El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Tanto el s�tiro como el id�lico pastor de nuestra �poca moderna son,
ambos, productos nacidos de un anhelo orientado hacia lo originario y
natural; �mas con qu� firme e intr�pida garra as�a el griego a su hombre
de los bosques, y de qu� avergonzada y d�bil manera juguetea el hombre
moderno con la imagen lisonjera de un pastor delicado, blando, que toca la
flauta! Una naturaleza no trabajada a�n por ning�n conocimiento, en la que
todav�a no han sido forzados los cerrojos de la cultura - eso es lo que el
griego ve�a en su s�tiro, el cual, por ello, no coincid�a a�n, para �l,
con el mono. Al contrario: era la imagen primordial del ser humano, la
expresi�n de sus emociones m�s altas y fuertes, en cuanto era el
entusiasta exaltado al que extas�a la proximidad del dios, el camarada que
comparte el sufrimiento, en el que se repite el sufrimiento del dios, el
anunciador de una sabidur�a que habla desde lo m�s hondo del pecho de la
naturaleza, el s�mbolo de la omnipotencia sexual de la naturaleza, que el
griego est� habituado a contemplar con respetuoso estupor. El s�tiro era
algo sublime y divino: eso ten�a que parecerle especialmente a la mirada
del hombre dionis�aco, vidriada por el dolor. A �l le habr�a ofendido el
pastor acicalado, ficticio: con sublime satisfacci�n demor�base su ojo en
los trazos grandiosos de la naturaleza, no atrofiados ni cubiertos por
velo alguno; aqu� la ilusi�n de la cultura hab�a sido borrada de la imagen
primordial del ser humano, aqu� se desvelaba el hombre verdadero, el
s�tiro barbudo, que dirige gritos de j�bilo a su dios. Ante �l, el hombre
civilizado se reduc�a a una caricatura mentirosa. Tambi�n en lo que
respecta a estos comienzos del arte tr�gico tiene raz�n Schiller: el coro
es un muro vivo erigido contra la realidad asaltante, porque �l - el coro
de s�tiros - refleja la existencia de una manera m�s veraz, m�s real, m�s
completa que el hombre civilizado, que com�nmente se considera a s� mismo
como �nica realidad. La esfera de la poes�a no se encuentra fuera del
mundo, cual fantasmag�rica imposibilidad propia de un cerebro de poeta:
ella quiere ser cabalmente lo contrario, la no aderezada expresi�n de la
verdad, y justo por ello tiene que arrojar lejos de s� el mendaz atav�o de
aquella presunta realidad del hombre civilizado. El contraste entre esta
aut�ntica verdad natural y la mentira civilizada que se comporta como si
ella fuese la �nica realidad es un contraste similar al que se da entre el
n�cleo eterno de las cosas, la cosa en s�, y el mundo aparencial en su
conjunto: y de igual modo que con su consuelo metaf�sico la tragedia
se�ala hacia la vida eterna de aquel n�cleo de la existencia, en medio de
la constante desaparici�n de las apariencias, as� el simbolismo del coro
sat�rico expresa ya en un s�mbolo aquella relaci�n primordial que existe
entre la cosa en s� y la apariencia. Aquel id�lico pastor del hombre
moderno es tan s�lo un remedo de la suma de ilusiones culturales que �ste
considera como naturaleza: el griego dionis�aco quiere la verdad y la
naturaleza en su fuerza m�xima - se ve a s� mismo transformado m�gicamente
en s�tiro.
Con tales estados de �nimo y tales conocimientos la muchedumbre
entusiasmada de los servidores de Dioniso lanza gritos de j�bilo: el poder
de aqu�llos los transforma ante sus propios ojos, de modo que se imaginan
verse como genios naturales renovados, como s�tiros. La constituci�n
posterior del coro tr�gico es la imitaci�n art�stica de ese fen�meno
natural; en esta imitaci�n fue necesario realizar, de todos modos, una
separaci�n entre los espectadores dionis�acos y los hombres transformados
por la magia dionis�aca. S�lo que es preciso tener siempre presente que el
p�blico de la tragedia �tica se reencontraba a s� mismo en el coro de la
orquesta, que en el fondo no hab�a ninguna ant�tesis entre p�blico y coro:
pues lo �nico que hay es un gran coro sublime de s�tiros que bailan y
cantan, o de quienes se hacen representar por ellos. La frase de Schlegel
tiene que descubr�rsenos aqu� en un sentido m�s profundo. El coro es el
�espectador ideal� en la medida en que es el �nico observador
el observador del mundo visionario de la escena. El p�blico de
espectadores, tal como lo conocemos nosotros, fue desconocido para los
griegos: en sus teatros, dada la estructura en forma de terrazas del
espacio reservado a los espectadores, que se elevaba en arcos
conc�ntricos, �rale posible a cada uno mirar desde arriba,
con toda propiedad, el mundo cultural entero que le rodeaba, e
imaginarse, en un saciado mirar, coreuta �l mismo. De acuerdo con esta
intuici�n nos es l�cito llamar al coro, en su estadio primitivo de la
tragedia primera, un autorreflejo del hombre dionis�aco: lo que mejor
puede aclarar este fen�meno es el proceso que acontece en el actor, el
cual, cuando es de verdadero talento, ve flotar tangiblemente ante sus
ojos la figura del personaje que a �l le toca representar. El coro de
s�tiros es ante todo una visi�n tenida por la masa dionis�aca, de igual
modo que el mundo del escenario es, a su vez, una visi�n tenida por ese
coro de s�tiros: la fuerza de esa visi�n es lo bastante poderosa para
hacer que la mirada quede embotada y se vuelva insensible a la impresi�n
de la �realidad�, a los hombres civilizados situados en torno en las filas
de asientos. La forma del teatro griego recuerda un solitario valle de
monta�a; la arquitectura de la escena aparece como una resplandeciente
nube que las bacantes que vagan por la monta�a divisan desde la cumbre,
como el recuadro magn�fico en cuyo centro se les revela la imagen de
Dioniso.
Dada nuestra visi�n erudita de los procesos art�sticos elementales, ese
fen�meno art�stico primordial de que aqu� hablamos para explicar el coro
tr�gico resulta casi escandaloso: mientras que no puede haber cosa m�s
cierta que �sta, que el poeta es poeta �nicamente porque se ve rodeado de
figuras que viven y act�an ante �l y en cuya esencia m�s �ntima �l penetra
con su mirada. Por una peculiar debilidad de la inteligencia moderna,
nosotros nos inclinamos a representarnos el fen�meno est�tico primordial
de una forma demasiado complicada y abstracta. Para el poeta aut�ntico la
met�fora no es una figura ret�rica, sino una imagen suced�nea que flota
realmente ante �l, en lugar de un concepto. Para �l el car�cter no es un
todo compuesto de rasgos aislados y recogidos de diversos sitios, sino un
personaje insistentemente vivo ante sus ojos, y que se distingue de la
visi�n an�loga del pintor tan s�lo porque contin�a viviendo y actuando de
modo permanente. �Por qu� las descripciones que Homero hace son mucho m�s
intuitivas que las de todos los dem�s poetas? Porque �l intuye mucho m�s
que ellos. Sobre la poes�a nosotros hablamos de modo tan abstracto porque
todos nosotros solemos ser malos poetas. En el fondo el fen�meno est�tico
es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo
constantemente un juego viviente y de vivir rodeado de continuo por
muchedumbres de esp�ritus; para ser dramaturgo basta con sentir el impulso
de transformarse a s� mismo y de hablar por boca de otros cuerpos y otras
almas.
La excitaci�n dionis�aca es capaz de comunicar a una masa entera ese don
art�stico de verse rodeada por semejante muchedumbre de esp�ritus, con la
que ella se sabe �ntimamente unida. Este proceso del coro tr�gico es el
fen�meno dram�tico primordial: verse uno transformado
a s� mismo delante de s�, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado
en otro cuerpo, en otro car�cter. Este proceso est� al comienzo del
desarrollo del drama. Aqu� hay una cosa distinta del rapsoda, el cual no
se fusiona con sus im�genes, sino que, parecido al pintor, las ve fuera de
s� con ojo contemplativo; aqu� hay ya una suspensi�n del individuo, debida
al ingreso en una naturaleza ajena. Y, en verdad, ese fen�meno sobreviene
como una epidemia: una muchedumbre entera se siente m�gicamente
transformada de ese modo. El ditirambo es, por ello, esencialmente
distinto de todo otro canto coral. Las v�rgenes que se dirigen
solemnemente hacia el templo de Apolo con ramas de laurel en las manos y
que entre tanto van cantando una canci�n procesional contin�an siendo
quienes son y conservan su nombre civil: el coro ditir�mbico es un coro de
transformados, en los que han quedado olvidados del todo su pasado civil,
su posici�n social: se han convertido en servidores intemporales de su
dios, que viven fuera de todas las esferas sociales. Todo el resto de la
l�rica coral de los helenos es tan s�lo una gigantesca ampliaci�n del
cantor apol�neo individual; mientras que en el ditirambo lo que est� ante
nosotros es una comunidad de actores inconscientes, que se ven unos a
otros como transformados.
La transformaci�n m�gica es el presupuesto de todo arte dram�tico.
Transformado de ese modo, el entusiasta dionis�aco se ve a s� mismo como
s�tiro, y como s�tiro ve tambi�n al dios, es decir,
ve, en su transformaci�n, una nueva visi�n fuera de s�, como consumaci�n
apol�nea de su estado. Con esta nueva visi�n queda completo el drama.
De acuerdo con este conocimiento, hemos de concebir la tragedia griega
como un coro dionis�aco que una y otra vez se descarga en un mundo
apol�neo de im�genes. Aquellas partes corales entretejidas en la tragedia
son, pues, en cierto modo, el seno materno de todo lo que se denomina
di�logo, es decir, del mundo esc�nico en su conjunto, del drama
propiamente dicho. En numerosas descargas sucesivas ese fondo primordial
de la tragedia irradia aquella visi�n en que consiste el drama: visi�n que
es en su totalidad una apariencia on�rica, y por tanto de naturaleza
�pica, mas, por otro lado, como objetivaci�n de un estado dionis�aco, no
representa la redenci�n apol�nea en la apariencia, sino, por el contrario,
el hacerse pedazos el individuo y el unificarse con el ser primordial. El
drama es, por tanto, la manifestaci�n apol�nea sensible de conocimientos y
efectos dionis�acos, y por ello est� separado de la epopeya como por un
abismo enorme.
El coro de la tragedia griega, s�mbolo de toda la
masa agitada por una excitaci�n dionis�aca, encuentra su explicaci�n plena
en esta concepci�n nuestra. Mientras que antes, por estar habituados a la
posici�n que en el escenario moderno ocupa el coro, sobre todo el coro de
�pera, no pod�amos comprender en modo alguno que aquel coro tr�gico de los
griegos fuese m�s antiguo, m�s originario, incluso m�s importante que la
�acci�n� propiamente dicha - como nos dec�a con toda claridad la tradici�n
-, mientras que antes tampoco pod�amos compaginar con aquella elevada
importancia y originariedad de que habla la tradici�n el hecho de que, sin
embargo, el coro estuviese compuesto de seres bajos y serviles, m�s a�n,
al principio s�lo de s�tiros cabrunos, mientras que antes la colocaci�n de
la orquesta delante del escenario continuaba siendo para nosotros un
enigma, ahora hemos comprendido que en el fondo el escenario, junto con la
acci�n, fue pensado originariamente s�lo como una visi�n,
que la �nica �realidad� es cabalmente el coro, el cual genera de s� la
visi�n y habla de ella con el simbolismo total del baile, de la m�sica y
de la palabra. Este coro contempla en su visi�n a su se�or y maestro
Dioniso, y por ello es eternamente el coro servidor:
�l ve c�mo aqu�l, el dios, sufre y se glorifica, y por ello �l mismo no
act�a. En esta situaci�n de completo servicio al dios el
coro es, sin embargo, la expresi�n suprema, es decir, dionis�aca de la
naturaleza, y por ello, al igual que �sta,
pronuncia en su entusiasmo or�culos y sentencias de sabidur�a: por ser el
coro que participa del sufrimiento es a la vez el
coro sabio, que proclama la verdad desde el coraz�n
del mundo. As� es como surge aquella figura fantasmag�rica, que parece tan
escandalosa, del s�tiro sabio y entusiasmado, que es a la vez el �hombre
tonto� en contraposici�n al dios: reflejo de la naturaleza y de sus
instintos m�s fuertes, m�s a�n, s�mbolo de la misma, y a la vez pregonero
de su sabidur�a y de su arte: m�sico, poeta, bailar�n, visionario en
una sola persona.
Seg�n este conocimiento y seg�n la tradici�n, al principio, en el per�odo
m�s antiguo de la tragedia, Dioniso, h�roe genuino
del escenario y punto central de la visi�n, no est� verdaderamente
presente, sino que s�lo es representado como presente: es decir, en su
origen la tragedia es s�lo �coro� y no �drama�. M�s tarde se hace el
ensayo de mostrar como real al dios y de representar como visible a
cualquier ojo la figura de la visi�n, junto con todo el marco
transfigurador: as� es como comienza el �drama� en sentido estricto. Ahora
se le encomienda al coro ditir�mbico la tarea de excitar dionis�acamente
hasta tal grado el estado de �nimo de los oyentes, que cuando el h�roe
tr�gico aparezca en la escena �stos no vean acaso el hombre cubierto con
una m�scara deforme, sino la figura de una visi�n, nacida, por as�
decirlo, de su propio �xtasis. Imagin�monos a Admeto recordando en
profunda meditaci�n a su esposa Alcestis que acaba de fallecer, y
consumi�ndose totalmente en la contemplaci�n espiritual de la misma - c�mo
de repente conducen hacia �l, cubierta por un velo, una figura femenina de
formas semejantes a las de aqu�lla, de andar parecido: imagin�monos su
s�bita y tr�mula inquietud, su impetuoso comparar, su convicci�n
instintiva - tendremos as� algo an�logo al sentimiento con que el
espectador agitado por la excitaci�n dionis�aca ve�a avanzar por el
escenario al dios con cuyo sufrimiento se hab�a ya identificado.
Involuntariamente transfer�a la imagen entera del dios que vibraba
m�gicamente ante su alma a aquella figura enmascarada, y, por as� decirlo,
dilu�a la realidad de �sta en una irrealidad fantasmal. �ste es el estado
apol�neo del sue�o, en el cual el mundo del d�a queda cubierto por un
velo, y ante nuestros ojos nace, en un continuo cambio, un mundo nuevo,
m�s claro, m�s comprensible, m�s conmovedor que aqu�l, y, sin embargo, m�s
parecido a las sombras. Seg�n esto, nosotros percibimos en la tragedia una
ant�tesis estil�stica radical: en la l�rica dionis�aca del coro y, por
otro lado, en el on�rico mundo apol�neo de la escena, lenguaje, color,
movilidad, dinamismo de la palabra se disocian como esferas de expresi�n
completamente separadas. Las apariencias apol�neas, en las cuales Dioniso
se objetiva, no son ya �un mar eterno, un cambiante mecerse, un ardiente
vivir�, como lo es la m�sica del coro, no son ya aquellas fuerzas s�lo
sentidas, pero no condensadas en imagen, en las que el entusiasta servidor
de Dioniso barrunta la cercan�a del dios: ahora son la claridad y la
solidez de la forma �pica las que le hablan desde el escenario, ahora
Dioniso no habla ya por medio de fuerzas, sino como un h�roe �pico, casi
con el lenguaje de Homero.
Friedrich Nietzsche
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