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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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Entre los efectos art�sticos peculiares de la tragedia musical hubimos de destacar un enga�o apol�neo, el cual est� destinado a salvarnos de una unificaci�n inmediata con la m�sica dionis�aca, mientras nuestra excitaci�n musical puede descargarse en una esfera apol�nea y a base de un mundo intermedio visible intercalado. Aqu� cre�mos haber observado que aquel mundo intermedio del suceso esc�nico, y en general el drama, se hac�a, justo por esa descarga, visible y comprensible desde dentro en un grado que en todo otro arte apol�neo resulta inalcanzable: de tal modo que aqu�, donde, por as� decirlo, ese arte era dotado de alas y llevado hacia lo alto por el esp�ritu de la m�sica, tuvimos nosotros que reconocer la intensificaci�n m�xima de sus fuerzas, y por consiguiente, reconocer en esa alianza fraternal de Apolo y de Dioniso la c�spide tanto de los prop�sitos art�sticos apol�neos como de los dionis�acos.

Es verdad que, justo en la iluminaci�n interna por la m�sica, la imagen de luz no alcanzaba el efecto peculiar de los grados m�s d�biles del arte apol�neo; lo que la epopeya o la piedra animada son capaces de hacer, forzar al ojo que mira a entregarse a aquel �xtasis tranquilo en el mundo de la individuatio, eso no se pod�a alcanzar aqu�, pese a una animaci�n y claridad superiores. Hemos mirado el drama y hemos penetrado, con una mirada perforadora, en el movido mundo interno de sus motivos - y, sin embargo, nos parec�a como si junto a nosotros pasase �nicamente una imagen simb�lica, cuyo sentido m�s hondo nosotros cre�mos casi adivinar, y que quisimos apartar, cual si fuera una cortina, para divisar tras ella la imagen primordial. La nitidez clar�sima de la imagen no nos bastaba: pues �sta parec�a tanto revelar algo como encubrirlo; y mientras que con su revelaci�n simb�lica parec�a incitar a desgarrar el velo, a descubrir el trasfondo misterioso, precisamente aquella iluminada visibilidad total manten�a hechizado a su vez el ojo y le imped�a penetrar m�s hondo.

A quien no haya experimentado esa vivencia, la de tener que mirar y al mismo tiempo desear ir m�s all� del mirar, le resultar� dif�cil imaginarse cu�n n�tidos y claros subsisten juntos y son sentidos juntos esos dos procesos en la consideraci�n del mito tr�gico: mientras que los espectadores verdaderamente est�ticos me confirmar�n que, entre los efectos peculiares de la tragedia, el m�s notable es esa coexistencia. Basta con transferir este fen�meno del espectador est�tico a un proceso an�logo que se da en el artista tr�gico para haber comprendido la g�nesis del mito tr�gico. Con la esfera del arte apol�neo comparte �ste el placer pleno por la apariencia y por la visi�n, y a la vez niega ese placer y tiene una satisfacci�n a�n m�s alta en la aniquilaci�n del mundo de la apariencia visible. El contenido del mito tr�gico es, en primer t�rmino, un acontecimiento �pico, con la glorificaci�n del h�roe luchador: mas, �de d�nde procede aquella tendencia, en s� enigm�tica, a que el sufrimiento que hay en el destino del h�roe, las superaciones m�s dolorosas, las ant�tesis m�s torturantes de los motivos, en suma, la ejemplificaci�n de aquella sabidur�a de Sileno, o, expresado en t�rminos est�ticos, lo feo y disarm�nico sean representados una y otra vez de nuevo, en formas tan innumerables, con tal predilecci�n, y cabalmente en la edad m�s pujante y juvenil de un pueblo, si justo en todas esas cosas no se percibe un placer superior?

Pues el hecho de que en la vida los acontecimientos se desarrollen de una manera tan tr�gica es lo que menos explicar�a la g�nesis de una forma art�stica; ya que el arte no es s�lo una imitaci�n de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metaf�sico de la misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que pertenece al arte, el mito tr�gico participa tambi�n plenamente de ese prop�sito metaf�sico de transfiguraci�n, propio del arte en cuanto tal: �qu� es lo que el mito tr�gico transfigura, sin embargo, cuando presenta el mundo aparencial bajo la imagen del h�roe que sufre? Lo que menos, la �realidad� de ese mundo aparencial, pues nos dice precisamente: ��Mirad! �Mirad bien! ��sta es vuestra vida! ��sta es la aguja del reloj de vuestra existencia! �.

�Y el mito mostraba esta vida para transfigurarla de ese modo ante nosotros? Pero si no es as�, �en qu� est� entonces el placer est�tico con que hacemos desfilar ante nosotros tambi�n aquellas im�genes? Yo pregunto por el placer est�tico, y s� muy bien que muchas de esas im�genes pueden producir adem�s, en ocasiones, un deleite moral, por ejemplo en forma de compasi�n o de triunfo moral. Mas quien el efecto de lo tr�gico quisiera derivarlo �nicamente de esas fuentes morales, como sol�a hacerse en la est�tica no hace mucho tiempo, no crea que con eso ha hecho algo por el arte: el cual, en su campo, tiene que exigir ante todo pureza. Para aclarar el mito tr�gico la primera exigencia es cabalmente la de buscar el placer peculiar de �l en la esfera est�tica pura, sin invadir el terreno de la compasi�n, del miedo, de lo moralmente sublime. �C�mo lo feo y lo disarm�nico, que son el contenido del mito tr�gico, pueden suscitar un placer est�tico?

Aqu� se hace necesario elevarse, con una audaz arremetida, hasta una metaf�sica del arte, al repetir yo mi anterior tesis de que s�lo como fen�meno est�tico aparecen justificados la existencia y el mundo: en ese sentido, es justo el mito tr�gico el que ha de convencernos de que incluso lo feo y disarm�nico son un juego art�stico que la voluntad juega consigo misma, en la eterna plenitud de su placer. Este fen�meno primordial del arte dionis�aco, dif�cil de aprehender, no se vuelve comprensible m�s que por un camino directo, y es aprehendido inmediatamente en el significado milagroso de la disonancia musical: de igual modo que en general es s�lo la m�sica, adosada al mundo, la que puede dar un concepto de qu� es lo que se ha de entender por justificaci�n del mundo como fen�meno est�tico. El placer que el mito tr�gico produce tiene id�ntica patria que la sensaci�n placentera de la disonancia en la m�sica. Lo dionis�aco, con su placer primordial percibido incluso en el dolor, es la matriz com�n de la m�sica y del mito tr�gico.

�No se habr� facilitado esencialmente entre tanto ese dif�cil problema del efecto tr�gico, por el hecho de haber recurrido nosotros a la ayuda de la relaci�n musical de la disonancia? Pues ahora comprendemos qu� quiere decir el que en la tragedia nosotros queramos mirar y a la vez deseemos ir m�s all� del mirar: en lo que respecta a la disonancia empleada art�sticamente, habr�amos de caracterizar ese estado diciendo que nosotros queremos o�r y a la vez deseamos ir m�s all� del o�r. Ese aspirar a lo infinito, el aletazo del anhelo dentro del m�ximo placer por la realidad claramente percibida, nos recuerdan que en ambos estados hemos de reconocer un fen�meno dionis�aco, el cual vuelve una y otra vez a revelarnos, como efluvio de un placer primordial, la construcci�n y destrucci�n por juego del mundo individual, de modo parecido a como la fuerza formadora del mundo es comparada por Her�clito el Oscuro a un ni�o que, jugando, coloca piedras ac� y all� y construye montones de arena y luego los derriba.

As�, pues, para apreciar correctamente la aptitud dionis�aca de un pueblo tendremos que pensar no s�lo en la m�sica del pueblo, sino, con igual necesidad, en el mito tr�gico de ese pueblo como segundo testigo de aquella aptitud. Pues, dado el estrech�simo parentesco existente entre la m�sica y el mito, cabe suponer asimismo que con la degeneraci�n y depravaci�n del uno ir� unida la atrofia del otro: si bien, por otro lado, en el debilitamiento del mito se expresa un decaimiento de la facultad dionis�aca. Acerca de ambas cosas, una mirada al desarrollo del ser alem�n no nos dejar�a ninguna duda: tanto en la �pera como en el car�cter abstracto de nuestra existencia sin mitos, tanto en un arte deca�do a mero deleite como en una vida guiada por el concepto, se nos hab�a desvelado aquella naturaleza del optimismo socr�tico, tan ajena al arte como corrosiva de la vida. Mas, para nuestro consuelo, hab�a indicios de que, pese a todo, el esp�ritu alem�n, cuya salud espl�ndida, cuya profundidad y cuya fuerza dionis�aca no estaban destruidas, descansaba y so�aba en un abismo inaccesible, como un caballero que se ha echado a dormir: desde ese abismo se eleva hasta nosotros la canci�n dionis�aca, para darnos a entender que tambi�n ahora ese caballero alem�n contin�a so�ando su ancestral mito dionis�aco, en visiones bienaventuradas y serias. Que nadie crea que el esp�ritu alem�n ha perdido para siempre su patria m�tica, puesto que contin�a comprendiendo con tanta claridad las voces de los p�jaros que hablan de aquella patria. Un d�a ese esp�ritu se encontrar� despierto, con toda la frescura matinal de un enorme sue�o: entonces matar� al drag�n, aniquilar� a los p�rfidos enanos y despertar� a Brunilda - �y ni siquiera la lanza de Wotan podr� obstaculizar su camino!

Amigos m�os, vosotros que cre�is en la m�sica dionis�aca sab�is tambi�n qu� es lo que la tragedia significa para nosotros. En ella tenemos, renacido de la m�sica, el mito tr�gico - �y en �ste os es l�cito esperar todo y olvidar lo m�s doloroso! Pero lo m�s doloroso para todos nosotros es - la prolongada indignidad en que ha vivido el genio alem�n, extra�ado de su casa y de su patria, al servicio de p�rfidos enanos. Vosotros comprend�is esta palabra - de igual modo que, al final, comprender�is tambi�n mis esperanzas.

Friedrich Nietzsche

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