo u otro, todos los judíos del siglo I eran depositarios de una cultura mesiánica ya formada y estipulada con claridad y certeza. Esa cultura mesiánica, sin embargo, era el resultado de un largo proceso histórico y político; y ciertamente no vio la luz formada en su totalidad como la Atenea que sale formada íntegramente del cráneo de su padre. La cultura mesiánica, depositaria de un saber escatológico que habla sobre el fin de los tiempos y sobre un salvador redentor del pueblo judío, estaba centrada en el concepto de El Mesías o Ungido, y su data de nacimiento se remonta a la época del profeta Daniel, cuando los judíos estaban bajo el poder de los seleúcidas.

Sin embargo, la escatología del fin de los tiempos, el otro componente de la cultura mesiánica, era muy anterior al profeta Daniel y su elaboración se pierde en la noche de los tiempos haciéndonos remontar a los inicios del pueblo judío, al modo cómo fue que se formó su nación

La escatología revolucionaria del mundo judío fue elaborada sobre la base de un conjunto de profecías que, en su verdad desnuda, no eran otra cosa que una manera de defenderse ante la amenaza o la realidad de la opresión. De hecho, los judíos fueron los pioneros en desarrollar este tipo de profecías, la profecía escatológica que habla sobre el fin de los tiempos. Los judíos se diferenciaban de los otros pueblos en el hecho de que su actitud ante la historia estaba unida a la convicción de que tenían una misión en la historia . A diferencia de los otros pueblos, los judíos fueron los únicos en estimar que su dios no era únicamente de ellos , sino que era el único dios verdadero de todas las naciones , y que los había escogido a ellos para llevar a cabo la misión de realizar su voluntad. De esas creencias los judíos sacaban variadas consecuencias. Algunos creían que por ser el pueblo escogido de dios, ello les obligaba a iluminar a las otras naciones para llevar la salvación de dios hasta los más apartados rincones de la tierra. Pero, paulatinamente, se fue haciendo más popular la creencia, según la cual, ser el pueblo elegido era sinónimo de un triunfo total sobre las otras naciones (nacionalismo) y una prosperidad ilimitada que dios les otorgaría en el fin de los tiempos. Esta creencia pudo haberse forjado ante la dura realidad que los judíos tenían que enfrentar sometidos, como estaban, a las derrotas, las deportaciones y la dispersión.

La apocalíptica escatológica, antes del profeta Daniel , señalaba ya que la nueva Palestina surgirá de una inmensa catástrofe cósmica como un nuevo Edén; que por apartarse de dios, el pueblo escogido deberá ser castigado con el hambre y la peste, y deberá ser sometido a un juicio muy severo que dé lugar a una total purificación; que dicho juicio tendrá lugar el día de la Ira en el que el Sol y la Luna se oscurecerán, se juntarán los cielos y la tierra se estremecerá; que allí serán juzgados los incrédulos y los paganos y que un remanente salvador de Israel sobrevivirá a estos castigos, cumpliéndose con él el designio divino; que, luego de esto, dios no insistirá en su venganza y se convertirá en un libertador; y, por último, que dios, junto con el único sobreviviente, el salvador justo, y los santos muertos, se reunirá de nuevo en Palestina y será Juez y señor. Dios establecerá así un mundo justo, armonioso y pacífico, en donde las bestias convivirán con los hombres, y todo en la naturaleza se multiplicará.

Con Daniel, sin embrago, se inicia una apocalíptica escatológica dirigida a los estratos más bajos de la población. Allí, en cuanto al castigo, el tono de voz es aún más crudo. En el sueño de Daniel, escrito hacia el año 165 antes de la era cristiana se fija el primer Apocalipsis que puede ser tomado propiamente como tal. Este es escrito en una época particularmente crítica para el pueblo judío. Palestina estaba bajo el poder de la dinastía greco-siria de los seleúcidas. El pueblo se hallaba dividido entre aquellos que adoptaban fácilmente las costumbres griegas y aquellos que se aferraban a las tradiciones judías. Es entonces cuando Antíoco IV Epífanes interviene a favor del partido pro-griego y prohíbe la práctica de la religión judía. Los pro-judíos responden violentamente a las pretensiones de Antíoco IV Epífanes y dan lugar a la insurrección conocida en la historia judía como “la revuelta macabea”. El sueño de Daniel es escrito en estas circunstancias.

De acuerdo con lo establecido por Daniel en su sueño, el mundo es dominado por un poder tiránico cuya capacidad de destrucción es ilimitada. El despotismo de ese dominio se hará cada vez más insoportable, hasta que llegue la hora en la que los santos de dios se levanten y lo destruyan. Entonces los mismos santos y elegidos que hasta entonces sufrían la opresión y el dominio, heredarán la tierra y culminará la historia. El reino de los santos superará a todos los reinos anteriores y no tendrá sucesor.

Desde la anexión de Palestina por Pompeyo, en el año 63 antes de la era cristiana, hasta la guerra judía de los años 66-72 de la era cristiana, la lucha de los judíos en contra de los romanos era estimulada por esta apocalíptica militante que databa de los tiempos de Daniel y que no había dejado de elaborarse desde entonces . Así, la propaganda subversiva en contra de los romanos se acomodaba muy bien con la fantasía de un salvador escatológico. Ese salvador del pueblo de Israel fue concebido, al comienzo, como un simple monarca descendiente del rey David y restaurador de la Nación. Pero con el tiempo, a medida que la situación política se hacía más desesperada, el semblante de este salvador se fue transformando, paulatinamente, hasta aparecer como la figura de un ser sobrehumano dotado de poderes excepcionales. En el sueño de Daniel, el Hijo del Hombre (forma particular que cobra en Daniel la figura del Salvador), parece personificar a todo Israel. No se trata allí, por tanto, de la figura de un solo hombre: el Mesías profetizado al pueblo de Israel no sería otro que el propio pueblo elegido. Pero, apenas un siglo más tarde, esta idea había cambiado, adquiriendo los ribetes fundamentales con los que aparecería en los tiempos de Jesús. En los Apocalipsis de Esdras y Baruch, el Hijo del Hombre, el Mesías, ya es concebido bajo la figura de un solo hombre, un rey-soldado que conduciría al pueblo de Israel a la liberación. Así, en el Apocalipsis de Esdras, el Mesías aparece como el León de Judá, en cuyo rugido la última y peor bestia, el águila romana, se consume. En Esdras, el Hijo del Hombre, aunque humano, es un ser sobrehumano, absolutamente poderoso, capaz de aniquilar con la tormenta y con el fuego de su aliento a los gentiles.

Desde Daniel a Esdras el sentido y la significación del Mesías se ha ido precisando y especificando. Menos de un siglo los separa. En Esdras, la significación del Mesías es mucho más concreta que en Daniel: el Mesías es el León de Judá, que con su rugido consume la última bestia, el águila romana; y es también, el Hijo del Hombre, que aniquila con la tormenta y con el fuego de su aliento a las multitudes de gentiles y reúne a las diez tribus dispersas de Israel por tierras extrañas y establece en Palestina un reino de paz y de armonía.

En el Apocalipsis de Baruch, el Mesías aparecerá únicamente en el momento culminante de la historia . Según Baruch, debe venir un tiempo de terrible opresión e injusticia, el del último y peor imperio, el imperio romano. Cuando el mal haya alcanzado su punto culminante aparecerá el Mesías. El Mesías es un gran guerrero que vencerá y aniquilará a los ejércitos enemigos, tomará cautivo al caudillo de los romanos y lo ajusticiará en el Monte Sión. Luego de esto establecerá un reino que permanecerá hasta el fin de los tiempos. El pueblo elegido dominará sobre todas las naciones . Vendrá una era de bendición en la que se desconocerá el dolor, la enfermedad, la muerte prematura, la violencia, la indigencia; y la tierra producirá diez mil frutos más.

Debido a que el conflicto con Roma se hizo cada vez más duro, el mesianismo se fue transformando en una cuestión cada vez más popular. Fue precisamente esta fe demencial en un Mesías prometido lo que impulsó a los judíos al levantamiento contra Roma que culminó con la destrucción del Templo y de Jerusalén hacia el año 70 de la era cristiana. Y fue también el mismo mesianismo el que los condujo a la sangrienta revuelta del año 131 de la era cristiana, encabezada por Simón Bar Cochba, el último de los Mesías de ese período de la historia de Israel. La brutal represión contra este último levantamiento judío terminó por opacar su belicosidad política y acabó definitivamente con sus esperanzas en un Mesías guerrero. A partir de allí, surgirán entre las comunidades dispersas muchos Mesías , pero ninguno de ellos capaz de encabezar un levantamiento armado.

En el siglo II de nuestra era será un grupo judío marginal, conocido entonces como los nazarenos, el que abrazará las esperanzas mesiánicas contenidas en el sueño de Daniel. Esas esperanzas mesiánicas estaban cifradas, para ellos, en la segunda venida de Jesús. Puesto que identificaban a la figura del Mesías con un carpintero muerto en Jerusalén hacia el año 36 o 37 de la era cristiana, de lo que se trataba ahora, para ellos, era de la segunda venida del Mesías. Los nazarenos consideraban la historia (al igual que los judíos que los habían precedido) como dividida en dos épocas, en el antes y el después de la victoriosa venida del Mesías. Como el Mesías se había apersonado en la figura del carpintero Jesús, los nazarenos confiaban en la inminencia de una segunda venida, victoriosa y final. La convicción de los nazarenos era la de que la segunda venida de Jesús ocurriría pronto , en poder y majestad, y que se establecería un reino mesiánico sobre la tierra que duraría mil años. Dado que los nazarenos no eran otra cosa que un movimiento de reforma del judaísmo , imaginaron la época mesiánica con las categorías de las apocalípticas judías . Ahora bien, la idea de que la segunda venida era inminente fue, poco a poco, perdiendo su vigor y su fuerza . A medida que pasaban los años fue haciéndose evidente que la segunda venida de Jesús no estaba a la vuelta de la esquina . Paulatinamente, los innumerables Apocalipsis cristianos fueron siendo desacreditados hasta no subsistir más que uno solo, el Apocalipsis de Juan . De todos modos, pese a que la segunda venida de Jesús no se produjo nunca, el cristianismo logró imponerse, y nuestra tarea es ahora explicar el cómo y el por qué de tan extraño acontecimiento.

2. Jesús en cuanto Homilía del Judaísmo

Tal como lo señala Maurice Sachot el cristianismo no se desarrolló al afirmarse diferente del judaísmo, sino al pretender no ser otra cosa que el judaísmo en lo que éste tiene de más auténtico. Así, es con el judaísmo que debemos pensar el cristianismo naciente : es con categorías judías que debemos dar cuenta de la emergencia de lo que ya no será judío a la vez que pretendo serlo plenamente. En este orden de ideas, cabe enunciar ya la primera tesis: Jesús no es el fundador de la religión cristiana, ni del cristianismo; a lo mucho, Jesús es el iniciador y homileta de un movimiento judío conocido como los nazarenos

Cuando se habla de Jesús, casi siempre hay un hálito que enrarece la atmósfera y que deja la impresión de que se estuviera hablando de un personaje extraterrestre, absolutamente zafado de su contexto histórico, regional, lingüístico, cultural y religioso. Si Jesús fue un personaje real, esto es, si realmente existió, tuvo que haber vivido en algún lugar preciso, bajo el desarrollo de acontecimientos históricos concretos, que delinearon el espíritu y la manera de pensar de un pueblo y de una época; determinado, además, por las categorías de la lengua que hablaba, la cultura local de su país, la religión que profesaba, las condiciones materiales en las que se desenvolvió su existencia (carpintero de una provincia menor del norte de galilea, en Palestina, en el siglo I). Jesús no pudo haber sido indiferente a la época que le toco vivir: Jesús fue definitivamente un producto de su tiempo. Esto nos lleva a la siguiente constatación histórica: Jesús es un judío (nunca dejó de serlo) del siglo I, un carpintero de galilea, provinciano, que le tocó vivir un período de la historia judía particularmente virulento y agitado. Esta cuestión no resulta ser ningún descubrimiento, pero es preciso enunciarla y destacarla porque, al hablar de Jesús, estos datos parecen olvidárseles a las instituciones que estructuran su racionalidad basados en su mensaje. Jesús estructura su personalidad, su psicología, su manera de ver el mundo, en los marcos de la cultura judía de galilea del siglo I, en el oficio que como carpintero le ha correspondido desempeñar, en las categorías de la lengua que habla, el arameo, en los días turbulentos que le toco vivir, etc. Estos son hechos. Esto es ciencia. No son ni creencias, ni pareceres. Pues si de creencias y pareceres se tratara, esta cuestión no tendría ningún mérito, pues no puede hacerse ciencia de lo que “nos parece” o de lo que “creemos”.

La cultura judía del siglo I de la era cristiana, tal como ya lo hemos visto, se halla particularmente sugestionada por las esperanzas de una era mesiánica. Como nunca antes, los judíos del siglo I esperaban la llegada del Mesías. No hay que olvidar que el levantamiento en armas contra Roma tiene lugar el año 66 de la era cristiana, apenas treinta años después de la muerte de Jesús. Los manuscritos de Qumrán, que dan cuenta de una profunda religiosidad escatológica y mesiánica, han sido datados, de acuerdo con el método paleográfico, entre el año 175 antes de la era cristiana y el año 70 de la era cristiana. Es una época ampliamente influida por el pensamiento apocalíptico y escatológico del profeta Daniel y los Apocalipsis de Esdras y Baruch (escritos apenas 80 o 90 años antes del nacimiento de Jesús). Es, definitivamente, una época mesiánica como no la había conocido nunca antes Israel, y como no la volverá a haber nunca más.

El mesianismo de los días de Jesús estaba alentado por la ocupación romana y el despótico reinado de los reyes Herodes . Pues, aunque dichas concepciones se remontan a una época muy anterior a la ocupación de Roma, está claro que desde que Pompeyo anexo Palestina al Imperio Romano, las fantasías mesiánicas del pueblo judío se agudizaron hasta transformarse en una apocalíptica militante y subversiva . Este es el contexto histórico que ve nacer a Jesús. La Palestina de esos días es el escenario del nacimiento de muchos Mesías: sabemos del caso de Judas, el Galileo, que hacia el año 6 de la era cristiana se sublevó contra los romanos auto-proclamándose Mesías. Luego hay un tal Theudas, que hacia el año 44 persuadió a una muchedumbre para que le siguiese llevando sus bienes hasta el Jordán y que tras auto-proclamarse Mesías, fue ordenado decapitar por el procurador romano Fadus. En los mismos días de Jesús, el procurador romano Poncio Pilatos, ordenó ajusticiar al Yaced, el Mesías samaritano, en las faldas del monte Jerisín. Y, bueno, para que hablar de Juan el bautista, también considerado Mesías, en su época, y decapitado por Herodes Antipas. Luego están Jesús el carpintero de Nazareth, crucificado en Jerusalén, y Santiago, su hermano mayor, también decapitado en Jerusalén; Simón el mago, Simón Bar Cochba e incluso, el propio Franz Montano, entre otros tantos, pues la lista es larga. Y no podía ser de otro modo, dado el grado de sugestión que los judíos de esa época experimentaban con el tema mesiánico . Jesús es uno más, entre otros muchos, que creyeron ser portadores de las buenas nuevas para el pueblo judío. Este es un punto central para lo que venimos diciendo. Pues nos ayuda a poner las cosas en orden, a situarlas en su contexto histórico y a limpiarlas y despejarlas de todas las leyendas sobre Jesús que fueron elaboradas después. Reescribamos, pues, la historia de Jesús, sirviéndonos únicamente de los datos que pueden ser probados por la moderna historiografía, y reconstruyamos, luego, la forma en que, paulatinamente, se le va a ir invistiendo de caracteres que, ciertamente, el Jesús real nunca tuvo .

Jesús es un carpintero de la provincia de galilea, al norte de Palestina, que hacia los años 34 o 35 de la era cristiana inició un movimiento de reforma del judaísmo. Nacido, al parecer, en el año 5 o 7 antes de era cristiana, era hijo de un carpintero galileo llamado José y su madre se llamaba María. Era el cuarto hijo de una numerosa familia de siete hermanos. Las pocas indicaciones ofrecidas sobre su origen nos permiten pensar, eso sí, que es realmente la institución sinagogal la que le ha dado su formación de hombre y de judío. Finalmente, digamos que fue crucificado en Jerusalén, hacia el año 36 o 37 de la era cristiana, tras dos años de un muy discreto ministerio en galilea, fundamentalmente, en Capernaum, en el que logró reunir, en torno suyo, a quince discípulos (dos de los cuales eran sus propios hermanos).

De las evidencias con las que contamos para poder afirmar que este profeta de galilea se sintió verdaderamente, a si mismo, como el Mesías, tenemos sólo una: el hecho que relatan los evangelistas acerca de que, en su cruz, se habría colgado un letrero con la inscripción INRI, letras iniciales latinas que da cuenta de la frase: “Jesús de Nazareth, Rey de los Judíos”. Si efectivamente eso fue así, tenemos, entonces, la primera pista que nos permite sostener, con relativa seguridad, que Jesús sí se habría considerado a sí mismo como el Mesías. Si tomamos ese letrero al pie de la letra, como un parte de su condena, es preciso entonces señalar que Jesús de Nazareth fue crucificado por auto-proclamarse el “Rey de los Judíos” , lo cual, en el lenguaje de la época, era el equivalente de auto-proclamarse como el Mesías . Pero, ¿cómo llegó a considerarse a sí mismo El Mesías? En una época en la que ser Mesías era el corriente de todos los días no es difícil imaginarse los móviles que tuvo Jesús para autoproclamarse también como Mesías. Pero nosotros contamos también con algunas otras razones que vienen a enriquecer la explicación y a hacer mayores luces sobre este complejo tema.

Jesús de Nazareth es un judío del siglo I, carpintero de oficio, que nace , crece y se desarrolla en galilea, al norte de Palestina. En cuanto tal, Jesús es educado en la cultura sinagogal, respecto de la cual, sabemos, los fariseos eran sus depositarios. Pero, ¿en qué consistía esa cultura sinagogal? La cultura sinagogal es el corazón de la religión judía, la matriz estructurante del pueblo. Se realiza en torno a la asamblea o Sinagoga, y, en el siglo I, se halla ampliamente difundida entre todos los judíos, preferentemente, entre aquellos judíos que viven fuera de Jerusalén . En el centro de la proclamación sinagogal se encuentra la Homilía , institución que, como ninguna otra, desempeña una función específica en la estructuración del judaísmo del siglo I de la era cristiana. La homilía es una institución dinámica que, en el interior de la cultura sinagogal, asegura al judaísmo su permanencia y su continuidad y lo abre hacia otras posibilidades. En los días en que Jesús inició su ministerio la institución sinagogal era la más importante del mundo judío. Consistía, básicamente, en la reunión que cada sabbat tenía lugar, en la plaza central del pueblo, o en la casa del rabino, entre los judíos de algún pueblo en Palestina o los de una población de barrio en la diáspora. Sabemos que antes de la ruina del Templo y la abolición del Estado de Israel, en el año 70, esa reunión semanal estaba ampliamente difundida por todo el mundo judío . Pero, tenemos noticias, también, de que la estructura de esta reunión habría sufrido considerables cambios, en el curso de los siglos, desde su institucionalización hasta la época de Jesús. Se sabe que en aquellos días, la homilía (una de las tres partes en la que se dividía la reunión semanal de la sinagoga o asamblea del pueblo) se había transformado en la médula de la proclamación sinagogal. Ya antes del siglo I de la era cristiana, la institución sinagogal consistía en lo siguiente: primero, se hacía una lectura de la Torá, que recordaba, en su fuerza histórica, la palabra fundadora de la Alianza entre Yahvé y su pueblo. Luego, venía una lectura de los profetas, que daba por finalizada esa historia, arrancándola a la clausura del pasado y abriéndola al tiempo de la promesa. Finalmente, la homilía anunciaba para hoy la realización. Esta era la palabra viva, original y no escrita, que anunciaba para el presente la realización de la promesa. La homilía es, así, la toma de la palabra: un término técnico para designar la alocución que el predicador realiza desde lo alto de su cátedra.

Este ritual sinagogal ocupa una función central y estructural. En nada es marginal o secundario. Es él, y no el templo, y las instituciones que les están vinculadas, lo que constituye al pueblo y le permite mantener la palabra que hace que sea tal. La mejor prueba es que el pueblo de Israel no desaparecerá con la destrucción del Templo en el año 70 y la abolición del Estado judío. Su permanencia se deberá, justamente, a la institución sinagogal, como ya lo es para todos los que viven en la diáspora. Ese ritual es central porque se refiere al pueblo en su totalidad y no sólo a una parte (movimiento o partido). Es estructurante porque es semanal y porque inscribe al pueblo en una palabra estructurada, en la matriz de una historia significativa y orientada. La personalidad de Jesús de Nazareth fue, con casi toda seguridad, estructurada también por esta cultura sinagogal, en la que, ciertamente, la homilía jugaba un rol fundamental.

Según los evangelios sinópticos, Jesús inauguró su actuación proclamando que había llegado el reino de dios. En el orden de las ideas que hemos expuesto, eso es el equivalente de una homilía. La homilía judía es la proclamación de la realización de la promesa. Pero también es, al mismo tiempo, en el lenguaje profético y apocalíptico, el auto-reconocimiento de que ha llegado el tiempo de la salvación, de la conclusión de la historia, de la parusía. Es una forma críptica (para los gentiles) de anunciar que ha llegado el Mesías. Allí, la referencia a la institución sinagogal es patente. Ésta, en cuanto estructura tripartita del discurso de la palabra para el pueblo, fue el médium que hizo posible la formación del movimiento nazareno, la primera matriz que, en cierta medida, lo llevó, alimentó e hizo surgir. El movimiento nazareno fue, en su origen, esa misma proclamación, dada como terminada, e implicando, por el mismo hecho, su propia superación. Así, Jesús no es más que un homileta del reino de dios, un proclamador de que la promesa hecha por dios a su pueblo se ha cumplido. Del mismo modo que su inspirador, los nazarenos se inscribirán en la figura de los homiletas del reino de dios realizado en la figura de Jesús, el homileta del judaísmo.

En la cultura judía del siglo primero, la homilía constituía, al interior de la institución sinagogal, la proclama de que la promesa se ha cumplido. En efecto, así como la Torá constituía la palabra fundadora de la Alianza entre Yahvé y su pueblo, y los profetas abrían esa palabra al tiempo de la promesa, la homilía constituía el cumplimiento de la promesa, la actualización de la palabra, la refundación del mito. Al proclamar Jesús que el reino de dios ha llegado, y que, por tanto, la promesa que Yahvé hiciera a sus padres en el monte Sinaí se ha cumplido, lo transforma a él en un homileta del reino de dios, en un proclamador del cumplimiento de la promesa. Pero, y al mismo tiempo, Jesús es no sólo un homileta: su misión parece ser la de identificarse a si mismo con la homilía del judaísmo.

Jesús es la homilía del judaísmo: en su persona se ha cumplido, a cabalidad, el pacto y la alianza que dios estableciera con Israel en los tiempos de Moisés. Esta cuestión no es una afirmación descabellada. Si se les concede alguna verosimilitud al contenido doctrinal de los evangelios, parece ser que no sería ni desproporcionado, ni incoherente pensar que Jesús se hubiera percibido, a sí mismo, como la homilía del judaísmo, y que sus discípulos, también, lo hubieran percibido como tal. Ese es el sentido que tenía, entre los primeros cristianos, los nazarenos, el título de Mesías con el que se le investía a Jesús. Pero nada más. Todo el resto de las historias que se cuentan de Jesús no serían más que el resultado de una elaboración posterior que hubo de efectuarse para adecuar, el hecho cristiano y la figura de Jesús, a las nuevas exigencias que le deparaban su inserción en el dominio de los judíos helenistas de la diáspora, primero, y luego, en el ámbito de los propios gentiles.



Ir a Cafe Filosófico



contáctanos



Actividades
3ºA
3ºB
3ºC
3ºD
4ºA
4ºB
4ºC
4ºD
Otros Sitios de Interés
Otros Autores
Marques de Sade
George Bataille
Boris Vian
Antonin Artaud
Charles Baudelaire
Althusser
Giles Deleuze
Stultifera Navis

Portal Ir a la Página Siguiente
Hosted by www.Geocities.ws

1