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A lo mejor se acuerda: el tren Pullman en México

Entre otros gustos que se han perdido para las generaciones actuales se encontraba el viajar a pierna estirada en un mini hotel sobre rieles con todas las comodidades. Un recuerdo y un homenaje al tren Pullman; solo le faltaba el Wi Fi porque en aquel momento éste no existía

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DICIEMBRE, 2014. Estaba lejos de ser lo mismo que viajar en un crucero, pero era igualmente cómodo. No tenía lujosos almacenes ni piscinas a bordo aunque sí llegó a contar en su momento con restaurantes, miradores, comedores e incluso minitiendas. Uno llegaba a su destino relajado y descansado, a diferencia de cuando se viaja en autobús en que uno descubre lo que siente un contorsionista. Durante casi medio siglo, el servicio de tren Pullman proporcionó a los viajeros mexicanos la oportunidad de hospedarse en un hotel y despertar, descansados, en otra ciudad.

Para muchos de nosotros, el Pullman constituye uno de los mejores recuerdos de la infancia transcurrida en los setenta (mi padre decía que el servicio había sido inmejorable durante los cincuenta). Recuerdo por lo menos unos 20 viajes en tren Pullman a Nuevo Laredo, a México, a Chihuahua, a Juárez y a San Luis Potosí. Generalmente uno abordaba su vagón mientras que de éste unas chimeneas soltaban humo gris. Los vagones eran azul con blanco y más adelante podíamos distinguir la máquina, con forma de las del tren bala japonés, bastante amplias y que en sí mismas constituían otro Pullman (para los maquinistas ya que contaban con sus literas, cocineta y unos sillones reposet, según me contó un conocido). Y si volteábamos a la cola podíamos ver un vagón amarillo, el famoso cabús, que también ofrecía a quienes iban ahí al oportunidad de viajar a pierna estirada.

En otras ocasiones, como la mayoría de los viajes, el último vagón era el "mirador", con amplios ventanales, cómodos sillones, mesas, piso totalmente alfombrado, con servicio de bar y barra incluida. Recuerdo que cierta vez me escabullí hacia uno de estos vagones mirador pero una mujerona que lo estaba limpiando con una aspiradora me dijo que me retirara pues "no es un lugar para niños" (de haber pasado eso hoy otro niño acudiría a Derechos Humanos acusando a la interfecta de maltrato infantil). Otras veces el último vagón tenía una especie de terracita con unas sillas plegables donde la gente se sentaba a fumar o, como escribió Enrique Jardiel Poncela, "a llenarse felizmente la cara de hollín". Años después Ferrocarriles Nacionales de México, la actual Ferromex, clausuró esas terracitas según leí mientras investigaba para este artículo, ya que algunos pasajeros, y pasajeras, se tiraban a las vías con el tren en movimiento y porque algún vivo procuraba que por ahí se metieran polizontes mientras los vagones estaban en la estación. En los últimos años del Pullman ya no había vagón mirador ni cabús, ni nada. Lástima.

Los amplios vagones Pullman se dividían en tres partes. Una, de dos hileras de sillones que se contraponían, con lo cual dos desconocidos tenían que verse las caras durante viajes que duraban hasta 14 horas, unos cubículos que por la noche eran acondicionados como literas; dos, las habitaciones intermedias, privadas, con llave y seguro. Estas contaban con dos cómodos sillones empotrados , un pequeño bebedero, un guardarropa y un miniretrete junto a un lavabo. Igualmente, por las noches se bajaba una enorme cama que cubría toda la habitación y no daba oportunidad de usar el retrete por lo que había que acudir en caso de necesidad a los colectivos, ubicados en la primera sección.

La tercera sección era la mejor de todas. Cuartos mucho más amplios, con un ventilador en la parte superior, un sillón empotrado, un tocador con espejos en forma de trípitco, dos sillas plegables, miniclóset y un pequeño baño con espejo, retrete y lavabo (en los últimos años incluían su propia regadera aunque el agua siempre salía fría, según me contó un conocido). Por las noches el sillón daba paso a dos cómodas literas que dejaban espacio para ir al baño o bien para quedarse sentado leyendo gracias a unas lamparitas que colgaban cerca de una rejilla para el equipaje. Era imposible ver hacia afuera durante los viajes diurnos pues las ventanas estaban completamente sucias pues por años nadie las había lavado. 

Lo que rara vez se advertía a los pasajeros era que el portero, como se llamaba al encargado del vagón Pullman, tenía por encomienda preparar las camas, o los catres y las literas pasadas las 7 de la noche, en horario de hospital, por lo que prácticamente se obligaba a los ocupantes a salir de sus aposentos por unos minutos; si el pasajeros se rehusaba, se ganaba la furia del portero alegando que "era su obligación hacerlo". Por la mañana, a eso de las 8, aparte de llamarnos a desayunar haciendo sonar un triangulito, el portero tocaba discretamente a las habitaciones para volver a guardar los catres.

Ese sonido del triangulito metálico del portero nos lleva directamente al vagón comedor, qué tenía un horario muy particular. El desayuno se servía de 8 a 11, luego cerraba para volver a abrir de 1 a 3 de la tarde y finalmente, para la cena, se mantenía abierto de 7 a 11 de la noche, o cerraba antes en caso que se le terminara la comida. En uno de mis viajes recuerdo que el vagón comedor estaba cerrado excepto por una "tiendita" improvisada en uno de los espacios anteriores a la zona de las mesas y la sillas y atendida por una señora muy amable. La "tiendita" solo tenía algunos chuchulucos y unos cuantos refrescos aglutinados en una nevera con pedazos de hielo flotante pero eso bastaba para alegrarnos la estadía en el tren. Sin embargo mi padre protestó de rato al alegar que los precios de la "tiendita" eran exageradamente caros.

El vagón comedor tampoco tenía precisamente precios populares, pero recuerdo que su servicio era bueno; ofrecía ensaladas, hamburguesas, sopa, mantequilla y muchos paquetes de galletas de soda. Su menú era amplio pero con frecuencia "se les había acabado" lo que uno pedía. No está por demás recordar que durante muchos años el servicio de Nacionales de México fue una empresa paraestatal y que sus empleados eran burócratas federales. Sin embargo no recuerdo que los Pullman mexicanos fueran algo que se desconchiflara seguido ni que la calidad fuera deplorable. Era una atención buena, respetuosa, y que yo sepa el portero no se excusaba de hacer su trabajo alegando cláusulas sindicales. Los empleados públicos de entonces, creo, trabajaban más que los que tenemos ahora.

Lo que sí recuerdo muy bien era la emoción de subirse al Pullman para experimentar un viaje largo que nos alejara de la escuela primaria y de todas las penurias que ésta traía consigo, si bien horas más tarde nos sentíamos encerrados dentro del vagón y apostamos por pasarnos a otros carros. El Pullman era primera clase pero también había pasajeros que viajaban en la "Primera Clase A" donde solamente había hileras de asientos unos enfrente de otros pero no había portero ni camastros para descansar. En ocasiones el vagón comedor también era abierto para esa clase, digamos turista, en cuyo caso éste era acoplado en medio de los dos vagones para poder ser visitado por ambos lados. También el "vagón mirador" que mencionábamos en un principio era un Pullman de más "alcurnia", por decirlo de algún modo ya que en su parte posterior tenía un segundo piso con una larga burbuja de vidrio llena de asientos que le daba un maquillaje futurista a la que llegábamos mediante unos escalones. Esa sección panorámica permitía ver el paisaje del desierto o de la sierra pero en épocas de calor era insoportable permanecer ahí. 

De lo que no se salvaba uno era de la presencia de los vendedores de chicles, semillas, cigarros y dulces locales cada vez que el tren hacía escala en una estación. El portero les prohibía la entrada pero esos niños se las ingeniaban para subir, con una canastita en la mano, con sus productos tapados con una manta. Recuerdo que en la terminal de Aguascalientes (más adelante hablaremos de ella a fondo) la máquina sufrió un desperfecto y estuvimos varados ahí alrededor de tres horas. Y dado que cuando el tren se encontraba estacionado todo se apagaba, incluyendo la refrigeración y hacía un calor insoportable adentro del vagón, salimos al patio de la estación donde había ríos de gente que ofrecía de todo, desde escapularios "para un feliz" viaje hasta taquitos, quesos y revistas de todo tipo, desde las de "monitos" de Walt Disney hasta las semipornográficas de aquel entonces. Cabe apuntar que ese era un México mucho más inocente que el actual, por lo que todas estas memorias necesariamente llevan un agridulce sabor nostálgico.

Un ejercicio mental para miles de pasajeros era quedarse parados en las ventanas por horas para ver el paisaje, contar los puentes recorridos o el "campaneo" que iba y venía cuando el tren pasaba y no se detenía en la estación. Asimismo, una vez que el tren entraba a la gran ciudad comenzaba a sentirse cierta tristeza tras haber convivido con media docena de pasajeros, desconocidos 15 horas antes, y con los cuales se habían construido débiles cimientos de amistad.

Las últimas corridas Pullman ocurrieron hasta mediados de 1991 durante el gobierno de Carlos Salinas; también desapareció el vagón comedor y solo quedaron los vagones "clase A". Ferrocarriles Nacionales fue declarada insolvente y el gobierno de Salinas optó por ponerla a la venta, algo que no consiguió dado que la paraestatal cargaba con un pasivo monstruoso (su sindicato era de los más corruptos dentro del gobierno, así que ya se imaginarán). Se decretó entonces la supresión definitiva de los vagones Pullman mientras esos carromatos fueron enviados a retiro a la terminal de Aguascalientes, donde tenían su sede y donde la mayoría habían sido remozados tras haber sido importados de Estados Unidos. En esa capital se cuenta con un Museo del Ferrocarril donde aquellos vagones Pullman, llamados "Monte Athos" o "Córdova" llevan ya décadas parados y lentamente se convierten en chatarra. Hay tours en los que se puede visitar su interior aunque ya sin las sillas, sus cuadros y adornos al tiempo que el carro comedor es un vacío cascarón del que sobresale en sus alfombras alguna quemada de cigarro (entonces podía uno fumar en sitios públicos cerrados), un refresco derramado que se negó a ser borrado totalmente e incluso alguna mesa donde alguien talló su nombre con uno de los cuchillos.

Hoy solo tenemos en México el transporte de trenes de carga, las terminales de pasajeros fueron derrumbadas, se convirtieron en otra cosa o, desafortunadamente, sus paredes se han convertido en lienzos para grafiteros.

Los trenes de pasajeros persisten en algunas partes del Bajío, de Jalisco y, el más famoso, el Chihuahua Pacífico, conocido como Chepe, manejados en manos privadas. Para el resto del país, y donde a la gente parece ya no sobrarle la paciencia para realizar trayectos de 13 ó 14 horas, los Pullman mexicanos están ya muy lejos de su antigua gloria. Si el lector los recuerda, sabe bien lo que era meterse a un hotel sobre rieles.

 

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