La Cicuta



Descubriendo a los Fil�sofos
Fil�sofos Presocr�ticos
Fil�sofos Antiguos
Fil�sofos Medievales
Fil�sofos Modernos
Escuela de Frankfurt
Posestructuralismo
Existencialismo
Galer�as
Textos
Autores
Cicuta Filos�fica





El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

9

 

Todo lo que aflora a la superficie en la parte apol�nea de la tragedia griega, en el di�logo, ofrece un aspecto sencillo, transparente, bello. En este sentido es el di�logo un reflejo del heleno, cuya naturaleza se revela en el baile, ya que en �ste la fuerza m�xima es s�lo potencial, pero se traiciona en la elasticidad y exuberancia del movimiento. Y as� el lenguaje de los h�roes sofocleos nos sorprende por su precisi�n y claridad apol�neas, de tal modo que en seguida nos figuramos penetrar con la mirada en el fondo m�s �ntimo de su esencia, con cierto estupor porque el camino hasta ese fondo sea tan corto. Pero si apartamos la vista del car�cter que aflora a la superficie y que se vuelve visible del h�roe - car�cter que no es, en el fondo, otra cosa que una imagen de luz proyectada sobre una pantalla oscura, es decir, enteramente apariencia -, si penetramos, m�s bien, en el mito que se proyecta a s� mismo en esos espejismos luminosos, nos percataremos s�bitamente de un fen�meno en el que ocurre al rev�s que en un conocido fen�meno �ptico. Cuando, habiendo hecho un en�rgico esfuerzo de mirar de frente al sol, apartamos luego los ojos, cegados, tenemos delante de ellos manchas de colores oscuros, que, por as� decirlo, act�an como remedio para la ceguera: a la inversa, aquellas aparenciales im�genes de luz del h�roe sofocleo, en suma, lo apol�neo de la m�scara, son productos necesarios de una mirada que penetra en lo �ntimo y horroroso de la naturaleza, son, por as� decirlo, manchas luminosas para curar la vista lastimada por la noche horripilante. S�lo en este sentido nos es l�cito creer que comprendemos de modo correcto el serio e importante concepto de �jovialidad griega�; mientras que por todos los caminos y senderos del presente nos encontramos, por el contrario, con el concepto de esa jovialidad falsamente entendida, como si fuera un bienestar no amenazado.

El personaje m�s doliente de la escena griega, el desgraciado Edipo, fue concebido por S�focles como el hombre noble que, pese a su sabidur�a, est� destinado al error y a la miseria, pero que al final ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza m�gica y bienhechora, la cual sigue actuando incluso despu�s de morir �l. El hombre noble no peca, quiere decirnos el profundo poeta: tal vez a causa de su obrar perezcan toda ley, todo orden natural, incluso el mundo moral, pero cabalmente ese obrar es el que traza un c�rculo m�gico y superior de efectos, que sobre las ruinas del viejo mundo derruido fundan un mundo nuevo. Esto es lo que quiere decirnos el poeta, en cuanto es a la vez un pensador religioso: como poeta, primero nos muestra el nudo prodigiosamente embrollado de un proceso, nudo que el juez va desatando lentamente, lazo tras lazo, para su propia perdici�n: la alegr�a genuinamente hel�nica por esta desatadura dial�ctica es tan grande, que sobre la obra entera se extiende por este motivo un soplo de jovialidad superior que quita por todas partes sus p�as a los horrendos presupuestos de aquel proceso. En Edipo en Colono nos encontramos con esa misma jovialidad, pero encumbrada hasta una transfiguraci�n infinita: frente al anciano castigado por un exceso de miseria, que est� entregado puramente como paciente a todo lo que sobre �l cae - encu�ntrase la jovialidad sobreterrenal, que desde la esfera divina desciende hasta aqu� abajo y nos da a entender que es con su comportamiento puramente pasivo con lo que el h�roe alcanza su actividad suprema, la cual se extiende mucho m�s all� de su vida, mientras que todos sus pensamientos y deseos conscientes en la vida anterior le han conducido s�lo a la pasividad. El nudo del proceso de la f�bula de Edipo, que para el ojo mortal estaba enredado de un modo insoluble, es desenredado as� lentamente - y de nosotros se apodera la m�s honda alegr�a humana ante esa r�plica divina de la dial�ctica. Aun cuando con esta explicaci�n hayamos hecho justicia al poeta, siempre se podr� preguntar adem�s si el contenido del mito est� con esto agotado: y aqu� se muestra que la concepci�n toda del poeta no es otra cosa que justo aquella imagen de luz que la salut�fera naturaleza nos pone delante, despu�s de que hemos lanzado una mirada al abismo. �Edipo, asesino de su padre, Edipo, esposo de su madre, Edipo, solucionador del enigma de la Esfinge! �Qu� nos dice la misteriosa trinidad de estos actos fatales? Hay una antiqu�sima creencia popular, especialmente persa, seg�n la cual un mago sabio s�lo puede nacer de un incesto: cosa que, con respecto a Edipo, que resuelve el enigma y que se casa con su madre, hemos de interpretar sin demora en el sentido de que all� donde unas fuerzas adivinatorias y m�gicas quebrantan el sortilegio del presente y del futuro, la r�gida ley de la individuaci�n y, en general, la magia propiamente dicha de la naturaleza, all� tiene que haber antes, como causa, una enorme transgresi�n de la naturaleza - como aqu� el incesto -; pues, �c�mo se podr�a forzar a la naturaleza a entregar sus secretos a no ser oponi�ndole una resistencia victoriosa, es decir, mediante lo innatural? �ste es el conocimiento que yo veo expresado en aquella espantosa trinidad de destinos de Edipo: el mismo que soluciona el enigma de la naturaleza - de aquella Esfinge biforme - tiene que transgredir tambi�n, como asesino de su padre y esposo de su madre, los �rdenes m�s sagrados de la naturaleza. M�s a�n, el mito parece querer susurrarnos que la sabidur�a, y precisamente la sabidur�a dionis�aca, es una atrocidad contra naturaleza, que quien con su saber precipita a la naturaleza en el abismo de la aniquilaci�n, �se tiene que experimentar tambi�n en s� mismo la disoluci�n de la naturaleza. �La p�a de la sabidur�a se vuelve contra el sabio; la sabidur�a es una transgresi�n de la naturaleza�: tales son las horrorosas sentencias que el mito nos grita: mas el poeta hel�nico toca cual un rayo de sol esa sublime y terrible columna memn�nica que es el mito, de modo que �ste comienza a sonar de repente - �con melod�as sofocleas!

A la aureola de la pasividad contrapongo yo ahora la aureola de la actividad, que con su resplandor circunda al Prometeo de �squilo. Lo que el pensador Esquilo ten�a que decirnos aqu�, pero que, como poeta, s�lo nos deja presentir mediante su imagen simb�lica, eso ha sabido desvel�rnoslo el joven Goethe en los temerarios versos de su Prometeo:

�Aqu� estoy sentado, formo hombres

a mi imagen,

una estirpe que sea igual a m�,

que sufra, que llore,

que goce y se alegre

y que no se preocupe de ti,

como yo!

 

Alz�ndose hasta lo tit�nico conquista el hombre su propia cultura y compele a los dioses a aliarse con �l, pues en sus manos tiene, con su sabidur�a, la existencia y los l�mites de �stos. Pero lo m�s maravilloso en esa poes�a sobre Prometeo, que por su pensamiento b�sico constituye el aut�ntico himno de la impiedad, es la profunda tendencia esquilea a la justicia: el inconmensurable sufrimiento del �individuo� audaz, por un lado, y, por otro, la indigencia divina, m�s a�n, el presentimiento de un crep�sculo de los dioses, el poder propio de aquellos dos mundos de sufrimiento, que los constri�e a establecer una reconciliaci�n, una unificaci�n metaf�sica - todo esto trae con toda fuerza a la memoria el punto central y la tesis capital de la consideraci�n esquilea del mundo, que ve a la Moira reinar como justicia eterna sobre dioses y hombres. Dada la audacia asombrosa con que Esquilo pone el mundo ol�mpico en los platillos de su balanza de la justicia, tenemos que tener presente que el griego profundo dispon�a en sus misterios de un sustrato inconmoviblemente firme del pensar metaf�sico, y que todos sus caprichos esc�pticos pod�an descargarse sobre los ol�mpicos. Con respecto a las divinidades el artista griego en especial experimentaba un oscuro sentimiento de dependencia rec�proca: y justo en el Prometeo de �squilo est� simbolizado ese sentimiento. El artista tit�nico encontraba en s� la altiva creencia de que a los hombres �l pod�a crearlos, y a los dioses ol�mpicos, al menos aniquilarlos: y esto, gracias a su superior sabidur�a, que �l estaba obligado a expiar, de todos modos, con un sufrimiento eterno. El magn�fico �poder� del gran genio, que ni siquiera al precio de un sufrimiento eterno resulta caro, el rudo orgullo del artista - �se es el contenido y el alma de la poes�a esquilea, mientras que, en su Edipo, S�focles entona, como en un preludio, la canci�n victoriosa del santo. Pero tampoco con aquella interpretaci�n dada por �squilo al mito queda escrutada del todo la asombrosa profundidad de su horror: antes bien, el placer del artista por el devenir, la jovialidad del crear art�stico, que desaf�a toda desgracia, son s�lo una nube y un cielo luminoso que se reflejan en un negro lago de tristeza. La leyenda de Prometeo es posesi�n originaria de la comunidad entera de los pueblos arios y documento de su aptitud para lo tr�gico y profundo, m�s a�n, no ser�a inveros�mil que ese mito tuviese para el ser ario el mismo significado caracter�stico que el mito del pecado original tiene para el ser sem�tico, y que entre ambos mitos existiese un grado de parentesco igual al que existe entre hermano y hermana. El presupuesto de ese mito de Prometeo es el inmenso valor que una humanidad ingenua otorga al fuego, verdadero Paladio de toda cultura ascendente: pero que el hombre disponga libremente del fuego, y no lo reciba tan s�lo por un regalo del cielo, como rayo incendiario o como quemadura del sol que da calor, eso es algo que aquellos contemplativos hombres primeros les parec�a un sacrilegio, un robo hecho a la naturaleza divina. Y de este modo el primer problema filos�fico establece inmediatamente una contradicci�n penosa e insoluble entre hombre y dios, y coloca esa contradicci�n como un pe�asco a la puerta de toda cultura. Mediante un sacrilegio conquista la humanidad las cosas �ptimas y supremas de que ella puede participar, y tiene que aceptar por su parte las consecuencias, a saber, todo el diluvio de sufrimientos y de dolores con que los celestes ofendidos se ven obligados a afligir al g�nero humano que noblemente aspira hacia lo alto: es �ste un pensamiento �spero, que, por la dignidad que confiere al sacrilegio, contrasta extra�amente con el mito sem�tico del pecado original, en el cual se considera como origen del mal la curiosidad, el enga�o mentiroso, la facilidad para dejarse seducir, la concupiscencia, en suma, una serie de afecciones preponderantemente femeninas. Lo que distingue a la visi�n aria es la idea sublime del pecado activo como virtud genuinamente prometeica: con lo cual ha sido encontrado a la vez el sustrato �tico de la tragedia pesimista, como justificaci�n del mal humano, es decir, tanto de la culpa humana como del sufrimiento causado por ella. La desventura que yace en la esencia de las cosas - que el meditativo ario no est� inclinado a eliminar con artificiosas interpretaciones -, la contradicci�n que mora en el coraz�n del mundo rev�lansele como un entreveramiento de mundos diferentes, de un mundo divino y de un mundo humano, por ejemplo, cada uno de los cuales, como individuo, tiene raz�n, pero, como mundo individual al lado de otro diferente, ha de sufrir por su individuaci�n. En el af�n heroico del individuo por acceder a lo universal, en el intento de rebasar el sortilegio de la individuaci�n y de querer ser �l mismo la esencia �nica del mundo, el individuo padece en s� la contradicci�n primordial oculta en las cosas, es decir, comete sacrilegios y sufre. Y as� los arios conciben el sacrilegio como un var�n, y los semitas el pecado como una mujer, de igual manera que es el var�n el que comete el primer sacrilegio y la mujer la que comete el primer pecado. Por lo dem�s, el coro de las brujas dice:

 

Nosotros no lo tomamos con tanto rigor:

con mil pasos lo hace la mujer;

mas, por mucho que ella se apresure,

con un salto lo hace el var�n.

 

Quien comprenda el n�cleo m�s �ntimo de la leyenda de Prometeo - a saber, la necesidad del sacrilegio, impuesta al individuo de aspiraciones tit�nicas -, tendr� que sentir tambi�n a la vez lo no-apol�neo de esa concepci�n pesimista; pues a los seres individuales Apolo quiere conducirlos al sosiego precisamente trazando l�neas fronterizas entre ellos y recordando una y otra vez, con sus exigencias de conocerse a s� mismo y de tener moderaci�n, que esas l�neas fronterizas son las leyes m�s sagradas del mundo. Mas para que, dada esa tendencia apol�nea, la forma no se quede congelada en una rigidez y frialdad egipcias, para que el movimiento de todo el lago no se extinga bajo ese esfuerzo de prescribir a cada ola su v�a y su terreno, de tiempo en tiempo la marea alta de lo dionisiaco vuelve a destruir todos aquellos peque�os c�rculos dentro de los cuales intentaba retener a los griegos la �voluntad� unilateralmente apol�nea. Aquella marea s�bitamente crecida de lo dionisiaco toma entonces sobre sus espaldas las peque�as ondulaciones particulares que son los individuos, de igual manera que el hermano de Prometeo, el tit�n Atlas, tom� sobre las suyas la tierra. Ese af�n tit�nico de llegar a ser, por as� decirlo, el Atlas de todos los individuos y de llevarlos con anchas espaldas cada vez m�s alto y cada vez m�s lejos, es lo que hay de com�n entre lo prometeico y lo dionisiaco. As� considerado, el Prometeo de �squilo es una m�scara dionisiaca, mientras que con aquella profunda tendencia antes mencionada hacia la justicia �squilo le da a entender al hombre inteligente que por parte de padre desciende de Apolo, dios de la individuaci�n y de los l�mites de la justicia. Y de este modo la dualidad del Prometeo de �squilo, su naturaleza a la vez dionisiaca y apol�nea, podr�a ser expresada, en una f�rmula conceptual, del modo siguiente: �Todo lo que existe es justo e injusto, y en ambos casos est� igualmente justificado�.

 

��se es tu mundo! �Eso se llama un mundo!

 

Friedrich Nietzsche 

Ir a Foro Sobre Dudas

contáctanos



Actividades
3�A
3�B
3�C
3�D
4�A
4�B
4�C
4�D
Otros Sitios de Inter�s
Ocio Filos�fico
Marques de Sade
George Bataille
Boris Vian
Antonin Artaud
Charles Baudelaire
Althusser
Giles Deleuze
Stultifera Navis
Fausto: La Refracci�n de un Mito
Goethe's Faust

Volver Ir a la Página Siguiente
Hosted by www.Geocities.ws

1