LA
VISI�N DIONIS�ACA DEL MUNDO
Friedrich
Nietzsche
Uno
Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez
callan la doctrina secreta de su visi�n del mundo, erigieron dos divinidades,
Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte estos
nombres representan ant�tesis estil�sticas que caminan una junto a otra, casi
siempre luchando entre s�, y que s�lo una vez aparecen fundidas, en el
instante del florecimiento de la �voluntad� hel�nica, formando la obra de
arte de la tragedia �tica. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la
delicia de la existencia, en el sue�o y en la embriaguez.
La bella apariencia del mundo on�rico, en el que cada hombre es artista
completo, es la madre de todo arte figurativo y tambi�n, como veremos, de una
mitad importante de la poes�a. Gozamos en la comprensi�n inmediata de la figura,
todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la
vida suprema de esta realidad on�rica tenemos, sin embargo, el sentimiento
trasl�cido de su apariencia; s�lo cuando ese sentimiento cesa es
cuando comienzan los efectos patol�gicos, en los que ya el sue�o no restaura,
y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa
frontera, no son s�lo acaso las im�genes agradables y amistosas las que dentro
de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: tambi�n las cosas
serias, tristes, oscuras, tenebrosas son contempladas con el mismo placer s�lo
que tambi�n aqu� el velo de la apariencia tiene qu� estar en un movimiento
ondeante, y no le es l�cito encubrir del todo las formas b�sicas de lo real.
As�, pues, mientras que el sue�o es el juego del ser humano individual con lo
real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sue�o.
La estatua, en cuanto bloque de m�rmol, es algo muy real, pero lo real de la
estatua en cuanto figura on�rica es la persona viviente del dios.
Mientras la estatua flota a�n como imagen de la fantas�a ante los ojos del
artista, �ste contin�a jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa
imagen al m�rmol, juega con el sue�o.
�En
qu� sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? S�lo en
cuanto es el dios de las representaciones on�ricas. El es �el
Resplandeciente� de modo total: en su ra�z m�s honda es el dios del sol y de
la luz, que se revela en el resplandor. La �belleza� es su elemento: eterna
juventud le acompa�a. Pero tambi�n la bella apariencia del mundo on�rico es
su reino: la verdad superior, la perfecci�n propia de esos estados, que
contrasta con la s�lo fragmentariamente inteligible realidad diurna, el�valo a
la categor�a de dios vaticinador, pero tambi�n ciertamente de dios art�stico.
El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del
conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen on�rica
no le es l�cito sobrepasar para no producir un efecto patol�gico, pues
entonces la apariencia no s�lo enga�a, sino que embauca, no es l�cito que
falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitaci�n, aquel estar
libre de las emociones m�s salvajes, aquella sabidur�a y sosiego del
dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego �solar�: aun cuando est�
encolerizado y mire con malhumor, se halla ba�ado en la solemnidad de la bella
apariencia.
El
arte dionis�aco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el �xtasis.
Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el
olvido de s� que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida
narc�tica. Sus efectos est�n simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos
estados el principium individuationis queda roto, lo subjetivo
desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, m�s a�n,
de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no s�lo establecen un pacto
entre los hombres, tambi�n reconcilian al ser humano con la naturaleza. De
manera espont�nea ofrece la tierra sus dones, pac�ficamente se acercan los
animales m�s salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con
flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la
arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es
hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros
b�quicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el
evangelio de la �armon�a de los mundos�: cantando y bailando manifi�stase
el ser humano como miembro de una comunidad superior, m�s ideal: ha
desaprendido a andar y a hablar. M�s a�n: se siente m�gicamente transformado,
y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y
la tierra da leche y miel, tambi�n en �l resuena algo sobrenatural. Se siente
dios: todo lo que viv�a s�lo en su imaginaci�n, ahora eso �l lo percibe en s�.
�Qu� son ahora para �l las im�genes y las estatuas? El ser humano no es ya
un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan ext�tico y erguido
como en sue�os ve�a caminar a los dioses. La potencia art�stica de la
naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aqu� se revela: un
barro m�s noble, un m�rmol m�s precioso son aqu� amasados y tallados: el ser
humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la
naturaleza la misma relaci�n que la estatua mantiene con el artista apol�neo.
As�
como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, as� el acto
creador del artista dionis�aco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo
ha experimentado en si mismo, ese estado s�lo se lo puede comprender de manera
simb�lica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sue�a y a la vez se
barrunta que el sue�o es sue�o. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene
que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detr�s de s� mismo como
observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la combinaci�n
de ambos se muestra el artista dionis�aco.
Esta
combinaci�n caracteriza el punto culminante del mundo griego: originariamente s�lo
Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moder� a
Dioniso, que irrump�a desde Asia, que pudo surgir la m�s bella alianza
fraterna. Aqu� es donde con m�s facilidad se aprehende el incre�ble idealismo
del ser hel�nico: un culto natural que entre los asi�ticos significa el m�s
tosco desencadenamiento de los instintos inferiores, una vida animal panhet�rica,
que durante un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso qued�
convertido entre ellos en una festividad de redenci�n del mundo, en un d�a de
transfiguraci�n. Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta
idealizaci�n de la org�a.
Pero
el mundo griego nunca hab�a corrido mayor peligro que cuando se produjo la
tempestuosa irrupci�n del nuevo dios. A su vez, nunca la sabidur�a del Apolo d�lfico
se mostr� a una luz m�s bella. Al principio resisti�ndose a hacerlo, envolvi�
al potente adversario en el m�s delicado de los tejidos, de modo que �ste
apenas pudo advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los
sacerdotes d�lficos adivinaron el profundo efecto del nuevo culto sobre los
procesos sociales de regeneraci�n y lo favorecieron de acuerdo con sus prop�sitos
pol�ticoreligiosos, debido a que el artista apol�neo sac� ense�anzas, con
discreta moderaci�n, del arte revolucionario de
los
cultos b�quicos, debido, finalmente, a que en
el culto d�lfico el dominio del a�o qued� repartido entre Apolo
y Dioniso, ambos salieron, por as� decirlo, vencedores en el certamen
que los enfrentaba: una reconciliaci�n celebrada en el campo de batalla. Si se
quiere ver con claridad de qu� modo tan poderoso el elemento apol�neo refren�
lo que de irracionalmente sobrenatural hab�a en Dioniso, pi�nsese que en el
per�odo m�s antiguo de la m�sica el g�nero ditir�mbico era al mismo tiempo
el hesic�stico. Cuanto m�s vigorosamente fue creciendo e1 esp�ritu art�stico
apol�neo, tanto m�s libremente se desarroll� el dios hermano Dioniso: al
mismo tiempo que el primero llegaba a le visi�n plena, inm�vil, por as�
decirlo, de la belleza, en 1a �poca
de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del
mundo y expresaba en 1a m�sica tr�gica el pensamiento m�s �ntimo de la
naturaleza, el hecho de que la �voluntad� hila en y por encima de todas las
apariencias.
Aun
cuando la m�sica sea tambi�n un arte apol�neo, tomadas las cosas con rigor s�lo
lo es el ritmo, cuyaa fuerza figurativa
fue desarrollada hasta convertirla en exposici�n de estados apol�neos:
la m�sica de Apolo es arquitectura en sonidos, y adem�s, en sonidos s�lo
insinuados, como son los propios de la c�tara. Cuidadosamente se mantuvo
apartado cabalmente el elemento que constituye el car�cter de la m�sica
dionisiaca, m�s a�n, de la m�sica en cuanto tal, el poder estremecedor del
sonido y el mundo completamente incomparable de la armon�a. Para percibir �sta
pose�a el griego una sensibilidad fin�sima, como es forzoso inferir de la
rigurosa caracterizaci�n de las tonalidades, si bien en ellos es
mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de, una armon�a acabada,
que realmente suene. En la sucesi�n de armon�as, y ya en su abreviatura, en la
denominada melod�a, la �voluntad� se revela con total inmediatez sin haber
ingresado antes en ninguna apariencia. Cualquier individuo puede servir de s�mbolo,
puede servir, por as� decirlo, de caso
individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial
la expondr� el artista dionis�aco de un modo inmediatamente comprensible: �l
manda, en efecto, sobre el caos de la voluntad no devenida a�n figura, y puede
sacar de �l, en cada momento creador, un mundo nuevo, pero tambi�n el
antiguo, conocido como apariencia. En este �ltimo sentido es un m�sico
tr�gico.
En
la embriaguez dionis�aca, en e1 impetuoso recorrido de todas las escalas an�micas
durante las excitaciones narc�ticas, o en el desencadenamiento de los instintos
primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza m�s alta: vuelve a
juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que
el principium individuationis aparece, por as� decirlo, como un
permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto m�s deca�da se encuentra
la voluntad, tanto m�s se desmigaja todo en lo individua1; cuanto m�s ego�sta,
arbitrario es el modo como el individuo est� desarro1lado, tanto m�s d�bil es
el organismo al que sirve. Por esto, en aquellos estados prorrumpe, por as�
decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un �sollozo de la criatura� por
las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito del espanto, 1os
gemidos nost�lgicos de una p�rdida insustituible. La naturaleza exuberante
celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes
est�n mezclados del modo m�s prodigioso, 1os dolores despiertan placer, el j�bilo
arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios, el
liberador, ha liberado a todas 1as cosas de s� mismas, ha transformado
todo. El canto y la m�mica de las masas excitadas de ese modo, en las que 1a
naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-hom�rico
algo completamente nuevo e maudito; para �l aquello era algo oriental, a lo que
tuvo que someter con su enorme energ�a r�tmica y pl�stica, y que someti�,
como someti� en aquella �poca el estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo
apol�neo el que aherroj� al instinto prepotente con las cadenas de la belleza;
�l fue el que puso el yugo a los elementos m�s peligrosos de la naturaleza, a
sus bestias m�s salvajes. Cuando m�s admiramos el poder idealista de Grecia es
al comparar su espiritualizaci�n de la fiesta de Dioniso con lo que en otros
pueblos surgi� de id�ntico origen. Festividades similares son antiqu�simas, y
se las puede demostrar por doquier, siendo las m�s famosas las que se
celebraban en Babilonia bajo el nombre de los saces. Aqu�, en una fiesta que
duraba cinco d�as, todos los lazos p�blicos y sociales quedaban rotos; pero lo
central era el desenfreno sexual, la aniquilaci�n de toda relaci�n familiar
por un heterismo ilimitado. La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de
la fiesta griega de Dioniso trazada por Eur�pides en Las bacantes:
de esa imagen fluyen el mismo encanto, la misma transfiguradora embriaguez
musical que Escopas y Prax�teles condensaron en estatuas. Un mensajero narra
que, en el calor del mediod�a, ha subido con los reba�os a las cumbres de las
monta�as: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no vistas; ahora
Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inm�vil de una aureola, ahora florece
el d�a. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen
diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en
troncos de abetos: todas las cosas dormitan. De repente la madre de Penteo
comienza a dar gritos de j�bilo, el sue�o queda ahuyentado, todas se ponen de
pie, un modelo de nobles costumbres; las j�venes muchachas y las mujeres dejan
caer los rizos sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al
dormir, los lazos y las cintas se hab�an soltado. Las mujeres se ci�en con
serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas, algunas toman en sus brazos
lobos y venados j�venes y los amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra
y con enredaderas; una percusi�n con el tirso en las rocas, y el agua sale a
borbotones; un golpe con el bast�n en el suelo, y un manantial de vino brota.
Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas
de los pies para que brote leche blanca como la nieve. � Es �ste un mundo
sometido a una transformaci�n m�gica total, la naturaleza celebra su
festividad de reconciliaci�n en el ser humano. El mito dice que Apolo recompuso
al desgarrado Dioniso. Esta es la imagen del Dioniso recreado por Apolo, salvado
por �ste de su desgarramiento asi�tico. �
dos
Los
dioses griegos, con la perfecci�n con que se nos aparecen ya en Homero, no
pueden ser concebidos, ciertamente, como frutos de la indigencia y de la
necesidad : tales seres nos los ide� ciertamente el �nimo estremecido por la
angustia: no para apartarse de la vida proyect� una fantas�a genial sus im�genes
en el azul. En �stas habla una religi�n de la vida, no del deber, o de la asc�tica,
o de la espiritualidad. Todas estas figuras respiran el triunfo de la
existencia, un exuberante sentimiento de vida acompa�a su culto. No hacen
exigencias: en ellas est� divinizado lo existente, lo mismo si es bueno que si
es malo. Comparada con la seriedad, santidad y rigor de otras religiones, corre
la griega peligro de ser infravalorada como si se tratase de un jugueteo
fantasmag�rico, � si no traemos a la memoria un rasgo, a menudo olvidado, de
profund�sima sabidur�a, mediante el cual aquellos dioses epic�reos aparecen
de s�bito como creaci�n del incomparable pueblo de artistas y casi como creaci�n
suma. La filosof�a del pueblo es la que e1 encadenado dios de los
bosques desvela a los mortales: �Lo mejor de todo es no existir, lo mejor en
segundo lugar, morir pronto.� Esta misma filosof�a es la que forma el
trasfondo de aquel mundo de dioses. El griego conoci� los horrores y espantos
de la existencia, mas, para poder vivir, los encubri�: una cruz oculta bajo
rosas, seg�n el s�mbolo de Goethe. Aquel Olimpo luminoso logr� imponerse �nicamente
porque el imperio tenebroso del Destino, el cual dispone una temprana muerte
para Aquiles y un matrimonio atroz para Edipo, deb�a quedar ocultado por las
resplandecientes figuras de Zeus, de Apolo, de Hermes, etc. Si a aquel mundo
intermedio alguien le hubiera quitado el brillo art�stico,
habr�a sido necesario seguir la sabidur�a del dios de �os bosques, acompa�ante
de Dioniso. Esa necesidad fue la que hizo que el
genio art�stico de este pueblo crease esos dioses. Por ello, una teodicea no
fue nunca un problema hel�nico: la gente se guardaba de imputar a los dioses la
existencia del mundo y, por tanto, la responsabilidad por el modo de ser de �ste.
Tambi�n los dioses est�n sometidos a la necesidad: es �sta una confesi�n
hecha por la m�s rara de las sabidur�as. Ver la propia existencia, ta1 como �sta
es ahora, en un espejo transfigurador, y protegerse con ese espejo contra la
Medusa � �sa fue la estrategia genial de la �voluntad� hel�nica para poder
vivir en absoluto. �Pues de qu� otro modo habr�a podido soportar la
existencia este pueblo infinitamente sensible, tan brillantemente capacitado
para el sufrimiento, si en sus dioses aqu�lla no se
le hubiera mostrado circundada de una aureola superior! El mismo instinto que da
vida al arte, como un complemento y una consumaci�n de la existencia destinados
a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir tambi�n el mundo ol�mpico,
mundo de belleza, de sosiego, de goce.
Merced
al efecto producido por tal religi�n, la vida es concebida en el mundo hom�rico
como lo apetecible de suyo: la vida bajo el luminoso resplandor solar de tales
dioses. El dolor de los hombres hom�ricos se refiere a la
separaci�n de esta existencia, sobre todo a una separaci�n pronta: cuando el
lamento resuena, �ste habla del Aquiles �de corta vida�, del r�pido cambio
del g�nero humano, de la desaparici�n de la edad heroica. No es indigno del m�s
grande de los h�roes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como jornalero.
Nunca la �voluntad� se ha expresado con mayor franqueza que en Grecia, cuyo
lamento mismo sigue siendo su canto de alabanza. Por ello el hombre moderno
anhela aquella �poca en la que cree o�r el acorde pleno entre naturaleza y ser
humano, por ello es lo hel�nico el santo y se�a de todos los que han de mirar
a su alrededor en busca de modelos resplandecientes para su afirmaci�n
consciente de la vida; por ello, en fin, ha surgido, entre las manos de
escritores dados a los placeres, el concepto de �jovialidad griega�, de tal
modo que, de manera irreverente, una negligente vida perezosa osa disculparse, m�s
a�n, honrarse con la palabra �griego�. En todas estas representaciones, que
se descarr�an yendo de lo m�s noble a lo m�s vulgar, el mundo griego ha sido
tomado de un modo demasiado basto y simple, y en cierta manera ha sido
configurado a imagen de naciones un�vocas y, por as� decirlo, unilaterales
(por ejemplo, los romanos). Se deber�a sospechar, sin embargo, que hay una
necesidad de apariencia art�stica tambi�n en la visi�n del mundo de un pueblo
que suele transformar en oro todo lo que toca. Realmente, tambi�n nosotros,
como hemos insinuado ya, tropezamos en esta visi�n del mundo con una enorme
ilusi�n, con la misma ilusi�n de que la naturaleza se sirve tan regularmente
para alcanzar sus finalidades. La verdadera meta queda tapada por una imagen
ilusoria: hacia �sta alargamos nosotros las manos, y mediante ese enga�o la
naturaleza alcanza aqu�lla. En los griegos la voluntad quiso contemplarse a s�
misma transfigurada en obra de arte: para glorificarse ella a s� misma, sus
criaturas ten�an que sentirse dignas de ser glorificadas, ten�an que volver a
verse en una esfera superior, elevadas, por as� decirlo, a lo ideal, sin que
este mundo perfecto de la intuici�n actuase como un imperativo o como un
reproche. Esta es la esfera de la belleza, en la que los griegos ven sus im�genes
reflejadas como en un espejo, los Ol�mpicos. Con este arma luch� la voluntad
hel�nica contra el talento para el sufrimiento y para la sabidur�a del
sufrimiento, que es un talento correlativo del art�stico. De esta lucha, y como
memorial de su victoria, naci� la tragedia.
La
embriaguez del sufrimiento y el bello sue�o tienen sus
distintos mundos de dioses: la primera, con la omnipotencia de su ser, penetra
en los pensamientos m�s �ntimos de la naturaleza, conoce el terrible instinto
de existir y a la vez la incesante muerte de todo lo que comienza a existir; los
dioses que ella crea son buenos y malvados, se asemejan al azar, horrorizan por
su irregularidad, que emerge de s�bito, carecen de compasi�n y no, encuentran
placer en lo bello. Son afines a la verdad, y se aproximan al concepto; raras
veces, y con dificultad, se condensan en figuras. El mirar a esos dioses
convierte en piedra al que lo hace: �c�mo
vivir con ellos? Pero tampoco se debe hacerlo: �sta es su doctrina.
Dado
que ese mundo de dioses no puede ser encubierto del todo, como un secreto
vituperable, la mirada tiene que ser desviada del mismo por el resplandeciente:
producto on�rico situado junto a �l, el mundo ol�mpico: por ello el ardor de
sus colores, la �ndole sensible de sus figuras
se intensifican tanto m�s cuanto m�s en�rgicamente se hacen valer a s�
mismas la verdad o el s�mbolo de las mismas. Pero la lucha entre verdad y
belleza nunca fue mayor que cuando aconteci� la invasi�n del culto dionis�aco:
en �l la naturaleza se desvelaba y hablaba de su secreto con una claridad
espantosa, con un tono frente al cual la seductora apariencia casi perd�a su
poder. En Asia tuvo su origen aquel manantial: pero fue en Grecia donde tuvo que
convertirse en un r�o, porque aqu� encontr�
por vez primera lo que Asia no le hab�a ofrecido, la sensibilidad m�s
excitable y la capacidad m�s fina para el sufrimiento, emparejadas con la
sensatez y la perspicacia m�s ligeras. �C�mo
salv� Apolo a Grecia? El nuevo advenedizo fue ganado para e1 mundo de la bella
apariencia, para el mundo ol�mpico: le fueron ofrecidos en holocausto muchos de
los honores de las divinidades m�s prestigiosas, de Zeus, por ejemplo, y de
Apolo. Nunca se le han hecho mayores cumplidos a un extra�o: pero es que �ste
era tambi�n un extra�o terrible (hostis
[enemigo] en todos los sentidos), lo bastante
poderoso como para reducir a ruinas la casa que le ofrec�a hospitalidad. Una
gran revoluci�n se inici� en todas las formas de vida: en todas partes se
infiltr� Dioniso, tambi�n en el arte.
La
mirada, lo bello, la apariencia delimitan el �mbito del arte apol�neo; es el
mundo transfigurado del ojo, que en sue�os, con los p�rpados cerrados, crea
art�sticamente. A ese estado on�rico quiere trasladarnos tambi�n la epopeya:
teniendo los ojos abiertos, no debemos ver nada, sino deleitarnos con las im�genes
interiores, que el rapsoda intenta, a trav�s de conceptos, excitarnos a
producir. El efecto de las artes figurativas es alcanzado aqu� mediante un
rodeo: mientras que con el m�rmol tallado el escultor nos conduce al dios vivo
intuido por �l en sue�os, de tal modo que la figura que flota propiamente como
finalidad se hace clara tanto para el escultor como para el contemplador, y el
primero induce al �ltimo, mediante la figura intermedia de
la estatua, a reintuirla: el poeta �pico ve id�ntica figura viviente y quiere
presentarla tambi�n a otros para que la contemplen. Pero ya no interpone una
estatua entre �l y los hombres: antes bien, narra c�mo aquella figura
demuestra su vida, en movimientos, sonidos, palabras, acciones, nos constri�e a
reducir a su causa una muchedumbre de efectos, nos obliga a realizar una
composici�n art�stica. Ha alcanzado su meta cuando vemos claramente ante
nosotros la figura, o el grupo, o la imagen, cuando nos hace part�cipes de
aquel estado on�rico en el que �l mismo engendr� antes aquellas
representaciones. El requerimiento de la epopeya a que realicemos una creaci�n
pl�stica demuestra cu�n absolutamente distinta de la epopeya es la
l�rica, ya que �sta jam�s tiene como meta el dar forma a unas im�genes. Lo
com�n a ambas es tan s�lo algo material, la palabra, o, dicho de manera m�s
general, el concepto: cuando nosotros hablamos de poes�a, no tenemos con esto
una categor�a que estuviese coordinada con el arte pl�stico y con la m�sica,
sino una conglutinaci�n de dos medios art�sticos que en s� son totalmente
dispares, el primero de los cuales significa un camino hacia el arte pl�stico,
y el segundo, un camino hacia la m�sica: pero ambos son tan s�lo caminos
hacia la creaci�n art�stica, ellos mismos no son artes. En este sentido,
naturalmente, tambi�n la pintura y la escultura son tan s�lo medios art�sticos:
el arte propiamente dicho es la capacidad de
crear im�genes, independientemente de que sea un pre-crear o un post-crear. En
esta propiedad - una propiedad general humana � se basa el significado
cultural del arte. El artista, en cuanto es el que nos obliga al arte
mediante medios art�sticos � no puede ser a la vez el �rgano que absorba la
actividad art�stica. El culto a las im�genes en la cultura apol�nea,
ya se expresase �sta en el templo, o en la estatua, o en la epopeya hom�rica,
ten�a su meta sublime en la exigencia, �tica de la mesura,
exigencia que corre paralela a la exigencia est�tica de la belleza. La mesura
instituida como exigencia no resulta posible m�s que all� donde se considera
que la mesura, el l�mite, es conocible. Para poder respetar los
propios l�mites hay que conocerlos: de aqu� la admonici�n apol�nea: con�cete,
a ti mismo. Pero el �nico espejo en que el griego apol�neo pod�a verse, es
decir, conocerse, era el mundo de los dioses ol�mpicos: y en �ste reconoc�a
�l su esencia m�s propia, envuelta en la bella apariencia del sue�o. La
mesura, bajo cuyo yugo se mov�a el nuevo mundo divino (frente a un derrocado
mundo de Titanes), era la mesura de la belleza: el l�mite que el griego ten�a
que respetar, era el de la bella apariencia. La finalidad m�s �ntima de una
cu1tura orientada hacia la apariencia y la mesura s�lo puede ser, en efecto, el
encubrimiento de la verdad: tanto, al infatigable investigador que est� al
servicio de la verdad como al prepotente Tit�n se les gritaba el
amonestador: nada demasiado. En Prometeo se le muestra a Grecia un ejemplo de c�mo
el favorecimiento demasiado grande del conocimiento humano produce efectos
nocivos tanto para el favorecedor como para el favorecido. Quien quiera salir
airoso con su sabidur�a ante el dios, tiene, como Hes�odo, que: guardar las
medidas de la sabidur�a. En un mundo estructurado de esa forma y
artificialmente protegido irrumpi� ahora el ext�tico sonido de la fiesta
dionis�aca, en el cual la desmesura toda de la naturaleza se
revelaba a la vez en placer y dolor y conocimiento. Todo lo que hasta ese
momento era considerado como l�mite, como determinaci�n de la mesura, demostr�
ser aqu� una apariencia artificial: la �desmesura� se desvel� como verdad.
Por vez primera alz� su rugido el canto popular, dem�nicamcnte fascinador, en
una completa borrachera de sentimiento prepotente. (Qu�
significaba, frente a esto, el salmodiante artista de Apolo, con los sones s�lo
medrosamente insinuados de su c�tara? Lo que antes fue propagado, a trav�s de
castas, en corporaciones po�tico-musicales, y mantenido al mismo tiempo
apartado de toda participaci�n profana; lo que, con la fuerza del genio apol�neo,
ten�a que perdurar en el nivel de una arquitect�nica sencilla, el elemento
musical, aqu� eso se despoj� de todas las barreras: el ritmo, que antes se mov�a
�nicamente en un zig-zag sencill�simo, desat� ahora sus miembros y se
convirti� en un baile de bacantes: el sonido se dej� o�r no ya,
como antes, en una atenuaci�n espectral, sino en la intensificaci�n por mil
que la masa le daba, y acompa�ado por instrumentos de viento de sonidos
profundos. Y aconteci� lo m�s misterioso: aqu� vino al mundo la armon�a, la
cual hace directamente comprensible en su movimiento la voluntad de la
naturaleza. Ahora se dejaron o�r en la cercan�a de Dioniso cosas que, en el
mundo apol�neo, yac�an artificialmente escondidas: el resplandor entero de los
dioses ol�mpicos palideci� ante la sabidur�a de Sileno. Un arte que en su
embriaguez ext�tica hablaba la verdad ahuyent� a las musas de las artes de la
apariencia; en el olvido de s� producido por los estados dionis�acos pereci�
el individuo, con sus l�mites y mesuras; y un crep�sculo de los dioses se
volvi� inminente.
�Cu�l
era el prop�sito de la voluntad, la cual es, en �ltima instancia, una
sola, al dar entrada a los elementos dionis�acos, en contra de su
propia creaci�n apol�nea.
Tend�a
hacia una nueva y superior invenci�n de la existencia, hacia el nacimiento del
pensamiento tr�gico. �
tres
El �xtasis del estado dionis�aco, con su
aniquilaci�n de las barreras y l�mites
habituales de la existencia, contiene, mientras dura, un elemento let�rgico,
en el cual se sumergen todas las vivencias del pasado. Quedan de este modo
separados entre s�, por este abismo del olvido, el mundo de la realidad
cotidiana y el mundo de la realidad dionis�aca. Pero tan pronto como la primera
vuelve a penetrar en la consciencia, es sentida en cuanto tal con n�usea:
un estado de �nimo asc�tico, negador de la voluntad, es el fruto
de tales estados. En el pensamiento lo dionisiaco es contrapuesto, como un orden
superior del mundo, a un orden vulgar y malo: el griego quer�a una huida
absoluta de este mundo de culpa y de destino. Apenas se consolaba con un mundo
despu�s de la muerte: su anhelo tend�a m�s alto, m�s all� de los dioses, el
griego negaba la existencia, junto con su policromo y resplandeciente reflejo en
los dioses. En la consciencia del despertar de la embriaguez ve por todas partes
lo espantoso o absurdo del ser hombre: esto le produce n�usea. Ahora comprende
la sabidur�a del dios de los bosques.
Aqu�
ha sido alcanzado el l�mite m�s peligroso que la voluntad
hel�nica, con su principio b�sico optimista-apol�neo, pod�a permitir. Aqu�
esa voluntad intervino enseguida con su fuerza curativa natural, para dar la
vuelta a ese estado de �nimo negador: el medio de que se sirve es la obra de
arte tr�gica y la idea tr�gica. Su prop�sito no pod�a ser en modo alguno
sofocar el estado dionis�aco y, menos a�n, suprimirlo; era imposible un
sometimiento directo, y si era posible,
resultaba demasiado peligroso: pues el elemento interrumpido en su
desbordamiento se abr�a paso por otras partes y penetraba a trav�s de todas
las venas de la vida.
Sobre
todo se trataba de transformar aquellos pensamientos de n�usea sobre lo
espantoso y lo absurdo de la: existencia en representaciones con las que se
pueda vivir: esas representaciones
son lo sublime, sometimiento art�stico de lo espantoso, y lo rid�culo,
descarga art�stica de la n�usea de lo absurdo. Estos dos elementos,
entreverados uno con otro, se unen para formar una obra de arte que recuerda la
embriaguez, que juega con la embriaguez.
Lo
sublime y lo rid�culo est�n un paso m�s all� del mundo de la bella
apariencia, pues en ambos conceptos se siente una contradicci�n. Por otra
parte, no coinciden en modo alguno con la verdad: son un velamiento de la verdad
velamiento que es, desde luego, m�s transparente que la belleza pero que no
deja de ser un velamiento. Tenemos, pues, en ellos un mundo intermedio
entre la belleza y la verdad: en ese mundo es posible una unificaci�n de
Dioniso y Apolo. Ese mundo se revela en un juego con la embriaguez, no en un
quedar engullido completamente por la misma. En el actor teatral reconocemos
nosotros al hombre dionis�aco, poeta, cantor,
bailar�n instintivo, pero como hombre dionis�aco representado (gespielt).
El actor teatral intenta alcanzar el modelo del hombre dionis�aco en el
estremecimiento de la sublimidad, o tambi�n en el estremecimiento de la
carcajada: va m�s all� de la belleza, y sin embargo. no busca la verdad.
Permanece oscilando entre ambas. No aspira a la bella apariencia, pero s� a la
apariencia, no aspira a la verdad, pero s� a la verosimilitud.
(El s�mbolo, signo de la verdad.) El actor teatral no fue al principio, como es
obvio, un individuo: lo que deb�a ser representado era, en efecto, la masa
dionis�aca, el pueblo: de aqu� el coro ditir�mbico. Mediante el juego con la
embriaguez, tanto el actor teatral mismo como el coro de espectadores que le
rodeaba deb�an quedar descargados, por as� decirlo, de la embriaguez. Desde el
punto de vista del mundo apol�neo hubo que salvar y expiar
a Grecia: Apolo, el aut�ntico dios salvador y expiador, salv� al griego tanto
del �xtasis clarividente como de la n�usea producida por la
existencia � mediante la obra de arte del pensamiento tr�gico-c�mico.
El nuevo mundo del
arte, el de lo sublime y lo rid�culo, el de la �verosimilitud�, descansaba en
una visi�n de los dioses y del mundo distinta de la antigua de la bella
apariencia. El conocimiento de los horrores y absurdos de la existencia, del
orden perturbado y de la irregularidad irracional, y, en general, del enorme sufrimiento
existente en la naturaleza entera, hab�a arrancado el velo a las figuras tan
artificialmente veladas del Destino y de las Erinias, de la Medusa y de la
Gorgona: los dioses ol�mpicos corr�an m�ximo peligro. En la obra de arte tr�gico-c�mica
fueron salvados, al quedar sumergidos tambi�n ellos en el mar de lo sublime y
de lo rid�culo: cesaron de ser s�lo �bellos�, absorbieron dentro de s�, por
decirlo de este modo, aquel orden divino anterior y su sublimidad. Ahora se
separaron en dos grupos, s�lo unos pocos se balanceaban en medio, como
divinidades unas veces sublimes y otras veces rid�culas. Fue - sobre todo
Dioniso mismo el que recibi� ese ser escindido.
En
dos tipos es donde mejor se muestra c�mo fue posible volver a vivir ahora en el
periodo tr�gico de Grecia: en �squilo y en S�focles. Al primero, en cuanto
pensador, donde m�s se le aparece lo sublime es en la justicia grandiosa.
Hombre y dios mantienen en �squilo una estrech�sima
comunidad subjetiva: lo divino, justo, moral y lo feliz est�n
para �l unitariamente entretejidos entre s�. Con esta balanza se mide el ser
individual, sea un hombre o sea un Tit�n. Los dioses son reconstruidos de
acuerdo con esta norma de la justicia. As�, por ejemplo, la creencia popular en
el dem�n cegador que induce a la culpa � residuo de aque1 antiqu�simo mundo
de dioses destronado por los Ol�mpicos � es corregida a1 quedar transformado
ese dem�n en un instrumento en manos de Zeus, que castiga con justicia. El
pensamiento asimismo antiqu�simo � e igualmente extra�o a los Ol�mpicos �
de la maldici�n de la estirpe queda despojado de toda aspereza � pues en �squilo
no existe, para el individuo, ninguna necesidad de
cometer un delito, y todo el mundo puede escapar a ella.
Mientras
que �squilo encuentra lo sublime en la sublimidad de 1a administraci�n de la
justicia por los Ol�mpicos, S�focles lo ve
� de modo sorprendente � en la sublimidad de la impenetrabilidad de esa
misma administraci�n de la justicia. El restablece en su integridad el punto de
vista popular. El inmerecimiento de un destino espantoso le parec�a sublime a S�focles,
los enigmas verdaderamente insolubles de la existencia humana fueron su musa tr�gica.
El sufrimiento logra en �l su transfiguraci�n; es concebido como algo
santificador. La distancia entre lo humano y lo divino es inmensa; por ello lo
que procede es la sumisi�n y la resignaci�n m�s hondas. La aut�ntica virtud
es la cordura, en realidad una virtud negativa. La humanidad heroica es la m�s
noble de todas, sin aquella virtud; su destino demuestra aquel abismo
insalvable. Apenas existe la culpa, s�lo una falta de
conocimiento sobre el valor del ser humano y sus l�mites.
Este
punto de vista es, en todo caso, m�s profundo e �ntimo que el de �squilo, se
aproxima significativamente a la verdad dionis�aca, y la expresa sin muchos s�mbolos
y, �a pesar de ello!, aqu� reconocemos el principio �tico de Apolo
entreverado en la visi�n dionis�aca del mundo. En �squilo la n�usea queda
disuelta en el terror sublime frente a la sabidur�a del orden del mundo, que
resulta dif�cil de conocer debido �nicamente a la debilidad del
ser humano. En S�focles ese terror es todav�a m�s grande pues aquella sabidur�a
es totalmente insondable. Es el estado de �nimo, m�s puro, de la piedad, en el
que no hay lucha, mientras que el estado de �nimo esquileo tiene constantemente
la tarea de justificar la administraci�n de la justicia por los dioses, v por
ello se detiene siempre ante nuevos problemas. El �l�mite del ser humano�,
que Apolo ordena investigar, es cognoscible para S�focles, pero es m�s
estrecho y restringido de lo que Apolo opinaba en la �poca predionisiaca. La
falta de conocimiento que el ser humano tiene acerca de s� mismo es el problema
sofocleo, la falta de conocimiento que el ser humano
tiene acerca de los dioses es el problema esquileo.
�Piedad,
m�scara extra��sima del instinto vital! �Entrega a un mundo on�rico
perfecto, al que se le confiere la suprema sabidur�a
moral! �Huida de la verdad, para poder adorarla desde la lejan�a, envuelto en
nubes! �Reconciliaci�n con la realidad, porque es enigm�tica!
;Aversi�n al desciframiento de los enigmas, porque nosotros no somos dioses! �Placentero
arrojarse al polvo, sosiego feliz de la infelicidad! �Suprema
autoalienaci�n del ser humano en su suprema expresi�n! �Glorificaci�n
y transfiguraci�n de los medios de horror y de los espantos de la existencia,
considerados como remedios de la existencia! �Vida llena de alegr�a en el
desprecio de la vida!
�Triunfo
de la vida en su negaci�n!
En
este nivel del conocimiento no hay m�s que dos caminos, el del santo
y el del artista tr�gico: ambos tienen en com�n el que,
aun poseyendo un conocimiento clar�simo de la nulidad de la existencia, pueden
continuar viviendo sin barruntar una fisura en su visi�n del mundo. La n�usea
que causa el seguir viviendo es sentida como medio para crear, ya se trate de un
crear santificador, ya de un crear art�stico. Lo espantoso o lo absurdo resulta
sublimador, pues s�lo en apariencia es espantoso o absurdo. La
fuerza dionis�aca de la transformaci�n m�gica contin�a acredit�ndose aqu�
en la cumbre m�s elevada de esta visi�n del mundo: todo lo real se disuelve en
apariencia, y detr�s de �sta se manifiesta la unitaria naturaleza de la
voluntad, totalmente envuelta en la aureola de la sabidur�a y de la
verdad, en un brillo cegador. La ilusi�n, el delirio se encuentran en su
c�spide. �
Ahora
ya no parecer� inconcebible el que la misma voluntad, que, en cuanto apol�nea,
ordenaba el mundo hel�nico, acogiese dentro de s� su otra forma de aparecer,
la voluntad dionis�aca. La lucha entre ambas formas de aparecer la voluntad ten�a
una meta extraordinaria, crear una posibilidad m�s alta de la existencia
y llegar tambi�n en ella a una glorificaci6n m�s alta
(mediante el arte). No era ya el arte de la apariencia, sino el arte tr�gico la
forma de glorificaci�n: en �ste, sin embargo, queda comp1etamente absorbido
aquel arte de la apariencia. As� como el elemento dionis�aco se infiltr� en
la vida apol�nea, as� como la apariencia se estableci� tambi�n aqu� como l�mite,
de igual manera el arte tr�gico-dionis�aco no es ya la �verdad�. Aquel
cantar y bailar no es ya embriaguez instintiva natural: la masa coral presa de
una excitaci�n dionisiaca no es ya la masa popular pose�da inconscientemente
por el instinto primaveral. Ahora la verdad es simbolizada, se
sirve de la apariencia, y por ello puede y tiene que utilizar tambi�n las artes
de la apariencia. Pero surge una gran diferencia con respecto al arte anterior,
consistente en que ahora se recurre conjuntamente a la ayuda de
todos los medios art�sticos de la apariencia, de tal manera que la estatua
camina, las pinturas de los periactos se desplazan, unas veces es el templo y
otras veces es el palacio lo que es presentado a1 ojo mediante esa pared
posterior. Notamos, pues, al mismo tiempo, una cierta indiferencia con
respecto a la apariencia, la cual tiene que renunciar aqu� a sus
pretensiones eternas, a sus exigencias soberanas. La apariencia ya no es gozada
en modo alguno como apariencia, sino como s�mbolo, como signo de
la verdad. De aqu� la fusi�n � en s� misma chocante � de los medios art�sticos.
El indicio m�s claro de este desd�n por la apariencia es la m�scara.
Al
espectador se le hace, pues, la exigencia dionis�aca consistente en que a �l
todo se le presenta m�gicamente transformado, en que �l ve siempre algo m�s
que el s�mbolo, en que todo el mundo visible de la escena y de la orquesta es
el reino de los milagros. �Pero d�nde est� el poder que
traslada al espectador a ese estado de �nimo creyente en milagros, mediante el
cual ve transformadas m�gicamente todas las cosas? �Qui�n vence al poder de
la apariencia, y la depotencia, reduci�ndola a s�mbolo? Es la m�sica.
�
cuatro
Eso
que nosotros llamamos �sentimiento�, la filosof�a que camina por las sendas
de Schopenhauer ense�a a concebirlo como un complejo de representaciones y
estados volitivos inconscientes. Las aspiraciones de la voluntad se expresan,
sin embargo, en forma de placer o displacer, y en esto muestran una diversidad s�1o
cuantitativa. No hay especies distintas de placer, pero s� grados del mismo, y
un sinn�mero de representaciones concomitantes. Por placer hemos de entender la
satisfacci�n de la voluntad �nica, por displacer, su
no-satisfacci�n. �De qu� manera se comunica
el sentimiento? Parcialmente, pero muy parcialmente, se lo puede trocar en
pensamientos, es decir, en representaciones conscientes; esto afecta,
naturalmente, s�1o a la parte de las representaciones concomitantes. Pero
siempre queda, tambi�n en este campo del sentimiento, un residuo insoluble. �nicamente
con la parte soluble es con la que tiene que ver el lenguaje, es decir, el
concepto: seg�n esto, el l�mite de la poes�a queda determinado
por la expresabilidad del sentimiento. Las otras dos especies de comunicaci�n
son completamente instintivas, act�an sin consciencia, y sin embargo lo hacen
de una manera adecuada a la finalidad. Son el lenguaje de los gestos
y el de los sonidos. El lenguaje de los gestos consta de s�mbolos
inteligibles por todos y es producido por movimientos reflejos. Esos s�mbolos
son visibles: el ojo que los ve transmite inmediatamente el estado que provoc�
el gesto y al que �ste simboliza: casi siempre el vidente siente una inervaci�n
simp�tica de las mismas partes visuales o de los mismos miembros cuyo
movimiento �l percibe. S�mbolo significa aqu� una copia completamente
imperfecta, fragmentaria, un signo alusivo, sobre cuya comprensi�n hay que
llegar a un acuerdo: s�lo que, en este caso, la comprensi�n general es una
comprensi�n instintiva, es decir, no ha pasado a trav�s de la
consciencia clara.
�Qu�
es lo que
el gesto simboliza de aquel ser dual, del sentimiento?
Evidentemente, la representaci�n concomit�nte, pues s�lo �sta
puede ser insinuada, de manera incompleta y fragmentaria, por el gesto visible:
una imagen s�lo puede ser simbolizada por una imagen.
La
pintura y la escultura representan al ser humano en el gesto: es decir, remedan
el s�mbolo y han alcanzado sus efectos cuando nosotros comprendemos el s�mbolo.
El placer de mirar consiste en la comprensi�n del s�mbolo, a pesar de su
apariencia. El actor teatral, en cambio, representa el s�mbolo en realidad, no
s�lo en apariencia: pero su efecto sobre nosotros no descansa en la comprensi�n
del mismo: antes bien, nosotros nos sumergimos en el sentimiento simbolizado y
nos quedamos detenidos en el placer por la apariencia, en la bella apariencia.
De
esta manera en el drama la decoraci�n no suscita en absoluto el placer de la
apariencia, sino que nosotros la concebimos como s�mbolo y comprendemos la cosa
real aludida por ella. Mu�ecos de cera y plantas reales son aqu� para nosotros
completamente admisibles, junto a plantas y mu�ecos meramente pintados, en
demostraci�n de que lo que aqu� nos hacemos presente es la realidad, no la
apariencia art�stica. La verosimilitud, no ya la belleza, es aqu� la tarea.
Pero
�qu� es la belleza? � �La rosa es bella� significa tan s�lo:
la rosa tiene una apariencia buena, tiene algo
agradablemente resplandeciente. Con esto no se quiere decir nada sobre su
esencia. La rosa agrada, provoca placer, en cuanto apariencia: es decir, la
voluntad est� satisfecha por el aparecer de la rosa, el placer por la
existencia queda fomentado de ese modo. La rosa es � seg�n su apariencia �
una copia fiel de su voluntad: lo cual es id�ntico con esta forma: la rosa
corresponde, seg�n su apariencia, a la determinaci�n gen�rica. Cuanto m�s
hace esto, tanto m�s bella es: si corresponde seg�n su
esencia a aquella determinaci�n, es �buena�. �Una pintura bella�
significa tan s�lo: la representaci�n que nosotros tenemos de una pintura
queda aqu� cumplida pero cuando nosotros denominamos �buena� a una pintura,
decimos que nuestra representaci�n de una
pintura es la representaci�n que corresponde a la esencia de la
pintura. Casi siempre, sin embargo, por una pintura bella se entiende una
pintura que representa algo bello: �ste es el juicio de los legos. Estos
disfrutan la belleza de la materia: as� debemos disfrutar
nosotros las artes figurativas en el drama, s�lo que aqu� la tarea no puede
ser la de representar �nicamente algo bello: basta con que parezca verdadero.
El objeto representado debe ser aprehendido de 1a manera m�s sensible y viva
posible; debe producir el efecto de que es verdad: lo contrario de
esa exigencia es lo que se reivindica en toda obra de la bella apariencia. �
Pero
cuando lo que el gesto simboliza del sentimiento son las representaciones
concomitantes, �bajo qu� s�mbolo se nos comunican
las emociones de la voluntad misma, para que las comprendamos? �Cu�l
es aqu� la mediaci�n instintiva? La mediaci�n del sonido.
Tomando las cosas con mayor rigor, lo que el sonido simboliza son los diferentes
modos de placer y de displacer � sin ninguna representaci�n concomitante.
Todo
lo que nosotros podemos decir para caracterizar los diferentes sentimientos de
displacer son im�genes de las representaciones que se han vuelto claras
mediante el simbolismo del gesto: por ejemplo, cuando hablamos del horror s�bito,
del �golpear, arrastrar, estremecer, pinchar, cortar, morder, cosquillear�
propios del dolor. Con esto parecen estar expresadas ciertas �formas
intermitentes� de la voluntad, en suma � en el simbolismo del lenguaje sonoro
� el ritmo. La muchedumbre de intensificaciones de la voluntad,
la cambiante cantidad de placer y displacer las reconocemos en el dinamismo
del sonido. Pero la aut�ntica esencia de �ste se esconde, sin dejarse expresar
simb�licamente, en la armon�a. La voluntad y su s�mbolo � la
armon�a � �ambas, en �ltimo t�rmino, la, l�gica pura!
Mientras que el ritmo y el dinamismo contin�an siendo en cierta manera aspectos
externos de la voluntad manifestada en s�mbolos, y casi contin�an llevando en
s� el tipo de la apariencia, la armon�a es s�mbolo de la esencia pura de la
voluntad. En el ritmo y en el dinamismo, seg�n esto, hay que caracterizar todav�a
la apariencia individual como apariencia, por este lado la m�sica puede
ser desarrollada hasta convertirse en arte de la apariencia. El residuo
insoluble, la armon�a, habla de la voluntad fuera y dentro de todas las formas
de apariencia, no es, pues, meramente simbolismo del sentimiento,
sino del mando. El concepto es, en su esfera,
completamente impotente.
Ahora
aprehendemos el significado que el lenguaje de los gestos y el lenguaje del
sonido tienen para la obra de arte dionis�aca. En el primitivo
ditirambo primaveral del pueblo el ser humano quiere expresarse no como
individuo, sino como ser humano gen�rico. El hecho de dejar de
ser un hombre individual es expresado por el simbolismo del ojo, por el lenguaje
de los gestos, de tal manera que en cuanto s�tiro, en cuanto ser
natural entre otros seres naturales, habla con gestos, y, desde luego, con el
lenguaje intensificado de los gestos, con el gesto del baile.
Mediante el sonido, sin embargo, expresa los pensamientos m�s �ntimos de la
naturaleza: lo que aqu� se hace directamente inteligible no es s�lo el genio
de la especie, como en el gesto, sino el genio de la existencia en s�, la
voluntad. Con el gesto, por tanto, permanece dentro de los l�mites del g�nero,
es decir, del mundo de la apariencia, con el sonido, en cambio, resuelve, por as�
decirlo, el mundo de la apariencia en su unidad originaria, el mundo de Maya
desaparece ante su magia.
Mas
�cu�ndo llega el ser humano natural al
simbolismo del sonido? �Cu�ndo ocurre que ya
no basta el lenguaje de los gestos? �Cu�ndo
se convierte el sonido en m�sica? Sobre todo, en los estados supremos de placer
y de displacer de la voluntad, en cuanto voluntad llena de j�bilo o voluntad
angustiada hasta la muerte, en suma, en la embriaguez del sentimiento:
en el grito. �Cu�nto m�s potente e inmediato es el grito, en
comparaci�n con la mirada! Pero tambi�n las excitaciones m�s suaves de la
voluntad tienen su simbolismo sonoro: en general, hay un sonido paralelo a cada
gesto: pero intensificar el sonido hasta la sonoridad pura es algo que s�lo lo
logra la embriaguez del sentimiento.
A
la fusi�n intim�sima y frecuent�sima entre una especie de simbolismo de los
gestos y el sonido se le da el nombre de lenguaje. En la palabra,
la esencia de la cosa es simbolizada por el sonido y por su cadencia, por la
fuerza y el ritmo de su sonar, y la representaci�n concomitante, la imagen, la
apariencia de la esencia son simbolizadas por el gesto de la boca. Los s�mbolos
pueden y tienen que ser muchas cosas; pero brotan de una manera instintiva y con
una regularidad grande y sabia. Un s�mbolo notado es un concepto:
dado que, al retenerlo en la memoria, el sonido se extingue del todo, ocurre que
en el concepto queda conservado s�lo el s�mbolo de la representaci�n
concomitante. Lo que nosotros podemos designar y distinguir, eso lo �concebimos�.
Cuando
el sentimiento se intensifica, la esencia de la palabra se revela de un modo m�s
claro y sensible en el s�mbolo del sonido: por ello suena m�s. El recitado es,
por as� decirlo, un retorno a la naturaleza: el s�mbolo que se va embotando
con el uso recobra su fuerza originaria.
Con
la sucesi�n de las palabras, es decir, mediante una cadena de s�mbolos, se
trata de representar simb�licamente algo nuevo y m�s grande: en esta potencia,
el ritmo, el dinamismo y la armon�a vuelven a resultar necesarios. Este c�rculo
superior domina ahora al c�rculo m�s reducido de la palabra �nica: resulta
necesaria una elecci�n de las palabras, una nueva colocaci�n de las mismas,
comienza la poes�a. El recitado de una frase no es acaso una sucesi�n de
sonoridades verbales: pues una palabra tiene s�lo una sonoridad totalmente
relativa, ya que su esencia, su contenido representado por el s�mbolo, es
distinto en cada caso, seg�n sea su colocaci�n. Dicho con otras palabras:
desde la unidad superior de la frase y del ser simbolizado por �sta se
determina constantemente de un modo nuevo el s�mbolo individual de la palabra.
Una cadena de conceptos es un pensamiento: �ste es, por tanto, la unidad
superior de las representaciones concomitantes. La esencia de la cosa es
inalcanzable para el pensamiento: pero el hecho de que �ste act�e sobre
nosotros como motivo, como incitaci�n de la voluntad, se aclara porque el
pensamiento se ha convertido ya al mismo tiempo en s�mbolo notado de una
apariencia de la voluntad, de una emoci�n y apariencia de la voluntad. Pero el
pensamiento hablado, es decir, con el simbolismo del sonido, act�a de una
manera incomparablemente m�s poderosa y directa. Y cantado, alcanza la cumbre
de su efecto cuando la melod�a es el s�mbolo inteligible de su voluntad: si
esto no ocurre, entonces lo que act�a sobre nosotros es la serie de sonidos, y
en cambio la serie de palabras, el pensamiento, permanece para nosotros lejano e
indiferente. Seg�n que la palabra deba actuar preponderantemente como s�mbolo
de la representaci�n concomitante o como s�mbolo de la emoci�n originaria de
la voluntad, es decir, seg�n que se trate de simbolizar im�genes o
sentimientos se separan los caminos de la poes�a, la epopeya y la l�rica. El
primero conduce al arte pl�stico, el segundo, a la m�sica: el placer por la
apariencia domina la epopeya, la voluntad se revela en la l�rica. El primero se
disocia de la m�sica, la segunda permanece aliada con ella. En el ditirambo
dionis�aco, en cambio, el exaltado dionis�aco es excitado hasta la
intensificaci�n suprema de todas sus capacidades simb�licas: algo jam�s
sentido aspira a expresarse, el aniquilamiento de la individuaci�n, la unidad
en el genio de la especie, m�s a�n, de la naturaleza. Ahora la esencia de la
naturaleza va a expresarse: resulta necesario un nuevo mundo de s�mbolos, las
representaciones concomitantes llegan hasta el s�mbolo en las im�genes de una
humanidad intensificada, son representadas con la m�xima energ�a f�sica por
el simbolismo corporal entero, por el gesto del baile. Pero tambi�n el mundo de
la voluntad demanda una expresi�n simb�lica nunca o�da, las potencias de la
armon�a, del dinamismo, del ritmo crecen de s�bito impetuosamente. Repartida
entre ambos mundos, tambi�n la poes�a alcanza una esfera nueva: a la vez
sensibilidad de la imagen, como en la epopeya, y embriaguez sentimental del
sonido, como en la l�rica. Para aprehender este desencadenamiento global de
todas las fuerzas simb�1icas se precisa la misma intensificaci�n del ser que
cre� ese desencadenamiento: el servidor ditir�mbico de Dioniso es comprendido
�nicamente por sus iguales. Por ello, todo este nuevo mundo art�stico, en su
extra�a, seductora milagrosidad va rodando entre luchas terribles
a trav�s de la Grecia apol�nea.
Friedrich
Nietzsche
verano de 1870
Trad.
A. S�nchez Pascual. Alianza Editorial
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