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El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Acerca de este artista ingenuo proporci�nanos alguna ense�anza la analog�a
con el sue�o. Si nos imaginamos c�mo el so�ador, en plena ilusi�n del
mundo on�rico, y sin perturbarla, se dice a s� mismo: �es un sue�o, quiero
seguir so��ndolo�, si de esto hemos de inferir que la visi�n on�rica
produce un placer profundo e �ntimo, si, por otro lado, para poder tener,
cuando so�amos, ese placer �ntimo en la visi�n, es necesario que hayamos
olvidado del todo el d�a y su horroroso apremio: entonces nos es l�cito
interpretar todos estos fen�menos, bajo la gu�a de Apolo, int�rprete de
sue�os, m�s o menos como sigue. Si bien es muy cierto que de las dos
mitades de la vida, la mitad de la vigilia y la mitad del sue�o, la
primera nos parece mucho m�s privilegiada, importante, digna, merecedora
de vivirse, m�s a�n, la �nica vivida: yo afirmar�a, sin embargo, aunque
esto tenga toda la apariencia de una paradoja, que el sue�o valora de
manera cabalmente opuesta aquel fondo misterioso de nuestro ser del cual
nosotros somos la apariencia. En efecto, cuanto m�s advierto en la
naturaleza aquellos instintos art�sticos omnipotentes, y, en ellos, un
ferviente anhelo de apariencia, de lograr una redenci�n mediante la
apariencia, tanto m�s empujado me siento a la conjetura metaf�sica de que
lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en
cuanto es lo eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente
redenci�n, la visi�n extasiante, la apariencia placentera: nosotros, que
estamos completamente presos en esa apariencia y que consistimos en ella,
nos vemos obligados a sentirla como lo verdaderamente no existente, es
decir, como un continuo devenir en el tiempo, el espacio y la causalidad,
dicho con otras palabras, como la realidad emp�rica. Por tanto, si
prescindimos por un instante de nuestra propia �realidad�, si concebimos
nuestra existencia emp�rica, y tambi�n la del mundo en general, como una
representaci�n de lo Uno primordial engendrada en cada momento, entonces
tendremos que considerar ahora el sue�o como la apariencia de la
apariencia y, por consiguiente, como una
satisfacci�n a�n m�s alta del ansia primordial de apariencia. Por este
mismo motivo es por lo que el n�cleo m�s �ntimo de la naturaleza siente
ese placer indescriptible por el artista ingenuo y por la obra de arte
ingenua, la cual es asimismo s�lo �apariencia de la apariencia�.
Rafael, que es uno de esos �ingenuos� inmortales, nos ha
representado en una pintura simb�lica ese quedar la apariencia
despotenciada a apariencia, que es el proceso primordial del artista
ingenuo y a la vez de la cultura apol�nea. En su Transfiguraci�n
la mitad inferior, con el muchacho poseso, sus desesperados
portadores, los perplejos y angustiados disc�pulos, nos muestra el reflejo
del eterno dolor primordial, fundamento �nico del mundo: la �apariencia�
es aqu� reflejo de la contradicci�n eterna, madre de las cosas. De esa
apariencia se eleva ahora, cual un perfume de ambros�a, un nuevo mundo
aparencial, casi visionario, del cual nada ven los que se hallan presos en
la primera apariencia - un luminoso flotar en una delicia pur�sima y en
una intuici�n sin dolor que irradia desde unos ojos muy abiertos. Ante
nuestras miradas tenemos aqu�, en un simbolismo art�stico supremo, tanto
aquel mundo apol�neo de la belleza como su substrato, la horrorosa
sabidur�a de Sileno, y comprendemos por intuici�n su necesidad rec�proca.
Pero Apolo nos sale de nuevo al encuentro como la divinizaci�n del
principium individuationis, s�lo en el cual se hace
realidad la meta eternamente alcanzada de lo Uno primordial, su redenci�n
mediante la apariencia: �l nos muestra con gestos sublimes c�mo es
necesario el mundo entero del tormento, para que ese mundo empuje al
individuo a engendrar la visi�n redentora, y c�mo luego el individuo,
inmerso en la contemplaci�n de �sta, se halla sentado tranquilamente, en
medio del mar, en su barca oscilante.
Esta divinizaci�n de la individuaci�n, cuando es pensada como imperativa y
prescriptiva, conoce una sola ley, el individuo, es
decir, el mantenimiento de los l�mites del individuo, la mesura
en sentido hel�nico. Apolo, en cuanto divinidad �tica, exige mesura de
los suyos, y, para poder mantenerla, conocimiento de s� mismo. Y as�, la
exigencia del �con�cete a ti mismo� y de ��no demasiado!� marcha paralela
a la necesidad est�tica de la belleza, mientras que la autopresunci�n y la
desmesura fueron reputadas como los demones propiamente hostiles,
peculiares de la esfera no-apol�nea, y por ello como cualidades propias de
la �poca pre-apol�nea, la edad de los titanes, y del mundo extra-apol�neo,
es decir, el mundo de los b�rbaros. Por causa de su amor tit�nico a los
hombres tuvo Prometeo que ser desgarrado por los buitres, en raz�n de su
sabidur�a desmesurada, que adivin� el enigma de la Esfinge, tuvo Edipo que
precipitarse en un desconcertante torbellino de atrocidades; as� es como
el dios d�lfico interpretaba el pasado griego.
�Tit�nico� y �b�rbaro� parec�ale al griego apol�neo tambi�n el efecto
producido por lo dionis�aco: sin poder disimularse,
sin embargo, que a la vez �l mismo estaba emparentado tambi�n �ntimamente
con aquellos titanes y h�roes abatidos. Incluso ten�a que sentir algo m�s:
su existencia entera, con toda su belleza y moderaci�n, descansaba sobre
un velado substrato de sufrimiento y de conocimiento, substrato que volv�a
a serle puesto al descubierto por lo dionis�aco. �Y he aqu� que Apolo no
pod�a vivir sin Dioniso! �Lo �tit�nico� y lo �b�rbaro� eran, en �ltima
instancia, una necesidad exactamente igual que lo apol�neo! Y ahora
imagin�monos c�mo en ese mundo construido sobre la apariencia y la
moderaci�n y artificialmente refrenado irrumpi� el ext�tico sonido de la
fiesta dion�siaca, con melod�as m�gicas cada vez m�s seductoras, c�mo en
esas melod�as la desmesura entera de la naturaleza se
daba a conocer en placer, dolor y conocimiento, hasta llegar al grito
estridente: �imagin�monos qu� pod�a significar, comparado con este
dem�nico canto popular, el salmodiante artista de Apolo, con el sonido
espectral del arpa! Las musas de las artes de la �apariencia� palidecieron
ante un arte que en su embriaguez dec�a la verdad, la sabidur�a de Sileno
grit� �Ay! �Ay! a los joviales ol�mpicos. El individuo, con todos sus
l�mites y medidas, se sumergi� aqu� en el olvido de s�, propio de los
estados dionis�acos, y olvid� los preceptos apol�neos. La desmesura
se desvel� como verdad, la contradicci�n, la delicia nacida de los
dolores hablaron acerca de s� desde el coraz�n de la naturaleza. Y de este
modo, en todos los lugares donde penetr� lo dionis�aco qued� abolido y
aniquilado lo apol�neo. Pero es igualmente cierto que all� donde el primer
asalto fue contenido, el porte y la majestad del dios d�lfico se
manifestaron m�s r�gidos y amenazadores que nunca. Yo no soy capaz de
explicarme, en efecto, el Estado d�rico y el
arte d�rico m�s que como un continuo campo de batalla de lo apol�neo: s�lo
oponi�ndose de manera incesante a la esencia tit�nico-b�rbara de lo
dionis�aco pudieron durar largo tiempo un arte tan obstinado y bronco,
circundado de baluartes, una educaci�n tan belicosa y ruda, un sistema
pol�tico tan cruel y desconsiderado.
Hasta aqu� he venido desarrollando ampliamente la observaci�n hecha por m�
al comienzo de este tratado: c�mo lo dionis�aco y lo apol�neo, dando a luz
sucesivas criaturas siempre nuevas, e intensific�ndose mutuamente,
dominaron el ser hel�nico: c�mo de la edad de �acero�, con sus
titanomaquias y su ruda filosof�a popular, surgi�, bajo la soberan�a del
instinto apol�neo de belleza, el mundo hom�rico, c�mo esa magnificencia
�ingenua� volvi� a ser engullida por la invasora corriente de lo
dionis�aco, y c�mo frente a este nuevo poder lo apol�neo se eleva a la
r�gida majestad del arte d�rico y de la contemplaci�n d�rica del mundo. Si
de esta manera la historia hel�nica m�s antigua queda escindida, a causa
de la lucha entre aquellos dos principios hostiles, en cuatro grandes
estadios art�sticos: ahora nos vemos empujados a seguir preguntando cu�l
es el plan �ltimo de ese devenir y de esa agitaci�n, en el caso de que no
debamos considerar tal vez el �ltimo per�odo alcanzado, el per�odo del
arte d�rico, como la cumbre y el prop�sito de aquellos instintos
art�sticos: y aqu� se ofrece a nuestras miradas la sublime y alabad�sima
obra de arte de la tragedia �tica y del ditirambo
dram�tico como meta com�n de ambos instintos, cuyo misterioso enlace
matrimonial se ha enaltecido, tras prolongada lucha anterior, en tal hijo
- que es a la vez Ant�gona y Casandra -.
Friedrich Nietzsche
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