El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Quien quiera examinarse a s� mismo con todo rigor para saber hasta qu�
punto es �l afin al verdadero oyente est�tico, o si pertenece a la
comunidad de los hombres socr�tico-cr�ticos, lim�tese a preguntarse
sinceramente cu�l es el sentimiento con que �l acoge el milagro
representado en el escenario: si acaso siente ofendido su sentido
hist�rico, el cual est� orientado hacia la causalidad psicol�gica
rigurosa, o si con una ben�vola concesi�n, por as� decirlo, admite el
milagro como un fen�meno comprensible para la infancia, pero que a �l se
le ha vuelto extra�o, o si experimenta alguna otra cosa. Ateni�ndose a
esto podr� medir, en efecto, hasta qu� punto est� �l capacitado para
comprender el mito, imagen compendiada del mundo, y
que, en cuanto abreviatura de la apariencia, no puede prescindir del
milagro. Pero lo probable es que en un examen riguroso casi todos nos
sintamos tan disgregados por el esp�ritu hist�rico-cr�tico de nuestra
cultura, que la existencia en otro tiempo del mito nos la hagamos cre�ble
s�lo por v�a docta, mediante abstracciones mediadoras. Mas toda cultura,
si le falta el mito, pierde su fuerza natural sana y creadora: s�lo un
horizonte rodeado de mitos otorga cerramiento y unidad a un movimiento
cultural entero. S�lo por el mito quedan salvadas todas las fuerzas de la
fantas�a y del sue�o apol�neo de su andar vagando al azar. Las im�genes
del mito tienen que ser los guardianes dem�nicos, presentes en todas
partes sin ser notados, bajo cuya custodia crece el alma joven, y con
cuyos signos se da el var�n a s� mismo una interpretaci�n de su vida y de
sus luchas: y ni siquiera el Estado conoce leyes no escritas m�s poderosas
que el fundamento m�tico, el cual garantiza su conexi�n con la religi�n,
su crecer a partir de representaciones m�ticas.
Confr�ntese ahora con esto el hombre abstracto, no guiado por mitos, la
educaci�n abstracta, las costumbres abstractas, el derecho abstracto, el
Estado abstracto: recu�rdese la divagaci�n carente de toda regla, no
refrenada por ning�n mito patrio, de la fantas�a art�stica: imag�nese una
cultura que no tenga una sede primordial fija y sagrada, sino que est�
condenada a agotar todas las posibilidades y a nutrirse mezquinamente de
todas las culturas - eso es el presente, como resultado de aquel
socratismo dirigido a la aniquilaci�n del mito. Y ahora el hombre
no-m�tico est�, eternamente hambriento, entre todos los pasados, y
excavando y revolviendo busca ra�ces, aun cuando tenga que buscarlas
excavando en las m�s remotas Antig�edades. El enorme apetito hist�rico de
la insatisfecha cultura moderna, de coleccionar a nuestro alrededor
innumerables culturas distintas, el voraz deseo de conocer, �a qu� apunta
todo esto sino a la p�rdida del mito, a la p�rdida de la patria m�tica,
del seno materno m�tico? Preg�ntese si la febril y tan desazonante
agitaci�n de esta cultura es otra cosa que el �vido alargar la mano y
andar buscando alimentos propios del hambriento - �y qui�n podr�a dar
todav�a algo a tal cultura, que no puede saciarse con todo aquello que
engulle, y a cuyo contacto el alimento m�s vigoroso, m�s saludable, suele
transformarse en �historia y cr�tica�?
Con dolor habr�a que desesperar tambi�n de nuestro ser alem�n si �ste
estuviese ya indisolublemente ligado, m�s a�n, unificado con su cultura de
igual manera que podemos observar que lo est�, para nuestro espanto, en la
civilizada Francia; y lo que durante largo tiempo fue la gran ventaja de
Francia y la causa de su enorme preponderancia, justo aquella unidad de
pueblo y cultura, acaso nos obligar�a, ante este panorama, a alabar la
fortuna de que esta cultura nuestra tan problem�tica no haya tenido hasta
ahora nada en com�n con el noble n�cleo de nuestro car�cter popular. Todas
nuestras esperanzas tienden llenas de anhelo, antes bien, a percibir que,
bajo esta vida y este espasmo culturales que se mueven inquietos y
convulsos hacia arriba y hacia abajo, yace oculta una fuerza ancestral
magn�fica, �ntimamente sana, la cual, es cierto, s�lo en momentos
excepcionales se revuelve con violencia, y luego vuelve a seguir so�ando
en espera de un futuro despertar. De ese abismo surgi� la Reforma alemana:
en su coral reson� por vez primera la melod�a del futuro de la m�sica
alemana. Tan profundo, animoso e inspirado, tan desbordadamente bueno y
delicado reson� ese coral de Lutero, como si fuera el primer reclamo
dionis�aco que, en la cercan�a de la primavera, brota de una intrincada
maleza. A �l le dio respuesta, en un eco de emulaci�n, aquel cortejo
festivo, solemnemente altanero, de entusiastas dionis�acos a los que
debemos la m�sica alemana - �y a los que deberemos el renacimiento
del mito alem�n!
Yo s� que al amigo que me sigue con simpat�a tengo que conducirlo ahora a
una altiplanicie de consideraciones solitarias en donde tendr� pocos
compa�eros, y para darle �nimos le grito que hemos de atenernos a nuestros
luminosos gu�as, los griegos. De ellos hemos venido tomando en pr�stamo
hasta ahora, para purificar nuestro conocimiento est�tico, aquellas dos
im�genes de dioses, cada una de las cuales rige de por s� un reino
art�stico separado, y acerca de cuyo contacto e intensificaci�n mutuos
hemos llegado a tener un presentimiento gracias a la tragedia griega. El
ocaso de �sta tuvo que parecernos provocado por el notable hecho de que
esos dos instintos art�sticos primordiales se disociaran: con ese suceso
concordaban una degeneraci�n y una transformaci�n del car�cter del pueblo
griego, invit�ndonos a una seria reflexi�n acerca de cu�n necesaria y
estrechamente se hallan ligados en sus fundamentos el arte y el pueblo, el
mito y la costumbre, la tragedia y el Estado. Aquel ocaso de la tragedia
fue a la vez el ocaso del mito. Hasta entonces los griegos hab�an estado
involuntariamente constre�idos a enlazar en seguida con sus mitos todas
sus vivencias, m�s a�n, a comprender �stas �nicamente mediante ese enlace:
con lo cual tambi�n el presente m�s inmediato ten�a que aparec�rseles en
seguida sub specie aeterni y, en cierto sentido, como
intemporal. En esta corriente de lo intemporal sumerg�anse tanto el Estado
como el arte, para encontrar en ella descanso de la pesadumbre y de la
avidez del instante. Y el valor de un pueblo - como, por lo dem�s, tambi�n
el de un hombre - se mide precisamente por su mayor o menor capacidad de
imprimir a sus vivencias el sello de lo eterno: pues, por decirlo as�, con
esto queda desmundanizado y muestra su convicci�n inconsciente e �ntima de
la relatividad del tiempo y del significado verdadero, esto es, metafisico
de la vida. Lo contrario de esto acontece cuando un pueblo comienza a
concebirse a s� mismo de un modo hist�rico y a derribar a su alrededor los
baluartes m�ticos: con lo cual van unidas de ordinario una mundanizaci�n
decidida, una ruptura con la metaf�sica inconsciente de su existencia
anterior, en todas las consecuencias �ticas. El arte griego y, en
especial, la tragedia griega retardaron sobre todo la aniquilaci�n del
mito: era preciso aniquilarlos tambi�n a ellos para poder, desligados del
suelo patrio, vivir desenfrenadamente en el desierto del pensamiento, de
la costumbre y de la acci�n. Incluso ahora aquel instinto metaf�sico sigue
intentando crearse una forma, bien que debilitada, de transfiguraci�n en
un socratismo de la ciencia que apremia a vivir: pero en los niveles
inferiores ese mismo instinto ha llevado tan s�lo a una b�squeda febril,
extraviada poco a poco en un pandemonio de mitos y supersticiones
acumulados de todas partes: en el centro de ese pandemonio, sin embargo,
se asent� el heleno con un coraz�n insatisfecho, hasta que como
graeculus supo disimular aquella fiebre con jovialidad griega y
con ligereza griega, o aturdirse del todo en cualquier l�brega
superstici�n oriental.
Desde la resurrecci�n de la Antig�edad romano-alejandrina en el siglo XV,
tras un prolongado entreacto dif�cil de describir, nosotros nos hemos
aproximado de la manera m�s llamativa a ese estado. En las cumbres, la
misma abundant�sima ansia de saber, la misma insaciada felicidad de
encontrar, esa mundanizaci�n enorme, y junto a ello un ap�trida andar
vagando, un �vido agolparse a las mesas extranjeras, un fr�volo
endiosamiento del presente, o un apartamiento obtuso y aturdido, todo
sub specie saeculi, del �tiempo de ahora� [Jetztzeit]:
s�ntomas id�nticos que permiten adivinar en el coraz�n de esa cultura un
fallo id�ntico, la aniquilaci�n del mito. Parece que apenas es posible
transplantar con �xito durable un mito extranjero sin producir con ese
transplante un da�o incurable al �rbol: el cual acaso alguna vez sea lo
bastante fuerte y sano como para volver a expeler con una lucha terrible
ese elemento extranjero, pero de ordinario tiene que consumirse, unas
veces enclenque y atrofiado, otras en una proliferaci�n espasm�dica.
Nosotros tenemos en tanto el n�cleo puro y vigoroso del ser alem�n, que
precisamente de �l nos atrevemos a aguardar aquella expulsi�n de elementos
extranjeros injertados a la fuerza, y consideramos posible que el esp�ritu
alem�n reflexione de nuevo sobre s� mismo. Acaso m�s de uno opinar� que
ese esp�ritu tiene que comenzar su lucha con la expulsi�n del elemento
latino: y reconocer� una preparaci�n y un est�mulo externos para ello en
la triunfadora valent�a y en la sangrienta aureola de la �ltima guerra
pero la necesidad �ntima tiene que buscarla en la emulaci�n de ser siempre
dignos de nuestros sublimes paladines en esta v�a, dignos tanto de Lutero
como de nuestros grandes artistas y poetas. �Pero que no crea nunca que
puede entablar semejantes luchas sin sus dioses dom�sticos, sin su patria
m�tica, sin una �restauraci�n� de todas las cosas alemanas! Y si el alem�n
mirase vacilante a su alrededor en busca de un gu�a que de nuevo lo
conduzca a la patria hace tanto tiempo perdida, cuyos caminos y sendas �l
apenas conoce ya - que escuche la llamada deliciosamente atrayente del
p�jaro dionis�aco, el cual se balancea por encima de �l y quiere se�alarle
el camino hacia aqu�lla.
Friedrich Nietzsche
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