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SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS

Friedrich Nietzsche

 

Segunda conferencia
Traducci�n de Carlos Manzano publicada por Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp. 59-86

 

Ilustres oyentes, aquellos de vosotros a quienes en este momento saludo como a mis oyentes, y que quiz� no hayan o�do hablar de mi conferencia, pronunciada hace tres semanas, deber�n permitir ahora que los introduzca, sin otros preparativos, en medio de un di�logo serio, que hab�a yo comenzado entonces a referir, y cuyos �ltimos desarrollos recordar� hoy. El individuo m�s joven, que acompa�aba al fil�sofo, hab�a debido excusarse un poco antes, de modo lealmente confidencial, ante su importante maestro, y explicar los motivos por los que, presa del des�nimo, hab�a abandonado su posici�n anterior de profesor, y pasaba su tiempo desconsolado, en una soledad escogida espont�nea�mente. La causa de semejante decisi�n hab�a que atribuirla a todo menos a una presunci�n orgullosa.

�He o�do demasiadas cosas de usted, maestro�, hab�a dicho el honrado disc�pulo, �durante demasiado tiempo he estado junto a usted, para poder abandonarme todav�a con confianza a las ordenanzas vigentes de la cultura y de la educaci�n. Siento con demasiada claridad esos errores y esos inconvenientes insalvables que usted sol�a se�alarme: y, sin embargo, me parece que escasea en m� la fuerza con que, luchando m�s animosamente, podr�a tener �xito, y con que podr�a hacer a�icos los bastiones de esta presunta cultura. Se ha apoderado de m� un des�nimo general: la fuga a la soledad no se debe a orgullo ni a presunci�n.� A continuaci�n, para disculparse, hab�a descrito de tal modo las caracter�sticas generales de esa situaci�n cultural, que el fil�sofo no hab�a podido por menos de interrumpirlo con voz compasiva, y tranquilizarlo. ��Vamos! Det�nte de una vez, pobre amigo m�o�, dijo el fil�sofo. �Ahora te comprendo mejor, y antes no deber�a haberte dicho palabras tan duras. Tienes raz�n en todo, menos en tu des�nimo. Ahora voy a decirte una cosa para consolarte. �Cu�nto tiempo crees que durar� todav�a, en la escuela de nuestra �poca, semejante actitud cultural, tan dif�cil de soportar para ti? No quiero ocultarte mi confianza en ese sentido: la �poca de todo eso ha acabado, sus d�as est�n contados. El primero que se atreva a ser honrado en este terreno podr� escuchar el eco de su honradez devuelto por mil almas valientes. Efectivamente, en el fondo existe un acuerdo t�cito entre los hombres de esta �poca que est�n m�s generosamente dotados, y que sienten con mayor vehemencia. Cada uno de ellos sabe lo que ha debido soportar por la situaci�n cultural de la escuela, y cada uno de ellos quisiera liberar por lo menos a su descendencia de semejante opresi�n, aun a costa de sacrificarse personalmente. La triste causa de que, a pesar de todo, no consiga manifestarse por ning�n lado una honradez completa es la pobreza espiritual de los profesores de nuestra �poca: precisamente en ese campo faltan los talentos realmente inventivos, faltan los hombres verdaderamente pr�cticos, o sea, los que tienen ideas buenas y nuevas, y saben que la aut�ntica genialidad y la aut�ntica praxis deben encontrarse necesariamente en el mismo individuo. En cambio, los pr�cticos prosaicos carecen de ideas precisamente, y, por eso, carecen tambi�n de una praxis aut�ntica. Basta con entrar en contacto con la literatura pedag�gica de nuestra �poca: hay que estar muy corrompido para no asustarse -cuando se estudia ese tema- ante la suprema pobreza espiritual, ante ese desdichado juego infantil del corro. En nuestro caso, la filosof�a debe partir, no ya de la maravilla, sino del horror. A quien no est� en condiciones de provocar horror hay que rogarle que deje en paz las cuestiones pedag�gicas. Indudablemente, hasta ahora, por lo general ha ocurrido lo contrario: quienes se horrorizaban como t�, querido amigo, escapaban atemorizados, y quienes permanec�an imp�vidos, tranquilos, met�an del modo m�s grosero sus rudas manos en la m�s delicada de todas las t�cnicas que pueden corresponder a un arte, es decir, en la t�cnica de la cultura. Pero eso ya no podr� durar mucho tiempo: tendr� que llegar por fin el hombre honrado que tenga esas ideas buenas y nuevas, y que para realizarlas se atreva a romper con la situaci�n actual. �ste, finalmente, remiti�ndose a un ejemplo grandioso, mostrar� el modo de hacer lo que esas manos rudas -las �nicas que hasta ahora han intervenido- no est�n en condiciones de imitar: en ese caso, se empezar� a distinguir por doquier, y entonces se advertir� al menos el contraste y se podr� reflexionar sobre las causas de ese contraste, mientras que hoy son muchos los que creen todav�a, con perfecta buena fe, que para la profesi�n de pedagogo se necesitan manos rudas.�

�Quisiera, ilustre maestro�, dijo en aquel momento el acompa�ante, �que usted, mediante un ejemplo concreto, me ayudara a alimentar la esperanza por usted expresada tan audazmente. Los dos conocemos el instituto de bachillerato: �tambi�n con respecto a esa instituci�n educativa, por ejemplo, cree usted que se podr�a acabar con las antiguas y tenaces costumbres, con ayuda. de la honradez, y de ideas buenas y nuevas? En mi opini�n, en este caso, a los arietes de un asalto no se opone una dura muralla, sino la m�s fastidiosa rigidez e inasibilidad de todos los principios. El asaltante no debe destruir a un adversario visible y s�lido: antes bien, dicho adversario est� disfrazado, puede transformarse en cien figuras, y en una de �stas puede escapar a la garra que lo atrape, confundiendo siempre al asaltante con una vil concesi�n o con un movimiento de retroceso. Precisamente el instituto de bachillerato ha sido el que me ha impulsado a huir desalentado a la soledad, precisamente porque opino que, si en ese campo no concluye la lucha con una victoria, todas las dem�s instituciones de la cultura deber�n ceder, y que, si alguien se desanima con respecto a eso, deber� desanimarse. tambi�n con respecto a las cuestiones pedag�gicas m�s serias. As�, pues, le ruego, maestro, que me instruya en relaci�n con el instituto de bachillerato: �qu� decadencia podemos esperar de �l, y qu� renacimiento?�

�Tambi�n yo�, dijo el fil�sofo, �atribuyo al instituto de bachillerato, como t�, una importancia enorme: todas las dem�s instituciones deben valorarse con el criterio de los fines culturales a que se aspira mediante el instituto; cuando las tendencias de �ste sufren desviaciones, todas las dem�s instituciones sufren las consecuencias de ello, y, mediante la depuraci�n y la renovaci�n del instituto, se depuran y renuevan igualmente las dem�s instituciones educativas. Ni siquiera la universidad puede pretender ahora tener semejante importancia de fulcro motor. La universidad, en su estructura actual, puede considerarse simplemente -al menos, en un aspecto esencial- como el remate de la tendencia existente en el instituto de bachillerato: despu�s te explicar� claramente este punto. Por el momento, consideremos conjuntamente lo que me inspira una alternativa llena de promesas, en funci�n de la cual, o bien el esp�ritu del bachillerato hasta ahora cultivado -tan variopinto y tan dif�cil de captar- se dispersa completamente en el aire, o bien habr� que depurarlo y renovarlo radicalmente. Y para no asustarte con principios universales, pensemos ante todo en una de esas experiencias del bachillerato que todos hemos tenido y que todos sufrimos. �Qu� es hoy, si la consideramos severamente, la ense�anza del alem�n en el bachillerato?

�Antes que nada, voy a decirte c�mo deber�a ser. Hoy todos hablan y escriben naturalmente la lengua alemana con la ineptitud y la vulgaridad propias de una �poca que aprende el alem�n en. los peri�dicos. Por eso, al adolescente que est� creciendo, y est� dotado m�s generosamente, habr�a que colocarlo por la fuerza bajo la campana de vidrio del buen gusto y de una r�gida disciplina ling��stica: si eso no es posible, prefiero entonces volver enseguida a hablar en lat�n, ya que me averg�enzo de una lengua tan desfigurada y deshonrada.

�Una escuela mejor no podr� tener otro objetivo a ese respecto que el de llevar al camino recto, con autoridad y rigor digno, a los j�venes ling��sticamente corrompidos, y exhortarles as�: ��Tomad en serio vuestra lengua! Quien no consiga sentir un deber sagrado en ese sentido no posee ni siquiera el germen del que pueda surgir una cultura superior. Eso, es decir, vuestro modo de tratar la lengua materna, revelar� hasta qu� punto apreci�is el arte, con eso se ver� hasta qu� punto congeni�is con el arte. Si no consegu�s obtener ese resultado por vosotros mismos, es decir, sentir un desagrado f�sico frente a ciertas palabras y a ciertas frases de nuestra jerga period�stica, abandonad al instante las aspiraciones a la cultura. Efectivamente, ah�, muy cerca de vosotros, siempre que habl�is y escrib�s, hay una piedra de toque para juzgar lo dif�cil y descomunal que es la tarea del hombre de cultura, y hasta qu� punto es inveros�mil que muchos de vosotros alcanc�is la aut�ntica cultura�.

�Seg�n el esp�ritu de semejante discurso, el profesor de alem�n en el instituto de bachillerato tendr�a la obligaci�n de llamar la atenci�n de sus escolares sobre miles de detalles y de prohibir incluso -con toda la seguridad que proporciona el buen gusto- el uso de palabras como, por ejemplo, beanspruchen (reclamar), vereinnahmen (cobrar dinero), einer Sache Rechnung tragen (tener en cuenta una cosa), die Initiative ergreifen (tomar la iniciativa), selbstverstd�dlich (evidente), etc�tera, cum taedio in infinitum. Adem�s, el mismo profesor, al referirse a nuestros autores cl�sicos, deber�a mostrar, rengl�n a rengl�n, el enorme cuidado y rigor con que hay que entender todas las expresiones, cuando se tiene un aut�ntico sentimiento art�stico, y cuando se aspira a la completa claridad de lo que se escribe. Obligar� a sus alumnos a expresar el mismo pensamiento una vez m�s y de modo todav�a mejor, hasta que los alumnos menos dotados pierdan el terror reverente a la lengua y los alumnos m�s dotados hayan llegado a sentir un noble sentimiento hacia ella.

�As�, pues, �se es un cometido de la llamada cultura formal: uno de los cometidos m�s preciosos. �Y qu� es lo que encontramos ahora en el bachillerato, en lugar de la llamada cultura formal? Quien sepa clasificar en las r�bricas correctas lo que haya encontrado en este terreno, sabr� tambi�n que pensar del bachillerato actual, como presunta instituci�n de cultura. Efectivamente, descubrir� que el bachillerato, a partir de su formaci�n originaria, no educa con las miras puestas en la cultura, sino s�lo en la erudici�n, y observar� adem�s que en los �ltimos tiempos de la impresi�n de no querer siquiera educar con las miras puestas en la erudici�n, sino s�lo preparar para el periodismo. Lo atestigua la forma de impartir la ense�anza de la lengua alemana, que es un ejemplo verdaderamente comprobado.

�En lugar de esa instrucci�n puramente pr�ctica, con la que el profesor deber�a habituar a sus escolares a educarse severamente en lo relativo a la lengua, vemos por doquier la tendencia a tratar de modo hist�rico-erudito la lengua materna. En otras palabras, se la trata como si fuera una lengua muerta, y como si no existiera obligaci�n alguna en relaci�n con el presente y el futuro de dicha lengua. El m�todo est� tan difundido en nuestra �poca, que se entrega hasta el cuerpo vivo de la lengua a los estudios anat�micos de la historia. Sin embargo, la cultura comienza precisamente desde el momento en que se sabe tratar lo que est� vivo como algo vivo, y la tarea de quien ense�a la cultura comienza con la represi�n del �inter�s hist�rico�, apremiante por todas partes, cuando antes que nada hay que actuar correctamente, y no ya conocer. Por otra parte, nuestra lengua materna es precisamente una esfera en que el escolar debe aprender a actuar correctamente: y s�lo de acuerdo con esta perspectiva pr�ctica resulta necesaria la ense�anza del alem�n en nuestras escuelas. Indudablemente, el m�todo hist�rico parece bastante m�s f�cil y m�s c�modo para el profesor; asimismo, parece requerir dotes mucho m�s modestas y en general un �mpetu mucho menor en la voluntad y en las aspiraciones del profesor. Pero podemos hacer esa misma observaci�n en todos los campos de la realidad pedag�gica: lo m�s f�cil y m�s c�modo se envuelve en un manto de pretensiones fastuosas y de t�tulos orgullosos. El aspecto verdaderamente pr�ctico -es decir, la acci�n necesaria para la cultura‑, dado que en el fondo es la cosa m�s dif�cil, recibe miradas de desaire y de desprecio. Por esa raz�n el hombre honrado deber� aclararse a s� mismo y a los dem�s este quid pro quo.

�Pero, �qu� suele dar un profesor de alem�n, aparte de esas sugerencias eruditas para un estudio de la lengua? �De qu� modo sabe conjugar el esp�ritu de su escuela con el esp�ritu de los pocos hombres de cultura aut�ntica que ha tenido el pueblo alem�n, con el esp�ritu de sus poetas y artistas cl�sicos? �ste es un terreno oscuro y peligroso, sobre el que no podemos arrojar luz sin dejar de preocuparnos: tampoco en esto nos ocultaremos nada, ya que un d�a habr� que renovarlo todo en dicho terreno. En el instituto de bachillerato, se imprimen las repugnantes caracter�sticas de nuestro periodismo est�tico sobre los esp�ritus todav�a no formados de los adolescentes; en el instituto, es el propio profesor quien esparce las semillas de un grosero y deliberado entendimiento incorrecto de nuestros cl�sicos: despu�s dicho entendimiento incorrecto se hace pasar por cr�tica est�tica, y no es otra cosa que barbarie. Los escolares aprenden all� a hablar de nuestro Schiller, que es �nico, con una superioridad pueril; en el instituto nos habit�an a sonre�r ante sus concepciones m�s nobles y m�s alemanas, a sonre�r ante el marqu�s de Posa, ante Max y Tecla: es �sa una sonrisa que provoca la c�lera del genio alem�n y que har� enrojecer a una posteridad mejor.

�El �ltimo terreno a que suele dedicar su actividad el profesor de alem�n en el instituto, y que muchas veces se considera el punto culminante de dicha actividad, y hay quienes lo consideran incluso como el v�rtice de la cultura de bachillerato, lo constituye la llamada composici�n en alem�n. Del hecho de que en ese terreno se afanen, con particular tes�n, los escolares m�s dotados habr�a que deducir lo peligrosamente estimulante que puede ser la tarea aqu� propuesta. La composici�n en alem�n es una llamada a la individualidad, y, cuanto mayor conciencia tenga un escolar de las cualidades que lo distinguen, tanto m�s personalmente elaborar� su composici�n en alem�n. Adem�s, esa �elaboraci�n personal� la requiere en la mayor�a de los institutos la elecci�n de los asuntos: la prueba m�s v�lida de ello, en mi opini�n, radica en el hecho de que en las clases inferiores se proponen temas -en s� y por s� antipedag�gicos- que conducen al escolar a describir su vida y su desarrollo. Basta con hojear las listas de los temas desarrollados en unos cuantos institutos para llegar a convencerse de que veros�milmente la mayor parte de los escolares, sin culpa alguna, deber� sufrir toda su vida a causa de esas composiciones personales, exigidas demasiado pronto, y de esa inmadura producci�n de pensamiento. �Y con cu�nta frecuencia toda la posterior obra literaria de un hombre aparece como la consecuencia de aquel pecado original contra la inteligencia!

�Basta con reflexionar en lo que ocurre a esa edad, cuando se requiere producir semejante trabajo. Se trata de la primera producci�n original: las fuerzas todav�a no desarrolladas contribuyen por primera vez a formar una cristalizaci�n; el sentimiento embriagador de la autonom�a requerida reviste esas producciones con un encanto seductor, que no se hab�a presentado nunca antes y que no volver� a presentarse. Se reclaman todas las audacias de la naturaleza desde sus profundidades, todas las vanidades, ya no contenidas por una barrera bastante potente, pueden adquirir por primera vez una forma literaria: desde ese momento el joven que se ha vuelto maduro, se siente un ser capaz de hablar, de tomar parte en una conversaci�n, o, mejor, invitado a ello. Efectivamente, esos temas le obligan a calificar obras po�ticas, o bien a incluir a personajes hist�ricos en la forma de una descripci�n de caracteres, o bien a exponer de forma aut�noma serios problemas �ticos, o bien a aclarar tambi�n -invirtiendo introspectivamente la antorcha- su desarrollo, y a dar un informe cr�tico de s� mismo. En resumen, todo un mundo de problemas, que requieren la meditaci�n m�s profunda, se abre ante el joven estupefacto, hasta aquel momento casi inconsciente, y se conf�a a su decisi�n.

�Ahora hemos de tener presente la actitud habitual del profesor ante esas primeras producciones originales, tan ricas de consecuencias. �Qu� le parece criticable en esos trabajos? �Sobre qu� llama la atenci�n de sus alumnos? Sobre todos los excesos de la forma y del pensamiento, es decir, sobre todo lo que es individual y caracter�stico de esa edad. El profesor critica el aspecto verdaderamente aut�nomo (que, si se estimula prematuramente, s�lo puede manifestarse precisamente en torpezas, en asperezas y en rasgos grotescos), o sea, precisamente el aspecto individual, y lo rechaza a favor de una actitud altiva, mediocre y carente de originalidad. En cambio, la mediocridad vulgar obtiene elogios, prodigados de mala gana: efectivamente, la mediocridad suele fastidiar bastante al profesor, y con buenas razones.

�Quiz�s existan todav�a hombres que vean en toda esa comedia de la composici�n en alem�n en el instituto no s�lo el elemento m�s absurdo, sino tambi�n el m�s peligroso del bachillerato actual. Se exige originalidad y despu�s se rechaza la �nica originalidad posible a esa edad: en el instituto se presupone una cultura formal, que en la actualidad consiguen alcanzar s�lo poqu�simos hombres, en edad madura. En el instituto se considera a todos sin m�s como seres capaces de hacer literatura, que tienen derecho a tener opiniones propias sobre las cosas y los personajes m�s serios, mientras que una educaci�n aut�ntica deber�a reprimir con todos sus esfuerzos las rid�culas pretensiones de una independencia de juicio, y habituar al joven a una r�gida obediencia bajo el dominio del genio. En el instituto se presupone la capacidad de representar cuadros muy amplios, a una edad en que cualquier afirmaci�n -pronunciada o escrita- constituye una barbarie. Si pensamos, adem�s, en el peligro que va unido a la autosatisfacci�n, que surge con facilidad en esos a�os, si pensamos en el sentimiento de vanidad con que el adolescente ve por primera vez en el espejo su imagen literaria, nadie podr� dudar, abarcando con una sola mirada todas esas consecuencias, de que en el instituto se inculcan continuamente a las nuevas generaciones todos los males de nuestro ambiente literario y art�stico, o sea, la tendencia a producir de modo apresurado y vanidoso, la man�a despreciable de escribir libros, la completa falta de estilo, un modo de expresarse que no se ha refinado, que carece de car�cter o pobremente afectado, la p�rdida de cualquier canon est�tico, el deleite en la anarqu�a y el caos, en resumen, todos los rasgos literarios de nuestro periodismo y al mismo tiempo de nuestro mundo acad�mico.

�Son muy pocos hoy los que saben que uno solo, quiz�, de entre muchos miles est� autorizado para sentirse escritor, y que todos los dem�s que por su cuenta y riesgo intenten seguir ese camino merecen como recompensa por cada frase impresa una carcajada hom�rica por parte de hombres verdaderamente capaces de juzgar: verdaderamente, el espect�culo de un Hefesto literario que avanza cojeando, para ofrecernos algo de beber, es digno de los dioses. La educaci�n en ese campo, la inculcaci�n de h�bitos y de ideas que sean serias y firmes, constituye una de las misiones m�s altas de la cultura formal, mientras que el hecho de confiarse en general a la llamada �personalidad libre� no podr� ser desde luego otra cosa que la se�al distintiva de la barbarie. Sin embargo, por lo que hemos referido anteriormente deber�a resultar claro que, al menos en la ense�anza del alem�n, no se piensa en la cultura, sino en otra cosa, a saber, en dicha �personalidad libre�. Y, mientras los institutos de bachillerato alemanes, al ocuparse de la composici�n en alem�n, fomenten la horrible y perversa man�a de escribir mucho, mientras no consideren como un deber sagrado la m�s inmediata disciplina pr�ctica al hablar y al escribir, mientras traten la lengua materna como si fuera �nicamente un mal necesario y un cuerpo muerto, no podr� incluir esas escuelas entre las instituciones de cultura aut�ntica.

�Pero, en relaci�n con la lengua es casi imposible observar influencia alguna del modelo cl�sico: as�, pues, ya s�lo por esa consideraci�n la llamada. �cultura cl�sica�, que deber�a salir de nuestros institutos de bachillerato, me parece una cosa bastante dudosa y equ�voca. Efectivamente, bastar�a con echar una mirada a ese modelo, para vernos obligados a observar la extraordinaria seriedad con que el griego y el romano consideraban y trataban su lengua, desde los a�os de la adolescencia. Ser�a imposible no discernir su valor de modelo en relaci�n con ese punto, si el plan educativo de nuestros institutos de bachillerato adoptara todav�a realmente, como supremo modelo de ense�anza, el mundo cl�sico griego y romano. Sobre esto �ltimo tengo por lo menos dudas. Con respecto a la pretensi�n que el instituto tiene de ense�ar la �cultura cl�sica�, me parece que se trata, m�s que nada, de una escapatoria torpe, que se utiliza cuando alguien niega al bachillerato la capacidad para educar en la cultura. �Cultura cl�sica! �Una expresi�n tan cargada de dignidad! Hace avergonzarse al atacante, hace aplazar el ataque: efectivamente, �qui�n podr� descifrar nunca completamente esa f�rmula embarazosa? Esa es la t�ctica del bachillerato, que ha llegado a ser habitual desde hace tiempo: seg�n la direcci�n de donde proceda la invitaci�n al combate, aqu�l escribe en su escudo -desde luego, no adornado con distintivos de honor- uno de esos lemas embarazosos: �cultura cl�sica�, �cultura formal�, o bien �cultura para la ciencia�; tres cosas gloriosas, pero que desgraciadamente son contradictorias en s�, y que s�lo podr�n producir un hircocervo de la cultura, cuando se las junte por la fuerza. Efectivamente, una aut�ntica �cultura cl�sica� es algo tan incre�blemente dif�cil y raro, y requiere dotes tan complejas, que el hecho de prometerla como resultado alcanzable en el bachillerato est� reservado �nicamente a la ingenuidad o a la desverg�enza. La designaci�n �cultura formal� forma parte de esa burda fraseolog�a no filos�fica, de la que hay que liberarse cuanto sea posible: en realidad, no existe en absoluto una �cultura material�. Y quien establece como fin del bachillerato la �cultura para la ciencia� desecha con ello la �cultura cl�sica� y la llamada �cultura formal�, o sea, que abandona en general cualquier clase de fin cultural del bachillerato. En efecto, el hombre cient�fico y el hombre de cultura pertenecen a dos esferas diferentes, que de vez en cuando entran en contacto en un individuo aislado, pero no coincidir�n nunca entre s�.

�Si comparamos estos tres presuntos objetivos del bachillerato con la realidad observada por nosotros en relaci�n con la ense�anza del alem�n, dichos objetivos suelen reducirse, en el uso com�n, a escapatorias dictadas por la verg�enza, ideadas para la lucha y el combate, y muchas veces bastante apropiadas incluso para asombrar al adversario. Efectivamente, en la ense�anza del alem�n no hemos podido encontrar nada que recordara de alg�n modo el modelo de la antig�edad cl�sica, o sea, la grandiosidad antigua en la educaci�n ling��stica; adem�s, la �cultura formal� que se recibe mediante dicha ense�anza del alem�n se ha reducido a la aprobaci�n de la �personalidad libre�, es decir, de la barbarie y la anarqu�a; y por lo que se refiere a la �cultura que encamina hacia la ciencia�, como consecuencia de esa ense�anza, indudablemente nuestros germanistas podr�n valorar con equidad lo poco que han contribuido al desarrollo de su ciencia esos principios eruditos en el bachillerato y lo enorme que ha sido, en cambio, la contribuci�n hecha por la personalidad de profesores universitarios particulares.

�En conclusi�n, el bachillerato ha desatendido hasta ahora el objeto primordial e inmediato, de que arranca la cultura aut�ntica, es decir, ha desatendido la lengua materna: le falta as� el terreno natural y fecundo en el que pueden apoyarse todos los esfuerzos culturales posteriores. En realidad, s�lo cuando se utilice como base una disciplina y un uso de la lengua que sean rigurosos y art�sticamente esmerados, se podr� fortalecer el sentimiento preciso de la grandeza de nuestros cl�sicos, cuyo reconocimiento por parte del bachillerato se ha basado hasta ahora casi �nicamente en dudosas inclinaciones estetizantes de profesores concretos, o en el efecto puramente material de ciertas tragedias y ciertas novelas. No obstante, hay que saber ya por experiencia directa lo dif�cil que es la lengua, y hay que especificar, despu�s de largas investigaciones y largas luchas, el camino recorrido por nuestros poetas, para advertir entonces con qu� facilidad y qu� belleza lo recorrieron, y con qu� torpeza y afectaci�n intentan seguirlos los dem�s.

�S�lo mediante una disciplina semejante puede el joven experimentar desagrado f�sico ante la �elegancia� estil�stica -tan popular y alabada- de nuestros asalariados del periodismo y de nuestros novelistas, o bien ante la �dicci�n selecta� de nuestros literatos. En tal caso, el joven puede librarse de una vez, y definitivamente, de una serie de problemas y de escr�pulos verdaderamente c�micos; por ejemplo, de la cuesti�n de si Auerbach, o Gutzkow, es realmente un poeta: semejante cuesti�n quedar� zanjada inmediatamente, cuando el desagrado no permita seguir leyendo ni a uno ni a otro. Nadie debe creer que sea f�cil educar el sentimiento propio, hasta llevarlo a ese desagrado f�sico; pero, por otro lado, nadie podr� esperar llegar a un juicio est�tico por un camino que no sea el espinoso sendero del lenguaje, y no precisamente de la investigaci�n ling��stica, sino de la autodisciplina ling��stica.

�Quien desee esforzarse seriamente en ese terreno pasar� por las mismas experiencias de quien, siendo ya adulto, por ejemplo de soldado, se ve obligado a aprender a caminar, despu�s de haber sido hasta ese momento, en ese sentido, un principiante aficionado y un emp�rico; son meses de fatiga: tememos que los tendones se rompan; perdemos toda esperanza de poder llegar nunca a ejecutar c�moda y f�cilmente los movimientos y a fijar las posiciones de los pies, aprendidos consciente y expresamente; vemos con terror con qu� torpeza y tosquedad colocamos un pie delante del otro, y tememos habernos olvidado completamente de caminar y no poder nunca volver a aprender a caminar bien. Despu�s, de improviso nos damos cuenta de que los movimientos aprendidos expresamente se han transformado ya en una nueva costumbre y en una segunda naturaleza, y que la antigua seguridad y la antigua fuerza del paso vuelven fortalecidas, y acompa�adas incluso de cierta gracia: ahora sabemos tambi�n lo dif�cil que es caminar, y podemos burlarnos de quien, al caminar, sea un emp�rico tosco o un aficionado que crea moverse con elegancia. Nuestros llamados escritores �elegantes� no han aprendido nunca a caminar, como demuestra su estilo: y, desde luego, en nuestros institutos de bachillerato, como lo demuestran nuestros escritos, no se aprende a caminar. Pero, junto a la andadura correcta del lenguaje, comienza tambi�n la cultura: esta �ltima, una vez que se ha iniciado correctamente, produce a continuaci�n, incluso en relaci�n los escritores �elegantes�, una sensaci�n f�sica que se llama �n�usea�.

�Al llegar a este punto, reconocemos las consecuencias infaustas de nuestro bachillerato actual: por el hecho de que �ste no est� en condiciones de ense�ar la cultura aut�ntica y rigurosa, que es ante todo obediencia y h�bito por el hecho de que, en el mejor de los casos, cumple su objetivo m�s que nada estimulando y fecundando los impulsos cient�ficos, se explica esa alianza tan frecuente entre la erudici�n y la barbarie del gusto, entre la ciencia y el periodismo. Hoy se puede observar, en la mayor�a de los casos, que nuestros estudiosos han ca�do y se han precipitado desde esa altura cultural que la naturaleza alemana hab�a alcanzado gracias a los esfuerzos de Goethe, de Schiller, de Lessing y de Winckelmann: decadencia esta que se revela precisamente en la grosera clase de entendimientos incorrectos a que en medio de nosotros est�n expuestos esos grandes hombres, ya sea por parte de historiadores de la literatura -ll�mense Gervinus o Julian Schmidt- ya sea en cualquier ocasi�n de la vida social, o, mejor, en cualquier conversaci�n entre hombres y mujeres. Pero donde esa decadencia se muestra en la medida m�s grande y m�s dolorosa es precisamente en la literatura pedag�gica que ata�e al bachillerato. Se puede afirmar que el valor incomparable de aquellos hombres, con relaci�n a una aut�ntica instituci�n de cultura, no se ha enunciado siquiera -y mucho menos reconocido durante m�s de medio siglo: me refiero al valor de esos hombres como gu�as y mistagogos que preparan la cultura cl�sica, los �nicos que pueden llevarnos de la mano hasta hacernos encontrar de nuevo el camino correcto que conduce a la antig�edad. En cualquier caso, la llamada cultura cl�sica tiene un �nico punto de partida sano y natural, es decir, la costumbre, art�sticamente seria y rigurosa, de utilizar la lengua materna. No obstante, es raro que alguien se vea guiado desde dentro -por su propias fuerzas- por el sendero correcto, es decir, a adquirir esa costumbre y a apoderarse del secreto de la forma; en cambio, todos los dem�s necesitan esos grandes gu�as y esos grandes maestros, y deben confiarse a su tutela. Por otro lado, no existe una cultura cl�sica que pueda desarrollarse sin que se haya revelado ya ese sentido de la forma. En este punto, en que se revela gradualmente el sentido que distingue la forma de la barbarie, por primera vez se agita el ala que conducir� hasta la aut�ntica y �nica patria de la cultura, hasta la antig�edad griega. Desde luego, con la ayuda exclusiva de esa ala no podr�amos llegar muy lejos, ni en el intento de acercarnos a ese castillo del mundo griego, infinitamente remoto y circundado de muros de diamante. Una vez m�s, necesitamos, m�s que nada, esos mismos gu�as, esos mismos maestros, nuestros cl�sicos alemanes, para que el aletazo de sus aspiraciones a la antig�edad nos eleve tambi�n a nosotros y nos arrastre hacia la tierra de la nostalgia, Grecia:

�Esa relaci�n -la �nica posible- entre nuestros cl�sicos y la cultura cl�sica no se ha advertido, desde luego, entre los viejos muros de los institutos de bachillerato. M�s que nada, los fil�logos se esfuerzan perseverantemente, sin buscar ayuda alguna, para aproximar su Homero y su S�focles a las almas de los j�venes, y denominamos sin m�s el resultado con la expresi�n eufem�stica, y que nadie discute, de �cultura cl�sica�. Cada cual podr� comprobar, a partir de sus experiencias, lo que haya aprendido en Homero y en S�focles, con la gu�a de esos maestros infatigables. En este terreno se encuentran las ilusiones m�s frecuentes y m�s arraigadas, y se difunden amplia e involuntariamente los equ�vocos. En el instituto alem�n no he encontrado todav�a nunca ni siquiera el menor vestigio de lo que podr�a llamarse realmente �cultura cl�sica�; y no hay por qu� extra�arse de ello, si se piensa hasta qu� punto se ha independizado el instituto de los cl�sicos alemanes y de la disciplina de la lengua alemana. Con un salto en el vac�o no se podr� llegar nunca hasta la antig�edad: y, sin embargo, todo el modo de tratar en las escuelas a los escritores antiguos, todos los honrados comentarios y las par�frasis de nuestros profesores de filolog�a no son otra cosa que un salto en el vac�o.

�Efectivamente, el sentido de lo que es cl�sicamente hel�nico constituye un resultado tan raro de la lucha cultural m�s encarnizada y de un talento art�stico, que actualmente s�lo por un grosero equ�voco puede tener el instituto la pretensi�n de despertar ese sentimiento. �A qu� edad? A una edad que est� todav�a dominada por las m�s variadas tendencias del presente, y no tiene todav�a el menor presentimiento de que ese sentido del mundo hel�nico, una vez despertado, se vuelve al instante agresivo, y debe expresarse en una lucha continua contra la presunta cultura del momento actual. Para el estudiante de bachillerato actual, los griegos en cuanto griegos est�n muertos: indudablemente, se divierte leyendo a Hornero, pero una novela de Spielhagen lo cautiva con mucha m�s fuerza; engulle con cierto placer la tragedia y la comedia griegas, pero un drama verdaderamente moderno, como Los periodistas de Freitag .lo conmueve de forma muy diferente. Al contrario, siente inclinaci�n a expresarse, con respecto a todos los autores antiguos, de igual modo que el cr�tico de arte Hermann Grimm, que, en un tortuoso art�culo sobre la Venus de Milo, se pregunta al final: ��Qu� es para m� esta figura de diosa? �Para qu� me sirven los pensamientos que me inspira? Orestes y Edipo, Ifigenia y Ant�gona: �Qu� tiene en com�n todo eso con mi coraz�n?�. No, queridos estudiantes de bachillerato, la Venus de Milo no os importa para nada; pero igualmente poco importa a vuestros profesores, y �sa es la desgracia, y �se es el secreto del bachillerato actual. �Qui�n podr� conduciros hasta la patria de la cultura, si vuestros gu�as est�n ciegos, aunque se hagan pasar todav�a por videntes? Ninguno de vosotros conseguir� llegar a disponer de un aut�ntico sentido de la sagrada seriedad del arte, ya que se os ense�a con mal m�todo a balbucear con independencia, cuando, en realidad, habr�a que ense�aros a hablar; se os ense�a a ensayar la cr�tica est�tica de modo independiente, cuando, en realidad, se os deber�a infundir un respeto hacia la obra de arte; se os habit�a a filosofar de modo independiente, cuando, en realidad, habr�a que obligaros a escuchar a los grandes pensadores. El resultado de todo eso es que permanecer�is para siempre alejados de la antig�edad, y os convertir�is en los servidores de la moda.

�La cosa m�s beneficiosa que contiene la instituci�n del bachillerato actual consiste, en cualquier caso, en la seriedad con que se estudian la lengua latina y la lengua griega durante una serie de a�os. En ese terreno se aprende a respetar una lengua fijada de acuerdo con reglas, se aprende a respetar y a tener en cuenta la gram�tica y el l�xico; en ese dominio, todav�a se sabe lo que es un error, y no se fastidia en ning�n momento con la pretensi�n de que se autoricen -como en el estilo alem�n de nuestra �poca- incluso los caprichos y los malos h�bitos en la gram�tica y en la ortograf�a. Desgraciadamente, ese respeto hacia la lengua carece de un fundamento s�lido: se trata, por decirlo as�, de un fardo te�rico, que se desecha muy pronto, frente a la lengua materna. M�s que nada, es el propio profesor de lat�n o de griego quien rinde pocos honores a dicha lengua materna; desde el principio la considera como un terreno donde se puede recuperar el aliento, despu�s de la severa disciplina del lat�n y del griego, y donde vuelve a estar permitida la jovialidad negligente con que el alem�n trata com�nmente todo lo que es de casa. Los alemanes no han realizado nunca esos magn�ficos ejercicios de traducci�n de una lengua a otra, que pueden fomentar del modo m�s beneficioso tambi�n el sentido art�stico de la lengua propia, con la debida dignidad categ�rica y rigurosa que es necesaria sobre todo en este caso, por tratarse de una lengua no disciplinada. En los �ltimos tiempos incluso esos ejercicios van desapareciendo cada vez m�s: nos contentamos con conocer las lenguas cl�sicas extranjeras, pero desechamos la posibilidad de hablarlas.

�Una vez m�s se manifiesta en eso la tendencia erudita en el modo de concebir el bachillerato: fen�meno este que arroja una luz clarificadora sobre la cultura human�stica, en otro tiempo entendida seriamente como objetivo del bachillerato. Era �se el tiempo de nuestros grandes poetas, es decir, de los poetas alemanes verdaderamente cultos; era el tiempo en que el ilustre Friedrich August Wolf dirigi� hacia el bachillerato el nuevo esp�ritu cl�sico que llegaba desde Grecia y desde Roma por mediaci�n de aquellos grandes hombres: poniendo audazmente los fundamentos, aqu�l consigui� construir una nueva imagen del bachillerato, que desde aquel momento habr�a debido convertirse no s�lo en un vivero de la ciencia, sino sobre todo en el aut�ntico santuario de cualquier cultura m�s noble y m�s elevada.

�Entre las reglas que exteriormente parec�an necesarias para ese fin, algunas -esencial�simas- han pasado con �xito duradero a constituir el bachillerato moderno: pero no se ha logrado precisamente lo m�s importante, es decir, la entrega de los propios profesores a ese nuevo esp�ritu. De ese modo, entre tanto el objetivo del bachillerato se ha alejado de nuevo extraordinariamente de esa cultura human�stica deseada por Wolf. La antigua valoraci�n absoluta (ya superada por el propio Wolf) de la erudici�n y la cultura docta ha ido substituyendo gradualmente, despu�s de una lucha agotadora, al principio cultural que se hab�a insinuado, si bien no con la antigua franqueza, sino, al contrario, de modo solapado y con el rostro oculto. El fracaso del intento de hacer entrar el bachillerato en el grandioso movimiento de la cultura cl�sica se ha debido al car�cter no alem�n, podemos decir casi extranjero o cosmopolita, de esos esfuerzos culturales, es decir, a la creencia de que es posible quitarse de debajo de los pies el terreno de la patria, y permanecer todav�a erguido, en resumen, a la ilusi�n de poder saltar directamente, sin utilizar puentes, a ese alejado mundo griego por el hecho de haber renegado del esp�ritu alem�n o en general del esp�ritu nacional.

�Desde luego, hay que ser capaz de rastrear ese esp�ritu alem�n en sus escondrijos, bajo disfraces de moda, o bien bajo montones de ruinas, hay que amarlo hasta el punto de no avergonzarse ni siquiera de su forma pervertida; sobre todo, lo que no hay que hacer es substituir ese esp�ritu por lo que hoy se llama, con actitud orgullosa, �cultura alemana de la �poca actual�. El esp�ritu alem�n es, m�s que nada, �ntimamente hostil a dicha cultura. Y precisamente en las esferas de cuya falta de cultura suele lamentarse la ��poca actual� con frecuencia se ha conservado ese esp�ritu alem�n aut�ntico, si bien mezclado con superficialidades groseras, y desde luego no de forma fascinante. En cambio, lo que ahora se llama, con particular presunci�n, �cultura alemana�, es un conjunto cosmopolita, que guarda con el esp�ritu alem�n la misma relaci�n que un periodista con Schiller, o Meyerbeer con Beethoven. En este caso, la influencia m�s fuerte es la ejercida por la civilizaci�n francesa, antigerm�nica en lo m�s profundo de su ser, a la que se imita sin talento y con el gusto m�s dudoso, imitaci�n con la que se da una forma hip�crita a la sociedad, a la prensa, al arte y al estilo alemanes. Indudablemente, esa copia no producir� por ning�n lado un resultado tan logrado art�sticamente como el producido en Francia, casi hasta nuestros d�as, por esa civilizaci�n original, nacida de la naturaleza neolatina. Para advertir todav�a m�s ese contraste, comp�rense nuestros novelistas alemanes m�s famosos con todos los franceses o italianos; incluso los menos famosos: en ambas partes se encuentran las mismas tendencias dudosas, los mismos fines dudosos y los mismos medios todav�a m�s dudosos, pero, mientras que en el segundo caso todo eso va unido a una seriedad art�stica o, por lo menos, a una correcci�n de lenguaje, muchas veces incluso a una aut�ntica belleza, que refleja por doquier una civilizaci�n social correspondiente, en el primer caso, en cambio, todo carece de originalidad, todo es oscilante, ideas y expresiones de andar por casa, o bien es desagradablemente afectado; adem�s de eso, falta siempre el fondo de una forma social aut�ntica, y, como m�ximo, son los modales y los conocimientos eruditos los que recuerdan que en Alemania se hace literato el estudioso fracasado, y, en cambio, en los pa�ses latinos el hombre educado art�sticamente. Con esa cultura que se pretende alemana, pero que, en el fondo, carece de originalidad, los alemanes no podr�n nunca aspirar a las victorias: en todo eso los averg�enzan los franceses y los italianos y, en lo que se refiere a la imitaci�n ingeniosa de una cultura extranjera, sobre todo los rusos.

�Con tanta mayor raz�n debemos mantenernos apegados al esp�ritu alem�n, que se manifest� en la Reforma alemana y en la m�sica alemana, y que ha demostrado -con la extraordinaria audacia de la filosof�a alemana, y con la fidelidad del soldado alem�n, experimentada en los �ltimos tiempos- esa fuerza resistente, hostil a cualquier apariencia, de que podemos esperar todav�a una victoria sobre la pseudocultura de la ��poca actual�. Esperamos que una actividad futura de la escuela consista en hacer participar en dicha lucha a la aut�ntica escuela de la cultura, y, sobre todo, al bachillerato, en el enardecimiento de la nueva generaci�n, que asciende ahora, con respecto a lo que es verdaderamente alem�n: en semejante escuela, hasta la llamada �cultura cl�sica� acabar� teniendo su terreno natural y su punto de partida. Una verdadera renovaci�n y una verdadera depuraci�n del bachillerato s�lo surgir�n de una renovaci�n y una depuraci�n del esp�ritu alem�n, que sean profundas y potentes. El v�nculo que ci�e realmente la naturaleza alemana m�s �ntima al genio griego es algo bastante misterioso y dif�cil de captar. No obstante, mientras la m�s noble necesidad del aut�ntico esp�ritu alem�n no intente coger de la mano ese genio griego, como s�lido apoyo en el r�o de la barbarie, mientras que de dicho esp�ritu alem�n no brote una nostalgia angustiosa por los griegos, mientras la visi�n en lontananza -penosamente conquistada- de la patria griega no haya llegado a ser la meta del peregrinaje de los hombres mejores y m�s dotados, el fin de la cultura cl�sica del bachillerato seguir� revoloteando aqu� y all� en el aire sin cesar, y por lo menos no habr� que censurar a quienes, aunque sea con esp�ritu limitado, quieren introducir en el bachillerato el cientifismo y la erudici�n, para tener un objetivo verdadero, s�lido y aun as� ideal, y para salvar a sus escolares de las tentaciones del fantasma brillante que se hace llamar hoy �civilizaci�n� y �cultura�. Tal es la triste situaci�n del bachillerato actual: las perspectivas m�s limitadas est�n en cierto modo justificadas, porque nadie est� en condiciones de alcanzar, o al menos indicar, el punto en que todas esas perspectivas se vuelven err�neas.� ��Nadie?�, pregunt� el disc�pulo con cierta emoci�n en la voz, volvi�ndose hacia el fil�sofo: y ambos enmudecieron.

Friedrich Nietzsche

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