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Por qué soy tan sabio
-1-
La felicidad de mi existencia, tal vez su carácter único, se debe a
su fatalidad: yo, para expresarme en forma enigmática, como mi padre ya he
muerto, y como mi madre todavía vivo y voy haciéndome viejo. Esta doble
procedencia, por así decirlo, del vástago más alto y del más bajo en la
escala de la vida, este ser décadent
y a la vez comienzo - esto, si algo, es lo que explica aquella neutralidad, aquella
ausencia de partidismo en relación con el problema global de la vida, que acaso
sea lo que me distingue. Para
captar los signos de elevación y de decadencia poseo un olfato más fino que el
que hombre alguno haya tenido jamás, en este asunto yo soy el maestro par
excellence, - conozco ambas cosas, soy ambas cosas. - Mí padre murió a
los treinta y seis años: era delicado, amable y enfermizo, como un ser
destinado tan sólo a pasar de largo, - más una bondadosa evocación de la vida
que la vida misma. En el mismo año
en que su vida se hundió, se hundió también la mía: en el año treinta y
seis de mi existencia llegué al punto más bajo de mi vitalidad, - aún vivía,
pero no veía tres pasos delante de mí. Entonces
-era el año 1879- renuncié a mí cátedra de Basilea, sobreviví durante el
verano cual una sombra en St. Moritz, y el invierno siguiente, el invierno más
pobre de sol de toda mi vida, lo pasé, siendo
una sombra, en Naumburgo. Aquello fue mi minímum: El viajero y su sombra nació entonces.
Indudablemente, yo entendía entonces de sombras... Al invierno
siguiente, mi primer invierno genovés, aquella dulcificación y aquella
espiritualización que están casi condicionadas por una extrema pobreza de
sangre v de músculos produjeron Aurora. La perfecta
luminosidad y la jovialidad, incluso exuberancia de espíritu, que la citada
obra refleja, se compaginan en mí no sólo con la más honda debilidad fisiológica,
sino incluso con un exceso de sentimiento de dolor.
En medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral
ininterrumpido durante tres días, acompañado de un penoso vómito mucoso, -
poseía yo una claridad dialéctica par excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a
propósito de las cuales no soy, en mejores condiciones de salud, bastante
escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis lectores tal vez
sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de décadence, por ejemplo en el caso más famoso de todos: en el caso de Sócrates.
- Todas las molestias producidas al intelecto por la enfermedad, incluso aquel
semiaturdimiento que la fiebre trae consigo, han sido hasta hoy cosas
completamente extrañas a mí, he tenido que informarme por los libros acerca de
su naturaleza y frecuencia. Mi sangre circula lentamente. Nadie ha podido
comprobar nunca fiebre en mí. Un médico
que me trató largo tiempo como enfermo de los nervios, acabó por decirme: «¡No!
A los nervios de usted no les pasa nada, yo soy el único que está
enfermo». Imposible demostrar ninguna degeneración local en mí;
ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun cuando siempre padezco, como
consecuencia del agotamiento general, la más profunda debilidad del sistema gástrico.
También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima peligrosamente
a la ceguera, es tan sólo una consecuencia, no una causa: de tal manera que con
todo incremento de fuerza vital se ha incrementado también la fuerza visual. -
Recobrar la salud significa en mi una serie larga, demasiado larga de años, -
también significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad
de una especie de décadence.
Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto
en cuestiones de décadence? La he deletreado
hacia delante y hacia atrás. Incluso
aquel arte afiligranado del captar y comprender en general, aquel tacto para
percibir nuances, aquella
psicología del «mirar por detrás de la esquina» y todas las demás cosas que
me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de
aquella época, en la cual todo se refinó dentro de mí, la observación misma
y todos los órganos de ella. Desde
la óptica del enfermo, elevar la vista hacia conceptos y valores más
sanos, y luego, a la inversa,
desde la plenitud y autoseguridad de la vida rica, bajar los ojos
hasta el secreto trabajo del instinto de décadence
- éste fue mi más largo ejercicio, mí auténtica experiencia, si en algo, fue
en esto en lo que yo llegué a ser maestro. Ahora lo tengo en la mano, poseo
mano para dar la vuelta a las
perspectivas: primera razón
por la cual acaso únicamente a mí le sea posible una «transvaloración de los
valores». -
-2-
Descontado, pues, que soy un décadent,
soy también su antítesis. Mi prueba de ello es, entre otras, que siempre
he elegido instintivamente los remedios justos contra los estados malos; en
cambio, el décadent en sí
elige siempre los medios que le perjudican.
Como summa summarum yo estaba sano; como ángulo, corno especialidad, yo era décadent. Aquella energía para aislarme y evadirme absolutamente de las
condiciones habituales, el haberme forzado a mí mismo a no dejarme cuidar
servir, tratar por médicos
- esto revela la incondicional certeza instintiva sobre lo
que yo necesitaba entonces
ante todo. Me puse a mí mismo en
mis manos, me sané yo a mí mismo: la condición de ello -cualquier fisiólogo
lo concederá- es estar sano en el
fondo. Un
ser típicamente enfermizo no puede sanar, menos aún sanarse él a sí mismo;
para un ser típicamente sano, en cambio, el estar enfermo puede constituir
incluso un enérgico estimulante
para vivir, para más-vivir. Así es como de hecho se me presenta ahora
aquel largo período de enfermedad: por así decirlo, descubrí de nuevo la
vida, y a mí mismo incluido, saboreé todas las cosas buenas e incluso las
cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas, - convertí mi
voluntad de salud, de vida, en mi filosofía...
Pues préstese atención a esto: los años de mi vitalidad más baja fueron los
años en que dejé de ser
pesimista: el instinto de autorestablecimiento me prohibió
una filosofía de la pobreza y del desaliento... ¿Y en qué se reconoce en
el fondo la buena constitución.?En
que un hombre bien constituido beneficia a nuestros sentidos, en que está
tallado de una madera que es, a la vez, dura, suave y olorosa. A él le gusta sólo
lo que le es saludable; su agrado, su placer cesan cuando se ha rebasado la
medida de lo saludable. Adivina
remedios curativos contra los daños, saca ventaja de sus contrariedades; lo que
no le mata le hace más fuerte. Instintivamente forma su síntesis con todo
lo que ve, oye, vive: es un principio de selección, deja caer al suelo muchas
cosas. Se encuentra siempre en su
compañía, se relacione con libros, con hombres o con paisajes, él honra
al elegir,
al
admitir, al confiar. Reacciona
con lentitud a toda especie de estímulos, con aquella lentitud que una larga
cautela y un orgullo querido le han inculcado, examina el estímulo que se
acerca, está lejos de salir a su encuentro.
No cree ni en la «desgracia» ni en la «culpa», liquida los asuntos
pendientes consigo mismo, con los demás, sabe olvidar, - es bastante fuerte para que todo tenga que ocurrir de la mejor manera para él. -Y bien, yo soy
todo lo contrario de un décadent,
pues acabo de describirme a mí
mismo.
-3-
Considero un gran privilegio haber tenido el padre que tuve: los
campesinos a quienes predicaba -pues os últimos años fue predicador, tras
haber vivido algunos años en la corte de Altenburgo- decían que un ángel habría
de tener sin duda un aspecto similar. - Y con esto toco el problema de la raza.
Yo soy un aristócrata polaco pur
sang, 91 que ni una sola gota de sangre mala se le ha mezclado, y, menos
que ninguna, sangre alemana. Cuando busco la Antítesis más profunda de mi
mismo. la incalculable vulgaridad de los instintos, encuentro siempre a mi madre
y a mi hermana, - creer que yo estoy emparentado con tal canaille
sería una blasfemia contra mi divinidad. El trato que me dan mi madre y mi
hermana, hasta este momento, me inspira un horror indecible: aquí trabaja una
perfecta máquina infernal, que conoce con seguridad infalible el instante en
que se me puede herir cruentamente - en mis instantes supremos,... pues entonces
falta toda fuerza para defenderse contra gusanos venenosos... La contigüidad
fisiológica hace posible tal disharmonia
praestabilita... Confieso que la objeción más honda contra el «eterno
retorno», que es mi pensamiento auténticamente abismal, son siempre
mi madre y mi hermana. - Mas también en cuanto Polaco soy yo un atavismo
inmenso. Siglos habría que retroceder para encontrar a esta raza, la más noble
que ha existido en la tierra, con la misma pureza de instintos con que yo la
represento. Frente a todo lo que
hoy se llama noblesse
abrigo yo un soberano sentimiento de distinción, - al joven Kaiser
alemán no le concedería el
honor de ser mi cochero. Existe un solo caso en que reconozco mi igual - lo confieso
con profunda Gratitud. La señora Cósima Wagner es con mucho la naturaleza más
noble; y, para no decir no decir una palabra de menos, afirmo que Richard Wagner
ha sido, con mucho, el hombre más afín a mí... Lo demás es
silencio... Todos los conceptos dominantes acerca de grados de parentesco son un
insuperable contrasentido fisiológico. El Papa hace negocio todavía hoy con
ese contrasentido. Con quien menos se está
emparentado es con los propios padres: estar emparentado con ellos constituiría
el signo extremo de vulgaridad. Las naturalezas superiores tienen su origen en
algo infinitamente anterior y para llegar a ellas ha sido necesario estar
reuniendo, ahorrando, acumulando durante larguísimo tiempo. Los
grandes individuos son los más antiguos: yo no lo entiendo, pero
Julio César podría ser mi padre - o Alejandro, ese Dioniso de
carne y hueso... En el instante en que escribo esto, el correo me trae una
cabeza de Dioniso...
-4-
No he entendido jamás el arte de predisponer a los demás en contra mía
-también esto lo debo a mi incomparable padre- ni aun en los casos en que ello
me parecía de gran valor. Ni
siquiera en contra mía he estado yo nunca predispuesto, aunque ello pueda
parecer muy poco cristiano. Se puede dar la vuelta a mi vida por un lado y por
otro, en ella no se encontrará, descontado aquel único caso, huellas de que
alguien haya abrigado una voluntad malvada contra mí, - pero sí, tal vez,
demasiadas huellas de buena voluntad... Mis experiencias, incluso con personas con quienes todo
el mundo tiene malas experiencias, hablan siempre sin excepción en favor de
ellas; yo domestico a todos los osos, yo vuelvo educados incluso a los bufones.
Durante los siete años que enseñé griego en la clase superior del Pädagogium
de Basilea no tuve ningún pretexto para imponer castigo alguno; los más
holgazanes se volvían laboriosos conmigo. Siempre estoy a la altura del azar;
para ser dueño de mí tengo que estar desprevenido. Sea cual sea el
instrumento, y aunque esté tan desafinado como sólo el instrumento «hombre»
puede llegar a estarlo - enfermo tendría yo que encontrarme para no conseguir
arrancar de él algo digno de ser escuchado.
Y cuántas veces he oído decir a los mismos «instrumentos» que nunca
antes se habían escuchado ellos a sí de
ese modo... Quizá a quien más
bellamente se lo haya oído decir fue a Heinrich von Stein, muerto imperdonablemente joven, quien en una ocasión, tras haber
solicitado y obtenido cuidadosamente permiso, apareció por tres días en
Sils-Maria declarando a todo el mundo que él no venía a causa
de la Engadina. Esta excelente persona, que se había zambullido en la ciénaga
de Wagner ( - ¡y además también en la de Dühring!) con toda la impetuosa
simplicidad de un Junker
prusiano, quedó como transformado, durante aquellos tres días, por un
vendaval de libertad, semejante a alguien que de repente es elevado hasta su
altura y a quien le brotan alas. Yo no dejaba de decirle que esto se debía
al buen aire de aquí arriba, y que le pasaba a todo el mundo, pues no en vano
se está a seis mil pies por encima de Bayreuth - pero no quería creérmelo...
Si, a pesar de todo, se han cometido conmigo algunas infamias pequeñas y
grandes, el motivo de cometerlas no fue «la voluntad», y mucho menos la
voluntad malvada:
yo tendría que quejarme más bien -acabo de insinuarlo- de la buena
voluntad, la cual ha producido en mi vida trastornos nada pequeños. Mis
experiencias me dan derecho a desconfiar en general de los llamados impulsos «desinteresados»,
de todo el «amor al prójimo», siempre dispuesto a aconsejar e intervenir. Lo
considero en sí como debilidad, como caso particular de la incapacidad para
resistir a los estímulos, - a la compasión se la califica de virtud únicamente entre los decadentes. A los
compasivos les reprocho el que con facilidad pierden el pudor, el respeto, el
sentimiento de delicadeza ante las distancias, el que la compasión apesta en
seguida a plebe y se asemeja a los malos modales, hasta el punto de confundirse
con ellos, - el que, en ocasiones, manos compasivas pueden ejercer una
influencia verdaderamente destructora en un gran destino, en un aislamiento
entre heridas, en un privilegio
a la culpa grave. Cuento entre las virtudes nobles
la superación de la compasión: con el título «La tentación de
Zaratustra» he descrito poéticamente
un caso en el cual un gran grito de auxilio llega hasta él cuando la compasión,
como un pecado último, quiere asaltarlo y hacerle infiel a
sí mismo. Permanecer
aquí dueño de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea
propia permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos y mucho más miopes
que actúan en las llamadas acciones desinteresadas, ésta es la prueba, acaso
la última prueba que un Zaratustra tiene que rendir - su auténtica demostración de fuerza...
-5-
Todavía hay otro punto en el que, una vez más, yo soy meramente mi
padre y, por así decirlo, su supervivencia tras una muerte demasiado prematura.
Semejante a todo aquel que nunca ha vivido entre sus iguales y a quien el
concepto de «ajuste de cuentas» le resulta tan inaccesible como, por ejemplo,
el concepto de «igualdad de derechos», en los casos en que se comete conmigo
una estupidez pequeña o muy grande yo me prohíbo toda contramedida, toda medida de protección, -
como es obvio, también toda defensa, toda «justificación». Mí forma de
saldar cuentas consiste en enviar como respuesta a la tontería, lo más pronto
posible, algo inteligente: acaso así se la pueda reparar todavía. Dicho en imágenes:
envío una caja de confites para desembarazarme de una historia agria...
Basta con que se me haga algo malo para que yo «ajuste cuentas», de eso estése
seguro: pronto encuentro una ocasión para expresar mi gratitud al «malhechor»
(a veces incluso por su infamia) - o para pedirle
algo, lo que puede resultar más cortés que el dar algo... Me parece
asimismo que la palabra más grosera, la carta más grosera son mejores, son más
educadas que el silencio. A quienes callan les faltan casi siempre finura y
gentileza de corazón; callar es una objeción, tragarse las cosas produce
necesariamente un mal carácter - estropea incluso el estómago. Todos los que
se callan son dispépticos. - Como se ve, yo no quisiera que se infravalorase la
grosería, ella es con mucho la forma más
humana de la contradicción y, en medio de la molicie moderna, una de
nuestras primeras virtudes. - Cuando se es lo bastante rico para permitírselo,
constituye incluso una felicidad el no estar en lo justo. A un dios que bajase a
la tierra no le sería lícito hacer
otra cosa que injusticias, - tomar sobre sí no la pena, sino la
culpa, es lo que sería divino
-6-
El estar libre de resentimiento, el conocer con claridad el
resentimiento - ¡quién sabe hasta qué punto también en esto debo yo estar
agradecido, en definitiva, a mi larga enfermedad! El problema no es precisamente
sencillo: es necesario haberío vivido desde la fuerza y desde la debilidad.
Si algo hay que objetar en absoluto al estar enfermo, al estar débil, es
que en ese estado se reblandece en el hombre el auténtico instinto de salud, es
decir, el instinto de defensa y de ataque. No sabe uno desembarazarse de nada, no sabe uno liquidar ningún
asunto pendiente, no sabe uno rechazar nada, - todo hiede. Personas y cosas nos
importunan molestamente, las vivencias llegan muy hondo, el recuerdo es una
herida purulenta. El mismo estar
enfermo es una especie de resentimiento. -Contra esto el enfermo no tiene más
que un gran remedio: yo lo llamo el fatalismo
ruso, aquel fatalismo sin rebelión en virtud del cual un soldado
ruso a quien la campaña le resulta demasiado dura acaba por tenderse en la
nieve. No aceptar ya absolutamente nada, no tomar nada, no acoger nada dentro de
sí, - no reaccionar ya en absoluto... La gran razón de este fatalismo, que no
siempre es tan sólo el valor para la muerte, en cuanto conservador de la vida
en las circunstancias más peligrosas para ésta, consiste en reducir el
metabolismo, en tornarlo lento, en una especie de voluntad de letargo invernal.
Unos cuantos pasos más en esta lógica, y tenemos el faquir, que durante
semanas duerme en una tumba... Puesto que nos consumiríamos demasiado pronto si
llegásemos a reaccionar, ya no reaccionamos: ésta es la lógica. Y con ningún
fuego se consume uno más velozmente que con los afectos de resentimiento. El
enojo, la susceptibilidad enfermiza, la impotencia para vengarse, el placer y la
sed de venganza, el mezclar venenos en cualquier sentido - para personas
extenuadas es ésta, sin ninguna duda, la forma más perjudicial de reaccionar:
ella produce un rápido desgaste de energía nerviosa, un aumento enfermizo de
secreciones nocivas, de bilis en el estómago, por ejemplo.
El Resentimiento constituye lo prohibido en
sí para el enfermo - su mal,
por desgracia, también su tendencia más natural. - Esto lo comprendió aquel
gran fisiólogo que fue Buda. Su «religión»,
a la que sería mejor calificar de higiene,
para no mezclarla con casos tan deplorables como es el cristianismo, hacía
depender su eficacia de la victoria sobre el resentimiento: liberar el alma de
él - primer paso para curarse. «No se pone fin a la enemistad con la
enemistad, sino con la amistad»; esto se encuentra al comienzo de la enseñanza
de Buda - así no habla la moral, así habla la fisiología. - El resentimiento,
nacido de la debilidad, a nadie resulta más perjudicial que al débil mismo; -
en otro caso, cuando se trata de una naturaleza rica, constituye un sentimiento superfluo, un sentimiento tal que dominarlo es casi la demostración de la
riqueza. Quien conoce la seriedad con que mi filosofía ha emprendido la lucha
contra los sentimientos de venganza y de rencor, incluida también la doctrina
de la «libertad de la voluntad» -la lucha contra el cristianismo es sólo un
caso particular de ello-, entenderá por qué yo saco a luz, precisamente aquí,
mi comportamiento personal, mi
seguridad instintiva en la
praxis. En los períodos de décadence
yo me prohibí a mí mismo aquellos sentimientos por perjudiciales; tan
pronto como la vida volvió a ser suficientemente rica y orgullosa para ello, me
los prohibí por situados debajo
de mí. Aquel
«fatalismo ruso» de que antes he hablado se ha puesto en mí de manifiesto en
el hecho de que durante años me he aferrado tenazmente a situaciones, lugares,
viviendas y compañías casi insoportables, una vez que, por azar, estaban
dados, - esto era mejor que cambiarlos, que sentir
que eran cambiables, - que rebelarse contra ellos... El perturbarme en ese
fatalismo, el despertarme con violencia eran cosas que yo entonces tomaba
mortalmente a mal: - en verdad ello era también siempre mortalmente peligroso.
- Tomarse a sí mismo como un fatum,
no quererse «distinto», - en tales circunstancias esto constituye la gran razón
misma.
-7-
Otra cosa es la guerra. Por
naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos. Poder ser enemigo, ser enemigo - esto presupone tal vez una naturaleza
fuerte, en cualquier caso es lo que ocurre en toda naturaleza fuerte.
Esta necesita resistencias y, por tanto, busca la resistencia: el pathos
agresivo forma parte de la
fuerza con igual necesidad con que el sentimiento de venganza y de rencor forma
parte de la debilidad. La mujer, por ejemplo, es vengativa: esto viene
condicionado por su debilidad, lo mismo que viene condicionado por ella su
excitable sensibilidad para la indigencia ajena. - La fortaleza del agresor
encuentra una especie de medida
en los adversarios que él necesita; todo crecimiento se delata en la
búsqueda de un adversario -o de un problema- más potente, pues un filósofo
que sea belicoso reta a duelo también a los problemas. La tarea no consiste en
dominar resistencias en general, sino en dominar aquéllas frente a las cuales
hay que recurrir a toda la fuerza propia, a toda la agilidad y maestría propias
en el manejo de las armas, - en dominar a adversarios
iguales a nosotros... Igualdad con el enemigo, - primer supuesto de
un duelo honesto. Cuando lo que se siente es desprecio, no se puede hacer guerra; cuando lo que se hace es mandar, contemplar algo por debajo
de sí, no hay que hacerla. - Mi praxis bélica puede resumirse en cuatro
principios. Primero: yo sólo ataco cosas que triunfan, - en ocasiones espero
hasta que lo consiguen. Segundo: yo sólo ataco cosas cuando no voy a encontrar
aliados, cuando estoy solo, - cuando me comprometo exclusivamente a mí mismo...
No he dado nunca un paso en público que no me comprometiese: éste es mi
criterio del justo obrar. Tercero: yo no ataco jamás a personas, - me sirvo de
la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual se puede
hacer visible una situación de peligro general, pero que se escapa, que resulta
poco aprehensible. Así es como
ataqué a David Strauss, o, más exactamente, el éxito,
en la «cultura» alemana, de un libro de debilidad senil - a esta cultura
la sorprendí en flagrante delito... Así es como ataqué a Wagner, o, más
exactamente, la falsedad, la bastardía de instintos de nuestra «cultura», que
confunde a los refinados con los ricos, a los epígonos con los grandes. Cuarto:
yo sólo ataco cosas cuando está excluida cualquier disputa personal, cuando
está ausente todo trasfondo de experiencias penosas. Al contrario, en mí
atacar representa una prueba de benevolencia y, en ocasiones, de gratitud. Yo
honro, yo distingo al vincular mi nombre con el de una cosa, de una persona: a
favor o en contra - para mí esto es aquí igual. Si yo hago la guerra al
cristianismo, ello me está permitido porque, por esta parte, no he
experimentado ni contrariedades ni obstáculos, - los cristianos más serios han
sido siempre benévolos conmigo. Yo
mismo, adversario de rigueur
del cristianismo, estoy lejos de guardar rencor al individuo por algo que es
la fatalidad de milenios.-
-8-
¿Me es lícito atreverme a señalar todavía un último rasgo de mi
naturaleza, el cual me ocasiona una dificultad nada pequeña en el trato con los
hombres? Mi instinto de limpieza posee una susceptibilidad realmente
inquietante, de modo que percibo fisiológicamente -huelo- la proximidad o -¿qué
digo?- lo más íntimo, las «vísceras» de toda alma... Esta sensibilidad me
proporciona antenas Psicológicas con las que palpo todos los secretos y los
aprisiono con la mano: ya casi al primer contacto cobro consciencia de la mucha
suciedad escondida
en el fondo de ciertas naturalezas, debida acaso a la mala sangre, pero
recubierto de barniz por la educación. Si mis observaciones son correctas,
también esas naturalezas insoportables para mí limpieza perciben, por su lado,
mi previsora náusea frente a ellas; pero no por esto su olor mejora... Como me
he habituado a ello desde siempre -una extremada pureza para conmigo mismo
constituye el presupuesto de mi existir, yo me muero
en situaciones sucias-, nado y me baño y chapoteo de continuo, si cabe la
expresión, en el agua, en cualquier elemento totalmente transparente y
luminoso. Esto hace que el trato
con seres humanos sea para mí una prueba nada pequeña de paciencia; mi
humanitarismo no consiste en participar del sentimiento de cómo es el hombre,
sino en soportar
el que yo participe de ese sentimiento... Mi humanitarismo es una permanente
victoria sobre mí mismo. - Pero yo necesito soledad,
quiero decir, curación, retorno a mi mismo, respirar un aire libre, ligero y
juguetón... Todo mi Zaratustra es un ditirambo a
la soledad o, si se me ha entendido, a la
pureza... Por suerte, no a la estupidez pura
-Quien tenga ojos para percibir colores, calificará al Zaratustra
de diamantismo. -La náusea
que el hombre, que el «Populacho» me producen ha sido siempre mi máximo
peligro... ¿Queréis escuchar las palabras con que Zaratustra habla de la
redención de la náusea?
¿Qué me ocurrió, sin embargo? ¿Cómo me redimí de la
náusea? ¿Quién rejuveneció mis ojos? ¿Cómo volé hasta la altura en
la que ninguna chusma se sienta ya junto al pozo?
¿Mi misma náusea me proporcionó alas y me dio fuerzas que presienten
las fuentes? ¡En verdad, hasta lo más alto tuve que volar para reencontrar el
manantial del placer!
¡Oh, lo encontré, hermanos míos! ¡Aquí en lo más alto brota para
mí el manantial del placer! ¡Y hay una vida de la cual no bebe la chusma con
los demás!
¡Casi demasiado violenta resulta tu corriente para mí, fuente del
placer! ¡Y a menudo has vaciado de nuevo la copa queriendo llenarla!
Y todavía tengo que aprender a acercarme a ti con mayor modestia: con
demasiada violencia corre aún mi corazón a tu encuentro: -
Mi corazón, sobre el que arde mi verano, el breve, ardiente, melancólico,
sobrebienaventurado: ¡cómo apetece mi corazón estival tu frescura!
¡Disipada se halla la titubeante tribulación de mi primavera! ¡Pasada
está la maldad de mis copos de nieve de junio! ¡En verano me he transformado
enteramente, y en mediodía de verano!
Un verano en lo más alto, con fuentes frías y silencio
bienaventurado: ¡oh, venid, amigos míos, para que el silencio resulte aún más
bienaventurado!
Pues ésta es nuestra
altura y nuestra patria: en un lugar demasiado alto y abrupto habitamos
nosotros aquí para todos los impuros y para su sed.
¡Lanzad vuestros ojos puros en el manantial de mi placer, amigos míos!
¡cómo habría él de enturbiarse por ello! ¡En respuesta os reirá con su pureza!
En el árbol Futuro construimos nosotros nuestro nido; ¡águilas deben
traernos en sus picos alimento a nosotros los solitarios! ¡En verdad, no un
alimento del que también a los impuros les esté permitido comer! ¡Fuego creerían
devorar, y se abrasarían los hocicos!
¡En verdad, aquí no tenemos preparadas moradas para impuros! ¡Una
caverna de hielo significaría para sus cuerpos nuestra felicidad, y para sus
espíritus!
Y cual vientos fuertes queremos vivir por encima de ellos, vecinos de
las águilas, vecinos de la nieve, vecinos del sol: así es como viven los vientos fuertes.
E igual que un viento quiero yo soplar todavía alguna vez entre ellos,
y con mi espíritu cortar la respiración a
su espíritu: así lo quiere mi futuro.
En verdad, un viento fuerte es Zaratustra para todas las hondonadas; y
este consejo da a sus enemigos y a todo lo que esputa y escupe: « ¡Guardaos de
escupir contra
el viento! »
Friedrich
Nietzsche
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