El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Todo lo que aflora a la superficie en la parte apol�nea de la tragedia
griega, en el di�logo, ofrece un aspecto sencillo, transparente, bello. En
este sentido es el di�logo un reflejo del heleno, cuya naturaleza se
revela en el baile, ya que en �ste la fuerza m�xima es s�lo potencial,
pero se traiciona en la elasticidad y exuberancia del movimiento. Y as� el
lenguaje de los h�roes sofocleos nos sorprende por su precisi�n y claridad
apol�neas, de tal modo que en seguida nos figuramos penetrar con la mirada
en el fondo m�s �ntimo de su esencia, con cierto estupor porque el camino
hasta ese fondo sea tan corto. Pero si apartamos la vista del car�cter que
aflora a la superficie y que se vuelve visible del h�roe - car�cter que no
es, en el fondo, otra cosa que una imagen de luz proyectada sobre una
pantalla oscura, es decir, enteramente apariencia -, si penetramos, m�s
bien, en el mito que se proyecta a s� mismo en esos espejismos luminosos,
nos percataremos s�bitamente de un fen�meno en el que ocurre al rev�s que
en un conocido fen�meno �ptico. Cuando, habiendo hecho un en�rgico
esfuerzo de mirar de frente al sol, apartamos luego los ojos, cegados,
tenemos delante de ellos manchas de colores oscuros, que, por as� decirlo,
act�an como remedio para la ceguera: a la inversa, aquellas aparenciales
im�genes de luz del h�roe sofocleo, en suma, lo apol�neo de la m�scara,
son productos necesarios de una mirada que penetra en lo �ntimo y
horroroso de la naturaleza, son, por as� decirlo, manchas luminosas para
curar la vista lastimada por la noche horripilante. S�lo en este sentido
nos es l�cito creer que comprendemos de modo correcto el serio e
importante concepto de �jovialidad griega�; mientras que por todos los
caminos y senderos del presente nos encontramos, por el contrario, con el
concepto de esa jovialidad falsamente entendida, como si fuera un
bienestar no amenazado.
El personaje m�s doliente de la escena griega, el desgraciado Edipo,
fue concebido por S�focles como el hombre noble que, pese a su
sabidur�a, est� destinado al error y a la miseria, pero que al final
ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza
m�gica y bienhechora, la cual sigue actuando incluso despu�s de morir �l.
El hombre noble no peca, quiere decirnos el profundo poeta: tal vez a
causa de su obrar perezcan toda ley, todo orden natural, incluso el mundo
moral, pero cabalmente ese obrar es el que traza un c�rculo m�gico y
superior de efectos, que sobre las ruinas del viejo mundo derruido fundan
un mundo nuevo. Esto es lo que quiere decirnos el poeta, en cuanto es a la
vez un pensador religioso: como poeta, primero nos muestra el nudo
prodigiosamente embrollado de un proceso, nudo que el juez va desatando
lentamente, lazo tras lazo, para su propia perdici�n: la alegr�a
genuinamente hel�nica por esta desatadura dial�ctica es tan grande, que
sobre la obra entera se extiende por este motivo un soplo de jovialidad
superior que quita por todas partes sus p�as a los horrendos presupuestos
de aquel proceso. En Edipo en Colono nos encontramos
con esa misma jovialidad, pero encumbrada hasta una transfiguraci�n
infinita: frente al anciano castigado por un exceso de miseria, que est�
entregado puramente como paciente a todo lo que sobre �l cae
- encu�ntrase la jovialidad sobreterrenal, que desde la esfera divina
desciende hasta aqu� abajo y nos da a entender que es con su
comportamiento puramente pasivo con lo que el h�roe alcanza su actividad
suprema, la cual se extiende mucho m�s all� de su vida, mientras que todos
sus pensamientos y deseos conscientes en la vida anterior le han conducido
s�lo a la pasividad. El nudo del proceso de la f�bula de Edipo, que para
el ojo mortal estaba enredado de un modo insoluble, es desenredado as�
lentamente - y de nosotros se apodera la m�s honda alegr�a humana ante esa
r�plica divina de la dial�ctica. Aun cuando con esta explicaci�n hayamos
hecho justicia al poeta, siempre se podr� preguntar adem�s si el contenido
del mito est� con esto agotado: y aqu� se muestra que la concepci�n toda
del poeta no es otra cosa que justo aquella imagen de luz que la
salut�fera naturaleza nos pone delante, despu�s de que hemos lanzado una
mirada al abismo. �Edipo, asesino de su padre, Edipo, esposo de su madre,
Edipo, solucionador del enigma de la Esfinge! �Qu� nos dice la misteriosa
trinidad de estos actos fatales? Hay una antiqu�sima creencia popular,
especialmente persa, seg�n la cual un mago sabio s�lo puede nacer de un
incesto: cosa que, con respecto a Edipo, que resuelve el enigma y que se
casa con su madre, hemos de interpretar sin demora en el sentido de que
all� donde unas fuerzas adivinatorias y m�gicas quebrantan el sortilegio
del presente y del futuro, la r�gida ley de la individuaci�n y, en
general, la magia propiamente dicha de la naturaleza, all� tiene que haber
antes, como causa, una enorme transgresi�n de la naturaleza - como aqu� el
incesto -; pues, �c�mo se podr�a forzar a la naturaleza a entregar sus
secretos a no ser oponi�ndole una resistencia victoriosa, es decir,
mediante lo innatural? �ste es el conocimiento que yo veo expresado en
aquella espantosa trinidad de destinos de Edipo: el mismo que soluciona el
enigma de la naturaleza - de aquella Esfinge biforme - tiene que
transgredir tambi�n, como asesino de su padre y esposo de su madre, los
�rdenes m�s sagrados de la naturaleza. M�s a�n, el mito parece querer
susurrarnos que la sabidur�a, y precisamente la sabidur�a dionis�aca, es
una atrocidad contra naturaleza, que quien con su saber precipita a la
naturaleza en el abismo de la aniquilaci�n, �se tiene que experimentar
tambi�n en s� mismo la disoluci�n de la naturaleza. �La p�a de la
sabidur�a se vuelve contra el sabio; la sabidur�a es una transgresi�n de
la naturaleza�: tales son las horrorosas sentencias que el mito nos grita:
mas el poeta hel�nico toca cual un rayo de sol esa sublime y terrible
columna memn�nica que es el mito, de modo que �ste comienza a sonar de
repente - �con melod�as sofocleas!
A la aureola de la pasividad contrapongo yo ahora la aureola de la
actividad, que con su resplandor circunda al Prometeo
de �squilo. Lo que el pensador Esquilo ten�a que decirnos aqu�, pero que,
como poeta, s�lo nos deja presentir mediante su imagen simb�lica, eso ha
sabido desvel�rnoslo el joven Goethe en los temerarios versos de su
Prometeo:
�Aqu� estoy sentado, formo hombres
a mi imagen,
una estirpe que sea igual a m�,
que sufra, que llore,
que goce y se alegre
y que no se preocupe de ti,
como yo!
Alz�ndose hasta lo tit�nico conquista el hombre su propia cultura y
compele a los dioses a aliarse con �l, pues en sus manos tiene, con su
sabidur�a, la existencia y los l�mites de �stos. Pero lo m�s maravilloso
en esa poes�a sobre Prometeo, que por su pensamiento b�sico constituye el
aut�ntico himno de la impiedad, es la profunda tendencia esquilea a la
justicia: el inconmensurable sufrimiento del �individuo�
audaz, por un lado, y, por otro, la indigencia divina, m�s a�n, el
presentimiento de un crep�sculo de los dioses, el poder propio de aquellos
dos mundos de sufrimiento, que los constri�e a establecer una
reconciliaci�n, una unificaci�n metaf�sica - todo esto trae con toda
fuerza a la memoria el punto central y la tesis capital de la
consideraci�n esquilea del mundo, que ve a la Moira reinar como justicia
eterna sobre dioses y hombres. Dada la audacia asombrosa con que Esquilo
pone el mundo ol�mpico en los platillos de su balanza de la justicia,
tenemos que tener presente que el griego profundo dispon�a en sus
misterios de un sustrato inconmoviblemente firme del pensar metaf�sico, y
que todos sus caprichos esc�pticos pod�an descargarse sobre los ol�mpicos.
Con respecto a las divinidades el artista griego en especial experimentaba
un oscuro sentimiento de dependencia rec�proca: y justo en el Prometeo de
�squilo est� simbolizado ese sentimiento. El artista tit�nico encontraba
en s� la altiva creencia de que a los hombres �l pod�a crearlos, y a los
dioses ol�mpicos, al menos aniquilarlos: y esto, gracias a su superior
sabidur�a, que �l estaba obligado a expiar, de todos modos, con un
sufrimiento eterno. El magn�fico �poder� del gran genio, que ni siquiera
al precio de un sufrimiento eterno resulta caro, el rudo orgullo del
artista - �se es el contenido y el alma de la poes�a
esquilea, mientras que, en su Edipo, S�focles entona, como en un preludio,
la canci�n victoriosa del santo. Pero tampoco con
aquella interpretaci�n dada por �squilo al mito queda escrutada del todo
la asombrosa profundidad de su horror: antes bien, el placer del artista
por el devenir, la jovialidad del crear art�stico, que desaf�a toda
desgracia, son s�lo una nube y un cielo luminoso que se reflejan en un
negro lago de tristeza. La leyenda de Prometeo es posesi�n originaria de
la comunidad entera de los pueblos arios y documento de su aptitud para lo
tr�gico y profundo, m�s a�n, no ser�a inveros�mil que ese mito tuviese
para el ser ario el mismo significado caracter�stico que el mito del
pecado original tiene para el ser sem�tico, y que entre ambos mitos
existiese un grado de parentesco igual al que existe entre hermano y
hermana. El presupuesto de ese mito de Prometeo es el inmenso valor que
una humanidad ingenua otorga al fuego, verdadero
Paladio de toda cultura ascendente: pero que el hombre disponga libremente
del fuego, y no lo reciba tan s�lo por un regalo del cielo, como rayo
incendiario o como quemadura del sol que da calor, eso es algo que
aquellos contemplativos hombres primeros les parec�a un sacrilegio, un
robo hecho a la naturaleza divina. Y de este modo el primer problema
filos�fico establece inmediatamente una contradicci�n penosa e insoluble
entre hombre y dios, y coloca esa contradicci�n como un pe�asco a la
puerta de toda cultura. Mediante un sacrilegio conquista la humanidad las
cosas �ptimas y supremas de que ella puede participar, y tiene que aceptar
por su parte las consecuencias, a saber, todo el diluvio de sufrimientos y
de dolores con que los celestes ofendidos se ven obligados a afligir al
g�nero humano que noblemente aspira hacia lo alto: es �ste un pensamiento
�spero, que, por la dignidad que confiere al
sacrilegio, contrasta extra�amente con el mito sem�tico del pecado
original, en el cual se considera como origen del mal la curiosidad, el
enga�o mentiroso, la facilidad para dejarse seducir, la concupiscencia, en
suma, una serie de afecciones preponderantemente femeninas. Lo que
distingue a la visi�n aria es la idea sublime del pecado activo
como virtud genuinamente prometeica: con lo cual ha sido encontrado a
la vez el sustrato �tico de la tragedia pesimista, como
justificaci�n del mal humano, es decir, tanto de la culpa
humana como del sufrimiento causado por ella. La desventura que yace en la
esencia de las cosas - que el meditativo ario no est� inclinado a eliminar
con artificiosas interpretaciones -, la contradicci�n que mora en el
coraz�n del mundo rev�lansele como un entreveramiento de mundos
diferentes, de un mundo divino y de un mundo humano, por ejemplo, cada uno
de los cuales, como individuo, tiene raz�n, pero, como mundo individual al
lado de otro diferente, ha de sufrir por su individuaci�n. En el af�n
heroico del individuo por acceder a lo universal, en el intento de rebasar
el sortilegio de la individuaci�n y de querer ser �l mismo la esencia
�nica del mundo, el individuo padece en s� la contradicci�n primordial
oculta en las cosas, es decir, comete sacrilegios y sufre. Y as� los arios
conciben el sacrilegio como un var�n, y los semitas el pecado como una
mujer, de igual manera que es el var�n el que comete el primer sacrilegio
y la mujer la que comete el primer pecado. Por lo dem�s, el coro de las
brujas dice:
Nosotros no lo tomamos con tanto rigor:
con mil pasos lo hace la mujer;
mas, por mucho que ella se apresure,
con un salto lo hace el var�n.
Quien comprenda el n�cleo m�s �ntimo de la leyenda de Prometeo - a saber,
la necesidad del sacrilegio, impuesta al individuo de aspiraciones
tit�nicas -, tendr� que sentir tambi�n a la vez lo no-apol�neo de esa
concepci�n pesimista; pues a los seres individuales Apolo quiere
conducirlos al sosiego precisamente trazando l�neas fronterizas entre
ellos y recordando una y otra vez, con sus exigencias de conocerse a s�
mismo y de tener moderaci�n, que esas l�neas fronterizas son las leyes m�s
sagradas del mundo. Mas para que, dada esa tendencia apol�nea, la forma no
se quede congelada en una rigidez y frialdad egipcias, para que el
movimiento de todo el lago no se extinga bajo ese esfuerzo de prescribir a
cada ola su v�a y su terreno, de tiempo en tiempo la marea alta de lo
dionisiaco vuelve a destruir todos aquellos peque�os c�rculos dentro de
los cuales intentaba retener a los griegos la �voluntad� unilateralmente
apol�nea. Aquella marea s�bitamente crecida de lo dionisiaco toma entonces
sobre sus espaldas las peque�as ondulaciones particulares que son los
individuos, de igual manera que el hermano de Prometeo, el tit�n Atlas,
tom� sobre las suyas la tierra. Ese af�n tit�nico de llegar a ser, por as�
decirlo, el Atlas de todos los individuos y de llevarlos con anchas
espaldas cada vez m�s alto y cada vez m�s lejos, es lo que hay de com�n
entre lo prometeico y lo dionisiaco. As� considerado, el Prometeo de
�squilo es una m�scara dionisiaca, mientras que con aquella profunda
tendencia antes mencionada hacia la justicia �squilo le da a entender al
hombre inteligente que por parte de padre desciende de Apolo, dios de la
individuaci�n y de los l�mites de la justicia. Y de este modo la dualidad
del Prometeo de �squilo, su naturaleza a la vez dionisiaca y apol�nea,
podr�a ser expresada, en una f�rmula conceptual, del modo siguiente: �Todo
lo que existe es justo e injusto, y en ambos casos est� igualmente
justificado�.
��se es tu mundo! �Eso se llama un mundo!
Friedrich Nietzsche
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