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El Drama Musical Griego
No s�lo recuerdos y resonancias de las artes dram�ticas de Grecia
podemos detectar en nuestro teatro de hoy: no, las formas fundamentales de
�ste hunden sus ra�ces en el suelo hel�nico
bien en un crecimiento natural, bien como consecuencia de un pr�stamo artificial. S�lo los
nombres se han modificado y han cambiado de sitio en varios aspectos: de manera
semejante a como el arte musical de la Edad Media continuaba poseyendo realmente
las escalas musicales griegas, incluso con los nombres griegos, s�lo que, por
ejemplo, lo que los griegos llamaron locrio es calificado,
en los tonos eclesi�sticos, de d�rico
Con confusiones similares tropezamos en el terreno de la terminolog�a
dram�tica: lo que el ateniense entend�a por tragedia
nosotros lo subsumiremos acaso en el concepto de gran
�pera: al menos esto es lo
que hizo Voltaire en una carta al cardenal Quirin�
En cambio, en nuestra tragedia un heleno apenas reconocer�a nada que
pudiera corresponder a su tragedia; pero s� se le ocurrir�a que la estructura
entera y el car�cter b�sico de la tragedia de Shakespeare est�n tomados de la
denominada comedia nueva
de �l. Y de hecho, es de ella de la que se han derivado, en enormes espacios de tiempo, los miste�rios
y moralidades latino-germ�nicas y, finalmente, la tra�gedia de Shakespeare: de
modo similar a como no se podr� desconocer en la forma externa del escenario
de Shakespeare el parentesco geneal�gico con la comedia �tica nueva. As�,
pues, mientras que aqu� hemos de reconocer un desarrollo que avanza de manera
natural, y que se con�tin�a durante milenios, aquella genuina tragedia de la
Antig�edad, la obra de arte de �squilo y de S�focles, ha sido inoculada al
arte moderno de un modo arbi�trario. Lo que hoy nosotros llamamos �pera,
que es una caricatura del drama musical antiguo, ha surgido por una imitaci�n
simiesca directa de la Antig�edad: des�provista de la fuerza inconsciente de
un instinto natural, formada de acuerdo con una teor�a abstracta, se ha portado
cual si fuera un homunculus producido artificial�mente, como el malvado duende de nuestro
moderno desarrollo musical. Aquellos aristocr�ticos, cultos y eru�ditos
florentinos que, a comienzos del siglo XVII, provo�caron la g�nesis de la �pera,
ten�an el prop�sito claramen�te expresado de renovar aquellos efectos que la m�sica hab�a tenido en la Antig�edad, seg�n
tantos testimonios elocuentes . �Cosa extra�a! Ya el primer pensamiento puesto
en la �pera fue una b�squeda de efecto. Con tales experimentos quedan cortadas
o, al menos, gravemente mutiladas las ra�ces de un arte inconsciente, brotado
de la vida del pueblo. As� en Francia el drama popular fue suplantado por la
denominada tragedia cl�sica, es decir, por un genero surgido nada m�s que por
v�a docta, destinado a contener sin mezcla alguna la quintaesencia de lo tr�gico.
Tambi�n en Alemania qued� socavada a partir de la Reforma la ra�z natural del
drama, la comedia de carnaval; desde entonces apenas se ha vuelto a intentar
crear de nuevo una forma nacional, en cambio se ha pensado y poetizado de
acuerdo con las pautas vigentes en naciones extranjeras. Para el desarrollo de
las artes modernas la erudici�n el
saber v la sabihondez conscientes constituyen el aut�ntico estorbo: todo crecer
y evolucionar en el reino del arte
tienen que producirse dentro
de una noche profunda. La historia de la m�sica ense�a que la sana evoluci�n
progresiva de la m�sica griega
qued� de s�bdito m�ximamente obstaculizada y perjudicada en la Alta
Edad Media cuando, tanto en la
teor�a como en la pr�ctica, se volvi� de manera docta a lo antiguo. El
resultado fue una atrofia incre�ble del gusto: en las continuas contradicciones
entre la presunta tradici�n y el o�do natural se lleg� a no componer ya m�sica
para el o�do, sino para el ojo. Los ojos deb�an admirar la habilidad
contrapunt�stica del compositor: los ojos deb�an reconocer la capacidad
expresiva de la m�sica. �C�mo se pod�a lograr esto? Se dio a las notas el
color de las cosas de que en el texto se hablaba, es decir, verde cuando lo que
se mencionaba eran plantas, campos, vi�edos, rojo p�rpura cuando eran el sol y
la luz. Esto era m�sica-literatura, m�sica para leer. Esto que aqu� nos
parece un claro absurdo, en el terreno de que aqu� voy a hablar s�lo unos
pocos vieron en seguida que lo era. Yo afirmo, en efecto, que el �squilo y el S�focles
que nosotros conocemos nos son conocidos �nicamente como poetas del texto, como
libretistas, es decir, que precisamente nos son desconocidos. Pues mientras que
en el campo de la m�sica hace ya mucho tiempo que hemos superado esa
fantasmagor�a docta que es una m�sica para leer, en el campo de la poes�a la
innaturalidad del poema-libreto domina de manera tan exclusiva, que cuesta
reflexi�n decirse hasta qu� punto somos por necesidad injustos con P�ndaro,
�squilo y S�focles, m�s a�n, por qu� propiamente no los conocemos. Cuando
los llamamos poetas, queremos decir precisamente poetas del libro: mas justo con
esto perdemos toda intelecci�n de su esencia, la cual se nos descubre �nicamente
cuando alguna vez, en una hora intensa y rica de fantas�a, hacemos desfilar
ante nuestra alma la �pera de un modo tan idealizado, que se nos da precisamente una intuici�n
del drama musical antiguo. Pues por muy desfiguradas que se encuentren todas las
proporciones en la denominada gran �pera, aun cuando �sta sea producto de la
dispersi�n, no del recogimiento, esclava de la peor
de las versificaciones y de
una m�sica indigna: aun cuando aqu� todo sea mentira y desverg�enza: no hay,
con todo, ning�n otro medio de hacerse una idea clara sobre
S�focles m�s que intentando
adivinar, a partir de esa caricatura, su imagen primordial y eliminando con el
pensamiento, en una hora de entusiasmo, todo lo torcido y desfigurado. Esa
imagen de la fantas�a tiene que ser investigada entonces con cuidado, y
confrontada en cada una de sus partes con la tradici�n de la Antig�edad, para
que no superhelenicemos acaso lo hel�nico y nos inventemos una obra de arte que
no tiene patria alguna en ning�n lugar del mundo. Es �ste un peligro nada
peque�o. Pues hasta no hace mucho tiempo se consider� como un axioma
incondicional del arte que toda pl�stica ideal tiene que ser incolora, que la
escultura antigua no permite el empleo del color. Muy lentamente, y con la m�s
vehemente resistencia de aquellos hiperhelenos, se ha ido abriendo paso la visi�n
policroma de la pl�stica antigua, seg�n la cual �sta no tiene que ser
imaginada desnuda, sino revestida con una capa de color. De manera semejante
goza de universal simpat�a la tesis est�tica de que una uni�n de dos y m�s
artes no puede producir una elevaci�n del goce est�tico, sino que es, antes
bien, un extrav�o b�rbaro del gusto. Pero esa tesis demuestra a lo sumo la
mala habituaci�n moderna, que hace que nosotros no podamos ya gozar como
hombres enteros: estamos, por as� decirlo, rotos en pedazos por las artes
absolutas, y ahora gozamos tambi�n como pedazos, unas veces como hombres-o�dos,
otras veces como hombres-ojos, y as� sucesivamente. Confrontemos con esto la
manera como el genial Anselm Feuerbach se representa aquel drama antiguo como arte
total: �No es de extra�ar -dice- que, dada su afinidad electiva, que tiene
unas razones profundas, las artes particulares acaben fundi�ndose
de nuevo en un todo inseparable, que es una nueva forma de arte. Los juegos
ol�mpicos reun�an en una unidad pol�tico-religiosa a las tribus griegas
separadas: el festival dram�tico se parece a una festividad de reunificaci�n
de las artes griegas. Su modelo estaba dado ya en aquellas festividades de los
templos en que la aparici�n pl�stica del dios era celebrada, ante una devota
muche�dumbre, con bailes y cantos. Como all�, tambi�n aqu� el marco y la
base lo forma la arquitectura, mediante la cual la esfera po�tica superior
queda visiblemente apartada de la realidad. En la decoraci�n vemos ocupado al
pintor, y en la suntuosidad de los trajes vemos desplegado todo el encanto de un
abigarrado juego de colores. Del alma del conjunto se ha hecho due�o el arte po�tico;
pero, una vez mas, no como una forma po�tica aislada, cual ocurre en el culto
del templo, no, por ejemplo, como himno. Aquellos relatos, tan esenciales al
drama griego, del ange�los y
del exangelos o
de los mismos personajes que act�an, nos retrotraen a la epopeya. En las
escenas apasionadas y en el coro tiene su lugar la poes�a l�rica, y,
ciertamente, seg�n todas sus gradaciones, desde la erupci�n inmediata del
sentimiento, en interjecciones, desde la flor delicad��sima de la canci�n,
hasta el himno y el ditirambo. Con la recitaci�n, el canto y la m�sica de
flauta, y con el paso cadencioso del baile no queda a�n cerrado del todo el
circulo. Pues si la poes�a constituye el elemento funda�mental y m�s �ntimo
del drama, a su encuentro sale, en esta su nueva forma, la escultura.�
Hasta aqu� Feuer�bach Es
seguro que es en presencia de tal obra de arte donde nosotros tenemos que
aprender el modo de go�zar como hombres enteros: mientras que puede temerse
que, aun colocados ante ella, nosotros nos dividir�amos en pedazos para
asimilarla. Yo creo incluso que si alguno de nosotros fuese trasladado de
repente a una represen�taci�n festiva ateniense, la primera impresi�n que
tendr�a ser�a la de un espect�culo completamente b�rbaro y ex�tra�o. Y
esto, por muchas razones. A pleno sol, sin nin�guno de los misteriosos efectos
del atardecer y de la luz de las l�mparas, en la m�s chillona realidad ver�a
un in�menso espacio abierto completamente lleno de seres hu�manos: las miradas
de todos, dirigidas hacia un grupo de varones enmascarados que se mueven
maravillosamente en el fondo y hacia unos pocos mu�ecos de dimensiones supe�riores
a la humana, que, en un escenario largo y estrecho, evolucionan arriba y abajo a
un comp�s lent�simo. Pues qu� otro nombre
sino el de mu�ecos tenemos que dar a
aquellos seres que, erguidos sobre los altos
zancos de los coturnos, con el
rostro cubierto por gigantescas m�scaras
que sobresalen por encima de la cabeza y
que est�n pintadas con colores violentos, con el pecho y el vientre, los
brazos y las piernas almohadillados y rellenados hasta resultar innaturales,
apenas pueden moverse, aplastados por el peso de un vestido con cola que llega
hasta el suelo y de una enorme peluca. Adem�s esas figuras han de hablar y
cantar a trav�s de los orificios desmesuradamente abiertos de la boca, con un
tono fort�simo para hacerse entender por una masa de oyentes de m�s de 20.000
personas: en verdad, una tarea heroica, digna de un guerrero de Marat�n. Pero
nuestra admiraci�n se acrecienta cuando nos enteramos de que cada uno de esos
actores-cantantes ten�a que pronunciar en un esfuerzo de diez horas de. duraci�n
unos 1.600 versos, entre los que hab�a al menos seis partes cantadas, mayores y
menores. Y esto, ante un p�blico que censuraba inexorablemente cualquier
exageraci�n en el tono, cualquier acento incorrecto, en Atenas, donde, seg�n
la expresi�n de Lessing, hasta la plebe pose�a un juicio fino y delicado. �Qu�
concentraci�n y entrenamiento de las fuerzas, qu� prolongada preparaci�n, qu�
seriedad y entusiasmo en el hacerse cargo de la tarea art�stica tenemos que
presuponer aqu�, en suma, qu� actores ideales! Aqu� estaban planteadas tareas
para los ciudadanos m�s nobles, aqu� no quedaba deshonrado, aun en el caso de
fracasar, un guerrero de Marat�n, aqu� el actor sent�a que, vestido con su
ropaje, representaba una elevaci�n por encima de la forma cotidiana de ser
hombre, y sent�a tambi�n dentro de s� una exaltaci�n en la que las palabras
pat�ticas e imponentes de �squilo ten�an que ser para �l un lenguaje
natural.
Pero lleno de unci�n, igual que el actor, escuchaba tambi�n el oyente: tambi�n sobre �l se expand�a un estado de �nimo festivo
inusitado, deseado largo tiempo. Lo que a aquellos varones los empujaba al
teatro no era la angustiada huida del aburrimiento, la voluntad de liberarse por
algunas horas, a cualquier precio, de s� mismos y de su propia mezquindad. El
griego hu�a de la d�sipante vida p�blica que le era tan habitual, hu�a de la
vida en el mercado, en la calle y en el tribunal, y se refugiaba en la
solemnidad de la acci�n teatral, solemnidad que produc�a un estado de �nimo
tranquilo e invitaba al recogimiento: no como el viejo alem�n, que, cuando
alguna vez romp�a el c�rculo de su existencia �ntima, lo que deseaba era
distracci�n, y la distracci�n aut�ntica y divertida la encontraba en los
debates jur�dicos, que por eso determinaron la forma y la atm�sfera tambi�n
de su drama. Por el contrario, el alma del ateniense que iba a ver la tragedia
en las grandes Dionisias continuaba teniendo en s� algo de aquel elemento de
que naci� la tragedia. Ese elemento es el impulso primaveral, que explota con
una fuerza extraordinaria, un irritarse y enfurecerse, teniendo sentimientos
mezclados, que conocen, al aproximarse la primavera, todos los pueblos ingenuos
y la naturaleza entera. Como es sabido, tambi�n nuestras comedias y nuestras
mascaradas de carnaval son en su origen festividades primaverales de ese tipo,
que s�lo por razones eclesi�sticas quedan trasladadas a una fecha un poco
anterior. Todo es aqu� instinto profund�simo: aquellos enormes cortejos dionis�acos
de la Grecia antigua tienen su analog�a en los bailarines de San Juan y de San
Vito de la Edad Med�a, los cuales iban de ciudad en ciudad bailando, cantando y
saltando, en masas cada vez mayores. Aun cuando la medicina de hoy hable de ese
fen�meno como de una epidemia popular de la Edad Med�a: nosotros retendremos
�nicamente que el drama antiguo floreci� a partir de una epidemia popular de
ese tipo, y que la desgracia de las artes modernas es no haber brotado de
semejante fuente misteriosa. No es un capricho ni una travesura arbitraria el
que, en los primeros comienzos del drama, muchedumbres excitadas de un modo
salvaje, disfrazadas de s�tiros y silenos, pintados los rostros con holl�n,
con minio y otros jugos vegetales, coronadas de flores las cabezas, anduviesen
errantes por campos y bosques: el efecto omnipotente de la primavera, que se
manifiesta tan de s�bito, incrementa aqu� tambi�n las fuerzas
vitales con tal desmesura, que
por todas partes aparecen estados ext�ticos, visiones y una creencia en una
transformaci�n m�gica de s� mismo, y seres acordes en sus sentimientos
marchan en muchedumbres por el campo. Y aqu� est� la cuna del drama. Pues su
comienzo no consiste en que alguien se disfrace y quiera producir un enga�o en
otros: no, antes bien, en que el hombre est� fuera de s� y se crea a si mismo
transformado y hechizado. En el estado del �hallarse-fuera-de-s��, en el �xtasis,
ya no es menester dar m�s que un solo paso: no retornamos a nosotros mismos,
sino que ingresamos en otro ser, de tal modo que nos portamos como seres
transformados m�gicamente. De aqu� procede, en �ltima instancia, el profundo
estupor ante el espect�culo del drama: vacila el suelo, la creencia en la
indisolubilidad y fijeza del individuo. Y de igual modo que, en contraste total
con Lanzadera en el Sue�o de una noche de verano
el entusiasta dionis�aco cree en su transformaci�n, as� el poeta dram�tico
cree en la realidad de sus personajes. Quien no abrigue esa creencia, puede
seguir perteneciendo, sin duda, a los que agitan el tirso, a los diletantes,
pero no a los verdaderos servidores de Dioniso, los bacantes.
En la �poca de florecimiento del drama �tico, algo de esa vida
natural dionis�aca perduraba todav�a en el alma de los oyentes. Estos no eran
un perezoso, fatigado p�blico abonado todas las tardes, que llega al teatro con
unos sentidos cansados y rendidos de fatiga, para dejarse emocionar aqu�. En
contraposici�n a este p�blico, que es la camisa de fuerza de nuestro teatro de
hoy, el espectador-ateniense, cuando se situaba en las gradas del teatro,
continuaba teniendo sus sentidos frescos, matinales, festivamente estimulados.
Para �l lo sencillo no era todav�a demasiado sencillo: su erudici�n est�tica
consist�a en los recuerdos de felices d�as anteriores de teatro, su confianza
en el genio dram�tico de su pueblo era ilimitada. Pero lo m�s importante es
que eran tan raras las veces que sorb�a la bebida de la tragedia, que siempre
la saboreaba como si fuera la primera vez. En este sentido voy a citar las
palabras del m�s importante arquitecto vivo, el cual da su voto en favor de los
frescos en el techo y de las c�pulas pintadas. �Nada es m�s ventajoso -dice-
para la obra de arte que el que quede sustra�da al contacto directo y vulgar
con lo inmediato y a la l�nea de visi�n habitual del hombre. Por el h�bito de
ver c�modamente queda tan embotado el nervio �ptico, que el encanto y las
proporciones de los colores y las formas ya no los reconoce mas que como si
estuvieran detr�s de un velo� Sin
duda estar� permitido reivindicar algo an�logo tambi�n para el raro goce del
drama: les favorece a los cuadros y a los dramas que se los mire con una actitud
y un sentimiento poco habituales: si bien tampoco queremos recomendar ya con
esto la vieja costumbre romana de permanecer de pie en el teatro.
Hasta ahora nos hemos venido fijando �nicamente en el actor y en el
espectador. Pensemos tambi�n, en tercer lugar, en el poeta (Poet): esta palabra la tomo aqu�, claro est�, en su
sentido m�s amplio, tal como la entendieron los griegos. Es exacto que los tr�gicos
griegos han ejercido sus inmensos efectos sobre el arte moderno tan s�lo en
cuanto libretistas; pero si bien esto es verdad, yo estoy convencido de que una
representaci�n real e �ntegra de una trilog�a esquilea, con actores, p�blico
y poetas �ticos, tendr�a que producir realmente un efecto anonadante, pues nos
revelar�a el hombre est�tico con una
perfecci�n y una armon�a tales que, frente a ellas, nuestros grandes
poetas aparecer�an sin duda como estatuas
bellamente iniciadas, pero no trabajadas hasta el final.
En la Antig�edad griega al dramaturgo le estaba planteada su tarea de
la manera m�s dif�cil posible: una libertad cual la disfrutan nuestros poetas
esc�nicos en lo referente a elecci�n de materia, n�mero de actores e
innumerables otras cosas le parecer�a al juez �tico del arte una falta de
disciplina. Todo el arte griego est� penetrado de la orgullosa ley de que s�lo
lo m�s dif�cil constituye una tarea digna del var�n libre. As�, la autoridad
y la gloria de una obra de arte pl�stico depend�an en gran manera de la
dificultad de su realizaci�n, de la dureza de la materia empleada. Entre las
dificultades especiales que hicieron que el camino hacia la fama dram�tica no
llegase a ser nunca muy ancho, cu�ntanse el n�mero limitado de actores, el
empleo del coro, el restringido ciclo de mitos, pero sobre todo aquella virtud
de pentatleta, la necesidad de poseer dotes productivas de poeta y de m�sico,
en la orqu�stica y en la direcci�n, y, por fin, de actor. Lo que constituye
siempre para nuestros poetas dram�ticos el ancla de salvaci�n es la novedad y,
con ello, lo interesante de la materia que han elegido para su drama. Piensan
igual que los improvisadores italianos, los cuales narran una historia nueva
hasta llegar a su punto culminante y a la m�xima tensi�n, y entonces est�n
persuadidos de que ya nadie se ir� antes del final. Ahora bien, el retener
hasta el final mediante el atractivo de lo interesante era algo nunca o�do
entre los tr�gicos griegos: las materias de sus obras maestras eran conocidas
desde antiguo, y, en forma �pica y l�rica, resultaban familiares desde la
infancia a los oyentes. El despertar verdadero inter�s por un Orestes y un
Edipo era ya una proeza heroica: pero �qu� restringidos, qu� arbitrariamente
limitados eran los medios que era l�cito emplear para suscitar ese inter�s!
Aqu� entra en consideraci�n sobre todo el coro, el cual era tan importante
para el poeta antiguo como lo eran para el tr�gico franc�s los personajes
aristocr�ticos que ten�an sus puestos a ambos lados de la escena y que, por as�
decirlo, transformaban el escenario en una antec�mara principesca. De igual
modo que, por consideraci�n a ese singular �coro�, que no interven�a y, sin
embargo, s� interven�a en la representaci�n, al tr�gico franc�s no le era l�cito
modificar los decorados, de igual modo que el lenguaje y el gesto en el
escenario se guiaban por el modelo de ese �coro�: as� el coro antiguo exig�a
que la acci�n entera en todo drama se desarrollase en p�blico y que el lugar
de acci�n de la tragedia fuese un lugar abierto.
Es esta una exigencia temeraria: pues el acto tr�gico y la preparaci�n
para el mismo no se los suele encontrar precisamente en la calle, sino que donde
mejor crecen es en lo oculto. Todo en p�blico, todo a plena luz, todo en
presencia del coro -esa era la cruel exigencia. No es que esto se hubiera
expresado alguna vez como exigencia, en raz�n de una sutileza est�tica
cualquiera: antes bien, en el largo proceso de desarrollo del drama. se hab�a
alcanzado ese nivel, y se lo hab�a mantenido, sabiendo por instinto que para el
genio eminente hab�a aqu� una tarea eminente a resolver. Es sabido, en efecto,
que la tragedia no fue originariamente m�s que un gran canto coral: pero este
conocimiento hist�rico nos da de hecho lo, clave de ese raro problema. En los
mejores tiempos el efecto capital y de conjunto de la tragedia antigua
continuaba descansando en el coro: �ste era el factor con que se ten�a que
contar ante todo, al que no era l�cito dejar de lado. Aquel nivel en que se
mantuvo el drama aproximadamente desde �squilo hasta Eur�pides es un nivel en
que el coro hab�a quedado ya tan en segundo plano como para continuar dando
justamente el colorido de conjunto. Un solo paso m�s, y la escena domin� a la
orquesta, la colonia a la metr�poli; la dial�ctica de los personajes esc�nicos
y sus cantos individuales pasaron a primer plano y se impusieron sobre la
impresi�n coral-musical de conjunto que hab�a estado vigente hasta entonces.
Ese paso fue dado, y Arist�teles, contempor�neo del mismo, lo fij� en su
famosa definici�n, tan desorientadora, y que no expresa en absoluto la esencia
del drama esquileo.
El primer pensamiento al proyectar un poema dram�tico ten�a
que ser, por tanto, el inventar un grupo
de varones o mujeres que
estuviesen estrechamente vinculados con los personajes de la acci�n: despu�s
era necesario buscar ocasiones en las que pudieran hacer irrupci�n sentimientos
l�rico-musicales masivos. En cierto modo el actor miraba desde el coro a los
personajes del escenario, y con �l lo hac�a el p�blico ateniense: nosotros,
que no tenemos mas que el libreto, miramos desde el escenario hacia el coro. El
significado de �ste no es posible agotarlo
con una comparaci�n. Si Schlegel lo calific� de �espectador ideal�, esto quiere decir �nicamente que, en la manera como el
coro concibe los acontecimientos, el poeta sugiere a la vez la manera como, seg�n
su deseo,
debe concebirlos el espectador. Mas con esto se ha resaltado bien �nicamente
un aspecto: sobre todo es importante que quien representa al h�roe le grite al
espectador sus sentimientos a trav�s del coro como a trav�s de un altavoz, con
una ampliaci�n colosal. Aun cuando sea un grupo de personajes, musicalmente el
coro no representa, sin embargo, una masa, sino s�lo un enorme individuo,
dotado de unos pulmones mayores que los naturales. No es �ste el sitio de
indicar cu�l es el pensamiento �tico que hay en la m�sica coral un�sona de
los griegos: ella forma la ant�tesis m�s poderosa del desarrollo de la m�sica
cristiana, en la que la armon�a, aut�ntico s�mbolo de la mayor�a, ha
dominado durante largo tiempo, hasta el punto de que la melod�a qued�
asfixiada y tuvo que volver a ser descubierta de nuevo. El coro es el que ha
prescrito los l�mites a la fantas�a po�tica que en la tragedia se patentiza:
el baile coral religioso, con su andante solemne,
rodeaba de barreras el esp�ritu inventivo de los poetas, tan travieso en otras
ocasiones: mientras que la tragedia inglesa, que no tiene esa barrera, se
comporta, con su realismo fant�stico, de manera mucho m�s impetuosa, mucho m�s
dionis�aca, pero, en el fondo, mucho m�s melanc�lica, aproximadamente como un
allegro beethoveniano. Propiamente la tesis m�s importante en la econom�a
del drama antiguo es que el coro tuviese varias ocasiones grandes de entregarse
a manifestaciones l�rico-pat�ticas. Pero esto est� logrado con facilidad
tambi�n en el m�s breve fragmento de la leyenda: y por ello falta en absoluto
todo lo complicado, todo lo basado en intrigas todo lo combinado de manera sutil
y artificial, en suma, todo lo que constituye cabalmente el car�cter del drama
moderno. En el drama musical antiguo no hab�a nada que la gente tuviera que
calcular: en �l incluso la astucia de ciertos h�roes del mito tiene en s�
algo sencillo y honesto. Nunca, ni siquiera en Eur�pides, se transform� la
esencia del espect�culo en la esencia del juego de ajedrez
mientras que ciertamente lo ajedrec�stico se convirti� en el rasgo
fundamental de la denominada comedia nueva. Por ello cada uno de los dramas de
los antiguos se parece, en su sencilla estructura, a un
solo acto de nuestras tragedias, y, desde luego, casi siempre al quinto
acto, el cual lleva a la cat�strofe con pasos cortos y r�pidos. La tragedia cl�sica
francesa, como no conoc�a su modelo, el drama musical griego, m�s que
precisamente como libreto, y con la introducci�n del coro ca�a en
perplejidades, tuvo que admitir en s� un elemento totalmente nuevo, s�lo para
llenar los cinco actos prescritos por Horacio
ese lastre, sin el que aquella forma de arte no se habr�a arriesgado a
salir al mar, era la intriga, es decir, un enigma a resolver para el
entendimiento y una palestra de las pasiones peque�as, que en el
fondo no son tr�gicas: con esto su car�cter se aproxim� significativamente al
de la comedia �tica nueva. Comparada con �sta, la tragedia antigua era pobre
de acci�n y de tensi�n: incluso puede decirse que en sus etapas evolutivas
anteriores no ten�a puestas sus miradas en modo alguno en el obrar, el �r�ma sino en el padecer, el p�yow. La acci�n se a�adi� cuando surgi� el di�logo: e incluso en la �poca
de florecimiento del drama el obrar verdadero y serio no fue presentado en
escena descubierta. Qu� otra cosa fue originariamente la tragedia m�s que una
l�rica objetiva, una canci�n cantada partiendo del estado de determinados
seres mitol�gicos, y, adem�s, con el traje de los mismos. Al principio un coro
ditir�mbico de varones disfrazados de s�tiros y silenos ten�a que dar a
entender qu� era lo que le hab�a excitado de tal modo: alud�a a un rasgo, r�pidamente
comprensible para los oyentes, de la historia de las luchas y sufrimientos de
Dioniso. M�s tarde fue introducida la divinidad misma, con una doble finalidad:
por un lado, para hacer personalmente una narraci�n de las aventuras en que se
encuentra metida en ese momento y que incitan a su s�quito a participar en
ellas de manera viv�sima. Por otro lado, durante esos apasionados cantos
corales Dioniso es en cierto modo la imagen viviente, la estatua viviente del
dios: y de hecho el actor antiguo tiene algo del convidado de piedra de Mozart.
Un music�logo moderno hace sobre esto la correcta observaci�n siguiente: �En
nuestro actor disfrazado -dice- nos sale a nosotros al encuentro un hombre
natural, a los griegos en la m�scara tr�gica les sal�a al encuentro un hombre
artificial, estilizado en h�roe, si se quiere. Nuestros profundos escenarios,
en los cuales est�n agrupados a menudo unos cien personajes, convierten las
representaciones con toda la vivacidad que pueden en pinturas coloreadas. El
estrecho escenario antiguo, con la pared del fondo muy adelantada, convert�a a
las pocas figuras que all� hab�a y que se mov�an pausadamente en
bajorrelieves vivientes o en vivientes im�genes marm�reas del front�n de un
templo. S� un milagro hubiese insuflado vida a las figuras marm�reas de la
disputa entre Atenea y Poseid�n del front�n del Parten�n, habr�an hablado
sin duda el lenguaje de S�focles.�
Retorno al punto de vista, antes sugerido, de que en el drama griego el
acento recae sobre el padecer, no sobre el obrar: ahora resultar� m�s f�cil
comprender por qu� yo opino que nosotros somos
necesariamente injustos con �squilo y con S�focles, que propiamente
no los conocemos.
No tenemos, en efecto, ninguna norma para controlar el juicio del p�blico �tico
sobre una obra po�tica, porque no sabemos, o s�lo en m�nima parte sabemos, c�mo
se lograba que el sufrir, y en general la vida afectiva en sus erupciones,
produjese una impresi�n conmovedora. Frente a una tragedia griega somos
incompetentes porque en buena parte su efecto principal, descansaba sobre un
elemento que se nos ha perdido, la m�sica. A la posici�n de la m�sica con
respecto al drama antiguo se le puede aplicar perfectamente la exigencia que
Gluck formul� en el famoso pr�logo a su Alcestis.
La m�sica estaba destinada a apoyar el poema, a reforzar la expresi�n de los
sentimientos y el inter�s de las situaciones, sin interrumpir la acci�n ni
perturbarla con ornamentos in�tiles. Deb�a ser para la poes�a lo que son para
un dibujo impecable y bien ordenado la viveza de los colores y una mezcla feliz
de sombra y luz, que sirven �nicamente para dar vida a las figuras sin destruir
los contornos. La m�sica fue aplicada, por tanto, s�lo como medio para una
finalidad: su tarea era la de trocar la pasi�n del dios y del h�roe en una
fort�sima compasi�n en los oyentes. Sin duda esa misma tarea la tiene tambi�n
la palabra, mas para �sta es mucho m�s dif�cil resolverla y s�lo puede
hacerlo con rodeos. La palabra act�a primero sobre el mundo conceptual, y s�lo
a partir de �l lo hace sobre el sentimiento, m�s a�n, con bastante frecuencia
no alcanza en modo alguno su meta, dada la longitud del camino. En cambio, la m�sica
toca directamente el coraz�n, puesto que es el verdadero lenguaje universal que
en todas partes se comprende.
Es verdad que todav�a hoy se encuentran difundidas opiniones sobre la
m�sica griega seg�n las cuales �sta no habr�a sido de ninguna de las maneras
semejante lenguaje universalmente comprensible, sino que significar�a, antes
bien, un mundo sonoro inventado por v�a docta, abstra�do de unas doctrinas ac�sticas,
y completamente extra�o a nosotros. Ac� y all� la gente mantiene, por
ejemplo, la superstici�n de que en la m�sica griega la tercera mayor fue
sentida como una disonancia. De tales ideas tenemos que liberarnos
completamente, y no olvidar nunca que la m�sica de los griegos est� mucho m�s
pr�xima a nuestro sentimiento que la de la Edad Media. Las composiciones
antiguas que se nos han conservado recuerdan totalmente, en su n�tida
articulaci�n r�tmica, nuestras canciones populares: pero fue de la canci�n
popular de donde brotaron todo el arte po�tico y toda la m�sica antiguos. Es
cierto que existe tambi�n m�sica instrumental pura: mas en ella se hac�a
valer �nicamente el virtuosismo. El griego genuino sent�a siempre en ella algo
ajeno a su patria, algo importado del extranjero asi�tico. La m�sica
propiamente griega es por completo m�sica vocal: el lazo natural entre el
lenguaje de las palabras y el lenguaje de la m�sica no est� roto todav�a: y
esto hasta tal grado., que el poeta era tambi�n necesariamente el que pon�a m�sica
a su canci�n. Los griegos no llegaban a conocer una canci�n m�s que a trav�s
del canto: pero al o�rlo sent�an tambi�n la unidad intim�sima de palabra y m�sica.
Nosotros, que nos hemos criado bajo el influjo de la groser�a art�stica moderna, bajo el
aislamiento de las artes, apenas somos ya capaces de disfrutar juntos el texto y
la m�sica. Nos hemos habituado precisamente a disfrutar, por separado, el texto
en la lectura -por lo cual no nos fiamos de nuestro juicio cuando vemos recitar
una poes�a, representar un drama,
y pedimos el libro - y la m�sica en la audici�n. Tambi�n encontramos
soportable el texto m�s absurdo con tal de que la m�sica sea bella: algo que a
un griego le parecer�a propiamente una barbarie.
Adem�s de esta hermandad reci�n subrayada entre poes�a y arte
musical, la m�sica antigua ten�a otras dos caracter�sticas, su sencillez e
incluso pobreza de armon�a, y su riqueza de medios de expresi�n r�tmica. Ya
he insinuado que el canto coral se diferenciaba del canto solista �nicamente
por el n�mero de voces, y que s�lo a los instrumentos de acompa�amiento les
estaba permitida una muy restringida polifon�a, es decir, una armon�a en
sentido nuestro. La exigencia primera de todas era que se entendiese el
contenido de la canci�n interpretada: y si se entend�a realmente una canci�n
coral de P�ndaro o de �squilo, con sus temerarias met�foras y saltos de
pensamiento: esto presupone un arte asombroso de interpretaci�n y, a la vez,
una acentuaci�n y una r�tmica musicales extraordinariamente caracter�sticas.
Al lado de la estructura r�tmico-musical en per�odos, que se mov�a en estrech�simo
paralelismo con el texto, iba por otra parte,
como medio de expresi�n externa, el movimiento del baile, la orqu�stica.
En las evoluciones de los coreutas, que dise�aban ante los ojos de los
espectadores algo as� como arabescos sobre la ancha superficie de la orquesta,
la gente sent�a la m�sica hecha visible en cierto modo. Mientras la m�sica
incrementaba el efecto de la poes�a, la orqu�stica aclaraba la m�sica. Con
esto se le originaba al mismo tiempo al poeta y compositor la tarea de ser adem�s
un maestro de ballet productivo.
Aqu� hay que decir todav�a unas palabras sobre los l�mites de la m�sica
en el drama. El significado m�s hondo de esos l�mites, que son el tal�n de
Aquiles del drama musical antiguo, puesto que en ellos comienza el proceso de
disoluci�n de �ste, no lo vamos a discutir hoy, ya que en mi pr�xima
conferencia pienso tratar de la decadencia de la tragedia antigua, y, por tanto,
tambi�n del punto que acabamos de insinuar. Baste aqu� con este hecho: no todo
lo poetizado se pod�a cantar, y a veces tambi�n se lo hablaba, como en nuestro
melodrama, con acompa�amiento de m�sica instrumental. Pero ese hablar hemos de
imagin�rnoslo siempre como un semirecitado, de modo que el peculiar sonido
retumbante del mismo no introduc�a ning�n dualismo en el drama musical, antes,
por el contrario, tambi�n en el lenguaje se hab�a impuesto el influjo
dominante de la m�sica. Una especie de eco de ese tono de recitado lo tenemos
en el denominado tono de lecci�n, con que en la Iglesia cat�lica son le�dos
los evangelios, las ep�stolas y muchas oraciones. �El sacerdote lector hace,
en las pausas y finales de las frases, ciertas flexiones de voz, con lo que
queda asegurada la claridad de la lectura y se evita a la vez la monoton�a.
Pero en momentos importantes de la acci�n sagrada la voz del cl�rigo se eleva,
el pater noster, el prefacio, la bendici�n se convierten en un canto declamatorio.�
En general, muchas cosas del ritual de la misa solemne recuerdan el drama
musical griego, s�lo que en Grecia todo era mucho m�s luminoso, m�s solar, en
suma, m�s bello, pero tambi�n, en cambio, menos �ntimo, y estaba desprovisto
de aquel simbolismo enigm�tico e infinito propio de la Iglesia cristiana.
Con esto, estimad�sima concurrencia, he llegado al final. Antes he
comparado al creador del drama musical griego con el pentatleta, el atleta que
participaba en cinco juegos: una imagen distinta nos aclarara mejor el
significado que tal pentatleta m�sico-dram�tico tuvo para todo el arte
antiguo. �squilo posee una importancia extraordinaria para la historia de la
indumentaria antigua en cuanto que fue �l quien introdujo el ropaje libre, la
elegancia, esplendor y gracia del vestido principal, mientras que, antes de �l,
los griegos barbarizaban en sus vestidos y no conoc�an el ropaje libre. El
drama musical griego es, para todo el arte antiguo, ese ropaje libre: todo lo
no-libre, todo lo aislado de cada una de las artes queda superado con �l; en su
com�n festividad sacrificial se cantan himnos a la belleza y a la vez a la
audacia. Sujeci�n y, sin embargo, gracia, pluralidad y, sin embargo, unidad,
muchas artes en actividad suprema y, sin
embargo, una sola obra de arte
-eso es el drama musical antiguo. Mas aquel a quien su contemplaci�n le traiga
al recuerdo el ideal del reformador actual del arte, tendr� que decirse simult�neamente
que aquella obra de arte del futuro no es por acaso un espejismo brillante, pero
enga�oso: lo que nosotros esperamos del futuro, eso ha sido ya una vez realidad
-en un pasado de hace m�s de dos mil a�os.
Friedrich
Nietzsche
Traducci�n
A. S�nchez Pascual. Alianza Editorial
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