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El nacimiento de
la tragedia
Friedrich Nietzsche
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Para
comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por as� decirlo,
aquel primoroso edificio de la cultura apol�nea, hasta ver
los fundamentos sobre los que se asienta. Aqu� descubrimos en primer lugar
las magn�ficas figuras de los dioses ol�mpicos, que se
yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas haza�as, representadas en
relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus frisos. El que entre
ellos est� tambi�n Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin
la pretensi�n de ocupar el primer puesto es algo que no debe inducirnos a
error. Todo ese mundo ol�mpico ha nacido del mismo instinto que ten�a su
figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es l�cito considerar a
Apolo como padre del mismo. �Cu�l fue la enorme necesidad de que surgi� un
grupo tan resplandeciente de seres ol�mpicos?
Quien se acerca a estos Ol�mpicos llevando en su coraz�n una religi�n
distinta y busque en ellos altura �tica, m�s a�n, santidad,
espiritualizaci�n incorp�rea, misericordiosas miradas de amor, pronto
tendr� que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aqu� nada
recuerda la asc�tica, la espiritualidad y el deber: aqu� nos habla tan
s�lo una existencia exuberante, m�s a�n, triunfal, en la que est�
divinizado, todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y as�
el espectador quedar� sin duda at�nito antes este fant�stico
desbordamiento de vida y se preguntar� qu� bebedizo m�gico ten�an en su
cuerpo esos hombres altaneros para gozar de la vida de tal modo que a
cualquier lugar a que mirasen tropezaban con la risa de Helena, imagen
ideal de su existencia, �flotante en una dulce sensualidad�. Pero a este
espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: no te vayas de
aqu�, sino oye primero lo que la sabidur�a popular griega dice de esa
misma vida que aqu� se despliega ante ti con una jovialidad tan
inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey
Midas hab�a intentado cazar en el bosque al sabio Sileno,
acompa�ante de Dioniso, sin poder atraparlo. Cuando por fin cay� en sus
manos, el rey pregunta qu� es lo mejor y m�s preferible para el hombre.
R�gido e inm�vil calla el dem�n; hasta que forzado por el rey, acaba
prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: �Estirpe
miserable de un d�a, hijos del azar y de la fatiga, �por qu� me fuerzas a
decirte lo que para ti ser�a muy ventajoso no o�r? Lo mejor de todo es
totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser,
ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti -morir
pronto.�
�Qu� relaci�n mantiene el mundo de los dioses ol�mpicos con esta sabidur�a
popular? �Qu� relaci�n mantiene la visi�n extasiada del m�rtir torturado
con sus suplicios?
Ahora la monta�a m�gica del Olimpo se abre a nosotros, por as� decirlo, y
nos muestra sus ra�ces. El griego conoci� y sinti� los horrores y espantos
de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la
resplandeciente criatura on�rica de los Ol�mpicos. Aquella enorme
desconfianza frente a los poderes tit�nicos de la naturaleza, aquella
Moira que reinaba despiadada sobre todos los conocimientos,
aquel buitre del gran amigo de los hombres, Prometeo, aquel destino
horroroso del sabio Edipo, aquella maldici�n de la estirpe de los Atridas
que compele a Orestes a asesinar a su madre, en suma, toda aquella
filosof�a del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones
m�ticas, por la que perecieron los melanc�licos etruscos, -fue superada
constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso
encubierta y sustra�da a la mirada, mediante aquel mundo intermedio
art�stico de los Ol�mpicos. Para poder vivir tuvieron los griegos que
crear, por una necesidad hond�sima estos dioses: esto hemos de imaginarlo
sin duda como un proceso en el que aquel instinto apol�neo de belleza fue
desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden
divino tit�nico del horror, el orden divino de la alegr�a: a la manera
como las rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitables
en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente
dotado para el sufrimiento, �de qu� otro modo habr�a podido soportar la
existencia, si en sus dioses �sta no se le hubiera mostrado circundada de
una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un
complemento y una consumaci�n de la existencia destinados a inducir a
seguir viviendo, fue el que hizo surgir tambi�n el mundo ol�mpico, en el
cual la �voluntad� hel�nica se puso delante un espejo tranfigurador.
Vivi�ndola ellos mismo es como los dioses justifican la vida humana
-��nica teodicea satisfactoria! La existencia bajo el luminoso resplandor
solar el autentico dolor de los hombres hom�ricos se refiere
a la separaci�n de esta existencia, sobre todo a la separaci�n pronta: de
modo que ahora podr�a decirse de ellos, invirtiendo la sabidur�a sil�nica,
�lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar
el llegar a morir, alguna vez�. Siempre que resuena el lamento, �ste habla
del Aquiles �de corta vida�, del cambio y paso del genero humano cual
hojas de �rboles, del ocaso de la �poca heroica. No es indigno del m�s
grande de los h�roes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como
jornalero. En el estadio apol�neo la �voluntad� desea con tanto �mpetu
esta existencia, el hombre hom�rico se siente tan identificado con ella,
que incluso el lamento se convierte en un canto de alabanza de la misma.
Aqu� hay que manifestar que esta armon�a, m�s a�n, unidad del ser humano
con la naturaleza, contemplada con tanta nostalgia por los hombres
modernos, para designar la cual Schiller puso en circulaci�n el t�rmino
t�cnico �ingenuo�, no es de ninguna manera un estado tan sencillo,
evidente de suyo, inevitable, por as� decirlo, con el que tuvi�ramos
que tropezarnos en la puerta de toda cultura, cual se fuera
un para�so de la humanidad: esto s�lo pudo creerlo una �poca que intent�
imaginar que el Emilio de Rousseau era tambi�n un artista, y que se hac�a
la ilusi�n de haber encontrado en Homero ese Emilio artista, educado junto
al coraz�n de la naturaleza. All� donde tropezamos en el arte con lo
�ingenuo�, hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apol�nea: la
cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos,
y haber obtenido la victoria, por medio de en�rgicas ficciones enga�osas y
de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su
consideraci�n del mundo y sobre una capacidad de sufrimiento sumamente
excitable. �M�s qu� raras veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar
enredado en la belleza de la apariencia! Que indeciblemente sublime es por
ello Homero, que en cuanto individuo mantiene con aquella cultura apol�nea
popular una relaci�n semejante a la que mantiene el artista on�rico
individual con la aptitud on�rica del pueblo y de la naturaleza en
general. La �ingenuidad� hom�rica ha de ser concebida como victoria
completa de la ilusi�n apol�nea: es �sta una ilusi�n semejante a la que la
naturaleza emplea con tanta frecuencia para conseguir sus prop�sitos. La
verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia �sta alargamos
nosotros las manos, y mediante nuestro enga�o la naturaleza alcanza
aqu�lla. En los griegos la �voluntad� quiso contemplarse a si misma en la
trasfiguraci�n del genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a s�
misma, sus criaturas ten�an que sentirse dignas de ser glorificadas,
ten�an que volver a verse en una esfera superior, sin que ese mundo
perfecto de la intuici�n actuase, como un imperativo o como un reproche.
Esta es la esfera de la belleza, en la que los griegos ve�an sus im�genes
reflejadas como en un espejo, los Ol�mpicos. Sirvi�ndose de este espejismo
de belleza luch� la �voluntad� hel�nica contra el talento para el
sufrimiento y para la sabidur�a del sufrimiento, que es un talento
correlativo del art�stico: y como memorial de su victoria se yergue ante
nosotros Homero, el artista ingenuo.
Friedrich Nietzsche
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