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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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M�sica y mito tr�gico son de igual manera expresi�n de la aptitud dionis�aca de un pueblo e inseparables una del otro. Ambos provienen de una esfera art�stica situada m�s all� de lo apol�neo; ambos transfiguran una regi�n en cuyos placenteros acordes se extinguen deliciosamente tanto la disonancia como la imagen terrible del mundo; ambos juegan con la espina del displacer, confiando en sus artes m�gicas extraordinariamente poderosas; ambos justifican con ese juego incluso la existencia de �el peor de los mundos�. Aqu� lo dionis�aco, comparado con lo apol�neo, se muestra como el poder art�stico eterno y originario que hace existir al mundo entero de la apariencia: en el centro del cual se hace necesaria una nueva luz transfiguradora, para mantener con vida el animado mundo de la individuaci�n. Si pudi�ramos imaginarnos una encarnaci�n de la disonancia � �y qu� otra cosa es el ser humano? �, esa disonancia necesitar�a, para poder vivir, una ilusi�n magn�fica que extendiese un velo de belleza sobre su esencia propia. Ese es el verdadero prop�sito art�stico de Apolo: bajo cuyo nombre reunimos nosotros todas aquellas innumerables ilusiones de la bella apariencia que en cada instante hacen digna de ser vivida la existencia e instan a vivir el instante siguiente.

Sin embargo, en la consciencia del individuo humano s�lo le es l�cito penetrar a aquella parte del fundamento de toda existencia, a aquella parte del substrato dionis�aco del mundo que puede ser superada de nuevo por la fuerza apol�nea transfiguradora, de tal modo que esos dos instintos art�sticos est�n constre�idos a desarrollar sus fuerzas en una rigurosa proporci�n rec�proca, seg�n la ley de la eterna justicia. All� donde los poderes dionis�acos se alzan con tanto �mpetu como nosotros lo estamos viviendo, all� tambi�n Apolo tiene que haber descendido ya hasta nosotros, envuelto en una nube; sin duda una pr�xima generaci�n contemplar� sus abundant�simos efectos de belleza.

Pero que ese efecto es necesario, eso es algo que con toda seguridad lo percibir�a por intuici�n todo el mundo, con tal de que se sintiese retrotra�do alguna vez, aunque s�lo fuera en sue�os, a una existencia de la Grecia antigua: caminando bajo elevadas columnatas j�nicas, alzando la vista hacia un horizonte recortado por l�neas puras y nobles, teniendo junto a s�, en m�rmol luminoso, reflejos de su transfigurada figura, y a su alrededor hombres que avanzan con solemnidad o se mueven con delicadeza, cuyas voces y cuyo r�tmico lenguaje de gestos suenan arm�nicamente � tendr�a sin duda que exclamar, elevando las manos hacia Apolo, en esta permanente riada de belleza: ��Dichoso pueblo de los helenos! �Qu� grande tiene que haber sido entre vosotros Dioniso, si el dios de Delos considera necesarias tales magias para curar vuestra demencia ditir�mbica!� � Mas a alguien que tuviese tales sentimientos un ateniense anciano le replicar�a, mirando hacia �l con el ojo sublime de Esquilo: �Pero di tambi�n esto, raro extranjero: �cu�nto tuvo que sufrir este pueblo para poder llegar a ser tan bello! �Ahora, sin embargo, s�gueme a la tragedia y ofrece conmigo un sacrificio en el templo de ambas divinidades!�

Friedrich Nietzsche

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