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SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS
Friedrich Nietzsche

 

Primera conferencia
Traducci�n de Carlos Manzano publicada por Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp. 31-58

 

Ilustres oyentes, el tema sobre el que ten�is intenci�n de reflexionar conmigo es tan serio e importante, y en cierto sentido tan inquietante, que tambi�n yo, como vosotros, prestar�a atenci�n a cualquiera que prometiese ense�ar algo al respecto, aun cuando se tratara de una persona muy joven, y aun cuando debiera parecer totalmente inveros�mil que �sta, espont�neamente y con sus propias fuerzas exclusivamente, pudiese ofrecer algo suficiente e id�neo para semejante problema. Sin embargo, es posible que haya o�do algo verdadero con respecto al inquietante problema del futuro de nuestras escuelas, y quiera ahora cont�roslo nuevamente a vosotros; es posible que haya tenido maestros importantes, a los cuales convendr�a ya en mayor medida profetizar el futuro, inspir�ndose, igual que los ar�spices romanos, en las v�sceras del presente.

En realidad, deb�is esperar algo semejante. Por circunstancias extra�as, pero en el fondo totalmente inocentes, fui una vez testigo de una conversaci�n que sosten�an precisamente sobre este tema hombres notables, y los puntos esenciales de sus consideraciones, as� como el modo de afrontar este problema, se quedaron grabados en mi memoria demasiado profundamente como para no encaminarme yo tambi�n en la misma direcci�n, siempre que reflexiono sobre cosas semejantes. S�lo que quiz� yo no tenga ese valor lleno de fe de que entonces, delante de m� y para maravilla m�a, dieron prueba aquellos hombres, al pronunciar audazmente verdades prohibidas y al construir sus esperanzas con mayor audacia todav�a. As�, pues, me ha parecido tanto m�s �til poner por escrito por fin dicha conversaci�n, para animar a otros a emitir un juicio sobre opiniones y declaraciones tan sorprendentes. Y para ese fin, por razones particulares, he cre�do poder aprovechar precisamente la ocasi�n que me han proporcionado estas conferencias p�blicas.

En efecto, soy consciente de cu�l es el lugar en que ahora insto a una reflexi�n general sobre aquella conversaci�n y a un examen amplio de ella: verdaderamente, se trata de una ciudad que intenta fomentar -en un sentido incomparablemente grandioso- la cultura y la educaci�n de sus ciudadanos, en tal medida que puede incluso provocar rubor a Estados m�s grandes. As�, pues, en este lugar desde luego que no me equivoco al suponer que donde se hace tanto por estas cosas se debe de pensar otro tanto sobre ellas. Por otro lado, al contar de nuevo aquella conversaci�n, s�lo podr� ser completamente comprensible para aquellos oyentes que adivinen al instante lo que puede que se haya indicado solamente, que completen lo que haya debido omitirse, que en general necesiten, no ya recibir instrucci�n, sino simplemente que se les refresque la memoria.

Y ahora o�d, ilustres oyentes, mi inocente experiencia y la conversaci�n -menos inocente- de aquellos hombres.

Pong�monos en la situaci�n de un joven estudiante, o sea, en una situaci�n que, en el movimiento impetuoso e incesante del presente, es sencillamente algo incre�ble: hay que haber vivido esa situaci�n para poder creer semejante ilusi�n despreocupada, en semejante gozo arrancado al instante, y casi fuera del tiempo. Yo pas� un a�o en ese estado, junto con un amigo m�o de mi edad, en la ciudad universitaria de Bonn, junto al Rin: un a�o que por la ausencia de proyecto y objeto alguno, y por la libertad con respecto a cualquier clase de prop�sito para el futuro, se presenta a mi modo de sentir actual casi como un sue�o, delimitado antes y despu�s por dos periodos de vela. Nosotros dos permanecimos impasibles, a pesar de vivir en compa��a de gente que en el fondo ten�a otros intereses y otras aspiraciones. Tal vez nos costara trabajo satisfacer o rechazar las exigencias, demasiado vigorosas en cierto modo, de aquellos contempor�neos nuestros. Pero incluso ese juego con elementos contrastantes tiene hoy, cuando trato de recordarlo, un car�cter semejante al de los obst�culos de todas clases que encontramos en los sue�os, cuando creemos poder volar, por ejemplo, pero nos sentimos contenidos por obst�culos inexplicables.

Con mi amigo ten�a en com�n numerosos recuerdos de aquel periodo anterior de vela, de la �poca en que est�bamos en el instituto: uno de dichos recuerdos debo precisarlo mejor, ya que explica el paso a mi inocente experiencia. En un viaje anterior por el Rin, emprendido a finales del verano, hab�a concebido un proyecto junto con aquel amigo -casi al mismo tiempo y en el mismo lugar, pero cada uno de nosotros lo hab�a pensado por su cuenta-, de modo que ambos nos sentimos obligados a realizarlo, precisamente por aquella ins�lita coincidencia. Decidimos entonces fundar una peque�a sociedad, rica en frutos, formada por pocos compa�eros, con el fin de dar una organizaci�n s�lida y vinculante a nuestras tendencias productivas en el arte y en la literatura. O, por expresarme de modo m�s sencillo, cada uno de nosotros deb�a comprometerse a enviar cada mes una producci�n propia, una poes�a, o un ensayo, o un proyecto arquitect�nico, o una composici�n musical: despu�s, cada uno de los otros ten�a derecho a pronunciar un juicio sobre dichas producciones, con la franqueza sin reservas que conviene a una cr�tica amistosa. De ese modo, vigil�ndonos mutuamente, pens�bamos estimular, y al mismo tiempo refrenar, nuestros impulsos culturales: y en realidad el �xito fue tal, que nos hizo recordar con sensaci�n de gratitud, o, mejor, de solemnidad, aquel momento y aquel lugar que nos hab�an sugerido semejante idea.

Aquella sensaci�n de gratitud solemne encontr� muy pronto un modo justo de expresarse, cuando prometimos rec�procamente hacer todo lo posible para visitar cada a�o -en aquel d�a- la localidad solitaria, cerca de Rolandseck, donde en aquella ocasi�n, hacia el final del verano, sentados pensativamente uno junto al otro, nos hab�amos sentido repentinamente inspirados para adoptar una misma decisi�n. La verdad es que no cumplimos aquella promesa con el suficiente rigor; pero precisamente porque ten�amos en la conciencia varios pecados de omisi�n, decidimos los dos con la mayor firmeza -aquel a�o de vida estudiantil en Bonn, cuando vivimos a orillas del Rin por un largo periodo de tiempo- obedecer en aquella ocasi�n no s�lo a nuestra ley, sino tambi�n a nuestro sentimiento, a nuestro impulso de gratitud, y visitar solemnemente, el d�a correspondiente, la localidad cercana a Rolandseck.

No fue f�cil, ya que precisamente aquel d�a la numerosa y alegre compa��a de estudiantes, que nos imped�a volar, nos dio mucho que hacer, y se aferr� con todas sus fuerzas a todos los hilos que pod�an mantenernos abajo. Nuestra compa��a hab�a decidido para aquel d�a una gran excursi�n solemne a Rolandseck, para cerciorarse una vez m�s -al final del trimestre estival- de la fidelidad de todos sus miembros, y para enviarlos despu�s a casa con el mejor recuerdo de aquella despedida.

Era uno de esos d�as perfectos que pueden presentarse, por lo menos en nuestro clima, s�lo a finales del verano: cielo y tierra estaban uno junto a la otra, pl�cidamente fundidos en armon�a, maravillosamente mezclados por el calor del sol, por el frescor del oto�o y por una infinitud azul. Vestidos del modo m�s variopinto y fant�stico -es decir, de un modo que ya s�lo puede divertir a los estudiantes, dada la tristeza de todos los dem�s trajes-, subimos a un barco de vapor, festivamente engalanado en nuestro honor, y colocamos sobre la cubierta la bandera de nuestra sociedad. De las dos orillas del Rin resonaba de vez en cuando un disparo, que por orden nuestra comunicaba a los habitantes del Rin o, sobre todo, al posadero de Rolandseck, la noticia de que nos aproxim�bamos. No voy a contar la bulliciosa entrada, que del lugar del desembarco nos condujo a trav�s del pueblo excitado y curioso, ni las diversiones y bromas -no al alcance de todos- que nos permit�amos entre nosotros. Paso por alto el banquete cada vez m�s agitado, hasta volverse salvaje, y un incre�ble espect�culo musical, en el que hubieron de participar todos los convidados, ya con ejecuciones de solistas, ya con intervenciones de conjunto, y que yo, como consejero musical de nuestra sociedad, hab�a tenido que estudiar previamente y entonces tuve que dirigir. Durante el final un poco desordenado y cada vez m�s veloz yo hab�a hecho ya una se�al a mi amigo, e, inmediatamente despu�s del acorde final -semejante a un alarido-, ambos salimos y desaparecimos, cerrando tras de nosotros, por decirlo as�, un abismo aullante.

De repente, la quietud reparadora y silenciosa de la naturaleza. Las sombras se hab�an alargado ya un poco, el sol resplandec�a inm�vil, pero ya en el ocaso, y de las ondas verduscas y chispeantes del Rin soplaba un fresco h�lito sobre nuestros rostros sudorosos. Nuestro solemne aniversario nos compromet�a s�lo a las horas m�s avanzadas de aquel d�a, as� que hab�amos pensado dedicar los �ltimos momentos de sol a una de aquellas diversiones de solitarios que estaban entonces a nuestra disposici�n.

En aquella �poca sent�amos pasi�n por el tiro de pistola, y esa habilidad t�cnica fue muy ventajosa para cada uno de nosotros en nuestra posterior carrera militar. El sirviente de nuestra sociedad conoc�a nuestro campo de tiro -algo alejado y en posici�n elevada- y ya hab�a llevado all� arriba nuestras pistolas. Aquel campo se encontraba en el margen superior del bosque que cubre las bajas colinas de detr�s de Rolandseck, sobre una peque�a meseta accidentada, y bastante cercano al lugar en que deb�amos conmemorar nuestra fundaci�n. Sobre la pendiente boscosa, a un lado de nuestro campo de tiro, hab�a un peque�o claro, que invitaba a sentarse y permit�a extender la mirada hacia el Rin, por encima de los �rboles y de la vegetaci�n: de ese modo, el horizonte que resaltaba contra el grupo de �rboles estaba formado precisamente por las l�neas bellas y sinuosas del Siebengebirge y, sobre todo, del Drachenfeld, mientras que el centro de aquel sector circular estaba constituido precisamente por el Rin centelleante, que ten�a entre los brazos la isla de Nonnenw�rth. Tal era nuestro lugar, consagrado por sue�os y proyectos comunes, y all�, en las horas siguientes de la tarde, quer�amos retirarnos, o, mejor, deb�amos hacerlo, si dese�bamos concluir el d�a con el esp�ritu de nuestra ley.

A un lado, sobre aquella peque�a meseta accidentada, se ergu�a a poca distancia el tronco poderoso de una encina, destac�ndose solitario de la superficie sin �rboles ni matas, y de las colinas bajas y onduladas. Sobre aquel tronco hab�amos tallado en colaboraci�n -tiempo atr�s- un pentagrama, bien visible, que los huracanes y temporales de los �ltimos a�os hab�an marcado todav�a m�s, con lo que ofrec�a un excelente blanco para nuestra habilidad de tiradores. Cuando llegamos a nuestro campo de tiro, la tarde ya estaba muy avanzada, y el tronco de nuestra encina extend�a una sombra amplia y acabada en punta sobre la meseta inculta y �rida. La calma era profunda; los �rboles m�s altos que estaban a nuestros pies nos imped�an mirar directamente hacia el Rin. Tanto mayor fue la sacudida producida en aquella soledad por el sonido lacerante -repetido por el eco- de nuestros pistoletazos. Apenas hab�a disparado el segundo proyectil hacia el pentagrama, cuando sent� que me agarraban vigorosamente por un brazo, y al mismo tiempo vi que interrump�an de igual modo a mi amo mientras estaba cargando su arma.

Volvi�ndome bruscamente, descubr� el rostro irritado de un viejo, y al mismo tiempo sent� que un perro robusto me saltaba a la espalda. Antes de que yo y mi amigo -inmovilizado del mismo modo por otro individuo algo m�s joven- pudi�ramos rehacernos, aunque s�lo hubiera sido con una palabra de estupor, reson� la voz del viejo, con tono amenazante y violento. ��No, no!�, nos gritaba, ��aqu� no se hacen duelos! �Vosotros menos que nadie ten�is derecho a hacerlo, j�venes estudiantes! �Abajo las pistolas! Calmaos, reconciliaos, daos la mano. �C�mo! Vais a ser la sal de la tierra, la inteligencia del futuro, la semilla de nuestras esperanzas, �y ni siquiera sab�is liberaros de ese insensato catecismo del honor, ni de sus reglas, dictadas por el derecho del m�s fuerte? Con esto no quiero inmiscuirme en los asuntos de vuestro coraz�n, pero todo esto no dice mucho en favor de vuestro cerebro. Vosotros, cuya juventud ha tenido como educadores la lengua y la sabidur�a de la H�lade y del Lacio, vosotros, sobre cuyo joven esp�ritu se han hecho descender precozmente -con una solicitud que no podr�is nunca apreciar como se merece- los rayos luminosos de los hombres sabios y nobles de la hermosa antig�edad, �vais a tomar como norma de vuestra conducta el c�digo del honor caballeresco, es decir, el c�digo de la insensatez y de la brutalidad? Pero considerad de una vez por todas dicho c�digo como hay que considerarlo, reducidlo a conceptos claros, descubrid su miserable estrechez, y adoptadlo como banco de pruebas, no ya de vuestro coraz�n, sino de vuestro intelecto. Si este �ltimo no lo rechaza ahora mismo, vuestro cerebro no est� hecho para trabajar en un campo en el que las condiciones indispensables que se requieren son una en�rgica capacidad de juicio que pueda romper con facilidad los lazos del prejuicio, y un intelecto orientado rectamente, que est� en condiciones de separar con claridad lo verdadero de lo falso, aun cuando el elemento distintivo est� profundamente oculto, y no ya, como ocurre ahora, al alcance de la mano. As�, pues, en el caso de que vuestro cerebro no sea apto para todo eso, buscad, queridos amigos, otro modo honorable de andar por el mundo: haceos soldados o bien aprended un oficio y perseverad en �l.�

A aquel discurso agrio -aunque cierto- nosotros respondimos excitados, interrumpi�ndonos el uno al otro: �En primer lugar, se equivoca usted con respecto al punto esencial, ya que nosotros no estamos aqu�, desde luego, para hacer un duelo, sino para practicar el tiro de pistola. En segundo lugar, parece que no sepa usted c�mo se desarrolla un duelo: �acaso piensa que nosotros podr�amos enfrentarnos en esta soledad como dos bandidos de caminos, sin padrinos, sin m�dicos, etc�tera? En tercero y �ltimo lugar, cada uno de nosotros tiene su propio punto de vista sobre el problema del due�lo, y no queremos vernos cogidos por sorpresa, ni espantados, por adoctrinamientos como los suyos�.

Aquella r�plica, poco cort�s indudablemente, hab�a causado mala impresi�n al viejo. En un primer momento, al notar que en realidad no se trataba de un duelo, nos hab�a mirado m�s amistosamente, pero nuestras rotundas palabras lo enojaron y le hicieron refunfu�ar; cuando nos atrevimos a mencionar nuestros puntos de vista, �l agarr� impetuosamente el brazo de su acompa�ante, y nos grit� enojado, mientras se alejaba: ��Hay, que tener pensamientos, y no s�lo puntos de vista!�. Y el acompa�ante intervino para exhortarnos: ��Un poco de respeto, aun cuando un hombre como �ste se haya equivocado!�.

Durante ese tiempo, mi amigo hab�a vuelto a cargar su arma, y gritando ��atenci�n!� dispar� de nuevo sobre el pentagrama. Aquella repentina detonaci�n a sus espaldas puso furioso al viejo; se volvi� otra vez, mir� con odio a mi amigo, y bajando la voz dijo al individuo m�s joven que lo acompa�aba: ��Qu� debemos hacer? Estos j�venes quieren acabar conmigo con sus explosiones�.

Y el m�s joven, volvi�ndose hacia nosotros, empez� a decir: �Deb�is saber, en realidad, que vuestras ruidosas diversiones son en este caso un aut�ntico atentado contra la filosof�a. Observad a este hombre venerable: es capaz incluso de rogaros, para que no dispar�is en este lugar. Y cuando un hombre como �ste ruega...�. �Eso es, se sigue ha�ciendo lo mismo�, le interrumpi� el viejo, mir�ndonos severamente.

En el fondo, no sab�amos bien qu� pensar de lo que estaba ocurriendo. No �ramos claramente conscientes de lo que pudieran tener en com�n con la filosof�a nuestras ruidosas diversiones, y tampoco logr�bamos comprender por qu� deb�amos abandonar nuestro campo de tiro, en funci�n de incomprensibles consideraciones de cortes�a. En aquel instante deb�amos de tener probablemente un aspecto muy indeciso y malhumorado. El acompa�ante vio nuestra moment�nea perplejidad, y nos explic� la situaci�n. �Nos vemos obligados�, dijo, �a esperar aqu� durante dos horas, a pocos pasos de vosotros. Tenemos una cita: un amigo importante de este hombre tiene que venir aqu� esta tarde; y para ese encuentro hemos escogido un lugar tranquilo en el que existen algunas banquetas, aqu� en el bosquecillo. Verdaderamente, no es agradable seguir espant�ndose con vuestros cercanos ejercicios de tiro. Suponemos que vuestros propios sentimientos os impedir�n seguir disparando aqu�, una vez aclarado que quien ha escogido esta soledad tranquila y apartada para encontrarse con un amigo es uno de nuestros fil�sofos m�s importantes.�

Aquella explicaci�n nos inquiet� todav�a m�s. Nos vimos amenazados por un peligro todav�a mayor que la simple p�rdida de nuestro campo de tiro, y preguntamos precipitadamente: ��D�nde est� ese lugar tranquilo? �No ser� aqu� a la izquierda, en el bosquecillo?�.

�Exactamente.�

�Pero ese lugar nos pertenece a nosotros dos, esta noche�, intervino mi amigo. �Ese lugar debemos ocuparlo nosotros�, exclamamos los dos.

En aquel momento nuestra solemne fiesta, decidida desde hac�a tiempo, era m�s importante para nosotros que todos los fil�sofos del mundo, y la expresi�n de nuestro sentimiento fue tan vivaz e impetuosa, que quiz� nos hiciera parecer un poco rid�culos, por aquel deseo nuestro, en s� incomprensible, pero manifestado con tanta insistencia. Por lo menos, nuestros fil�sofos aguafiestas nos miraron con una sonrisa interrogativa, como si entonces nos tocara hablar a nosotros, para justificarnos. En cambio, guardamos silencio, ya que habr�amos hecho cualquier cosa con tal de no traicionarnos.

Y, as�, los dos grupos siguieron callados, el uno frente al otro, mientras las copas de los �rboles, en una gran extensi�n, hab�an adquirido el color rojo del ocaso. El fil�sofo miraba el sol, el acompa�ante miraba al fil�sofo, y nosotros dos nuestro escondite en el bosque, que precisamente aquel d�a peligraba. Una sensaci�n casi de rabia se apoder� de nosotros. �Para qu� sirve la filosof�a, pens�bamos, si nos impide estar apartados y gozar de la amistad en soledad, si nos disuade de llegar a ser fil�sofos a nosotros mismos? Efectivamente, cre�amos que nuestro aniversario era verdaderamente de naturaleza filos�fica. En semejante ocasi�n, dese�bamos formular intenciones y planes serios para nuestra existencia posterior; en solitaria meditaci�n, esper�bamos encontrar algo que pudiera satisfacer y formar para el futuro la parte m�s �ntima de nuestra alma, como hab�a hecho en el pasado la actividad productiva de los a�os precedentes de la adolescencia. En eso precisamente deb�a consistir aquel acto de aut�ntica consagraci�n. Eso era lo �nico que hab�amos decidido precisamente: estar solos, sentarnos a meditar, como entonces, cinco a�os antes, cuando nos hab�amos concentrado juntos y hab�amos llegado a aquella decisi�n. Deb�a tratarse de una ceremonia silenciosa, totalmente proyecta�da hacia el recuerdo y el futuro: entre las dos, el presente deb�a intervenir �nicamente como una l�nea de puntos suspensivos. Y ahora, en nuestro c�rculo m�gico se hab�a introducido un destino adverso, y no sab�amos c�mo alejarlo: al contrario, en la extra�eza de toda aquella coincidencia sent�amos algo misteriosamente excitante.

Permanecimos callados por un rato, unos junto a los otros, en grupos hostiles, mientras por encima de nosotros las nubes de la tarde se volv�an cada vez m�s rojas, y la tarde se volv�a cada vez m�s serena y m�s apacible; escuch�bamos en cierto modo la res�piraci�n regular de la naturaleza, mientras �sta, contenta de su obra de arte, conclu�a una jornada perfecta, su trabajo cotidiano. Y, de repente, en medio de la quietud crepuscular confusos gritos de j�bilo, se elevaron violentos y procedentes del Rin. Se oyeron muchas voces en lontananza: deb�a de tratarse de los estudiantes, nuestros compa�eros, que se hab�an propuesto dar un paseo en barca por el Rin precisamente a aquella hora. Pensamos que deb�an de haber notado nuestra ausencia, y nosotros mismos echamos a faltar algo. Alc� la pistola, y casi simult�neamente la alz� tambi�n mi amigo. El eco respondi� a nuestros disparos, y con el eco lleg� hasta nosotros desde abajo, como se�al de reconocimiento, un alarido muy conocido. Efectivamente, en nuestra sociedad �ramos c�lebres, y al mismo tiempo ten�amos mala fama, como tiradores de pistola fan�ticos. Sin embargo, en aquel mismo momento sentimos nuestro comportamiento como la m�s grave descortes�a hacia los silenciosos forasteros filos�ficos, que hasta entonces hab�an permanecido quietos, en serena contemplaci�n, y despu�s saltaron a un lado, aterrorizados, ante nuestro doble disparo. Nos acercamos r�pidamente a ellos, exclamando a nuestra vez: �Perdonadnos. Estos disparos han sido los �ltimos: hemos disparado para avisar a nuestros compa�eros que est�n en el Rin. Y ellos han comprendido. �Los o�s? Si quer�is a toda costa quedaros en ese lugar tranquilo, a la izquierda, en el bosquecillo, permitidnos al menos que tambi�n nosotros nos sentemos all�. Existen varias banquetas. No os estorbaremos: estaremos sentados tranquilos y callados. Pero, ya son m�s de las siete, y ahora debemos bajar all��.

�Todo esto parece m�s misterioso de lo que es�, a�ad� despu�s de una pausa; �existe entre nosotros una seria promesa de pasar all� abajo las pr�ximas horas: tambi�n tenemos razones poderosas para hacerlo. Ese lugar es sagrado para nosotros a causa de un bello recuerdo, y, por eso, est� destinado a inaugurar tambi�n un bello futuro para nosotros. As�, pues, tambi�n por eso, nos esforzaremos para no dejaros un mal recuerdo, despu�s de haberos espantado y molestado tantas veces.�

El fil�sofo sigui� callado; pero el compa�ero m�s joven dijo: �Desgraciadamente nuestras promesas y nuestros acuerdos nos comprometen de igual modo, para el mismo lugar y para las mismas horas. La responsabilidad de esta coincidencia podemos atribuirla a alg�n destino o a alg�n geniecillo�.

�Por lo dem�s, amigo m�o�, dijo el fil�sofo calmado, �ahora estoy contento, m�s que antes, de nuestros j�venes tiradores de pistola. tesas notado qu� tranquilos estaban hace un momento, cuando mir�bamos el sol? No hablaban, no fumaban, estaban quietos: casi creo que meditaban.�

Y volvi�ndose bruscamente hacia nosotros: ��Hab�is meditado? Cont�dmelo, mientras caminamos juntos hacia nuestro com�n lugar de quietud�. Entonces dimos algunos pasos juntos, y trepamos por un lado en la atm�sfera caliente y h�meda del bosque, que ya estaba bastante obscuro. Mientras camin�bamos, mi amigo expuso francamente sus pensamientos al fil�sofo, dici�ndole que hab�a temido por primera vez, aquel d�a, que un fil�sofo le impidiera filosofar.

El viejo se ech� a re�r. ��C�mo! �Tem�is que el fil�sofo os impida filosofar? Algo as� puede ocurrir: �no lo hab�is experimentado? �No hab�is tenido alguna experiencia as� en vuestra universidad? Pero, �no escuch�is las lecciones de filosof�a?�

La pregunta era embarazosa para nosotros, porque no se hab�a tratado de eso en absoluto: Por lo dem�s, en aquella �poca todav�a cre�amos inocentemente que quien tenga en una universidad el cargo y la dignidad de fil�sofo debe ser tambi�n. un fil�sofo: precisamente carec�amos de experiencia y est�bamos mal informados. Declaramos lealmente que no hab�amos seguido ning�n curso de filosof�a, pero que desde luego corregir�amos nuestra negligencia.

�Pero, �qu� entend�is�, pregunt�, �por filosofar?�

Y yo dije: �Con respecto a la definici�n, estamos en un aprieto. No obstante, por lo que creemos comprender, a nosotros nos basta con esforzarnos seriamente para reflexionar sobre la mejor manera de poder llegar a ser hombres cultos�. �Eso es mucho, pero tambi�n poco�, murmur� el fil�sofo: ��lo esencial es que medit�is bien sobre todo eso! Aqu� est�n nuestras banquetas: vamos a estar muy lejos unos de otros. Desde luego, no quiero estorbar vuestras meditaciones sobre el modo de llegar a ser hombres cultos. Os deseo buena suerte, y... puntos de vista, como sobre el problema del duelo, o sea, puntos de vista correctos, originales, cultos, nuevos. El fil�sofo no quiere impediros filosofar, con tal de que no lo espant�is con vuestras pistolas. Por hoy imitad s�lo a los j�venes pitag�ricos; ten�an que guardar silencio durante cinco a�os, como disc�pulos de una aut�ntica filosof�a, y vosotros quiz� lo consig�is durante cinco cuartos de hora, al servicio de vuestra propia cultura futura, de la que os preocup�is con tanta premura.�

Hab�amos llegado a nuestra meta: se inici� nuestro aniversario. Una vez m�s, como cinco a�os antes, el Rin se deslizaba entre suaves brumas, una vez m�s el cielo resplandec�a, el bosque estaba perfumado. El �ngulo m�s apartado de una banqueta alejada nos ampar�: all� nos sentamos casi escondi�ndonos, para que ni el fil�sofo ni su acompa�ante pudieran vernos el rostro. Est�bamos solos; la voz del fil�sofo, cuando llegaba apagada hasta nosotros, ya se hab�a transformado en una m�sica natural, a trav�s del movimiento apenas perceptible del follaje, a trav�s del murmullo y el susurro de mil existencias hormigueantes arriba, en lo alto del bosque. Aquella voz actuaba como un sonido, era semejante a un lejano y mon�tono lamento. Verdaderamente, no hab�a nada que nos molestara.

Pas� as� un tiempo, durante el cual el ocaso se oscurec�a cada vez m�s y el recuerdo de nuestra juvenil empresa cultural se presentaba cada vez m�s claro ante nosotros. As�, pues, pensamos que deb�amos la mayor gratitud a nuestra extra�a asociaci�n: hab�a sido, no s�lo un complemento -por decirlo as�- de nuestros estudios de bachillerato, sino tambi�n la aut�ntica sociedad rica en frutos, en cuyo marco hab�amos introducido tambi�n nuestro instituto, considerado como un medio particular para nuestra aspiraci�n universal hacia la cultura.

�ramos conscientes de no haber pensado en la llamada profesi�n, gracias a nuestra sociedad. La explotaci�n casi sistem�tica de esos a�os por parte del Estado, que quiere formar lo antes posible a empleados �tiles, y asegurarse de su docilidad incondicional, con ex�menes sobremanera duros, todo esto hab�a permanecido alejado mil millas de nuestra formaci�n. Y el hecho de que ninguno de los dos supi�ramos todav�a con precisi�n lo que ser�amos y de que ni siquiera nos preocup�ramos lo m�s m�nimo de ese problema demostraba lo poco que hab�amos estado determinados por instinto utilitario alguno, por intenci�n alguna de obtener r�pidos avances y de recorrer una veloz carrera. Nuestra asociaci�n hab�a alimentado semejante despreocupaci�n dichosa: en el aniversario de aqu�lla nos sent�amos agradecidos de todo coraz�n a dicha despreocupaci�n. Ya he dicho una vez que semejante goce del instante, sin objetivo alguno, semejante balanceo en la mecedora del instante debe parecer casi incre�ble -y, en cualquier cas�, censurable nuestra �poca, hostil a todo lo que es in�til. �Qu� in�tiles �ramos! Cada uno de nosotros habr�a podido disputar al otro el honor de ser el m�s in�til. No quer�amos significar nada, representar nada, tender hacia nada, quer�amos carecer de porvenir, lo �nico que quer�amos era no ser �tiles para nada, c�modamente tendidos en el umbral del presente: �y realmente �ramos todo eso, bueno para nosotros!

Efectivamente, as� pens�bamos entonces, ilustres oyentes.

Inmerso en aquellas solemnes meditaciones sobre m� mismo, estaba a punto de abordar -con la misma actitud jactanciosa- tambi�n el problema relativo al porvenir de nuestras escuelas, cuando comenc� lentamente a advertir que aquella m�sica natural, que resonaba desde la lejana banqueta del fil�sofo, hab�a perdido su car�cter anterior, llegaba hasta nosotros bastante m�s penetrante y articulada. De improviso, tuve la conciencia de que estaba escuchando a hurtadillas: estaba escuchando con pasi�n, con los o�dos aguzados. Toqu� a mi amigo -quiz�s algo cansado- y le susurr�: ��No te duermas! Para nosotros, ah� arriba hay algo que aprender. Es v�lido para nosotros, aunque no vaya dirigido a nosotros�.

Efectivamente, o�a al joven acompa�ante defenderse con cierta agitaci�n y al fil�sofo, en cambio, atacarlo con un timbre de voz cada vez m�s fuerte. �No has cambiado�, le apostrofaba, �desgraciadamente no has cambiado. Me parece incre�ble que seas todav�a el mismo de hace siete a�os, cuando te vi por �ltima vez, y me desped� de ti con escasas esperanzas. Desgraciadamente debo quitarte nuevamente -desde luego, no con placer- ese barniz de cultura moderna con que te has cubierto en este tiempo. Y debajo, �qu� encuentro? Indudablemente, el mismo e inmutable car�cter �inteligible�, como lo entiende Kant, pero desgraciadamente tambi�n un car�cter intelectual inalterado: veros�milmente, tambi�n �ste es una necesidad, pero una necesidad poco consoladora. Me pregunto con qu� fin he vivido como fil�sofo, si a�os enteros, vividos por ti en intimidad conmigo, no han dejado, sin embargo, impresiones m�s claras, a pesar de tu deseo real de aprender y de tu inteligencia no obtusa. Hoy te comportas como alguien que no haya o�do nunca, en relaci�n con cualquier clase de cultura, el principio cardinal, al que me refer� tantas veces, en la �poca de nuestra antigua intimidad. Pues bien, �cu�l era el principio?�

�Lo recuerdo�, respondi� el disc�pulo reconvenido. �Sol�a usted decir que ning�n hombre tendr�a inclinaci�n por la cultura, si supiera lo incre�blemente peque�o que es, en definitiva, el n�mero de las personas que poseen una aut�ntica cultura, y que tiene por fuerza que ser as�. A pesar de ello, no ser� posible ni siquiera ese peque�o n�mero de personas verdaderamente cultas, si no se dedica a la cultura una gran masa, decidida a ello exclusivamente por un enga�o seductor, y en el fondo impulsada a ello contra su propia naturaleza. En consecuencia, no hay que revelar nada p�blicamente con respecto a esa desproporci�n rid�cula entre el n�mero de las personas verdaderamente cultas y el enorme aparato de la cultura. El verdadero secreto de la cultura debe encontrarse en eso, en el hecho de que innumerables hombres aspiran a la cultura y trabajan con vistas a la cultura, aparentemente para s�, pero en realidad s�lo para hacer posibles a algunos pocos individuos.� .

��se es el principio�, dijo el fil�sofo, �y, sin embargo, �has podido olvidar su aut�ntico significado hasta el punto de creer ser t� mismo uno de esos pocos? Has pensado en eso, ya lo veo. Por lo dem�s, eso forma parte de las caracter�sticas despreciables de nuestra �poca, que pretende poseer la cultura. Se democratizan los derechos del genio, para eludir el trabajo cultural propio y la miseria cultural propia. Cuando es posible, todos prefieren sentarse a la sombra del �rbol que ha plantado el genio. Quisieran substraerse a la dura necesidad de trabajar para el genio, con el fin de hacer posible su aparici�n. �C�mo! �Eres demasiado orgulloso como para querer ser un profesor? �Desprecias a la multitud de los que se agolpan, deseosos de aprender? �Hablas con desprecio de la misi�n del profesor? �Y te gustar�a entonces, alej�ndote hostilmente de esa multitud, llevar una vida solitaria, imit�ndome a m� y mi modo de vivir? �Crees que puedes alcanzar sin m�s, de un solo salto, lo que yo he conseguido conquistar, despu�s de una larga lucha obstinada, dirigida hacia la exclusiva meta de vivir como fil�sofo? �Y no temes que la soledad se vengue contra ti? �Prueba, entonces, a ser un solitario de la cultura! Cuando se quiere vivir con las propias fuerzas exclusivamente, y se quiere vivir para todos los dem�s, �hay que poseer una riqueza sobreabundante! �Curiosos disc�pulos! Cre�is que deb�is siempre imitar precisamente la cosa m�s dif�cil y m�s elevada, aqu�lla precisamente que s�lo ha sido posible para el maestro, cuando, en realidad, vosotros precisamente deber�ais saber lo dif�cil y peligroso que es, y que muchos talentos de primer orden pueden resultar destruidos por eso.�

�No quiero ocultarle nada, maestro�, dijo entonces el acompa�ante. �He aprendido demasiadas cosas de usted, y he estado junto a usted demasiado tiempo, como para poder dedicarme totalmente a los problemas actuales de la cultura y de la educaci�n. Siento con demasiada claridad esos errores y esos inconvenientes insalvables que usted sol�a se�alar, y, sin embargo, me esfuerzo en vano por encontrar en m� la fuerza con que podr�a tener �xito, luchando con m�s coraje. Se ha apoderado de m� un desaliento general: la huida a la soledad no ha sido cosa de orgullo ni de presunci�n. Me agrada describirle las caracter�sticas que he descubierto en los problemas de la cultura y de la educaci�n, hoy discutidos tan vivaz e insistentemente. En el momento actual, nuestras escuelas est�n dominadas por dos corrientes aparentemente contrarias, pero de acci�n igualmente destructiva, y cuyos resultados confluyen, en definitiva: por un lado, la tendencia a ampliar y a difundir lo m�s posible la cultura, y, por otro lado, la tendencia a restringir y a debilitar la misma cultura. Por diversas razones, la cultura debe extenderse al c�rculo m�s amplio posible: eso es lo que exige la primera tendencia. En cambio, la segunda exige a la propia cultura que abandone sus pretensiones m�s altas, m�s nobles y m�s sublimes, y se ponga al servicio de otra forma de vida cualquiera, por ejemplo, del Estado.

�Creo haber notado de d�nde procede con mayor claridad la exhortaci�n a extender y a difundir lo m�s posible la cultura. Esa extensi�n va contenida en los dogmas preferidos de la econom�a pol�tica de esta �poca nuestra. Conocimiento y cultura en la mayor cantidad posible -producci�n y necesidades en la mayor cantidad posible-, felicidad en la mayor cantidad posible: �sa es la f�rmula poco m�s o menos. En este caso vemos que el objetivo �ltimo de la cultura es la utilidad, o, m�s concretamente, la ganancia, un beneficio en dinero que sea el mayor posible. Tomando como base esta tendencia, habr�a que definir la cultura como la habilidad con que se mantiene uno �a la altura de nuestro tiempo�, con que se conocen todos los caminos que permitan enriquecerse del modo m�s f�cil, con que se dominan todos los medios �tiles al comercio entre hombres y entre pueblos. Por eso, el aut�ntico problema de la cultura consistir�a en educar a cuantos m�s hombres �corrientes� posibles, en el sentido en que se llama �corriente� a una moneda. Cuantos m�s numerosos sean dichos hombres corrientes, tanto m�s feliz ser� un pueblo. Y el fin de las escuelas modernas deber� ser precisamente �se: hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le permite llegar a ser �corriente�, desarrollar a todos los individuos de tal modo, que a partir de su cantidad de conocimiento y de saber obtengan la mayor cantidad posible de felicidad y de ganancia. Todo el mundo deber� estar en condiciones de valorarse con precisi�n a s� mismo, deber� saber cu�nto puede pretender de la vida. La �alianza� entre inteligencia y posesi�n, apoyada en esas ideas, se presenta incluso como una exigencia moral. Seg�n esta perspectiva, est� mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque sus fines m�s all� del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las tendencias culturales de esa naturaleza se las suele descartar y clasificar como �ego�smo selecto�, �epicureismo inmoral de la cultura�. A partir de la moral aqu� triunfante, se necesita indudablemente algo opuesto, es decir, una cultura r�pida, que capacite a los individuos deprisa para ganar dinero, y, aun as�, suficientemente fundamentada para que puedan llegar a ser individuos que ganen much�simo dinero. Se concede cultura al hombre s�lo en la medida en que interesa la ganancia; sin embargo, por otro lado se le exige que llegue a esa medida. En resumen, la humanidad tiene necesariamente un derecho a la felicidad terrenal: para eso es necesaria la cultura, �pero s�lo para eso!� �En este punto quiero a�adir algo�, dijo el fil�sofo. �A partir de esa perspectiva -caracterizada de una forma que no carece de claridad- surge el grande, incluso enorme, peligro de que en un momento determinado la gran masa salte el escal�n intermedio y se arroje directamente sobre esa felicidad terrenal. Eso es lo que hoy se llama �problema social�. Efectivamente, podr�a parecer a esa masa, a partir de lo que hemos dicho, que la cultura concedida a la mayor parte de los hombres s�lo es un medio para la felicidad terrenal de unos pocos: la �cultura cuanto m�s universal posible� debilita la cultura hasta tal punto, que se llega a no poder conceder ning�n privilegio ni garantizar ning�n respeto. La cultura com�n a todos es precisamente la barbarie. Pero no quiero interrumpir tu exposici�n.�

El acompa�ante continu�: �Para esa extensi�n y esa difusi�n de la cultura, fomentadas con tanto �mpetu por doquier, existen otros motivos, independientemente de ese dogma, tan popular, de la econom�a pol�tica. En algunos pa�ses, el miedo a una opresi�n religiosa est� tan arraigado, que todas las clases sociales se aproximan con deseo vehemente a la cultura, y asimilan precisamente aquellos elementos suyos que habitualmente anulan los instintos religiosos. Por otro lado, a veces ocurre que un Estado, con el fin de asegurar su existencia, procura extender lo m�s posible la cultura, ya que sabe que todav�a es lo bastante fuerte para poder someter bajo su yugo incluso a una cultura desencadenada del modo m�s violento, y ve confirmado eso en el hecho de que, en definitiva, la cultura m�s extensa de sus empleados o de sus ej�rcitos acaba siempre en ventaja para el propio Estado, en su competencia con los otros Estados. En este caso, los cimientos de un Estado deben ser tan amplios y s�lidos como para poder sostener la complicada b�veda de la cultura, del mismo modo que, en el primer caso, los vestigios de una opresi�n religiosa anterior deben ser todav�a bastante perceptibles como para hacer recurrir a un remedio tan desesperado. Por consiguiente, cuando el grito de guerra de la masa exige la cultura m�s amplia posible para el pueblo, yo suelo distinguir si lo que ha provocado dicho grito de guerra ha sido una tendencia exagerada a la ganancia y a la posesi�n, o bien el estigma dejado por una opresi�n religiosa anterior o bien, por �ltimo, la clara conciencia que un Estado tiene de su propio valor.

�En cambio, me ha parecido que por muchos lados se entona otra canci�n -desde luego no con tanta sonoridad, pero por lo menos con el mismo �nfasis-, a saber, la de la reducci�n de la cultura.

�En todos los ambientes eruditos, habitualmente se susurra al o�do, en cierto modo, esa canci�n. En realidad, se trata de un hecho general: con la utilizaci�n -ahora perseguida- por parte del estudioso de su ciencia, la cultura de dicho estudioso se volver� cada vez m�s casual y m�s inveros�mil. Efectivamente, el estudio de las ciencias est� extendido tan ampliamente, que quien quiera todav�a producir algo en ese campo, y posea y tenga buenas dotes, aunque no sean excepcionales, deber� dedicarse a una rama completamente especializada y permanecer, en cambio, indiferente a todas las dem�s. De ese modo, aunque �ste sea en su especialidad superior al vulgus, en todo el resto, o sea, en todos los problemas esenciales, no se separar� de �l. As�, pues, dicho estudioso, exclusivamente especialista, es semejante al obrero de una f�brica, que durante toda su vida no hace otra cosa que determinado tornillo y determinado mango, para determinado utensilio o para determinada m�quina, en lo que indudablemente llegar� a tener incre�ble maestr�a. En Alemania, donde se sabe cubrir incluso estos hechos dolorosos con el glorioso manto del pensamiento, se admira mucho en nuestros estudiosos esa limitada moderaci�n de los especialistas y su desviaci�n cada vez m�s acentuada de la aut�ntica cultura, y se considera todo eso como un fen�meno �tico. La �fidelidad en los detalles�, la �fidelidad del recadero� se convierten en temas de ostentaci�n, y la falta de cultura, fuera del campo de especializaci�n, se exhibe como se�al de sobriedad.

�Durante siglos y siglos, entender por hombre de cultura al estudioso, y s�lo al estudioso, se ha considerado sencillamente como algo evidente. Partiendo de la experiencia de nuestra �poca, dif�cilmente nos sentiremos impulsados hacia una aproximaci�n tan ingenua. Efectivamente, hoy la explotaci�n de un hombre a favor de las ciencias es el presupuesto aceptado por doquier sin vacilaciones. �Qui�n se pregunta todav�a qu� valor puede tener una ciencia, que devora como un vampiro a sus criaturas? La divisi�n del trabajo en las ciencias tiende pr�cticamente hacia el mismo objetivo, al que aspiran aqu� y all� conscientemente las religiones, es decir, a una reducci�n de la cultura, o, mejor, a su aniquilaci�n. Pero eso que para algunas religiones, con arreglo a su origen y a su historia, es una exigencia totalmente justificada, podr�a, en cambio, conducir a la ciencia a arrojarse en un momento determinado a las llamas. Ahora hemos llegado ya hasta el extremo de que en todas las cuestiones generales de naturaleza seria -y, sobre todo, en los m�ximos problemas filos�ficos- el hombre de ciencia, como tal, ya no puede tomar la palabra. En cambio, ese viscoso tejido conjuntivo que se ha introducido hoy entre las ciencias, es decir, el periodismo, cree que ese objetivo es de su competencia, y lo cumple con arreglo a su naturaleza, o sea -como su nombre indica- trat�ndolo como un trabajo a jornal.

�Efectivamente, en el periodismo confluyen las dos tendencias: en �l se dan la mano la extensi�n de la cultura y la reducci�n de la cultura. El peri�dico se presenta incluso en lugar de la cultura, y quien abrigue todav�a pretensiones culturales, aunque sea como estudioso, se apoya habitualmente en ese viscoso tejido conjuntivo, que establece las articulaciones entre todas las formas de la vida, todas las clases, todas las artes, todas las ciencias, y que es s�lido y resistente como suele serlo precisamente el papel de peri�dico. En el peri�dico culmina la aut�ntica corriente cultural de nuestra �poca, del mismo modo que el periodista -esclavo del momento presente- ha llegado a substituir al gran genio, el gu�a para todas las �pocas, el que libera del presente. Ahora d�game usted, maestro, qu� esperanzas pod�a abrigar, en una lucha contra el desbarajuste -que se da por doquier- de todas las aut�nticas aspiraciones, d�game usted con qu� coraje pod�a presentarme, como profesor aislado, aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura aut�ntica, pasar�a por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura. Piense en lo in�til que debe resultar hoy el trabajo m�s asiduo de un profesor, que por ejemplo desee conducir a un escolar hasta el mundo griego -dif�cil de alcanzar e infinitamente lejano- por considerarlo como la aut�ntica patria de la cultura: todo eso ser� verdaderamente in�til, cuando el mismo escolar una hora despu�s coja un peri�dico o una novela de moda, o uno de esos libros cultos cuyo estilo lleva ya en s� el desagradable blas�n de la barbarie cultural actual�.

��Det�nte de una vez!�, le interrumpi� en aquel punto el fil�sofo, con voz fuerte y lastimera. �Ahora te comprendo mejor, y antes no deber�a haberte dicho cosas tan duras. Tienes raz�n en todo, menos en tu des�nimo. Ahora voy a decirte algo para consolarte.�

Friedrich Nietzsche

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