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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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El contenido m�s �ntimo de esa cultura socr�tica no es posible calificarlo con mayor agudeza que denomin�ndola la cultura de la �pera: pues es en este campo donde la cultura ha hablado con particular ingenuidad acerca de su querer y conocer, llen�ndonos de asombro cuando comparamos la g�nesis de la �pera y el hecho del desarrollo de la misma con las eternas verdades de lo apol�neo y de lo dionis�aco. Recordar� en primer t�rmino la g�nesis del stilo rappresentativo y del recitado. �Es cre�ble que esta m�sica de �pera completamente volcada hacia lo exterior, incapaz de devoci�n, haya podido ser acogida y albergada con favor entusiasta, como si fuera, por as� decirlo, el renacimiento de toda verdadera m�sica, por una �poca de la que acababa de alzarse la m�sica inefablemente sublime y sagrada de Palestrina? Y, por otro lado, �qui�n har�a responsable del gusto por la �pera, que se difundi� con tanto �mpetu, �nicamente a la sensualidad, �vida de distracciones, de aquellos c�rculos florentinos y a la vanidad de sus cantantes dram�ticos? Que en la misma �poca, m�s a�n, en el mismo pueblo se despertase, junto al edificio abovedado de las armon�as de Palestrina, en cuya construcci�n hab�a trabajado toda la Edad Media cristiana, aquella pasi�n por un modo semimusical de hablar, es algo que yo s�lo consigo explic�rmelo por una tendencia extra-art�stica actuante en la esencia del recitado.

Al oyente deseoso de percibir con claridad la palabra bajo el canto se adapta el cantante hablando m�s que cantando, acentuando con este semicanto la expresi�n pat�tica de la palabra: mediante esta acentuaci�n del pathos el cantante facilita la comprensi�n de la palabra y supera aquella mitad de m�sica que todav�a queda. El aut�ntico peligro que ahora le amenaza es que alguna vez otorgue a destiempo preponderancia a la m�sica, con lo que el pathos del discurso y la claridad de la palabra tendr�an que perecer en seguida: mientras que, por otro lado, el cantante siente siempre el instinto de descargarse en la m�sica y de exhibir su voz de manera virtuosista. Aqu� acude en su ayuda el �poeta�, que sabe ofrecerle suficientes ocasiones para interjecciones l�ricas, para repeticiones de palabras y sentencias, etc.: en estos pasajes el cantante puede ahora descansar en el elemento puramente musical, sin atender a la palabra. Este alternarse de discurso afectivamente insistente, pero cantado s�lo a medias, y de interjecci�n cantada del todo, que est� en la esencia del stilo rappresentativo, este esfuerzo, que alterna con rapidez, por actuar unas veces sobre el concepto y sobre la representaci�n, y otras sobre el fondo musical del oyente, es algo tan completamente innatural y tan �ntimamente opuesto a los instintos art�sticos as� de lo dionis�aco como de lo apol�neo, que es preciso inferir un origen del recitado situado fuera de todos los instintos art�sticos. De acuerdo con esta descripci�n, hay que definir el recitado como una mezcolanza de declamaci�n �pica y de declamaci�n l�rica, mezcolanza que, desde luego, no es en modo alguno una mezcla �ntimamente estable, que en cosas tan completamente dispares no se pod�a obtener, sino una conglutinaci�n totalmente externa, de mosaico, algo de lo que no hay ning�n modelo ni en el campo de la naturaleza ni en el de la experiencia. Pero no fue �sa la opini�n de aquellos inventores del recitado: antes bien, ellos mismos, y con ellos su �poca, creyeron que con aquel stilo rappresentativo quedaba resuelto el misterio de la m�sica antigua, �nico por el cual se pod�a explicar el enorme efecto de un Orfeo, de un Anfi�n, m�s a�n, tambi�n de la tragedia griega. El nuevo estilo fue considerado como la resurrecci�n de la m�s eficaz de todas las m�sicas, la m�sica griega antigua: m�s a�n, dada la concepci�n general y completamente popular del mundo hom�rico como mundo primordial, �rale l�cito a la gente entregarse al sue�o de que ahora hab�a bajado de nuevo hasta los comienzos paradis�acos de la humanidad, en la que tambi�n la m�sica ten�a que haber pose�do necesariamente aquella pureza, poder e inocencia insuperados de que los poetas sab�an hablar tan conmovedoramente en sus comedias pastoriles. Penetramos aqu� con la mirada en el devenir m�s �ntimo de ese g�nero art�stico propiamente moderno, la �pera: una necesidad poderosa crea aqu� por la fuerza un arte, pero es una necesidad de �ndole no est�tica: la nostalgia del idilio, la creencia en una existencia ancestral del hombre art�stico y bueno. El recitado fue considerado como el redescubierto lenguaje de aquel primer hombre; la �pera, como el reencontrado pa�s de aquel ser id�lica o heroicamente bueno, que en todas sus acciones obedece a la vez a un instinto art�stico natural, que, en todo lo que ha de decir, canta al menos un poco, para cantar en seguida a plena voz, a la m�s ligera excitaci�n afectiva. A nosotros nos es ahora igual que con esta recreada imagen del artista paradis�aco los humanistas de entonces combatiesen la vieja idea eclesi�stica acerca del hombre corrompido y perdido de suyo: de tal modo que hubiera que entender la �pera como el dogma, opuesto a aqu�l, acerca del hombre bueno, dogma con el que se habr�a encontrado a la vez un medio de consuelo contra aquel pesimismo hacia el cual quienes m�s fuertemente atra�dos se sent�an, dada la horrenda inseguridad de todas las circunstancias, eran precisamente los esp�ritus serios de aquel tiempo. B�stenos con haber visto que la magia propiamente dicha y, con ello, la g�nesis de esta nueva forma de arte residen en la satisfacci�n de una necesidad totalmente no-est�tica, en la glorificaci�n optimista del ser humano en s�, en la concepci�n del hombre primitivo como hombre bueno y art�stico por naturaleza: ese principio de la �pera se ha transformado poco a poco en una exigencia amenazadora y espantosa, que, teniendo en cuenta los movimientos socialistas del presente, nosotros no podemos ya dejar de o�r. El �hombre bueno primitivo� quiere sus derechos: �qu� perspectivas paradis�acas! Voy a a�adir otra confirmaci�n igualmente clara de mi opini�n de que la �pera est� construida sobre los mismos principios que nuestra cultura alejandrina. La �pera es fruto del hombre te�rico, del lego cr�tico, no del artista: uno de los hechos m�s extra�os en la historia de todas las artes. Fue una exigencia de oyentes propiamente inmusicales la de que es necesario que se entienda sobre todo la palabra: de tal manera que, seg�n ellos, s�lo se pod�a aguardar una restituci�n del arte musical si se descubr�a un modo de cantar en el que la palabra del texto dominase sobre el contrapunto como el se�or domina sobre el siervo. Pues las palabras, se dec�a, superan en nobleza al sistema arm�nico que las acompa�a tanto como el alma supera en nobleza al cuerpo. Con la rudeza lega e inmusical de estas opiniones se trat� en los comienzos de la �pera la uni�n de m�sica, imagen y palabra; en el sentido de esta est�tica lleg�se tambi�n, en los aristocr�ticos c�rculos legos de Florencia, a los primeros experimentos por parte de los poetas y cantantes patrocinados en ellos. El hombre art�sticamente impotente crea para s� una especie de arte, cabalmente porque es el hombre no-art�stico de suyo. Como ese hombre no presiente la profundidad dionis�aca de la m�sica, transforma el goce musical en una ret�rica intelectual de palabras y sonidos de la pasi�n en stilo rappresentativo y en una voluptuosidad de las artes del canto; como no es capaz de contemplar ninguna visi�n, obliga al maquinista y al decorador a servirle; como no sabe captar la verdadera esencia del artista, hace que aparezca m�gicamente delante de �l, a su gusto, el �hombre art�stico primitivo�, es decir, el hombre que, cuando se apasiona, canta y dice versos. Se traslada en sue�os a una �poca en la que la pasi�n basta para producir cantos ypoemas: como si alguna vez el afecto hubiera sido capaz de crear algo art�stico. El presupuesto de la �pera es una creencia falsa acerca del proceso art�stico, a saber, la creencia id�lica de que propiamente todo hombre sensible es un artista. En el sentido de esa creencia, la �pera es la expresi�n de los legos en arte, que dictan sus leyes con el jovial optimismo propio del hombre te�rico.

Si dese�semos reunir en un concepto �nico las dos ideas reci�n descritas que intervienen en la g�nesis de la �pera, no nos quedar�a m�s que hablar de una tendencia id�lica de la �pera: en lo cual habr�amos de servirnos �nicamente del modo de expresarse y de la explicaci�n de Schiller. O bien, dice Schiller, la naturaleza y el ideal son objeto de duelo, cuando aqu�lla es representada como perdida y �ste como inalcanzado. O bien ambos son objeto de alegr�a, en cuanto son representados como reales. Lo primero produce la alegr�a en sentido estricto, lo segundo, el idilio en el sentido m�s amplio. Aqu� hemos de llamar en seguida la atenci�n sobre la caracter�stica com�n de esas dos ideas que est�n en la g�nesis de la �pera, caracter�stica consistente en que el ideal no es sentido en ellas como inalcanzado, ni la naturaleza como perdida. Seg�n ese modo de sentir, hubo una �poca primitiva del ser humano en la que �ste se hallaba junto al coraz�n de la naturaleza, y en esa naturalidad hab�a alcanzado a la vez, en una bondad y una vida art�stica paradis�acas, el ideal de la humanidad: de ese hombre primitivo perfecto descender�amos todos nosotros, m�s a�n, ser�amos todav�a su fiel trasunto: s�lo que tendr�amos que expulsar de nosotros algunas cosas para reconocernos otra vez como ese hombre primitivo, desprendi�ndonos voluntariamente de la erudici�n superflua, de la cultura excesiva. El hombre culto del Renacimiento se hac�a llevar de nuevo, por su imitaci�n oper�stica de la tragedia griega, a tal acorde de naturaleza e ideal, a una realidad id�lica, utilizaba esa tragedia como Dante utiliz� a Virgilio, para ser conducido hasta las puertas del para�so: mientras que, a partir de aqu�, �l sigue avanzando por s� mismo y pasa de una imitaci�n de la suprema forma griega de arte a un �restablecimiento de todas las cosas�, a una reproducci�n del mundo art�stico originario del ser humano. �Qu� confiada bondad de �nimo la de estas aspiraciones temerarias, en el seno de la cultura te�rica! - explicable �nicamente por la consoladora creencia de que �el hombre en s�� es el h�roe de �pera eternamente virtuoso, el pastor que eternamente toca la flauta o canta, y que tiene que acabar siempre reencontr�ndose a s� mismo como tal, en el caso de que alguna vez se haya perdido de verdad a s� mismo por alg�n tiempo, fruto �nicamente de aquel optimismo que se eleva cual una columna de perfume dulcemente seductora de la hondura de la consideraci�n socr�tica del mundo.

En los rasgos de la �pera no hay, pues, en modo alguno aquel dolor eleg�aco de una p�rdida eterna, sino, m�s bien, la jovialidad del eterno reencontrar, el c�modo placer por un mundo id�lico real, o que al menos podemos imaginar en todo momento como real: acaso alguna vez se presienta aqu� que esa presunta realidad no es m�s que un jugueteo fantasmag�rico y rid�culo, al que todo hombre capaz de confrontarlo con la terrible seriedad de la verdadera naturaleza y de compararlo con las aut�nticas escenas primitivas de los comienzos de la humanidad tendr�a que increpar con asco de este modo: �Fuera ese fantasma! Sin embargo, nos enga�ar�amos si crey�ramos que simplemente con un en�rgico grito se podr�a ahuyentar como a un espectro ese ser de broma que es la �pera. Quien quiera aniquilar la �pera tiene que emprender la lucha contra aquella jovialidad alejandrina que en ella habla con tanta ingenuidad acerca de su idea favorita, m�s a�n, cuya aut�ntica forma de arte es ella. Mas �qu� puede aguardarse para el arte mismo de la actuaci�n de una forma de arte cuyos or�genes no residen en modo alguno en el �mbito est�tico, y que m�s bien se ha infiltrado como un intruso en el �mbito art�stico, desde una esfera a medias moral, y s�lo ac� y all� ha podido enga�ar alguna vez acerca de esa g�nesis h�brida? �De qu� savias se alimenta ese ser parasitario que es la �pera, si no de las del verdadero arte? �No es presumible que, bajo sus seducciones id�licas, bajo sus artes lisonjeras alejandrinas, la tarea suprema y que hay que llamar verdaderamente seria del arte - el redimir al ojo de penetrar con su mirada en el horror de la noche y el salvar al sujeto, mediante el saludable b�lsamo de la apariencia, del espasmo de los movimientos de la voluntad - degenerar� en una tendencia vac�a y disipadora hacia la diversi�n? �Qu� se hace de las verdades eternas de lo dionis�aco y de lo apol�neo, con una mezcolanza de estilos como la que he mostrado que existe en la esencia del stilo rappresentativo?, �donde la m�sica es considerada como un siervo, la palabra del texto como un se�or, donde la m�sica es comparada con el cuerpo, la palabra del texto con el alma?, �donde en el mejor de los casos la meta suprema estar� dirigida hacia una pintura musical transcriptiva, de modo similar a como ocurri� en otro tiempo en el ditirambo �tico nuevo?, donde se ha despojado completamente a la m�sica de su verdadera dignidad, la de ser espejo dionis�aco del mundo, de tal manera que lo �nico que le queda es remedar, como esclava de la apariencia, la esencia formal de �sta, y producir un deleite externo con el juego de las l�neas y de las proporciones. Para una consideraci�n rigurosa, esa funesta influencia de la �pera sobre la m�sica coincide exactamente con el entero desarrollo de la m�sica moderna; el optimismo latente en la g�nesis de la �pera y en la esencia de la cultura representada por ella ha conseguido despojar a la m�sica, con una rapidez angustiante, de su destino universal dionis�aco e inculcarle un car�cter de diversi�n, de juego con las formas: con ese cambio s�lo ser�a l�cito comparar acaso la metamorfosis del hombre esquileo en el hombre jovial alejandrino.

Pero si, en la ejemplificaci�n sugerida con esto, hemos tenido raz�n en relacionar la desaparici�n del esp�ritu dionis�aco con una transformaci�n y degeneraci�n sumamente llamativas, pero todav�a no aclaradas, del hombre griego - �qu� esperanzas tienen que reanimarse en nosotros cuando los auspicios m�s seguros nos garantizan un proceso inverso, un despertargradual del esp�ritu dionis�aco en nuestro mundo actual! No es posible que la fuerza divina de Heracles se debilite eternamente en la voluptuosa servidumbre a �nfale. Del fondo dionis�aco del esp�ritu alem�n se ha alzado un poder que nada tiene en com�n con las condiciones primordiales de la cultura socr�tica y que no es explicable ni disculpable a base de ellas, antes bien es sentido por esa cultura como algo inexplicable y horrible, como algo hostil y prepotente, la m�sica alemana, cual hemos de entenderla sobre todo en su poderoso curso solar desde Bach a Beethoven, desde Beethoven a Wagner. �Qu� podr� hacer el socratismo de nuestros d�as, ansioso de conocimientos, con este dem�n surgido de profundidades inacabables? Ni partiendo de los encajes y arabescos de la melod�a oper�stica, ni con ayuda del tablero aritm�tico de la fuga y de la dial�ctica contrapunt�stica se encontrar� la f�rmula a cuya luz tres veces potente fuese posible sojuzgar a ese dem�n y forzarle a hablar. �Qu� espect�culo el de nuestros est�ticos cuando ahora intentan golpear y atrapar con la red de una �belleza� propia de ellos al genio de la m�sica que ante sus ojos se mueve con vida incomprensible, y hacen movimientos que no quieren ser juzgados ni con el criterio de la belleza eterna ni con el de lo sublime. Basta con ver una vez de cerca y en persona a estos protectores de la m�sica, cuando tan infatigablemente exclaman �belleza!, �belleza!, ya sea que al decirlo se comporten como los hijos predilectos de la naturaleza, mimados y formados en el seno de lo bello, ya sea que busquen, m�s bien, una forma que encubra mendazmente su propia rudeza, un pretexto est�tico para su propia frialdad, pobre en sentimientos: y aqu� pienso, por ejemplo, en Otto Jahn. Pero que el mentiroso y el hip�crita tengan cuidado con la m�sica alemana: pues precisamente ella es, en medio de toda nuestra cultura, el �nico esp�ritu de fuego limpio, puro y purificador, desde el cual y hacia el cual, como en la doctrina del gran Her�clito de �feso, se mueven en doble �rbita todas las cosas: todo lo que nosotros llamamos ahora cultura, formaci�n, civilizaci�n tendr� que comparecer alguna vez ante el infalible juez Dioniso.

Si luego recordamos c�mo Kant y Schopenhauer dieron al esp�ritu de la filosof�a alemana, brotada de id�nticas fuentes, la posibilidad de aniquilar el satisfecho placer de existir del socratismo cient�fico, al demostrar los l�mites de �ste, c�mo con esta demostraci�n se inici� un modo infinitamente m�s profundo y serio de considerar los problemas �ticos y el arte, modo que podemos calificar realmente de sabidur�a dionis�aca expresada en conceptos: �a qu� apunta ahora el misterio de esa unidad entre la m�sica alemana y la filosof�a alemana sino a una nueva forma de existencia, sobre cuyo contenido podemos informarnos �nicamente presinti�ndolo a base de analog�as hel�nicas? Pues para nosotros que estamos en la l�nea divisoria entre dos formas distintas de existencia, el modelo hel�nico conserva el inconmensurable valor de que en �l est�n acu�adas tambi�n, en una forma cl�sicamente instructiva, todas aquellas transiciones y luchas: s�lo que, por as� decirlo, nosotros revivimos anal�gicamente en orden inverso las grandes �pocas capitales del ser hel�nico y, por ejemplo, ahora parecemos retroceder desde la edad alejandrina hacia el per�odo de la tragedia. Aqu� alienta en nosotros el sentimiento de que el nacimiento de una edad tr�gica ha de significar para el esp�ritu alem�n �nicamente un retorno a s� mismo, un bienaventurado reencontrarse, despu�s de que, por largo tiempo, poderes enormes, infiltrados desde fuera, hab�an forzado a vivir esclavo de su forma al que vegetaba en una desamparada barbarie de la forma. Por fin ahora, tras su regreso a la fuente primordial de su ser, le es l�cito osar presentarse audaz y libre delante de todos los pueblos, sin los andadores de una civilizaci�n latina: con tal de que sepa aprender firmemente de un pueblo del que es l�cito decir que el poder aprender de �l constituye ya una alta gloria y una rareza que honra, de los griegos. Y de esos maestros supremos, �cu�ndo necesitar�amos nosotros m�s que ahora, que estamos asistiendo al renacimiento de la tragedia y corremos peligro de no saber de d�nde viene ella, de no poder explicarnos ad�nde quiere ir? 

Friedrich Nietzsche

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