El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
11
La tragedia griega pereci� de manera distinta que todos los otros g�neros
art�sticos antiguos, hermanos de ella: muri� suicid�ndose, a consecuencia
de un conflicto insoluble, es decir, de manera tr�gica, mientras que todos
ellos fallecieron a edad avanzada, con una muerte muy bella y tranquila.
Pues si est� de acuerdo, en efecto, con un estado natural feliz el dejar
la vida sin espasmos y teniendo una bella descendencia, el final de
aquellos g�neros art�sticos antiguos nos muestra un estado natural feliz
de ese tipo: van hundi�ndose lentamente, y ante sus miradas moribundas se
yerguen ya sus reto�os, m�s bellos, y con gesto valeroso levantan
impacientemente la cabeza. Con la muerte de la tragedia griega surgi�, en
cambio, un vac�o enorme, que por todas partes fue sentido profundamente:
de igual modo que en tiempos de Tiberio los navegantes griegos o�an en una
isla solitaria el estremecedor grito: �El gran Pan ha muerto�: as� reson�
ahora a trav�s del mundo griego, como un doloroso gemido: ��La tragedia ha
muerto! �Con ella se ha perdido tambi�n la poes�a! �Fuera, fuera vosotros,
ep�gonos atrofiados, enflaquecidos! �Fuera, al Hades, para que all� pod�is
saciaros con las migajas de los maestros de otro tiempo!�.
Mas cuando luego floreci� todav�a un g�nero art�stico nuevo, que veneraba
a la tragedia como predecesora y maestra suya, entonces pudo percibirse
con horror que ciertamente ten�a los rasgos de su madre, pero aquellos que
�sta hab�a mostrado en su prolongada agon�a. Esa agon�a de la tragedia fue
obra de Eur�pides; aquel g�nero art�stico posterior
es conocido con el nombre de comedia �tica nueva. En
ella pervivi� la figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy
arduo y violento fenecer.
Dentro de este contexto resulta comprensible la inclinaci�n apasionada que
los poetas de la comedia nueva sintieron por Eur�pides; de tal modo que ya
no nos extra�a el deseo de Filem�n, el cual quer�a dejarse ahorcar en
seguida, s�lo para poder ir a ver a Eur�pides al inframundo: con tal de
que le fuera l�cito estar convencido de que el difunto segu�a conservando
tambi�n ahora su entendimiento. Pero si se quiere se�alar con toda
brevedad, y sin pretender decir con ello algo exhaustivo, qu� es lo que
Eur�pides tiene en com�n con Menandro y con Filem�n y que para �stos
ejerci� un efecto tan ejemplar y excitante: bastar� con decir que el
espectador fue llevado por Eur�pides al escenario. Quien
haya visto cu�l es la materia de que los tr�gicos prometeicos anteriores a
Eur�pides formaban a sus h�roes, y cu�n lejos de ellos estaba el prop�sito
de llevar a la escena la m�scara fiel de la realidad, �se estar� enterado
tambi�n de la tendencia completamente divergente de Eur�pides. Gracias a
�l el hombre de la vida cotidiana dej� el espacio reservado a los
espectadores e invadi� la escena, el espejo en el que antes se
manifestaban tan s�lo los rasgos grandes y audaces mostr� ahora aquella
meticulosa fidelidad que reproduce concienzudamente tambi�n las l�neas mal
trazadas de la naturaleza. Ulises, el heleno t�pico del arte antiguo,
qued� ahora rebajado, entre las manos de los nuevos poetas, a la figura
del graeculus, y �ste es el que a partir de ese momento
ocupa, como esclavo dom�stico bonach�n y p�caro a la vez, el centro del
inter�s dram�tico. Lo que, en Las ranas de
Arist�fanes, Eur�pides cuenta entre sus m�ritos, a saber, el haber
liberado con sus remedios caseros al arte tr�gico de su pomposa obesidad,
eso es algo que puede rastrearse ante todo en sus h�roes tr�gicos. En lo
esencial, lo que el espectador ve�a y o�a ahora en el escenario euripideo
era a su doble, y se alegraba de que �ste supiese hablar tan bien. Pero no
fue esta alegr�a lo �nico: la gente aprendi� de Eur�pides a hablar, y en
su certamen con �squilo �l mismo se jacta de eso: de que, gracias a �l, el
pueblo ha aprendido ahora a observar, actuar y sacar conclusiones seg�n
las reglas del arte y con sofisticaciones taimad�simas. Mediante este
cambio repentino del lenguaje p�blico Eur�pides hizo posible la comedia
nueva. Pues a partir de ahora no fue ya un secreto de qu� modo y con qu�
sentencias pod�a la vida cotidiana representarse a s� misma en la escena.
La mediocridad burguesa, sobre la que Eur�pides edific� todas sus
esperanzas pol�ticas, tom� ahora la palabra, despu�s de que, hasta ese
momento, quienes hab�an determinado el car�cter del lenguaje hab�an sido,
en la tragedia el semidi�s, y en la comedia el s�tiro borracho o
semihombre. Y de esta manera el Eur�pides aristofaneo destaca en su honor
que lo que �l ha expuesto ha sido la vida y las ocupaciones generales,
conocidas por todos, cotidianas, para hablar sobre las cuales est�
capacitado todo el mundo. Si ahora la masa entera filosofa, y en la
administraci�n de sus tierras y bienes y en el modo de llevar sus procesos
act�a con inaudita inteligencia, esto, dice Eur�pides, es m�rito suyo y
resultado de la sabidur�a inoculada por �l al pueblo.
A la comedia nueva, de la cual Eur�pides se convirti� en cierta medida en
maestro de coro, le era l�cito ahora dirigirse a esa masa preparada e
ilustrada de ese modo; s�lo que esta vez era el coro de los espectadores
el que ten�a que ser instruido. Tan pronto como ese coro estuvo adiestrado
en cantar en la tonalidad euripidea, alz�se aquel g�nero de espect�culo de
tipo ajedrecista, la comedia nueva, con su triunfo continuo de la astucia
y del disimulo. Pero Eur�pides - el maestro del coro - fue alabado sin
cesar: m�s a�n, la gente se habr�a matado para aprender a�n algo m�s de
�l, si no hubiera sabido que los poetas tr�gicos estaban tan muertos como
la tragedia. Al abandonar a �sta, sin embargo, el heleno hab�a abandonado
la creencia en su propia inmortalidad, no s�lo la creencia en un pasado
ideal, sino tambi�n la creencia en un futuro ideal. La frase del conocido
epitafio, �en la ancianidad, voluble y estrafalario�, se puede aplicar
tambi�n a la Grecia senil. El instante, el ingenio, la volubilidad, el
capricho son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo,
es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad: y caso de
que ahora contin�e siendo l�cito hablar de la �jovialidad griega�, tr�tase
de la jovialidad del esclavo, que no sabe hacerse responsable de ninguna
cosa grave, ni aspirar a nada grande, ni tener algo pasado o futuro en
mayor estima que lo presente. Esta apariencia de la �jovialidad griega�
fue la que tanto indign� a las naturalezas profundas y terribles de los
cuatro primeros siglos del cristianismo: a ellas esa mujeril huida de la
seriedad y del honor y ese cobarde contentarse con el goce c�modo
parec�anles no s�lo despreciables, sino el modo de pensar propiamente
anticristiano. Al influjo de ese modo de pensar hay que atribuir el que la
visi�n de la Antig�edad griega que ha pervivido durante siglos se aferrase
con casi invencible tenacidad al color rosa p�lido de la jovialidad - como
si jam�s hubiera existido un siglo VI con su nacimiento de la tragedia,
con sus Misterios, con su Pit�goras y su Her�clito, m�s a�n, como si no
estuvieran presentes las obras de arte de la gran �poca, las cuales - cada
una de por s� - no son explicables en modo alguno como brotadas del
terreno de ese placer de vivir y esa jovialidad seniles y serviles, y que
se�alan, como fundamento de su existencia, hacia una consideraci�n
completamente otra del mundo.
Si acabamos de afirmar que Eur�pides llev� el espectador al escenario con
el fin de as� capacitarlo de verdad y por vez primera para emitir un
juicio sobre el drama, podr�a parecer que el arte tr�gico anterior no
escap� a una relaci�n tirante con el espectador: y se estar�a tentado a
elogiar como un progreso sobre S�focles la tendencia radical de Eur�pides
a conseguir una relaci�n adecuada entre la obra de arte y el p�blico.
Ahora bien, �p�blico� es s�lo una palabra, y no, en absoluto, una magnitud
homog�nea y perdurable. �De d�nde le vendr�a al artista la obligaci�n de
acomodarse a una fuerza que s�lo en el n�mero tiene su fortaleza? Y si,
por su talento y sus prop�sitos, el artista se siente por encima de cada
uno de esos espectadores, �c�mo sentir�a m�s respeto por la expresi�n
comunitaria de todas esas capacidades subordinadas a �l, que por el
espectador individual due�o de un talento relativamente alt�simo? En
verdad, ning�n artista griego trat� a su p�blico, a lo largo de toda una
vida, con mayor atrevimiento y suficiencia que Eur�pides: �l, que, incluso
cuando la masa se arrojaba a sus pies, la abofeteaba en p�blico,
sublimemente orgulloso de su propia tendencia, de aquella misma tendencia
con que hab�a logrado vencer a la masa. Si aquel genio hubiese tenido la
m�s m�nima estima por el pandemonio del p�blico, se habr�a derrumbado bajo
los mazazos de su fracaso, mucho antes de llegar a la mitad de su carrera.
Sopesando esto, vemos que nuestra expresi�n de que Eur�pides llev� el
espectador al escenario con el fin de hacerle verdaderamente capaz de
dictar un juicio, fue s�lo una expresi�n provisional, y que hemos de
buscar una comprensi�n m�s honda de su tendencia. A la inversa, de todos
es conocido que �squilo y S�focles, mientras vivieron, m�s a�n, incluso
mucho despu�s, gozaron plenamente del favor popular, y que, por tanto, con
respecto a estos predecesores de Eur�pides no se puede hablar en modo
alguno de una relaci�n tirante entre la obra de arte y el p�blico. �Qu�
fue lo que apart� con tanta violencia a este artista dotad�simo, y urgido
incesantemente a crear, del camino sobre el que resplandec�an el sol de
los m�s grandes nombres de poetas y el despejado cielo del favor popular?
�Qu� especial deferencia para con el espectador le llev� a enfrentarse a
�ste? �C�mo pudo, por una estima demasiado elevada de su p�blico �
desestimar a su p�blico?
Como poeta, Eur�pides se sent�a sin duda - �sta es la soluci�n del enigma
que acabamos de plantear - por encima de la masa, pero no por encima de
dos de sus espectadores: a la masa �l la llev� al escenario, a esos dos
espectadores los respetaba como a los �nicos jueces y maestros de todo su
arte capacitados para emitir un juicio: siguiendo sus indicaciones y
advertencias, transfiri� a las almas de sus h�roes esc�nicos el mundo
entero de sentimientos, pasiones y experiencias que hasta entonces, en los
asientos de los espectadores, hab�an venido compareciendo a toda
representaci�n solemne como un coro invisible, cedi� a sus exigencias al
buscar tambi�n una palabra nueva y un sonido nuevo para esos caracteres
nuevos, �nicamente en sus voces o�a �l tanto los juicios v�lidos sobre su
creaci�n como el est�mulo prometedor de victorias, cuando volv�a a verse
condenado una vez m�s por el tribunal del p�blico.
De esos dos espectadores uno es - Eur�pides mismo, Eur�pides en
cuanto pensador, no en cuanto poeta. De �l podr�a decirse
que, de manera parecida a lo que le ocurri� a Lessing, la extraordinaria
abundancia de su talento cr�tico, si no produjo, s� fecund� continuamente
una productividad art�stica marginal. Con ese talento, con toda la lucidez
y agilidad de su pensar cr�tico, Eur�pides se hab�a sentado en el teatro y
se hab�a esmerado por reconocer en las obras maestras de sus grandes
predecesores, como en pinturas que se hubieran puesto oscuras, cada uno de
los trazos, cada una de las l�neas. Y aqu� se hab�a encontrado con algo
que el iniciado en los secretos m�s profundos de la tragedia esquilea no
dejar� de aguardar: en cada rasgo y en cada l�nea percibi� algo
inconmensurable, una cierta nitidez enga�osa y a la vez una profundidad
enigm�tica, m�s a�n, una infinitud del trasfondo. La figura m�s clara
ten�a siempre en s� adem�s una cola de cometa, la cual parec�a se�alar
hacia lo incierto, hacia lo inaclarable. Esa misma penumbra recubr�a la
estructura del drama y principalmente el significado del coro. �Y qu�
ambigua permanec�a para �l la soluci�n de los problemas �ticos! �Qu�
discutible el tratamiento de los mitos! �Qu� desigual el reparto de
felicidad e infelicidad! Incluso en el lenguaje de la tragedia anterior
hab�a para �l muchas cosas chocantes, o al menos enigm�ticas; en especial,
encontraba demasiada pompa para situaciones sencillas, demasiados tropos y
monstruosidades para la simplicidad de los caracteres. As�, cavilando con
inquietud, estaba sentado en el teatro, y �l, el espectador, se confesaba
que no entend�a a sus grandes predecesores. Pero como consideraba que el
entendimiento era la �nica ra�z de todo gozar y crear, ten�a que
interrogar y mirar a su alrededor para ver si no hab�a nadie que pensase
como �l y que se confesase asimismo aquella inconmensurabilidad.
Pero la mayor�a de los individuos, y entre ellos los mejores, s�lo ten�an
para �l una sonrisa recelosa; nadie pod�a explicarle, sin embargo, por
qu�, frente a sus dudas y objeciones, los grandes maestros ten�an raz�n. Y
hall�ndose en esa penosa situaci�n, encontr� al otro espectador
que no comprend�a la tragedia y que, por ello, no la estimaba. Aliado
con �l, fuele l�cito atreverse a iniciar, desde su aislamiento, la enorme
lucha contra las obras de arte de �squilo y de S�focles - no con escritos
pol�micos, sino como poeta dram�tico, que opon�a su noci�n
de tragedia a la noci�n tradicional. -
Friedrich Nietzsche
|