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¡Ugh! Un Clint Eastwood políticamente correcto

¿Qué le pasó al genio detrás de las cámaras de Puentes de Madison, Million Dollar Girl, Los Imperdonables y Gran Torino? En esta historia supuestamente inspiradora, lo que tenemos es a un Clint Eastwood limpio que intenta hacernos creer en las maravillas de una Sudáfrica post-racista. En el proceso el cineasta no logra atar ni una sola ciudad del Cabo

Invictus
Morgan Freeman, Matt Damon, Tony Kgoroge, Patrick Lyster
Dirigida por Clin Eastwood
Universal/2009

FEBRERO, 2010. Hay actores destinados a caracterizar en el cine a un personaje, real o imaginario. Cuando se rodaron Los Picapiedra y Babe Ruth, pensar en otra opción que no fuera John Goodman parecía absurdo, y ello se demostró cuando la segunda parte de la familia de Piedradura, ya sin Goodman, se desbarrancó irremediablemente. En tal sentido que un actor completísimo como Morgan Freeman encarnara a Nelson Mandela, ex prisionero político y ex presidente de Sudáfrica, se veía como opción inesquivable; con Freeman representando a uno de los hombres más importantes, y dirigido por uno de los directores, de los pocos, que trabajan en Hollywood dentro de sus propias reglas, la apuesta se veía segura.

Pero vemos ahora que las garantías en el mundo del cine son material de escasa circulación. Freeman ofrece en Invictus uno de sus papeles mas débiles y convencionales, lo cual no es enteramente culpa suya, por supuesto, sino en un director que apenas el año pasado nos hizo admirar su talento con Gran Torino, donde encarnaba al viejo Kowalski que lucha contra sí mismo al adaptarse a los nuevos tiempos de su país. Pero ya en retrospectiva, quizá con la muerte de Kowalski en esa cinta, Eastwood simultáneamente enterraba a su personaje principal, ese rebelde que desafía a las reglas y al final, luego de un fuerte debate interno, se sale con la suya. Tal es la esencia que va desde Harry el Sucio pasando por Hillary Swank en Million Dollar Man y el ya referido Kowalski.

Sin afán de justificar este proyecto que se descarrila cuando no va ni la primera cuarta parte del filme, diremos que el error de Eastwood radica en explorar el alma de un país que no es el suyo: la versión de Sudáfrica que nos ofrece es la misma que tiene la ONU, una visión maniquea donde sólo hay blancos racistas y negros oprimidos. La realidad de este país tan complejo es que en ambos lados hubo excesos, y los sigue habiendo; Sudáfrica aún está lejos de lograr la armonía racial, más aún si existe la idea --al igual que en Estados Unidos-- de que cualquier acto delictivo de las pandillas negras es visto con condescendencia, una venganza producto de tantos años de maltrato por parte de la minoría blanca, hecho que se agravó durante el mandato de Mandela y del que casi no se habla.

Pero retomemos esta película: el año es 1994, Nelson Mandela consigue lo imposible, convertirse en presidente de un país cuyo gobierno lo tuvo encerrado por casi tres décadas (además acaba de recibir el Premio Nóbel, cuando éste aún otorgaba cierto prestigio). La abolición del apartheid aún es reciente y mantiene vivos los rencores y las tensiones raciales, lo que hace peligrar la estabilidad de un país al que el resto del mundo mira entre nerviosismo y admiración. El Mandela que se nos presenta aquí es tan carismático como certero, siempre conciliador, siempre detrás de un ideal claro y predefinido. Ante ese caldero sólo parece existir un posible factor de unidad, representado en el rugby, deporte que detesta la mayoría negra pero que ahora, milagrosamente y en una sociedad post apartheid, podría conseguir la tan ansiada unidad.

La propuesta de Mandela es llevada al equipo Springboks, comandados por Francois Pienaar (Damon), cuya infancia y adolescencia crecieron dentro del concepto que la raza blanca era la elegida por Dios para dirigir Sudáfrica. La pretensión de Eastwood por convertir a Pienaar en el Kowalski de esta película brota por lo obvio: alguien que aún no sabe que su mundo ha cambiado, se niega a adaptarse y al final, asimilado y redimido, se convierte en el héroe. Hay dos diferencias. Una, que pese a los vítores, Damon es un mal actor --cualquier rostro del Mount Rushmore presenta mucho más expresividad y credibilidad de lo que le vemos en Invictus-- y dos, que el director exagera la importancia de un equipo de rugby capaz de servir como catalizador para hacer de la armonía racial una hermosa realidad.

En la historia aparecerán las predecibles reticencias de Pienaar y los demás miembros del equipo, el tener que combatir los prejuicios de varias generaciones en torno a los negros (por supuesto que sería políticamente incorrecto asumir que la población negra también poseía sus propios prejuicios) y la reacción de Pienaar, quien cae deslumbrado una vez que conoce a Mandela y súbitamente reconoce que su raza, sus padres y abuelos, y él mismo, actuaron dentro de esquemas racistas que habían convertido a Sudáfrica en un paria internacional. Y es que como el Hollywood actual, al cual finalmente Eastwood parece haberse rendido con los brazos abiertos, la historia es juzgada de acuerdo a al ética del siglo XXI, no a la de su tiempo, es decir, ni siquiera a la de 1994, año en que se ubica la película.

Naturalmente que los Springboks se convierten en ídolos ante el inminente Mundial de rugby, faltaba más. Eastwood no deja suelto ningún cliché al respecto. Uno de los más cursis ocurre cuando unos policías persiguen a unos niños negros mientras ocurre un partido clave, pero finalmente la pasión gana y todos terminan abrazados ante el gratificante acontecimiento; otras familias se reúnen alrededor de la radio o el televisor. Inevitablemente, el momento del triunfo ocurre en cámara lenta tras lo cual estalla el júbilo entre Mandela y blancos y negros por igual. Sólo faltó que el balón se elevara hasta una de las farolas y rompiera una lámpara. Eastwood-cliché es una combinación inédita pero cuyas huellas digitales permean cada centímetro de cinta de Invictus.

El crítico de cine John Podoretz irónicamente culpa al fracaso de Invictus al hecho que en Estados Unidos nadie tiene idea de qué es el rugby ni para qué sirve pese a ser padre del deporte más popular de ese país, "algo que explicaría el fracaso fílmico de Escape a la Victoria, aquel filme de 1978 estelarizado por Pelé y otra figuras del soccer, el cual en ese entonces casi ningún norteamericano tenía idea de cómo se jugaba", añade Podoretz. Es un argumento plausible al cual podríamos añadir otro, y es que los éxitos anteriores de Eastwood se debieron a que milagrosamente había escapado a la censura políticamente correcta. Ahora que casi sin duda ha caído en sus redes, tenemos a un cineasta convencional que no reta a los espectadores y en vez de ello les proporciona un mensaje digerido, limpio de impurezas. El resultado lo tenemos con la peor cinta de Clint Eastwood desde los ochenta. Ojalá que en su siguiente proyecto logre extirparse el súcubo PC y regrese al camino que lo ha inmortalizado dentro del cine. En pocas palabras, que de nuevo vuelva a hacer nuestro día.

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