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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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La tragedia griega pereci� de manera distinta que todos los otros g�neros art�sticos antiguos, hermanos de ella: muri� suicid�ndose, a consecuencia de un conflicto insoluble, es decir, de manera tr�gica, mientras que todos ellos fallecieron a edad avanzada, con una muerte muy bella y tranquila. Pues si est� de acuerdo, en efecto, con un estado natural feliz el dejar la vida sin espasmos y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos g�neros art�sticos antiguos nos muestra un estado natural feliz de ese tipo: van hundi�ndose lentamente, y ante sus miradas moribundas se yerguen ya sus reto�os, m�s bellos, y con gesto valeroso levantan impacientemente la cabeza. Con la muerte de la tragedia griega surgi�, en cambio, un vac�o enorme, que por todas partes fue sentido profundamente: de igual modo que en tiempos de Tiberio los navegantes griegos o�an en una isla solitaria el estremecedor grito: �El gran Pan ha muerto�: as� reson� ahora a trav�s del mundo griego, como un doloroso gemido: ��La tragedia ha muerto! �Con ella se ha perdido tambi�n la poes�a! �Fuera, fuera vosotros, ep�gonos atrofiados, enflaquecidos! �Fuera, al Hades, para que all� pod�is saciaros con las migajas de los maestros de otro tiempo!�.

Mas cuando luego floreci� todav�a un g�nero art�stico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, entonces pudo percibirse con horror que ciertamente ten�a los rasgos de su madre, pero aquellos que �sta hab�a mostrado en su prolongada agon�a. Esa agon�a de la tragedia fue obra de Eur�pides; aquel g�nero art�stico posterior es conocido con el nombre de comedia �tica nueva. En ella pervivi� la figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y violento fenecer.

Dentro de este contexto resulta comprensible la inclinaci�n apasionada que los poetas de la comedia nueva sintieron por Eur�pides; de tal modo que ya no nos extra�a el deseo de Filem�n, el cual quer�a dejarse ahorcar en seguida, s�lo para poder ir a ver a Eur�pides al inframundo: con tal de que le fuera l�cito estar convencido de que el difunto segu�a conservando tambi�n ahora su entendimiento. Pero si se quiere se�alar con toda brevedad, y sin pretender decir con ello algo exhaustivo, qu� es lo que Eur�pides tiene en com�n con Menandro y con Filem�n y que para �stos ejerci� un efecto tan ejemplar y excitante: bastar� con decir que el espectador fue llevado por Eur�pides al escenario. Quien haya visto cu�l es la materia de que los tr�gicos prometeicos anteriores a Eur�pides formaban a sus h�roes, y cu�n lejos de ellos estaba el prop�sito de llevar a la escena la m�scara fiel de la realidad, �se estar� enterado tambi�n de la tendencia completamente divergente de Eur�pides. Gracias a �l el hombre de la vida cotidiana dej� el espacio reservado a los espectadores e invadi� la escena, el espejo en el que antes se manifestaban tan s�lo los rasgos grandes y audaces mostr� ahora aquella meticulosa fidelidad que reproduce concienzudamente tambi�n las l�neas mal trazadas de la naturaleza. Ulises, el heleno t�pico del arte antiguo, qued� ahora rebajado, entre las manos de los nuevos poetas, a la figura del graeculus, y �ste es el que a partir de ese momento ocupa, como esclavo dom�stico bonach�n y p�caro a la vez, el centro del inter�s dram�tico. Lo que, en Las ranas de Arist�fanes, Eur�pides cuenta entre sus m�ritos, a saber, el haber liberado con sus remedios caseros al arte tr�gico de su pomposa obesidad, eso es algo que puede rastrearse ante todo en sus h�roes tr�gicos. En lo esencial, lo que el espectador ve�a y o�a ahora en el escenario euripideo era a su doble, y se alegraba de que �ste supiese hablar tan bien. Pero no fue esta alegr�a lo �nico: la gente aprendi� de Eur�pides a hablar, y en su certamen con �squilo �l mismo se jacta de eso: de que, gracias a �l, el pueblo ha aprendido ahora a observar, actuar y sacar conclusiones seg�n las reglas del arte y con sofisticaciones taimad�simas. Mediante este cambio repentino del lenguaje p�blico Eur�pides hizo posible la comedia nueva. Pues a partir de ahora no fue ya un secreto de qu� modo y con qu� sentencias pod�a la vida cotidiana representarse a s� misma en la escena. La mediocridad burguesa, sobre la que Eur�pides edific� todas sus esperanzas pol�ticas, tom� ahora la palabra, despu�s de que, hasta ese momento, quienes hab�an determinado el car�cter del lenguaje hab�an sido, en la tragedia el semidi�s, y en la comedia el s�tiro borracho o semihombre. Y de esta manera el Eur�pides aristofaneo destaca en su honor que lo que �l ha expuesto ha sido la vida y las ocupaciones generales, conocidas por todos, cotidianas, para hablar sobre las cuales est� capacitado todo el mundo. Si ahora la masa entera filosofa, y en la administraci�n de sus tierras y bienes y en el modo de llevar sus procesos act�a con inaudita inteligencia, esto, dice Eur�pides, es m�rito suyo y resultado de la sabidur�a inoculada por �l al pueblo.

A la comedia nueva, de la cual Eur�pides se convirti� en cierta medida en maestro de coro, le era l�cito ahora dirigirse a esa masa preparada e ilustrada de ese modo; s�lo que esta vez era el coro de los espectadores el que ten�a que ser instruido. Tan pronto como ese coro estuvo adiestrado en cantar en la tonalidad euripidea, alz�se aquel g�nero de espect�culo de tipo ajedrecista, la comedia nueva, con su triunfo continuo de la astucia y del disimulo. Pero Eur�pides - el maestro del coro - fue alabado sin cesar: m�s a�n, la gente se habr�a matado para aprender a�n algo m�s de �l, si no hubiera sabido que los poetas tr�gicos estaban tan muertos como la tragedia. Al abandonar a �sta, sin embargo, el heleno hab�a abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no s�lo la creencia en un pasado ideal, sino tambi�n la creencia en un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, �en la ancianidad, voluble y estrafalario�, se puede aplicar tambi�n a la Grecia senil. El instante, el ingenio, la volubilidad, el capricho son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad: y caso de que ahora contin�e siendo l�cito hablar de la �jovialidad griega�, tr�tase de la jovialidad del esclavo, que no sabe hacerse responsable de ninguna cosa grave, ni aspirar a nada grande, ni tener algo pasado o futuro en mayor estima que lo presente. Esta apariencia de la �jovialidad griega� fue la que tanto indign� a las naturalezas profundas y terribles de los cuatro primeros siglos del cristianismo: a ellas esa mujeril huida de la seriedad y del honor y ese cobarde contentarse con el goce c�modo parec�anles no s�lo despreciables, sino el modo de pensar propiamente anticristiano. Al influjo de ese modo de pensar hay que atribuir el que la visi�n de la Antig�edad griega que ha pervivido durante siglos se aferrase con casi invencible tenacidad al color rosa p�lido de la jovialidad - como si jam�s hubiera existido un siglo VI con su nacimiento de la tragedia, con sus Misterios, con su Pit�goras y su Her�clito, m�s a�n, como si no estuvieran presentes las obras de arte de la gran �poca, las cuales - cada una de por s� - no son explicables en modo alguno como brotadas del terreno de ese placer de vivir y esa jovialidad seniles y serviles, y que se�alan, como fundamento de su existencia, hacia una consideraci�n completamente otra del mundo.

Si acabamos de afirmar que Eur�pides llev� el espectador al escenario con el fin de as� capacitarlo de verdad y por vez primera para emitir un juicio sobre el drama, podr�a parecer que el arte tr�gico anterior no escap� a una relaci�n tirante con el espectador: y se estar�a tentado a elogiar como un progreso sobre S�focles la tendencia radical de Eur�pides a conseguir una relaci�n adecuada entre la obra de arte y el p�blico. Ahora bien, �p�blico� es s�lo una palabra, y no, en absoluto, una magnitud homog�nea y perdurable. �De d�nde le vendr�a al artista la obligaci�n de acomodarse a una fuerza que s�lo en el n�mero tiene su fortaleza? Y si, por su talento y sus prop�sitos, el artista se siente por encima de cada uno de esos espectadores, �c�mo sentir�a m�s respeto por la expresi�n comunitaria de todas esas capacidades subordinadas a �l, que por el espectador individual due�o de un talento relativamente alt�simo? En verdad, ning�n artista griego trat� a su p�blico, a lo largo de toda una vida, con mayor atrevimiento y suficiencia que Eur�pides: �l, que, incluso cuando la masa se arrojaba a sus pies, la abofeteaba en p�blico, sublimemente orgulloso de su propia tendencia, de aquella misma tendencia con que hab�a logrado vencer a la masa. Si aquel genio hubiese tenido la m�s m�nima estima por el pandemonio del p�blico, se habr�a derrumbado bajo los mazazos de su fracaso, mucho antes de llegar a la mitad de su carrera. Sopesando esto, vemos que nuestra expresi�n de que Eur�pides llev� el espectador al escenario con el fin de hacerle verdaderamente capaz de dictar un juicio, fue s�lo una expresi�n provisional, y que hemos de buscar una comprensi�n m�s honda de su tendencia. A la inversa, de todos es conocido que �squilo y S�focles, mientras vivieron, m�s a�n, incluso mucho despu�s, gozaron plenamente del favor popular, y que, por tanto, con respecto a estos predecesores de Eur�pides no se puede hablar en modo alguno de una relaci�n tirante entre la obra de arte y el p�blico. �Qu� fue lo que apart� con tanta violencia a este artista dotad�simo, y urgido incesantemente a crear, del camino sobre el que resplandec�an el sol de los m�s grandes nombres de poetas y el despejado cielo del favor popular? �Qu� especial deferencia para con el espectador le llev� a enfrentarse a �ste? �C�mo pudo, por una estima demasiado elevada de su p�blico � desestimar a su p�blico?

Como poeta, Eur�pides se sent�a sin duda - �sta es la soluci�n del enigma que acabamos de plantear - por encima de la masa, pero no por encima de dos de sus espectadores: a la masa �l la llev� al escenario, a esos dos espectadores los respetaba como a los �nicos jueces y maestros de todo su arte capacitados para emitir un juicio: siguiendo sus indicaciones y advertencias, transfiri� a las almas de sus h�roes esc�nicos el mundo entero de sentimientos, pasiones y experiencias que hasta entonces, en los asientos de los espectadores, hab�an venido compareciendo a toda representaci�n solemne como un coro invisible, cedi� a sus exigencias al buscar tambi�n una palabra nueva y un sonido nuevo para esos caracteres nuevos, �nicamente en sus voces o�a �l tanto los juicios v�lidos sobre su creaci�n como el est�mulo prometedor de victorias, cuando volv�a a verse condenado una vez m�s por el tribunal del p�blico.

De esos dos espectadores uno es - Eur�pides mismo, Eur�pides en cuanto pensador, no en cuanto poeta. De �l podr�a decirse que, de manera parecida a lo que le ocurri� a Lessing, la extraordinaria abundancia de su talento cr�tico, si no produjo, s� fecund� continuamente una productividad art�stica marginal. Con ese talento, con toda la lucidez y agilidad de su pensar cr�tico, Eur�pides se hab�a sentado en el teatro y se hab�a esmerado por reconocer en las obras maestras de sus grandes predecesores, como en pinturas que se hubieran puesto oscuras, cada uno de los trazos, cada una de las l�neas. Y aqu� se hab�a encontrado con algo que el iniciado en los secretos m�s profundos de la tragedia esquilea no dejar� de aguardar: en cada rasgo y en cada l�nea percibi� algo inconmensurable, una cierta nitidez enga�osa y a la vez una profundidad enigm�tica, m�s a�n, una infinitud del trasfondo. La figura m�s clara ten�a siempre en s� adem�s una cola de cometa, la cual parec�a se�alar hacia lo incierto, hacia lo inaclarable. Esa misma penumbra recubr�a la estructura del drama y principalmente el significado del coro. �Y qu� ambigua permanec�a para �l la soluci�n de los problemas �ticos! �Qu� discutible el tratamiento de los mitos! �Qu� desigual el reparto de felicidad e infelicidad! Incluso en el lenguaje de la tragedia anterior hab�a para �l muchas cosas chocantes, o al menos enigm�ticas; en especial, encontraba demasiada pompa para situaciones sencillas, demasiados tropos y monstruosidades para la simplicidad de los caracteres. As�, cavilando con inquietud, estaba sentado en el teatro, y �l, el espectador, se confesaba que no entend�a a sus grandes predecesores. Pero como consideraba que el entendimiento era la �nica ra�z de todo gozar y crear, ten�a que interrogar y mirar a su alrededor para ver si no hab�a nadie que pensase como �l y que se confesase asimismo aquella inconmensurabilidad.

Pero la mayor�a de los individuos, y entre ellos los mejores, s�lo ten�an para �l una sonrisa recelosa; nadie pod�a explicarle, sin embargo, por qu�, frente a sus dudas y objeciones, los grandes maestros ten�an raz�n. Y hall�ndose en esa penosa situaci�n, encontr� al otro espectador que no comprend�a la tragedia y que, por ello, no la estimaba. Aliado con �l, fuele l�cito atreverse a iniciar, desde su aislamiento, la enorme lucha contra las obras de arte de �squilo y de S�focles - no con escritos pol�micos, sino como poeta dram�tico, que opon�a su noci�n de tragedia a la noci�n tradicional. -

Friedrich Nietzsche

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