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SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS

Friedrich Nietzsche

 

Tercera conferencia
Traducci�n de Carlos Manzano publicada por Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp. 87-111

 

�Ilustres presentes! En el punto en que dej� mi relato la �ltima vez, una pausa larga y grave hab�a interrumpido la conversaci�n, o�da por m� tiempo atr�s y cuyos elementos esenciales, que quedaron profundamente grabados en mi memoria, intento delinear aqu� frente a vosotros. El fil�sofo y su acompa�ante estaban sentados, inmersos en un profundo silencio. Sobre el alma de ambos gravitaba la singular situaci�n de angustia -discutida poco antes- de la escuela m�s importante, el instituto de bachillerato, como un peso que el individuo bien intencionado es demasiado d�bil para poder eliminar, y que la masa no es suficientemente bien intencionada para eliminar.

Sobre todo, dos cosas turbaban a nuestros pensadores solitarios: por un lado, la comprensi�n clara de que lo que habr�a derecho a llamar �cultura cl�sica� no es hoy otra cosa que un ideal cultural fluctuante e inconsistente, que no est� en condiciones de crecer sobre el terreno de nuestros �rganos educativos, y, por otro lado, la comprensi�n de que lo que hoy se llama, con un eufemismo corriente e indiscutido, �cultura cl�sica�, tiene simplemente el valor de una ilusi�n pretenciosa, cuyo efecto m�s notable es la circunstancia de que la propia expresi�n �cultura cl�sica� contin�a subsistiendo y no ha perdido todav�a su tono pat�tico. Aquellos dos hombres honrados, al referirse despu�s a la ense�anza del alem�n, hab�an llegado juntos a aclarar que todav�a no se ha encontrado el verdadero punto de partida para una cultura superior, que se apoye en los pilares de la antig�edad: la corrupci�n de la instrucci�n ling��stica, la intrusi�n de tendencias eruditas e hist�ricas en el lugar de una disciplina y h�bito pr�cticos, la conexi�n de ciertos ejercicios exigidos en los institutos de bachillerato con el peligroso esp�ritu de nuestro ambiente period�stico, todos esos fen�menos, perceptibles en la ense�anza del alem�n, les hab�an comunicado la certeza de que en los institutos ni siquiera se presienten las fuerzas m�s beneficiosas procedentes de la antig�edad cl�sica: me refiero a esas fuerzas que preparan para combatir contra la barbarie .del presente y que quiz� transformen alg�n d�a los institutos en arsenales y laboratorios de esa lucha.

Les parec�a incluso que el esp�ritu de la antig�edad estaba ahora destinado a ser expulsado sistem�ticamente de los umbrales del instituto, y que tambi�n en �ste se deseaba abrir lo m�s posible las puertas a ese ente mal educado por las adulaciones que es la presunta �cultura alemana� de hoy d�a. Y, si hab�a todav�a una esperanza, para nuestros interlocutores solitarios, era la de que las cosas deb�an empeorar todav�a, que muy pronto deber�a resultar llamativamente claro para muchos lo que hasta ahora hab�an advertido pocos, y que no deb�a ya estar lejana la �poca de las personas honradas y decididas, incluso en relaci�n con la seria esfera de la educaci�n del pueblo.

�Tanto m�s tenazmente�, hab�a dicho el fil�sofo, �debemos mantenernos apegados al esp�ritu alem�n, que se manifest� en la Reforma alemana y en la m�sica alemana, y que ha demostrado -con la extraordinaria audacia y el rigor de la filosof�a alemana, y con la fidelidad del soldado alem�n, probada en los �ltimos a�os- esa fuerza resistente, hostil a cualquier apariencia, de que podemos esperar todav�a una victoria sobre la pseudocultura de la ��poca actual�. Esperamos que una actividad futura de la escuela consista en hacer participar en esa lucha a la aut�ntica escuela de la cultura, y, sobre todo, al bachillerato, en el entusiasmo de la nueva generaci�n, que ahora asciende, por lo verdaderamente alem�n: en semejante escuela, hasta la llamada �cultura cl�sica� acabar� teniendo su terreno natural y su punto de partida. Una verdadera renovaci�n y una verdadera depuraci�n del esp�ritu alem�n, que sean profundas y potentes. El v�nculo que ci�e realmente la naturaleza alemana m�s �ntima al genio griego es algo bastante misterioso y dif�cil de captar. No obstante, mientras la m�s noble necesidad del aut�ntico esp�ritu alem�n no intente coger de la mano ese genio griego, como s�lido apoyo en el r�o de la barbarie, mientras de dicho esp�ritu alem�n no brote una nostalgia angustiosa por los griegos, mientras la visi�n en lontananza -penosamente conquistada- de la patria griega no haya llegado a ser la meta del peregrinaje de los hombres mejores y m�s dotados, el fin de la cultura cl�sica del bachillerato seguir� revoloteando aqu� y all� en el aire sin cesar, y por lo menos no habr� que censurar a quienes, aunque sea con esp�ritu limitado, quieren introducir en el bachillerato el cientifismo y la erudici�n, para tener presente un objetivo verdadero, s�lido y aun as� ideal, y para salvar a sus escolares de las tentaciones de ese fantasma brillante que se hace llamar hoy �civilizaci�n� y �cultura�.� 

Despu�s de alg�n tiempo de silenciosa reflexi�n, el acompa�ante se dirigi� al fil�sofo y le dijo: �Ha querido usted darme esperanzas, maestro, pero tambi�n ha aumentado mi comprensi�n, y, por tanto, mis fuerzas, mi valor. En realidad, ahora miro con mayor denuedo hacia el campo de batalla, y ya desapruebo mi huida demasiado r�pida. Desde luego, no queremos nada para nosotros: no debemos preocuparnos de saber cu�ntos individuos caer�n en esta lucha, ni debemos pensar que puede que caigamos nosotros mismos entre los primeros. Precisamente porque no tomamos en serio esta cuesti�n, no deber�amos tomar en serio nuestra pobre individualidad: en el instante en que caigamos, indudablemente otro coger� la bandera en cuyos colores creemos. No quiero preguntarme siquiera si soy bastante fuerte para semejante lucha, si resistir� durante mucho tiempo; en cualquier caso, tendr� que ser una muerte honrosa, la de caer entre las risotadas de escarnio de los enemigos, cuya seriedad tantas veces nos ha parecido algo rid�cula. Si pienso en el modo en que mis coet�neos se han preparado para mi misma misi�n, para la misi�n suprema de profesor, me convenzo de que casi siempre hemos re�do precisamente de cosas opuestas, y hemos tomado en serio las cosas m�s diferentes...�.

�Amigo m�o�, le interrumpi� riendo el fil�sofo, �hablas como quien desee lanzarse al agua sin saber nadar y, al hacerlo, m�s que ahogarse, tema no ahogarse y verse escarnecido. Por cierto, lo �ltimo que debemos temer es vernos escarnecidos: efectivamente, nos encontramos en un terreno en el que son tantas las verdades que hay que decir -verdades terribles, tormentosas, imperdonables-, que desde luego no faltar� contra nosotros el odio m�s puro. En ciertas ocasiones ser� solamente el furor el que sugerir� una risa inc�moda. Basta con que pienses en las inmensas escuadras de los profesores, que con la mejor buena fe han adoptado el sistema educativo anterior, para seguir aplic�ndolo de buena gana, y sin la menor duda seria: �c�mo crees que se lo tomar�n, cuando oigan hablar de proyectos de los que est�n excluidos y, adem�s, beneficio naturae, de exigencias que superen con mucho sus mediocres capacidades, de esperanzas que no tienen resonancia en ellos, de luchas cuyo grito de guerra ni siquiera comprenden, y en las que intervienen s�lo como masa sorda, recalcitrante, pl�mbea? Por lo dem�s, �sa tendr� que ser, sin exageraci�n, la posici�n inevitable de la mayor�a de los profesores en las escuelas superiores; m�s a�n: si consideramos el modo como surge la mayor�a de dichos profesores, y el modo como llegan a ser profesores de una cultura superior, ni siquiera nos asombraremos ya de la posici�n citada. Hoy en d�a, casi por doquier existe un n�mero tan exagerado de escuelas superiores, que continuamente se necesita un n�mero de profesores infinitamente mayor del que la naturaleza de un pueblo, aunque est� notablemente dotado, est� en condiciones de producir. Llegan as� a esas escuelas una cantidad excesiva de incompetentes, quienes, con su superioridad num�rica y con el instinto del similis simili gaudet, determinan gradualmente el esp�ritu de dichas escuelas. Pero, mant�nganse alejados sin esperanza alguna de las cuestiones pedag�gicas quienes piensen que la notoria abundancia -consistente en el n�mero- de nuestros institutos y de nuestros profesores pueda transformarse, mediante alguna ley o alguna norma, en una aut�ntica abundancia, en una ubertas ingenii sin que disminuya el n�mero. En cambio, con respecto a un punto debemos asentir, a saber, el de que la naturaleza como tal destina a un desarrollo cultural aut�ntico s�lo a un n�mero extraordinariamente peque�o de hombres, y que para promover felizmente el desarrollo de ellos es suficiente tambi�n un n�mero bastante limitado de hombres, en tanto que en las escuelas actuales, destinadas a grandes masas, deben de sentirse los menos favorecidos de todos precisamente aquellos para quienes, en resumidas cuentas, puede tener sentido el establecimiento de algo semejante.

�Lo mismo se puede decir tambi�n con respecto a los profesores. Precisamente los mejores, los que en general, seg�n un criterio superior, son dignos de ese nombre honor�fico, quiz� sean los menos aptos, en el estado actual del bachillerato, para educar a esta juventud no selecta, escogida, amontonada, y, m�s que nada, deben ocultarle, en cierto modo, lo mejor que podr�an ofrecer. Por el contrario, la inmensa mayor�a de los profesores se siente en su ambiente en esas escuelas, ya que sus dotes est�n en cierta relaci�n arm�nica con el bajo nivel y la insuficiencia de esos escolares. Esa mayor�a exige ruidosa e insistentemente la fundaci�n de nuevos institutos y nuevos centros superiores: vivimos en una �poca en que con esas continuas exigencias, que resuenan con un ritmo ensordecedor, provoca indudablemente la impresi�n de que hoy una necesidad desmesurada de cultura intenta afanosamente satisfacerse. Pero precisamente �sta es la ocasi�n en que hay que saber entender bien, en que hay que mirar a la cara -sin dejarse turbar por el efecto pomposo de las palabras culturales- a quienes hablan tan incansablemente de la necesidad cultural de su �poca. Se experimentar� entonces una extra�a decepci�n, la misma que nosotros, mi querido amigo, hemos experimentado con tanta frecuencia: de repente esos chillones heraldos de la necesidad cultural se transformar�n, si los miramos seriamente y de cerca, en adversarios ardientes -o, mejor, fan�ticos- de la cultura aut�ntica, es decir, de la que es partidaria de la naturaleza aristocr�tica del esp�ritu. Efectivamente, aqu�llos piensan en el fondo que su objetivo consiste en emancipar a las masas del dominio de los grandes individuos, y, en el fondo, tienden a destruir la ordenanza m�s sagrada del reino del intelecto, es decir, la sujeci�n de la masa, su obediencia sumisa, su instinto de fidelidad al servir bajo el cetro del genio.

�Desde hace mucho tiempo me he acostumbrado a considerar con circunspecci�n a todos aquellos que hablan ardientemente a favor de la llamada �formaci�n del pueblo�, tal como se la entiende com�nmente. Efectivamente, en la mayor�a de los casos desean consciente o inconscientemente con�quistarse, en las epid�micas Saturnales de la barbarie, la desenfrenada libertad que no les conceder� nunca el sagrado orden de la naturaleza: han nacido para servir, para obedecer y cualquier instante en que se agitan sus pensamientos serviles o d�biles o con las alas tullidas, confirma de qu� arcilla los ha formado la naturaleza o qu� marca de f�brica ha impreso en dicha arcilla. As�, pues, nuestro objetivo no puede ser la cultura de la masa, sino la cultura de los individuos, de hombres escogidos, equipados para obras grandes y duraderas: nosotros sabemos ahora que una posteridad equitativa juz�gar� el estado cultural de conjunto de un pueblo �nicamente en funci�n de los grandes h�roes de una �poca, que avanzan en solitario, y dar� su veredicto seg�n que dichos h�roes hayan sido reconocidos, ayudados, honrados, o bien segregados, marginados, maltratados, aniquilados. Lo que se llama formaci�n del pueblo se puede proporcionar, pero de modo totalmente exterior y rudimentario, por ejemplo consiguiendo para todos la instrucci�n elemental. Las aut�nticas regiones m�s profundas, en que la gran masa entra en contacto con la cultura, es decir, donde el pueblo cultiva sus instintos religiosos, donde sigue extrayendo poes�a de sus im�genes m�ticas, donde se mantiene fiel a sus costumbres, a su derecho, a su suelo patrio, a su lengua, todas esas regiones son dif�ciles de alcanzar por v�a directa, y, en cualquier caso, eso s�lo es posible mediante violencias y destrucciones: promover verdaderamente la formaci�n del pueblo en esas cosas serias significa precisamente limitarse a mantener alejadas esas violencias y esas destrucciones, a mantener esa saludable inconsciencia, esa placidez del pueblo, que constituyen el contrapeso y el remedio sin el cual la cultura, con la devora�dora tensi�n y exasperaci�n de sus efectos, no podr�a subsistir.

�Pero nosotros sabemos cu�l es el fin de quienes quieren interrumpir ese sue�o sano y beneficioso del pueblo, quienes le gritan continuamente: ��Despierta, s� consciente, s� sagaz!�. Nosotros sabemos a qu� aspiran quienes pretenden satisfacer una poderosa necesidad de formaci�n, aumentando extraordinariamente todas las escuelas y produciendo de tal modo una clase de profesores conscientes de su posici�n. Son �stos precisamente -y precisamente con esos medios- quienes combaten contra la jerarqu�a natural del reino del intelecto: son �sos precisamente quienes destruyen las ra�ces de esas fuerzas educativas supremas y m�s nobles que manan de la inconsciencia del pueblo, y que encuentran su destino maternal en la procreaci�n del genio y despu�s en su educaci�n correcta y en su cuidado. S�lo utilizando esta comparaci�n de la madre podremos comprender lo importante y justa que es, en relaci�n con el genio, la aut�ntica formaci�n de un pueblo. Propiamente, el genio no surge de semejante formaci�n: tiene, por decirlo as�, un origen metaf�sico �nicamente, una patria metaf�sica. Pero su aparici�n, su surgimiento a partir de un pueblo, el hecho de que represente casi la imagen refleja, el oscuro juego crom�tico de todas las fuerzas peculiares de dicho pueblo, el hecho de que revele el destino supremo de un pueblo mediante la naturaleza simb�lica de un individuo y mediante una obra eterna, con lo que liga a su pueblo a la eternidad y lo libera de la esfera mutable de lo moment�neo, todo eso podr� hacerlo el genio s�lo cuando madure y se alimente en el regazo materno de la cultura de un pueblo. Sin esa patria, que pueda defenderlo y darle calor, no conseguir�, en cambio, desplegar las alas para su vuelo eterno, y tristemente deber� irse temprano -como un extranjero impelido a una soledad invernal- lejos de esa tierra inh�spita.�

�Maestro�, dijo en aquel momento el acompa�ante, �me asombra usted con esa metaf�sica del genio, y s�lo vagamente consigo advertir la pertinencia de esas comparaciones. En cambio, comprendo plenamente lo que ha dicho con respecto al n�mero excesivo de los institutos y al consiguiente n�mero excesivo de ense�anzas superiores. Precisamente en este terreno he recogido experiencias, que me confirman que la tendencia educativa del bachillerato debe amoldarse a la inmensa mayor�a de esos profesores. En el fondo, �stos no tienen nada que ver con la cultura, y, s�lo porque se los necesitaba, han escogido ese camino, haciendo valer sus pretensiones. Todos los hombres que en un momento fulgurante de iluminaci�n han llegado a convencerse de la singularidad y de la inaccesibilidad del antiguo mundo griego, y con luchas penosas han defendido ante s� mismos semejante convicci�n, todos esos, repito, saben que el acceso a semejantes iluminaciones no estar� abierto nunca a muchas personas, y consideran un comportamiento absurdo, o, mejor, indigno, el de ocuparse de los griegos -como si se tratara de un instrumento artesanal cotidiano- por motivos profesionales y con el fin de ganarse el pan, y el de tocar esas reliquias con manos de artesano, sin el menor respeto. Y precisamente en la clase de que procede la mayor�a de los profesores de instituto, o sea, en la clase de los fil�logos, ese modo de sentir burdo e irrespetuoso es la regla: por ese motivo la propagaci�n y la transmisi�n de semejante modo de sentir no deber� extra�ar siquiera.

�Basta con observar a la nueva generaci�n de fil�logos: es muy raro ver en ellos ese sentimiento de verg�enza por el que nosotros, frente a un mundo como el griego, no tenemos siquiera el derecho de existir; en cambio, esa joven nidada construye con la m�xima indiferencia y descaro sus nidos sobre los templos m�s grandiosos. Ser�a necesario que desde todos los �ngulos una voz potente se dirigiera a los infinitos individuos que desde sus a�os universitarios se mueven satisfechos de s� mismos, sin el menor respeto, entre las maravillosas ruinas de aquel mundo: ��Fuera de aqu�, vosotros que no sois iniciados y no lo ser�is nunca, huid en silencio de este santuario, mudos y avergonzados!�. Pero esa voz sonar�a en vano, ya que, hasta para poder simplemente comprender una maldici�n y un anatema griegos, hay que poseer ya en cierta medida la naturaleza griega. En cambio, aqu�llos son tan b�rbaros, que se instalan c�modamente, como es costumbre en ellos, entre esas ruinas: llevan consigo todas sus comodidades y sus man�as modernas, y despu�s esconden todo eso entre columnas antiguas y monumentos f�nebres antiguos. A continuaci�n se elevan altos gritos de j�bilo, al encontrar en ese ambiente antiguo lo que previamente se hab�a introducido astutamente. Puede ocurrir que uno de esos fil�logos escriba versos, por saber consultar el l�xico de Hesiquio: con eso s�lo se convencer� de que est� destinado a continuar la poes�a de Esquilo, y encontrar� incluso partidarios, que sostendr�n que aqu�l -el ladr�n que escribe poes�as- es �congenial� a Esquilo. En cambio, otro, con el ojo receloso de un polic�a, va buscando todas las contradicciones -y hasta la sombra de las contradicciones- de que se haya vuelto culpable Hornero: desperdicia su vida arrancando y cosiendo juntos jirones hom�ricos, que anteriormente ha robado, sustray�ndolos a un traje espl�ndido. Un tercero se encuentra a disgusto ante los aspectos mist�ricos y orgi�sticos de la antig�edad: se decide de una vez por todas a admitir solamente al ilustrado Apolo, al considerar al ateniense como un individuo apol�neo, sereno y sensato, pero algo inmoral. �Qu� profundamente respira �ste, cuando consigue conducir un �ngulo oscuro de la antig�edad hasta la altura de su sabidur�a, al descubrir, por ejemplo en el viejo Pit�goras a un honrado colega, que tiene sus mismas convicciones pol�ticas ilustradas! Otro m�s se pregunta angustiado por qu� conden� el destino a Edipo a realizar acciones tan p�rfidas, a tener que matar a su padre y casarse con su madre. Pero, �de qui�n es la culpa? D�nde est� la justicia po�tica? De repente, llega a descubrirlo: a decir verdad, Edipo fue un individuo apasionado, absolutamente carente de mansedumbre cristiana; cuando Tiresias lo llama el monstruo y la maldici�n de su tierra, se enfurece incluso de modo totalmente inconveniente. ��Sed mansos!�, quiz� fuera �sta la ense�anza de S�focles, �o, de lo contrario, os casar�is con vuestra madre y matar�is a vuestro padre.� Otros m�s pasan toda su vida haciendo c�lculos sobre los versos de los poetas griegos o romanos, gozando con la proporci�n 7: 13 = 14: 26. Por �ltimo, existen quienes prometen resolver una cuesti�n como la hom�rica, partiendo de las preposiciones, y creen sacar la verdad del poco utilizado �n� y xat�. Pero todos, seg�n sus diferentes tendencias, excavan y sondean el terreno griego con tal inquietud, con tal impericia desma�ada, que un amigo serio de la antig�edad tiene verdaderamente que preocuparse. As� que me gustar�a coger de la mano a cualquier hombre -dotado o no dotado- que haga presagiar cierta inclinaci�n profesional hacia la antig�edad, y me gustar�a dirigirme a �l con la siguiente peroraci�n: ��Sabes qu� peligros te amenazan, joven que emprendes el viaje con un modesto equipaje de conocimientos escolares? �Has o�do que, seg�n la opini�n de Arist�teles, la de ser aplastado por una estatua no es una muerte tr�gica ? Y, sin embargo, �sa es precisamente la muerte que te amenaza. �Te sorprendes? Has de saber, entonces, que desde hace siglos los fil�logos se afanan -pero hasta ahora con fuerzas insuficientes- para levantar de nuevo la estatua de la antig�edad griega, ca�da a tierra y aqu� desplomada: efectivamente, se trata de un coloso sobre el que esos hombres, semejantes a enanos, intentan trepar. Enormes esfuerzos conjuntados, y todas las palancas de la cultura moderna, se aplican a ese fin: en todas las ocasiones la estatua, apenas alzada de tierra, vuelve a caer, y al precipitarse tritura a los hombres situados debajo de ella. Todo eso podr�a tolerarse incluso, ya que todos los seres deben perecer por alguna causa: pero �qui�n puede garantizar que esos intentos no acaben por hacer a�icos tambi�n la estatua? Los fil�logos perecen a causa de los griegos -de eso podr�amos consolarnos-, pero �la propia antig�edad queda hecha pedazos a manos de los fil�logos! Reflexiona sobre eso, joven atolondrado, y vuelve atr�s, si no eres un �iconoclasta��.�

�En realidad�, dijo el fil�sofo riendo, �existen hoy numerosos fil�logos que han vuelto atr�s, como t� deseas, y yo advierto un gran contraste con respecto a las experiencias de mi juventud. Un gran n�mero de aqu�llos, consciente o inconscientemente, llega al convencimiento de que el contacto directo con la civilizaci�n cl�sica es in�til para ellos y que no abre perspectiva alguna: por esa raz�n, ahora la mayor�a de los propios fil�logos considera ese estudio est�ril, superado, digno de ep�gonos. Con �mpetu tanto mayor esa escuadra se ha lanzado sobre la ling��stica: aqu�, en una extensi�n infinita de terreno cultivable, reci�n removido, donde hoy d�a se pueden aplicar todav�a de modo rentable las dotes m�s modestas, o donde una cierta sensatez se considera ya como se�al de talento positivo, dada la novedad e inseguridad de los m�todos y el continuo peligro de falsificaciones fant�sticas, aqu�, donde un trabajo ordenado y org�nico constituye la cosa m�s deseable, aqu�, en resumen, quien se aproxima no se ve sorprendido por esa voz solemne que resuena desde el mundo en ruinas de la antig�edad, repeliendo a todo el mundo. Aqu� se acoge con brazos abiertos a todos, e incluso a quien ante S�focles y Arist�teles no ha conseguido nunca recibir una impresi�n ins�lita, tener un pensamiento decente, lo colocan en el telar de la etimolog�a con cierto �xito, lo invitan a recoger residuos de dialectos muertos, y pasar as� sus d�as, uniendo y separando, recogiendo y esparciendo, corriendo aqu� y all� y consultando libros. Pero �un ling�ista empleado tan �tilmente debe hacer tambi�n de profesor! En tal caso, de acuerdo con sus obligaciones, y por el bien de la juventud del bachillerato, debe ense�ar algo sobre esos autores antiguos que no han dejado en �l ni impresiones ni, menos a�n, conocimientos. �Qu� incomodidad! La antig�edad no le dice nada, y, en consecuencia, no tiene nada que decir con respecto a la antig�edad. Pero, de repente, todo se le aclara. �Para qu� sirve un ling�ista? �Por qu� escribieron aquellos autores en griego y en lat�n? Comienza sin m�s, y alegremente, desde Homero, buscando etimolog�as y utilizando como ayuda el lituano o el eslavo eclesi�stico, pero sobre todo el sagrado s�nscrito, como si las horas asignadas para la ense�anza del griego no fueran otra cosa que un pretexto para proporcionar una introducci�n general al estudio del lenguaje, y como si el �nico error de principio cometido por Homero hubiera sido el de no haber escrito en indoeuropeo primitivo. Quien conozca los institutos de bachillerato modernos sabr� tambi�n hasta qu� punto se han alejado sus profesores de la tendencia cl�sica, y hasta qu� punto ha determinado precisamente la sensaci�n de esa ausencia semejante predominio de trabajos eruditos en relaci�n con la ling��stica comparada.�

�No obstante, yo considero�, dijo el acompa�ante, �que lo esencial, para quien quiera ense�ar la cultura cl�sica, consiste precisamente en no substituir a los griegos y a los romanos por los otros pueblos, por los pueblos b�rbaros, y en el hecho de que para �l el griego y el lat�n no podr�n ser nunca lenguas que se puedan colocar junto a otras lenguas. Para su tendencia cl�sica, debe ser indiferente que el esqueleto de esas lenguas coincida con el de otras lenguas, o que sea af�n a ellas: las coincidencias no deben importarle en absoluto. Realmente debe interesarse de modo especial -en la medida en que quiere iniciarse en la cultura y desea remodelarse a s� mismo a partir del sublime arquetipo del mundo cl�sico- precisamente por lo que no es com�n, precisamente por lo que hace que no se considere b�rbaros a esos pueblos y que se los coloque por encima de todos los dem�s pueblos.�

�Y quisiera enga�arme�, dijo el fil�sofo, �pero tengo la sospecha de que con el modo como hoy se ense�a el lat�n y el griego en los institutos debe perderse precisamente el dominio de la lengua, que se expresa en el habla y en la escritura, o sea, algo que distingu�a a mi generaci�n, que desde luego ahora ya est� muy avejentada y ha enflaquecido bastante. En cambio, me parece que los profesores actuales tratan a sus escolares con un m�todo tan gen�tico y tan hist�rico, que en definitiva lo que saldr� de todo eso, en el mejor de los casos, ser�n otros peque�os estudiosos de s�nscrito, u otros brillantes diablillos en busca de etimolog�as, u otros desenfrenados inventores de conjeturas, sin que, a pesar de todo, ninguno de ellos est� en condiciones de leer por placer, como hacemos nosotros los viejos, su Plat�n o su T�cito. As�, pues, los institutos pueden ser tambi�n ahora lugares en que se siembre la erudici�n, pero no esa erudici�n que es �nicamente el efecto colateral -natural e involuntario- de una cultura encaminada a los fines m�s nobles, sino esa erudici�n que se podr�a comparar con la hinchaz�n hipertr�fica de un cuerpo no sano. Los institutos son los lugares donde se trasplanta esa obesidad erudita, cuando no han degenerado hasta el punto de convertirse en las palestras de esa elegante barbarie, que hoy suele pavonearse con el nombre de �cultura alemana de la �poca actual�.�

�Pero, �ad�nde deber�n huir�, volvi� a hablar el acompa�ante, �esos pobres y numerosos profesores, a quienes la naturaleza no ha concedido las dotes que les permitan alcanzar una aut�ntica cultura, y que, m�s que nada, tienen la pretensi�n de aparentar que se encaminan hacia la cultura, s�lo porque los impulsa una necesidad, para ganarse el pan y porque el n�mero excesivo de escuelas exige un n�mero excesivo de profesores? �Ad�nde deber�n huir, si la antig�edad los rechaza perentoriamente? �No deber�n caer tal vez v�ctimas de esos poderes de la �poca presente, que se dirigen a ellos todos los d�as desde los �rganos de la prensa, incansables en su propaganda: ��Nosotros somos la cultura! �Nosotros estamos en la c�spide! �Nosotros somos el v�rtice de la pir�mide! �Nosotros somos la meta de la historia del mundo!�, cuando escuchan las promesas seductoras, cuando se ensalzan ante ellos los signos m�s abyectos de la incivilidad, el p�blico ambiente plebeyo de los llamados �intereses culturales� del periodismo, como los fundamentos de la forma m�s nueva, m�s elevada y m�s madura de la cultura? �Ad�nde podr�n huir esos pobres individuos, cuando presientan, aunque s�lo sea vagamente, que semejantes promesas son totalmente falaces? Tendr�n por fuerza que refugiarse en el m�s obtuso, en el m�s microl�gico y est�ril cientifismo, s�lo por no escuchar m�s ese incansable griter�o en favor de la cultura. Al verse perseguidos de ese modo, �no acabar�n tal vez escondiendo, como avestruces, su cabeza en un mont�n de arena? �No ser� tal vez para ellos una aut�ntica suerte el hecho de poder llevar una vida de hormigas, sepultados entre dialectos, etimolog�as y conjeturas, y de poder permanecer por lo menos con los o�dos tapados, cerrados en s� mismos y sordos a la voz de la elegante civilizaci�n de nuestro tiempo, si bien mil millas alejados de la aut�ntica cultura?� �Tienes raz�n, amigo m�o�, dijo el fil�sofo, �pero, �existe verdaderamente una absoluta necesidad de que haya un n�mero excesivo de escuelas de cultura, y de que, por consiguiente, resulte tambi�n inevitable un n�mero excesivo de profesores, cuando, en realidad, comprendemos claramente que la exigencia de ese n�mero excesivo procede de una esfera hostil a la cultura, y que las consecuencias de ese exceso s�lo ser�n ventajosas para la falta de cultura? En realidad, se puede hablar de semejante necesidad absoluta, s�lo en la medida en que el Estado moderno est� acostumbrado a intervenir en esas cuestiones y suele presentar sus exigencias, mientras hace tintinear su armadura: indudablemente, ese fen�meno impresiona a la mayor�a, exactamente como si a ella se dirigiera una necesidad eterna y absoluta, la ley primordial de las cosas. Por otro lado, un �Estado cultural�, como se dice hoy, que tenga semejantes pretensiones constituye un fen�meno reciente, y s�lo en los �ltimos cincuenta a�os ha llegado a ser algo �evidente�, es decir, en un periodo en que -por usar una vez m�s esa expresi�n favorita- suceden much�simas cosas �evidentes� pero que en s� mismas, a decir verdad, no se comprenden del todo inmediatamente. Precisamente el Estado moderno m�s fuerte, Prusia, se ha tomado tan en serio ese derecho a mantener una suprema tutela sobre la cultura y sobre la escuela, que ese peligroso principio as� adoptado, dada la osad�a que caracteriza a dicho Estado, adquiere un significado universalmente amenazador y peligroso para el aut�ntico esp�ritu alem�n. Por ese lado encontramos sistematizada de modo formal la tendencia a elevar el instituto de bachillerato hasta la �altura de nuestro tiempo�; en Prusia est�n en auge todos los mecanismos que sirven para incitar a una educaci�n de bachillerato al mayor n�mero posible de escolares; all� el Estado ha aplicado incluso su medio m�s potente, es decir, la concesi�n de ciertos privilegios en relaci�n con el servicio militar, con el resultado de que, seg�n el testimonio imparcial de los funcionarios de estad�sticas, son precisa y exclusivamente esos recursos los que permiten explicar la completa saturaci�n de todos los institutos prusianos de bachillerato y la imperiosa y continua necesidad de nuevas escuelas. �Qu� m�s puede hacer el Estado a favor de un n�mero excesivo de escuelas, adem�s de establecer una relaci�n estricta del instituto con todos los cargos m�s altos de la clase de los funcionarios, as� como con la mayor�a de los inferiores, con el acceso a la universidad, e incluso con los m�s acreditados privilegios militares, y todo eso en un pa�s en que tanto el servicio militar obligatorio para todos, aprobado con el completo apoyo popular, como la m�s desenfrenada ambici�n pol�tica de los funcionarios impulsan inconscientemente en esa direcci�n a todos los individuos dotados? En Prusia el bachillerato est� considerado ante todo como una especie de grado honor�fico, y todos aquellos que se sientan impulsados a entrar en la esfera del gobierno seguir�n el camino del bachillerato. Ese es un fen�meno nuevo y, en cualquier caso, original: el Estado se muestra como un mistagogo de la cultura, y, al tiempo que persigue sus fines, obliga a todos sus servidores a comparecer ante �l con la antorcha de la cultura universal de Estado en las manos: a la luz inquieta de dicha antorcha, deben reconocerlo de nuevo como el fin supremo, como lo que recompensa todos sus esfuerzos culturales. Ahora bien, este �ltimo fen�meno deber�a volverlos perplejos, deber�a recordarles, por ejemplo, esa tendencia af�n, comprendida poco a poco, de una filosof�a favorecida tiempo atr�s por el Estado y destinada a promover los fines del Estado, o sea, la tendencia de la filosof�a hegeliana; m�s aun: quiz� no fuera exagerado sostener que Prusia, al subordinar todos los esfuerzos culturales a los fines del Estado, se ha apropiado con �xito de la parte en que la herencia de la filosof�a hegeliana es pr�cticamente utilizable: la apoteosis del Estado, por obra de dicha filosof�a llega a su apogeo indudablemente en esa subordinaci�n.�

�Pero, �qu� fin puede tener el Estado�, pregunt� el acompa�ante, �al sostener una tendencia tan inquietante? Que se trata de fines pol�ticos resulta ya evidente del hecho de que otros Estados admiran, consideran ponderadamente y aqu� y all� imitan semejante reglamento escolar de Prusia. Evidentemente, esos otros Estados suponen que eso beneficia a la estabilidad y a la fuerza de un Estado, como ocurre con esa famosa conscripci�n general, que ha llegado a ser tan popular. Cuando se ve que todos llevan peri�dicamente y con orgullo el uniforme militar, cuando se ve que casi todos han recibido en los institutos de bachillerato una cultura nivelada de Estado, se puede hablar entonces, con exageraci�n, casi de un reglamento digno de la antig�edad, de una omnipotencia del Estado alcanzada s�lo en la antig�edad, y que el instituto y la educaci�n estimulan a los j�venes a considerar semejante Estado como la cima y el fin supremo de la existencia humana.�

�Esa comparaci�n�, dijo el fil�sofo, �ser�a indudablemente exagerada, y cojear�a de las dos piernas. Efectivamente, el Estado antiguo se mantuvo muy alejado precisamente de ese fin utilitario, que consiste en admitir la cultura s�lo en la medida en que beneficia al Estado, y en aniquilar los impulsos que no resulten utilizables sin m�s para sus fines. En lo m�s profundo de su alma los griegos experimentaban hacia el Estado ese fuerte sentimiento -casi escandaloso para el hombre moderno- de admiraci�n y de gratitud, precisamente porque reconoc�a que sin esa instituci�n, que satisface las necesidades y se ocupa de la defensa, no puede desarrollarse ning�n germen de cultura, y sab�a que toda la cultura griega -inimitable y �nica en toda la historia- creci� tan lozana precisamente bajo la protecci�n primorosa y prudente de las instituciones pol�ticas destinadas a las necesidades y a la defensa. El Estado no era para su cultura un guardi�n de fronteras, un regulador, un superintendente, sino un compa�ero de viaje, un camarada s�lido, musculoso, equipado para combatir, que acompa�aba a trav�s de realidades rudas al amigo m�s noble, casi divino, y a cambio recib�a su admiraci�n y su gratitud. En cambio, cuando el Estado moderno pretende esa gratitud entusiasta, eso no ocurre porque sea consciente de haber intervenido caballerosamente a favor de la cultura y del arte alem�n m�s altos: efectivamente, en este aspecto su pasado es tan vergonzoso como su presente, si pensamos en la forma como se conmemora, en las ciudades alemanas m�s importantes, la memoria de nuestros grandes poetas y artistas, y en el modo como dicho Estado ha apoyado los m�s altos proyectos art�sticos de esos maestros alemanes.

�As�, pues, nos encontramos ante circunstancias particulares, ya sea con respecto a esa tendencia estatal que favorece de todos modos lo que se desea llamar �cultura�, ya sea con respecto a una cultura favorita semejante, que se someta a esa tendencia estatal. Dicha tendencia est� en guerra -declarada o no- con el aut�ntico esp�ritu alem�n y con una cultura que de �l pueda emanar, semejante a la que te he delineado, amigo m�o, con rasgos vacilantes: el esp�ritu de la cultura, que es beneficioso para esa tendencia estatal, y que �sta sostiene con una participaci�n tan activa (a causa de dicho esp�ritu despierta admiraci�n en el extranjero su reglamento escolar), debe proceder, por tanto, de una esfera que no tiene ning�n punto de contacto con el aut�ntico esp�ritu alem�n, o sea, con el esp�ritu que nos habla tan maravillosamente de la esencia �ntima de la Reforma alemana, de la m�sica alemana, de la filosof�a alemana, y al que esa cultura pujante por inspiraci�n estatal considera con tanta indiferencia y tanta insolencia, como si fuera un noble desterrado. Es un extranjero que se aleja con solitaria melancol�a, mientras se agita el incensario ante esa pseudocultura que entre las aclamaciones de los profesores y de los periodistas �cultos� ha usurpado el nombre y la dignidad del aut�ntico esp�ritu alem�n, y bromea abiertamente con la palabra �alem�n�. �Por qu� necesita el Estado ese n�mero excesivo de escuelas y de profesores? �Con qu� objeto esa cultura popular y esa educaci�n popular, tan ampliamente difundidas? Porque se odia al esp�ritu alem�n aut�ntico, porque se teme la naturaleza aristocr�tica de la cultura aut�ntica, porque propagando y alimentando las, pretensiones culturales en la multitud se quiere incitar a los grandes individuos a buscar un exilio voluntario, porque se intenta escapar a la severa y dura disciplina de los grandes gu�as, haciendo creer a la masa que encontrar� por s� sola el camino, guiada por el Estado, aut�ntica estrella polar. �Ah� tenemos un fen�meno nuevo! �El Estado como estrella polar de la cultura! No obstante, hay una cosa que me consuela: ese esp�ritu alem�n, que se ve combatido hasta ese punto, que ha sido substituido por un vicario cargado de decoraciones variopintas, ese esp�ritu -digo- es valiente: luchando, conseguir� salvarse, abrirse camino hacia una �poca m�s pura, y conservar� -siendo como es noble y consiguiendo como conseguir� la victoria- cierto sentido de compasi�n hacia el Estado, y lo excusar� de su alianza con semejante pseudocultura, ya que la situaci�n del Estado es extraordinariamente penosa y embarazosa. Efectivamente, �qui�n puede hacerse idea, en definitiva, de lo dif�cil que es la misi�n de gobernar a los hombres, es decir, de conservar la ley, el orden, la tranquilidad y la paz, entre muchos millones de individuos, pertenecientes a una casta que en su inmensa mayor�a es descomedida, ego�sta, injusta, irracional, inmoral, envidiosa, malvada y, por si fuera poco, bastante limitada y extravagante, y, adem�s, defender continuamente, contra vecinos codiciosos y bandidos insidiosos, las posesiones que el Estado ha conseguido adquirir? Un Estado en condiciones tan tristes se une a cualquier aliado: y, cuando un aliado se ofrece espont�neamente, con frases pomposas, cuando, como ha hecho Hegel por ejemplo, lo llama �organismo �tico absolutamente perfecto�, y establece como misi�n de la cultura que cada cual encuentre el lugar y la situaci�n en que pueda servir del modo mejor al Estado, �qui�n va a tener derecho a asombrarse en tal caso de que el Estado salte al instante al cuello de semejante aliado espont�neo, y lo salude con plena convicci�n y con su profunda voz barb�rica: ��Eso es! �T� eres la cultura, t� eres la civilizaci�n!��

Friedrich Nietzsche

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