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El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Nos acercamos ahora a la aut�ntica meta de nuestra investigaci�n, la cual
est� dirigida al conocimiento del genio dionis�aco-apol�neo y de su obra
de arte, o al menos a la comprensi�n llena de presentimientos del misterio
de esa unidad. Ante todo vamos a preguntar aqu� cu�l es el lugar donde se
hace notar por vez primera en el mundo hel�nico ese nuevo germen que
evolucionar� despu�s hasta llegar a la tragedia y al ditirambo dram�tico.
Sobre esto la Antig�edad misma nos ofrece gr�ficamente una aclaraci�n al
colocar juntos, en esculturas, gemas, etc., como progenitores y
precursores de la poes�a griega, a Homero y
Arqu�loco, con el firme sentimiento de que s�lo a estos dos se los
ha de reputar por naturalezas igual y plenamente originales, de las cuales
sigue fluyendo una corriente de fuego sobre toda la posteridad griega.
Homero, el anciano so�ador absorto en s� mismo, el tipo de artista
apol�neo, ingenuo, mira estupefacto la apasionada cabeza de Arqu�loco,
belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a trav�s de la
existencia: y la est�tica moderna s�lo ha sabido a�adir, para interpretar
esto, que aqu� est� enfrentado al artista �objetivo� el primer artista
�subjetivo�. Peque�o es el servicio que con esta interpretaci�n se nos
presta, pues al artista subjetivo nosotros lo conocemos s�lo como mal
artista, y en toda especie y nivel de arte exigimos ante todo y sobre todo
victoria sobre lo subjetivo, redenci�n del �yo� y silenciamiento de toda
voluntad y capricho individuales, m�s a�n, si no hay objetividad, si no
hay contemplaci�n pura y desinteresada, no podemos creer jam�s en la m�s
m�nima producci�n verdaderamente art�stica. Por ello nuestra est�tica
tiene que resolver primero el problema de c�mo es posible el �l�rico� como
artista: �l, que, seg�n la experiencia de todos los tiempos, siempre dice
�yo� y tararea en presencia nuestra la entera gama crom�tica de sus
pasiones y apetitos. Precisamente este Arqu�loco nos asusta, junto a
Homero, por el grito de su odio y de su mofa, por las ebrias explosiones
de su concupiscencia: �l, el primer artista llamado subjetivo, �no es, por
este motivo, el no-artista propiamente dicho? �De d�nde procede entonces
la veneraci�n que le tribut� a �l, al poeta, precisamente tambi�n el
or�culo d�lfico, hogar del arte �objetivo�.
Acerca del proceso de su poetizar Schiller nos ha
dado luz mediante una observaci�n psicol�gica que a �l mismo le resultaba
inexplicable, pero que, sin embargo, no parece dudosa; Schiller confiesa,
en efecto, que lo que �l ten�a ante s� y en s� como estado preparatorio
previo al acto de poetizar no era una serie de im�genes, con unos
pensamientos ordenados de manera causal, sino m�s bien un estado de
�nimo musical (�El sentimiento carece en m�, al principio, de un
objeto determinado y claro; �ste no se forma hasta m�s tarde. Precede un
cierto estado de �nimo musical, y a �ste sigue despu�s en m� la idea
po�tica�). Si ahora a�adimos a esto el fen�meno m�s importante de toda la
l�rica antigua, la uni�n, m�s a�n, identidad del l�rico
con el m�sico, considerada en todas partes como
natural - frente a la cual nuestra l�rica moderna aparece como la estatua
sin cabeza de un dios-, podremos ahora, sobre la base de nuestra
metaf�sica est�tica antes expuesta, explicarnos al l�rico de la siguiente
manera. Ante todo, como artista dionis�aco �l se ha identificado
plenamente con lo Uno primordial, con su dolor y su contradicci�n, y
produce una r�plica de ese Uno primordial en forma de m�sica, aun cuando,
por otro lado, �sta ha sido llamada con todo derecho una repetici�n del
mundo y un segundo vaciado del mismo; despu�s esa m�sica se le hace
visible de nuevo, bajo el efecto apol�neo del sue�o, como en una
imagen on�rica simb�lica. Aquel reflejo a-conceptual y
afigurativo del dolor primordial en la m�sica, con su redenci�n en la
apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de s�mbolo o
ejemplificaci�n individual. Ya en el proceso dionis�aco el artista ha
abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el coraz�n del
mundo le muestra ahora es una escena on�rica, que hace sensibles aquella
contradicci�n y aquel dolor primordiales junto con el placer primordial
propio de la apariencia. El �yo� del l�rico resuena, pues, desde el abismo
del ser: su �subjetividad�, en el sentido de los est�ticos modernos, es
pura imaginaci�n. Cuando Arqu�loco, el primer l�rico de los griegos,
proclama su furioso amor y a la vez su desprecio por las hijas de
Licambes, no es su pasi�n la que baila ante nosotros en un torbellino
orgi�stico: a quien vemos es a Dioniso y a las m�nades, a quien vemos es
al embriagado entusiasta Arqu�loco echado a dormir - tal como Eur�pides
nos describe el dormir en Las bacantes, un dormir en una
elevada pradera de monta�a, al sol de mediod�a -: y ahora Apolo se le
acerca y le toca con el laurel. La transformaci�n m�gica
dionis�aco-musical del dormido lanza ahora a su alrededor, por as�
decirlo, chispas-im�genes, poes�as l�ricas, que, en su despliegue supremo,
se llaman tragedias y ditirambos dram�ticos.
El escultor y tambi�n el poeta �pico, que le es af�n, est�n inmersos en la
intuici�n pura de las im�genes. El m�sico dionis�aco, sin ninguna imagen,
es total y �nicamente dolor primordial y eco primordial de tal dolor. El
genio l�rico siente brotar del estado m�stico de autoalienaci�n y unidad
un mundo de im�genes y s�mbolos cuyo colorido, causalidad y velocidad son
totalmente distintos del mundo del escultor y del poeta �pico. Mientras
que es en esas im�genes, y s�lo en ellas, donde estos �ltimos viven con
alegre deleite, y no se cansan de mirarlas con amor hasta en sus m�s
peque�os rasgos, mientras que incluso la imagen del Aquiles encolerizado
es para ellos s�lo una imagen, de cuya encolerizada expresi�n ellos gozan
con aquel placer on�rico por la apariencia - de modo que gracias a este
espejo de la apariencia est�n ellos protegidos contra el unificarse y
fundirse con sus pensamientos -, las im�genes del l�rico no son, en
cambio, otra cosa que �l mismo, y s�lo distintas
objetivaciones suyas, por as� decirlo, por lo cual a �l, en cuanto centro
motor de aquel mundo, le es l�cito decir �yo�: s�lo que esta yoidad no es
la misma que la del hombre despierto, emp�rico-real, sino la �nica yoidad
verdaderamente existente y eterna, que reposa en el fondo de las cosas,
hasta el cual penetra con su mirada el genio l�rico a trav�s de las copias
de aqu�llas. Ahora imagin�monos c�mo ese genio se divisa tambi�n a
s� mismo entre esas copias como no-genio, es decir, divisa
su propio �sujeto�, la entera muchedumbre de pasiones y voliciones
subjetivas, dirigidas hacia una cosa determinada que �l se imagina real;
aun cuando ahora parezca que el genio l�rico y el no-genio unido a �l son
una misma cosa, y que el primero, al decir la palabrita �yo�, la dice de
s� mismo: esa apariencia ya no podr� seguir induci�ndonos ahora a error,
como ha inducido indudablemente a quienes han calificado de artista
subjetivo al l�rico. En verdad Arqu�loco, el hombre que arde de pasi�n,
que ama y odia con pasi�n, es tan s�lo una visi�n del genio, el cual no es
ya Arqu�loco, sino el genio del mundo, que expresa simb�licamente su dolor
primordial en ese s�mbolo que es el hombre Arqu�loco: mientras que ese
hombre Arqu�loco, cuyos deseos y apetitos son subjetivos, no puede ni
podr� ser jam�s poeta. Sin embargo, no es necesario en modo alguno que el
l�rico vea ante s�, como reflejo del ser eterno, �nica y precisamente el
fen�meno del hombre Arqu�loco; y la tragedia demuestra hasta qu� punto el
mundo visionario del l�rico puede alejarse de ese fen�meno, que es de
todos modos el que aparece en primer lugar.
Schopenhauer, que no se disimul� la dificultad que el
l�rico representa para la consideraci�n filos�fica del arte, cree haber
encontrado un camino para salir de ella, mas yo no puedo seguirle por ese
camino, aun cuando �l fue el �nico que en su profunda metaf�sica de la
m�sica tuvo en sus manos el medio con el que aquella dificultad pod�a
quedar definitivamente allanada: como creo haber hecho yo aqu�, en su
esp�ritu y para honra suya. Por el contrario, �l define la esencia
peculiar de la canci�n (Lied) de la manera siguiente (El
mundo como voluntad y representaci�n, I, p. 295): �Es el
sujeto de la voluntad, es decir, el querer propio el que llena la
consciencia del que canta, a menudo como un querer desligado, satisfecho
(alegr�a), pero con mayor frecuencia a�n, como un querer impedido (duelo),
pero siempre como afecto, pasi�n, estado de �nimo agitado. Junto a esto,
sin embargo, y a la vez que ello, el cantante, gracias al espect�culo de
la naturaleza circundante, cobra consciencia de s� mismo como sujeto del
conocer puro, ajeno al querer, cuyo dichoso e inconmovible sosiego
contrasta en adelante con el apremio del siempre restringido, siempre
indigente querer: el sentimiento de ese contraste, de ese juego
alternante, es propiamente lo que se expresa en el conjunto de la canci�n
(Lied) y lo que constituye en general el estado l�rico. En
�ste el conocer puro se allega, por as� decirlo, a nosotros para
redimirnos del querer y de su apremio: nosotros le seguimos; pero s�lo por
instantes: una y otra vez el querer, el recuerdo de nuestras finalidades
personales, nos arranca a la inspecci�n tranquila; pero tambi�n nos
arranca una y otra vez del querer el bello entorno inmediato, en el cual
se nos brinda el conocimiento puro, ajeno a la voluntad. Por ello en la
canci�n y en el estado de �nimo l�rico el querer (el inter�s personal de
la finalidad) y la intuici�n pura del entorno ofrecido se entremezclan de
una manera sorprendente: buscamos e imaginamos relaciones entre ambos; el
estado de �nimo subjetivo, la afecci�n de la voluntad comunican por
reflejo su color al entorno contemplado, y �ste, a su vez, se lo comunica
a aqu�llos: la canci�n es la impronta aut�ntica de todo ese estado de
�nimo tan mezclado y dividido�.
�Qui�n no ver�a que en esta descripci�n la l�rica es caracterizada como un
arte imperfectamente conseguido, que, por as� decirlo, llega a su meta a
ratos y raras veces, m�s a�n, como un arte a medias, cuya esencia
consistir�a en una extra�a amalgama entre el querer y el puro
contemplar, es decir, entre el estado no-est�tico y el est�tico? Nosotros
afirmamos, antes bien, que esa ant�tesis por la que todav�a Schopenhauer
se gu�a para dividir las artes, como si fuera una pauta de fijar valores,
la ant�tesis de lo subjetivo y de lo objetivo, es improcedente en
est�tica, pues el sujeto, el individuo que quiere y que fomenta sus
finalidades ego�stas, puede ser pensado �nicamente como adversario, no
como origen del arte. Pero en la medida en que el sujeto es artista, est�
redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por as� decirlo,
en un medium a trav�s del cual el �nico sujeto
verdaderamente existente festeja su redenci�n en la apariencia. Pues tiene
que quedar claro sobre todo, para humillaci�n y exaltaci�n nuestras, que
la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para
nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, m�s a�n, que
tampoco somos nosotros los aut�nticos creadores de ese mundo de arte: lo
que s� nos es l�cito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero
creador de ese mundo somos im�genes y proyecciones art�sticas, y que
nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte - pues
s�lo como fen�meno est�tico est�n eternamente
justificados la existencia y el mundo: - mientras que,
ciertamente, nuestra consciencia acerca de ese significado nuestro apenas
es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la
batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber art�stico
es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto
poseedores de �l, no estamos unificados ni identificados con aquel ser
que, por ser creador y espectador �nico de aquella comedia de arte, se
procura un goce eterno a s� mismo. El genio sabe algo acerca de la esencia
eterna del arte tan s�lo en la medida en que, en su acto de procreaci�n
art�stica, se fusiona con aquel artista primordial del mundo; pues cuando
se halla en aquel estado es, de manera maravillosa, igual que la
desazonante imagen del cuento, que puede dar la vuelta a los ojos y
mirarse a s� misma; ahora �l es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta,
actor y espectador.
Friedrich Nietzsche
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