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Para
que un acontecimiento tenga grandeza, deben combinarse el gran esp�ritu de
los que lo llevan a cabo y el gran esp�ritu de los que lo presencian.
Ning�n acontecimiento tiene de por s� grandeza, as� desaparezcan
constelaciones enteras, se hundan pueblos, se derrumben grandes Estados y
se libren guerras con tremendas fuerzas y p�rdidas; por sobre mucho
acontecer de esta naturaleza sopla el viento de la historia como si se
tratase de fr�giles copos. Mas a veces ocurre tambi�n que un hombre
portentoso asesta un golpe que, descargado sobre piedra dura, no surte
efecto alguno; un ruido seco y se acab�. Tampoco de tales acontecimientos
dij�rase embotados apenas sabe contar nada la historia. As� es que quien
ve acercarse un acontecimiento experimenta la aprensi�n de que sus
testigos no sean dignos de �l. El que act�a, as� sea en grande o en
peque�a escala, siempre apunta y aspira a tal concordancia de acci�n y
receptividad; y el que quiera dar ha de esforzarse por encontrar a los que
tomen con cabal comprensi�n del sentido de su obsequio. Por eso mismo,
hasta la acci�n individual del gran hombre carece de grandeza si resulta
corta, embotada y est�ril, pues en el instante de llevarla a cabo, a no
dudarlo, no ten�a �ntima conciencia de que precisamente entonces ella era
necesaria: no apunt� con el cuidado suficiente, no determin� y eligi� el
momento con la debida precisi�n: el azar dio cuenta de �l, siendo as� que
no se concibe grandeza sin sentido de forzosidad.
Corresponde, pues, dejar a los que duden del sentido de forzosidad de
Wagner que abriguen duda y aprensi�n respecto de la oportunidad y
forzosidad de lo que est� ocurriendo en Bayreuth. A los que somos m�s
confiados ha de parecernos que Wagner cree en la grandeza de su acci�n no
menos que en el gran esp�ritu de los que est�n llamados a presenciarla.
Han de enorgullecerse de esto todos, aquellos a que se dirige esta fe, ya
sean muchos o pocos; que no son todos, que esa fe no se dirige a toda la
�poca, ni siquiera a todo el pueblo alem�n tal como es ahora, nos lo ha
dicho �l mismo, en ese discurso solemne del 22 de mayo de 1872, y
precisamente en este punto ninguno de nosotros tiene derecho a
contradecirle para llevar aliento a su �nimo. �S�lo a ustedes, los amantes
de mi arte particular, de mi m�s espec�fica labor y creaci�n � dijo �l en
aquella oportunidad �, me era dable recurrir para procurar simpt�a por mis
proyectos; s�lo de ustedes pod�a recabar apoyo para mi obra, con miras a
poder presentar esta obra pura y cabalmente ante aquellos que evidenciaban
un inter�s sincero por mi ar:e, aunque por lo pronto �ste les pudiera ser
presentado tan s�lo en forma impura y trunca.�
En
Bayreuth, tambi�n el espectador es digno de ser mirado, a no dudarlo.
Suponiendo que un esp�ritu sabio y contemplativo pasara de un siglo a otro
para comparar las singulares manifestaciones culturales, en esa ciudad
encontrar�a muchas cosas dignas de su atenci�n; no podr�a por menos de
sentir como si de pronto se zambullese en aguas tibias, como quien nadando
en un lago se interna de golpe en la corriente de una fuente caliente:
brota �sta sin duda de otros fondos m�s profundos, dice �l para s�; las
aguas circundantes no la explican y son, por supuesto, de origen menos
profundo. De modo an�logo, todos los que participan del festival en
Bayreuth ser�n sentidos como hombres inactuales; su patria no est� en la
�poca, su explicaci�n y justificaci�n ha de buscarse en otra parte. He
llegado a comprender cada vez m�s claramente que el �hombre culto�, en
cuanto es en un todo el producto de esta �poca, s�lo a traves de la
parodia puede acercarse a los actos y pensamientos de Wagner�y los mismos
han sido parodiados, en efecto�y que tambi�n el acontecimiento de Bayreuth
lo quiere ver �nicamente a la luz de la linterna nada m�gica de nuestros
�ingeniosos� publicistas de gacetilla. �Y menos mal si la cosa no va m�s
all� de la parodia! Desc�rgase en �sta un esp�ritu de divorcio y
hostilidad que podr�a manifestarse, y a veces se ha manifestado en efecto,
de muy otra y m�s grave manera. Esa inusitada violencia y tensi�n de los
contrastes tambi�n la considerar�a aquel observador de las manifestaciones
culturales. El que un individuo, en el transcurso de una vida ordinaria,
pueda crear algo rigurosamente nuevo exaspera por supuesto a todos los que
proclaman la paulatinidad de toda evoluci�n, como si se tratase de una ley
moral; ellos mismos son lentos, y exigen lentitud, y he aqu� que ven a un
hombre que se desenvuelve muy presto, no se explican c�mo lo hace y est�n
disgustados con �l. A prop�sito de una empresa como es la de Bayreuth no
ha habido presagios, transiciones, ni mediaciones; exclusivamente Wagner
conoc�a el largo camino que conduc�a a la meta y la meta misma. Es la
primera circunnavegaci�n del mundo del arte, la cual entiendo que llev� al
descubrimiento, no ya de un arte nuevo, sino del arte mismo. Todas las
artes modernas hasta ahora habidas, en cuanto artes solitarias y
atrofiadas o artes suntuarias, quedan s� semidesvalorizadas; tambi�n
nuestras vagas y poco conexas reminiscencias de un verdadero arte en
relaci�n con los griegos las podemos ahora desechar, salvo en la medida en
que puedan brillar a la luz de una aprehensi�n nueva. Para muchos ha
llegado la hora de la muerte; este arte nuevo es un vidente que no ve
solamente artes condenadas a una pronta perdici�n. Su mano monitoria no
podr� menos que sobresaltar a toda nuestra ilustraci�n actual desde el
momento en que cese la risa que provocan sus parodias; �no le regateemos
el poco tiempo que le queda para regocijarse y re�r!
�En
cambio nosotros, los adeptos del arte resucitado, tendremos tiempo y
voluntad para la seriedad, para la profunda, la santa, seriedad! Hemos de
sentir ahora como una desvergonzada insolencia la palabrer�a y el barullo
de la ilustraci�n actual en torno del arte; todo nos obliga al silencio,
al silencio pitag�rico de cinco a�os de duraci�n. �Cu�l de nosotros no se
ha ensuciado las manos y el alma rindiendo repugnante culto a la
ilustraci�n moderna! �Cu�l no tiene necesidad de la agua purificadora!
�Cu�l no oye la voz que lo exhorta: �calla y s� puro!�Callar y ser puro!
S�lo en cuanto prestamos atenci�n a esta voz se nos depara tambi�n la
grande mirada que hemos de fijar en el acontecimiento de
Bayreuth; y s�lo en esta mirada est� el gran porvenir de
dicho acontecimiento.
Tras
haberse colocado ese d�a de mayo de 1872 la primera piedra en lo alto de
la colina de Bayreuth � llov�a a c�ntaros y el cielo estaba encapotado �,
Wagner regres� en coche a la ciudad en compa��a de algunos de los
nuestros. Iba callado, con una larga mirada introspectiva que escapa a
toda forma de expresi�n. Cumpl�a ese d�a los sesenta a�os de edad; toda su
vida anterior hab�a servido a modo de preludio a ese momento. S�bese de
hombres que en instantes de tremendo peligro o en un momento decisivo de
su vida, en virtud de una visi�n interior infinitamente acelerada,
concentran todas sus experiencias y con prodigiosa precisi�n reconocen por
igual lo m�s pr�ximo y lo m�s lejano. �Qu� visi�n tendr�a Alejandro Magno
en el moniento en que hizo beber a Europa y al Asia en la misma copa? Lo
que Wagner vio aquel d�a en una visi�n interior � c�mo lleg� a ser, qu�
era y qu� ser�a � lo podemos ver hasta cierto punto tambi�n nosotros, sus
allegados; y s�lo a la luz de esa visi�n wagneriana podremos aprehender su
grande realizaci�n misma, para garantizar en virtud de esta
aprehensi�n su fecundidad.
2
Ser�a raro que lo que uno mejor sabe hacer y m�s le gusta hacer no se
evidenciara en todo su modo de vivir; en el caso de hombres de portentosos
talentos la vida llega a ser, no ya reflejo del car�cter, como sucede con
todo el mundo, sino ante todo reflejo del intelecto y del m�s �ntimo
poder. Por la vida del poeta �pico campear� algo de la epopeya, como
ocurre, de paso sea dicho, en Goethe, en quien los alemanes, muy
equivocadamente, suelen ver ante todo al l�rico; la vida del dramaturgo se
desenvolver� dentro de circunstancias dram�ticas.
Lo
dram�tico en la gestaci�n de Wagner salta a la vista desde
el instante en que la pasi�n que en �l se�oreaba cobr� conciencia de s�
misma y concert� todo su ser; se acab� entonces todo el tantear y
brujulear, la proliferaci�n de tanto renuevo secundario, quedando los m�s
intrincados caminos y vuelcos, el vuelo con frecuencia fant�stico de sus
proyectos, sujetos a una �nica legalidad interior, a una voluntad por la
cual se explican, por muy singulares que muchas veces parezcan estas
explicaciones. Ahora bien, hubo en la vida de Wagner una fase
predram�tica: su infancia y juventud, y no hay manera de considerarla sin
tropezar con enigmas. �l mismo parece estar a�n sin anunciar; y lo que
ahora, en la consideraci�n retrospectiva, podr�a acaso entenderse como
anuncio se revela por lo pronto como un conjunto de rasgos susceptibles,
m�s que de infundir esperanzas, de provocar recelos: inquietud e
irritabilidad, una precipitaci�n nerviosa en la captaci�n de cien cosas
distintas, un apasionado deleite de estados de �nimo morbosos, exaltados,
un brusco transitar de la m�s entra�able paz del alma a lo violento y lo
estridente. Ninguna actividad art�stica estricta, heredada, convencional,
le pon�a l�mites; tan cerca de �l asomaban la pintura, la poes�a, el arte
dram�tico y la m�sica como la educaci�n erudita y el porvenir de hombre
docto. Ante la mirada superficial aparecer�a como un hombre nacido para
diletante. El medio estrecho a cuya sombra se cri� no era de los que
convienen a un artista. Acechaba la peligrosa tentaci�n de saborear de
todo un poco en las cosas del esp�ritu, como tambi�n esa soberbia ligada
al saber heterog�neo que es caracter�stica de las ciudades de eruditos. Su
sensibilidad, f�cilmente excitada, no era satisfecha debidamente; hasta
donde alcanzaba su mirada ve�ase el muchacho rodeado de un ambiente
singularmente cargado con pretencioso saber con el cual contrastaba el
teatro multicolor en forma rid�cula y la m�sica, con su acento avasallador
del alma, de una manera inconcebible. Pues bien, llama la atenci�n del
comparador avezado el hecho general de que precisamente el hombre moderno,
dotado de portentoso talento, muy rara vez posee en su infancia y juventud
el rasgo de ingenuidad, de simple y espont�nea peculiaridad y
egocentricidad, y no lo puede poseer. Los individuos excepcionales, tales
como Goethe y Wagner que efectivamente alcanzan a la ingenuidad, siempre
la poseer�n m�s bien en la edad viril, no en la ni�ez y adolescencia. Al
artista se�aladamente, due�o como nadie de una fuerza imitativa, lo ataca
por fuerza la multiplicidad enervada de la vida moderna cual virulenta
enfermedad de la infancia; de muchacho y joven se parecer� a un viejo m�s
que a su propio ser. El maravillosamente ce�ido prototipo del joven, el
Sigfrido del Anillo del Nibelungo, s�lo pudo ser
creado por un hombre maduro, por uno que tard� en hallar su propia
juventud. Tan tard�a como la juventud de Wagner fue su edad viril, de modo
que siquiera en este punto es lo contrario del tipo anticipador.
En
cuanto alcanza la madurez espiritual y moral, comienza tambi�n el drama de
su vida. �Qu� cambiado est� entonces el aspecto! Aparece su ser
simplificado de una manera terrible, desgarrado en dos impulsos o esferas.
Abajo de todo se precipita en raudo torrente una voluntad impetuosa que
parece que lanz�ndose por todas las grutas, cuevas y gargantas pugnase por
surgir a la superficie, ansiosa de poder. S�lo una fuerza absolutamente
pura y libre pod�a encauzar esta voluntad hacia lo bueno y cordial; en
alianza con un esp�ritu estrecho, tal voluntad, dado su apetecer
desmedido, tir�nico, bien pod�a resultar fatal; y, en todo caso, deb�a
presentarse pronto una salida al aire libre y agregarse aire claro y sol.
Un vehemente af�n que una y otra vez cobra conciencia de su futilidad
termina por volver maligno al hombre; la frustraci�n radica a veces en las
circunstancias, en lo inexorable del destino, y no en falta de fuerza;
pero quien pese a esta frustraci�n no puede renunciar a su af�n en cierto
modo se intoxica, torn�ndose as� irritable e injusto. Quiz� busque en los
dem�s la causa de su fracaso; tal vez, obcecado por fren�tico odio, llegue
hasta a acusar a todo el mundo; puede tambi�n que, despechado, tome por
caminos furtivos o desv�os, o haga violencia. Cabe, as�, que seres buenos
se malogren camino de lo mejor. Incluso entre los que se lanzan en pos de
la propia purificaci�n moral, entre ermita�os y monjes, se dan tales
hombres malogrados y del todo enfermos, carcomidos y deshechos por el
fracaso. Fue un esp�ritu amoroso que exhortaba con inefable bondad y
dulzura, aborrec�a la violencia y el autoaniquilamiento y no quer�a ver a
nadie preso en ataduras el que le habl� a Wagner. Se pos� en �l, lo
confort� rode�ndole de sus alas y le se�al� el camino. Estamos echando una
mirada a la otra esfera del ser de Wagner; pero �c�mo hacer para
describirla?
Los
personajes que crea un artista no son �l mismo, mas en la sucesi�n de
personajes evidentemente queridos por �l con un amor entra�able s� que se
revela algo del artista mismo. Considerando a Rienzi, al Holand�s Errante
y a Senta, a Tannhauser y a Elisaheth, a Lohengrin y a Elsa, a Trist�n y a
Marke, a Hans Sachs, a Wotan y a Brunhilda, se les descubre a todos ellos
una corriente soterrada de ennoblecimiento y engrandecimiento moral que
fluye cada vez m�s pura y acrisolada, y aqu� estamos, por cierto que con
p�dico recato, ante una evoluci�n operada en lo m�s �ntimo del alma de
Wagner misma. �En qu� artista es dable ver cosa parecida en parecida
magnitud? Los personajes de Schiller, desde los Ladrones hasta Wallenstein
y Tell, recorren tambi�n tal trayectoria de ennoblecimiento y revelan algo
sobre la evoluci�n de su creador, pero en Wagner es m�s grande la escala,
m�s largo el camino. Todo, no s�lo el mito, sino tambi�n la m�sica,
participa de esta purificaci�n y la expresa; en el Anillo del Nibelungo
encuentro la m�sica m�s moral que conozco, por ejemplo en la escena donde
Brunhilda es despertada por Sigfrido; aqu� Wagner raya hasta una altura y
magnitud de clima emocional que sugiere el llamear de los picachos alpinos
cubiertos de hielo y nieve, de tan pura, solitaria, dif�cilmente
accesible, libre de instintos, nimbada de aureola del amor, que se eleva
aqu� la Naturaleza, quedando las nubes y las tormentas, y aun lo sublime,
por debajo de ella. Mirando desde ah� atr�s hacia el Tannhauser
y el Holand�s Errante, intuimos c�mo se ha formado el hombre
Wagner: c�mo empez� oscuro e inquieto, busc� con vehemencia satisfacci�n,
apeteci� poder y placer embriagador, con frecuencia retrocedi� asqueado,
quiso arrojar la carga y ansi� olvidar, negar, renunciar; toda la
corriente se volc� ora en �ste, ora en aquel valle, precipit�ndose por las
m�s l�bregas gargantas; y en la noche de esta pugna semisoterrada apareci�
ah� en lo alto una estrella, brillando con p�lido brillo, a la que Wagner
llam� tal corno ella se le revel�: �lealtad, lealtad abnegada!
�Por qu� resplandec�a �sta para �l m�s luminosa y pura que todo lo
dem�s? �Qu� clave comporta la palabra �lealtad� para todo su ser? Pues en
todo lo que pens� y elabor� ha plasmado la imagen y el problema de la
lealtad; encierran sus obras una serie casi completa de las formas
posibles de lealtad, entre ellas, las m�s sublimes y rara vez sospechadas:
la lealtad del hermano a la hermana, del amigo al amigo, del servidor al
se�or, de Elisabeth a Tannhauser, de Senta al Holand�s Errante, de Elsa a
Lohengrin, de Isolda, Kurwenal y Marke a Trist�n, de Brunhilda al m�s
rec�ndito deseo de Wotan, para no hacer m�s que empezar. Tal es la �ntima
vivencia primordial experimentada por Wagner en su propio ser y que venera
cual un misterio religioso: y la designa con la palabra �lealtad� y no se
cansa de plasmarla en cien formas distintas y de obsequiarla en la
plenitud de su agradecimiento con lo m�s estupendo que tiene y puede, esa
maravillosa experiencia y aprehensi�n de que una de las dos esferas ha
permanecido leal a la otra, por espont�neo amor, por el amor absolutamente
abnegado: la esfera creadora, libre de culpa, luminosa, a la l�brega,
desenfrenada y tir�nica.
3
En
la mutua relaci�n de las dos fuerzas entra�ablemente soterradas, en la
devoci�n de una por la otra, estaba la grande forzosidad imprescindible
para que Wagner pudiera perm�necer �ntegro y �l mismo, al mismo tiempo lo
�nico que no dominaba, que se ve�a obligado a observar y aceptar, mientras
ve�a acechar siempre de nuevo la tentaci�n de la deslealtad y los
terribles peligros que para �l entra�aba. Fluye ah� una riqu�sima fuente
de los sufrimientos del hombre en formaci�n, la incertidumbre. Cada uno de
sus impulsos tend�a a lo inconmensurable, cada uno de los talentos
palpitantes y plet�ricos ansiaba separarse y satisfacerse por su cuenta.
Cuanto m�s grande era su plenitud, tanto m�s grande era el tumulto y tanto
m�s hostil su cruce. Por otra parte, las contingencias y la vida acuciaban
a conquistar poder, brillo y el m�s ardoroso placer; a�n m�s
frecuentemente atormentaba el implacable apremio de tener que vivir: hab�a
por doquier ataduras y trampas. �C�mo era posible, entonces, permanecer
leal, �ntegro? Esta duda lo asaltaba con frecuencia, expres�ndose en la
forma c�mo duda un artista, esto es, en plasmaciones art�sticas: Elisabeth
no puede hacer mas que sufrir, orar y morir por Tannhauser; salva al
inquieto y desmedido por su lealtad, pero no para esta vida. Son en verdad
peligrosas y desesperadas las circunstancias en que se desenvuelve todo
artista verdadero al que toca vivir en los tiempos modernos. De muchas
maneras puede conquistar honores y poder y se le ofrecen en m�ltiples
formas tranquilidad y pl�cido bienestar, pero siempre tan s�lo tal como
los conoce el hombre moderno y para el artista honesto no pueden menos que
resultar un vaho que lo asfixia. En la tentaci�n a todo esto y, asimismo,
en el rechazo de esta tentaci�n, en el asco por las maneras modernas de
conquistar placer y prestigio, en la rabia que se vuelve contra todo
bienestar ego�sta al modo de los hombres del presente, residen sus
peligros. Fig�reselo atado a un cargo, c�mo Wagner tuvo que desempe�ar el
cargo de director de orquesta en teatros municipales y de corte; int�yase
c�mo el artista absolutamente serio pretende imponer la seriedad all�
donde en las instituciones modernas rige y se postula una ligereza poco
menos que fundamental; c�mo logra �xitos parciales, pero en conjunto
siempre fracasa, sucumbe al asco y quiere huir, no encuentra lugar alguno
a donde pueda huir y tiene que volver, una y otra vez, al lado de los
gitanos y parias de nuestra cultura, como uno de los suyos. Libr�ndose de
una situaci�n, rara vez logra procurarse otra mejor; a veces se hunde en
la m�s negra pobreza. As� iban cambiando para Wagner las ciudades, las
compa��as y los pa�ses; y se pasma uno ante las condiciones y
circunstancias bajo las cuales en cada oportunidad se aguant� durante un
tiempo. Sobre la mayor parte de su vida gravita una atm�sfera pesada;
parece que ya no ten�a esperanzas generales, sino tan s�lo de un d�a para
otro, y as� se salvaba de la desesperacion, pero sin conocer la fe.
Sentir�a a menudo como un caminante que anda por la noche agobiado por
pesada carga y desfalleciente, y sin embargo, con los sentidos exacerbados
por el desvelo; la muerte repentina se le aparec�a entonces no como un
horror, sino como un fantasma insinuante y atrayente. El agobio, el camino
y la noche, desaparecidos de golpe: �qu� perspectiva tan seductora! Una y
otra vez se precipitaba de nuevo adentro de la vida con esa precaria
esperanza, volviendo la espalda a todos los fantasmas. Pero la forma en
que lo hac�a revelaba casi siempre una falta de mesura, indicio de que no
cre�a firme y profundamente en esa esperanza, tan s�lo se embriagaba de
ella. El contraste entre sus afanes y su habitual mayor o menor
incapacidad para satisfacerlos eran como espinas clavadas en su carne; su
imaginaci�n, exacerbada por la constante frustraci�n, cuando por una vez
cesaba �sta, se perd�a en el exceso. La vida se torn� cada vez mas
complicada; mas tambi�n fueron cada vez m�s audaces e inventivos los
recursos que descubri� su genio dram�tico, aun cuando eran sin excepci�n
expedientes dram�ticos, motivos fingidos de esos que por un momento
enga�an y s�lo se inventan para el momento. Era presto en presentarlos, y
prestamente estaban gastados. La vida de Wagner, mirada muy de cerca y sin
amor, tiene � para recordar un concepto de Schopenhauer � mucho de farsa,
de una farsa singularmente grotesca. C�mo la conciencia de esto, la
admisi�n de una grotesca falta de dignidad de per�odos enteros de su vida,
hab�a de gravitar sobre el artista, quien en mayor grado que los dem�s
s�lo puede respirar libremente en lo sublime y lo suprasublime: he aqu�
algo que da que pensar al que piensa.
En
medio de semejante desenvolvimiento, para el cual s�lo la descripci�n m�s
minuciosa puede suscitar el grado de compasi�n, terror y extra�eza que
merece, se desarroll� en Wagner una capacidad para aprender
como hasta entre los alemanes, el pueblo aprendedor por excelencia, es un
fen�meno nada com�n; y de esta capacidad se deriv� un nuevo peligro, a�n
m�s grave que el de esa vida aparentemente desorbitada y errante que se
debat�a a merced de la ilusi�n arrebatada. De novicio vacilante se
convirti� Wagner en maestro prodigioso de la m�sica y del arte esc�nico y
respecto de cada uno de los requisitos t�cnicos, en inventor e innovador.
Ya no habr� quien le dispute la gloria de haber establecido el m�s alto
patr�n para todo arte de la grande exposici�n. Pero lleg� a ser a�n mucho
m�s, y para llegar a ser esto y aquello afront�, como cualquier otro, la
necesidad de adquirir, aprendiendo, la m�xima cultura. �Qu� portentoso
espect�culo! Da gusto observarlo; de todos lados iban creciendo las cosas
hacia �l y adentro de �l, y conforme aumentaba el conjunto en tama�o y
peso qued� armado cada vez m�s tenso el arco del pensamiento ordenador y
rector. Y, sin embargo, rara vez se ha tenido que luchar tanto por
encontrar los accesos a las ciencias y las artes, y con frecuencia Wagner
tuvo que improvisar tales accesos. El innovador del drama simple, el
descubridor de la posici�n de las artes en el seno de la verdadera
sociedad humana, el int�rprete-poeta de concepciones pasadas de la vida,
el fil�sofo, el historiador, el esteta y cr�tico, el maestro del lenguaje,
el mit�logo y mitopoeta, que por vez primera encerraba dentro de un anillo
el magn�fico, el antiqu�simo, el tremendo conjunto y grab� en �l las runas
de su esp�ritu; �hay que ver la pl�tora de conocimientos que tuvo que
reunir y abarcar Wagner para poder llegar a ser todo eso! Y, sin embargo,
ni esta suma de saber quebr� su voluntad de acci�n ni lo desvi� lo
particular y lo m�s fascinante. Para ponderar lo formidable de tal
comportamiento, consid�rese por ejemplo la grande r�plica representada por
Goethe, quien en cuanto hombre aprendedor y sabedor semeja un muy
ramificado sistema fluvial que sin embargo no transporta al mar todo su
caudal, sino que pierde y dispersa por sus cursos y meandros por lo menos
tanto cuanto ha llevado en el punto de partida. Es verdad que un ser como
es el de Goethe experimenta y proporciona mayor placer; envu�lvelo una
atm�sfera de suavidad y de noble dilapidaci�n; en tanto que el empuje
arrollador de Wagner es susceptible de asustar y ahuyentar. Mas, tenga
miedo el que quiera; los otros seremos tanto m�s valientes al sernos dable
ver a un h�roe que tambi�n respecto de la ilustraci�n moderna �no sabe de
miedo�.*
Tampoco sab�a Wagner de eso de serenarse por medio de la historia y la
filosof�a, extrayendo de ellas lo m�gicamente sosegador y enajenador a la
acci�n de sus efectos. Ni como artista creador ni como artista militante
fue desviado de su senda por el saber y la ilustraci�n. En cuanto lo
avasalla su poder plasmador, se le convierte la historia en d�cil arcilla;
entonces, de golpe, est� frente a ella de muy otra manera que cualquier
erudito, m�s bien en forma parecida a como el griego estaba frente a su
mito, como frente a algo que se trabaja y se elabora con amor y con cierta
reverencia sobrecogida, s�, pero con el derecho propio del creador. Y
precisamente porque la historia es para �l a�n m�s maleable y mutable que
cualquier sue�o, puede incorporar al acontecimiento aislado, en un acto de
elaboraci�n art�stica, lo t�pico de �pocas enteras y alcanzar de esta
suerte una verdad de representaci�n que el historiador no alcanza jam�s.
�D�nde se ha expresado la Edad Media caballeresca, en carne y esp�ritu,
como en Lohengrin? Y los Maestros Cantores �no
hablar�n a�n a las generaciones m�s remotas de la esencia alemana?; m�s
a�n, �no ser�n uno de los frutos m�s maduros de esa esencia que quiere
siempre reformar, no estancarse, y sobre la ancha base de su bienestar no
se ha olvidado del m�s noble malestar: el de la acci�n innovadora?
Y
precisamente a esta forma de malestar fue empujado Wagner una y otra vez
por sus estudios de historia y filosof�a: en ellas, no s�lo hallaba armas
y armadura, sino que ante todo era rozado por el h�lito enardecedor que
trasciende de las tumbas de todos los grandes luchadores, de todos los
grandes sufridores y pensadores. Por nada puede uno diferenciarse tanto de
toda la �poca actual como por el uso que hace de la historia y la
filosof�a. A aqu�lla, tal como en general se la entiende, parece hoy
asignada la tarea de proporcionar un momento de respiro al hombre moderno
que jadeante y sudoroso corre rumbo a sus metas. Lo que significa
Montaigne, el hombre individual, en medio de la agitaci�n general del
esp�ritu de la Reforma: un serenarse, un pac�fico reposar en s� mismo y
espirar � y as� lo sinti� sin duda Shakespeare, su mejor lector �, es
ahora la historia para el esp�ritu moderno. Si desde hace una centuria los
alemanes se han dedicado con particular af�n a los estudios hist�ricos,
esto demuestra que en medio de la agitaci�n del mundo moderno son la
potencia inhibidora, retardadora, sosegadora; lo que algunos entienden tal
vez como un rasgo que los distingue y honra. Considerado todo, empero, es
un s�ntoma peligroso eso de referirse la pugna espiritual de un pueblo
primordialmente al pasado; es indicio de decaimiento, de regresi�n y
decadencia; as� que los alemanes se hallan hoy expuestos de una manera
peligros�sima a toda fiebre que se propague, por ejemplo a la fiebre
pol�tica. Tal estado de debilidad, en oposici�n a todos los movimientos
reformistas y revolucionarios, es representado en la historia del esp�ritu
moderno por nuestros eruditos; �stos no se han fijado la tarea m�s
gallarda, mas se han asegurado una felicidad placentera a su manera. Por
cierto que con cualquier paso m�s libre y viril que se d� se los deja
atr�s a ellos, no a la historia misma, esta contiene tambi�n muy otras
fuerzas, como adivinan precisamente hombres tales como Wagner; s�lo que
ante todo debe ser escrita en un sentido mucho m�s grave, estricto, al
conjuro de un alma portentosa, en fin, no con el optimismo acostumbrado,
vale decir, de una manera distinta de como lo han hecho hasta ahora los
eruditos alemanes. Todos los trabajos de �stos reflejan cierta
cohonestaci�n y conformidad sumisa; est�n satisfechos de la marcha de las
cosas. Ya es mucho que tal o cual d� a entender que est� conforme por la
sola raz�n de que las cosas podr�an ir a�n peor; los m�s creen
involuntariamente que las cosas, tal como van, van muy bien. Si la
historia no siguiese siendo una larvada teodicea cristiana, si estuviese
escrita con mayor justicia y simpat�a entra�able, ciertamente el papel que
menos podr�a cumplir es el que cumple ahora: el de narc�tico contra todo
lo revolucionario e innovador. Algo similar ocurre con la filosof�a; por
la cual los m�s s�lo quieren llegar a entender m�s o menos � �muy m�s o
menos! � las cosas, para conformarse con ellas. Y hasta sus representantes
m�s nobles hacen tanto hincapi� en su poder sosegador y reconfortante que
los ansiosos de tranquilidad y reposo y los indolentes no pueden por menos
de creer que ellos buscan lo mismo que la filosof�a. Sin embargo, yo tengo
entendido que el problema m�s importante de la filosof�a es el de hasta
qu� punto es inmutable la naturaleza y forma de las cosas; para acometer,
una vez resuelto este problema, con la m�s inflexible determinaci�n, el
perfeccionamiento de la faz del mundo comprobada mutable. Esto
lo ense�aban los verdaderos fil�sofos tambi�n personalmente por la acci�n,
por el hecho de que trabajaban por perfeccionar la comprensi�n, muy
mutable, de los hombres y no les regateaban los beneficios de su
sabidur�a; esto lo ense�an tambi�n los verdaderos adeptos de verdaderas
filosof�as, los que, como Wagner, saben extraer de ellas precisamente
determinaci�n e inflexibilidad acrecentadas en cuanto a sus afanes, y no
jugos narcotizantes. Wagner, donde es m�s fil�sofo es donde m�s activo,
resuelto y heroico se muestra. Y precisamente como fil�sofo atraves�, sin
arredrarse, no solamente el fuego de distintos sistemas filos�ficos, sino
tambi�n el vaho del saber y de la erudici�n, y permaneci� fiel a su propio
ser, que le ped�a acciones totales de su ser polifac�tico y
le hac�a sufrir y aprender para poder llevar a cabo esas acciones.
4
La
historia de la evoluci�n de la cultura desde los tiempos de los griegos es
harto breve, si se considera el camino efectivamente recorrido, sin tomar
en cuenta los altos y retrocesos, las vacilaciones y desligamientos. La
helenizaci�n del mundo y su premisa: la orientalizaci�n del helenismo � la
grande doble tarea de Alejandro Magno � es todav�a el gran acontecimiento
�ltimo; la vieja cuesti�n de si es posible trasplantar una cultura extra�a
sigue siendo el problema en que se afanan los hombres modernos; el r�tmico
juego y contrajuego de estos dos factores ha determinado esencialmente la
marcha de la historia hasta el d�a presente. El cristianismo, por ejemplo,
aparece como un pedazo de antig�edad oriental llevado hasta sus �ltimas
consecuencias por los hombres en el pensamiento y la acci�n, en una org�a
de af�n consecuente. Conforme merma su influencia, ha vuelto a afirmarse
el poder de la cultura hel�nica; presenciamos fen�menos tan
desconcertantes que flotar�an, inexplicables, en el aire si no fuese
posible vincularlos por encima de un lapso dilatado con las analog�as
griegas. Hay por ejemplo entre Kant y los ele�ticos, entre Schopenhauer y
Emp�docles, entre Esquilo y Richard Wagner, aproximaciones y afinidades
tales que se hace asaz patente el car�cter muy relativo de todas las
nociones de tiempo; parecer�a, casi, que se relacionaran entre s� ciertas
cosas y que el tiempo no fuera m�s que una nube que dificulta a nuestros
ojos la percepci�n de esta relaci�n. Tambi�n la historia de las ciencias
exactas, se�aladamente, produce la impresi�n de que nos hallamos
actualmente en inmediata proximidad del mundo alejandrino-griego y que el
p�ndulo de la historia est� regresando al punto donde inici� su
oscilaci�n, a una misteriosa y remota lejan�a. La imagen de nuestro mundo
actual no es en absoluto nueva; par�cele al estudioso de la historia cada
vez m�s acentuadamente reconocer viejas y familiares facciones de un
rostro. Por nuestro presente campea en infinita dispersi�n el esp�ritu de
la cultura hel�nica; en tanto que se agolpan las potencias de toda �ndole
y se ofrecen como medio de intercambio los frutos de las ciencias y artes
modernas, vuelve a insinuarse con p�lidos trazos, aun muy distante y
espectral, la imagen hel�nica. La tierra, que hasta ahora ha sido asaz
orientalizada, anhela de nuevo la helenizaci�n; quien quiera ayudarle en
esto ciertamente ha menester presteza y pies alados para reunir los puntos
m�s diversos y m�s distanciados entre s� del saber, los continentes m�s
apartados del talento, para recorrer y abarcar todo el �mbito tremendo y
dilatado. De manera, pues, que ahora hacen falta una serie de
Antialejandros que posean una muy prodigiosa facultad de unir y
ligar, de atar los m�s distantes cabos sueltos y preservar el tejido de la
destrucci�n. No cortar el nudo gordiano de la cultura griega, como hizo
Alejandro, as� que sus cabos quedaban flotando en todas las direccines,
sino rehacer el nudo deshecho: tal es ahora la tarea.
Wagner se me antoja tal Antialejandro; �l sujeta y une lo que ha estado
aislado, d�bil y flojo; tiene un poder astringente (valga el
t�rmino m�dico); en este sentido figura entre las m�s grandes fuerzas
culturales. Domina las artes, las religiones, las historias de los
distintos pueblos, y sin embargo, es la ant�tesis del polihistoriador, de
esp�ritu que se limita a juntar y ordenar, pues plasma lo juntado y le
comunica vida, simplifica el Universo. No hay que apartarse
de esta noci�n cuando se compara esta tarea m�s general que le ha fijado
su genio con aquella otra mucho m�s limitada y pr�xima en que suele
pensarse ahora al conjuro del nombre de Wagner. Se espera de �l una
reforma del teatro; suponiendo que la lograra, �qu� quedar�a hecho con
referencia a esa otra tarea m�s elevada y remota?
Y
bien, quedar�a cambiado y reformado el hombre moderno; en nuestro mundo
moderno, las cosas se hallan en una relaci�n de interdependencia tal que
hasta con sacar un clavo para provocar el derrumbe de todo el edificio.
Tambi�n de cualquier otra verdadera reforma habr�a de esperarse lo que
aqu�, incurriendo en una aparente exageraci�n, decimos de la wagneriana.
Es de todo punto imposible lograr el efecto m�ximo y m�s puro del arte
esc�nico, sin innovarlo todo, las costumbres y el Estado, la educaci�n y
la vida social. El amor y la justicia, si llegan a privar en un solo
punto, es decir, en este caso, en el terreno del arte, de acuerdo con la
ley de su intr�nseco apremio por fuerza se propagan y no pueden volver a
la inmovilidad de su anterior encastillamiento. Siquiera para comprender
que la actitud de nuestras artes ante la vida es un s�mbolo de
degeneraci�n de esta vida, que nuestros teatros son oprobiosos para los
que los construyen y para los que concurren a ellos, hay que cambiar por
completo de �ptica y poder ver lo acostumbrado y corriente como cosa muy
ins�lita y compleja. Una singular ofuscaci�n del juicio, un mal disimulado
prurito de diversi�n, de esparcimiento a toda costa, consideraciones
eruditas, aspavientos e histrionismo con la seriedad del arte de parte de
los actores, un crudo af�n de lucro de parte de los empresarios,
superficialidad y ligereza de parte de una sociedad que s�lo piensa en el
pueblo en cuanto es �til o peligroso para ella y que concurre a los
teatros y conciertos sin tener jam�s ni pizca de noci�n del deber, todo
esto, en su conjunto, constituye la atm�sfera sorda y perniciosa de
nuestra vida de arte; mas si se est� acostumbrado a este estado de cosas,
como ocurre con nuestras gentes cultas, se cree que esta atm�sfera es
necesaria para la salud y se experimenta un malestar si alguna
circunstancia impone pasarse temporariamente sin ella. Disp�nese, en
efecto, de un simple medio para convencerse con rapidez de lo vulgar, lo
singular y embrolladamente vulgar que es nuestra vida teatral: �basta con
compararla con la realidad caduca del teatro griego! Suponiendo que no
supi�ramos nada de los griegos, tal vez no habr�a manera de criticar
nuestros estados de cosas y objeciones como las que Wagner ha sido el
primero en hacerlas en gran estilo se tendr�an por fantas�as de gentes
que, como si dij�ramos, viven en la luna. Tal como son los hombres� �y
siempre han sido as�! �, se dir�a acaso, les basta y corresponde semejante
arte. Indudablemente no siempre han sido as�, y hasta en nuestro tiempo
hay a quienes no basta el estado de cosas prevaleciente en
el teatro, como lo prueba el hecho de Bayreuth. All� encontr�is a
espectadores preparados y ungidos, la emoci�n de hombres que se hallan en
el colmo de la dicha y precisamente en ella sienten concentrado todo su
ser para dejarse incitar a afanes m�s elevados y de mayor envergadura;
all� encontr�is la m�s abnegada devoci�n de los artistas y el espect�culo
supremo: el creador triunfante de tina obra que es, a su vez, s�ntesis de
multitud de realizaciones art�sticas triunfantes. �No parece, casi, obra
de magia poder presenciar en nuestra �poca fen�meno semejante? Aquellos a
los que es dado ser ah� colaboradores y cotestigos, �no estar�n
necesariamente transmulados y renovados, para, a su vez, obrar
transmutaci�n y renovaci�n en otros terrenos de la vida? �No est�
encontrado un puerto, tras la desoladora infinidad del mar? �No hay ah�
bonanza tendida sobre las aguas? Quien de la profundidad y soledad que
configuran el clima emocional ah� imperante vuelve a los muy diferentes
llanos de la vida, �no siente constantemente aflorar a sus labios la
pregunta de Isolda?: ��C�mo soport� esto? �C�mo lo soporto todav�a?� Y si
no aguanta encerrar dentro de s� mismo su ventura y desventura, en actitud
ego�sta, aprovechar� en adelante cualquier oportunidad para atestiguarlas
por actos. Preguntar�: �D�nde est�n los que sufren del estado de cosas a
la saz�n imperante? �D�nde est�n nuestros aliados naturales a cuyo lado
podamos luchar contra la proliferaci�n arrolladora de la actual
�ilustraci�n�? Pues por lo pronto � �por lo pronto! � tenemos un solo
enemigo: precisamente esos �ilustrados�, para quienes la palabra
�Bayreuth� significa una de sus m�s aplastantes derrotas: no colaboraron,
se opusieron furiosamente o recurrieron a esa sordera, a�n m�s eficaz, que
ahora se ha convertido en el arma habitual del antagonismo m�s
circunspecto. Mas precisamente por esto sabemos que no pudieron destruir
la esencia de Wagner, impedir su obra, por su hostilidad y perfidia;
adem�s, han revelado que son d�biles y que la oposici�n de los que
detentan el poder ya no resistir� muchos embates. Es �sta la oportunidad
para quienes quieran conquistar y triunfar portentosamente; los reinos m�s
vastos est�n abiertos, est� un interrogante puesto a los nombres de los
propietarios donde quiera que haya propiedad. As�, por ejemplo, est�
puesto en evidencia el estado ruinoso del edificio de la educaci�n, y en
todas partes hay quienes ya lo han abandonado callandito. �Ojal� se
pudiera llevar a los que desde ya est�n profundamente descontentos con �l
a una actitud de abierta rebeld�a y declaraci�n de guerra! �Ojal� se les
pudiera sacar su fastidio azorado! S� que descontar precisamente la
silenciosa contribuci�n de esos hombres del rendimiento de toda nuestra
ilustraci�n significar�a debilitar �sta por gravisima sangr�a. De los
eruditos, por ejemplo, s�lo quedar�an bajo el antiguo r�gimen los
contaminados de la locura pol�tica y los literatos de toda laya. El
repugnante sistema que ahora extrae sus fuerzas del arrimo a las esferas
de la violencia y la injusticia, del Estado y de la sociedad, y halla su
ventaja en volver �stos cada vez m�s malos, sin este arrimo es una cosa
endeble y agotada; con despreciarlo profundamente basta para echarlo por
el suelo. Quien lucha por la justicia y el amor entre los hombres
ciertamente no ha de temerle; pues sus verdaderos enemigos se enfrentar�n
con �l cuando haya puesto fin a la lucha que por lo pronto libra a su
vanguardia: la cultura actual.
Para
nosotros significa Bayreuth la consagraci�n a la ma�ana de la jornada de
lucha. No se podr�a cometer con nosotros m�s grave injusticia que suponer
que nos interesa �nica y exclusivamente el arte, como si hubiese de
reputarlo un remedio y narc�tico para librarse de todos los dem�s estados
miserables. Esa obra de arte tr�gica en Bayreuth se nos aparece
precisamente como la lucha de los individuos contra todo lo que los
enfrenta como necesidad aparentemente invencible: contra el Poder, la Ley,
la Tradici�n, los convencionalismos y �rdenes enteros de las cosas. No
cabe para los individuos vida m�s hermosa que prepararse para la muerte e
inmolarse en la lucha por la justicia y el amor. La mirada que fija en
nosotros el ojo misterioso de la tragedia no es un hechizo que enerve e
inhiba. No obstante que exige reposo mientras nos mira, pues el arte no
existe para la lucha misma, sino para las treguas que le preceden y van
intercaladas en ella, esos minutos en que mirando atr�s al pasado y
anticipando el futuro captamos lo simb�lico y con una sensaci�n de leve
cansancio se nos acerca un sue�o reparador. No tarda en empezar la jornada
y la lucha, las sombras sagradas se esfuman y el arte est� otra vez lejos
de nosotros; pero su solaz penetra al hombre desde la hora matutina. En
todas partes comprueba el individuo su insuficiencia personal: �de d�nde
sacar�a fuerzas para luchar, si antes no hubiese sido consagrado a algo
impersonal! La m�s negra agon�a del individuo: la falta de comuni�n de
todos los hombres en el saber, la certidumbre de las aprehensiones �ltimas
y la desigualdad de las capacidades, todo esto lo hace necesitado de arte.
No se puede ser feliz mientras todo sufra y se acarree sufrimiento en
nuestro derredor; no se puede ser �tico mientras la marcha de las cosas
humanas est� determinada por la violencia, el enga�o y la injusticia; ni
siquiera se puede ser sabio mientras la humanidad toda no haya rivalizado
por sabidur�a y no introduzca al individuo del modo m�s sabio en la vida y
el saber. �C�mo para soportar este triple sentimiento de insuficiencia, si
uno en su mismo luchar, aspirar y sucumbir no pudiese percibir algo
sublime y cargado de significaci�n y no aprendiese por la tragedia a gozar
con el ritmo de la grande pasi�n y el sacrificio de la misma!. El arte,
ciertamente, no adiestra y educa para la acci�n inmediata; el artista
jam�s es en este sentido educador y mentor; los objetos apetecidos por los
protagonistas tr�gicos no por ello son las cosas apetecibles en s� mismas.
Como en los sue�os, est� alterada la valoraci�n de las cosas mientras nos
sintamos sometidos al influtjo del arte: lo que en esa situacion reputamos
tan apetecible que asentimos al protagonista tr�gico que prefiere morir a
renunciar a ello, para la vida real rara vez es de id�ntico valor y digno
de id�ntica energ�a y determinaci�n; y es que el arte es la actividad del
que descansa. Las luchas que muestra son simplificaciones de las luchas
reales de la vida; sus problemas son abreviaciones del juego infinitamente
intrincado de los actos y afanes humanos. Mas la grandeza y necesidad del
arte radica precisamente en que crea la apariencia de un mundo m�s
simple, de una soluci�n m�s breve de los enigmas de la vida. Quien sufre
de la vida no puede pasarse sin esta apariencia, del mismo modo que nadie
puede pasarse sin el sue�o. Cuanto m�s ardua es la faena de desentra�ar
las leyes de la vida, tanto m�s ansiosamente anhelamos, siquiera por
momentos, esa apariencia de simplificaci�n, tanto m�s grande es la tensi�n
entre el conocimiento general de las cosas y el poder espiritual-moral del
individuo. Existe el arte para que no se rompa el arco.
Quiere la tragedia que el individuo quede consagrado a algo impersonal,
que se olvide �l de la terrible angustia que le causan la muerte y el
tiempo, pues en el m�s fugaz instante, en el m�s m�nimo fragmento de su
vida, puede sobrevenirle algo sagrado que compense con creces toda lucha y
todo apremio, esto es, la conciencia tr�gica. Aunque la
humanidad toda tenga que perecer un d�a � �y qui�n va a dudar de esto! �,
para todos los tiempos por venir le est� fijada como tarea suprema la meta
de fundirse de tal modo en lo uno y com�n que se encamina a su perdici�n,
como un todo, con una conciencia tr�gica.
En esta tarea suprema va impl�cito todo ennoblecimiento de los hombres; su
repudio definitivo determinar�a el cuadro m�s sombr�o que pueda concebir
el amigo de los hombres. �He aqu� c�mo siento yo! No hay m�s que una
esperanza y garant�a para el porvenir de la humanidad: la conservaci�n de
la conciencia tr�gica. El m�s triste lamento tendr�a que
resonar por los �mbitos de la tierra si los hombres llegasen a perderla
por completo; y no existe goce m�s inefable que el de saber lo que
nosotros sabemos: que la conciencia tr�gica est� de nuevo integrada en el
mundo. Pues este goce es en un todo suprapersonal y universal, j�bilo de
la humanidad ante la garant�a de conexi�n y perduraci�n de lo humano en
s�.
5
Wagner situ� la vida actual y el pasado bajo el rayo de luz de un
conocimiento lo bastante intenso para permitir ver hasta una distancia
extraordinaria; es, as�, un simplificador del mundo. Pues siempre la
simplificaci�n del mundo consiste en que la mirada del cognoscente ha
logrado una vez m�s dominar la inmensa multiplicidad anonadadora de un
aparente caos y comprime en una unidad lo que ha estado divorciado. Wagner
hizo esto encontrando relaci�n entre dos cosas que parec�an desenvolverse,
fr�as y extra�as una a la otra como en sendas esferas separadas entre s�:
entre la m�sica y la vida, y tambi�n entre la m�sica y
el drama. No ha inventado o creado estas relaciones, que mir�ndolo
bien est�n ah� al alcance de todo el mundo; y es que el gran problema
siempre se parece a la piedra preciosa por encima de la cual pasan
millares, hasta que uno la recoge al fin. �Qu� significa, se pregunta
Wagner, el hecho de que en la vida de los hombres modernos se haya
originado precisamente un arte como el de la m�sica con una fuerza tan
prodigiosa? Plantear esta cuesti�n no quiere decir que se estime en poco
esta vida; muy al contrario, precisamente cuando se consideran todas las
grandes potencias propias de esta vida y se concibe la imagen de una
existencia pujante que lucha por libertad consciente e
independencia del pensamiento aparece la m�sica en este mundo
como un enigma. �,No hay que decir: es imposible que la m�sica se haya
originado en esta �poca? �Qu� es entonces su existencia? �Una casualidad?
Un gran artista aislado ciertamente podr�a ser una casualidad, pero la
aparici�n de una serie dle grandes artistas, como la exhibe la historia
moderna de la m�sica, y que tiene un solo precedente: en los tiempos de
los griegos, sugiere que en eso no rige el azar, sino la forzosidad. Esta
forzosidad, en fin, es el problema al que Wagner da una respuesta.
Se
percat� ante todo de una calamidad que abarca todo el orbe de las naciones
civilizadas: ha enfermado el lenguaje, y sobre toda
la evoluci�n humana gravita la presi�n de esta tremenda enfermedad. Al
tener que escalar constantemente el lenguaje los �ltimos pelda�os de lo
asequible a �l, para captar lo m�s lejos posible del sentimiento intenso,
al que originariamente supo corresponder en cabal simplicidad, lo
contrario del sentimiento, esto es, el reino del pensamiento. Su fuerza se
ha agotado a causa de este continuo estirarse en el breve lapso de la
civilizaci�n moderna; as� que ahora ya no es capaz de hacer precisamente
aquello que es su exclusiva raz�n de ser: proporcionar a los que sufren un
medio de entenderse sobre los m�s simples apremios de la vida. El hombre
que se debate en el apremio ya no puede darse a conocer por medio del
lenguaje, quiere esto decir que no puede comunicarse verdaderamente; en
este estado sordamente sentido el lenguaje ha llegado a ser, en todas
partes, una potencia aut�noma que ase a los hombres con brazos fantasmales
y los empuja a donde en definitiva no quieren ir en cuanto ellos tratan de
entenderse y unirse para una obra comun, se apodera de ellos la locura de
los conceptos generales, m�s a�n, de los meros sonidos de palabras, y como
consecuencia de esta incapacidad para comunicarse las creaciones de su
sentido colectivo llevan el signo del no entenderse, en cuanto no
corresponden a los verdaderos apremios, sino tan s�lo a la vacuidad de
esas palabras y conceptos prepotentes. As�, a todas sus calamidades la
humanidad agrega la de lo convencional, es decir, del
entendimiento en cuanto a palabras y actos sin entendimiento respecto del
sentimiento. As� como en la curva descendente de todo arte es alcanzado un
punto donde sus medios y formas, en morbosa proliferaci�n, logran un
tir�nico predominio sobre las j�venes almas de los artistas y los
convierten en sus esclavos, as� ahora, conforme decaen los lenguajes, se
es esclavo de las palabras. Bajo csta coerci�n ya nadie puede mostrarse
tal como es, hablar ingenuamente; y pocos son capaces de salvaguardar su
individualidad, en lucha con una ilustraci�n que cree demostrar su
eficacia, no promoviendo sentimientos y necesidades distintos, sino
envolviendo al individuo en la red de los �conceptos distintos� y
ense��ndole a pensar con justeza; como si tuviese valor alguno hacer de
nadie un ser que piensa y razona con justeza, si no se ha logrado
previamente hacer de �l uno que siente con justeza. Cuando en el seno de
una humanidad de tal modo lastimada suena la m�sica de nuestros maestros
alemanes, �qu� es lo que suena, en definitiva? Pues el sentimiento
justo, el enemigo de todo lo convencional, de toda
enajenaci�n e incomunicabilidad artificial entre los hombres. Esta m�sica
es retorno a la Naturaleza, a la vez que purificaci�n y transmutaci�n de
la Naturaleza; pues en el alma de los hombres m�s henchidos de amor ha
surgido el impulso incontenible a este retorno y en su arte suena la
Naturaleza transmutada en amor.
Tomemos todo esto como la primera respuesta de Wagner a la pregunta por la
significaci�n de la m�sica en nuestro tiempo; tiene �l una segunda
respuesta. La relaci�n existente entre la m�sica y la vida es no solamente
la de una forma de lenguaje con otra forma de lenguaje, sino tambi�n la
relaci�n del perfecto mundo del sonido con todo el mundo de la imagen
visual. Y bien, tomada como imagen visual y comparada con las
manifestaciones pasadas de la vida, la existencia de los hombres modernos
evidencia una indecible pobreza y agotamiento, no obstante su indecible
multiplicidad, la cual s�lo puede hechizar la mirada m�s superficial.
M�rese un poco m�s de cerca y anal�cese la impresi�n de tan turbulento
juego de colores, �no es el conjunto como el fulgor y destello de
inn�meras piedrecitas y part�culas tomadas de culturas pasadas? �No es
todo boato extra�o, movimiento imitado, exterioridad arrogada?, �un traje
confeccionado con toda clase de retazos para el desnudo y aterido de
fr�o?, �una aparente danza de la alegr�a, impuesta al doliente?, �un aire
de opulento orgullo asumido por uno profundamente herido? �Y en medio de
todo esto � ocultado y disimulado, nada m�s, por el v�rtigo y torbellino
del movimiento � una impotencia gris, un punzante malestar, un
diligent�simo aburrimiento, una miseria no admitida! La manifestaci�n del
hombre moderno se ha tornado por completo en apariencia; no se hace
visible, sino m�s bien se oculta, en lo que ahora aparenta; y el resto de
actividad art�stica inventiva que subsiste todav�a en un pueblo, por
ejemplo entre los franceses y los italianos, es gastado en el arte de este
juego al escondite. Donde quiera que ahora se pida �forma�, en la vida
social y el entretenimiento, en la expresi�n literaria, en las relaciones
interestatales, se entiende por ella, involuntariamente, una apariencia
grata, lo contrario del verdadero concepto de la forma como plasmaci�n
forzosa, que nada tiene que ver con �grato� e �ingrato�, por ser algo
forzoso, y no arbitrario. Mas tampoco entre los pueblos civilizados donde
no se postula expresamente la forma subsiste esta plasmaci�n forzosa;
simplemente se es menos feliz, bien que no menos diligente, cuando no m�s,
en eso de tender hacia la apariencia grata. Pues hasta qu� punto es grata,
aqu� y all�, la apariencia y por qu� a todo el mundo le ha de gustar que
el hombre moderno se esfuerce al menos por aparentar, lo siente cada cual
en la medida en que �l mismo sea un hombre moderno. �S�lo los galeotes se
conocen�dice Tasso�; nosotros hacemos cort�smente como que no conocemos a
los dem�s, para que ellos adopten id�ntica actitud hacia nosotros.�
En
este mundo de las formas y del postulado de mutuo desconocimiento surgen
las almas henchidas de m�sica; �para qu� fin? Mu�vense al comp�s del ritmo
grande y libre, con se�orial sinceridad, en una pasi�n que es
suprapersonal; arden con el fuego portentosamente sereno de la m�sica que
brota en ellos de profundidades insondables; todo esto �para qu� fin?
A
trav�s de esas almas anhela la m�sica a su hermana af�n, la gimnasia, como
su plasmaci�n necesaria en el reino de lo visible; al buscarla y anhelarla
se erige ella en juez de todo el mundo mendaz del presente basado en la
ostentaci�n y la apariencia. Tal es la segunda respuesta de Wagner a la
pregunta por la significaci�n de la m�sica en nuestro tiempo. �Ayudadme �
exhorta �l a todos los que saben o�r � a descubrir esa cultura que predice
mi m�sica como rescatado lenguaje del sentimiento justo; tened presente
que el alma de la m�sica quiere plasmarse ahora un cuerpo, que a trav�s de
todos vosotros trata de abrirse paso hacia la visibilidad en movimiento,
acci�n, instituci�n y costumbre! Los hay que captan este llamamiento, y su
n�mero aumenta d�a a d�a; tambi�n comprenden de nuevo, por vez primera, lo
que quiere decir fundar al Estado sobre la m�sica, lo cual los antiguos
griegos no ya comprendieron, sino que se lo exigieron; en cambio los
mismos hombres comprensivos repudiar�n al Estado actual no menos
categ�ricamente que la mayor�a de las personas repudian ya ahora a la
Iglesia. El camino hacia una meta tan nueva y, sin embargo, no siempre
inaudita conduce a la admisi�n de la deficiencia m�s bochornosa de nuestra
educaci�n y causa propiamente dicha de su incapacidad para librar de la
barbarie: le falta el alma impulsora y plasmadora de la m�sica, por cuanto
sus requisitos e instituciones son el producto de una �poca en que ni
hab�a nacido a�n esa m�sica en que depositamos aqu� una confianza tan
significativa. Nuestra educaci�n es la modalidad m�s atrasada del
presente, y precisamente con respecto al �nico nuevo factor educativo con
que cuenta la humanidad actual, es decir, podr�a contar si se resolviese a
no seguir viviendo tan ciegamente aferrada al presente bajo la tiran�a del
instante. Porque hasta ahora ella no da albergue al alma de la m�sica,
tampoco ha vislumbrado a�n la gimnasia en el sentido griego y wagneriano
de esta palabra; y tal es la causa de que sus artistas pl�sticos est�n
condenados a la desesperanza, mientras, como todav�a en nuestros d�as, no
quieran dejarse conducir por la m�sica a un mundo nuevo de la visi�n; todo
talento, cualquiera que sea, llega tarde o llega temprano, de todos modos
a destiempo, pues es superfluo y vano, como que hasta lo perfecto y
supremo de tiempos pasados, el paradigma de los art�fices actuales, es
superfluo y poco menos que vano y apenas si a�n pone piedra sobre piedra.
Si en su visi�n interior no ven figuras nuevas delante de s�, sino siempre
tan s�lo figuras viejas detr�s de s�, sirven al culto de la historia, no a
la vida, y est�n muertos antes de morir. Mas quien ahora siente en s� vida
verdadera, fecunda, lo que en estos tiempos significa �nicamente m�sica,
�c�mo para ser inducido siquiera por un instante a alentar esperanzas de
mayor vuelo por nada de lo que se est� afanando con figuras, formas y
estilos? Est� m�s all� de todas las vanidades de esta �ndole; y no espera
encontrar milagros de plasmaci�n al margen de su mundo ideal de la
audici�n, as� como tampoco espera que nuestros idiomas, agotados y
deste�idos, rindan a�n a grandes escritores. Antes que prestar atenci�n a
promesas vanas, soporta fijar su mirada de profundo descontento en nuestra
modernidad; �que se acumulen en �l odio e hiel, ya que su coraz�n carece
de la calidez suficiente para compadecer! �Hasta la malicia y el escarnio
son preferibles a eso de abandonarse a un contento falaz y a una
borrachera secreta al modo de nuestros �amantes del arte�! M�s a�n cuando
�l sabe m�s que negar y escarnecer; aun cuando sabe amar, compadecer y
colaborar en la tarea constructiva, por lo pronto tiene que negar, para
as� abrir paso a su alma pronta a ayudar. Para que llegue el d�a en que la
m�sica eleve a muchos hombres y haga de ellos los confidentes de sus m�s
altos prop�sitos, hay quee acabar primero con esa manera fr�vola de tratar
con tan sagrado arte; es preciso desechar la base de nuestros
entretenimientos art�sticos, teatros, museos, sociedades de conciertos, es
decir, precisamente a ese �amante del arte�; los favores oficiales que se
dispensan a sus deseos deben ceder el paso a la hostilidad; al juicio
p�blico, que propugna precisamente el adiestramiento para ese amor al
arte, ha de sustituirse otro juicio mejor. Por lo pronto, hasta al
enemigo declarado del arte debemos considerarlo como un verdadero y
�til aliado, ya que lo que �l combate no es, en fin, sino el arte tal como
lo entiende el �amigo del arte� y �como que no conoce otro! No hay
inconveniente en que le reproche al amigo del arte el despilfarro de
dinero que significa la construcci�n de sus teatros y monumentos p�blicos,
el empleo de sus �famosos� cantantes y actores y el mantenimiento de sus
escuelas de artes y galer�as totalmente est�riles; sin contar la cantidad
de energ�as, tiempo y dinero que se gasta en todos los hogares en la
educaci�n para presuntos �intereses art�sticos�. No hay ni hambre ni
saciedad, nada m�s que un flojo jugar con la apariencia de una y otra,
ideado para una absolutamente f�til exhibici�n con miras a enga�ar el
juicio del pr�jimo; o lo que es a�n peor: all� donde se toma el arte
relativamente en serio hasta se le pide que produzca una especie de hambre
y apetencia y se tiene entendido que su tarea consiste en provocar
artificialmente esta excitaci�n. Como si se temiese sucumbir a s� mismo
por asco y embotamiento, se movilizan todos los demonios malignos para
hacerse acosar por estos cazadores cual venado; ans�ase sufrimiento, ira,
odio, enardecimiento, sobresalto y sobrecogido suspenso, y se llama al
artista, para que conjure esta caza infernal. El arte es ahora, en la
ps�quis de nuestras gentes cultas una necesidad del todo mendaz o
vergonzosa y degradante, una nada o un algo malo. El artista bueno y
excepcional vive como sumido en un sue�o aturdidor que le impide ver todo
eso y repite, vacilante, palabras de fantasmal belleza que le parecen
llegar desde �mbitos remotos, pero que no percibe distintamente; el
artista de nov�simo cu�o, en cambio, desprecia el enso�ado tanteo y
balbuceo de su compa�ero m�s noble que �l y lleva de la cuerda toda la
feroz jaur�a de las pasiones y los impulsos atroces, para soltarlas a
pedido contra los hombres modernos, quienes prefieren ser acosados,
heridos y despedazados a tener que convivir consigo mismos tranquilamente.
�Consigo mismo!: esta idea hace estremecer con horror a las almas
modernas; tal es su miedo y pesadilla.
Mirando pasar en las ciudades populosas a los millares con la expresi�n
del embotamiento o de la prisa febril, me digo una y otra vez: �qu� mal a
gusto se sentir�n! Para todos estos hombres el arte s�lo existe para
atenuar su malestar; para que se vuelvan a�n m�s embotados y absurdos o
a�n m�s apresurados y codiciosos. Pues el sentir no justo
los domina y adiestra sin cesar y no tolera que admitan ante s� mismos su
miseria; cuando quieren hablar, el convencionalismo les susurra algo al
o�do, as� que se olvidan de lo que se propon�an decir; cuando quieren
entenderse, su mente est� paralizada como por obra de f�rmulas m�gicas,
as� que le llaman felicidad a lo que es su calamidad y para su propia
desgracia se unen con empe�o. Est�n, pues, totalmente transformados,
degradados a la condici�n de esclavos sumisos del sentir no justo.
6
Me
limitar� a consignar dos ejemplos para demostrar como se ha extraviado el
sentir en nuestra �poca y que �sta no tiene conciencia de dicho extrav�o.
Otrora, se miraba con un sincero desprecio aristocr�tico a los hombres que
traficaban con dinero, aun cuando no se pod�a prescindir de ellos; se
admit�a que toda sociedad precisaba sus correspondientes intestinos.
Ahora, estos hombres son la potencia dominante en el alma de la humanidad
moderna, constituyendo su parte m�s codiciosa. Otrora, contra nada se
preven�a tan insistentemente como contra la tendencia a tomar demasiado en
serio el d�a, el momento, y se recomendaba el nil admirari y
la preocupaci�n por los negocios eternos. Ahora, no ha quedado en el alma
moderna m�s que una exclusiva seriedad, que se refiere a las noticias
period�sticas o telegr�ficas. �A aprovechar el momento y juzgarlo con
m�xima presteza para sacar provecho de �l! Dij�rase que a los hombres
actuales tampoco les ha quedado m�s que una sola virtud: la presencia de
�nimo. Por desgracia, en realidad no se trata m�s que de la omnipresencia
de una codicia s�rdida, insaciable, y una curiosidad febril en todo el
mundo. Es la nuestra una �poca vil, pues celebra lo que despreciaron
anteriores �pocas aristocr�ticas; y si encima de todo se ha apropiado
todas las galas de pasada sabidur�a y arte y se pavonea envuelta en este
m�s precioso de todos los ropajes, evidencia una conciencia desconcertante
de su propia vileza por cuanto no necesita y usa este ropaje para
abrigarse, sino tan s�lo para enga�ar sobre s� misma. La necesidad de
disimular y ocultarse se le antoja m�s apremiante que la de resguardarse
para no perecer de fr�o. As�, los actuales eruditos y fil�sofos no usan la
sabidur�a de la India y la Grecia para volverse, personalmente, serenos y
sabios; su trabajo s�lo ha de servir para procurar al presente una fama
falaz de sabidur�a. Los estudiosos de la historia animal se esfuerzan por
presentar como leyes inmutables los arrebatos animales de violencia,
perfidia y sed de venganza en las relaciones actuales entre los Estados y
los hombres. Los historiadores se desviven por demostra las tesis de que
cada �poca tiene su propio derecho, sus propias circunstancias y
situaciones, a fin de preparar ya mismo el concepto b�sico de la defensa
para cuando llegue el d�a del juicio que se abatir� sobre nuestra �poca.
La teor�a del Estado, del pueblo, de la econom�a, del comercio, del
derecho: todo tiene ahora este car�cter preparatorio
apolog�tico; m�s a�n, se dir�a que el esp�ritu que act�a todav�a
sin ser gastado en los engranajes del vasto mecanismo de la ganancia y del
poder est� exclusivamente dedicado a la tarea de defender y disculpar el
presente.
�Ante qu� acusador?, se pregunta con extraneza.
Ante
la propia mala conciencia.
Y
aqu� se pone tambi�n en evidencia, de golpe, la tarea del arte moderno:
�embotamiento o embriaguez! �Adormecer o aturdir! �Transformar la
conciencia en inconciencia, de un modo o del otro! �Ayudar al alma moderna
a librarse del sentimiento de culpabilidad, no a recuperar la inocencia!
�a librarse de �l al menos por momentos! �Defender al hombre ante �l
mismo, llev�ndolo a un estado en que tiene que callar, no puede o�r! A los
pocos que siquiera una vez hayan sentido cabalmente esta tarea por dem�s
vergonzosa, esta terrible degraciaci�n del arte, se les habr� llenado
hasta el tope el alma para siempre de desesperaci�n y l�stima; mas tambi�n
de un anhelo nuevo, incontenible. Quien se propusiera liberar el arte,
restaurarlo en su santidad no profanada, tendr�a ante todo que liberarse a
s� mismo del alma moderna; s�lo como hombre inocente le ser�a dable
encontrar la inocencia del arte; le incumbir�a llevar a cabo dos tremendas
purificaciones y consagraciones. Y si triunfaba en este cometido, si desde
el alma liberada hablaba con su arte liberado a los hombres, lo
confrontar�a el peligro m�s grave, la lucha m�s formidable: los hombres
preferir�an hacerlo trizas a �l y su arte antes que admitir que ante ellos
deber�an morir de verg�enza. Cabe la posibilidad de que la redenci�n del
arte, el �nico rayo de luz a esperar en los tiempos que corren, sea un
acontecimiento circunscrito a unas pocas almas solitarias, en tanto que el
mont�n soporta para siempre la vista del fuego llameante y humeante del
arte suyo: como que no quieren luz, sino deslumbramiento; como que
odian a la luz sobre s� mismos.
De
modo que eluden al nuevo portador de luz; pero �ste, impulsado por el amor
en que ha nacido, corre tras ellos y les quiere hacer violencia. �Deb�is
pasar por mis misterios � les dice �; necesit�is sus purificaciones y
conmociones. Usadlo, para bien vuestro, y abandonad por una vez el t�trico
pedazo de Naturaleza y vida que parece ser el �nico que conoc�is: yo os
conduzco a un reino que a su vez es real; vosotros mismos, al volver de mi
cueva a la luz de vuestro d�a, dir�is cu�l vida es m�s real y d�nde est�
propiamente la luz del d�a y d�nde la cueva. La Naturaleza es por dentro
mucho m�s plet�rica, portentosa, inefable, pavorosa: no la conoc�is en
vuestra existencia habitual; aprended a ser vosotros mismos otra vez
Naturaleza y dejaos transmutar a la par y dentro de ella por mi hechizo de
amor y fuego.�
Es
la voz del arte de Wagner la que as� les habla a los
hombres. El que a los hijos de una �poca miserable nos haya sido dable ser
los primeros en percibirla demuestra que precisamente esta �poca es digna
de conmiseraci�n y, en un plano general, que la verdadera m�sica es
fatum y ley primordial. Pues es de todo punto imposible explicar
el hecho de hacerse o�r all� precisamente ahora por alguna casualidad
f�til y absurda; un Wagner casual hubiera sido aplastado por el poder
arrollador del otro elemento al que hab�a estado arrojado. Rige el proceso
de gestaci�n del verdadero Wagner una forzosidad transfiguradora y
justificadora. Su arte, si es observado en la marcha de su elaboraci�n, es
el m�s estupendo espect�culo, por muy doloroso que haya sido ese proceso
de gestaci�n; pues se dan por doquier raz�n, ley y finalidad. El
observador, arrebatado por tan divino espect�culo, ensalzar� esta misma
dolorosa gestaci�n y considerar�, gozoso, que todo redunda en ventaja y
provecho del natural y el talento predeterminados, por m�s que tengan que
pasar por escuelas duras que cada peligro les vale un aumento de pujanza y
cada victoria, un plus de circunspecci�n, que se nutren con veneno y
desventura y, sin embargo, crecen sanos y robustos. Las burlas y
resistencias del mundo circundante les sirven de est�mulo y acucia; cuando
se descaminan, vuelven del extrav�o y de la soledad con la presa m�s
maravillosa; cuando duermen, �durmiendo adquieren nuevas fuerzas�. Templan
el cuerpo y acrecientan su eficiencia; no roban vida conforme aumenta su
vitalidad; gobiernan al hombre cual una pasi�n alada y le hacen volar
precisamente cuando la arena ha cansado sus pies y las piedras los han
lastimado. No pueden por menos de compartir, todo el mundo ha de cooperar
en su obra, no regatean sus dones. Rechazados, obsequian a�n m�s
generosamente; abusados por el obsequiado, ofrecen hasta la joya m�s
valiosa que poseen, y en todos los tiempos los obsequiados no han sido del
todo dignos del obseauio. As�, el natural predeterminado por cuyo conducto
habla la musica al mundo fenom�nico es lo m�s enigm�tico que existe bajo
el sol, un abismo en cuyo fondo se desposa la fuerza con la bondad, un
puente tendido entre la egocentricidad y la ajenaci�n de s� mismo. �Qui�n
es capaz de definir netamente el fin para el cual existe, aun suponiendo
que en la forma en que se gest� pueda adivinarse un proceso operante con
vista a un fin? Mas, eso s�, sobre la base de la adivinaci�n venturosa
cabe preguntar: �ser� de veras que lo superior existe por lo inferior, el
talento mas portentoso por los talentos m�s pobres, la suprema virtud y
santidad por los enclenques? �Debi� sonar la verdadera m�sica por ser lo
que menos merec�an, pero m�s necesitaban los hombres? Si se
considera cabalmente el milagro inefable de esta posibilidad y entonces se
mira hacia atr�s a la vida, �sta brilla, por muy t�trica y gris que antes
se haya presentado.
7
Es
inevitable que el observador ante quien se yergue una personalidad como
Wagner revierta de cuando en cuando, involuntariamente, a su propia
peque�ez y pobreza y se pregunte: �para qu� me sirve?, �a qu� existo yo?
Lo m�s probable es que se quede corto en contestar y que est� ah�
sorprendido y desconcertado ante su propio ser. B�stele entonces haber
tenido esta experiencia; perciba en el hecho de que se siente
enajenado a su propio ser la respuesta a esas preguntas. Pues
precisamente en virtud de este sentimiento participa de la m�s portentosa
manifestaci�n vital de Wagner, del centro de su fuerza, de esa demon�aca
transferibilidad y autoenajenaci�n de su modo de ser, el que
puede comunicarse a otros del mismo modo que se comunica a s� mismo otros
modos de ser y el que en el dar y tomar tiene su grandeza. Al sucumbir
aparentemente el observador a la esencia desbordante de Wagner, es que ha
participado de su fuerza y, as�, en cierto modo por obra de �l, se ha
vuelto poderoso en contra de �l. Todo el que ahonde en el autoan�lisis
sabe que aun la observaci�n supone un misterioso antagonismo: el del mirar
en contra. Si su arte nos hace experimentar todo lo que sobreviene a un
alma que se pone en camino, participa de otras almas y su destino y
aprende a mirar al mundo por muchos ojos, en virtud de tal distanciamiento
y enaienaci�n despu�s de haberlo experimentado a �l mismo podemos tambi�n
verlo a �l mismo. Sentimos entonces del modo m�s categ�rico que en Wagner
todo lo visible del mundo quiere cobrar profundidad y contenido interior
de lo audible y busca su alma perdida y que, asimismo, en �l todo lo
audible del mundo quiere tambi�n como fen�meno visual salir y ascender a
la luz, dij�rase cobrar corporalidad. Su arte lo conduce siempre por la
doble senda: de un mundo constituido en espect�culo auditivo a otro mundo
enigm�ticamente af�n constituido en espect�culo visual, y viceversa; en
todo momento est� constre�ido � y el observador a la par suya � a traducir
el movimiento visible de vuelta a alma y vida primaria y a ver el m�s
rec�ndito desenvolvimiento del interior como fen�meno tangible, dot�ndolo
de un cuerpo ficticio. Todo esto es la esencia del dram�tico
ditir�mbico, tomado este concepto en un sentido tan lato
que abarca a un tiempo al actor, al poeta y al m�sico; concepto que
asimismo debe ser derivado necesariamente de la �nica encarnaci�n perfecta
del dram�tico ditir�mbico anterior a Wagner: Esquilo y sus colegas
griegos. Si se ha tratado de explicar las m�s grandiosas evoluciones por
inhibiciones o lagunas interiores; si, por ejemplo, para Goethe la poes�a
era una especie de suced�neo de una malograda vocaci�n de pintor; si cabe
hablar de los dramas de Schiller como de elocuencia trunca de tribuno; si
el propio Wagner intenta explicarse el culto alem�n de la m�sica tambi�n
suponiendo que por falta del impulso seductor de una voz naturalmente
melodiosa los alemanes estaban obligados a considerar a la m�sica con la
misma profunda seriedad que sus hombres de la Reforma al cristianismo,
entonces, relacionando en forma parecida la evoluci�n de Wagner con tal
inhibici�n interior, cabe suponerle un primario talento de actor que al no
poder satisfacerse del modo m�s inmediato, m�s com�n, hall� su expediente
y salvaci�n en la movilizaci�n de todas las artes con miras a una grande
revelaci�n histri�nica. Mas entonces igualmente bien podr� decirse que un
prodigios�simo talento musical, desesperado por tener que dirigirse a los
semimusicales y los no musicales, forz� el acceso a las dem�s artes, para
comunicarse al fin con m�ltiple distinci�n e imponer comprensi�n, la
comprensi�n m�s popular. Cualquiera que sea la noci�n que se tenga acerca
de la evoluci�n del primario dram�tico, en su madurez y perfecci�n es un
ser sin ninguna inhibici�n ni laguna: el artista propiamente dicho que no
puede por menos de pensar en t�rminos de todas las artes a un tiempo, el
mediador y conciliador entre esferas en apariencia separadas entre s�, el
restaurador de una unidad y una totalidad del poder art�stico que no cabe
barruntar ni escrutar, sino �nicamente demostrar por la realizaci�n. Y
esta realizaci�n subyuga cual hechizo absolutamente desconcertante,
sobremanera atrayente, al hombre ante quien tiene lugar de repente; est�
�ste de pronto ante un poder que anula la resistencia de la raz�n, mas
a�n, hace aparecer todo lo otro en que hasta entonces se basaba la
existencia como cosa irracional e inconcebible. Situados fuera de nuestro
propio ser, nadamos en un misterioso elemento �gneo, no nos entendemos m�s
a nosotros mismos, no reconocemos m�s ni lo m�s conocido; no disponemos
m�s de medida alguna; todo lo r�gidamente legal, todo lo fijo, empieza a
moverse, todas las cosas ostentan colores nuevos, nos hablan en caracteres
nuevos; hay que ser un Plat�n para tomar, no obstante esta mezcla de goce
y miedo violentos, una decisi�n y decirle al dram�tico: �Cuando se
incorpore a nuestra comunidad un hombre que en virtud de su sabidur�a
ser�a capaz de llegar a ser todo lo que quisiera y de imitar cualquier
cosa, estamos dispuestos a venerarlo como a un ser santo y prodigioso, a
verterle ung�entos sobre la cabeza y ce�irla con lana, pero trataremos de
inducirlo a que se traslade a otra comunidad�. Es posible que quien viva
en la comunidad plat�nica pueda y deba arrancarse semejante decisi�n; los
que vivimos en muy otra comunidad anhelamos y pedimos la visita del mago,
aunque nos infunda miedo, precisamente para que nuestra comunidad, con la
mala raz�n y el mal poder que encarna, por una vez aparezca negada. Un
estado de la humanidad, de su comunidad, costumbre, orden y disposici�n
general, que pueda prescindir del artista imitativo tal vez no sea
francamente imposible, mas este �tal vez� figura entre los m�s temerarios
que existen; hablar de esto debiera ser permitido �nicamente al que sea
capaz de generar y sentir, anticipando, el momento culminante de todo lo
por venir y acto seguido haya de quedar ciego, como Fausto (y tambi�n
tenga derecho a ello), pues nosotros no tenemos derecho ni a esta ceguera,
en tanto que por ejemplo Plat�n tuvo derecho a estar ciego para toda
realidad hel�nica, tras su solo atisbo de la idealidad hel�nica. Los
otros, por el contrario, hemos menester el arte precisamente porque
ante lo real hemos cobrado la visi�n; y hemos menester
precisamente al dram�tico integral, para que siquiera por espacio de horas
nos redima de la terrible tensi�n que expcrimenta ahora el hombre vidente
entre s� y las tareas que le est�n impuestas. Junto con �l escalamos los
pelda�os mas altos del sentir, y s�lo all� creemos estar de vuelta en la
Naturaleza libre y el reino de la libertad; desde all�, como en tremendos
espejismos, nos vemos a nosotros mismos y a nuestros semejantes, en lucha,
triunfo y perdici�n, como algo sublime y cargado de significaci�n, gozamos
con el ritmo de la pasi�n y con el sacrificio de la misma, a cada paso
formidable del h�roe percibimos el sordo eco de la muerte y captamos en la
proximidad de ella el encanto supremo de la vida; transformados as� en
hombres tr�gicos, retornamos a la vida singularmente reconfortados,
penetrados de una antes desconocida sensaci�n de seguridad, como habiendo
encontrado el camino que desde extremos peligrosos, excesos y �xtasis nos
conduce de vuelta a lo limitado y familiar, all� donde se podr� practicar
un trato de superior afabilidad, en todo caso uno de m�s aristocr�tica
elegancia que antes, porque en comparaci�n con la trayectoria que nosotros
hemos recorrido, bien que tan s�lo so�ando, todo lo que ah� aparece como
gravedad y apremio, como caminata rumbo a una meta, semeja fragmentos
singularmente aislados de esas experiencias integrales de las que tenemos
conciencia sobrecogidos de pavor. Hasta nos meteremos en lo peligroso y
estaremos tentados a tomar la vida demasiado a la ligera, precisamente por
haberla aprehendido en el arte con infinita seriedad, para aludir a
palabras de Wagner sobre las vicisitudes de su vida. Pues si ya a los que
experimentan, nada m�s, no crean, tal arte de la dram�tica ditir�mbica el
ensue�o casi se les antoja m�s verdadero que la realidad, �fig�rese c�mo
el creador mismo aprecia este contraste! Helo ah� en medio de los ruidosos
ap�strofes e importunidades del d�a, en medio del apremio de la vida, la
sociedad y el Estado, �como qu�? Tal vez como si precisamente �l fuese el
�nico hombre l�cido, el �nico individuo due�o del sentido de la verdad y
la realidad, entre multitudes de durmientes confusos y atormentados, de
gentes que se debaten en ilusi�n y sufrimiento; a veces hasta se sentir�
algo as� como v�ctima de un insomnio permanente, cual si estuviese
condenado a pasarse su vida crudamente clara y consciente en medio de
son�mbulos, de seres dados a afectar una seriedad fantasmal, as� que todo
aquello que a los demas se les antoja trivial a �l se le aparece
desconcertante y se siente tentado a reaccionar con p�cara iron�a a esta
impresi�n de apariencia. Mas este sentimiento se quiebra de manera
singular al asociarse precisamente a la claridad de su estremecida
picard�a otro impulso muy diferente: el ansia de descender de las alturas
al llano, el amoroso anhelo de la tierra, de la dicha en el seno de la
comunidad, cuando recuerda �l todo aquello de que est� privado como hombre
que crea en soledad; como si al momento, cual dios que desciende a la
tierra, hubiese de levantar todo lo d�bil, lo humano, lo perdido, �con
�gneos brazos hacia el cielo�, para encontrar al fin amor, ya no
adoraci�n, y enajenarse por completo en �l. Precisamente el cruce aqu�
supuesto es el milagro que en efecto tiene lugar en el alma del dram�tico
ditir�mbico; y si su esencia pudiese ser captada tambi�n conceptualmente,
deber�a ser en este punto. Pues vive �l los momentos generativos de su
arte cuando est� situado en este cruce de encontrados sentimientos y esa
extra�eza mitad estremecida, mitad traviesa ante el mundo se a�na con el
anheloso af�n de acercarse a este mundo como amante. Entonces, mirada que
fija en la tierra y la vida es rayo de sol que ��levanta agua�� acumula
nieblas y esparce por ah� vahos cargados de electricidad. Es su mirar
penetrante y perspicaz, amoroso y abnegado; y todo lo que entonces ilumina
con este doble poder lum�nico de su mirada lleva con pasmosa rapidez a la
Naturaleza a descargar todas sus fuerzas, a revelar sus m�s �ntimos
secretos por pudor. Es m�s que una met�fora decir que con
ese mirar ha sorprendido a la Naturaleza, la ha visto desnuda; quiere ella
entonces refugiarse, pudorosa, en sus contrariedades. Lo invisible, lo
soterrado, huye a la esfera de lo visible y se manifiesta, lo nada m�s que
visible huye al mar oscuro de los sonidos: as� la Naturaleza, al
querer ocultarse, revela la esencia de sus contrariedades.
En una danza impetuosamente r�tmica m�s airosa, en ademanes ext�ticos,
habla el dram�tico primario de lo que entonces tiene lugar en �l, en la
Naturaleza; el ditirambo de sus movimientos es aprehensi�n estremecida,
traviesa penetraci�n, no menos que un amoroso arrimarse y enajenaci�n
gozosa. La palabra sigue, embriagada, el cortejo de este ritmo; aunada con
la palabra suena la melod�a; y la melod�a proyecta sus chispas hasta
dentro del reino de las im�genes y los conceptos. Una visi�n de ensue�o,
parecida y, sin embargo, distinta a la imagen de la Naturaleza y de su
pretendiente, se acerca flotando, cuaja en figuras m�s humanas y se
explaya en la secuencia de un �ntegro querer heroico �travieso, de un
voluptuoso sucumbir y no querer m�s� as� nace la tragedia; as� a la vida
se le depara su sabidur�a m�s sublime, la de la concepci�n tr�gica; as�,
por �ltimo, surge el m�s portentoso mago y portador de ventura entre los
mortales: el dram�tico ditir�mbico.
8
La
vida propiamente dicha de Wagner, esto es, la paulatina revelaci�n del
dram�tico ditir�mbico fue al mismo tiempo una lucha incesante consigo
mismo en tanto que �l no era exclusivamente este dram�tico ditir�mbico; la
lucha contra el mundo hostil s�lo asumi� para �l proporciones tan feroces
y siniestras porque o�a hablar en s� mismo ese �mundo�, ese enemigo
seductor, y albergaba en su propio ser un formidable demonio opositor.
Cuando surgi� en �l la idea dominante de su vida: que
desde el teatro pod�a lograrse un efecto incomparable, el efecto m�s
grande de todo arte, esta idea sumi� su ser en un estado de m�xima
efervescencia. No comportaba ella una decisi�n clara y luminosa sobre sus
ulteriores afanes y actos; por lo pronto aparec�a casi como una simple
tentaci�n, como expresi�n de aquella voluntad personal que apetec�a
insaciablemente poder y prestigio. Efecto, un efecto
incomparable ��por medio de qu�?, �sobre qui�n?� a esto se refer�a en
adelante el infatigable interrogar y buscar de su mente y su coraz�n.
Ansiaba �l vencer y conquistar como jam�s artista alguno y alcanzar, en lo
posible de un golpe, esa tir�nica omnipotencia que anhelaba empujado por
sordo af�n. Con mirada celosa, penetrante, evaluaba todo lo que ten�a
�xito, y en particular se fijaba en aquel sobre el cual deb�a producirse
efecto. Con los ojos m�gicos del dram�tico que lee en las almas como si
fuesen la escritura con que est� m�s familiarizado escrutaba al espectador
y al oyente; y aun cuando esta penetraci�n con frecuencia lo hund�a en el
desasosiego, recurr�a en seguida a los medios de hacerse due�o de ellos.
Estos medios estaban a su disposici�n; lo que le produc�a una fuerte
impresi�n lo quer�a y pod�a �l tambi�n; aprehend�a de sus modelos, en cada
etapa, tanto cuanto �l mismo era capaz de plasmar; nunca dudaba de que
para todo lo que le agradaba estaba capacitado �l tambi�n. Quiz� sea en
este respecto un hombre a�n m�s �presumido� que Goethe, quien dec�a de s�
mismo: �Respecto de cualquier cosa cre�a que ya la ten�a; si se me hubiese
puesto una corona en la cabeza, hubiera cre�do que era la cosa m�s natural
del mundo�. La capacidad y el �gusto� y tambi�n la intenci�n de Wagner �
todo esto se ajustaba en todo momento tal como una llave se ajusta a su
correspondiente cerradura, alcanzando lo uno a la par de lo otro grandeza
y libertad �; pero en ese entonces �l no era grande y libre. �Qu� le
importaba del sentimiento flojo, s� m�s noble, y sin embargo egoc�ntrico
solitario, que experimentaba tal o cual amante del arte due�o de una
educaci�n literaria o est�tica al margen de las multitudes! En cambio,
esas violentas tempestades de las almas que las multitudes desatan en tal
o cual exaltaci�n del canto dram�tico, esa embriaguez que de repente hace
presa en los �nimos, en un todo genuina y nada interesada, he aqu� lo que
reflejaba sus propias vivencias y sentimientos, penetr�ndolo de una
ardiente esperanza de m�ximo poder y efecto. As�, lleg� a entender la
gran opera como el medio para dar expresi�n a su idea
dominante; hacia ella fue empujado por su af�n, hacia la patria de ella
enderez� su visual. Un prolongado per�odo de su vida, con audac�simos
cambios de planes, estudios, estancias y relaciones, se explica �nicamente
por este af�n y por las resistencias exteriores con que no pod�a menos que
tropezar este indigente, inquieto, a la vez apasionado e ingenuo artista
alem�n. Otro artista entendi� mejor de imponerse en este terreno; y ahora
que se ha divulgado poco a poco la muy sutilmente tejida red de
influencias muy diversamente puestas en juego por la que Meyerbeer sab�a
preparar y obtener cada uno de sus triunfos y el meticuloso cuidado con
que era considerada la secuencia de �efectos� en la �pera misma se
comprender� el grado de exasperaci�n mortificada que avasall� a Wagner al
revel�rsele estos �medios art�sticos� punto menos que imprescindibles para
arrancarle un �xito al p�blico. Dudo de que haya habido en la historia
gran artista alguno que empezara con tan tremendo error y se abocara tan
desenfadada y candorosamente a la plasmaci�n en extremo chocante de un
arte. Sin embargo, la forma c�mo lo hizo tuvo grandeza y, por ende, se
caracteriz� por una prodigiosa fecundidad. Pues la desesperaci�n generada
por la comprensi�n del error lo llev� a comprender el �xito moderno, al
p�blico moderno y toda la falacia moderna del arte. Convirti�ndose en
cr�tico del �efecto�, relampaguearon por �l vislumbres de su propia
purificaci�n. Era como si a partir de entonces el esp�ritu de la m�sica le
hablara con un nov�simo hechizo ps�quico. Como si tras larga enfermedad
volviese a emerger a la luz, apenas se fiaba ya de mano y ojo,
arrastr�ndose por su camino; y, as�, se le antojaba un descubrimiento
maravilloso el continuar siendo m�sico, artista, m�s a�n, el haber llegado
a serlo s�lo ahora.
Toda
ulterior etapa de la evoluci�n de Wagner queda caracterizada por el hecho
de que las dos fuerzas b�sicas de su ser se unen cada vez m�s
estrechamente: cede la rec�proca esquivez, el yo superior ya no agracia
con su servicio al violento hermano m�s terreno, sino que lo ama
y no puede menos que ponerse a su servicio. Lo m�s delicado y puro
est� al fin, llegada a su t�rmino la evoluci�n, contenido aun en lo m�s
portentoso; el impulso vehemente se precipita como antes, pero por otros
caminos, hacia all� donde se desenvuelve el yo superior, y �ste, por su
parte, desciende con amor a la tierra y en todo lo terreno reconoce su
propia alegor�a. De ser posible hablar en esta forma de la meta �ltima y
el desenlace de esa evoluci�n sin salirse de la esfera de lo inteligible,
es de suponer que tambi�n se dar�a con la expresi�n metaf�rica susceptible
de designar una prolongada etapa intermedia de esa evoluci�n; pero yo dudo
de aquello y, por lo tanto, no ensayo esto. Esa etapa intermedia queda
deslindada hist�ricamente de la anterior y la posterior por dos palabras:
Wagner se convierte en revolucionario de la sociedad;
Wagner descubre el �nico artista habido hasta entonces, el pueblo
poetizante. A lo uno y a lo otro lo llev� la idea
dominante, la que tras aquella profunda desesperaci�n y penitencia se
presentaba ante �l bajo nueva forma y m�s poderosa que nunca. �Efecto, un
efecto incomparable desde el teatro!; pero �sobre qui�n? Se estremec�a con
horror Wagner recordando sobre qui�n hasta entonces hab�a pretendido
producir efecto. A la luz de su �ntima experiencia comprend�a cabalmente
la posici�n vergonzosa en que se encuentran el arte y los artistas,
caracterizada por el hecho de que una sociedad falta de alma, o de alma
obtusa, que se llama la buena, pero en definitiva es mala, cuenta el arte
y a los artistas entre su s�quito sumiso, para la satisfacci�n de
necesidades de apariencia. Se percataba de que el arte
moderno es un lujo, como as� tambi�n que su suerte est� irremediablemente
ligada al derecho de una sociedad de lujo. �sta, as� como mediante el
empleo por dem�s despiadado e inteligente de su poder ha sabido volver al
pueblo, privado de poder, cada vez m�s servil, bajo y pobre en savia
popular y hacer de �l un moderno �trabajador�, tambi�n ha despojado al
pueblo de lo m�s grande y puro que �ste se hab�a generado bajo la presi�n
del m�s �ntimo apremio y donde, como verdadero y �nico artista, comunicaba
cordialmente su alma, es decir, de su mito, su canci�n, su danza, su
inventiva en el dominio del lenguaje, para destilar de todo ello un
remedio voluptuoso contra el agotamiento y el tedio de su existencia: las
artes modernas. C�mo se hab�a originado esta sociedad; c�mo de las esferas
de poder aparentemente opuestas sab�a ella extraer nuevas fuerzas; c�mo
por ejemplo el cristianismo degenerado en hipocres�a y claudicaci�n se
dejaba usar para proteger contra el pueblo, para afianzar a esa sociedad y
sus conquistas, y c�mo la ciencia y el erudito se aven�an harto vilmente a
esta servidumbre; todo esto lo observ� Wagner a trav�s de los tiempos,
para estallar al final de su observaci�n, sacudido por el asco y la rabia:
por compasi�n con el pueblo qued� convertido en revolucionario. A partir
de entonces lo amaba y lo anhelaba tal como anhelaba su arte; pues, �ay!,
s�lo el pueblo esfumado, artificialmente desplazado, ya apenas entrevisto,
se le antojaba ahora el �nico espectador y oyente susceptible de ser digno
del portento de la obra de arte por �l so�ada y poder captarla. As�, su
meditaci�n se centr� en torno de la pregunta: �C�mo nace el pueblo? �C�mo
renace?
Hall� siempre una sola respuesta � si una multitud sufriese el mismo
apremio que sufro yo, se dec�a, esta multitud ser�a el pueblo. Y conforme
el mismo apremio determinar�a el mismo af�n y anhelo, forzosamente tambi�n
se buscar�a el mismo tipo de satisfacci�n y se encontrar�a la misma
felicidad en esta satisfacci�n. Al considerar entonces qu� era lo que en
medio de su apremio m�s lo reconfortaba y alentaba, m�s intensamente hac�a
vibrar las fibras �ntimas de su propio ser, lo penetraba la convicci�n
inefable de que eran el mito y la m�sica: el mito que conoc�a como
producto y lenguaje del apremio del pueblo; la m�sica que era de origen
parecido, bien que a�n m�s misterioso. En estos dos elementos ba�aba y
curaba Wagner su alma; eran aquello de que m�s urgente necesidad ten�a: de
este hecho, entend�a, le era permitido inferir la afinidad de su propio
apremio con el que experiment� el pueblo al nacer y deducir que el pueblo
renacer�a si hab�a muchos Wagner. Pues bien, �como se desenvolv�an el mito
y la m�sica en la sociedad moderna, en la medida en que no le hab�an
sucumbido? Hab�an corrido parecida suerte, lo que testimoniaba su
misteriosa vinculaci�n: el mito estaba profundamente degradado y
desvirtuado, transformado en �cuento de hadas�, en juguetonamente
venturosa posesi�n de los ni�os y las mujeres del pueblo atrofiado,
despojado por completo de su maravillosa virilidad grave y santa; la
m�sica subsist�a entre los pobres y humildes y entre los solitarios, el
m�sico alem�n no hab�a logrado integrarse con fortuna en el r�gimen de
lujo de las artes, convirti�ndose, �l mismo, en cuento bizarro, herm�tico,
repleto de conmovedores sones y signos, en interrogador torpe, en algo del
todo hechizado y necesitado de redenci�n. Ah� el artista percib�a
distintamente la orden, a �l s�lo impartida, de retraer el mito a la
virilidad y de deshechizar la m�sica, hacerla hablar; sent�a desatado de
pronto su poder para el drama, fundado su se�or�o sobre un reino
intermedio a�n sin descubrir entre el mito y la m�sica. Lanz� entonces
entre los hombres su obra de arte nueva, donde reun�a todo lo portentoso,
efectista e inefable que conoc�a, con su pregunta grave, dolorosamente
incisiva: ��D�nde est�is los que sufr�s y sois necesitados igual que yo?
�D�nde est� la multitud que anhelo como pueblo? Nuestra comunidad de dicha
y de consuelo es el signo por el cual os he de reconocer; �vuestra alegr�a
ha de revelarme vuestro sufrimiento!� Con Tannhauser y
Lohengrin as� pregunt�, as� mir� en torno en busca de almas
afines; el solitario ansiaba la multitud.
Pero
he aqu� que nadie respondi�. Nadie hab�a entendido la pregunta. No es que
se callara; muy al contrario, se contest� a mil preguntas que Wagner ni
hab�a hecho, se charl� sobre las obras de arte nuevas como si en
definitiva se hubiesen creado para quedar deshechas en vana palabrer�a.
Cual una fiebre se declar� entre los alemanes una man�a de hablar y
escribir estetizante; se manosearon las obras de arte y la persona del
artista con esa falta de recato propia de los eruditos alemanes no menos
que de los periodistas alemanes. Wagner trat� por medio de escritos de
facilitar la comprensi�n de la pregunta por �l formulada. Renov�se
entonces el alboroto y la agitaci�n: por entonces un m�sico que escrib�a y
pensaba a todo el mundo se le antojaba un absurdo. Es un teorizante, se
clam�, que mediante conceptos basados en sutilizaciones pretende
revolucionar el arte; �hay que lapidario! Wagner qued� como anonadado; no
se comprend�a su pregunta ni se compart�a su apremio; su obra de arte
semejaba una comunicaci�n dirigida a sordos y ciegos, y su pueblo, una
quimera. Se tambale� y perdi� el equilibrio. Surgi� ante �l la posibilidad
de subversi�n total de todas las cosas, y ya no lo asust� esta
posibilidad; tal vez fuera dable plantar m�s all� de la subversi�n y
destrucci�n una nueva esperanza; tal vez no; en todo caso la nada era
preferible al repugnante algo. Antes de que transcurriera mucho tiempo,
Wagner quedaba convertido en refugiado pol�tico y estaba sumido en la
nada.
�Entonces, con ese terrible vuelco, tanto de las circunstancias exteriores
como de las interiores, es cuando empieza ese per�odo de la vida del gran
hombre que resplandece con fulgor de suprema maestr�a, con brillo de oro
l�quido! �S�lo entonces el genio de la dram�tica ditir�mbica arroja el
�ltimo velo! Est� solo, la �poca se le antoja f�til, ya no alienta
esperanzas; de modo que su mirada abarcadora del cosmos desciende de nuevo
a las profundidades, y esta vez hasta el fondo. All� ve el sufrimiento
concurrente en la esencia de las cosas, y en adelante, vuelto en cierto
modo m�s impersonal, acepta m�s resignado el sufrimiento que a �l le
corresponde. El anhelo de poder supremo, legado de estados anteriores, se
incorpora por completo a la creaci�n art�stica. A trav�s de su arte,
Wagner ya no habla mas que consigo mismo, ya no con un �publico� o pueblo,
y se esfuerza por comunicarle la m�xima distinci�n y aptitud para tan
grandioso di�logo. Todav�a en la obra de arte del per�odo precedente la
cosa hab�a sido diferente: tambi�n en ella, Wagner hab�a atendido todav�a,
bien que en forma delicada y ennoblecida, al efecto inmediato; como que
estaba entendida como pregunta que deb�a provocar una respuesta inmediata.
Y muchas veces, deseoso de facilitar la cosa para aquellos a los que se
dirig�a su pregunta, y percatado de que no ten�an pr�ctica en eso de ser
preguntados, hab�ase amoldado a formas y medios de expresi�n tradicionales
del arte; cuando quiera que tuviera motivos para temer que con su propio
lenguaje no lograra hacerse entender y convencer, trataba de persuadir y
hacer su pregunta en un lenguaje medio extra�o, pero m�s conocido de sus
oyentes. Ahora ya no hab�a nada que lo indujera a tal consideraci�n, ya no
se propon�a m�s que entenderse consigo mismo, meditar en acaecimientos y
filosofar en sonidos sobre la esencia del mundo; el resto de
intencionalidad se orientaba hacia las aprehensiones �ltimas. El que sea
digno de saber lo que ocurri� en �l en ese entonces, sobre qu� dialog�
consigo mismo en la sant�sima oscuridad de su alma � que pocos son dignos
de saberlo �, que escuche, mire y viva Trist�n e Iseo,
el opus metaphysicum por excelencia de todo arte, obra en
que est� fija la mirada desfalleciente de un moribundo, con su insaciable,
dulc�simo anhelo de los misterios de la noche y la muerte, lejos, pero muy
lejos de la vida que como lo malo, enga�oso y separador brilla con una
espantable, pavorosa, claridad matinal y crudeza; drama, por otra parte,
de muy austero rigor de la forma, arrebatador en su simple grandeza y s�lo
as� adecuado al misterio del que dice, al estar muerto en vida, al ser uno
en la dualidad. Mas hay algo a�n m�s maravilloso que esta obra: el artista
mismo que despu�s de ella supo crear en breve plazo una imagen c�smica de
car�cter totalmente diferente, los Maestros cantores de Nuremberg,
y ah� no para la cosa; en ambas obras, en cierto modo, no hizo m�s que
descansar y reponerse, para dar cima con pausada prisa al cu�druple
edificio ingente proyectado y comenzado con anterioridad: su obra de arte
bayreuthiana, el Anillo del Nibelungo, por espacio de
veinte a�os objeto de sus afanes. Quien sea capaz de comprobar con
extra�eza la vecindad del Trist�n y los Maestros
Cantores da as� a entender que en un punto esencial no ha
comprendido la vida y el modo de ser de todos los alemanes verdaderamente
grandes; no sabe sobre qu� base exclusiva puede prosperar esa serenidad
propiamente alemana de Lutero, Beethoven y Wagner que no es comprendida en
absoluto por los otros pueblos y que parece haber desertado de los pr�pios
alemanes de hoy d�a: esa mezcla gualda, sazonada de ingenuidad,
clarividencia de amor, contemplaci�n y picard�a, y servida por Wagner como
delicios�sima bebida a todos los que han sufrido intensamente de la vida y
se vuelven de nuevo hacia ella, como quien dice, con sonrisa de
convaleciente. Y conforme �l mismo adoptaba ante el mundo una actitud m�s
conciliadora, conoc�a menos frecuentemente momentos de rabia y asco y no
tanto retroced�a ante el poder, sino m�s bien renunciaba a �l con tristeza
y amor. A medida que iba adelantando as�, en la intimidad de la creaci�n
art�stica, su m�s grande obra, finiquitando partitura tras partitura,
ocurri� algo que le hizo prestar atenci�n: vinieron los amigos,
para anunciarle un movimiento subterr�neo de muchos �nimos: no era
a�n, por cierto, el �pueblo� el que se mov�a y ah� se anunciaba, mas acaso
el germen y la fuente primordial de una sociedad verdaderamente humana que
se consumar�a en alg�n futuro lejano; por lo pronto tan s�lo la garant�a
de que su magna obra podr�a un d�a ser encomendada a hombres devotos,
encargados y dignos de velar por este mas glorioso legado a la posteridad.
El amor de los amigos vino a prestar mayor brillo y calidez a los colores
del d�a de su vida; era compartida, en adelante, su m�s noble
preocupaci�n, la de dar cima a su obra y, por decirlo as�, encontrarle
albergue antes de que cayera la noche. Y entonces aconteci� algo que
Wagner no pudo menos que entender simb�licamente y que signific� para �l
un nuevo consuelo y una se�al de buen ag�ero. Lo conmovi� una gran guerra
de los alemanes, de los mismos alemanes que sab�a degenerados, enajenados
al elevado sentido alem�n que con la m�s l�cida conciencia hab�a escrutado
y comprobado en s� mismo y en los otros grandes alemanes de la historia;
vio que estos alemanes evidenciaban en una situaci�n tremenda dos
aut�nticas virtudes: una valent�a sencilla y cordura, y penetrado de
�ntimo gozo empez� a creer que, despu�s de todo, tal vez �l no era el
�ltimo alem�n y que un d�a se asociar�a a su obra un poder a�n m�s
portentoso que la fuerza devota, pero exigua, de los contados amigos, para
ese lapso dilatado que deb�a pasar en espera del porvenir que estaba
reservado a ella como obra de arte de este porvenir. Es posible que esa
creencia no siempre se salvara del embate de la vida, conforme trataba de
elevarse en lo particular a esperanzas inmediatas; en todo caso, sent�ase
Wagner poderosamente impulsado a tener conciencia de un elevado
deber a�n sin cumplir.
Su
obra no habr�a quedado concluida, acabada, si �l se hubiese limitado a
encomendarla a la posteridad como partitura muda; deb�a mostrar y ense�ar
p�blicamente lo m�s inescrutable, lo m�s reservado a �l, el estilo nuevo
para su exposici�n, para su representaci�n, a fin de dar el ejemplo que
nadie m�s que �l pod�a dar y as� fundar una tradici�n de estilo
que no estuviera escrita en caracteres sobre papel, sino grabada en
efectos sobre almas humanas. Hab�a llegado a ser esto para �l un deber
ineludible, tanto m�s cuanto que sus dem�s obras hab�an sufrido
entretanto, precisamente respecto al estilo de representaci�n, el m�s
escandaloso, el m�s absurdo destino: eran famosas, se las admiraba y se
las maltrataba, sin que nadie pareciera reaccionar contra este estado de
cosas. Pues, por extra�o que parezca, Wagner, en tanto que percatado de
qu� clase de hombres eran sus contempor�neos desechaba cada vez m�s
categ�ricamente la idea de lograr �xito entre ellos, renunciando a su
anhelo de poder, conquistaba ��xito� y �poder�; por lo menos, as� se lo
aseguraba todo el mundo. Por m�s que recalcara una y otra vez, y del modo
m�s terminante, lo equ�voco y aun mortificante de esos ��xitos�, se estaba
tan poco acostumbrado a ver discernir estrictamente a un artista respecto
a la naturaleza de sus efectos que no se cre�a plenamente ni en sus m�s
enf�ticas protestas. Una vez que hab�a comprendido la relaci�n existente
entre nuestra actual vida teatral, el �xito teatral como hoy d�a se lo
entiende y el car�cter del hombre de hoy, su alma no quer�a saber m�s nada
con este teatro. Ya no le interesaba el entusiasmo est�tico ni el j�bilo
de masas exaltadas; m�s a�n, no pod�a menos que ver con rabia c�mo su arte
era tragado sin discriminar por las fauces abiertas del aburrimiento
insaciable y del af�n de distraerse a toda costa. Que ah� todo efecto era,
por fuerza, superficial y puramente exterior; que ah� de hecho se trataba,
no tanto de dar de comer a un hambriento, sino m�s bien de hartar a un
voraz, lo infer�a Wagner en particular del siguiente fen�meno corriente:
todo el mundo, incluso los que interven�an en la ejecuci�n, tomaban su
arte como una m�sica esc�nica cualquiera, con arreglo al repugnante canon
del estilo de �pera; mas a�n, por obra de los habilidosos directores de
orquesta sus obras eran �acondicionadas� para la �pera, en tanto los
cantantes, por su parte, s�lo cre�an dominarlas previa extracci�n de su
contenido espiritual; y cuando se extremaba el celo, se atend�an las
directivas de Wagner con torpeza y con una especie de cohibici�n
melindrosa, m�s o menos como si se pretendiese representar el tumulto
nocturno en las calles de Nuremberg, tal como est� prescrito en el segundo
acto de los Maestros Cantores, mediante bailarines
artificiosamente dispuestos procedi�ndose en todo esto de aparente buena
fe, sin malas intenciones. Las tentativas esforzadas de Wagner encaminadas
a lograr, por la acci�n y el ejemplo, siquiera una representaci�n correcta
y completa e introducir a tal o cual cantante en el nuevo estilo de
actuaci�n esc�nica hab�an sido barridas una y otra vez por el fango de la
ligereza y la indolencia prevalecientes; adem�s, en cada oportunidad lo
obligaron a ocuparse de ese mismo teatro que en todas sus manifestaciones
hab�a llegado a repugnarle profundamente. Hasta Goethe hab�a perdido las
ganas de asistir a las representaciones de su Ifigenia.
�Sufro terriblemente�, dec�a en su excusa, �cuando tengo que pelear con
esos fantasmas que no aparecen tal como debieran aparecer�. Y eso que
aumentaba d�a tras d�a su ��xito� en ese teatro que se le hab�a hecho
insufrible; hasta el punto de que al final precisamente los grandes
teatros viv�an en su mayor parte de las ping�es ganancias que les
reportaba el arte wagneriano en su forma desnaturalizada de arte
oper�stico. La confusi�n determinada por esta creciente pasi�n del p�blico
teatral hac�a presa incluso en no pocos amigos de Wagner; ten�a �ste que
sufrir � �el gran sufriente! � lo peor, que era ver a sus amigos
embriagados de ��xitos� y de �triunfos� en los que su concepci�n �nica,
sublime, precisamente quedaba hecha trizas y repudiada. Casi parec�a que
un pueblo en muchos respectos serio y profundo se encaprichaba respecto de
su artista m�s serio en una fundamental frivolidad; como si precisamente
por esta raz�n debiera ensa�arse con �l todo lo que ten�a de vil, fr�volo,
torpe y malicioso la esencia alemana. Cuando, durante la guerra alemana,
parec�a apoderarse de las almas un movimiento m�s grande, m�s libre,
Wagner record� su deber de lealtad, que le ordenaba salvar siquiera su
obra cumbre de estos �xitos y agravios equ�vocos y establecerla en su
entra�able ritmo, como paradigma para todos los tiempos por venir. As�
ide� la concepci�n de Bayreuth. Como corolario ese
movimiento de las almas, le parec�a presenciar tambi�n el despertar de un
m�s acusado sentimiento del deber en aquellos a los que pensaba confiar su
m�s precioso bien. De esa correlaci�n de deberes surgi� el acontecimiento
que cual extra�o brillo de sol dora estos �ltimos a�os y los pr�ximos;
concebido para ventura de un futuro lejano, posible pero no demostrable;
para el presente y los hombres exclusivamente presentes poco m�s que un
enigma o algo abominable; para los pocos a quienes fue dable colaborar un
anticipado goce, una anticipada experiencia de suprema �ndole en virtud de
la cual se saben ellos, mucho m�s all� de su vida, dichosos, portadores de
dicha y fecundos; para el propio Wagner, un ensombreciniiento hecho de
apremio, preocupaci�n, reflexi�n y pena, un renovado desenfreno de los
elementos adversos, �mas todo ello eclipsado por la estrella de la
lealtad abnegada a esta luz transformado en inefable dicha!
Estar� de m�s decir que trasciende de esa vida el soplo de lo tr�gico. Y
el que en su propia alma pueda adivinar algo de esto, el que sepa siquiera
un poquito del apremio de un tr�gico enga�o sobre la finalidad de la vida,
del torcimiento y de la ruptura de las intenciones, del renunciamiento y
de la purificaci�n por amor, en lo que nos muestra ahora Wagner en la obra
de arte no puede por menos de intuir una evocaci�n enso�ada de la propia
existencia heroica del gran hombre. Sentiremos un poco como si Sigfrido
estuviese hablando de sus haza�as; por la m�s entra�able dicha de
recordaci�n campea la honda tristeza del verano que se va y la Naturaleza
toda est� ah� toda quietud, ba�ada en doradas claridades vespertinas.
9
Reflexionar sobre lo que es el artista Wagner y
pasar, contemplativo, junto al espect�culo de un poder y deber
verdaderamente soberanos: he aqu� lo que har� falta, para curar y
restablecerse, a quien haya reflexionado sobre la gestaci�n
del hombre Wagner y sufrido de ella. Si el arte no es, en
definitiva, sino la capacidad para comunicar a otros la propia vivencia,
si toda obra de arte que no sepa hacerse entender se contradice a s�
misma, la grandeza del artista Wagner ha de residir precisamente en esa
demon�aca comunicabilidad de su ser, el cual dij�rase que
habla de s� en todas las lenguas y destaca la vivencia �ntima,
personal�sima, con m�xima nitidez. Su aparici�n en la historia de las
artes semeja una erupci�n volc�nica del poder art�stico �ntegro, total, de
la Naturaleza misma, tras haberse acostumbrado la humanidad a la
particularizaci�n de las distintas artes como si jugase una regla. Se
puede, en consecuencia, dudar acerca del calificativo que aplicarle,
acerca de si corresponde llamarle poeta, pl�stico o m�sico, tomado cada
uno de estos t�rminos en una extraordinaria ampliaci�n de su acepci�n, o
ha de acu�arse para �l un t�rmino nuevo.
Lo
po�tico en Wagner se manifiesta en que piensa en t�rminos de
fen�menos visibles y tangibles, no de conceptos, vale decir, m�ticamente,
que es como siempre ha pensado el pueblo. El mito no se basa en una
concepci�n, como creen los hijos de una cultura que se ha vuelto
artificiosa; �l mismo es un concebir. Comunica una noci�n del mundo, mas
en una secuencia de aconteceres, de acciones y sufrimientos. El
Anillo del Nibelungo es un formidable sistema de concepci�n
sin la forma conceptual de la concepci�n. Tal vez un fil�sofo podr�a, por
su parte, ofrecer algo del todo an�logo que careciera por completo de
imagen y acci�n y nos hablara exclusivamente en t�rminos de conceptos; se
tendr�a entonces la misma cosa representada en dos esferas antit�ticas, de
un lado para el pueblo y del otro, para el polo opuesto del pueblo: el
hombre teor�tico. No es, pues, a �ste a quien se dirige Wagner, pues el
hombre teor�tico de lo propiamente po�tico, del mito, entiende tan poco
como el sordo de la m�sica; es decir, uno y otro ven un movimiento que se
les antoja absurdo. Desde ninguna de esas dos esferas antit�ticas se puede
mirar dentro de la otra; mientras se experimenta el influjo del poeta, se
piensa a la par de �l, como si se fuese un ser que exclusivamente siente,
ve y oye; las conclusiones que se sacan son las conexiones de los
aconteceres vistos, quiere esto decir que son causalidades efectivas, y no
l�gicas.
Al
tener que expresarse los h�roes y dioses de dramas m�ticos tales como los
elabora Wagner tambi�n por medio de la palabra, es evidente el peligro de
que este lenguaje basado en palabras
despierte en nosotros al hombre teor�tico y, as�, nos traslade a otra
esfera no m�tica: as� que, en definitiva, a ra�z de la palabra, lejos de
haber comprendido m�s claramente algo que acontec�a ante nosotros, no
habr�amos comprendido nada. Por eso Wagner retrajo el lenguaje a un estado
primitivo donde a�n no piensa apenas en t�rminos de conceptos, donde �l
mismo a�n es poes�a, imagen y sentimiento. La intrepidez con que Wagner se
aboc� a esta aterradora tarea demuestra cu�n desp�ticamente era guiado por
el esp�ritu de la poes�a, como uno que no tiene m�s remedio que seguir,
donde quiera que lo conduzca su gu�a fantasmal. Se deb�a poder cantar cada
palabra de estos dramas, y la deb�an pronunciar dioses y h�roes: tal era
la exigencia tremenda que Wagner formulaba a su imaginaci�n ling��stica.
Cualquier otro se hubiera arredrado ante tama�a empresa; pues nuestro
idioma casi parece demasiado viejo y devastado como para exigirle lo que
exig�a Wagner; sin embargo, al golpear �l la roca brot� un caudaloso
manantial. Precisamente Wagner, por amar m�s a este idioma y exigirle m�s,
tambi�n sufr�a m�s que ning�n otro alem�n de su degeneraci�n y
debilitamiento, esto es, de las m�ltiples p�rdidas y mutilaciones de
formas, el torpe r�gimen de part�culas de nuestra sintaxis, los verbos
auxiliares que no se prestan para ser cantados: fen�menos todos que han
deteriorado el idioma como consecuencia de vicios y descuidos. En cambio
sent�a con profundo orgullo la originalidad e inagotabilidad que todav�a
conserva nuestra lengua, la potencia sonora de sus ra�ces, en las cuales,
en contraposici�n a las lenguas muy derivadas, artificiosamente ret�ricas
de los pueblos rom�nicos, adivinaba una maravillosa tendencia y
preparaci�n para la m�sica, para la verdadera m�sica. Campea por las obras
de Wagner un deleite del idioma alem�n, una cordialidad y franqueza en el
trato con que no es dable sentir en los escritos de ning�n otro alem�n,
excepci�n hecha de Goethe. Tangibilidad de la expresi�n, una concentraci�n
osada, poder y variaci�n r�tmica, una singular riqueza de palabras
vigorosas y eminentes, simplificaci�n de la construcci�n de las frases,
una inventiva punto menos que �nica en el lenguaje del sentimiento
vigoroso y de la intuici�n, un aire popular y sentencioso que por veces
brotan en cabal pureza, tales ser�an las cualidades a consignar, y
faltar�a agregar la cualidad m�s portentosa, la m�s admirable. El que lea
una a continuaci�n de la otra las dos obras Trist�n e
Iseo y Los Maestros Cantores experimentar�
respecto del lenguaje la misma sorpresa y duda que con referencia a la
m�sica: �c�mo fue posible se�orear como creador dos mundos tan distintos
en forma, colorido y estructura no menos que en alma? He aqu� el m�ximo
portento del talento wagneriano, un rasgo privativo del gran maestro:
plasmar para cada obra un lenguaje propio y dotar la nueva interioridad
tambi�n de un cuerpo nuevo, de un sonido nuevo. Ante la manifestaci�n de
tan rar�simo poder, siempre ser� mezquina y est�ril la censura referida a
tales o cuales petulancias y extravagancias, o bien a las � m�s frecuentes
� oscuridades de expresi�n y encubrimientos de la idea. Por otra parte, a
los que m�s acerbamente han censurado lo que en definitiva les resultaba
chocante e inaudito no era el lenguaje, sino el alma, todo el modo de
sentir y de sufrir. Cuando esos cr�ticos mismos tengan un alma diferente,
hablar�n, a su vez, un lenguaje diferente; y creo que entonces la lengua
alemana, en su conjunto, se hallar� en mejor situaci�n que ahora.
Ante
todo, nadie, al reflexionar sobre Wagner en calidad de poeta y art�fice de
la lengua, debe olvidar que ninguno de los dramas wagnerianos est� hecho
para la lectura y que en consecuencia no corresponde formularles las
mismas exigencias que al drama hablado. Este �ltimo pretende obrar sobre
el sentimiento �nicamente por medio de conceptos y palabras, y con este
prop�sito est� sujeto a las leyes de la ret�rica. Mas la pasi�n vital rara
vez est� elocuente; en el drama hablado tiene que estarlo para
coniunicarse. Cuando el lenguaje de un pueblo se halla ya en un estado de
decadencia y desgaste, el autor del drama hablado est� tentado a retocar y
reformar en forma desusada el lenguaje y el pensamiento; pretende elevar
el lenguaje, para que �ste exprese otra vez el sentimiento elevado; y,
as�, corre peligro de no ser entendido del todo. Asimismo, mediante
elevadas sentencias y ocurrencias trata de comunicar a la pasi�n cierta
altura, lo cual lo expone a otro peligro: el de aparecer falaz y
artificioso. Pues la verdadera pasi�n vital no habla en t�rminos de
sentencias y la pasi�n po�tica lleva f�cilmente a dudar de su sinceridad
al discrepar esencialmente de esta realidad. En cambio Wagner, el primero
en percatarse de las fallas inherentes al drama hablado, da todo acontecer
dram�tico en triple expresi�n; por medio de la palabra, el adem�n y la
m�sica; la m�sica transfiere en forma inmediata los impulsos b�sicos de
los actores del drama a las almas de los oyentes, los que perciben
entonces en los ademanes de dichos actores la primera expresi�n de esos
procesos ps�quicos y en el lenguaje de las palabras otra manifestaci�n m�s
d�bil de los mismos, traducida a la m�s consciente volici�n. Todos estos
efectos son simult�neos, sin estorbarse en absoluto unos a otros,
obligando al que asiste a la representaci�n de tal drama a aprehensi�n y
compenetraci�n totalmente nuevas, como si de pronto sus sentidos se
hubiesen espiritualizado y su esp�ritu se hubiese sensualizado, y como si
todo lo que ans�a salirse del hombre y anhela conocimiento se hallase
ahora, en un j�bilo de conocer, libre y venturoso. Puesto que todo
acontecer del drama wagneriano se comunica al espectador con m�xima
inteligibilidad, iluminado e inervado por dentro por la m�sica, su autor
pod�a prescindir de todos los recursos que necesita el autor del drama
hablado para prestar color y vibraci�n interior a sus aconteceres. Todo el
presupuesto del drama pod�a ser m�s simple, el sentido r�tmico del
arquitecto pod�a otra vez osar expresarse en las grandes proporciones de
conjunto del edificio; pues faltaba ahora todo motivo para esa complejidad
intencional y multiplicidad desconcertante de estilo arquitect�nico
mediante las cuales el autor del drama hablado trata de suscitar en favor
de su obra el sentimiento de extra�eza y de inter�s concentrado, para
entonces acrecentarlo hasta transformarlo en sentimiento de maravilla
gozosa. La impresi�n de lejan�a y altura idealizantes no hac�a falta
crearla apelando a trucos. El lenguaje se retiraba de la amplitud ret�rica
a lo ce�ido y vigoroso de un hablar cargado de sentimiento; y a pesar de
que el actor hablaba mucho menos que antes de lo que hac�a y sent�a en el
teatro hablado, procesos interiores que hasta entonces el miedo de los
autores del drama hablado a lo presuntamente antidram�tico hab�a mantenido
alejados de la escena forzaban al oyente a una participaci�n apasionada
del acontecer esc�nico, en tanto el lenguaje de ademanes acompa�ante pod�a
ce�irse a delicad�sima modulaci�n. Ahora bien, la pasi�n cantada tiene
desde luego una duraci�n algo mayor que la hablada; la m�sica, en cierto
modo, estira el sentimiento, de lo cual resulta, en un plano general, que
el actor que al mismo tiempo es cantante debe superar la excesiva
vehemencia antipl�stica del adem�n de la cual adolece la representaci�n
del drama hablado. Tiende, por fuerza, al ennoblecimiento del adem�n,
tanto m�s cuanto que la m�sica ha sumergido su sentimiento en un ba�o de
�ter m�s puro y as�, involuntariamente, lo ha aproximado a la belleza.
Las
tareas extraordinarias que Wagner ha puesto a los actores-cantantes
encender�n entre �stos durante generaciones por venir una rivalidad por
representar al fin la estampa de cada personaje wagneriano con el m�ximo
de expresi�n tangible y perfecci�n; tangibilidad consumada que ya est�
preformada en la m�sica del drama. Siguiendo a este gu�a, el ojo del
artista pl�stico terminar� por ver las maravillas de un nuevo mundo
visual, percibidas antes que por �l, por vez primera, por el creador de
obras tales como el Anillo del Nibelungo en calidad
de art�fice de m�xima categor�a que al modo de Esquilo da la pauta para un
arte por venir. No ha de despertar el mismo celo grandes talentos cuando
el arte del pl�stico compara su efecto con el de una m�sica como es la
wagneriana: donde campea una felicidad pur�sima, luminosa, as� que
oy�ndola se siente que casi toda m�sica anterior hubiese empleado un
lenguaje epid�rmico, inhibido, trabado; que con ella se hubiese pretendido
jugar ante hombres que no eran dignos de la seriedad, o que se hubiese de
ense�ar y demostrar con ella ante hombres que no son dignos siquiera del
juego. Por obra de esa m�sica anterior irrumpe en nosotros tan s�lo por
breves horas esa felicidad que sentimos siempre al escuchar m�sica
wagneriana; parecen raros instantes de olvido que, por decirlo as�, la
asaltan cuando habla consigo misma y alza la mirada hacia lo alto, como la
Santa Cecilia de Rafael, apart�ndola de los oyentes que le piden
esparcimiento, diversi�n o erudici�n.
Del
m�sico Wagner cabr�a decir, en t�rminos generales, que ha
conferido un lenguaje a todo aquello en la Naturaleza que hasta entonces
no quer�a hablar; no tiene entendido que debe haber nada mudo. Se adentra
tambi�n en la aurora, el bosque, la niebla, el abismo, la cima, la
lobreguez nocturna y el claro de luna, descubri�ndoles un secreto anhelo:
ellos tambi�n quieren manifestarse en sonidos. Si el fil�sofo dice: una
�nica voluntad ans�a existencia tanto en la Naturaleza animada como en la
inanimada, el m�sico agrega: y esta voluntad anhela en todos los grados
una existencia manifestada en sonidos.
La
m�sica anterior a Wagner, tomada en su conjunto, mov�ase dentro de l�mites
estrechos; se refer�a a estados estables del hombre, a lo que los griegos
llamaban ethos, y s�lo con Beethoven hab�a empezado a encontrar el
lenguaje del pathos, del querer apasionado, de los
procesos dram�ticos que tienen por escenario el alma humana. Antes, un
clima emocional, un estado de �nimo sereno o alegre o fervoroso o contrito
deb�a manifestarse por conducto de los sonidos; por una cierta identidad
relevante de la forma y una duraci�n prolongada de esta identidad se
entend�a llevar al oyente a interpretar esta m�sica y sumirlo por �ltimo
en el mismo estado. Tales cuadros de climas emocionales y estados de �nimo
hab�an menester formas espec�ficas; otras se les iban incorporando por
fuerza de costumbre. La duraci�n estaba librada al criterio cauteloso del
respectivo m�sico, quien deseaba llevar al oyente a un estado de �nimo
determinado, s�, pero sin llegar a aburrirlo por una duraci�n excesiva del
mismo. Se dio un paso m�s al representar sucesivamente los cuadros de
estados de �nimo opuestos y descubrir el encanto del contraste, y otro
paso m�s al englobar en una misma pieza musical una ant�tesis del
ethos, por ejemplo por la oposici�n entre un tema masculino
y otro femenino. Se trata sin excepci�n de grados toscos y primitivos de
la m�sica. El temor de las pasiones dicta leyes, y el temor del
aburrimiento, otras leyes; cualquier profundizaci�n y exceso del
sentimiento ten�ase por �incompatible con la �tica�. Mas tras haber
representado el arte del etlios los mismos estados corrientes en infinita
repetici�n, no obstante la prodigios�sima inventiva de sus maestros,
termin� por caer en el agotamiento. Fue Beethoven el primero en prestar a
la m�sica un lenguaje nuevo, el hasta entonces prohibido de la pasi�n; mas
toda vez que su arte ten�a que desarrollarse de las leyes y convenciones
del arte del ethos y, en cierto modo, tratar de justificarse
ante el mismo, su evoluci�n art�stica comportaba una singular dificultad y
confusi�n. Un proceso ps�quico dram�tico � que toda pasi�n se caracteriza
por una trayectoria dram�tica � estaba empe�ado en alcanzar una forma
nueva, pero el esquema convencional de la m�sica dada a pintar estados de
�nimo se opon�a, y era casi un oponerse en nombre de la moralidad a la
expansi�n de la inmoralidad. Parece por momentos que Beethoven se hubiera
fijado la tarea contradictoria de dar expresi�n al pathos por los
medios del ethos. Mas respecto de sus m�s grandes y
tard�as obras no basta con esta noci�n. Para reproducir la magna curva de
una pasi�n encontr� �l efectivamente un medio nuevo: entresacaba y suger�a
con m�xima determinaci�n puntos aislados de su trayectoria, para que por
conducto de ellos el oyente adivinara toda la l�nea.
Exteriormente considerada, la nueva forma aparec�a como la combinaci�n de
varias partituras, cada una de las cuales representaba en apariencia un
estado estable, en realidad empero un instante de la trayectoria dram�tica
de la pasi�n. Al oyente pod�a parecerle escuchar la antigua m�sica del
estado de �nimo, s�lo que la relaci�n de las distintas partes entre s� se
le hab�a hecho ininteligible y ya no pod�a ser interpretada de acuerdo con
el canon del contraste. Los m�sicos de segundo orden llegaban hasta a
descuidar el postulado de estructuraci�n del conjunto; el orden de
sucesi�n de las partes en sus obras se hac�a arbitrario. La invenci�n de
la grande forma de la pasi�n llevaba a ra�z de un malentendido de vuelta a
la partitura aislada, con cualquier contenido, cesando por completo la
tensi�n entre las distintas partes. De ah� que la sinfon�a postbeethoviana
sea una cosa singularmente imprecisa, sobre todo cuando en el detalle
balbucea todav�a el lenguaje del pathos a lo Beethoven. Los
medios no cuadran con el prop�sito, y el prop�sito en su conjunto no llega
a perfilarse claramente ante el oyente, puesto que tampoco se ha perfilado
con claridad en la mente del respectivo compositor. Sin embargo,
precisamente el postulado de decir algo del todo determinado, y decirlo
con la m�xima distinci�n es tanto m�s imperioso cuanto m�s dif�cil y
pretencioso es el g�nero.
Por
eso Wagner concentr� sus energ�as en un esfuerzo tendiente a encontrar
todos los medios que sirven para los fines de la distinci�n;
para ello, deb�a ante todo emanciparse de todas las inhibiciones y
pretensiones de la antigua m�sica dada a pintar estados de �nimo y prestar
a su m�sica, al proceso del sentimiento y de la pasi�n transpuesto en
sonidos, un lenguaje del todo inequ�voco. Considerando suis resultados,
nos parece que en el dominio de la m�sica ha hecho lo que en el de la
pl�stica hizo el inventor del grupo aislado del contorno. Toda m�sica
anterior aparece en comparaci�n con la wagneriana r�gida o inhibida, como
si no se la debiese mirar desde todos lados y tuviese verg�enza. Wagner
aborda todo grado y matiz del sentimiento con m�xima firmeza y
determinaci�n; toma en la mano el m�s delicado, el m�s apartado, el m�s
leve impulso, sin temor de que se le escurra, y lo tiene en la mano como
algo endurecido y solidificado, aunque todo el mundo lo tenga por una
mariposa inaccesible. Su m�sica es nunca indefinida, vigorosa; todo lo que
habla por conducto de ella, ya sea Hombre o Naturaleza, tiene una pasi�n
estrictamente particularizada: la Tempestad y el Fuego cobran en su obra
un irresistible poder de voluntad personal. Por encima de todos los
individuos sonantes y la pugna de sus pasiones, por encima de toda la
vor�gine de contrastes, flota con suprema cordura una dominante raz�n
sinf�nica que de la guerra alumbra constantemente la concordia; la m�sica
de Wagner, tomada en su conjunto, es una imagen del Universo tal como lo
entendi� el gran fil�sofo de �feso, a saber: como armon�a que la discordia
genera de su propio seno, como unidad de justicia y antagonismo. Ya admiro
la posibilidad de calcular sobre la base de una pluralidad de pasiones
divergentes la grande l�nea de una pasi�n global. Que tal cosa es posible,
lo veo demostrado por cada acto de drama wagneriano, el cual narra
paralelamente la historia particular de distintos individuos y una
historia global de todos ellos. Desde un principio sentimos que estamos
ante corrientes individuales antag�nicas, mas tambi�n ante un torrente
superior a todas ellas que se mueve en una sola direcci�n. Este torrente
al principio se precipita tumultuosamente por sobre rocas ocultas, por
momentos parece que las aguas estuvieran por dividirse y volcarse en
distintas direcciones. Mas poco a poco advertimos que el interior
movimiento global se ha hecho m�s potente, arrollador; la inquietud
turbulenta ha cedido el paso a la quietud de un movimiento vasto y
pavoroso hacia una meta a�n ignota; y finalmente el torrente de pronto se
despe�a a todo su ancho, con un demon�aco deleite del abismo y el oleaje.
Nunca Wagner es m�s Wagner que cuando las dificultades se decuplican y
puede desenvolverse en m�xima escala con gozo de legislador. Sujetar
turbulentas masas antag�nicas a ritmos simples, realizar a trav�s de una
pl�tora desconcertante de pretensiones y apetencias una �nica voluntad,
tales son las tareas para las que se siente nacido, en las que siente su
libertad soberana. Nunca se sofoca, nunca llega jadeante a la meta. Ha
tendido a imponerse a s� mismo las m�s arduas leyes, con el mismo af�n con
qu� otros tratan de aligerar su carga; la vida y el arte lo agobian si no
puede jugar con sus problemas m�s dif�ciles. Consid�rese la relaci�n
existente entre la melod�a cantada y la melod�a del hablar no cantado;
c�mo Wagner toma intensidad, registro y ritmo del hablar apasionado como
el modelo natural que le toca transformar en arte; consid�rese por otra
parte la integraci�n de tal pasi�n cantante en el contexto sinf�nico de la
m�sica, para llegar a conocer, as�, una maravilla de dificultades
superadas: la inventiva puesta en juego por Wagner en lo grande y en el
pormenor, la omnipotencia de su esp�ritu y de su diligencia, es tal que
ante una partitura wagneriana se tiene la sensaci�n de que antes de �l no
hubiera habido, realmente, trabajo y esfuerzo. Parecer�a que tambi�n con
respecto a la penuria del arte Wagner bien pudo decir que la virtud
propiamente dicha del dram�tico consist�a en la ajenaci�n de su propio
ser; pero es probable que contestar�a: no hay m�s que una penuria: la del
hombre que a�n no se ha emancipado; la virtud y el bien son cosa f�cil.
Considerado en su aspecto total de artista, Wagner � para recordar un tipo
conocido � se parece a Dem�stenes: en la terrible
seriedad con que va hacia las cosas y en el poder de asimiento: su mano
prende, y al instante se cierra sobre lo habido como si fuese de bronce.
Como aqu�l, escamotea su arte y hace que las gentes lo olviden
oblig�ndolas a pensar en la cosa; y sin embargo, al igual de �l, es el
�ltimo y supremo de toda una serie de portentosos genios de arte y por
ende tiene m�s cosas que ocultar que los primeros de la serie: su arte
obra como Naturaleza, como Naturaleza restaurada, rescatada. No tiene nada
de epide�ctico, a diferencia de todos los m�sicos anteriores, que
ocasionalmente juegan tambi�n con su arte y alardean. Ante la obra de arte
wagneriana no se piensa ni en lo interesante ni en lo deleitoso, ni
tampoco en Wagner mismo; no se piensa en el arte, en fin; si�ntese �nica y
exclusivamente lo forzoso. Nunca nadie tendr� una
noci�n cabal del rigor y denuedo de voluntad, de la superaci�n de s�
mismo, que hubo menester en los d�as de su gestaci�n para por �ltimo, en
los d�as de madurez, hacer en cada instante de la creaci�n, con alborozada
desenvoltura, lo forzoso. Basta con sentir, en tal o cual caso, c�mo su
m�sica se subordina con una cierta crueldad de decisi�n a la marcha del
drama que es inexorable como el destino, en tanto el alma ardiente de este
arte ans�a recorrer sin trabas los �mbitos libres.
10
Un
artista que tiene tal poder sobre s� mismo domina, aun sin propon�rselo, a
todos los dem�s artistas. Para �l solo, por otra parte, los dominados, sus
amigos y adeptos, no significan un peligro, una traba, en tanto que los
caracteres inferiores, porque tratan de apoyarse en sus amigos, suelen
perder a causa de ellos su libertad. Es maravilloso ver c�mo Wagner ha
eludido durante toda su vida cualquier bander�a; mas lo cierto es que cada
etapa de su arte dio origen a un c�rculo de adeptos, constituido
aparentemente para retenerlo en ella. �l pasaba por entre ellos y no se
dejaba atar; por otra parte, su camino era demasiado largo como para que
individuo alguno pudiera recorrerlo a su lado desde un principio, y tan
ins�lito y empinado que incluso el m�s leal de los adeptos terminar�a por
desfallecer. En casi todos los per�odos de la vida de Wagner sus amigos
hubieran querido dogmatizarlo: y sus enemigos tambi�n, claro que por otras
razones. Si la pureza de su car�cter art�stico hubiese sido siquiera un
grado menos acusada, pudo haber llegado mucho antes a ser el �rbitro de la
vida art�stica y musical del presente. Lo ha llegado a ser ahora, al fin,
mas en el sentido mucho m�s elevado de que todo acontecer, en cualquier
terreno del arte, se siente involuntariamente como citado a comparecer
ante el tribunal de su arte y de su car�cter art�stico. Ha avasallado
Wagner a los m�s recalcitrantes; ya no hay ning�n m�sico talentoso que no
le preste o�dos interiormente y lo repute m�s digno de ser escuchado que a
s� mismo y toda la m�sica restante. Los hay, s�, que empe�ados en
destacarse con rasgos personales forcejean con este impulso interior que
los domina: con meticuloso af�n se confinan a la �rbita de los maestros de
anta�o y antes que a Wagner prefieren arrimar su �independencia� a
Schubert o a Haendel. �En vano! Al resistirse a la aut�ntica voz de su
conciencia, ellos se rebajan y empeque�ecen a s� mismos como artistas y
arruinan su car�cter por tener que tolerar malos aliados y amigos; y a
pesar de todos estos sacrificios ocurre, acaso en sue�os, que prestan
atenci�n a Wagner. Estos adversarios son gente digna de compasi�n; creen
perder mucho si se pierden a s� mismos, pero est�n muy equivocados.
Por
cierto que a Wagner no le importa mayormente que en adelante los m�sicos
cultiven la composici�n wagneriana, ni que cultiven la composici�n, en
fin; m�s a�n, hace lo posible por destruir la fatal creencia de que �l ha
de ser el punto de partida de una escuela de compositores. En la medida en
que ejerce una influencia inmediata sobre los m�sicos, trata de
instruirlos en el arte de la grande exposici�n. Considera que en la
evoluci�n del arte ha llegado un momento en que la buena voluntad de
llegar a ser un maestro capaz de la representaci�n y pr�ctica es mucho m�s
valiosa que el prurito de �creaci�n� personal. Pues en el nivel ahora
alcanzado por el arte, esta creaci�n trae aparejado el resultado fatal de
vulgarizar lo verdaderamente grande en sus efectos, al multiplicarlo en la
medida de las capacidades y gastar por el uso corriente los medios y
recursos del genio. Hasta lo bueno en el arte es superficial y nocivo si
se ha originado en la imitaci�n de lo mejor. Los fines y los medios
wagnerianos est�n inseparablemente ligados entre s�; no se requiere m�s
que sinceridad art�stica para sentir esto, y es una falta de sinceridad
copiar sus medios y usarlos para fines muy diferentes, m�s mezquinos.
Si Wagner reh�sa, pues, perdurar en una falange de m�sicos dedicados a la
composici�n wagneriana, es tanto m�s categ�rico en fijar a todos los
talentos la tarea nueva de encontrar en colaboraci�n con �l las leyes
de estilo para la exposici�n dram�tica. La m�s �ntima necesidad lo
impulsa a fundar para su arte una tradici�n de estilo en virtud de
la cual su obra pueda perdurar a trav�s de los tiempos en cabal pureza,
hasta que alcance ese porvenir para el cual ha sido
predestinada por su creador.
Lo caracteriza a Wagner un insaciable af�n de comunicar todo lo atingente
a esa fundaci�n de estilo y, as�, a la perduraci�n de su arte. Hacer de su
obra, para hablar a manera de Schopenhauer, como depositum
sagrado y verdadero fruto de su existencia, el patrimonio de la humanidad;
salvaguardarla para una posteridad de criterio m�s atinado: he aqu� lo que
lleg� a ser para �l el fin superior a todos los restantes fines
y por el cual lleva la corona de espinas que un d�a ha de transformarse en
laurel; concentr�ronse sus afanes en la salvaguardia de su obra con la
misma determinaci�n con que el insecto, en su forma definitiva, cuida de
la seguridad de sus huevos y de la cr�a que no ver� jam�s: deposita los
huevos all� donde, seg�n sabe a ciencia cierta, su cr�a habr� de hallar
vida y alimento, y muere tranquilo.
Este
fin superior a todos los restantes fines lo impulsa a cada vez nuevas
invenciones; las extrae en creciente n�mero de la fuente inagotable de su
demon�aca comunicabilidad, conforme se da plena cuenta de que est�
luchando contra la �poca m�s recalcitrante que no tiene ni pizca de buena
voluntad de escuchar. Mas poco a poco hasta esta �poca empieza a ceder a
sus tentativas incansables, a su embate d�ctil y prestar o�dos. Donde
quiera que se insinuara una oportunidad, ya fuera peque�a o grande, de
explicar sus nociones por un ejemplo, Wagner estaba dispuesto a
aprovecharla; las asimilaba a las circunstancias respectivas y les daba
expresi�n aun en la modalidad m�s pobre. Alma medianamente receptiva que
se le abr�a era alma en la que echaba su semilla. Alienta esperanzas all�
donde el observador fr�o se encoge de hombros; se enga�a a s� mismo cien
veces, para tener por una vez raz�n frente a ese observador. As� como el
sabio en definitiva trata con hombres de carne y hueso s�lo en la medida
en que por conducto de ellos sepa acrecentar el tesoro de sus propios
conocimientos, casi parece que el artista ya no puede tener tratos con los
hombres de su �poca sino en la medida en que le permitan promover la
perduraci�n de su arte: no puede ser amado m�s que amando esta
perduraci�n. y an�logamente a un solo tipo de odio dirigido a �l: ese que
pretende destruirle los puentes tendidos hacia aquel porvenir de su arte.
Los disc�pulos que Wagner educaba en el sentido de su propio arte, los
m�sicos y actores individuales a los que hac�a una sugesti�n o ense�aba un
adem�n, las grandes y pequenas orquestas a cuyo frente actuaba, las
ciudades que lo ve�an consagrado a su labor, los pr�ncipes y las mujeres
que entre sobrecogidos y entusiastas participaban de sus planes, los
distintos pa�ses europeos a los que pertenec�a temporariamente como juez y
mala conciencia de sus artes, todo se iba convirtiendo poco a poco en eco
de su pensamiento, de su insaciable af�n de futura fecundidad. Si bien
este eco con frecuencia llegaba hasta �l torcido y desfigurado, a la
incontenible pujanza del sonido potente que por cien v�as distintas
lanzaba en el mundo no pod�a menos que corresponder, por �ltimo, una
resonancia pujante; y pronto ya no ser� posible dejar de escucharlo,
escucharlo mal. Desde la hora presente esta resonancia hace estremecer los
centros de arte de los hombres modernos; cada vez que el soplo de su
esp�ritu ha barrido esos jardines, se ha movido cuanto hab�a en ellos de
ajado y picado; y a�n m�s elocuente que este estremecimiento es una
incertidumbre que por doquier se despista: ya nadie puede prever d�nde se
manifestar� de improviso el influjo de Wagner. Es para �ste de todo punto
imposible considerar la salud del arte al margen de cualquier otra salud y
calamidad; donde quiera que entra�e peligros el esp�ritu moderno, percibe
�l con el ojo del recelo alerta tambi�n el peligro del arte. Desarma
mentalmente el edificio de nuestra civilizaci�n, sin que escape a su
atenci�n ning�n elemento carcomido, ninguna pieza mal ajustada. All� donde
encuentra muros s�lidos y, en un plano general, cimientos durables, trata
en seguida de hallar manera de procurarse reductos y techos protectores
para su arte. Vive como un fugitivo ansioso, no de poner a salvo su propia
persona, sino de salvaguardar un secreto, como una mujer desgraciada que
quiere salvar la vida de la criatura que est� por dar a luz, no la suya
propia; vive, como Siglinda, �por el amor�.
Pues
por cierto que es vida cuajada de m�ltiple agon�a y bochorno eso de
dirigirse a un mundo sin estar incorporado a el, de formularle exigencias,
despreciarlo y, sin embargo, no poder pasarse sin �l � �es el apremio
propiamente dicho del artista del porvenir! � el que a diferencia del
fil�sofo no puede retirarse a alg�n oscuro rinc�n para ir por s� en pos
del conocimiento, pues necesita de almas humanas como instancias
mediadoras para el porvenir, de instituciones p�blicas como garant�a del
mismo, como puentes tendidos entre el presente y el futuro. Su arte
consiste en no embarcarse en la nave de la anotaci�n, como puede el
fil�sofo; el arte ha de ser trasmitido por hombres capaces,
y no por letras y notas. Sobre trechos enteros de la vida de Wagner se
percibe el acento del temor de no llegar m�s hasta estos hombres capaces y
tener que limitarse, en vez del ejemplo palpitante, a la insinuaci�n por
escrito, y en lugar de la realizaci�n que sirva de modelo, a mostrar un
palid�simo reflejo de la realizaci�n a hombres que son lectores de libros,
lo que en definitiva quiere decir que no son artistas.
El
escritor Wagner denota el apremio de un hombre valiente a
quien ha sido destrozada la mano derecha y que pelea con la izquierda:
cuando escribe es un hombre doliente porque una necesidad temporariamente
insuperable lo tenga despojado de la comunicaci�n adecuada a su manera, es
decir, configurada en luminoso y triunfante ejemplo. Sus escritos no
tienen nada de can�nico, riguroso; el canon est� en las obras. Son
tentativas de comprender el instinto que lo impuls� a sus obras y, por
decirlo as�, de mirarse a los ojos a s� mismo; espera �l que cuando haya
logrado transformar su instinto en conocimiento, se opere en las almas de
sus lectores el proceso inverso: esta perspectiva es lo que lo lleva a
empu�ar la pluma. De resultar que en este respecto ha acometido una cosa
imposible, simplemente compartir�a la suerte de todos los que han meditado
sobre el arte, mas aventajando a la mayor�a de ellos en que en �l se
alojaba un prodigios�simo instinto total de arte. Yo no conozco ning�n
escrito sobre est�tica tan revelador como los de Wagner; por ellos puede
saberse todo lo que cabe saber sobre la g�nesis de la obra de arte. Uno de
los m�s grandes depone ah� como testigo y perfecciona, emancipa, aclara y
define cada vez m�s su testimonio a lo largo de muchos a�os; incluso
cuando en tanto que cognoscente da un traspie, saltan chispas. Escritos
tales como Beethoven, El director de orquesta,
Sobre los actores y los cantantes y Estado y
religi�n anulan todo deseo de objeci�n e imponen una silenciosa
contemplaci�n entra�able, fervorosa, tal como corresponde cuando se abren
preciados relicarios. Otros, sobre todo los correspondientes a los tiempos
tempranos, �pera y drama inclusive, excitan y perturban; hay
en ellos irregularidad del ritmo, as� que como prosa resultan
desconcertantes. La dial�ctica est� en ellos m�ltiplemente quebrada, la
marcha es retardada, antes que acelerada, por saltos del sentimiento; un
como fastidio del autor se proyecta sobre ellos cual una sombra, como si
el artista se avergonzase de la demostraci�n conceptual. Lo que acaso m�s
confunde al no del todo familiarizado es una expresi�n de dignidad
autoritaria propia de Wagner y dif�cil de describir; tengo la impresi�n de
que Wagner frecuentemente hablase como ante enemigos � que
todos esos escritos est�n redactados en estilo hablado, no en estilo
escrito, y se los encontrar� mucho m�s inteligibles cuando se los oiga
le�dos por uno que sabe leer bien � ante enemigos con los que no quiere
tener trato familiar, mostr�ndose por consiguiente reservado, distante.
Mas no pocas veces la pasi�n arrebatadora de su sentimiento asoma por
entre esos pliegues intencionales; entonces, desaparece el per�odo
artificioso, pesado y cuajado de adverbios y se le escapan frases y
p�ginas enteras que figuran entre lo m�s hermoso de la prosa alemana. M�s
a�n suponiendo que en tales partes de sus escritos hablara �l a amigos, no
sintiendo ya como si el fantasma de su adversario estuviese plantado a sus
espaldas, todos los amigos y enemigos con que en cuanto escritor tiene
trato, tienen de com�n un rasgo que los diferencia radicalmente de ese
�pueblo� para el que crea en cuanto artista. Por el refinamiento y la
esterilidad de su ilustraci�n son del todo antipopulares,
y quien quiera hacerse entender por ellos tiene que hablar en forma
antipopular, como han hecho nuestros mejores prosistas, y como hace
tambi�n Wagner. �Imag�nese bajo qu� apremio! Mas el poder de ese instinto
sol�cito y previsor, dij�rase maternal, por el cual hace �l cualquier
sacrificio, lo retrae a la �rbita de los eruditos y de la gente culta que
ha repudiado en cuanto creador; se somete al lenguaje de la ilustraci�n y
a todas sus leyes de comunicaci�n, a pesar de haber sido el primero en
sentir la radical deficiencia de esta comunicaci�n.
Pues
si algo diferencia su arte de todo arte de estos �ltimos tiempos, este
algo es la circunstancia de que su lenguaje no es va el de la cultura de
una casta y, en fin, no conoce la oposici�n entre gente culta y gente
inculta. Se contrapone, as�, a toda la cultura del Renacimiento, que hasta
ahora nos hab�a envuelto a los hombres modernos en su luz y su sombra. Al
llevarnos por momentos m�s all� de ella, el arte de Wagner, nos pone en
condiciones de percatamos de su car�cter parejo. Entonces, Goethe y
Leopardi se presentan ante nosotros como los �ltimos grandes exponentes
tard�os de la estirpe de fil�logos-poetas italianos: el Fausto, como la
representaci�n de la adivinanza m�s antipopular que se han propuesto los
tiempos modernos en la figura del hombre teor�tico ansioso de vida; hasta
la canci�n goethiana es copia, y no paradigma, de la canci�n popular, y su
autor bien sab�a por qu� recalcaba con tanta insistencia a un adepto suyo:
�mis cosas no pueden alcanzar popularidad; quien as� lo crea y haga
esfuerzos en este sentido est� muy equivocado�.
Que
puede haber un arte tan luminoso, radiante y c�lido que sirva tanto para
iluminar con su rayo a los humildes y pobres de esp�ritu como para
derretir la soberbia de los que saben era algo que se deb�a experimentar,
que no se pod�a adivinar. Mas en el esp�ritu de todo el que ahora lo
experimente no puede menos que subvertir todas las nociones relativas a
educaci�n y cultura; le parecer� que se hubiera levantado el tel�n delante
de un porvenir en el cual ya no habr� sumos bienes y dichas supremos que
no sean comunes a todos los corazones. Si la intuici�n as� se aventura a
ir en pos de la lejan�a, la aprehensi�n intelectiva captar� la inquietante
inseguridad social de nuestro presente y no se ocultar� el peligro que
acecha un arte que parece no tener ra�ces, como no sea en esa lejan�a y
porvenir y que nos presenta, antes que el fundamento del que brota, sus
ramas floridas. �C�mo haremos para preservar este arte sin patria para ese
porvenir? �C�mo hacemos para canalizar de tal manera la marca de la
revoluci�n que en todas partes parece inevitable que junto con lo mucho
que est� condenado a perecer y merece este destino no sea barrida tambi�n
la venturosa anticipaci�n y garant�a de un porvenir mejor, de una
humanidad m�s libre?
Quien as� se pregunte y preocupe ha participado de la preocupaci�n de
Wagner; a la par de �ste sentir� el impulso de buscar las potencias
existentes que anime la buena voluntad de ser en la �poca de las
conmociones y las subversiones los genios tutelares de los bienes m�s
nobles de la humanidad. �nicamente en este sentido interroga Wagner por
sus escritos a las clases cultas si est�n dispuestas a custodiar, junto
con sus propias riquezas, el legado suyo, el valioso anillo de su arte; y
hasta la confianza grandiosa que ha dispensado Wagner al esp�ritu alem�n
tambi�n en cuanto a sus objetivos pol�ticos me parece obedecer a que
atribuye al pueblo de la Reforma esa fuerza, jovialidad y valent�a que son
menester para �canalizar el mar de la revoluci�n hacia el cauce del r�o
tranquilo de la humanidad�, y dir�ase que �nicamente esto se propuso
expresar por el simbolismo de su Marcha del Emperador.
En
un plano general, empero, es demasiado poderoso el impulso sol�cito del
artista creador, demasiado amplio el horizonte de su amor a los hombres,
como para que su mirada se deje detener por las vallas de lo nacional. Sus
nociones, como las de todo alem�n genuino y grande, son de car�cter
supra-alem�n y el lenguaje de su arte habla no a los pueblos, sino
a los hombres.
�Pero, eso s�, a los hombres del porvenir!
Tal
es la fe que caracteriza a Wagner, su tormento y su galard�n de gloria.
Ning�n artista de pasado alguno ha recibido de su genio dote tan singular;
nadie como �l ha tenido que beber con todo n�ctar que le ofreciera el
entusiasmo esta gota de acr�sima amargura. No es, como pudiera creerse,
que el artista incomprendido, maltratado, cuasi fugitivo de su propia
�poca haya adquirido esta fe como medio de defensa: el �xito y el fracaso
entre los contempor�neos no la han podido barrer ni cimentar. �l no
pertenece a esta generaci�n, ya lo alabe o lo repudie ella � tal es el
juicio de su instinto �; y la cuesti�n de si jam�s le pertenecer�
generaci�n alguna es cosa de que no hay manera de convencer al que se
niegue a creerlo. S� puede a�n tal incr�dulo preguntar de qu� naturaleza
deber�a ser la generaci�n en la que Wagner reconociera a su �pueblo� como
encarnaci�n de todos los que sientan un apremio com�n y quieran librarse
de �l por un arte com�n. En Schiller, por cierto, alentaba mayor fe y
esperanza; �l no preguntaba c�mo ser�a un porvenir siempre que diera la
raz�n al instinto del artista que lo vaticinaba, sino que exig�a
de los artistas:
�Elevaos con gallardo batir de alas
Muy
por encima de vuestro tiempo!
�En
vuestro espejo ya debe insinuarse
El
p�lido reflejo del siglo venidero!
11
Gu�rdenos el buen tino de la creencia de que la humanidad encontrar� un
d�a �rdenes ideales definitivos y que entonces la felicidad habr� de
brillar sobre los as� ordenados con siempre id�ntico rayo, cual el sol de
los pa�ses tropicales. Wagner nada tiene que ver con fe semejante; no es
un utopista. Si no puede prescindir de la fe en el porvenir, lo �nico que
esto quiere decir es que percibe en los hombres actuales propiedades que
no pertenecen al car�cter y n�cleo inmutables de la condici�n humana,
siendo por el contrario variables, y aun perecederas y que precisamente a
causa de estas propiedades el arte tiene que ser entre ellos un ap�trida y
�l, Wagner, el heraldo de una �poca por venir. Ninguna Edad de Oro, ning�n
Cielo di�fano est� destinado a esas generaciones venideras a las que lo
refiere su instinto y cuyos rasgos aproximados pueden deducirse de los
jerogl�ficos de su arte en la medida en que es posible juzgar por la
naturaleza de la satisfacci�n la naturaleza del apremio. Tampoco la bondad
y la justicia superhumanas estar�n tendidas cual inconmovible arco iris
sobre la tierra de ese porvenir. Hasta es posible que ese linaje, en su
conjunto, aparezca m�s malo que el actual, pues ser� m�s sincero,
en el mal y en el bien; m�s a�n, no cabe descartar la posibilidad de que
su alma, si se expresara plena y libremente, sacudir�a y sobresaltar�a
nuestras almas en forma parecida que si se hubiese hecho o�r alg�n genio
maligno hasta entonces oculto. C�mo, si no, suenan en nuestros o�dos estas
proposiciones: que la pasi�n es preferible al estoicismo y a la
hipocres�a; que la sinceridad, incluso en el mal, vale m�s que el rendirse
a la moralidad de lo convencional; que el hombre libre tanto puede ser
bueno como malo, pero que el hombre no libre es un bald�n de la Naturaleza
y no participa de ning�n consuelo de los Cielos ni de la Tierra; por
�ltimo, que todo el que aspire a la libertad tiene que conquistarla por
sus propios medios y que a nadie le es deparada como un don del cielo. Por
m�s que disuene y aturda todo esto, son sonidos provenientes de ese mundo
venidero que tendr� verdadera necesidad del arte y podr�
esperar de �l verdaderas satisfacciones; es el lenguaje de la Naturaleza
restaurada tambi�n en lo humano; es exactamente lo
que en p�ginas anteriores he llamado sentimiento justo en contraposici�n
al sentimiento no justo a la saz�n prevaleciente.
Pues
bien, s�lo para la Naturaleza, no para la antinaturalidad y el sentimiento
no justo, hay verdaderas satisfacciones y redenciones. A la
antinaturalidad, cuando ha cobrado conciencia de s� misma, no le queda
sino anhelar la nada; en cambio la Naturaleza ans�a transformaci�n por
obra del amor: aqu�lla quiere no ser, �sta quiere ser de
otro modo. Quien haya comprendido esto, que considere en la intimidad
del alma los motivos sencillos del arte wagneriano, para preguntarse si
con ellos es la Naturaleza o la antinatuuralidad la que persigue sus fines
que acabo de se�alar.
Lo
inquieto y desesperado es redimido de su agon�a por obra del amor
compasivo de una mujer que prefiere la muerte a la infidelidad: el motivo
del Holand�sErrante. La mujer amante, renunciando a toda felicidad
personal, en virtud de una transformaci�n celestial de amor
en caritas se convierte en una santa y salva el alma del
amado: el motivo de Tannhauser. Lo m�s excelso, lo
m�s elevado, desciende anhelante a los hombres y no quiere que se le
pregunte su procedencia; al serle hecha la pregunta fatal, retorna,
obedeciendo a un doloroso apremio, a su vida superior: el motivo de
Lohengrin. El alma amorosa de la mujer, como as� tambi�n el
pueblo, acogen de buen grado al genio portador de nueva felicidad, aun
cuando los guardianes de la tradici�n y los convencionalismos lo repudian
y difaman: el motivo de los Maestros Cantores. Dos amantes,
cada uno de los cuales ignora el amor que le profesa el otro, crey�ndose
por el contrario profundamente herido y despreciado, se piden
rec�procamente la bebida que mata, aparentemente para expiar el agravio,
en realidad empero empujados por un sordo impulso: por la muerte ans�an
evadirse de toda separaci�n y fingimiento; la presunta proximidad de la
muerte abre sus almas y las sumerge en una felicidad ef�mera, estremecida,
como si efectivamente se hubiesen evadido del d�a, el enga�o, y aun la
vida: el motivo de Trist�n e Iseo.
En
el Anillo del Nibelungo, el personaje tr�gico
es un dios que ans�a poder y, ensayando todos los medios para
conquistarlo, se ata por pactos, pierde su libertad y se enreda en la
maldici�n que pesa sobre el poder. Su p�rdida de la libertad queda
expresada precisamente por el hecho de que ya no tiene medio alguno de
apoderarse del anillo de oro que encarna todo poder terrenal y al mismo
tiempo, mientras est� en manos de sus enemigos, significa para �l
grav�simo peligro; lo invade el temor del fin y ocaso de todos los dioses,
como as� tambi�n la desesperaci�n de tener que encarar este fin
debati�ndose en dolorosa impotencia. Necesita del hombre libre, intr�pido,
que sin su consejo ni ayuda, y a�n en oposici�n al orden divino, lleve a
cabo por s� mismo la acci�n que al dios le est� vedada; no lo ve, y
precisamente cuando nace una nueva esperanza tiene que someterse al
apremio que lo ata: su propia mano debe aniquilar al ser m�s querido,
castigar la compasi�n m�s pura con su apremio. Entonces, al fin, siente
asco al poder que lleva en su seno el mal y la ley inexorable; su voluntad
se quiebra, �l mismo ans�a ahora el fin que acecha a lo lejos. Y s�lo
entonces sobreviene lo que antes m�s ha anhelado el dios: aparece el
hombre libre, intr�pido, nacido en oposici�n a todo lo convencional; sus
progenitores exp�an el haber estado unidos por un v�nculo incompatible con
el orden de la Naturaleza y las costumbres: ellos perecen, pero Sigfrido
vive. Ante su portentoso devenir y eclosionar se retira el asco del alma
de Wotan; su mirada est� fija en las andanzas del h�roe con paternal amor
y solicitud. Sigfrido se forja la espada, mata al drag�n, conquista el
anillo, elude el m�s artero de los enga�os y despierta a Brunhilda. La
maldici�n que pesa sobre el anillo tampoco lo respeta a �l y lo acecha
cada vez m�s de cerca; leal en la deslealtad, hiriendo por amor al ser m�s
entra�ablemente amado, queda envuelto en las sombras y nieblas de la
culpa, mas por �ltimo emerge y se hunde puro como el sol, incendiando todo
el cielo con los fulgores de su llama y purificando el mundo de la
maldici�n. Todo esto lo observa el dios al que se ha roto la lanza rectora
en lucha con el m�s libre, gozoso de su propia derrota, sintiendo como en
carne propia las vicisitudes de su vencedor; con brillo de dolorosa
felicidad su mirada est� fija en los acontecimientos postreros: se ha
vuelto libre en el amor, libre de s� mismo.
Y
ahora, hombres del presente, preguntaos si esto ha sido compuesto
para vosotros. �Ten�is el valor suficiente para se�alar los
astros de este firmamento de belleza y bondad y decir: es nuestra
vida la que Wagner ha elevado hacia las alturas estelares?
�D�nde hay entre vosotros hombres que puedan interpretar la imagen divina
de Wotan de acuerdo con su propia vida y cuya figura agrande conforme,
como �l, pasen a segundo plano? �Cu�l de vosotros est� dispuesto a
renunciar al poder porque sabe y experimenta que el poder es malo? �D�nde
est�n los que, como Brunhilda, rinden su saber por amor y por �ltimo, no
obstante, extraen de su vida el saber supremo: �amor doliente, hond�sima
pena, me abri� los ojos�? �Y los libres, los intr�pidos, los que crecen y
florecen nutri�ndose de su propia esencia con inocente egocentricidad, los
Sigfridos de entre vosotros?
Quien as� pregunta, y en vano pregunta, tendr� que fijar su mirada en los
tiempos por venir; y si en alguna lejan�a alcanza a duras penas a ver a�n
al �pueblo� al que ser� dable leer en los signos del arte wagneriano su
propia historia, comprender� por �ltimo tambi�n lo que Wagner ser�
para este pueblo: � lo que para todos nosotros no puede ser
� no visionario de un futuro, como se nos aparece acaso, sino int�rprete y
transfigurador de un pasado.
Friedrich Nietzsche
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