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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche

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Tenemos que recurrir ahora a la ayuda de todos los principios art�sticos examinados hasta este momento para orientarnos dentro del laberinto, pues as� es como tenemos que designar el origen de la tragedia griega. Pienso que no hago una afirmaci�n disparatada al decir que hasta ahora el problema de ese origen no ha sido ni siquiera planteado en serio, y mucho menos ha sido resuelto, aunque con mucha frecuencia los jirones flotantes de la tradici�n antigua hayan sido ya cosidos y combinados entre s�, y luego hayan vuelto a ser desgarrados. Esa tradici�n nos dice resueltamente que la tragedia surgi� del coro tr�gico y que en su origen era �nicamente coro y nada m�s que coro: de lo cual sacamos nosotros la obligaci�n de penetrar con la mirada hasta el coraz�n de ese coro tr�gico, que es el aut�ntico drama primordial, sin dejarnos contentar de alguna manera con las frases ret�ricas corrientes - que dicen que el coro es el espectador ideal, o que est� destinado a representar al pueblo frente a la regi�n principesca de la escena -. Esta �ltima explicaci�n, que a m�s de un pol�tico le parece sublime - como si la inmutable ley moral estuviese representada por los democr�ticos atenienses en el coro popular, el cual tendr�a siempre raz�n, por encima de las extralimitaciones y desenfrenos pasionales de los reyes - acaso venga sugerida por una frase de Arist�teles: pero carece de influjo sobre la formaci�n originaria de la tragedia, ya que de aquellos or�genes puramente religiosos est� excluida toda ant�tesis entre pueblo y pr�ncipe, y, en general cualquier esfera pol�tico-social; pero adem�s, con respecto a la forma cl�sica del coro en �squilo y en S�focles conocida por nosotros, considerar�amos una blasfemia hablar de que aqu� hay un presentimiento de una �representaci�n constitucional del pueblo�, blasfemia ante la que otros no se han arredrado. Una representaci�n popular del pueblo no la conocen in praxi las constituciones pol�ticas antiguas, y, como puede esperarse, tampoco la han �presentido� siquiera en su tragedia.

Mucho m�s c�lebre que esta explicaci�n pol�tica del coro es el pensamiento de A. W. Schlegel, quien nos recomienda considerar el coro en cierto modo como un compendio y extracto de la masa de los espectadores, como el �espectador ideal�. Confrontada esta opini�n con aquella tradici�n hist�rica seg�n la cual la tragedia fue en su origen s�lo coro, muestra ser lo que es, una aseveraci�n tosca, no cient�fica, pero brillante, cuyo brillo procede tan s�lo de la forma concentrada de su expresi�n, de la predisposici�n genuinamente germ�nica a favor de todo lo adjetivado de �ideal�, y de nuestra estupefacci�n moment�nea. Nosotros nos quedamos estupefactos, en efecto, tan pronto como comparamos el bien conocido p�blico teatral de hoy con aquel coro, y nos preguntamos si ser� posible sacar alguna vez de ese p�blico, a base de idealizarlo, algo an�logo al coro tr�gico. Negamos esto en silencio, y ahora nos maravillamos tanto de la audacia de la aseveraci�n de Schlegel como de la naturaleza totalmente distinta del p�blico griego. Nosotros hab�amos opinado siempre, en efecto, que el espectador genuino, cualquiera que sea, tiene que permanecer consciente en todo momento de que lo que tiene delante de s� es una obra de arte, no una realidad emp�rica: mientras que el coro tr�gico de los griegos est� obligado a reconocer en las figuras del escenario existencias corp�reas. El coro de las oce�nides cree ver realmente delante de s� al tit�n Prometeo, y se considera a s� mismo tan real como el dios de la escena. �Y la especie m�s alta y pura de espectador ser�a la que considerase, lo mismo que las oce�nides, que Prometeo est� corporalmente presente y es real? �Y el signo distintivo del espectador ideal ser�a correr hacia el escenario y liberar al dios de sus tormentos? Nosotros hab�amos cre�do en un p�blico est�tico, y al espectador individual lo hab�amos considerado tanto m�s capacitado cuanto m�s estuviese en situaci�n de tomar la obra de arte como arte, es decir, de manera est�tica; y ahora la expresi�n de Schlegel nos ha insinuado que el espectador perfecto e ideal es el que deja que el mundo de la escena act�e sobre �l, no de manera est�tica, sino de manera corp�rea y emp�rica. �Oh, esos griegos!, suspir�bamos; �nos echan por tierra nuestra est�tica! Pero, habituados a ella, repet�amos la sentencia de Schlegel siempre que se hablaba del coro.

Aquella tradici�n tan expl�cita habla aqu�, sin embargo, en contra de Schlegel: el coro en s�, sin escenario, esto es, la forma primitiva de la tragedia, y aquel coro de espectadores ideales no son compatibles entre s�. �Qu� g�nero art�stico ser�a ese, que estar�a colegido del concepto de espectador, y del cual tendr�amos que considerar como forma aut�ntica el �espectador en s��? El espectador sin espect�culo es un concepto absurdo. Nos tememos que el origen de la tragedia no sea explicable ni con la alta estima de la inteligencia moral de las masas, ni con el concepto de espectador sin espect�culo, y nos parece demasiado profundo ese problema como para que unas formas tan superficiales de considerarlo lleguen siquiera a rozarlo.

Una intuici�n infinitamente m�s valiosa sobre el significado del coro nos la hab�a dado a conocer ya, en el famoso pr�logo de La novia de Mesina, Schiller, el cual considera el coro como un muro viviente tendido por la tragedia a su alrededor para aislarse n�tidamente del mundo real y preservar su suelo ideal y su libertad po�tica.

Con esta arma capital lucha Schiller contra el concepto vulgar de lo natural, contra la ilusi�n com�nmente exigida en la poes�a dram�tica. Mientras que en el teatro el d�a mismo es s�lo un d�a artificial, y la arquitectura, s�lo una arquitectura simb�lica, y el lenguaje m�trico ofrece un car�cter ideal, en el conjunto, dice Schiller, contin�a dominando el error: no basta con que se tolere solamente como libertad po�tica aquello que es la esencia de toda poes�a. La introducci�n del coro es el paso decisivo con el que se declara abierta y lealmente la guerra a todo naturalismo en el arte. - Me parece que es este modo de considerar las cosas aquel para designar el cual nuestra �poca, que se imagina a s� misma superior, usa el desde�oso ep�teto de �pseudoidealismo�. Yo temo que con nuestra actual veneraci�n de lo natural y lo real hayamos llegado, por el contrario, al polo opuesto de todo idealismo, a saber, a la regi�n de los museos de figuras de cera. Tambi�n en ellos hay arte, como lo hay en ciertas novelas de moda actualmente: pero que no nos importunen con la pretensi�n de que el �pseudoidealismo� de Schiller y de Goethe ha quedado superado con ese arte.

Ciertamente es un suelo �ideal� aquel en el que, seg�n la acertada intuici�n de Schiller, suele deambular el coro sat�rico griego, el coro de la tragedia originaria, un suelo situado muy por encima de las sendas reales por donde deambulan los mortales. Para ese coro ha construido el griego los tinglados colgantes de un fingido estado natural, y en ellos ha colocado fingidos seres naturales. La tragedia se ha levantado sobre ese fundamento, y ya por ello estuvo dispensada desde un principio de ofrecer una penosa fotograf�a de la realidad. Pero no es �ste un mundo fantasmag�rico interpuesto arbitrariamente entre el cielo y la tierra; es, m�s bien, un mundo dotado de la misma realidad y credibilidad que para el griego creyente pose�a el Olimpo, junto con todos sus moradores. El s�tiro, en cuanto coreuta dionis�aco, vive en una realidad admitida por la religi�n, bajo la sanci�n del mito y del culto. El hecho de que la tragedia comience con �l y de que por su boca hable la sabidur�a dionis�aca de la tragedia es un fen�meno que a nosotros nos extra�a tanto como el que la tragedia tenga su g�nesis en el coro. Acaso ganemos un punto de partida para el estudio de este problema si yo lanzo la aseveraci�n de que el s�tiro, el ser natural fingido, mantiene con el hombre civilizado la misma relaci�n que la m�sica dionis�aca mantiene con la civilizaci�n. De esta �ltima afirma Richard Wagner que la m�sica la deja en suspenso (aufgehoben) al modo como la luz del d�a deja en suspenso el resplandor de una l�mpara. De igual manera, creo yo, el griego civilizado se sent�a a s� mismo en suspenso en presencia del coro sat�rico: y el efecto m�s inmediato de la tragedia dionis�aca es que el Estado y la sociedad y, en general, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al coraz�n de la naturaleza. El consuelo metaf�sico - que, como yo insin�o ya aqu�, deja en nosotros toda verdadera tragedia - de que en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera, ese consuelo aparece con corp�rea evidencia como coro de s�tiros, como coro de seres naturales que, por as� decirlo, viven inextinguiblemente por detr�s de toda civilizaci�n y que, a pesar de todo el cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen eternamente los mismos.

Con este coro es con el que se consuela el heleno dotado de sentimientos profundos y de una capacidad �nica para el sufrimiento m�s delicado y m�s pesado, el heleno que ha penetrado con su incisiva mirada tanto en el terrible proceso de destrucci�n propio de la denominada historia universal como en la crueldad de la naturaleza, y que corre peligro de anhelar una negaci�n budista de la voluntad. A ese heleno lo salva el arte, y mediante el arte lo salva para s� - la vida.

El �xtasis del estado dionis�aco, con su aniquilaci�n de las barreras y l�mites habituales de la existencia, contiene, en efecto, mientras dura, un elemento let�rgico, en el que se sumergen todas las vivencias personales del pasado. Quedan de este modo separados entre s�, por este abismo del olvido, el mundo de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad dionis�aca. Pero tan pronto como la primera vuelve a penetrar en la consciencia, es sentida en cuanto tal con n�usea; un estado de �nimo asc�tico, negador de la voluntad, es el fruto de tales estados. En este sentido el hombre dionis�aco se parece a Hamlet: ambos han visto una vez verdaderamente la esencia de las cosas, ambos han conocido, y sienten n�usea de obrar; puesto que su acci�n no puede modificar en nada la esencia eterna de las cosas, sienten que es rid�culo o afrentoso el que se les exija volver a ajustar el mundo que se ha salido de quicio. El conocimiento mata el obrar, para obrar es preciso hallarse envuelto por el velo de la ilusi�n - �sta es la ense�anza de Hamlet, y no aquella sabidur�a barata de Juan el So�ador, el cual no llega a obrar por demas�a de reflexi�n, por exceso de posibilidades, si cabe decirlo as�, no es, �no!, el reflexionar - es el conocimiento verdadero, es la mirada que ha penetrado en la horrenda verdad lo que pesa m�s que todos los motivos que incitan a obrar, tanto en Hamlet como en el hombre dionis�aco. Ahora ning�n consuelo produce ya efecto, el anhelo va m�s all� de un mundo despu�s de la muerte, incluso m�s all� de los dioses, la existencia es negada, junto con su resplandeciente reflejo en los dioses o en un m�s all� inmortal. Consciente de la verdad intuida, ahora el hombre ve en todas partes �nicamente lo espantoso o absurdo del ser, ahora comprende el simbolismo del destino de Ofelia, ahora reconoce la sabidur�a de Sileno, dios de los bosques: siente n�useas.

Aqu�, en este peligro supremo de la voluntad, aprox�mase a �l el arte, como un mago que salva y que cura: �nicamente �l es capaz de retorcer esos pensamientos de n�usea sobre lo espantoso o absurdo de la existencia convirti�ndolos en representaciones con las que se puede vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento art�stico de lo espantoso, y lo c�mico, descarga art�stica de la n�usea de lo absurdo. El coro sat�rico del ditirambo es el acto salvador del arte griego; en el mundo intermedio de estos acompa�antes de Dioniso quedaron exhaustos aquellos v�rtigos antes descritos.

 

Friedrich Nietzsche 

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