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Conferencia Episcopal Argentina

Actualización de Líneas Pastorales para
la Nueva Evangelización

Capitulo III: el contenido de la nueva evangelización


49. Dejándonos guiar por el Espíritu que nos anima, queremos enfrentar los desafíos de la realidad con la mirada puesta en Jesucristo. Él, que nos lleva al Padre, es el centro de la fe cristiana y el fundamento absoluto de nuestra acción pastoral. El contenido de la Nueva Evangelización es Jesucristo, Evangelio del Padre. Él es también, en sus palabras y actitudes, el modelo perfecto de todo evangelizador.

El núcleo del contenido evangelizador

50. Hoy, como Iglesia fraterna y misionera, queremos reafirmar el mensaje fundamental. Lo que siempre hemos de destacar cuando anunciamos el Evangelio: Jesucristo resucitado nos da el Espíritu Santo y nos lleva al Padre. La Trinidad es el fundamento más profundo de la dignidad de cada persona humana y de la comunión fraterna. Mantenemos la continuidad con el núcleo de las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización, porque el centro de nuestro anuncio es Jesucristo salvador, que nos permite encontrarnos con el Padre y el Espíritu Santo. Destacamos la fe en la Santísima Trinidad como último fundamento de la dignidad humana y del llamado a la comunión con los hermanos, en la familia, en la Iglesia y en la nación.

51. En un momento de fuerte desintegración, la fe en este misterio es un potencial que fortalece, sana y renueva los vínculos entre las personas. Jesús, invitándonos a participar de la vida de la Trinidad, hace posible que alcancemos nuestra mayor dignidad y una auténtica relación con los demás en la justicia y el amor. La Iglesia, que es signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, se reconoce como servidora de la dignidad humana y de la comunión fraterna en la hora actual de nuestra patria. Quiere ofrecer este servicio mediante el testimonio renovado de la vida de sus miembros, el anuncio de la Palabra con todas sus consecuencias, la celebración de los sacramentos y la promoción del diálogo con todos. A continuación, desarrollaremos seis dimensiones que brotan del núcleo evangelizador que destacamos.

Dimensiones del núcleo evangelizador
a) En Jesucristo brilla una feliz noticia
52. En primer lugar, nos disponemos a contemplar a Cristo, el centro de nuestra fe. Así podremos comunicar la feliz noticia del amor de Dios que brilla en su rostro. Cristo es la imagen del Dios invisible (Col 1, 15). En Él, sobre todo en la Eucaristía, la gloria de Dios se hace cercana. La vocación y el sentido de la vida de cada hombre consiste en reproducir la imagen del Redentor. Todo ser humano está llamado a transformarse cada vez más en Cristo, desde el Bautismo hasta la resurrección final. En la persona y en el mensaje de Cristo siempre han impactado su amor y misericordia, sus exigencias de justicia y fraternidad, su ejemplo de pobreza y humildad y su testimonio de entrega por todos los hombres.

53. Jesús, hijo y hermano, modelo perfecto del hombre, tiene rostro de adolescente en Naza-reth, de hombre sencillo y trabajador en su aldea, buen vecino y ciudadano honrado, que quiere a todos; cercano a débiles, enfermos, extranjeros y pecadores; abierto al diálogo y de una sola palabra; que trata sin distinción y por igual a varones y mujeres, abraza a los niños; busca al Padre con confianza y le reza en lo secreto. En su vida manifiesta solidaridad para con todos, también con los olvidados, ignorados y excluidos. Jesucristo es nuestra Buena Noticia. Él mismo nos dice: Yo hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), y nos trae la novedad del Reino de Dios. Por eso, la Nueva Evangelización ha de conducir a un encuentro con la eterna novedad de Cristo vivo para alcanzar en Él vida eterna. La Iglesia en América necesita hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre, y prolongar sus actitudes.

b) Cristo es el rostro humano de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo
54. Jesucristo nos revela la vida íntima de Dios, el misterio más profundo de nuestra fe: que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesús nos invita permanentemente a entrar en esta comunión de amor. El corazón religioso e inquieto del hombre busca el rostro de Dios. Muchos en nuestro pueblo podemos identificarnos con aquellas antiguas plegarias: Yo busco tu rostro, Señor (Sal 27, 8). Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente, ¿cuándo iré a contemplar el rostro de Dios? (Sal 42, 3). En este mundo nadie ha visto jamás a Dios, pero Jesús ve al Padre y manifiesta su rostro: el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre (Jn 1,18). Es el Hijo enviado que contempla al Padre y vino al mundo para manifestarlo.

55. Además, el corazón de Jesús es para nosotros la fuente del Espíritu Santo. Jesús prometió enviarlo y dijo: Él recibirá de lo mío y se lo comunicará a ustedes (Jn 16, 14). Contemplando a Jesucristo, de Él recibimos el don del Espíritu Santo. Por la acción del Espíritu somos renovados a imagen de Jesús e incorporados a la vida de la Trinidad. Creemos en la Trinidad tal como Jesús nos la ha revelado. Esta fe, que recibimos en el Bautismo y confesamos en el Credo, es la fe de nuestro pueblo que se hace la señal de la cruz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así proclamamos la fe en el misterio del Dios viviente.

c) Cristo es el rostro divino del hombre: la dignidad de todo ser humano
56. Cristo es también el rostro divino del hombre. En su rostro filial se contempla el rostro del hombre que camina hacia el Padre, llamado a su vocación suprema: la intimidad de la vida trinitaria. Cristo revela al hombre su auténtica dignidad como persona. En Cristo, que muestra la misericordia del Padre, se nos manifiesta la verdad, el sentido y la misión de toda persona humana. Nuestro origen, y por tanto, nuestra dignidad están en Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, la fe cristiana es un potencial que sana, afianza y promueve la dignidad del hombre. 57. En el amor manifestado en la cruz, se restaura la dignidad del hombre cuya imagen fue herida por el pecado. Allí descubre el rostro del Padre que lo ama en su Hijo muy querido. En Cristo, por la acción del Espíritu Santo, el hombre es hecho una nueva criatura (2 Cor 4, 17) y su semblante es transfigurado (2 Cor 3, 18). En el rostro de Cristo resucitado reconocemos el destino eterno y glorioso del hombre peregrino, salvado por Él. Cristo es la plenitud final y el sentido último de la vida de todo ser humano. En Él la humanidad alcanza plenamente su cumbre y la historia su fin. Conociendo este destino de plenitud, los seres humanos descubrimos que siempre estamos llamados a algo más e inesperadamente se nos abren nuevas posibilidades.

d) El rostro doliente y resucitado de Cristo en el rostro del hombre sufriente
58. Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre e identificado con los pobres en su encarnación y en su cruz. En Él, descubrimos con nitidez la dignidad de los pobres, débiles y sufrientes. La fe lleva a reconocer en todo hombre, especialmente en el pobre, a un hermano de Cristo. Encontramos al Señor en los rostros de los hermanos que sufren. También lo descubrimos en los pecadores, ya que por su encarnación, el Hijo de Dios se ha unido solidariamente con todos. En los pobres resplandece la dignidad absoluta del ser humano. Ellos, víctimas de la injusticia y el desamor, son sacramento de Cristo. La pobreza que se ha convertido en miseria es una condición inhumana. Dios no ha hecho al hombre para la miseria. Es una injusticia social. La fe nos enseña que el amor infinito del Padre jamás excluye a un ser humano.

59. En el núcleo del contenido, hemos confesado que la Trinidad es el fundamento más profundo de la dignidad de cada persona humana. Afirmamos ahora que el rostro del pobre que sufre es signo elocuente del rostro del crucificado, donde se muestra que la misericordia se hace fuerte en la debilidad. Su resurrección nos ofrece las semillas de una vida más digna y más plena. El rostro de Jesús nos infunde la confianza necesaria para reconocernos pobres y sufrientes. Así podemos encontrarnos con el amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones. Con ese mismo amor podemos respetar la dignidad del pobre, del débil, del sufriente y del pecador. Cuando ignoramos al pobre o nos enriquecemos con privilegios a costa del hambre de muchos, es signo de que necesitamos convertirnos en profundidad para poder llegar a contemplar el rostro de Jesús.

e) La comunión eclesial, nacida del corazón de Cristo, es reflejo de la Trinidad
60. La Iglesia es el pueblo de Dios que vive en la presencia de Cristo y lo refleja en el mundo. Es el pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ella ha de irradiar el misterio de comunión misionera que contemplamos en Jesús y brota de la Trinidad. Ella ha nacido de la Alianza nueva que Cristo estableció con su sangre. América Latina, que desde los orígenes de la Evangelización selló esta Alianza con el Señor, necesita renovarla ahora y vivirla, mediante la gracia del Espíritu, con todas sus exigencias de amor, de verdad, de entrega y de justicia. La Iglesia es humilde y feliz servidora de esta acción del Espíritu en los pueblos y en sus culturas. Por ello también reconocemos la acción de Dios en las culturas de nuestras comunidades aborígenes, buscando una comunión que se exprese en el respeto, el diálogo y la cercanía.

61. La santidad de la Iglesia brilla en todo su esplendor en el rostro de María, los santos y los mártires. También se manifiesta en el amor ejemplar, sacrificado, heroico y escondido de tantos varones y mujeres que peregrinan sobre esta tierra. En la figura de la Madre junto a la cruz con un grupo de fieles, se simboliza la misericordia entrañable de Dios, que vibra en el corazón materno ante el dolor del Hijo y de todos los hijos. También se refleja la dignidad de las personas sostenidas por Dios, que en la adversidad se mantienen unidas de pie, con esperanza. María, como Madre de muchos hermanos, fortalece los vínculos fraternos entre todos y ayuda a que la Iglesia se viva como familia. En María brilla la dimensión maternal y familiar de la Iglesia, que habrá de dar espacio a todos, promoviendo a las mujeres. Ellas, en nuestra patria, son quienes comunican la vida, y las que más sostienen y promueven la fe y los valores.

62. La vocación a la comunión del pueblo de Dios es un llamado a la santidad comunitaria y a la misión compartida, que sólo son posibles por la acción del Espíritu. Toda la Iglesia y todos en la Iglesia estamos llamados a formar comunidades santas y misioneras. En la misión la Iglesia anuncia a Jesucristo y a su Reino; abraza a los hombres y mujeres de todos los pueblos y culturas y se encarna en cada Iglesia particular. El obispo, miembro del Colegio de los apóstoles y en comunión con el Papa, con la cooperación de los presbíteros, la ayuda de los diáconos, consagrados, consagradas y otros agentes pastorales, tiene por misión servir al pueblo de Dios. Mediante la predicación de la Palabra, la acción santificadora de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, y los gestos cercanos de atención pastoral, tiene el deber de conducir hacia una comunión orgánica la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios. Sólo así, creciendo en la unidad que se vive en una diversidad y variedad que busca la comunión, cada Iglesia particular podrá reflejar más nítidamente la vida de la Trinidad.

63. La comunión encarna y manifiesta la esencia del misterio de la Iglesia. Para responder a los desafíos descriptos en el capítulo segundo y ser un signo transparente del rostro de Cristo, el pueblo de Dios ha de ser una casa y una escuela de comunión al servicio de la unidad de toda la familia humana. Esto ha de expresarse en mejores estructuras de comunión, en la superación de indiferencias y enemistades, en el diálogo maduro y en la práctica del compartir los bienes. Este principio de comunión incluye «el dar hasta que duela» y ha de impulsarnos, cada vez más, a compartir la multiforme gracia de Dios (1 Pe 4, 10) en favor de la obra evangelizadora de la Iglesia.

64. Por otra parte, la misión exige una verdadera comunión entre todas las Iglesias particulares de la patria. Así, el conjunto de nuestras diócesis manifestará mejor la vida de la Trinidad. Porque la Iglesia es sacramento universal de salvación. Evangelizar es la alegría y la tarea permanente del pueblo de Dios. Sólo una auténtica conversión puede sostener este camino fraterno. Todos en la Iglesia, hemos de avanzar en este esfuerzo de incesante conversión al Señor y a su Evangelio. Imaginamos para el tercer milenio en nuestra patria, una Iglesia que se renueva constantemente en el espíritu del Evangelio, para inspirar toda la acción evangelizadora y misionera de las comunidades cristianas.

f) La comunión de la Trinidad, fundamento de nuestra convivencia social
65. El existir con otros y el vivir juntos, no es el fruto de una desgracia a la que haya que resignarse, ni un hecho accidental que se deba soportar; ni siquiera se trata de una mera estrategia para poder sobrevivir. Toda la vida en sociedad tiene para las personas un fundamento más hondo: Dios mismo. La Santísima Trinidad es fuente, modelo y fin de toda forma de comunión humana. A partir de la comunión trinitaria hemos de recrear los vínculos de toda comunidad: a nivel familiar, vecinal, provincial, nacional e internacional. En el diálogo y en el intercambio libre de dones, animado por el amor, se construye el «nosotros» de la comunión solidaria.

66. La persona humana es esencialmente social. Para ella, vivir es convivir. La familia es la primera comunidad humana, el origen natural y la célula básica de la vida social. Las asociaciones intermedias se constituyen libremente en torno a un bien común particular. La nación es una realidad cultural y política, en la que muchos hombres se vinculan por diversos bienes pero, sobre todo, por compartir una misma historia y cultura. El mundo es la gran familia humana formada por todos los pueblos de la tierra. Queremos seguir buscando y gozando la alegría de vivir y el gusto de convivir, ya que la dignidad del ser humano resplandece en su capacidad de amar y ser amado con estabilidad en la familia y en la sociedad.

67. Dado que la presente crisis deteriora los vínculos sociales, se hace necesario participar con imaginación y creatividad, en la tarea de reconstruirlos, sea en la familia, que es el fundamento de la sociedad, sea en el barrio, el municipio, el trabajo o la profesión. Urge regenerar una convivencia social justa, digna, honesta y fraterna, que sostenga un sistema político y económico basado en la verdad, la justicia, la libertad, la equidad y la solidaridad. Esto implica rehacer los vínculos y recuperar la política como servicio al bien común, lo cual ayudará a fortalecer el sistema democrático. Somos prójimos cuando nos hacemos cercanos, nos miramos con ternura y nos ayudamos generosamente los unos a los otros, sobre todo, cuando estamos heridos. Aprendemos a caminar juntos si asumimos las crisis de nuestros vínculos como un llamado de Dios para convertirnos, a fin de ser más unidos y solidarios, volviéndonos más familia y más pueblo. De esta manera, podremos reflejar mejor esa comunión maravillosa que reina entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

68. Después de contemplar el misterio de la Trinidad y hacer memoria de sus exigencias para nuestras vidas, pedimos al Espíritu que podamos reconocer siempre la verdad con humildad. Así llevaremos adelante con convicción y ardor la profunda renovación pastoral que requiere la Nueva Evangelización de nuestra patria.

 


 

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