El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Es un fen�meno eterno: mediante una ilusi�n extendida sobre las cosas la
�vida voluntad encuentra siempre un medio de retener a sus criaturas en la
vida y de forzarlas a seguir viviendo. A �ste lo encadena el placer
socr�tico del conocer y la ilusi�n de poder curar con �l la herida eterna
del existir, a aqu�l lo enreda el seductor velo de belleza del arte, que
se agita ante sus ojos, al de m�s all�, el consuelo metaf�sico de que,
bajo el torbellino de los fen�menos, contin�a fluyendo indestructible la
vida eterna: para no hablar de las ilusiones m�s vulgares y casi m�s
en�rgicas a�n, que la voluntad tiene preparadas en cada instante. Aquellos
tres grados de ilusi�n est�n reservados en general s�lo a las naturalezas
m�s noblemente dotadas, que sienten el peso y la gravedad de la existencia
en general con hondo displacer, y a las que es preciso librar
enga�osamente de ese displacer mediante estimulantes seleccionados. De
esos estimulantes se compone todo lo que nosotros llamamos cultura: seg�n
cu�l sea la proporci�n de las mezclas, tendremos una cultura
preponderantemente socr�tica, o art�stica,
o tr�gica; o si se nos quiere permitir unas
ejemplificaciones hist�ricas: hay, o bien una cultura alejandrina, o bien
una cultura hel�nica, o bien una cultura budista.
Todo nuestro mundo moderno est� preso en la red de la cultura alejandrina
y reconoce como ideal el hombre te�rico, el cual est�
equipado con las m�s altas fuerzas cognoscitivas y trabaja al servicio de
la ciencia, cuyo prototipo y primer antecesor es S�crates. Todos nuestros
medios educativos tienen puesta originariamente la vista en ese ideal,
toda otra existencia ha de afanarse esforzadamente por ponerse a su nivel,
como existencia permitida, no como existencia propuesta. En un sentido
casi horroroso, durante largo tiempo el hombre culto ha sido encontrado
aqu� �nicamente en la forma del hombre docto; incluso nuestras artes
po�ticas han tenido que evolucionar a partir de imitaciones doctas, y en
el efecto capital de la rima reconocemos todav�a la g�nesis de nuestra
forma po�tica a partir de experimentos artificiosos hechos con un lenguaje
no familiar, con un lenguaje propiamente docto. �Qu� incomprensible
tendr�a que parecerle a un griego aut�ntico Fausto,
el de suyo comprensible hombre culto moderno, el Fausto que se lanza
insatisfecho a trav�s de todas las facultades universitarias, entregado,
por af�n de saber, a la magia y al demonio, y al que basta poner junto a
S�crates con fines comparativos para darse cuenta de que el hombre moderno
comienza a presentir los l�mites de aquel placer socr�tico del
conocimiento y que, desde el vasto y desierto mar del saber, anhela una
costa. Cuando Goethe dice en una ocasi�n a Eckermann, a prop�sito de
Napole�n: �S�, amigo m�o, tambi�n existe una productividad de los actos�,
recuerda con ello, de manera encantadoramente ingenua, que para el hombre
moderno el hombre no te�rico es algo incre�ble y que produce estupor, de
tal modo que se precisa de nuevo de la sabidur�a de un Goethe para
encontrar comprensible, m�s a�n, perdonable, una forma de existencia tan
extra�a.
�Y ahora debemos no ocultarnos lo que se esconde en el seno de esa cultura
socr�tica! �Un optimismo que se imagina no tener barreras! �Ahora debemos
no asustarnos si los frutos de ese optimismo maduran, si la sociedad,
acedada hasta en sus capas m�s bajas por semejante cultura, se estremece
poco a poco bajo hervores y deseos exuberantes, si la creencia en la
felicidad terrenal de todos, si la creencia en la posibilidad de tal
cultura universal del saber se trueca poco a poco en la amenazadora
exigencia de semejante felicidad terrenal alejandrina, en el conjuro de un
deus ex machina euripideo! N�tese esto: la cultura
alejandrina necesita un estamento de esclavos para poder tener una
existencia duradera: pero, en su consideraci�n optimista de la existencia,
niega la necesidad de tal estamento, y por ello, cuando se ha gastado el
efecto de sus bellas palabras seductoras y tranquilizadoras acerca de la
�dignidad del ser humano� y de la �dignidad del trabajo�, se encamina poco
a poco hacia una aniquilaci�n horripilante. No hay nada m�s terrible que
un estamento b�rbaro de esclavos que haya aprendido a considerar su
existencia como una injusticia y que se disponga a tomar venganza no s�lo
para s�, sino para todas las generaciones. Frente a tales amenazadoras
tempestades, qui�n se atrever� a apelar con �nimo seguro a nuestras
p�lidas y fatigadas religiones, las cuales han degenerado en sus
fundamentos hasta convertirse en religiones doctas: de tal modo que el
mito, presupuesto necesario de toda religi�n, est� ya en todas partes
tullido, y hasta en este campo ha conseguido imponerse aquel esp�ritu
optimista del que acabamos de decir que es el germen de aniquilamiento de
nuestra sociedad.
Mientras el infortunio que dormita en el seno de la cultura te�rica
comienza a angustiar poco a poco al hombre moderno, y �ste, inquieto,
recurre, sac�ndolos del tesoro de sus experiencias, a ciertos medios para
desviar ese peligro, sin creer realmente �l mismo en esos medios; es
decir, mientras el hombre moderno comienza a presentir sus propias
consecuencias: ciertas naturalezas grandes, de inclinaciones universales,
han sabido utilizar con incre�ble sensatez el armamento de la ciencia
misma para mostrar los l�mites y el car�cter condicionado del conocer en
general y para negar con ello decididamente la pretensi�n de la ciencia de
poseer una validez universal y unas metas universales: en esta
demostraci�n ha sido reconocida por vez primera como tal aquella idea
ilusoria que, de la mano de la causalidad, se arroga la posibilidad de
escrutar la esencia m�s �ntima de las cosas. La valent�a y sabidur�a
enormes de Kant y de Schopenhauer
consiguieron la victoria m�s dificil, la victoria sobre el optimismo
que se esconde en la esencia de la l�gica, y que es, a su vez, el sustrato
de nuestra cultura. Si ese optimismo, apoyado en las aeternae
veritates para �l incuestionables, ha cre�do en la
posibilidad de conocer y escrutar todos los enigmas del mundo y ha tratado
el espacio, el tiempo y la causalidad como leyes totalmente
incondicionales de validez universal�sima, Kant revel� que propiamente
esas leyes serv�an tan s�lo para elevar la mera apariencia, obra de Maya,
a realidad �nica y suprema y para ponerla en lugar de la esencia m�s
�ntima y verdadera de las cosas, y para hacer as� imposible el verdadero
conocimiento acerca de esa esencia, es decir, seg�n una expresi�n de
Schopenhauer, para adormilar m�s firmemente a�n al so�ador (El mundo
como voluntad y representaci�n, I, p. 498). Con este
conocimiento se introduce una cultura qu� yo me atrevo a denominar
tr�gica: cuya caracter�stica m�s importante es que la ciencia queda
reemplazada, como meta suprema, por la sabidur�a, la cual, sin que las
seductoras desviaciones de las ciencias la enga�en, se vuelve con mirada
quieta hacia la imagen total del mundo e intenta aprehender en ella, con
un sentimiento simp�tico de amor, el sufrimiento eterno como sufrimiento
propio. Imagin�monos una generaci�n que crezca con esa intrepidez de la
mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme, imagin�monos el paso
audaz de estos matadores de dragones, la orgullosa temeridad con que
vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad de aquel optimismo,
para �vivir resueltamente� en lo entero y pleno: �acaso no ser�a necesario
que el hombre tr�gico de esa cultura, en su autoeducaci�n para la seriedad
y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo
metaf�sico, la tragedia, como la Helena a �l debida, y que exclamar con
Fausto:
�Y no debo yo, con la violencia m�s llena de anhelo,
traer a la vida esa figura �nica entre todas?
Pero despu�s de que la cultura tr�gica ha sido quebrantada desde dos lados
y no es ya capaz de sostener el cetro de su infalibilidad m�s que con
manos temblorosas, en primer lugar por el miedo a sus propias
consecuencias, que ella comienza poco a poco a presentir, y luego porque
ella misma no est� ya convencida, con la ingenua confianza anterior, de la
validez eterna de su fundamento: es un triste espect�culo el ver c�mo el
baile de su pensar se lanza anhelante hacia figuras siempre nuevas, para
abrazarlas, y luego, de s�bito, las deja marchar horrorizado, como hace
Mefist�feles con las lamias tentadoras. El signo caracter�stico de esta
�quiebra�, de la que todo el mundo suele decir que constituye la dolencia
primordial de la cultura moderna, consiste, en efecto, en que el hombre
te�rico se asusta de sus consecuencias, e, insatisfecho, no se atreve ya a
confiarse a la terrible corriente helada de la existencia: angustiado
corre de un lado para otro por la orilla. Ya no quiere tener nada en su
totalidad, en una totalidad que incluye tambi�n la entera crueldad natural
de las cosas. Hasta tal punto lo ha reblandecido la consideraci�n
optimista. Adem�s, se da cuenta de que una cultura construida sobre el
principio de la ciencia tiene que sucumbir cuando comienza a volverse
il�gica, es decir, a retroceder ante sus consecuencias. Nuestro arte
revela esta calamidad universal: es in�til apoyarse imitativamente en
todos los grandes per�odos y naturalezas productivos, es in�til reunir
alrededor del hombre moderno, para consuelo suyo, toda la literatura
universal, y situarlo en medio de los estilos art�sticos y de los artistas
de todos los tiempos para que, como hizo Ad�n con los animales, les d� un
nombre: �l contin�a siendo el eterno hambriento, el �cr�tico� sin placer
ni fuerza, el hombre alejandrino, que en el fondo es un bibliotecario y un
corrector y que se queda miserablemente ciego a causa del polvo de los
libros y las erratas de imprenta.
Friedrich Nietzsche
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