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El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
17
Tambi�n el arte
dionis�aco quiere convencernos del eterno placer de la existencia: s�lo
que ese placer no debemos buscarlo en las apariencias, sino detr�s de
ellas. Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar
dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada
en los horrores de la existencia individual � y, sin embargo, no debemos
quedar helados de espanto: un consuelo metaf�sico nos arranca
moment�neamente del engranaje de las figuras mudables. Nosotros mismos
somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y sentimos su
ind�mita ansia y su ind�mito placer de existir; la lucha, el tormento, la
aniquilaci�n de las apariencias par�cennos ahora necesarios, dada la
sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y
se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del
mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el
mismo instante en que, por as� decirlo, nos hemos unificado con el inmenso
placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un �xtasis
dionis�aco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del
miedo y de la compasi�n, somos los hombres que viven felices, no como
individuos, sino como lo �nico viviente, con cuyo placer
procreador estamos fundidos.
La historia de
la g�nesis de la tragedia griega nos dice ahora, con luminosa nitidez, que
la obra de arte tr�gico de los griegos naci� realmente del esp�ritu de la
m�sica: mediante ese pensamiento creemos haber hecho justicia por vez
primera al sentido originario y tan asombroso del coro. Pero al mismo
tiempo tenemos que admitir que el significado antes expuesto del mito
tr�gico nunca lleg� a serles transparente, con claridad conceptual, a los
poetas griegos, y menos a�n a los fil�sofos griegos; sus h�roes hablan, en
cierto modo, m�s superficialmente de como act�an; el mito no encuentra de
ninguna manera en la palabra hablada su objetivaci�n adecuada. Tanto la
articulaci�n de las escenas como las im�genes intuitivas revelan una
sabidur�a m�s profunda que la que el poeta mismo puede encerrar en
palabras y conceptos: esto mismo se observa tambi�n en Shakespeare, cuyo
Hamlet, por ejemplo, en un sentido semejante, habla m�s superficialmente
de como act�a, de tal modo que no es de las palabras, sino de una visi�n y
apreciaci�n profundizada del conjunto de donde se ha de inferir aquella
doctrina de Hamlet antes citada. En lo que se refiere a la tragedia
griega, la cual se nos presenta, ciertamente, s�lo como drama hablado, yo
he sugerido incluso que esa incongruencia entre mito y palabra podr�a
inducirnos con facilidad a tenerla por m�s superficial e insignificante de
lo que es, y en consecuencia a presuponer tambi�n que ella produc�a un
efecto m�s superficial que el que, seg�n los testimonios de los antiguos,
tuvo que producir: pues �qu� f�cilmente se olvida que lo que el poeta de
las palabras no hab�a conseguido, es decir, alcanzar la idealidad y
espiritualizaci�n supremas del mito, pod�a conseguirlo en todo instante
como m�sico creador! Nosotros, es cierto, tenemos que reconstruirnos la
prepotencia del efecto musical casi por v�a erudita, para probar algo de
aquel consuelo incomparable que tiene que ser propio de la verdadera
tragedia. Incluso esa prepotencia musical, s�lo si nosotros fu�ramos
griegos la habr�amos sentido como tal: mientras que en el desarrollo
entero de la m�sica griega -infinitamente m�s rica que la que a nosotros
nos es conocida y familiar- creemos o�r tan s�lo la canci�n juvenil del
genio musical, entonada con un t�mido sentimiento de fuerza. Los griegos
son, como dicen los sacerdotes egipcios, los eternos ni�os, y tambi�n en
el arte tr�gico son s�lo unos ni�os que no saben qu� sublime juguete ha
nacido y - ha quedado roto entre sus manos.
Este esfuerzo
del esp�ritu de la m�sica por encontrar una revelaci�n figurativa y
m�tica, que va intensific�ndose desde los comienzos de la l�rica hasta la
tragedia �tica, se interrumpe de pronto, apenas alcanzado un desarrollo
exuberante, y desaparece, por as� decirlo, de la superficie del arte
hel�nico: mientras que la consideraci�n dionis�aca del mundo nacida de ese
esfuerzo sobrevive en los Misterios y, a trav�s de las m�s milagrosas
metamorfosis y degeneraciones, no deja de atraer a s� las naturalezas m�s
serias. �No volver� a ascender alg�n d�a como arte desde su profundidad
m�tica?
Oc�panos aqu� el
problema de saber si el poder que logr� que la tragedia, al chocar contra
su oposici�n, se hiciese a�icos, tendr� en todo tiempo suficiente
fortaleza para impedir el redespertar art�stico de la tragedia y de la
consideraci�n tr�gica del mundo. Si la tragedia antigua fue sacada de sus
r�eles por el instinto dial�ctico orientado al saber y al optimismo de la
ciencia, habr�a que inferir de este hecho una lucha eterna entre la
consideraci�n te�rica y la consideraci�n tr�gica del mundo;
y s�lo despu�s de que el esp�ritu de la ciencia sea
conducido hasta su l�mite, y de que su pretensi�n de validez universal
est� aniquilada por la demostraci�n de esos l�mites, ser�a l�cito abrigar
esperanzas de un renacimiento de la tragedia: como s�mbolo de esa forma de
cultura tendr�amos que colocar el S�crates cultivador de la
m�sica, en el sentido antes explicado. En esta
confrontaci�n yo entiendo por esp�ritu de la ciencia aquella creencia,
aparecida por vez primera en la persona de S�crates, en la posibilidad de
sondear la naturaleza y en la universal virtud curativa del saber.
Quien recuerde
las consecuencias inmediatas de ese esp�ritu de la ciencia lanzado
incansablemente hacia adelante, ver� en seguida que el mito
fue aniquilado por �l y que la poes�a qued� expulsada, por esta
aniquilaci�n, de su natural suelo ideal, y fue en lo sucesivo una poes�a
ap�trida. Si hemos tenido. raz�n al atribuir a la m�sica la fuerza de
poder volver a hacer nacer de s� el mito, tambi�n el esp�ritu de la
ciencia habremos de buscarlo en la senda en que �l se enfrenta hostilmente
a esa fuerza creadora de mitos que la m�sica posee. Esto acontece en el
desarrollo del ditirambo �tico nuevo, cuya m�sica no
expresaba ya la esencia interna, la voluntad misma, sino que s�lo
reproduc�a de modo insuficiente la apariencia, en una imitaci�n mediada
por conceptos: de esa m�sica internamente degenerada se apartaron las
naturalezas verdaderamente musicales con igual repugnancia que ten�an por
la tendencia de S�crates, asesina del arte. El instinto, que actuaba con
seguridad, de Arist�fanes dio sin duda en el blanco cuando conjunt� en un
mismo sentimiento de odio a S�crates, la tragedia de Eur�pides y la m�sica
de los nuevos ditir�mbicos, y barrunt� en los tres fen�menos los signos
caracter�sticos de una cultura degenerada. De una manera sacr�lega aquel
ditirambo nuevo hizo de la m�sica una copia imitativa de la apariencia,
por ejemplo, de una batalla, de una tempestad marina, y con ello la
despoj� totalmente de su fuerza creadora de mitos. Pues si la m�sica
intenta suscitar nuestro deleite tan s�lo forz�ndonos a buscar analog�as
externas entre un suceso de la vida y de la naturaleza y ciertas figuras
r�tmicas y ciertas sonoridades caracter�sticas de la m�sica, si nuestro
entendimiento debe contentarse con el conocimiento de esas analog�as,
entonces quedamos rebajados a un estado de �nimo en el que resulta.
imposible una concepci�n de lo m�tico; pues el mito quiere ser sentido
intuitivamente como ejemplificaci�n �nica de una universalidad y verdad
que tienen fija su mirada en lo infinito. La m�sica verdaderamente
dionis�aca se nos presenta como tal espejo universal de la voluntad del
mundo: el acontecimiento intuitivo que en ese espejo se refracta ampl�ase
en seguida para nuestro sentimiento hasta convertirse en reflejo de una
verdad eterna. A la inversa, tal acontecimiento intuitivo queda despojado
en seguida de todo car�cter m�tico por la pintura musical (Tonmalerei)
del ditirambo nuevo; ahora la m�sica se ha convertido en un mezquino
reflejo de la apariencia, y por ello es infinitamente m�s pobre que �sta
misma: con esa pobreza la m�sica rebaja m�s a�n, para nuestro sentimiento,
la apariencia misma, hasta el punto de que ahora, por ejemplo, una batalla
imitada musicalmente de ese modo se agota en ruido de marchas, sonidos de
trompetas, etc., y nuestra fantas�a queda detenida justo en esas
superficialidades. La pintura musical es, por tanto, en todos los
aspectos, el reverso de la fuerza creadora de mitos que es propia de la
verdadera m�sica; con ella la apariencia se vuelve m�s pobre de lo que es,
mientras que con la m�sica dionis�aca la apariencia individual se
enriquece y se amplifica hasta convertirse en imagen del mundo. El
esp�ritu no-dionis�aco logr� una gran victoria cuando, en el desarrollo
del ditirambo nuevo, enajen� a la m�sica de s� misma y la rebaj� a esclava
de la apariencia. Eur�pides, que, en un sentido superior, tiene que ser
denominado una naturaleza completamente no�musical, es, justo por esa
raz�n, un partidario apasionado de la nueva m�sica dit�r�mbica, y, con la
prodigalidad propia de un ladr�n, emplea todos sus efectismos y
amaneramientos.
Vemos en
actividad, en otro aspecto, la fuerza de ese esp�ritu no�dionis�aco,
dirigido contra el mito, al volver nuestras miradas hacia el incremento en
la tragedia, a partir de S�focles, de la representaci�n de
caracteres y del refinamiento psicol�gico. El car�cter no
se dejar� ya ampliar hasta convertirse en tipo eterno, sino que, por el
contrario, mediante artificiales matices y rasgos marginales, mediante una
nitidez fin�sima de todas las l�neas producir� un efecto tan individual
que el espectador no sentir� ya en modo alguno el mito, sino la poderosa
verdad naturalista y la fuerza imitativa del artista. Tambi�n aqu� vemos
la victoria de la apariencia sobre lo universal, as� como el placer por el
preparado anat�mico individual, respiramos ya, por as� decirlo, el aire de
un mundo te�rico, para el cual el conocimiento cient�fico vale m�s que el
reflejo art�stico de una regla del mundo. El movimiento sobre la l�nea de
lo caracter�stico avanza con rapidez: mientras que todav�a S�focles pinta
caracteres enteros y somete el mito al yugo del despliegue refinado de los
mismos, Eur�p�des no pinta ya m�s que grandes rasgos aislados de car�cter,
que saben manifestarse en pasiones vehementes; en la comedia �tica nueva
no hay ya m�s que m�scaras con una sola expresi�n, viejos fr�volos,
rufianes enga�ados, p�caros esclavos, repetidos incansablemente. �A d�nde
se ha escapado ahora el esp�ritu formador de mitos propio de la m�sica? Lo
que de m�sica queda todav�a es, o bien m�sica para la excitaci�n, o bien
m�sica para el recuerdo, es decir, o bien un estimulante para nervios
embotados y gastados, o bien pintura musical. Para la primera apenas sigue
contando el texto colocado debajo: ya en Eur�p�des, cuando sus h�roes o
coros comienzan a cantar, las cosas no marchan bien; �hasta d�nde se habr�
llegado en sus insolentes sucesores?
Pero es en los
desenlaces de los nuevos dramas donde m�s claramente
se revela el nuevo esp�ritu no-dionis�aco. En la tragedia antigua se hab�a
podido sentir al final el consuelo metaf�sico, sin el cual no se puede
explicar en modo alguno el placer por la tragedia: acaso sea en
Edipo en Colono donde m�s puro resuene el sonido
conciliador, procedente de un mundo distinto. Ahora que el genio de la
m�sica hab�a huido de la tragedia, �sta muri� en sentido estricto: pues
�de d�nde se podr�a extraer ahora aquel consuelo metaf�sico? Se busc�, por
ello, una soluci�n terrenal de la disonancia tr�gica; tras haber sido
martirizado suficientemente por el destino, el h�roe cosechaba un salario
bien merecido, en un casamiento magn�fico, en unas honras divinas. El
h�roe se hab�a convertido en un gladiador, al que, una vez bien desollado
y cubierto de heridas, se le regalaba en ocasiones la libertad. El
deus ex machina ha pasado a ocupar el puesto del consuelo
metaf�sico. Yo no quiero decir que la consideraci�n tr�gica del mundo
quedase destruida en todas partes y de manera completa por el acosador
esp�ritu de lo no�dionis�aco: lo �nico que sabemos es que aqu�lla tuvo que
huir del arte y refugiarse, por as� decirlo, en el inframundo, degenerando
en culto secreto. Pero sobre el ampl�simo campo de la superficie del ser
hel�nico causaba estragos el soplo devastador de aquel esp�ritu que se da
a conocer en esa forma de �jovialidad griega� de la que ya antes hemos
hablado como de un senil e �mproductivo placer de existir; esa jovialidad
es el reverso de la magn�fica �ingenuidad� de los griegos antiguos, a la
que se la ha de concebir, seg�n la caracter�stica dada, como la flor,
brotada de un abismo sombr�o, de la cultura apol�nea, como la victoria que
con su reflejo de la belleza alcanza la voluntad hel�nica sobre el
sufrimiento y sobre la sabidur�a del sufrimiento. La forma m�s noble de
aquella otra forma de �jovialidad griega�, la alejandrina, es la
jovialidad del hombre te�rico: ella ostenta los
mismos signos caracter�sticos que yo acabo de derivar del esp�ritu de lo
no�dionis�aco, � el combatir la sabidur�a y el arte dionis�acos, el
intentar disolver el mito, el reemplazar el consuelo metaf�sico por una
consonancia terrenal, e incluso por un deus ex machina
propio, a saber el dios de las m�quinas y los crisoles, es decir, las
fuerzas de los esp�ritus de la naturaleza conocidas y empleadas al
servicio del ego�smo superior, el creer en una correcci�n del mundo por
medio del saber, en una vida guiada por la ciencia, y ser tambi�n
realmente capaz de encerrar al ser humano individual en un c�rculo
estrech�simo de tareas solubles, dentro del cual dice jovialmente a la
vida: �Te quiero: eres digna de ser conocida.�
Friedrich Nietzsche
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