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El nacimiento de la tragedia
Friedrich Nietzsche


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Mucho habremos ganado para la ciencia est�tica cuando hayamos llegado no s�lo al discernimiento l�gico, sino a la seguridad inmediata de la intuici�n de que el desarrollo continuado del arte est� ligado a la duplicidad de lo apol�neo y lo dionis�aco: de forma similar a como la generaci�n depende de la dualidad de sexos, en lucha permanente y en reconciliaci�n que s�lo se produce peri�dicamente. Esos nombres los tomamos en pr�stamo a los griegos, los cuales a quien discierne le hacen perceptibles las profundas doctrinas secretas de su intuici�n del arte no, ciertamente, con conceptos, sino con las figuras penetrantemente claras del mundo y sus dioses. Con sus dos divinidades del arte, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subiste una ant�tesis monstruosa, en origen y metas, entre el arte del escultor, el arte apol�neo y el arte no-escult�rico de la m�sica, que es el arte de Dioniso: ambas pulsiones tan diferentes van en compa��a, las m�s de las veces en abierta discordancia entre ellas y excit�ndose mutuamente para tener partos siempre nuevos y cada vez m�s vigorosos, con el fin de que en ellos se perpet�e la lucha de aquella ant�tesis, sobre la cual la com�n palabra �arte� tiende un puente s�lo en apariencia; hasta que finalmente, aparecen, gracias a un milagroso acto metaf�sico de la �voluntad� hel�nica apareados entre s�, y en ese apareamiento engendran por �ltimo la obra de arte de la tragedia �tica, que es dionis�aca en la misma medida que apol�nea.

Para poner a nuestro alcance esas dos pulsiones imagin�moslas, primero, como los mundos art�sticos separados de los sue�os y de la embriaguez; entre cuyos fen�menos fisiol�gicos se puede notar una ant�tesis que se corresponde con la existente entre lo apol�neo y lo dionis�aco. En los sue�os se presentaron por vez primera, seg�n la versi�n de Lucrecio, las magnificas figuras de los dioses ante las almas de los hombres, en los sue�os ve�a el gran escultor la fascinante construcci�n de los cuerpos de seres sobrehumanos, y el poeta hel�nico, interrogado acerca de los secretos de la procreaci�n po�tica, tambi�n habr�a hecho alusi�n a los sue�os y habr�a dado una instrucci�n similar a la que da Hans Sachs en Los maestros cantores:

 

Amigo m�o, �sta es justamente la obra del poeta,
observar e interpretar sus sue�o.
Creedme, la ilusi�n m�s verdadera del hombre
se le ofrece en los sue�os;
Todo arte po�tico y toda poes�a
no es sino interpretaci�n de sue�os verdaderos.

 

La bella apariencia de los mundos on�ricos, en cuya producci�n todo hombre es artista completo, es el presupuesto de todo arte figurativo e incluso, como veremos, de una mitad importante de la poes�a. Nosotros gozamos en la comprensi�n inmediata de la figura, todas las formas nos hablan, no hay nada indiferente ni innecesario. En la vida culminante de esta realidad on�rica a�n tenemos, sin embargo, la sensaci�n trasl�cida de su apariencia: �sta es al menos, m� experiencia, en defensa de su frecuencia, s�, de su normalidad, podr�a aportar muchos testimonios y las m�ximas de los poetas. El hombre filos�fico tiene hasta el presentimiento de que tambi�n debajo de esta realidad en la que vivimos y somos est� oculta una segunda realidad completamente diferente, esto es, que la primera tambi�n es una apariencia; y al don que permite que los seres humanos y todas las cosas se presenten en determinadas ocasiones como meros fantasmas o im�genes on�ricas, Schopenhauer lo califica claramente como la se�al distintiva de la aptitud filos�fica. El fil�sofo se relaciona con la realidad de la existencia de la misma manera que el ser humano sensible al arte se comporta con la realidad de los sue�os; la contempla a conciencia y a gusto; pues desde esas im�genes �l se interpreta la vida, en esos sucesos se ejercita para la vida. No son s�lo precisamente las im�genes agradables y amistosas las que experimenta en s� mismo con comprensi�n total: tambi�n lo serio, turbio, triste y tenebroso, los impedimentos repentinos, las bromas al azar, las esperas llenas de desasosiego, en una palabra, toda la �divina comedia� de la vida, con su Inferno, desfila ante �l, no s�lo como un juego de sombras -puesto que en esas escenas �l tambi�n vive y comparte los sufrimientos-, y sin embargo, tampoco sin aquella sensaci�n fugaz de apariencia; y tal vez recuerden varios, como yo, que a veces, en los peligros y terrores de los sue�o, se han gritado, anim�ndose a s� mismo, y con �xito: ��Es un sue�o! �Quiero seguir so��ndolo!�. As� me lo han contado tambi�n de personas que estuvieron en condiciones de continuar durante tres y m�s noches seguidas la causalidad de uno y el mismo sue�o: hechos que dan claramente testimonio de que nuestra esencia m�s intima, el substrato com�n de todos nosotros, vive en si la experiencia de los sue�os con profundo placer y con alegre necesidad.

Esta alegre necesidad de la experiencia on�rica tambi�n la expresaron los griegos en su Apolo: Apolo en tanto que dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. �l, que seg�n su etimolog�a es el �resplandeciente� [�Schinende�], la divinidad de la luz, domina tambi�n la bella apariencia [Schein] del mundo interno de la fantas�a. La verdad superior, la perfecci�n de estos estados en contraposici�n con la parcialmente comprensible realidad diurna, as� como la profunda conciencia de que en el dormir y el so�ar la naturaleza cura y ayuda, todo ello es, a la vez, el analogon simb�lico de la capacidad vaticinadora y de las artes en general, gracias a las cuales la vida se hace posible y digna de ser vivida. Pero aquella delicada l�nea que a la imagen on�rica no le es l�cito sobrepasar para no producir efectos patol�gicos, pues de lo contrario, la apariencia nos enga�ar�a como si fuese grosera realidad - tampoco es l�cito que falte en la imagen de Apolo: la mesurada limitaci�n, el estar libre de las agitaciones m�s salvaje, el sabio sosiego del dios escultor. Su ojo, de acuerdo con su origen, ha de ser �solar�; aun cuando est� enojado y mire de mal humor, la solemnidad de la bella apariencia le recubre. Y de este modo podr�a ser v�lido para Apolo, en un sentido exc�ntrico, aquello que Shopenhauer dice del hombre cogido por el velo de Maya. El mundo como voluntad y representaci�n, I, p. 416: �Como en el mar embravecido, que ilimitado por doquier, entre aullidos hace que monta�as de olas asciendan y se hundan, un navegante est� en una barca confiando en la d�bil embarcaci�n; as� est� en medio de un mundo de tormentas, tranquilo el hombre individual, sostenido y confiando en el pricipium individuationis� Incluso habr�a que decir de Apolo que �l han alcanzado su mas sublime expresi�n la confianza imperturbable en el principium y el tranquilo estar ah� de todo el que se encuentre cogido en �l, e incluso se podr�a designar a Apolo como la magnifica imagen divina del pricipium individuationis, con cuyos gestos y miradas nos hablar�an todo el placer y toda la sabidur�a de la �apariencia�, en compa��a de su belleza.

En el mismo pasaje Schopenhauer nos ha descrito el horrible espanto que conmociona al hombre cuando, de repente, en las formas de conocimiento del fen�meno ya no sabe a qu� atenerse mientras el principio de raz�n parece que sufre, en una cualquiera de sus configuraciones, una excepci�n. Si a este espanto le a�adimos el �xtasis lleno de delicias que, en la misma ruptura del principium individuationis se eleva desde el fondo m�s �ntimo del hombre y de la misma naturaleza, entonces tendremos una visi�n de la esencia de lo dionis�aco, a la cual la analog�a de la embriaguez es la que nos la pone m�s a nuestro alcance. Aquellas agitaciones dionis�acas, en cuya intensificaci�n lo subjetivo desaparece hasta el autoolvido completo, se despiertan bien por el influjo de la bebida narc�tica, de la que haban en himnos todos los hombres y pueblos originarios, o bien en la poderosa inminencia de la primavera, que con placer se infiltra por toda la naturaleza. Tambi�n en la Edad Media alemana, y hall�ndose bajo esa misma violencia dionis�aca, multitudes cada vez mayores iban dando vueltas de un sitio a otro, cantando y bailando: en estos danzante de San Juan y de San Vito reconocemos nosotros los coros b�quicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, remont�ndose hasta Babilonia y los orgi�sticos saceos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por estupidez, se apartan de tales fen�menos como de �enfermedades del pueblo�, ridiculiz�ndolos o lament�ndolos desde el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qu� cadav�rico y fantasmag�rico es el aspecto que tiene precisamente esa �salud� suya cuando pasa junto a ellos en plena efervescencia la vida ardiente de los entusiastas dionis�acos.

Bajo la magia de lo dionisiaco no s�lo se remueva la alianza entre los humanos: tambi�n la naturaleza alienada, hostil o subyugada celebra de nuevo su fiesta de reconciliaci�n con su hijo perdido, el hombre. De manera voluntaria ofrece la tierra sus dones y pac�ficamente se acercan las fieras de las rocas y del desierto. El carro de Dionisos est� cubierto de flores y guirnaldas: bajo su yugo la pantera y el tigre caminan paso a paso. Transf�rmese el �Canto a la Alegr�a� de Beethoven en una pintura y no se quede nadie atr�s con su imaginaci�n cuando millones se postran en el polvo llenos de escalofr�os: de esta manera podremos acercarnos a lo dionis�aco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora se rompen, todas las r�gidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la �moda atrevida� han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armon�a de los mundos, cada cual se siente no s�lo unido, reconciliado, fundido con su pr�jimo, sino hecho uno con �l, como si el velo de Maya estuviera roto y tan s�lo revolotease en jirones ante lo misterioso Uno-primordial. Cantado y bailando se exterioriza el hombre como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y est� en camino de alzar el vuelo por los aires bailando. En sus gestos habla la transformaci�n m�gica. As� como ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, as� tambi�n en �l resuena algo sobrenatural: se siente dios, �l mismo ahora anda tan ext�tico y erguido como ve�a en sue�os que andaban los dioses. El hombre ya no es artista, se ha convertido en su obra de arte: la violencia art�stica de la naturaleza entera se revela aqu� bajo los escalofr�os de la embriaguez para la suma satisfacci�n deliciosa de lo Uno-primordial. La arcilla m�s noble, el m�rmol m�s preciado son aqu� amasado y tallados, el ser humano, y a los golpes de cincel del artista dionis�aco de los mundos resuena la llamada de los misterios elusinos: ��Ca�is postrados, millones?, �presientes t� al creador?    

Friedrich Nietzsche

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