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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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Que en su tendencia S�crates se halla estrechamente relacionado con Eur�pides es cosa que no se le escap� a la Antig�edad de su tiempo; y la expresi�n m�s elocuente de esa afortunada sagacidad es aquella leyenda que circulaba por Atenas, seg�n la cual S�crates ayudaba a Eur�pides a escribir sus obras. Ambos nombres eran pronunciados a la vez por los partidarios de los �buenos viejos tiempos� cuando se trataba de enumerar a los seductores del pueblo en aquella �poca: de su influjo procede, dec�an el que el viejo, maratoniano y cuadrado (viersch�tig) vigor del cuerpo y alma sea sacrificado cada vez m�s a una discutible ilustraci�n (Aufkl�rung), en una progresiva atrofia de las fuerzas corporales y ps�quicas. En este tono, a medias de indignaci�n y a medias de desprecio, suele hablar de aquellos hombres la comedia aristofanea, para horror de los modernos, que con gusto renuncian ciertamente a Eur�pides, pero que no pueden maravillarse lo suficiente de que S�crates aparezca en Arist�fanes como el primero y el m�s alto de los sofistas, como el espejo y el compendio de todas las aspiraciones sof�sticas: en lo cual lo �nico que procura un consuelo es poner en la picota al mismo Arist�fanes, present�ndolo como un licencioso y mentiroso Alcib�ades de la poes�a. Sin detenerme en este lugar a defender contra tales ataques los profundos instintos de Arist�fanes, paso a demostrar, bas�ndome en la sensibilidad antigua, la estrecha conexi�n que existe entre S�crates y Eur�pides; en este sentido hay que recordar especialmente que S�crates, como adversario del arte tr�gico, se absten�a de concurrir a la tragedia, y s�lo se incorporaba a los espectadores cuando se representaba una nueva obra de Eur�pides. Lo m�s famoso es, sin embargo, la aproximaci�n de ambos nombres en la sentencia del or�culo d�lfico, el cual dijo que S�crates era el m�s sabio de los hombres, pero a la vez sentenci� que a Eur�pides le correspond�a el segundo premio en el certamen de la sabidur�a.

Pero la frase m�s aguda a favor de aquel nuevo e inaudito aprecio del saber y de la inteligencia la pronunci� S�crates cuando encontr� que �l era el �nico en confesarse que no sab�a nada; mientras que, en su deambular cr�tico por Atenas, por todas partes topaba, al hablar con los m�s grandes hombres de Estado, oradores, poetas y artistas, con la presunci�n del saber. Con estupor advert�a que todas aquellas celebridades no ten�an una idea correcta y segura ni siquiera de su profesi�n, y que la ejerc�an �nicamente por instinto. ��nicamente por instinto�: con esta expresi�n tocamos el coraz�n y el punto central de la tendencia socr�tica. Con ella el socratismo condena tanto el arte vigente como la �tica vigente; cualquiera que sea el sitio a que dirija sus miradas inquisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y el poder de la ilusi�n, y de esa falta infiere que lo existente es �ntimamente absurdo y repudiable. Partiendo de ese �nico punto S�crates crey� tener que corregir la existencia: �l, s�lo �l, penetra con gesto de desacato y de superioridad, como precursor de una cultura, un arte y una moral de especie completamente distinta, en un mundo tal que el agarra con respeto las puntas del mismo considerar�amos lo nosotros como la m�xima fortuna.

Esta es la enorme perplejidad que con respecto a S�crates se apodera siempre de nosotros, y que una y otra vez nos estimula a conocer el sentido y el prop�sito de esa aparici�n, la m�s ambigua de la Antig�edad. �Qui�n es este que se permite atreverse a negar, �l solo, el ser griego, ese ser que , como Homero, P�ndaro y �squilo, como Fidias, como Pericles, como Pitia, como Dioniso, como el abismo m�s profundo y la cumbre m�s elevada, est� seguro de nuestra estupefacta adoraci�n? �Qu� fuerza dem�nica es esa, que se permite la osad�a de derramar por el polvo esa bebida m�gica? �Qu� semidi�s es este, al que el coro de esp�ritus de los m�s nobles de la humanidad tiene que gritar: ��Ay! �Ay! T� lo has destruido, el mundo bello, con pu�o poderoso; �ese mundo se derrumba, se desmorona!�.

Una clave para entender el ser de S�crates ofr�cenosla aquel milagroso fen�meno llamado �demon de S�crates�. En situaciones especiales, en las que vacilaba su enorme entendimiento, �ste encontraba un firme sost�n gracias a una voz divina que en tales momentos se dejaba o�r. Cuando viene, esa voz siempre disuade. En esta naturaleza del todo anormal la sabidur�a instintiva se muestra �nicamente para enfrentarse ac� y all� al conocer consciente poniendo obst�culos. Mientras que en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creador y afirmativa, y la conciencia adopta una actitud cr�tica y disuasiva: en S�crates el instinto se convierte en un cr�tico, la consciencia en un creador - �una verdadera monstruosidad per defectum! Y ciertamente, aqu� advertimos un monstruoso defectus de toda disposici�n m�stica, hasta el punto de que a S�crates habr�a que llamarlo el no-m�stico espec�fico, en el cual, por una superfetaci�n, la naturaleza l�gica tuvo un desarrollo tan excesivo como en el m�stico lo tiene aquella sabidur�a instintiva. Mas  por otra parte, a aquel instinto l�gico que en S�crates aparece est�bale completamente vedado volverse contra s� mismo; en ese desbordamiento desenfrenado muestra S�crates una violencia natural cual s�lo la encontramos, para nuestra sorpresa horrorizada, en las fuerzas instintivas m�s grandes de todas. Quien en los escritos plat�nicos haya notado aunque s�lo sea un soplo de aquella divina ingenuidad y seguridad propias del modo de vida socr�tico, ese sentir� tambi�n que la enorme rueda motriz del socratismo l�gico est� en marcha, por as� decirlo, detr�s de S�crates, y que hay que intuirla a trav�s de �ste como a trav�s de una sombra. Pero que �l mismo ten�a un presentimiento de esa circunstancia, eso es algo que se expresa en la digna seriedad con que en todas partes, e incluso ante su jueces, hizo valer su vocaci�n divina. Refutar a S�crates en eso era, en el fondo, tan imposible como dar por bueno su influjo disolvente de los instintos. En este conflicto insoluble, cuando S�crates fue conducido ante el foro del Estado griego, s�lo una forma de condena era aplicable, el destierro; tendr�a que haber sido l�cito expulsarlo al otro lado de las fronteras, como a algo completamente enigm�tico, inclasificable, inexplicable, sin que ninguna posteridad hubiera tenido derecho a incriminar a los atenienses de un acto ignominioso. Pero el que se le sentenciase a muerte, y no a destierro �nicamente, eso parece haberlo impuesto el mismo S�crates, con completa claridad y sin el  horror natural de la muerte: se dirigi� a �sta con la misma calma con que, seg�n la descripci�n de Plat�n, es el �ltimo de los bebedores en abandonar el simposio al amanecer para comenzar un nuevo d�a; mientras a sus espaldas quedan sobre los bancos y el suelo, los adormecidos comensales, para so�ar con S�crates, el verdadero er�tico. El S�crates moribundo se convirti� en el nuevo ideal, jam�s visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega; ante esa imagen se postr� con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre todo Plat�n, el joven heleno t�pico.

Friedrich Nietzsche

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