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Por qué soy tan inteligente

 

1

- ¿Por qué sé yo algunas cosas más? ¿Por qué soy en absoluto tan inteligente? No he reflexionado jamás sobre problemas que no lo sean -no me he malgastado. - Por ejemplo, no conozco por experiencia propia dificultades genuinamente religiosas. Se me ha escapado del todo hasta qué punto debía yo ser «pecador». Asimismo me falta un criterio fiable sobre lo que es remordimiento de conciencia: por lo que de él se oye decir, no me parece que sea nada estimable... ` Yo no podría abandonar una acción tras haberla comenzado, en la cuestión de su valor preferiría dejar totalmente al margen el mal éxito de la misma, sus consecuencias. Cuando las cosas salen mal, se pierde con demasiada facilidad la visión correcta de lo que se hizo: un remordimiento de conciencia me parece una especie de «mal de ojo». Respetar tanto más en nosotros algo que ha fallado porque ha fallado -esto, antes bien, forma parte de mi moral. -«Dios», «inmortalidad del alma», «redención», «más allá», todos estos son conceptos a los que no he dedicado ninguna atención, tampoco ningún tiempo, ni siquiera cuando era niño -¿acaso no he sido nunca bastante pueril para hacerlo?- El ateísmo yo no lo conozco en absoluto como un resultado, menos aún como un acontecimiento: en mí se da por supuesto, instintivamente. Soy demasiado curioso, demasiado problemático, demasiado altanero para que me agrade una respuesta burda. Dios es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores, - incluso en el fondo no es nada más que una burda prohibición que se nos hace: ¡no debéis pensar! ... Muy de otro modo me interesa una cuestión de la cual, más que de ninguna rareza de teólogos, depende la «salvación de la humanidad»: el problema de la alimentación. Prácticamente se lo puede formular así: «¿Cómo tienes que alimentarte precisamente tú para alcanzar tu máximo de fuerza, de virtù [virtud] al estilo del Renacimiento, de virtud exenta de moralina?» Mis experiencias en este punto son las peores posible; estoy asombrado de haber percibido tan tarde esta pregunta, de haber aprendido «razón» tan tarde de estas experiencias. Únicamente la completa nulidad de nuestra cultura alemana -su «idealismo» me explica en cierto modo por qué, justo en este punto, he sido yo tan retrasado que lindaba con la santidad. Esta «cultura», que desde el principio enseña a perder de vista las realidades para andar a la caza de metas completamente problemáticas, denominadas metas «ideales», por ejemplo la «cultura clásica»: - ¡como si de antemano no fuera una condena unir «clásico» y «alemán» en un único concepto! Más aún, esto produce risa -¡imaginemos un ciudadano de Leipzig con «cultura clásica»!- De hecho, hasta que llegué a los años de mi plena madurez yo he comido siempre y únicamente mal -expresado en términos morales, he comido «impersonalmente», «desinteresadamente», «altruísticamente», a la salud de los cocineros y de otros compañeros en Cristo. Por ejemplo, yo negué muy seriamente mi «voluntad de vida» a causa de la cocina de Leipzig, simultánea a mi primer estudio de Schopenhauer (1865). Con la finalidad de alimentarse de modo insuficiente, estropearse además el estómago - este problema me parecía maravillosamente resuelto por la citada cocina. (Se dice que el año 1866 ha producido un cambio en este terreno.) Pero la cocina alemana en general, - ¡cuántas cosas no tiene sobre su conciencia! ¡La sopa antes de la comida (todavía en los libros de cocina venecianos del siglo XVI se la denomina alla tedesca); las carnes demasiado cocidas, las verduras grasas y harinosas; ¡la degeneración de los dulces, que llegan a ser como pisapapeles! Si a esto se añade además la imperiosa necesidad, verdaderamente bestial, de los viejos alemanes, y no sólo de los viejos, de beber después de comer, se comprenderá también de dónde procede el espíritu alemán -de intestinos revueltos... El espíritu alemán es una indigestión, no da fin a nada. - Pero también la dieta inglesa, que, en comparación con la alemana, e incluso con la francesa, representa una especie de «vuelta a la naturaleza», es decir, al canibalismo, repugna profundamente a mi instinto propio; me parece que le proporciona pies pesados al espíritu - pies de mujeres inglesas... La mejor cocina es la del Piamonte, - Las bebidas alcohólicas me resultan perjudiciales; un solo vaso de vino o de cerveza al día basta para hacer de mi vida un «valle de lágrimas» - en Munich es donde viven mis antípodas. Aceptado que yo he comprendido esto un poco tarde, vivirlo lo he vivido en verdad desde la infancia. Cuando yo era un muchacho, creía que tanto el beber vino como el fumar tabaco eran al principio sólo una vanitas  de gente joven, y más tarde un mal hábito. Acaso el vino de Naumburgo tenga también la culpa de este agrio juicio. Para creer que el vino alegra tendría yo que ser cristiano, es decir, creer lo que cabalmente para mí es un absurdo. Cosa extraña, mientras que pequeñas dosis de alcohol, muy diluidas, me ocasionan esa extremada destemplanza, yo me convierto casi en un marinero cuando se trata de dosis fuertes. Ya de muchacho tenía yo en esto mi valentía. Escribir en una sola vigilia nocturna una larga disertación latina y además copiarla en limpio, poniendo en la pluma la ambición de imitar en rigor y concisión a mi modelo Salustio, y derramar sobre mí latín un poco de grog del mayor calibre, esto era algo que, ya cuando yo era alumno de la venerable Escuela de Pforta, no estaba reñido en absoluto con mi fisiología, y acaso tampoco con la de Salustio, - aunque sí, desde luego, con la venerable Escuela de Pforta... Más tarde, hacia la mitad de mi vida, me decidí ciertamente, cada vez con mayor rigor, en contra de cualquier bebida «espirituosa»: yo, adversario, por experiencia, del régimen vegetariano, exactamente como Richard Wagner, que fue el que me convirtió, no sabría aconsejar nunca con bastante seriedad la completa abstención de bebidas alcohólicas a todas las naturalezas de espiritualidad superior. El agua basta... Yo prefiero lugares en que por todas partes se tenga ocasión de beber de fuentes que corran (Niza, Turín, Sils); un pequeño vaso marcha detrás de mí como un perro. In vino veritas: parece que también en esto me hallo una vez más en desacuerdo con todo el mundo acerca del concepto de «verdad»; - en mí el espíritu flota sobre el agua... Todavía unas cuantas indicaciones sacadas de mi moral. Una comida fuerte es más fácil de digerir que una demasiado pequeña. Que el estómago entre todo él en actividad es el primer presupuesto de una buena digestión. Es preciso conocer la capacidad del propio estómago. Por igual razón hay que desaconsejar aquellas aburridas comidas que yo denomino banquetes sacrifi­cales interrumpidos, es decir, las hechas en la table d'hôte. - No tomar nada entre comida y comida, no beber café. el café ofusca. El es beneficioso tan sólo por la mañana. Poco, pero muy cargado; el té es muy perjudicial y estropea el día entero cuando es demasiado flojo, aunque sea en un solo grado. Cada uno tiene en estos asuntos su propia me­dída, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados. En un clima muy excitante el té es desacon­sejable como primera bebida del día: se debe comenzar una hora antes con una taza de chocolate espeso y desgrasado. - Estar sentado el menor tiempo posible; no prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad, - a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. La carne sedentaria -ya lo he dicho en otra ocasión- es el auténtico pecado contra el espíritu santo

 

2

Con el problema de la alimentación se halla muy estrechamente ligado el problema del lugar y del clima. Nadie es dueño de vivir en todas partes; y quien ha de solucionar grandes tareas que exigen toda su fuerza tiene aquí incluso una elección muy restringida. La influencia del clima sobre el metabolismo, sobre la retardación o la aceleración de éste, llega tan lejos que un desacierto en la elección del lugar y del clima no sólo puede alejar a cualquiera de su tarea, sino llegar incluso a sustraérsela del todo: no consigue verla jamás. El vigor animal no se ha hecho nunca en él lo bastante grande para alcanzar aquella libertad desbordante que penetra hasta lo más espiritual y en la que alguien conoce: esto sólo yo puedo hacerlo... Una inercia intestinal, aun muy pequeña, convertida. en un mal hábito, basta para hacer de un genio algo mediocre, algo «alemán»; el clima alemán, por sí solo, es suficiente para desalentar a intestinos robustos e incluso nacidos para el heroísmo. El tempo del metabolismo mantiene una relación precisa con la movilidad o la torpeza de los pies del espíritu; el «espíritu» mismo, en efecto, no es más que una especie de ese metabolismo. Examinemos en qué lugares hay y ha habido hombres ricos de espíritu, donde el ingenio, el refinamiento, la maldad formaban parte de la felicidad, donde el genio tuvo su hogar de manera casi necesaria: todos ellos poseen un aire magníficamente seco. París, la Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas -estos nombres demuestran una cosa: el genio está condicionado por el aire seco, por el cielo puro, - es decir, por un metabolismo rápido, por la posibilidad de recobrar una y otra vez cantidades grandes, incluso gigantescas, de fuerza. Tengo ante mis ojos un caso en que un espíritu dotado de una constitución notable y libre se volvió estrecho, encogido, se convirtió en un especialista y en un avinagrado, meramente por falta de finura de instintos en asuntos climáticos. Y yo mismo habría acabado por poder convertirme en ese caso si la enfermedad no me hubiera forzado a razonar, a reflexionar sobre la razón en la realidad. Ahora que, tras prolongada ejercitación, leo en mí mismo como en un instrumento muy delicado y fiable los influjos de origen climático y meteorológico, y ya en un pequeño viaje, de Turín a Milán por ejemplo, calculo fisiológicamente en mí la variación de grados en la humedad del aire, pienso con terror en el hecho siniestro de que mi vida, exceptuando estos diez últimos años, no ha transcurrido más que en lugares falsos y realmente prohibidos para mí. Naumburgo, Schulpforta, Turingia en general, Leipzig, Basilea - otros tantos lugares nefastos para mi fisiología. Si yo no tengo ni un solo recuerdo agradable de mi infancia ni de mi juventud, sería una estupidez aducir aquí las llamadas causas «morales» ‑por ejemplo, la indiscutible falta de compañía adecuada, pues esta falta existe ahora como ha existido siempre, sin que ella me impida ser jovial y valiente. La ignorancia in physiologicis -el maldito «idealismo»- es la auténtica fatalidad en mi vida, lo superfluo y estúpido en ella, algo de lo que no salió nada bueno y para lo cual no hay ninguna compensación, ningún descuento. Por las consecuencias de este «idealismo» me explico yo todos los desaciertos, todas las grandes aberraciones del instinto y todas las «modestias» que me han apartado de la tarea de mi vida, así, por ejemplo, el haberme hecho filólogo -¿por qué no, al menos, médico, o cualquier otra cosa que abra los ojos? En mi época de Basilea toda mi dieta espiritual, incluida la distribución de la jornada, fue un desgaste completamente insensato de fuerzas extraordinarias, sin tener una recuperación de ellas que cubriese de alguna manera aquel consumo, sin siquiera reflexionar sobre el consumo y su compensación. Faltaba todo cuidado de sí un poco más delicado, toda protección procedente de un instinto que impartiese órdenes, era un equipararse a cualquiera, un «desinterés», un olvidar la distancia propia, - algo que no me perdonaré jamás. Cuando me encontraba casi al final comencé a reflexionar, por el hecho de encontrarme así, sobre esta radical sinrazón de mi vida - el «idealismo». La enfermedad fue la que me condujo a la razón.

 

3

La elección en la alimentación; la elección de clima y lugar; - la tercera cosa en la que por nada del mundo es lícito cometer un desacierto es la elección de la especie propia de recrearse. También aquí los límites de lo permitido, es decir, de lo útil, a un espíritu que sea sui generis son estrechos, cada vez más estrechos. En mi caso, toda lectura forma parte de mis recreaciones: en consecuencia, forma parte de aquello que me libera a mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, - cosa que yo no tomo ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad. En épocas de profundo trabajo no se ve libro alguno junto a mí: me guardaría bien de dejar hablar y menos aún pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significaría, en efecto, leer... ¿Se ha observado realmente que, en aquella profunda tensión a que el embarazo condena al espíritu y, en el fondo, al organismo entero, ocurre que el azar, que toda especie de estímulo venido de fuera influyen de un modo demasiado vehemente, «golpean» con demasiada profundidad? Hay que evitar en lo posible el azar, el estímulo venido de fuera; un como emparedarse dentro de sí forma parte de las primeras corduras instintivas del embarazo espiritual. ¿Permitiré que un pensamiento extraño escale secretamente la pared? - Y esto es lo que significaría, en efecto, leer... A las épocas de trabajo y fecundidad sigue el tiempo de recrearse: ¡acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes! - ¿Serán libros alemanes?... Tengo que retroceder medio año para sorprenderme con un libro en la mano. ¿Cuál era? - Un magnífico estudio de Victor Brochard, Les Sceptiques Grecs, en el que se utilizan mucho también mis Laertiana. ¡Los escépticos el único tipo respetable entre el pueblo de los filósofos, pueblo de doble sentido y hasta de quíntuple!... Por lo demás, casi siempre me refugio en los mismos libros, un número pequeño en el fondo, que han demostrado estar hechos precisamente para mí. Acaso no esté en mi naturaleza el leer muchas y diferentes cosas: una sala de lectura me pone enfermo. Tampoco está en mi naturaleza el amar muchas o diferentes cosas. Cautela, incluso hostilidad contra libros nuevos forman parte de mi instinto, antes que «tolerancia», largeur de coeur y cualquier otro «amor al prójimo»... En el fondo yo retorno una y otra vez a un pequeño número de franceses antiguos: creo únicamente en la cultura francesa, y todo lo demás que en Europa se autodenomina «cultura» lo considero un malentendido, para no hablar de la cultura alemana... Los pocos casos de cultura elevada que he encontrado en Alemania eran todos de procedencia francesa, ante todo la señora Cósima Wagner, la primera voz, con mucho, en cuestiones de gusto que yo he oído... El que a Pascal no lo lea, sino que lo ame como a la más instructiva víctima del cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporalmente, después psicológicamente, cual corresponde a la entera lógica de esta forma horrorosa entre todas de inhumana crueldad; el que yo tenga en el espíritu, ¡quién sabe!, acaso también en el cuerpo algo de la petulancia de Montaigne; el que mi gusto de artista no defienda sin rabia los nombres de Molière, Corneille y Racine contra un genio salvaje como Shakespeare: esto no excluye, en definitiva, el que también los franceses recentísimos sean para mí una compañía encantadora. No veo en absoluto en qué siglo de la historia resultaría posible pescar de un solo golpe psicólogos tan curiosos y a la vez tan delicados como en el París de hoy: menciono como ejemplos -pues su número no es pequeño- a los señores Paul Bourget, Pierre Loti, Gyp, Meilhac, Anatole France, Jules Lemaître, o, para destacar a uno de la raza fuerte  un auténtico latino, al que quiero especialmente, Guy de Maupassant. Dicho entre nosotros, prefiero esta generación incluso a sus grandes maestros, todos los cuales están corrompidos por filosofía alemana: el señor Taine, por ejemplo, por Hegel, al que debe su incomprensión de grandes hombres y de grandes épocas. A donde llega Alemania, corrompe la cultura. La guerra es la que ha «redimido» al espíritu en Francia... Stendhal, uno de los más bellos azares de mi vida -pues todo lo que en él hace época lo ha traído hasta mí el azar, nunca una recomendación- es totalmente inapreciable, con su anticipador ojo de psicólogo, con su garra para los hechos, que recuerda la cercanía del gran realista (ex ungue Napoleonem); y finalmente, y no es lo de menos, en cuanto ateísta honesto, una species escasa y casi inencontrable en Francia -sea dicho esto en honor de Prosper Mérimée...- ¿Acaso yo mismo estoy un poco envidioso de Stendhal? Me quitó el mejor chiste de ateísta, un chiste que precisamente yo habría podido hacer: «La única disculpa de Dios es que no existe...» Yo mismo he dicho en otro lugar: ¿cuál ha sido hasta ahora la máxima objeción contra la existencia? Dios...

 

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El concepto supremo del lírico me lo ha proporcionado Heinrich Heine. En vano busco en los imperios todos de los milenios una música tan dulce y tan apasionada. El poseía aquella divina maldad sin la cual soy incapaz de imaginarme lo perfecto, - yo estimo el valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con que no pueden concebir a Dios separado del sátiro. - ¡y cómo maneja el alemán! Alguna vez se dirá que Heine y yo hemos sido, a gran distancia, los primeros artistas de la lengua alemana -a una incalculable lejanía de todo lo que simples alemanes han hecho con ella. - Yo debo tener necesariamente una afinidad profunda con el Manfredo de Byron: todos esos abismos los he encontrado dentro de mí, - a los trece años ya estaba yo maduro para esta obra. No tengo una palabra, sólo una mirada, para quienes se atreven a pronunciar la palabra Fausto en presencia del Manfredo. Los alemanes son incapaces de todo concepto de grandeza: prueba Schumann. Propiamente por rabia contra este empalagoso sajón he compuesto una antiobertura para el Manfredo, de la cual dijo Hans von Bülow que no había visto jamás nada igual en papel de música: que era un estupro de Euterpe. Cuando busco mi fórmula suprema para definir a Shakespeare, siempre encuentro tan sólo la de haber concebido el tipo de César. Algo así no se adivina, se es o no se es. El gran poeta se nutre únicamente de su realidad - hasta tal punto que luego no soporta ya su obra... Cuando he echado una mirada a mi Zaratustra, me pongo después a andar durante media hora, de un lado para otro de mi cuarto, incapaz de dominar una insoportable convulsión de sollozos. No conozco lectura más desgarradora que Shakespeare: ¡cuánto tiene que haber sufrido un hombre para necesitar hasta tal grado ser un bufón! - ¿Se comprende el Hamlet? No la duda, la certeza es lo que vuelve loco... Pero para sentir así es necesario ser profundo, ser abismo, ser filósofo... Todos nosotros tenemos miedo de la verdad... Y, lo confieso: instintivamente estoy seguro y cierto de que lord Bacon es el iniciador, el autotorturador experimental de esta especie, la más siniestra de todas, de literatura: ¿qué me importa la miserable charlatanería de esas caóticas y planas cabezas americanas? Pero la fuerza para el realismo más poderoso de la visión sólo es compatible con la más poderosa fuerza para acción, para lo monstruoso de la acción, para el crimen - los presupone incluso... No conocemos, ni de lejos, suficientes cosas de lord Bacon, el primer realista en todo sentido grande de esta palabra, para saber te lo que él ha hecho, lo que él ha querido, lo que él ha experimentado dentro de sí... Y ¡al diablo, señores críticos! Suponiendo que yo hubiera bautizado mi Zaratustra con un nombre ajeno, el de Richard Wagner por ejemplo, la perspicacia de dos milenios no habría bastado para adivinar que el autor de Humano, demasiado humano es el visionario del Zaratustra...

 

5

Ahora que estoy hablando de las recreaciones de mi vida necesito decir una palabra para expresar mi gratitud por aquello que, con mucho, más profunda y cordialmente me ha recreado. Esto ha sido, sin ninguna duda, el trato íntimo con Richard Wagner. Doy por poco precio el resto de mis relaciones humanas; mas por nada del mundo quisiera yo apartar de mi vida los días de Tribschen, días de confianza, de jovialidad, de azares sublimes - de instantes profundos... No sé las vivencias que otros habrán tenido con Wagner: sobre nuestro cielo no pasó jamás nube alguna. - Y con esto vuelvo una vez más a Francia; - no tengo argumentos, tengo simplemente una mueca de desprecio contra los wagnerianos et hoc genus omne que creen honrar a Wagner encontrándolo semejante a ellos mismos... Dado que yo soy extraño, en mis instintos más profundos, a todo lo que es alemán, hasta el punto de que la mera proximidad de una persona alemana me retarda la digestión, el primer contacto con Wagner fue también el primer respiro libre en mi vida: lo sentí lo veneré como tierra extranjera, como antítesis, como viviente protesta contra todas las «virtudes alemanas».

- Nosotros los que respiramos de niños el aire cenagoso de los años cincuenta somos por necesidad pesimistas respecto al concepto de «alemán»; nosotros no podemos ser otra cosa que revolucionarios, -nosotros no admitiremos ningún estado de cosas en que el santurrón domine. Me es completamente indiferente el que el santurrón represente hoy la comedia vestido con colores distintos, el que se vista de escarlata o se ponga uniformes de húsar... ¡Bien! Wagner era un revolucionario - huía de los alemanes... Quien es artista no tiene, en cuanto tal, patria alguna en Europa excepto en París; la délicatesse  en todos los cinco sentidos del arte presupuesta por el arte de Wagner, la mano para las nuances, la morbosidad psicológica se encuentran únicamente en París. En ningún otro sitio se tiene esa pasión en cuestiones de forma, esa seriedad en la mise en scène - es la seriedad parisina par excellence. En Alemania no se tiene ni la menor idea de la gigantesca ambición que alienta en el alma de un artista parisino. El alemán es bondadoso, Wagner no lo era en absoluto... Pero ya he dicho bastante (en Más allá del bien y del mal, págs. 256 s.) sobre cuál es el sitio a que Wagner corresponde, sobre quiénes son sus parientes más próximos: es el tardío romanticismo francés, aquella especie arrogante y arrebatadora de artistas como Delacroix, como Berlioz, con un fond de enfermedad, de incurabilidad en su ser, puros fanáticos de la expresión, virtuosos de arriba a abajo... ¿Quién fue el primer partidario inteligente de Wagner? Charles Baudelaire , el primero también en entender a Delacroíx, Baudelaire, aquel décadent típico, en el que se ha reconocido una generación entera de artistas - acaso él haya sido también el último... ¿Lo que no le he perdonado nunca a Wagner? El haber condescendido con los alemanes, el haberse convertido en alemán del Reich... A donde Alemania llega, corrompe la cultura.

 

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Teniendo en cuenta unas cosas y otras yo no habría soportado mi juventud sin música wagneriana. Pues yo estaba condenado a los alemanes. Cuando alguien quiere escapar a una presión intolerable necesita haxix. Pues bien, yo necesitaba Wagner. Wagner es el contraveneno par excellence de todo lo alemán - veneno, no lo niego... Desde el instante en que hubo una partitura para piano del Tristán  -¡muchas gracias, señor von Bülow!- fui wagneríano. Las obras anteriores de Wagner las consideraba situadas por debajo de mí, demasiado vulgares todavía, demasiado «alemanas»... Pero aun hoy busco una obra que posea una fascinación tan peligrosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el Tristán, - en vano busco en todas las artes. Todas las cosas peregrinas de Leonardo da Vinci pierden su encanto a la primera nota del Tristán. Esta obra es absolutamente el non plus ultra de Wagner; con Los Maestros Cantores y con El Anillo descansó de ella. Volverse más sano - esto es un paso atrás en una naturaleza como Wagner... Considero una suerte de primer rango el haber vivido en el momento oportuno y el haber vivido cabalmente entre alemanes para estar maduro para esta obra: tan lejos llega en mí la curiosidad del psicólogo. Pobre es el mundo para quien nunca ha estado lo bastante enfermo para gozar de esa «voluptuosidad del infierno»: está permitido, está casi mandado emplear aquí una fórmula de los místicos. Pienso que yo conozco mejor que nadie las hazañas gigantescas que Wagner es capaz de realizar, los cincuenta mundos de extraños éxtasis para volar hacia los cuales nadie excepto él ha tenido alas; y como soy lo bastante fuerte para transformar en ventaja para mí incluso lo más problemático y peligroso, haciéndome así más fuerte, llamo a Wagner el gran benefactor de mi vida. Aquello en que somos afines, el haber sufrido, también uno a causa del otro, más hondamente de lo que hombres de este siglo serían capaces de sufrir volverá a unir nuestros nombres eternamente, y así como es cierto que entre alemanes Wagner no es mas que un malentendido, así es cierto que también yo lo soy y lo seré siempre. - ¡Dos siglos de disciplina psicológica y artística primero, señores alemanes!... Pero una cosa así no se recupera.-

 

7

- Voy a decir todavía unas palabras para los oídos más selectos: qué es lo que yo quiero en realidad de la música. Que sea jovial y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea singular, traviesa, tierna, una pequeña y dulce mujer de perfidia y de encanto... No admitiré nunca que un alemán pueda saber lo que es música. Los amados músicos alemanes, ante todo los mas grandes, son extranjeros, eslavos, croatas, italianos, holandeses - o judíos; en caso contrario, alemanes de la raza fuerte, alemanes extintos, como Heinrich Schütz, Bach y Händel. Yo mismo continúo siendo demasiado polaco para dar todo el resto de la música a cambio de Chopin: exceptúo, por tres razones, el Idilio de Sigfredo , de Wagner, acaso también a Listz, que sobrepuja a todos los músicos en los acentos nobles de la orquesta; y por fin, además, todo lo que ha nacido más allá de los Alpes - más acá... Yo no sabría pasarme sin Rossini y menos aún sin lo que constituye mi sur en la música, la música de mi maestro veneciano Pietro Gasti. Y cuando digo más acá de los Alpes, propiamente digo sólo Venecia. Cuando busco otra palabra para decir música, encuentro siempre tan sólo la palabra Venecia. No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin estremecimientos de terror.


Junto al puente me hallaba 
hace un momento en la grisácea noche. 
Desde lejos un cántico venía: 
gotas de oro rodaban una a una 
sobre la temblorosa superficie.
Todo, góndolas, luces y la música, 
ebrio se deslizaba hacia el crepúsculo...
 

Instrumento de cuerda, a sí mi alma, 
de manera invisible conmovida, 
en secreto cantábase, temblando 
ante los mil colores de su dicha, una canción de góndola. 
¿Alguien había que escuchase a mi alma?...

 

8

En todo esto -en la elección de alimentos, de lugar y clima, de recreaciones- reina un instinto de autoconservación que se expresa de la manera más inequívoca en forma de instinto de autodefensa. Muchas cosas no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen - primera cordura, primera prueba de que no se es un azar, sino una necesidad. La palabra corriente para expresar tal instinto de autodefensa es gusto. Su imperativo no sólo ordena decir no allí donde el sí representaría un «desinterés», sino también decir no lo menos posible. Separarse, alejarse de aquello a lo cual habría necesidad de decir no una y otra vez. La razón en esto está en que los gastos defensivos, incluso los muy pequeños, si se convierten en regla, en hábito, determinan un empobrecimiento extraordinario y completamente superfluo. Nuestros grandes gastos son los gastos pequeños y pequeñísimos. El rechazar, el no-dejar-acercarse a las cosas, es un gasto -no haya engaño en esto-, una fuerza derrochada en finalidades negativas. Simplemente por la necesidad constante de defenderse puede uno llegar a volverse tan débil que no pueda ya defenderse. - Supongamos que yo saliese de casa y encontrase, en vez del tranquilo y aristocrático Turín, la pequeña ciudad alemana: mi instinto tendría que bloquearse para rechazar todo lo que en él penetraría de ese mundo aplastado y cobarde. O que encontrase la gran ciudad alemana, ese vicio hecho edificios, un lugar en donde nada crece, en donde toda cosa, buena o mala, ha sido traída de fuera. ¿No tendría que convertirme en un erizo? - Pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble, cuando somos dueños de no tener púas, sino manos abiertas...

Otra cordura y autodefensa consiste en reaccionar las menos veces posible y en eludir las situaciones y condiciones en que se estaría condenado a exhibir, por así decirlo, la propia «libertad», la propia iniciativa, y a convertirse en un mero reactivo. Tomo como imagen el trato con los libros. El docto, que en el fondo no hace ya otra cosa que «revolver» libros -el filólogo corriente, unos doscientos al día-, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, -al final lo único que hace ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y no, a la crítica de cosas ya pensadas, - él mismo ya no piensa... El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. El docto - un décadent. - Esto lo he visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre, ya a los treinta años «leídas hasta la ruina», reducidas ya a puras cerillas, a las que es necesario frotar para que den chispas - «pensamiento». - Muy temprano, al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro - ¡a esto yo lo califico de vicioso! --

 

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En este punto no se puede eludir ya el dar la auténtica respuesta a la pregunta de cómo se llega a ser lo que se es. Y con ello rozo la obra maestra en el arte de la autoconservación, - del egoísmo... Suponiendo, en efecto, que la tarea, la destinación, el destino de la tarea superen en mucho la medida ordinaria, ningún peligro sería mayor que el de enfrentarse cara a cara con esa tarea. El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas situadas más allá de la tarea. En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta: cuando el nosce te ipsum sería la receta para perecer, entonces el olvidar-se, él malentender-se, el empequeñecerse, el estrechar-se, el mediocrizar-se se transforman en la razón misma. Expresado de manera moral: amar al prójimo, vivir para otros y para otra cosa pueden ser la medida de defensa para conservar la más dura mismidad. Es este el caso excepcional en que, contra mi regla y mi convencimiento, me incliné por los impulsos «desinteresados»: ellos trabajan aquí al servicio del egoísmo, de la disciplina de sí mismo. -Es preciso mantener la superficie de la consciencia -la consciencia es una superficie- limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! Puros peligros de que el instinto «se entiende» demasiado pronto. - - Entretanto sigue creciendo, en la profundidad, la «idea» organizadora, la idea llamada a dominar, - comienza a dar órdenes, nos saca lentamente, con su guía, de los caminos secundarios y equivocados, prepara cualidades y capacidades singulares que alguna vez demostrarán ser indispensables como medios para el todo, - ella configura una tras otra todas las facultades subalternas antes de dejar oír algo de la tarea dominante, de la «meta», la «finalidad», el «sentido». - Contemplada en este aspecto, mi vida es sencillamente prodigiosa. Para la tarea de una transvaloración de los valores eran tal vez necesarias más facultades que las que jamás han coexistido en un solo individuo, sobre todo también antítesis de facultades, sin que a éstas les fuera lícito perturbarse unas a otras destruirse mutuamente. Jerarquía de las facultades; distancia; el arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad enorme, que es, sin embargo, lo contrario del caos -esta fue la condición previa, el trabajo y el arte prolon­gados y secretos de mi instinto. Su alto patronato se mostró tan fuerte que yo en ningún caso he barruntado siquiera lo que en mí crece, - y así todas mis fuerzas aparecieron un día súbitas, maduras, en su perfección última. En mi recuerdo falta el que yo me haya- esforzado alguna vez, - no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica. «Querer» algo, «aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo» - nada de esto lo conozco yo por experiencia propia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro -¡un vasto futuro!- como hacia un mar liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme una cosa distinta. Pero así he vivido siempre. No he tenido ningún deseo. ¡Soy alguien que, habiendo cumplido ya los cuarenta y cuatro años, puede decir que no se ha esforzado jamás por poseer honores, mujeres, dinero! No es que me ha­yan faltado... Así, por ejemplo, un día fui catedrático de Universidad -nunca había pensado ni de lejos en cosa semejante, pues entonces apenas tenía veinti­cuatro años-. Y así un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro Ritschl  para publicarlo en su Rheinisches Museum (Ritschl -lo digo con veneración-, el único docto genial que me ha sido dado a conocer hasta hoy. El poseía aquella agradable corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la que incluso un alemán se vuelve simpático: - nosotros para llegar a la verdad, continuamos prefiriendo los caminos tortuosos. Con estas palabras no quisiera en absoluto haber infravalorado a mi cercano paisano, el inteligente Leopold von Ranke...)

 

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- Se me preguntará cuál es la auténtica razón de que yo haya contado todas estas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferentes; al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más si estoy destinado a representar grades tareas. Respuesta: estas cosas pequeñas -alimentación, lugar, clima, recreación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo. Son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido. Lo que la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades, son meras imaginaciones o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo -todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna»... Pero en ellos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad»... Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, - por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir los asuntos fundamentales de la vida misma... Nuestra cultura actual es ambigua en sumo grado ... ¡El emperador alemán pactando con el Papa  como sí el papa no fuera el representante de la enemistad mortal contra la vida! ... Lo que hoy se construye, al cabo de tres años ya no se tiene en pie. - Si me mido por lo que puedo hacer, para no hablar de lo que viene detrás de mí, una subversión, una construcción sin igual, tengo más derecho que ningún otro mortal a la palabra grandeza. Y si me comparo con los hombres a los que hasta ahora se ha honrado como a los hombres primeros, la diferencia es palpable. A estos presuntos «primeros» Yo no los considero siquiera hombres; para mí son desecho de la humanidad, engendros de enfermedad y de instintos vengativos: son simplemente monstruos funestos y, en el fondo, incurables, que se vengan de la vida... Yo quiero ser la antítesis de ellos: mi privilegio consiste en poseer la suprema finura para percibir todos los signos de instintos sanos. Falta en mí todo rasgo enfermizo; yo no he estado enfermo ni siquiera en épocas de grave enfermedad; en vano se buscará en mi ser un rasgo de fanatismo. No se podrá demostrar, en ningún instante de mi vida, actitud alguna arrogante o patética. El pathos de la afectación no corresponde a la grandeza; quien necesita adoptar actitudes afectadas, es falso... ¡Cuidado con todos los hombres extravagantes! - La vida se me ha hecho ligera, y más ligera que nunca cuando exigió de mí lo más pesado. Quien me ha visto en los setenta días de este otoño, durante los cuales he producido sencillamente, sin interrupción, cosas de primera categoría, que ningún hombre volverá a hacer después de mí - ni ha hecho antes de mí, con una responsabilidad para con todos los siglos que me siguen, no habrá percibido en mí rasgo alguno de tensión, antes bien una frescura y una jovialidad exuberantes. Nunca he comido con sentimientos más agradables, no he dormido jamás mejor. -No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial. La más mínima constricción, el gesto sombrío, cualquier tono duro en la garganta son, en su integridad, objeciones contra la persona, ¡y mucho más aún contra su obra! ... No es lícito tener nervios... También el sufrir por la soledad es una objeción; yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»... En una época absurdamente temprana, a los siete anos, ya sabía yo que nunca llegaría hasta mi una palabra humana: ¿se me ha visto alguna vez ensombrecido por esto? - Yo muestro todavía hoy la misma afabilidad para con cualquiera, yo estoy incluso lleno de distinciones para con los más humildes: en todo esto no hay pizca de orgullo, de secreto desprecio. Aquel a quien yo desprecio adivina que es despreciado por mí: con mi mero existir ofendo a todo lo que tiene mala sangre en el cuerpo... Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati: el no querer que nada sea distinto, ni en el pasado, ni en el futuro, ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y menos aún disimularlo -todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario-, sino amarlo...

Friedrich Nietzsche
Trad. A. Sánchez Pascual

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