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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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Volviendo de estos tonos exhortatorios al estado de �nimo que conviene al hombre contemplativo, repito que s�lo de los griegos se puede aprender qu� es lo que semejante despertar milagroso y s�bito de la tragedia ha de significar para el fondo vital m�s �ntimo de un pueblo. El pueblo de los Misterios tr�gicos es el que libra las batallas contra los persas: y, a su vez, el pueblo que ha mantenido esas guerras necesita la tragedia como bebida curativa necesaria. �Qui�n iba a suponer que cabalmente en ese pueblo habr�a todav�a una efusi�n tan equilibrada y vigorosa del sentimiento pol�tico m�s simple, de los instintos naturales de la patria, del esp�ritu guerrero originario y varonil, despu�s de que a lo largo de varias generaciones hab�a sido agitado hasta lo m�s �ntimo por las fort�simas convulsiones del dem�n dionis�aco? Pues as� como cuando hay una propagaci�n importante de excitaciones dionis�acas se puede siempre advertir que la liberaci�n dionis�aca de las cadenas del individuo se manifiesta ante todo en un menoscabo, que llega hasta la indiferencia, m�s a�n, hasta la hostilidad, de los instintos pol�ticos, igualmente es cierto, por otro lado, que el Apolo formador de estados es tambi�n el genio del principium individuationis, y que ni el Estado ni el sentimiento de la patria pueden vivir sin afirmaci�n de la personalidad individual. Para salir del orgiasmo no hay, para un pueblo, m�s que un �nico camino, el camino que lleva al budismo indio, el cual, para ser soportado en su anhelo de hundirse en la nada, necesita de esos raros estados ext�ticos que alzan las cosas por encima del espacio, del tiempo y del individuo: de igual manera que esos estados exigen, a su vez, una filosof�a que ense�e a superar con una representaci�n el displacer indescriptible de los estados intermedios. De manera igualmente necesaria, un pueblo, a partir de una vigencia incondicional de los instintos pol�ticos, cae en una v�a de mundanizaci�n extrema, cuya expresi�n m�s grandiosa, pero tambi�n m�s horrorosa, es el imperium romano.

Situados entre India y Roma, y empujados a una elecci�n tentadora, los griegos consiguieron inventar con cl�sica pureza una tercera forma, de la cual no usaron, ciertamente, largo tiempo, pero que, justo por ello, est� destinada a la inmortalidad. Pues que los predilectos de los dioses mueren pronto eso es algo que se cumple en todas las cosas, pero asimismo es cierto que luego viven eternamente con los dioses. No se exija, pues, de las cosas m�s nobles que posean la firme resistencia del cuero; la recia duraci�n, tal como fue propia, por ejemplo, del instinto nacional romano, no forma parte, veros�milmente, de los predicados necesarios de la perfecci�n. Mas si preguntamos cu�l fue la medicina que permiti� a los griegos, en su gran �poca, pese al extraordinario vigor de sus instintos dionis�acos y pol�ticos, no quedar agotados ni por un ensimismamiento ext�tico ni por una voraz ambici�n de poder y de honor universales, sino alcanzar aquella mezcla magn�fica que tiene un vino generoso, el cual calienta y a la vez suscita un estado de �nimo contemplativo, tenemos que acordarnos del poder enorme de la tragedia, poder que excita, purifica y descarga la vida entera del pueblo; su valor supremo lo presentiremos tan s�lo si, cual ocurr�a entre los griegos, ese poder se nos presenta como el compendio de todas las fuerzas curativas profil�cticas, como el mediador soberano entre las cualidades m�s fuertes y de suyo m�s fatales del pueblo.

La tragedia absorbe en s� el orgiasmo musical m�s alto, de modo que es ella la que, tanto entre los griegos como entre nosotros, lleva derechamente la m�sica a su perfecci�n, pero luego sit�a junto a ella el mito tr�gico y el h�roe tr�gico, el cual entonces, semejante a un tit�n poderoso, toma sobre sus espaldas el mundo dionis�aco entero y nos descarga a nosotros de �l: mientras que, por otro lado, gracias a ese mismo mito tr�gico sabe la tragedia redimirnos, en la persona del h�roe tr�gico, del �vido impulso hacia esa existencia, y con mano amonestadora nos recuerda otro ser y otro placer superior, para el cual el h�roe combatiente, lleno de presentimientos, se prepara con su derrota, no con sus victorias. Entre la vigencia universal de su m�sica y el oyente dionis�acamente receptivo la tragedia interpone un s�mbolo sublime, el mito, y despierta en aqu�l la apariencia de que la m�sica es s�lo un medio supremo de exposici�n, destinado a dar vida al mundo pl�stico del mito. Confiando en ese noble enga�o, le es l�cito ahora a la tragedia mover sus miembros en el baile ditir�mbico y entregarse sin reservas a un orgi�stico sentimiento de libertad, en el cual a ella, en cuanto m�sica en s�, no le estar�a permitido, sin aquel enga�o, regalarse. El mito nos protege de la m�sica, de igual manera que es �l el que por otra parte otorga a �sta la libertad suprema. A cambio de esto la m�sica presta al mito, para corresponder a su regalo, una significatividad metaf�sica tan insistente y persuasiva, cual no podr�an alcanzarla jam�s, sin aquella ayuda �nica, la palabra y la imagen; y, en especial, gracias a ella recibe el espectador tr�gico cabalmente aquel seguro presentimiento de un placer supremo, al que conduce el camino que pasa por el ocaso y la negaci�n, de tal modo que le parece o�r que el abismo mas �ntimo de las cosas le habla perceptiblemente a �l.

Si con las �ltimas frases no he sido capaz tal vez de dar a esta dif�cil noci�n m�s que una expresi�n provisional, que pocos comprender�n en seguida, no desistir�, precisamente en este lugar, de incitar a mis amigos a que hagan un nuevo intento, ni de rogarles que con un �nico ejemplo de nuestra experiencia com�n se preparen al conocimiento de la tesis general. En este ejemplo no me referir� a quienes utilizan las im�genes de los sucesos esc�nicos, las palabras y afectos de los personajes que act�an, para aproximarse con esa ayuda al sentimiento musical; pues ninguno de �stos habla la m�sica como lengua materna, y tampoco llegan, pese a esa ayuda, m�s que hasta los p�rticos de la percepci�n musical, sin que jam�s les sea l�cito rozar sus santuarios m�s �ntimos; muchos de ellos, como Gervinus, no llegan por ese camino ni siquiera hasta los p�rticos. He de dirigirme tan s�lo, por el contrario, a quienes est�n emparentados directamente con la m�sica, a aquellos que, por decirlo as�, tienen en ella su seno materno y se relacionan con las cosas �nicamente a trav�s de relaciones musicales inconscientes. A esos m�sicos genuinos es a quienes yo dirijo la pregunta de si pueden imaginarse un hombre que sea capaz de escuchar el tercer acto de Trist�n e Isolda sin ninguna ayuda de palabra e imagen, puramente como un enorme movimiento sinf�nico, y que no expire, desplegando espasm�dicamente todas las alas del alma. Un hombre que, por as� decirlo, haya aplicado, como aqu� ocurre, el o�do al ventr�culo card�aco de la voluntad universal, que sienta c�mo el furioso deseo de existir se efunde a partir de aqu�, en todas las venas del mundo, cual una corriente estruendosa o cual un delicad�simo arroyo pulverizado, �no quedar� destrozado bruscamente? Protegido por la miserable envoltura de cristal del individuo humano, deber�a soportar el percibir el eco de innumerables gritos de placer y dolor que llegan del �vasto espacio de la noche de los mundos�, sin acogerse inconteniblemente, en esta danza pastoral de la metaf�sica, a su patria primordial. Pero si semejante obra puede ser escuchada como un todo sin negarla existencia individual, si semejante creaci�n ha podido ser creada sin triturar a su creador - �d�nde obtendremos la soluci�n de tal contradicci�n?.

Entre nuestra excitaci�n musical suprema y aquella m�sica se interponen aqu� el mito tr�gico y el h�roe tr�gico, los cuales no son en el fondo m�s que un s�mbolo de hechos universal�simos, acerca de los cuales s�lo la m�sica puede hablar por v�a directa. Mas en cuanto es un s�mbolo, si nuestra manera de sentir fuese la de seres puramente dionis�acos, entonces el mito permanecer�a a nuestro lado completamente inatendido e ineficaz, y ni por un instante nos apartar�a de tender nuestro o�do hacia el eco de los universalia ante rem. La fuerza apol�nea, sin embargo, dirigida al restablecimiento del casi triturado individuo, irrumpe aqu� con el b�lsamo saludable de un enga�o delicioso: de repente creemos estar viendo nada m�s que a Trist�n, que inm�vil y con voz sofocada se pregunta: �la vieja melod�a, �por qu� me despierta?�. Y lo que antes nos parec�a un gemido hueco brotado del centro del ser, ahora quiere decirnos tan s�lo cu�n �desierto y vac�o est� el mar�. Y cuando imagin�bamos extinguirnos sin aliento, en un espasm�dico estirarse de todos los sentimientos, y s�lo una peque�a cosa nos ligaba a esta existencia, ahora o�mos y vemos tan s�lo al h�roe herido de muerte, que, sin embargo, no muere, y que desesperadamente grita: ��Anhelar! �Anhelar! �Anhelar, al morir, no morir de anhelo!�. Y si antes el j�bilo del cuerno, tras tal desmesura y tal exceso de voraces tormentos, nos parti� el coraz�n, casi como el m�s grande de los tormentos, ahora entre nosotros y ese �j�bilo en s�� est� Kurwenal, el cual grita de alegr�a mirando hacia el barco que trae a Isolda. Por muy violentamente que la compasi�n nos invada, en cierto sentido es ella, sin embargo, la que nos salva del sufrimiento primordial del mundo, de igual modo que es la imagen simb�lica del mito la que nos salva de la intuici�n inmediata de la Idea suprema del mundo, y son el pensamiento y la palabra los que nos salvan de la efusi�n no refrenada de la voluntad inconsciente. Gracias a este magn�fico enga�o apol�neo par�cenos que incluso el reino mismo de los sonidos sale a nuestro encuentro como un mundo pl�stico, que tambi�n en este mundo ha sido modelado y acu�ado pl�sticamente, como en la m�s delicada y expresiva de las materias, s�lo el destino de Trist�n e Isolda.

De este modo lo apol�neo nos arranca de la universalidad dionis�aca y nos hace extasiarnos con los individuos; a ellos encadena nuestro movimiento de compasi�n, mediante ellos calma el sentimiento de belleza, que anhela formas grandes y sublimes; hace desfilar ante nosotros im�genes de vida y nos incita a captar con el pensamiento el n�cleo vital en ellas contenido. Con la energ�a enorme de la imagen, del concepto, de la doctrina �tica, de la excitaci�n simp�tica, lo apol�neo arrastra al hombre fuera de su autoaniquilaci�n orgi�stica y, pasando enga�osamente por alto la universalidad del suceso dionis�aco, le lleva a la ilusi�n de que �l ve una sola imagen del mundo, por ejemplo Trist�n e Isolda, y que, mediante la m�sica, tan s�lo la ver� mejor y m�s �ntimamente. �Qu� no lograr� la magia terap�utica de Apolo, si incluso en nosotros puede suscitar el enga�o de que realmente lo dionis�aco, puesto al servicio de lo apol�neo, es capaz de intensificar los efectos de �ste, m�s a�n, de que la m�sica es incluso en su esencia el arte de representar un contenido apol�neo?

Con esa armon�a preestablecida que impera entre el drama perfecto y su m�sica el drama alcanza un grado supremo de visualidad, inaccesible, por lo dem�s, al drama hablado. De igual modo que todas las figuras vivientes de la escena se simplifican ante nosotros en las l�neas mel�dicas que se mueven independientemente, hasta alcanzar la claridad de la l�nea ondulada, as� la combinaci�n de esas l�neas resuena para nosotros en el cambio arm�nico, que simpatiza de la manera m�s delicada con el suceso que se mueve: gracias a ese cambio las relaciones de las cosas se nos vuelven inmediatamente perceptibles, perceptibles de una manera sensible, no abstracta en absoluto, de igual forma que tambi�n gracias a ese cambio nos damos cuenta de que s�lo en esas relaciones se revela con pureza la esencia de un car�cter y de una l�nea mel�dica. Y mientras la m�sica nos constri�e de ese modo a ver m�s, y de un modo m�s �ntimo que de ordinario, y a desplegar ante nosotros como una delicada tela de ara�a el suceso de la escena, para nuestro ojo espiritualizado, que penetra con su mirada en lo �ntimo, el mundo de la escena se ha ampliado de un modo infinito y asimismo se encuentra iluminado desde dentro. �Qu� cosa an�loga podr�a ofrecer el poeta de las palabras, que se esfuerza por alcanzar aquella ampliaci�n interior del mundo visible de la escena y su iluminaci�n interna con un mecanismo mucho m�s imperfecto, por un camino indirecto, a partir de la palabra y del concepto? Y si es cierto que tambi�n la tragedia musical agrega la palabra, ella puede mostrar juntos a la vez el substrato y el lugar de nacimiento de la palabra y esclarecernos desde dentro el devenir de �sta.

Pero de este suceso descrito se podr�a decir con igual decisi�n que es s�lo una apariencia magn�fica, a saber, aquel enga�o apol�neo mencionado antes, gracias a cuyo efecto debemos quedar nosotros descargados del embate y la desmesura dionis�acos. En el fondo, la relaci�n de la m�sica con el drama es cabalmente la inversa: la m�sica es la aut�ntica Idea del mundo, el drama es tan s�lo un reflejo de esa Idea, una aislada sombra de la misma. Aquella identidad entre la l�nea mel�dica y la figura viviente, entre la armon�a y las relaciones de car�cter de aquella figura, es verdadera en un sentido opuesto al que podr�a parecernos al contemplar la tragedia musical. Aun cuando movamos la figura de la manera m�s visible y la vivifiquemos e iluminemos desde dentro, �sta continuar� siendo siempre tan s�lo la apariencia, desde la cual no hay ning�n puente que conduzca a la realidad verdadera, al coraz�n del mundo. Pero es desde este coraz�n desde el que la m�sica habla; y aunque innumerables apariencias de esa especie desfilasen al son de la misma m�sica, no agotar�an nunca la esencia de �sta, sino que ser�an siempre tan s�lo sus reflejos exteriorizados. Con la ant�tesis popular, y del todo falsa, de alma y cuerpo no se puede aclarar nada, desde luego, en la dif�cil relaci�n entre m�sica y drama, y se puede embrollar todo; pero, qui�n sabe por qu� razones, justo entre nuestros est�ticos la groser�a afilos�fica de esa ant�tesis parece haberse convertido en un art�culo de fe profesado con gusto, mientras que nada han aprendido acerca de la ant�tesis entre apariencia y cosa en s�, o, por razones igualmente desconocidas, nada han querido aprender.

Si con nuestro an�lisis se hubiera llegado al resultado de que aquello que de apol�neo hay en la tragedia ha conseguido, gracias a su enga�o, una victoria completa sobre el elemento dionis�aco primordial de la m�sica, y que se ha aprovechado de �sta para sus prop�sitos, a saber, para un esclarecimiento m�ximo del drama, habr�a que a�adir, desde luego, una restricci�n muy importante: en el punto m�s esencial de todos aquel enga�o queda roto y aniquilado. El drama, que con la ayuda de la m�sica se despliega ante nosotros con una claridad, tan iluminada desde dentro, de todos los movimientos y figuras, como si nosotros estuvi�semos viendo surgir el tejido en el telar, subiendo y bajando - alcanza en cuanto totalidad un efecto que est� m�s all� de todos los efectos art�sticos apol�neos. En el efecto de conjunto de la tragedia lo dionis�aco recobra la preponderancia; la tragedia concluye con un acento que jam�s podr�a brotar del reino del arte apol�neo. Y con esto el enga�o apol�neo se muestra como lo que es, como el velo que mientras dura la tragedia recubre el aut�ntico efecto dionis�aco: el cual es tan poderoso, sin embargo, que al final empuja al drama apol�neo mismo hasta una esfera en que comienza a hablar con sabidur�a dionis�aca y en que se niega a s� mismo y su visibilidad apol�nea. La dif�cil relaci�n que entre lo apol�neo y lo dionis�aco se da en la tragedia se podr�a simbolizar realmente mediante una alianza fraternal de ambas divinidades: Dioniso habla el lenguaje de Apolo, pero al final Apolo habla el lenguaje de Dioniso: con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la tragedia y del arte en general.

Friedrich Nietzsche

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