La Cicuta



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Para que un acontecimiento tenga grandeza, deben combinarse el gran esp�ritu de los que lo llevan a cabo y el gran esp�ritu de los que lo presencian. Ning�n acontecimiento tiene de por s� grandeza, as� desaparezcan constelaciones enteras, se hundan pueblos, se derrumben grandes Estados y se libren guerras con tremendas fuerzas y p�rdidas; por sobre mucho acontecer de esta naturaleza sopla el viento de la historia como si se tratase de fr�giles copos. Mas a veces ocurre tambi�n que un hombre portentoso asesta un golpe que, descargado sobre piedra dura, no surte efecto alguno; un ruido seco y se acab�. Tampoco de tales acontecimientos dij�rase embotados apenas sabe contar nada la historia. As� es que quien ve acercarse un acontecimiento experimenta la aprensi�n de que sus testigos no sean dignos de �l. El que act�a, as� sea en grande o en peque�a escala, siempre apunta y aspira a tal concordancia de acci�n y receptividad; y el que quiera dar ha de esforzarse por encontrar a los que tomen con cabal comprensi�n del sentido de su obsequio. Por eso mismo, hasta la acci�n individual del gran hombre carece de grandeza si resulta corta, embotada y est�ril, pues en el instante de llevarla a cabo, a no dudarlo, no ten�a �ntima conciencia de que precisamente entonces ella era necesaria: no apunt� con el cuidado suficiente, no determin� y eligi� el momento con la debida precisi�n: el azar dio cuenta de �l, siendo as� que no se concibe grandeza sin sentido de forzosidad.

Corresponde, pues, dejar a los que duden del sentido de forzosidad de Wagner que abriguen duda y aprensi�n respecto de la oportunidad y forzosidad de lo que est� ocurriendo en Bayreuth. A los que somos m�s confiados ha de parecernos que Wagner cree en la grandeza de su acci�n no menos que en el gran esp�ritu de los que est�n llamados a presenciarla. Han de enorgullecerse de esto todos, aquellos a que se dirige esta fe, ya sean muchos o pocos; que no son todos, que esa fe no se dirige a toda la �poca, ni siquiera a todo el pueblo alem�n tal como es ahora, nos lo ha dicho �l mismo, en ese discurso solemne del 22 de mayo de 1872, y precisamente en este punto ninguno de nosotros tiene derecho a contradecirle para llevar aliento a su �nimo. �S�lo a ustedes, los amantes de mi arte particular, de mi m�s espec�fica labor y creaci�n � dijo �l en aquella oportunidad �, me era dable recurrir para procurar simpt�a por mis proyectos; s�lo de ustedes pod�a recabar apoyo para mi obra, con miras a poder presentar esta obra pura y cabalmente ante aquellos que evidenciaban un inter�s sincero por mi ar:e, aunque por lo pronto �ste les pudiera ser presentado tan s�lo en forma impura y trunca.�

En Bayreuth, tambi�n el espectador es digno de ser mirado, a no dudarlo. Suponiendo que un esp�ritu sabio y contemplativo pasara de un siglo a otro para comparar las singulares manifestaciones culturales, en esa ciudad encontrar�a muchas cosas dignas de su atenci�n; no podr�a por menos de sentir como si de pronto se zambullese en aguas tibias, como quien nadando en un lago se interna de golpe en la corriente de una fuente caliente: brota �sta sin duda de otros fondos m�s profundos, dice �l para s�; las aguas circundantes no la explican y son, por supuesto, de origen menos profundo. De modo an�logo, todos los que participan del festival en Bayreuth ser�n sentidos como hombres inactuales; su patria no est� en la �poca, su explicaci�n y justificaci�n ha de buscarse en otra parte. He llegado a comprender cada vez m�s claramente que el �hombre culto�, en cuanto es en un todo el producto de esta �poca, s�lo a traves de la parodia puede acercarse a los actos y pensamientos de Wagner�y los mismos han sido parodiados, en efecto�y que tambi�n el acontecimiento de Bayreuth lo quiere ver �nicamente a la luz de la linterna nada m�gica de nuestros �ingeniosos� publicistas de gacetilla. �Y menos mal si la cosa no va m�s all� de la parodia! Desc�rgase en �sta un esp�ritu de divorcio y hostilidad que podr�a manifestarse, y a veces se ha manifestado en efecto, de muy otra y m�s grave manera. Esa inusitada violencia y tensi�n de los contrastes tambi�n la considerar�a aquel observador de las manifestaciones culturales. El que un individuo, en el transcurso de una vida ordinaria, pueda crear algo rigurosamente nuevo exaspera por supuesto a todos los que proclaman la paulatinidad de toda evoluci�n, como si se tratase de una ley moral; ellos mismos son lentos, y exigen lentitud, y he aqu� que ven a un hombre que se desenvuelve muy presto, no se explican c�mo lo hace y est�n disgustados con �l. A prop�sito de una empresa como es la de Bayreuth no ha habido presagios, transiciones, ni mediaciones; exclusivamente Wagner conoc�a el largo camino que conduc�a a la meta y la meta misma. Es la primera circunnavegaci�n del mundo del arte, la cual entiendo que llev� al descubrimiento, no ya de un arte nuevo, sino del arte mismo. Todas las artes modernas hasta ahora habidas, en cuanto artes solitarias y atrofiadas o artes suntuarias, quedan s� semidesvalorizadas; tambi�n nuestras vagas y poco conexas reminiscencias de un verdadero arte en relaci�n con los griegos las podemos ahora desechar, salvo en la medida en que puedan brillar a la luz de una aprehensi�n nueva. Para muchos ha llegado la hora de la muerte; este arte nuevo es un vidente que no ve solamente artes condenadas a una pronta perdici�n. Su mano monitoria no podr� menos que sobresaltar a toda nuestra ilustraci�n actual desde el momento en que cese la risa que provocan sus parodias; �no le regateemos el poco tiempo que le queda para regocijarse y re�r!

�En cambio nosotros, los adeptos del arte resucitado, tendremos tiempo y voluntad para la seriedad, para la profunda, la santa, seriedad! Hemos de sentir ahora como una desvergonzada insolencia la palabrer�a y el barullo de la ilustraci�n actual en torno del arte; todo nos obliga al silencio, al silencio pitag�rico de cinco a�os de duraci�n. �Cu�l de nosotros no se ha ensuciado las manos y el alma rindiendo repugnante culto a la ilustraci�n moderna! �Cu�l no tiene necesidad de la agua purificadora! �Cu�l no oye la voz que lo exhorta: �calla y s� puro!�Callar y ser puro! S�lo en cuanto prestamos atenci�n a esta voz se nos depara tambi�n la grande mirada que hemos de fijar en el acontecimiento de Bayreuth; y s�lo en esta mirada est� el gran porvenir de dicho acontecimiento.

Tras haberse colocado ese d�a de mayo de 1872 la primera piedra en lo alto de la colina de Bayreuth � llov�a a c�ntaros y el cielo estaba encapotado �, Wagner regres� en coche a la ciudad en compa��a de algunos de los nuestros. Iba callado, con una larga mirada introspectiva que escapa a toda forma de expresi�n. Cumpl�a ese d�a los sesenta a�os de edad; toda su vida anterior hab�a servido a modo de preludio a ese momento. S�bese de hombres que en instantes de tremendo peligro o en un momento decisivo de su vida, en virtud de una visi�n interior infinitamente acelerada, concentran todas sus experiencias y con prodigiosa precisi�n reconocen por igual lo m�s pr�ximo y lo m�s lejano. �Qu� visi�n tendr�a Alejandro Magno en el moniento en que hizo beber a Europa y al Asia en la misma copa? Lo que Wagner vio aquel d�a en una visi�n interior � c�mo lleg� a ser, qu� era y qu� ser�a � lo podemos ver hasta cierto punto tambi�n nosotros, sus allegados; y s�lo a la luz de esa visi�n wagneriana podremos aprehender su grande realizaci�n misma, para garantizar en virtud de esta aprehensi�n su fecundidad.

 

2

Ser�a raro que lo que uno mejor sabe hacer y m�s le gusta hacer no se evidenciara en todo su modo de vivir; en el caso de hombres de portentosos talentos la vida llega a ser, no ya reflejo del car�cter, como sucede con todo el mundo, sino ante todo reflejo del intelecto y del m�s �ntimo poder. Por la vida del poeta �pico campear� algo de la epopeya, como ocurre, de paso sea dicho, en Goethe, en quien los alemanes, muy equivocadamente, suelen ver ante todo al l�rico; la vida del dramaturgo se desenvolver� dentro de circunstancias dram�ticas.

Lo dram�tico en la gestaci�n de Wagner salta a la vista desde el instante en que la pasi�n que en �l se�oreaba cobr� conciencia de s� misma y concert� todo su ser; se acab� entonces todo el tantear y brujulear, la proliferaci�n de tanto renuevo secundario, quedando los m�s intrincados caminos y vuelcos, el vuelo con frecuencia fant�stico de sus proyectos, sujetos a una �nica legalidad interior, a una voluntad por la cual se explican, por muy singulares que muchas veces parezcan estas explicaciones. Ahora bien, hubo en la vida de Wagner una fase predram�tica: su infancia y juventud, y no hay manera de considerarla sin tropezar con enigmas. �l mismo parece estar a�n sin anunciar; y lo que ahora, en la consideraci�n retrospectiva, podr�a acaso entenderse como anuncio se revela por lo pronto como un conjunto de rasgos susceptibles, m�s que de infundir esperanzas, de provocar recelos: inquietud e irritabilidad, una precipitaci�n nerviosa en la captaci�n de cien cosas distintas, un apasionado deleite de estados de �nimo morbosos, exaltados, un brusco transitar de la m�s entra�able paz del alma a lo violento y lo estridente. Ninguna actividad art�stica estricta, heredada, convencional, le pon�a l�mites; tan cerca de �l asomaban la pintura, la poes�a, el arte dram�tico y la m�sica como la educaci�n erudita y el porvenir de hombre docto. Ante la mirada superficial aparecer�a como un hombre nacido para diletante. El medio estrecho a cuya sombra se cri� no era de los que convienen a un artista. Acechaba la peligrosa tentaci�n de saborear de todo un poco en las cosas del esp�ritu, como tambi�n esa soberbia ligada al saber heterog�neo que es caracter�stica de las ciudades de eruditos. Su sensibilidad, f�cilmente excitada, no era satisfecha debidamente; hasta donde alcanzaba su mirada ve�ase el muchacho rodeado de un ambiente singularmente cargado con pretencioso saber con el cual contrastaba el teatro multicolor en forma rid�cula y la m�sica, con su acento avasallador del alma, de una manera inconcebible. Pues bien, llama la atenci�n del comparador avezado el hecho general de que precisamente el hombre moderno, dotado de portentoso talento, muy rara vez posee en su infancia y juventud el rasgo de ingenuidad, de simple y espont�nea peculiaridad y egocentricidad, y no lo puede poseer. Los individuos excepcionales, tales como Goethe y Wagner que efectivamente alcanzan a la ingenuidad, siempre la poseer�n m�s bien en la edad viril, no en la ni�ez y adolescencia. Al artista se�aladamente, due�o como nadie de una fuerza imitativa, lo ataca por fuerza la multiplicidad enervada de la vida moderna cual virulenta enfermedad de la infancia; de muchacho y joven se parecer� a un viejo m�s que a su propio ser. El maravillosamente ce�ido prototipo del joven, el Sigfrido del Anillo del Nibelungo, s�lo pudo ser creado por un hombre maduro, por uno que tard� en hallar su propia juventud. Tan tard�a como la juventud de Wagner fue su edad viril, de modo que siquiera en este punto es lo contrario del tipo anticipador.

En cuanto alcanza la madurez espiritual y moral, comienza tambi�n el drama de su vida. �Qu� cambiado est� entonces el aspecto! Aparece su ser simplificado de una manera terrible, desgarrado en dos impulsos o esferas. Abajo de todo se precipita en raudo torrente una voluntad impetuosa que parece que lanz�ndose por todas las grutas, cuevas y gargantas pugnase por surgir a la superficie, ansiosa de poder. S�lo una fuerza absolutamente pura y libre pod�a encauzar esta voluntad hacia lo bueno y cordial; en alianza con un esp�ritu estrecho, tal voluntad, dado su apetecer desmedido, tir�nico, bien pod�a resultar fatal; y, en todo caso, deb�a presentarse pronto una salida al aire libre y agregarse aire claro y sol. Un vehemente af�n que una y otra vez cobra conciencia de su futilidad termina por volver maligno al hombre; la frustraci�n radica a veces en las circunstancias, en lo inexorable del destino, y no en falta de fuerza; pero quien pese a esta frustraci�n no puede renunciar a su af�n en cierto modo se intoxica, torn�ndose as� irritable e injusto. Quiz� busque en los dem�s la causa de su fracaso; tal vez, obcecado por fren�tico odio, llegue hasta a acusar a todo el mundo; puede tambi�n que, despechado, tome por caminos furtivos o desv�os, o haga violencia. Cabe, as�, que seres buenos se malogren camino de lo mejor. Incluso entre los que se lanzan en pos de la propia purificaci�n moral, entre ermita�os y monjes, se dan tales hombres malogrados y del todo enfermos, carcomidos y deshechos por el fracaso. Fue un esp�ritu amoroso que exhortaba con inefable bondad y dulzura, aborrec�a la violencia y el autoaniquilamiento y no quer�a ver a nadie preso en ataduras el que le habl� a Wagner. Se pos� en �l, lo confort� rode�ndole de sus alas y le se�al� el camino. Estamos echando una mirada a la otra esfera del ser de Wagner; pero �c�mo hacer para describirla?

Los personajes que crea un artista no son �l mismo, mas en la sucesi�n de personajes evidentemente queridos por �l con un amor entra�able s� que se revela algo del artista mismo. Considerando a Rienzi, al Holand�s Errante y a Senta, a Tannhauser y a Elisaheth, a Lohengrin y a Elsa, a Trist�n y a Marke, a Hans Sachs, a Wotan y a Brunhilda, se les descubre a todos ellos una corriente soterrada de ennoblecimiento y engrandecimiento moral que fluye cada vez m�s pura y acrisolada, y aqu� estamos, por cierto que con p�dico recato, ante una evoluci�n operada en lo m�s �ntimo del alma de Wagner misma. �En qu� artista es dable ver cosa parecida en parecida magnitud? Los personajes de Schiller, desde los Ladrones hasta Wallenstein y Tell, recorren tambi�n tal trayectoria de ennoblecimiento y revelan algo sobre la evoluci�n de su creador, pero en Wagner es m�s grande la escala, m�s largo el camino. Todo, no s�lo el mito, sino tambi�n la m�sica, participa de esta purificaci�n y la expresa; en el Anillo del Nibelungo encuentro la m�sica m�s moral que conozco, por ejemplo en la escena donde Brunhilda es despertada por Sigfrido; aqu� Wagner raya hasta una altura y magnitud de clima emocional que sugiere el llamear de los picachos alpinos cubiertos de hielo y nieve, de tan pura, solitaria, dif�cilmente accesible, libre de instintos, nimbada de aureola del amor, que se eleva aqu� la Naturaleza, quedando las nubes y las tormentas, y aun lo sublime, por debajo de ella. Mirando desde ah� atr�s hacia el Tannhauser y el Holand�s Errante, intuimos c�mo se ha formado el hombre Wagner: c�mo empez� oscuro e inquieto, busc� con vehemencia satisfacci�n, apeteci� poder y placer embriagador, con frecuencia retrocedi� asqueado, quiso arrojar la carga y ansi� olvidar, negar, renunciar; toda la corriente se volc� ora en �ste, ora en aquel valle, precipit�ndose por las m�s l�bregas gargantas; y en la noche de esta pugna semisoterrada apareci� ah� en lo alto una estrella, brillando con p�lido brillo, a la que Wagner llam� tal corno ella se le revel�: �lealtad, lealtad abnegada! �Por qu� resplandec�a �sta para �l m�s luminosa y pura que todo lo dem�s? �Qu� clave comporta la palabra �lealtad� para todo su ser? Pues en todo lo que pens� y elabor� ha plasmado la imagen y el problema de la lealtad; encierran sus obras una serie casi completa de las formas posibles de lealtad, entre ellas, las m�s sublimes y rara vez sospechadas: la lealtad del hermano a la hermana, del amigo al amigo, del servidor al se�or, de Elisabeth a Tannhauser, de Senta al Holand�s Errante, de Elsa a Lohengrin, de Isolda, Kurwenal y Marke a Trist�n, de Brunhilda al m�s rec�ndito deseo de Wotan, para no hacer m�s que empezar. Tal es la �ntima vivencia primordial experimentada por Wagner en su propio ser y que venera cual un misterio religioso: y la designa con la palabra �lealtad� y no se cansa de plasmarla en cien formas distintas y de obsequiarla en la plenitud de su agradecimiento con lo m�s estupendo que tiene y puede, esa maravillosa experiencia y aprehensi�n de que una de las dos esferas ha permanecido leal a la otra, por espont�neo amor, por el amor absolutamente abnegado: la esfera creadora, libre de culpa, luminosa, a la l�brega, desenfrenada y tir�nica.

 

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En la mutua relaci�n de las dos fuerzas entra�ablemente soterradas, en la devoci�n de una por la otra, estaba la grande forzosidad imprescindible para que Wagner pudiera perm�necer �ntegro y �l mismo, al mismo tiempo lo �nico que no dominaba, que se ve�a obligado a observar y aceptar, mientras ve�a acechar siempre de nuevo la tentaci�n de la deslealtad y los terribles peligros que para �l entra�aba. Fluye ah� una riqu�sima fuente de los sufrimientos del hombre en formaci�n, la incertidumbre. Cada uno de sus impulsos tend�a a lo inconmensurable, cada uno de los talentos palpitantes y plet�ricos ansiaba separarse y satisfacerse por su cuenta. Cuanto m�s grande era su plenitud, tanto m�s grande era el tumulto y tanto m�s hostil su cruce. Por otra parte, las contingencias y la vida acuciaban a conquistar poder, brillo y el m�s ardoroso placer; a�n m�s frecuentemente atormentaba el implacable apremio de tener que vivir: hab�a por doquier ataduras y trampas. �C�mo era posible, entonces, permanecer leal, �ntegro? Esta duda lo asaltaba con frecuencia, expres�ndose en la forma c�mo duda un artista, esto es, en plasmaciones art�sticas: Elisabeth no puede hacer mas que sufrir, orar y morir por Tannhauser; salva al inquieto y desmedido por su lealtad, pero no para esta vida. Son en verdad peligrosas y desesperadas las circunstancias en que se desenvuelve todo artista verdadero al que toca vivir en los tiempos modernos. De muchas maneras puede conquistar honores y poder y se le ofrecen en m�ltiples formas tranquilidad y pl�cido bienestar, pero siempre tan s�lo tal como los conoce el hombre moderno y para el artista honesto no pueden menos que resultar un vaho que lo asfixia. En la tentaci�n a todo esto y, asimismo, en el rechazo de esta tentaci�n, en el asco por las maneras modernas de conquistar placer y prestigio, en la rabia que se vuelve contra todo bienestar ego�sta al modo de los hombres del presente, residen sus peligros. Fig�reselo atado a un cargo, c�mo Wagner tuvo que desempe�ar el cargo de director de orquesta en teatros municipales y de corte; int�yase c�mo el artista absolutamente serio pretende imponer la seriedad all� donde en las instituciones modernas rige y se postula una ligereza poco menos que fundamental; c�mo logra �xitos parciales, pero en conjunto siempre fracasa, sucumbe al asco y quiere huir, no encuentra lugar alguno a donde pueda huir y tiene que volver, una y otra vez, al lado de los gitanos y parias de nuestra cultura, como uno de los suyos. Libr�ndose de una situaci�n, rara vez logra procurarse otra mejor; a veces se hunde en la m�s negra pobreza. As� iban cambiando para Wagner las ciudades, las compa��as y los pa�ses; y se pasma uno ante las condiciones y circunstancias bajo las cuales en cada oportunidad se aguant� durante un tiempo. Sobre la mayor parte de su vida gravita una atm�sfera pesada; parece que ya no ten�a esperanzas generales, sino tan s�lo de un d�a para otro, y as� se salvaba de la desesperacion, pero sin conocer la fe. Sentir�a a menudo como un caminante que anda por la noche agobiado por pesada carga y desfalleciente, y sin embargo, con los sentidos exacerbados por el desvelo; la muerte repentina se le aparec�a entonces no como un horror, sino como un fantasma insinuante y atrayente. El agobio, el camino y la noche, desaparecidos de golpe: �qu� perspectiva tan seductora! Una y otra vez se precipitaba de nuevo adentro de la vida con esa precaria esperanza, volviendo la espalda a todos los fantasmas. Pero la forma en que lo hac�a revelaba casi siempre una falta de mesura, indicio de que no cre�a firme y profundamente en esa esperanza, tan s�lo se embriagaba de ella. El contraste entre sus afanes y su habitual mayor o menor incapacidad para satisfacerlos eran como espinas clavadas en su carne; su imaginaci�n, exacerbada por la constante frustraci�n, cuando por una vez cesaba �sta, se perd�a en el exceso. La vida se torn� cada vez mas complicada; mas tambi�n fueron cada vez m�s audaces e inventivos los recursos que descubri� su genio dram�tico, aun cuando eran sin excepci�n expedientes dram�ticos, motivos fingidos de esos que por un momento enga�an y s�lo se inventan para el momento. Era presto en presentarlos, y prestamente estaban gastados. La vida de Wagner, mirada muy de cerca y sin amor, tiene � para recordar un concepto de Schopenhauer � mucho de farsa, de una farsa singularmente grotesca. C�mo la conciencia de esto, la admisi�n de una grotesca falta de dignidad de per�odos enteros de su vida, hab�a de gravitar sobre el artista, quien en mayor grado que los dem�s s�lo puede respirar libremente en lo sublime y lo suprasublime: he aqu� algo que da que pensar al que piensa.

En medio de semejante desenvolvimiento, para el cual s�lo la descripci�n m�s minuciosa puede suscitar el grado de compasi�n, terror y extra�eza que merece, se desarroll� en Wagner una capacidad para aprender como hasta entre los alemanes, el pueblo aprendedor por excelencia, es un fen�meno nada com�n; y de esta capacidad se deriv� un nuevo peligro, a�n m�s grave que el de esa vida aparentemente desorbitada y errante que se debat�a a merced de la ilusi�n arrebatada. De novicio vacilante se convirti� Wagner en maestro prodigioso de la m�sica y del arte esc�nico y respecto de cada uno de los requisitos t�cnicos, en inventor e innovador. Ya no habr� quien le dispute la gloria de haber establecido el m�s alto patr�n para todo arte de la grande exposici�n. Pero lleg� a ser a�n mucho m�s, y para llegar a ser esto y aquello afront�, como cualquier otro, la necesidad de adquirir, aprendiendo, la m�xima cultura. �Qu� portentoso espect�culo! Da gusto observarlo; de todos lados iban creciendo las cosas hacia �l y adentro de �l, y conforme aumentaba el conjunto en tama�o y peso qued� armado cada vez m�s tenso el arco del pensamiento ordenador y rector. Y, sin embargo, rara vez se ha tenido que luchar tanto por encontrar los accesos a las ciencias y las artes, y con frecuencia Wagner tuvo que improvisar tales accesos. El innovador del drama simple, el descubridor de la posici�n de las artes en el seno de la verdadera sociedad humana, el int�rprete-poeta de concepciones pasadas de la vida, el fil�sofo, el historiador, el esteta y cr�tico, el maestro del lenguaje, el mit�logo y mitopoeta, que por vez primera encerraba dentro de un anillo el magn�fico, el antiqu�simo, el tremendo conjunto y grab� en �l las runas de su esp�ritu; �hay que ver la pl�tora de conocimientos que tuvo que reunir y abarcar Wagner para poder llegar a ser todo eso! Y, sin embargo, ni esta suma de saber quebr� su voluntad de acci�n ni lo desvi� lo particular y lo m�s fascinante. Para ponderar lo formidable de tal comportamiento, consid�rese por ejemplo la grande r�plica representada por Goethe, quien en cuanto hombre aprendedor y sabedor semeja un muy ramificado sistema fluvial que sin embargo no transporta al mar todo su caudal, sino que pierde y dispersa por sus cursos y meandros por lo menos tanto cuanto ha llevado en el punto de partida. Es verdad que un ser como es el de Goethe experimenta y proporciona mayor placer; envu�lvelo una atm�sfera de suavidad y de noble dilapidaci�n; en tanto que el empuje arrollador de Wagner es susceptible de asustar y ahuyentar. Mas, tenga miedo el que quiera; los otros seremos tanto m�s valientes al sernos dable ver a un h�roe que tambi�n respecto de la ilustraci�n moderna �no sabe de miedo�.*

Tampoco sab�a Wagner de eso de serenarse por medio de la historia y la filosof�a, extrayendo de ellas lo m�gicamente sosegador y enajenador a la acci�n de sus efectos. Ni como artista creador ni como artista militante fue desviado de su senda por el saber y la ilustraci�n. En cuanto lo avasalla su poder plasmador, se le convierte la historia en d�cil arcilla; entonces, de golpe, est� frente a ella de muy otra manera que cualquier erudito, m�s bien en forma parecida a como el griego estaba frente a su mito, como frente a algo que se trabaja y se elabora con amor y con cierta reverencia sobrecogida, s�, pero con el derecho propio del creador. Y precisamente porque la historia es para �l a�n m�s maleable y mutable que cualquier sue�o, puede incorporar al acontecimiento aislado, en un acto de elaboraci�n art�stica, lo t�pico de �pocas enteras y alcanzar de esta suerte una verdad de representaci�n que el historiador no alcanza jam�s. �D�nde se ha expresado la Edad Media caballeresca, en carne y esp�ritu, como en Lohengrin? Y los Maestros Cantores �no hablar�n a�n a las generaciones m�s remotas de la esencia alemana?; m�s a�n, �no ser�n uno de los frutos m�s maduros de esa esencia que quiere siempre reformar, no estancarse, y sobre la ancha base de su bienestar no se ha olvidado del m�s noble malestar: el de la acci�n innovadora?

Y precisamente a esta forma de malestar fue empujado Wagner una y otra vez por sus estudios de historia y filosof�a: en ellas, no s�lo hallaba armas y armadura, sino que ante todo era rozado por el h�lito enardecedor que trasciende de las tumbas de todos los grandes luchadores, de todos los grandes sufridores y pensadores. Por nada puede uno diferenciarse tanto de toda la �poca actual como por el uso que hace de la historia y la filosof�a. A aqu�lla, tal como en general se la entiende, parece hoy asignada la tarea de proporcionar un momento de respiro al hombre moderno que jadeante y sudoroso corre rumbo a sus metas. Lo que significa Montaigne, el hombre individual, en medio de la agitaci�n general del esp�ritu de la Reforma: un serenarse, un pac�fico reposar en s� mismo y espirar � y as� lo sinti� sin duda Shakespeare, su mejor lector �, es ahora la historia para el esp�ritu moderno. Si desde hace una centuria los alemanes se han dedicado con particular af�n a los estudios hist�ricos, esto demuestra que en medio de la agitaci�n del mundo moderno son la potencia inhibidora, retardadora, sosegadora; lo que algunos entienden tal vez como un rasgo que los distingue y honra. Considerado todo, empero, es un s�ntoma peligroso eso de referirse la pugna espiritual de un pueblo primordialmente al pasado; es indicio de decaimiento, de regresi�n y decadencia; as� que los alemanes se hallan hoy expuestos de una manera peligros�sima a toda fiebre que se propague, por ejemplo a la fiebre pol�tica. Tal estado de debilidad, en oposici�n a todos los movimientos reformistas y revolucionarios, es representado en la historia del esp�ritu moderno por nuestros eruditos; �stos no se han fijado la tarea m�s gallarda, mas se han asegurado una felicidad placentera a su manera. Por cierto que con cualquier paso m�s libre y viril que se d� se los deja atr�s a ellos, no a la historia misma, esta contiene tambi�n muy otras fuerzas, como adivinan precisamente hombres tales como Wagner; s�lo que ante todo debe ser escrita en un sentido mucho m�s grave, estricto, al conjuro de un alma portentosa, en fin, no con el optimismo acostumbrado, vale decir, de una manera distinta de como lo han hecho hasta ahora los eruditos alemanes. Todos los trabajos de �stos reflejan cierta cohonestaci�n y conformidad sumisa; est�n satisfechos de la marcha de las cosas. Ya es mucho que tal o cual d� a entender que est� conforme por la sola raz�n de que las cosas podr�an ir a�n peor; los m�s creen involuntariamente que las cosas, tal como van, van muy bien. Si la historia no siguiese siendo una larvada teodicea cristiana, si estuviese escrita con mayor justicia y simpat�a entra�able, ciertamente el papel que menos podr�a cumplir es el que cumple ahora: el de narc�tico contra todo lo revolucionario e innovador. Algo similar ocurre con la filosof�a; por la cual los m�s s�lo quieren llegar a entender m�s o menos � �muy m�s o menos! � las cosas, para conformarse con ellas. Y hasta sus representantes m�s nobles hacen tanto hincapi� en su poder sosegador y reconfortante que los ansiosos de tranquilidad y reposo y los indolentes no pueden por menos de creer que ellos buscan lo mismo que la filosof�a. Sin embargo, yo tengo entendido que el problema m�s importante de la filosof�a es el de hasta qu� punto es inmutable la naturaleza y forma de las cosas; para acometer, una vez resuelto este problema, con la m�s inflexible determinaci�n, el perfeccionamiento de la faz del mundo comprobada mutable. Esto lo ense�aban los verdaderos fil�sofos tambi�n personalmente por la acci�n, por el hecho de que trabajaban por perfeccionar la comprensi�n, muy mutable, de los hombres y no les regateaban los beneficios de su sabidur�a; esto lo ense�an tambi�n los verdaderos adeptos de verdaderas filosof�as, los que, como Wagner, saben extraer de ellas precisamente determinaci�n e inflexibilidad acrecentadas en cuanto a sus afanes, y no jugos narcotizantes. Wagner, donde es m�s fil�sofo es donde m�s activo, resuelto y heroico se muestra. Y precisamente como fil�sofo atraves�, sin arredrarse, no solamente el fuego de distintos sistemas filos�ficos, sino tambi�n el vaho del saber y de la erudici�n, y permaneci� fiel a su propio ser, que le ped�a acciones totales de su ser polifac�tico y le hac�a sufrir y aprender para poder llevar a cabo esas acciones.

 

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La historia de la evoluci�n de la cultura desde los tiempos de los griegos es harto breve, si se considera el camino efectivamente recorrido, sin tomar en cuenta los altos y retrocesos, las vacilaciones y desligamientos. La helenizaci�n del mundo y su premisa: la orientalizaci�n del helenismo � la grande doble tarea de Alejandro Magno � es todav�a el gran acontecimiento �ltimo; la vieja cuesti�n de si es posible trasplantar una cultura extra�a sigue siendo el problema en que se afanan los hombres modernos; el r�tmico juego y contrajuego de estos dos factores ha determinado esencialmente la marcha de la historia hasta el d�a presente. El cristianismo, por ejemplo, aparece como un pedazo de antig�edad oriental llevado hasta sus �ltimas consecuencias por los hombres en el pensamiento y la acci�n, en una org�a de af�n consecuente. Conforme merma su influencia, ha vuelto a afirmarse el poder de la cultura hel�nica; presenciamos fen�menos tan desconcertantes que flotar�an, inexplicables, en el aire si no fuese posible vincularlos por encima de un lapso dilatado con las analog�as griegas. Hay por ejemplo entre Kant y los ele�ticos, entre Schopenhauer y Emp�docles, entre Esquilo y Richard Wagner, aproximaciones y afinidades tales que se hace asaz patente el car�cter muy relativo de todas las nociones de tiempo; parecer�a, casi, que se relacionaran entre s� ciertas cosas y que el tiempo no fuera m�s que una nube que dificulta a nuestros ojos la percepci�n de esta relaci�n. Tambi�n la historia de las ciencias exactas, se�aladamente, produce la impresi�n de que nos hallamos actualmente en inmediata proximidad del mundo alejandrino-griego y que el p�ndulo de la historia est� regresando al punto donde inici� su oscilaci�n, a una misteriosa y remota lejan�a. La imagen de nuestro mundo actual no es en absoluto nueva; par�cele al estudioso de la historia cada vez m�s acentuadamente reconocer viejas y familiares facciones de un rostro. Por nuestro presente campea en infinita dispersi�n el esp�ritu de la cultura hel�nica; en tanto que se agolpan las potencias de toda �ndole y se ofrecen como medio de intercambio los frutos de las ciencias y artes modernas, vuelve a insinuarse con p�lidos trazos, aun muy distante y espectral, la imagen hel�nica. La tierra, que hasta ahora ha sido asaz orientalizada, anhela de nuevo la helenizaci�n; quien quiera ayudarle en esto ciertamente ha menester presteza y pies alados para reunir los puntos m�s diversos y m�s distanciados entre s� del saber, los continentes m�s apartados del talento, para recorrer y abarcar todo el �mbito tremendo y dilatado. De manera, pues, que ahora hacen falta una serie de Antialejandros que posean una muy prodigiosa facultad de unir y ligar, de atar los m�s distantes cabos sueltos y preservar el tejido de la destrucci�n. No cortar el nudo gordiano de la cultura griega, como hizo Alejandro, as� que sus cabos quedaban flotando en todas las direccines, sino rehacer el nudo deshecho: tal es ahora la tarea. Wagner se me antoja tal Antialejandro; �l sujeta y une lo que ha estado aislado, d�bil y flojo; tiene un poder astringente (valga el t�rmino m�dico); en este sentido figura entre las m�s grandes fuerzas culturales. Domina las artes, las religiones, las historias de los distintos pueblos, y sin embargo, es la ant�tesis del polihistoriador, de esp�ritu que se limita a juntar y ordenar, pues plasma lo juntado y le comunica vida, simplifica el Universo. No hay que apartarse de esta noci�n cuando se compara esta tarea m�s general que le ha fijado su genio con aquella otra mucho m�s limitada y pr�xima en que suele pensarse ahora al conjuro del nombre de Wagner. Se espera de �l una reforma del teatro; suponiendo que la lograra, �qu� quedar�a hecho con referencia a esa otra tarea m�s elevada y remota?

Y bien, quedar�a cambiado y reformado el hombre moderno; en nuestro mundo moderno, las cosas se hallan en una relaci�n de interdependencia tal que hasta con sacar un clavo para provocar el derrumbe de todo el edificio. Tambi�n de cualquier otra verdadera reforma habr�a de esperarse lo que aqu�, incurriendo en una aparente exageraci�n, decimos de la wagneriana. Es de todo punto imposible lograr el efecto m�ximo y m�s puro del arte esc�nico, sin innovarlo todo, las costumbres y el Estado, la educaci�n y la vida social. El amor y la justicia, si llegan a privar en un solo punto, es decir, en este caso, en el terreno del arte, de acuerdo con la ley de su intr�nseco apremio por fuerza se propagan y no pueden volver a la inmovilidad de su anterior encastillamiento. Siquiera para comprender que la actitud de nuestras artes ante la vida es un s�mbolo de degeneraci�n de esta vida, que nuestros teatros son oprobiosos para los que los construyen y para los que concurren a ellos, hay que cambiar por completo de �ptica y poder ver lo acostumbrado y corriente como cosa muy ins�lita y compleja. Una singular ofuscaci�n del juicio, un mal disimulado prurito de diversi�n, de esparcimiento a toda costa, consideraciones eruditas, aspavientos e histrionismo con la seriedad del arte de parte de los actores, un crudo af�n de lucro de parte de los empresarios, superficialidad y ligereza de parte de una sociedad que s�lo piensa en el pueblo en cuanto es �til o peligroso para ella y que concurre a los teatros y conciertos sin tener jam�s ni pizca de noci�n del deber, todo esto, en su conjunto, constituye la atm�sfera sorda y perniciosa de nuestra vida de arte; mas si se est� acostumbrado a este estado de cosas, como ocurre con nuestras gentes cultas, se cree que esta atm�sfera es necesaria para la salud y se experimenta un malestar si alguna circunstancia impone pasarse temporariamente sin ella. Disp�nese, en efecto, de un simple medio para convencerse con rapidez de lo vulgar, lo singular y embrolladamente vulgar que es nuestra vida teatral: �basta con compararla con la realidad caduca del teatro griego! Suponiendo que no supi�ramos nada de los griegos, tal vez no habr�a manera de criticar nuestros estados de cosas y objeciones como las que Wagner ha sido el primero en hacerlas en gran estilo se tendr�an por fantas�as de gentes que, como si dij�ramos, viven en la luna. Tal como son los hombres� �y siempre han sido as�! �, se dir�a acaso, les basta y corresponde semejante arte. Indudablemente no siempre han sido as�, y hasta en nuestro tiempo hay a quienes no basta el estado de cosas prevaleciente en el teatro, como lo prueba el hecho de Bayreuth. All� encontr�is a espectadores preparados y ungidos, la emoci�n de hombres que se hallan en el colmo de la dicha y precisamente en ella sienten concentrado todo su ser para dejarse incitar a afanes m�s elevados y de mayor envergadura; all� encontr�is la m�s abnegada devoci�n de los artistas y el espect�culo supremo: el creador triunfante de tina obra que es, a su vez, s�ntesis de multitud de realizaciones art�sticas triunfantes. �No parece, casi, obra de magia poder presenciar en nuestra �poca fen�meno semejante? Aquellos a los que es dado ser ah� colaboradores y cotestigos, �no estar�n necesariamente transmulados y renovados, para, a su vez, obrar transmutaci�n y renovaci�n en otros terrenos de la vida? �No est� encontrado un puerto, tras la desoladora infinidad del mar? �No hay ah� bonanza tendida sobre las aguas? Quien de la profundidad y soledad que configuran el clima emocional ah� imperante vuelve a los muy diferentes llanos de la vida, �no siente constantemente aflorar a sus labios la pregunta de Isolda?: ��C�mo soport� esto? �C�mo lo soporto todav�a?� Y si no aguanta encerrar dentro de s� mismo su ventura y desventura, en actitud ego�sta, aprovechar� en adelante cualquier oportunidad para atestiguarlas por actos. Preguntar�: �D�nde est�n los que sufren del estado de cosas a la saz�n imperante? �D�nde est�n nuestros aliados naturales a cuyo lado podamos luchar contra la proliferaci�n arrolladora de la actual �ilustraci�n�? Pues por lo pronto � �por lo pronto! � tenemos un solo enemigo: precisamente esos �ilustrados�, para quienes la palabra �Bayreuth� significa una de sus m�s aplastantes derrotas: no colaboraron, se opusieron furiosamente o recurrieron a esa sordera, a�n m�s eficaz, que ahora se ha convertido en el arma habitual del antagonismo m�s circunspecto. Mas precisamente por esto sabemos que no pudieron destruir la esencia de Wagner, impedir su obra, por su hostilidad y perfidia; adem�s, han revelado que son d�biles y que la oposici�n de los que detentan el poder ya no resistir� muchos embates. Es �sta la oportunidad para quienes quieran conquistar y triunfar portentosamente; los reinos m�s vastos est�n abiertos, est� un interrogante puesto a los nombres de los propietarios donde quiera que haya propiedad. As�, por ejemplo, est� puesto en evidencia el estado ruinoso del edificio de la educaci�n, y en todas partes hay quienes ya lo han abandonado callandito. �Ojal� se pudiera llevar a los que desde ya est�n profundamente descontentos con �l a una actitud de abierta rebeld�a y declaraci�n de guerra! �Ojal� se les pudiera sacar su fastidio azorado! S� que descontar precisamente la silenciosa contribuci�n de esos hombres del rendimiento de toda nuestra ilustraci�n significar�a debilitar �sta por gravisima sangr�a. De los eruditos, por ejemplo, s�lo quedar�an bajo el antiguo r�gimen los contaminados de la locura pol�tica y los literatos de toda laya. El repugnante sistema que ahora extrae sus fuerzas del arrimo a las esferas de la violencia y la injusticia, del Estado y de la sociedad, y halla su ventaja en volver �stos cada vez m�s malos, sin este arrimo es una cosa endeble y agotada; con despreciarlo profundamente basta para echarlo por el suelo. Quien lucha por la justicia y el amor entre los hombres ciertamente no ha de temerle; pues sus verdaderos enemigos se enfrentar�n con �l cuando haya puesto fin a la lucha que por lo pronto libra a su vanguardia: la cultura actual.

Para nosotros significa Bayreuth la consagraci�n a la ma�ana de la jornada de lucha. No se podr�a cometer con nosotros m�s grave injusticia que suponer que nos interesa �nica y exclusivamente el arte, como si hubiese de reputarlo un remedio y narc�tico para librarse de todos los dem�s estados miserables. Esa obra de arte tr�gica en Bayreuth se nos aparece precisamente como la lucha de los individuos contra todo lo que los enfrenta como necesidad aparentemente invencible: contra el Poder, la Ley, la Tradici�n, los convencionalismos y �rdenes enteros de las cosas. No cabe para los individuos vida m�s hermosa que prepararse para la muerte e inmolarse en la lucha por la justicia y el amor. La mirada que fija en nosotros el ojo misterioso de la tragedia no es un hechizo que enerve e inhiba. No obstante que exige reposo mientras nos mira, pues el arte no existe para la lucha misma, sino para las treguas que le preceden y van intercaladas en ella, esos minutos en que mirando atr�s al pasado y anticipando el futuro captamos lo simb�lico y con una sensaci�n de leve cansancio se nos acerca un sue�o reparador. No tarda en empezar la jornada y la lucha, las sombras sagradas se esfuman y el arte est� otra vez lejos de nosotros; pero su solaz penetra al hombre desde la hora matutina. En todas partes comprueba el individuo su insuficiencia personal: �de d�nde sacar�a fuerzas para luchar, si antes no hubiese sido consagrado a algo impersonal! La m�s negra agon�a del individuo: la falta de comuni�n de todos los hombres en el saber, la certidumbre de las aprehensiones �ltimas y la desigualdad de las capacidades, todo esto lo hace necesitado de arte. No se puede ser feliz mientras todo sufra y se acarree sufrimiento en nuestro derredor; no se puede ser �tico mientras la marcha de las cosas humanas est� determinada por la violencia, el enga�o y la injusticia; ni siquiera se puede ser sabio mientras la humanidad toda no haya rivalizado por sabidur�a y no introduzca al individuo del modo m�s sabio en la vida y el saber. �C�mo para soportar este triple sentimiento de insuficiencia, si uno en su mismo luchar, aspirar y sucumbir no pudiese percibir algo sublime y cargado de significaci�n y no aprendiese por la tragedia a gozar con el ritmo de la grande pasi�n y el sacrificio de la misma!. El arte, ciertamente, no adiestra y educa para la acci�n inmediata; el artista jam�s es en este sentido educador y mentor; los objetos apetecidos por los protagonistas tr�gicos no por ello son las cosas apetecibles en s� mismas. Como en los sue�os, est� alterada la valoraci�n de las cosas mientras nos sintamos sometidos al influtjo del arte: lo que en esa situacion reputamos tan apetecible que asentimos al protagonista tr�gico que prefiere morir a renunciar a ello, para la vida real rara vez es de id�ntico valor y digno de id�ntica energ�a y determinaci�n; y es que el arte es la actividad del que descansa. Las luchas que muestra son simplificaciones de las luchas reales de la vida; sus problemas son abreviaciones del juego infinitamente intrincado de los actos y afanes humanos. Mas la grandeza y necesidad del arte radica precisamente en que crea la apariencia  de un mundo m�s simple, de una soluci�n m�s breve de los enigmas de la vida. Quien sufre de la vida no puede pasarse sin esta apariencia, del mismo modo que nadie puede pasarse sin el sue�o. Cuanto m�s ardua es la faena de desentra�ar las leyes de la vida, tanto m�s ansiosamente anhelamos, siquiera por momentos, esa apariencia de simplificaci�n, tanto m�s grande es la tensi�n entre el conocimiento general de las cosas y el poder espiritual-moral del individuo. Existe el arte para que no se rompa el arco.

Quiere la tragedia que el individuo quede consagrado a algo impersonal, que se olvide �l de la terrible angustia que le causan la muerte y el tiempo, pues en el m�s fugaz instante, en el m�s m�nimo fragmento de su vida, puede sobrevenirle algo sagrado que compense con creces toda lucha y todo apremio, esto es, la conciencia tr�gica. Aunque la humanidad toda tenga que perecer un d�a � �y qui�n va a dudar de esto! �, para todos los tiempos por venir le est� fijada como tarea suprema la meta de fundirse de tal modo en lo uno y com�n que se encamina a su perdici�n, como un todo, con una conciencia tr�gica. En esta tarea suprema va impl�cito todo ennoblecimiento de los hombres; su repudio definitivo determinar�a el cuadro m�s sombr�o que pueda concebir el amigo de los hombres. �He aqu� c�mo siento yo! No hay m�s que una esperanza y garant�a para el porvenir de la humanidad: la conservaci�n de la conciencia tr�gica. El m�s triste lamento tendr�a que resonar por los �mbitos de la tierra si los hombres llegasen a perderla por completo; y no existe goce m�s inefable que el de saber lo que nosotros sabemos: que la conciencia tr�gica est� de nuevo integrada en el mundo. Pues este goce es en un todo suprapersonal y universal, j�bilo de la humanidad ante la garant�a de conexi�n y perduraci�n de lo humano en s�.

 

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Wagner situ� la vida actual y el pasado bajo el rayo de luz de un conocimiento lo bastante intenso para permitir ver hasta una distancia extraordinaria; es, as�, un simplificador del mundo. Pues siempre la simplificaci�n del mundo consiste en que la mirada del cognoscente ha logrado una vez m�s dominar la inmensa multiplicidad anonadadora de un aparente caos y comprime en una unidad lo que ha estado divorciado. Wagner hizo esto encontrando relaci�n entre dos cosas que parec�an desenvolverse, fr�as y extra�as una a la otra como en sendas esferas separadas entre s�: entre la m�sica y la vida, y tambi�n entre la m�sica y el drama. No ha inventado o creado estas relaciones, que mir�ndolo bien est�n ah� al alcance de todo el mundo; y es que el gran problema siempre se parece a la piedra preciosa por encima de la cual pasan millares, hasta que uno la recoge al fin. �Qu� significa, se pregunta Wagner, el hecho de que en la vida de los hombres modernos se haya originado precisamente un arte como el de la m�sica con una fuerza tan prodigiosa? Plantear esta cuesti�n no quiere decir que se estime en poco esta vida; muy al contrario, precisamente cuando se consideran todas las grandes potencias propias de esta vida y se concibe la imagen de una existencia pujante que lucha por libertad consciente e independencia del pensamiento aparece la m�sica en este mundo como un enigma. �,No hay que decir: es imposible que la m�sica se haya originado en esta �poca? �Qu� es entonces su existencia? �Una casualidad? Un gran artista aislado ciertamente podr�a ser una casualidad, pero la aparici�n de una serie dle grandes artistas, como la exhibe la historia moderna de la m�sica, y que tiene un solo precedente: en los tiempos de los griegos, sugiere que en eso no rige el azar, sino la forzosidad. Esta forzosidad, en fin, es el problema al que Wagner da una respuesta.

Se percat� ante todo de una calamidad que abarca todo el orbe de las naciones civilizadas: ha enfermado el lenguaje, y sobre toda la evoluci�n humana gravita la presi�n de esta tremenda enfermedad. Al tener que escalar constantemente el lenguaje los �ltimos pelda�os de lo asequible a �l, para captar lo m�s lejos posible del sentimiento intenso, al que originariamente supo corresponder en cabal simplicidad, lo contrario del sentimiento, esto es, el reino del pensamiento. Su fuerza se ha agotado a causa de este continuo estirarse en el breve lapso de la civilizaci�n moderna; as� que ahora ya no es capaz de hacer precisamente aquello que es su exclusiva raz�n de ser: proporcionar a los que sufren un medio de entenderse sobre los m�s simples apremios de la vida. El hombre que se debate en el apremio ya no puede darse a conocer por medio del lenguaje, quiere esto decir que no puede comunicarse verdaderamente; en este estado sordamente sentido el lenguaje ha llegado a ser, en todas partes, una potencia aut�noma que ase a los hombres con brazos fantasmales y los empuja a donde en definitiva no quieren ir en cuanto ellos tratan de entenderse y unirse para una obra comun, se apodera de ellos la locura de los conceptos generales, m�s a�n, de los meros sonidos de palabras, y como consecuencia de esta incapacidad para comunicarse las creaciones de su sentido colectivo llevan el signo del no entenderse, en cuanto no corresponden a los verdaderos apremios, sino tan s�lo a la vacuidad de esas palabras y conceptos prepotentes. As�, a todas sus calamidades la humanidad agrega la de lo convencional, es decir, del entendimiento en cuanto a palabras y actos sin entendimiento respecto del sentimiento. As� como en la curva descendente de todo arte es alcanzado un punto donde sus medios y formas, en morbosa proliferaci�n, logran un tir�nico predominio sobre las j�venes almas de los artistas y los convierten en sus esclavos, as� ahora, conforme decaen los lenguajes, se es esclavo de las palabras. Bajo csta coerci�n ya nadie puede mostrarse tal como es, hablar ingenuamente; y pocos son capaces de salvaguardar su individualidad, en lucha con una ilustraci�n que cree demostrar su eficacia, no promoviendo sentimientos y necesidades distintos, sino envolviendo al individuo en la red de los �conceptos distintos� y ense��ndole a pensar con justeza; como si tuviese valor alguno hacer de nadie un ser que piensa y razona con justeza, si no se ha logrado previamente hacer de �l uno que siente con justeza. Cuando en el seno de una humanidad de tal modo lastimada suena la m�sica de nuestros maestros alemanes, �qu� es lo que suena, en definitiva? Pues el sentimiento justo, el enemigo de todo lo convencional, de toda enajenaci�n e incomunicabilidad artificial entre los hombres. Esta m�sica es retorno a la Naturaleza, a la vez que purificaci�n y transmutaci�n de la Naturaleza; pues en el alma de los hombres m�s henchidos de amor ha surgido el impulso incontenible a este retorno y en su arte suena la Naturaleza transmutada en amor.

Tomemos todo esto como la primera respuesta de Wagner a la pregunta por la significaci�n de la m�sica en nuestro tiempo; tiene �l una segunda respuesta. La relaci�n existente entre la m�sica y la vida es no solamente la de una forma de lenguaje con otra forma de lenguaje, sino tambi�n la relaci�n del perfecto mundo del sonido con todo el mundo de la imagen visual. Y bien, tomada como imagen visual y comparada con las manifestaciones pasadas de la vida, la existencia de los hombres modernos evidencia una indecible pobreza y agotamiento, no obstante su indecible multiplicidad, la cual s�lo puede hechizar la mirada m�s superficial. M�rese un poco m�s de cerca y anal�cese la impresi�n de tan turbulento juego de colores, �no es el conjunto como el fulgor y destello de inn�meras piedrecitas y part�culas tomadas de culturas pasadas? �No es todo boato extra�o, movimiento imitado, exterioridad arrogada?, �un traje confeccionado con toda clase de retazos para el desnudo y aterido de fr�o?, �una aparente danza de la alegr�a, impuesta al doliente?, �un aire de opulento orgullo asumido por uno profundamente herido? �Y en medio de todo esto � ocultado y disimulado, nada m�s, por el v�rtigo y torbellino del movimiento � una impotencia gris, un punzante malestar, un diligent�simo aburrimiento, una miseria no admitida! La manifestaci�n del hombre moderno se ha tornado por completo en apariencia; no se hace visible, sino m�s bien se oculta, en lo que ahora aparenta; y el resto de actividad art�stica inventiva que subsiste todav�a en un pueblo, por ejemplo entre los franceses y los italianos, es gastado en el arte de este juego al escondite. Donde quiera que ahora se pida �forma�, en la vida social y el entretenimiento, en la expresi�n literaria, en las relaciones interestatales, se entiende por ella, involuntariamente, una apariencia grata, lo contrario del verdadero concepto de la forma como plasmaci�n forzosa, que nada tiene que ver con �grato� e �ingrato�, por ser algo forzoso, y no arbitrario. Mas tampoco entre los pueblos civilizados donde no se postula expresamente la forma subsiste esta plasmaci�n forzosa; simplemente se es menos feliz, bien que no menos diligente, cuando no m�s, en eso de tender hacia la apariencia grata. Pues hasta qu� punto es grata, aqu� y all�, la apariencia y por qu� a todo el mundo le ha de gustar que el hombre moderno se esfuerce al menos por aparentar, lo siente cada cual en la medida en que �l mismo sea un hombre moderno. �S�lo los galeotes se conocen�dice Tasso�; nosotros hacemos cort�smente como que no conocemos a los dem�s, para que ellos adopten id�ntica actitud hacia nosotros.�

En este mundo de las formas y del postulado de mutuo desconocimiento surgen las almas henchidas de m�sica; �para qu� fin? Mu�vense al comp�s del ritmo grande y libre, con se�orial sinceridad, en una pasi�n que es suprapersonal; arden con el fuego portentosamente sereno de la m�sica que brota en ellos de profundidades insondables; todo esto �para qu� fin?

A trav�s de esas almas anhela la m�sica a su hermana af�n, la gimnasia, como su plasmaci�n necesaria en el reino de lo visible; al buscarla y anhelarla se erige ella en juez de todo el mundo mendaz del presente basado en la ostentaci�n y la apariencia. Tal es la segunda respuesta de Wagner a la pregunta por la significaci�n de la m�sica en nuestro tiempo. �Ayudadme � exhorta �l a todos los que saben o�r � a descubrir esa cultura que predice mi m�sica como rescatado lenguaje del sentimiento justo; tened presente que el alma de la m�sica quiere plasmarse ahora un cuerpo, que a trav�s de todos vosotros trata de abrirse paso hacia la visibilidad en movimiento, acci�n, instituci�n y costumbre! Los hay que captan este llamamiento, y su n�mero aumenta d�a a d�a; tambi�n comprenden de nuevo, por vez primera, lo que quiere decir fundar al Estado sobre la m�sica, lo cual los antiguos griegos no ya comprendieron, sino que se lo exigieron; en cambio los mismos hombres comprensivos repudiar�n al Estado actual no menos categ�ricamente que la mayor�a de las personas repudian ya ahora a la Iglesia. El camino hacia una meta tan nueva y, sin embargo, no siempre inaudita conduce a la admisi�n de la deficiencia m�s bochornosa de nuestra educaci�n y causa propiamente dicha de su incapacidad para librar de la barbarie: le falta el alma impulsora y plasmadora de la m�sica, por cuanto sus requisitos e instituciones son el producto de una �poca en que ni hab�a nacido a�n esa m�sica en que depositamos aqu� una confianza tan significativa. Nuestra educaci�n es la modalidad m�s atrasada del presente, y precisamente con respecto al �nico nuevo factor educativo con que cuenta la humanidad actual, es decir, podr�a contar si se resolviese a no seguir viviendo tan ciegamente aferrada al presente bajo la tiran�a del instante. Porque hasta ahora ella no da albergue al alma de la m�sica, tampoco ha vislumbrado a�n la gimnasia en el sentido griego y wagneriano de esta palabra; y tal es la causa de que sus artistas pl�sticos est�n condenados a la desesperanza, mientras, como todav�a en nuestros d�as, no quieran dejarse conducir por la m�sica a un mundo nuevo de la visi�n; todo talento, cualquiera que sea, llega tarde o llega temprano, de todos modos a destiempo, pues es superfluo y vano, como que hasta lo perfecto y supremo de tiempos pasados, el paradigma de los art�fices actuales, es superfluo y poco menos que vano y apenas si a�n pone piedra sobre piedra. Si en su visi�n interior no ven figuras nuevas delante de s�, sino siempre tan s�lo figuras viejas detr�s de s�, sirven al culto de la historia, no a la vida, y est�n muertos antes de morir. Mas quien ahora siente en s� vida verdadera, fecunda, lo que en estos tiempos significa �nicamente m�sica, �c�mo para ser inducido siquiera por un instante a alentar esperanzas de mayor vuelo por nada de lo que se est� afanando con figuras, formas y estilos? Est� m�s all� de todas las vanidades de esta �ndole; y no espera encontrar milagros de plasmaci�n al margen de su mundo ideal de la audici�n, as� como tampoco espera que nuestros idiomas, agotados y deste�idos, rindan a�n a grandes escritores. Antes que prestar atenci�n a promesas vanas, soporta fijar su mirada de profundo descontento en nuestra modernidad; �que se acumulen en �l odio e hiel, ya que su coraz�n carece de la calidez suficiente para compadecer! �Hasta la malicia y el escarnio son preferibles a eso de abandonarse a un contento falaz y a una borrachera secreta al modo de nuestros �amantes del arte�! M�s a�n cuando �l sabe m�s que negar y escarnecer; aun cuando sabe amar, compadecer y colaborar en la tarea constructiva, por lo pronto tiene que negar, para as� abrir paso a su alma pronta a ayudar. Para que llegue el d�a en que la m�sica eleve a muchos hombres y haga de ellos los confidentes de sus m�s altos prop�sitos, hay quee acabar primero con esa manera fr�vola de tratar con tan sagrado arte; es preciso desechar la base de nuestros entretenimientos art�sticos, teatros, museos, sociedades de conciertos, es decir, precisamente a ese �amante del arte�; los favores oficiales que se dispensan a sus deseos deben ceder el paso a la hostilidad; al juicio p�blico, que propugna precisamente el adiestramiento para ese amor al arte, ha de sustituirse otro juicio mejor. Por lo pronto, hasta al enemigo declarado del arte  debemos considerarlo como un verdadero y �til aliado, ya que lo que �l combate no es, en fin, sino el arte tal como lo entiende el �amigo del arte� y �como que no conoce otro! No hay inconveniente en que le reproche al amigo del arte el despilfarro de dinero que significa la construcci�n de sus teatros y monumentos p�blicos, el empleo de sus �famosos� cantantes y actores y el mantenimiento de sus escuelas de artes y galer�as totalmente est�riles; sin contar la cantidad de energ�as, tiempo y dinero que se gasta en todos los hogares en la educaci�n para presuntos �intereses art�sticos�. No hay ni hambre ni saciedad, nada m�s que un flojo jugar con la apariencia de una y otra, ideado para una absolutamente f�til exhibici�n con miras a enga�ar el juicio del pr�jimo; o lo que es a�n peor: all� donde se toma el arte relativamente en serio hasta se le pide que produzca una especie de hambre y apetencia y se tiene entendido que su tarea consiste en provocar artificialmente esta excitaci�n. Como si se temiese sucumbir a s� mismo por asco y embotamiento, se movilizan todos los demonios malignos para hacerse acosar por estos cazadores cual venado; ans�ase sufrimiento, ira, odio, enardecimiento, sobresalto y sobrecogido suspenso, y se llama al artista, para que conjure esta caza infernal. El arte es ahora, en la ps�quis de nuestras gentes cultas una necesidad del todo mendaz o vergonzosa y degradante, una nada o un algo malo. El artista bueno y excepcional vive como sumido en un sue�o aturdidor que le impide ver todo eso y repite, vacilante, palabras de fantasmal belleza que le parecen llegar desde �mbitos remotos, pero que no percibe distintamente; el artista de nov�simo cu�o, en cambio, desprecia el enso�ado tanteo y balbuceo de su compa�ero m�s noble que �l y lleva de la cuerda toda la feroz jaur�a de las pasiones y los impulsos atroces, para soltarlas a pedido contra los hombres modernos, quienes prefieren ser acosados, heridos y despedazados a tener que convivir consigo mismos tranquilamente. �Consigo mismo!: esta idea hace estremecer con horror a las almas modernas; tal es su miedo y pesadilla.

Mirando pasar en las ciudades populosas a los millares con la expresi�n del embotamiento o de la prisa febril, me digo una y otra vez: �qu� mal a gusto se sentir�n! Para todos estos hombres el arte s�lo existe para atenuar su malestar; para que se vuelvan a�n m�s embotados y absurdos o a�n m�s apresurados y codiciosos. Pues el sentir no justo los domina y adiestra sin cesar y no tolera que admitan ante s� mismos su miseria; cuando quieren hablar, el convencionalismo les susurra algo al o�do, as� que se olvidan de lo que se propon�an decir; cuando quieren entenderse, su mente est� paralizada como por obra de f�rmulas m�gicas, as� que le llaman felicidad a lo que es su calamidad y para su propia desgracia se unen con empe�o. Est�n, pues, totalmente transformados, degradados a la condici�n de esclavos sumisos del sentir no justo.

 

6

Me limitar� a consignar dos ejemplos para demostrar como se ha extraviado el sentir en nuestra �poca y que �sta no tiene conciencia de dicho extrav�o. Otrora, se miraba con un sincero desprecio aristocr�tico a los hombres que traficaban con dinero, aun cuando no se pod�a prescindir de ellos; se admit�a que toda sociedad precisaba sus correspondientes intestinos. Ahora, estos hombres son la potencia dominante en el alma de la humanidad moderna, constituyendo su parte m�s codiciosa. Otrora, contra nada se preven�a tan insistentemente como contra la tendencia a tomar demasiado en serio el d�a, el momento, y se recomendaba el nil admirari y la preocupaci�n por los negocios eternos. Ahora, no ha quedado en el alma moderna m�s que una exclusiva seriedad, que se refiere a las noticias period�sticas o telegr�ficas. �A aprovechar el momento y juzgarlo con m�xima presteza para sacar provecho de �l! Dij�rase que a los hombres actuales tampoco les ha quedado m�s que una sola virtud: la presencia de �nimo. Por desgracia, en realidad no se trata m�s que de la omnipresencia de una codicia s�rdida, insaciable, y una curiosidad febril en todo el mundo. Es la nuestra una �poca vil, pues celebra lo que despreciaron anteriores �pocas aristocr�ticas; y si encima de todo se ha apropiado todas las galas de pasada sabidur�a y arte y se pavonea envuelta en este m�s precioso de todos los ropajes, evidencia una conciencia desconcertante de su propia vileza por cuanto no necesita y usa este ropaje para abrigarse, sino tan s�lo para enga�ar sobre s� misma. La necesidad de disimular y ocultarse se le antoja m�s apremiante que la de resguardarse para no perecer de fr�o. As�, los actuales eruditos y fil�sofos no usan la sabidur�a de la India y la Grecia para volverse, personalmente, serenos y sabios; su trabajo s�lo ha de servir para procurar al presente una fama falaz de sabidur�a. Los estudiosos de la historia animal se esfuerzan por presentar como leyes inmutables los arrebatos animales de violencia, perfidia y sed de venganza en las relaciones actuales entre los Estados y los hombres. Los historiadores se desviven por demostra las tesis de que cada �poca tiene su propio derecho, sus propias circunstancias y situaciones, a fin de preparar ya mismo el concepto b�sico de la defensa para cuando llegue el d�a del juicio que se abatir� sobre nuestra �poca. La teor�a del Estado, del pueblo, de la econom�a, del comercio, del derecho: todo tiene ahora este car�cter preparatorio apolog�tico; m�s a�n, se dir�a que el esp�ritu que act�a todav�a sin ser gastado en los engranajes del vasto mecanismo de la ganancia y del poder est� exclusivamente dedicado a la tarea de defender y disculpar el presente.

�Ante qu� acusador?, se pregunta con extraneza.

Ante la propia mala conciencia.

Y aqu� se pone tambi�n en evidencia, de golpe, la tarea del arte moderno: �embotamiento o embriaguez! �Adormecer o aturdir! �Transformar la conciencia en inconciencia, de un modo o del otro! �Ayudar al alma moderna a librarse del sentimiento de culpabilidad, no a recuperar la inocencia! �a librarse de �l al menos por momentos! �Defender al hombre ante �l mismo, llev�ndolo a un estado en que tiene que callar, no puede o�r! A los pocos que siquiera una vez hayan sentido cabalmente esta tarea por dem�s vergonzosa, esta terrible degraciaci�n del arte, se les habr� llenado hasta el tope el alma para siempre de desesperaci�n y l�stima; mas tambi�n de un anhelo nuevo, incontenible. Quien se propusiera liberar el arte, restaurarlo en su santidad no profanada, tendr�a ante todo que liberarse a s� mismo del alma moderna; s�lo como hombre inocente le ser�a dable encontrar la inocencia del arte; le incumbir�a llevar a cabo dos tremendas purificaciones y consagraciones. Y si triunfaba en este cometido, si desde el alma liberada hablaba con su arte liberado a los hombres, lo confrontar�a el peligro m�s grave, la lucha m�s formidable: los hombres preferir�an hacerlo trizas a �l y su arte antes que admitir que ante ellos deber�an morir de verg�enza. Cabe la posibilidad de que la redenci�n del arte, el �nico rayo de luz a esperar en los tiempos que corren, sea un acontecimiento circunscrito a unas pocas almas solitarias, en tanto que el mont�n soporta para siempre la vista del fuego llameante y humeante del arte suyo: como que no quieren  luz, sino deslumbramiento; como que odian a la luz sobre s� mismos.

De modo que eluden al nuevo portador de luz; pero �ste, impulsado por el amor en que ha nacido, corre tras ellos y les quiere hacer violencia. �Deb�is pasar por mis misterios � les dice �; necesit�is sus purificaciones y conmociones. Usadlo, para bien vuestro, y abandonad por una vez el t�trico pedazo de Naturaleza y vida que parece ser el �nico que conoc�is: yo os conduzco a un reino que a su vez es real; vosotros mismos, al volver de mi cueva a la luz de vuestro d�a, dir�is cu�l vida es m�s real y d�nde est� propiamente la luz del d�a y d�nde la cueva. La Naturaleza es por dentro mucho m�s plet�rica, portentosa, inefable, pavorosa: no la conoc�is en vuestra existencia habitual; aprended a ser vosotros mismos otra vez Naturaleza y dejaos transmutar a la par y dentro de ella por mi hechizo de amor y fuego.�

Es la voz del arte de Wagner la que as� les habla a los hombres. El que a los hijos de una �poca miserable nos haya sido dable ser los primeros en percibirla demuestra que precisamente esta �poca es digna de conmiseraci�n y, en un plano general, que la verdadera m�sica es fatum y ley primordial. Pues es de todo punto imposible explicar el hecho de hacerse o�r all� precisamente ahora por alguna casualidad f�til y absurda; un Wagner casual hubiera sido aplastado por el poder arrollador del otro elemento al que hab�a estado arrojado. Rige el proceso de gestaci�n del verdadero Wagner una forzosidad transfiguradora y justificadora. Su arte, si es observado en la marcha de su elaboraci�n, es el m�s estupendo espect�culo, por muy doloroso que haya sido ese proceso de gestaci�n; pues se dan por doquier raz�n, ley y finalidad. El observador, arrebatado por tan divino espect�culo, ensalzar� esta misma dolorosa gestaci�n y considerar�, gozoso, que todo redunda en ventaja y provecho del natural y el talento predeterminados, por m�s que tengan que pasar por escuelas duras que cada peligro les vale un aumento de pujanza y cada victoria, un plus de circunspecci�n, que se nutren con veneno y desventura y, sin embargo, crecen sanos y robustos. Las burlas y resistencias del mundo circundante les sirven de est�mulo y acucia; cuando se descaminan, vuelven del extrav�o y de la soledad con la presa m�s maravillosa; cuando duermen, �durmiendo adquieren nuevas fuerzas�. Templan el cuerpo y acrecientan su eficiencia; no roban vida conforme aumenta su vitalidad; gobiernan al hombre cual una pasi�n alada y le hacen volar precisamente cuando la arena ha cansado sus pies y las piedras los han lastimado. No pueden por menos de compartir, todo el mundo ha de cooperar en su obra, no regatean sus dones. Rechazados, obsequian a�n m�s generosamente; abusados por el obsequiado, ofrecen hasta la joya m�s valiosa que poseen, y en todos los tiempos los obsequiados no han sido del todo dignos del obseauio. As�, el natural predeterminado por cuyo conducto habla la musica al mundo fenom�nico es lo m�s enigm�tico que existe bajo el sol, un abismo en cuyo fondo se desposa la fuerza con la bondad, un puente tendido entre la egocentricidad y la ajenaci�n de s� mismo. �Qui�n es capaz de definir netamente el fin para el cual existe, aun suponiendo que en la forma en que se gest� pueda adivinarse un proceso operante con vista a un fin? Mas, eso s�, sobre la base de la adivinaci�n venturosa cabe preguntar: �ser� de veras que lo superior existe por lo inferior, el talento mas portentoso por los talentos m�s pobres, la suprema virtud y santidad por los enclenques? �Debi� sonar la verdadera m�sica por ser lo que menos merec�an, pero m�s necesitaban los hombres? Si se considera cabalmente el milagro inefable de esta posibilidad y entonces se mira hacia atr�s a la vida, �sta brilla, por muy t�trica y gris que antes se haya presentado.

 

7

Es inevitable que el observador ante quien se yergue una personalidad como Wagner revierta de cuando en cuando, involuntariamente, a su propia peque�ez y pobreza y se pregunte: �para qu� me sirve?, �a qu� existo yo? Lo m�s probable es que se quede corto en contestar y que est� ah� sorprendido y desconcertado ante su propio ser. B�stele entonces haber tenido esta experiencia; perciba en el hecho de que se siente enajenado a su propio ser la respuesta a esas preguntas. Pues precisamente en virtud de este sentimiento participa de la m�s portentosa manifestaci�n vital de Wagner, del centro de su fuerza, de esa demon�aca transferibilidad y autoenajenaci�n de su modo de ser, el que puede comunicarse a otros del mismo modo que se comunica a s� mismo otros modos de ser y el que en el dar y tomar tiene su grandeza. Al sucumbir aparentemente el observador a la esencia desbordante de Wagner, es que ha participado de su fuerza y, as�, en cierto modo por obra de �l, se ha vuelto poderoso en contra de �l. Todo el que ahonde en el autoan�lisis sabe que aun la observaci�n supone un misterioso antagonismo: el del mirar en contra. Si su arte nos hace experimentar todo lo que sobreviene a un alma que se pone en camino, participa de otras almas y su destino y aprende a mirar al mundo por muchos ojos, en virtud de tal distanciamiento y enaienaci�n despu�s de haberlo experimentado a �l mismo podemos tambi�n verlo a �l mismo. Sentimos entonces del modo m�s categ�rico que en Wagner todo lo visible del mundo quiere cobrar profundidad y contenido interior de lo audible y busca su alma perdida y que, asimismo, en �l todo lo audible del mundo quiere tambi�n como fen�meno visual salir y ascender a la luz, dij�rase cobrar corporalidad. Su arte lo conduce siempre por la doble senda: de un mundo constituido en espect�culo auditivo a otro mundo enigm�ticamente af�n constituido en espect�culo visual, y viceversa; en todo momento est� constre�ido � y el observador a la par suya � a traducir el movimiento visible de vuelta a alma y vida primaria y a ver el m�s rec�ndito desenvolvimiento del interior como fen�meno tangible, dot�ndolo de un cuerpo ficticio. Todo esto es la esencia del dram�tico ditir�mbico, tomado este concepto en un sentido tan lato que abarca a un tiempo al actor, al poeta y al m�sico; concepto que asimismo debe ser derivado necesariamente de la �nica encarnaci�n perfecta del dram�tico ditir�mbico anterior a Wagner: Esquilo y sus colegas griegos. Si se ha tratado de explicar las m�s grandiosas evoluciones por inhibiciones o lagunas interiores; si, por ejemplo, para Goethe la poes�a era una especie de suced�neo de una malograda vocaci�n de pintor; si cabe hablar de los dramas de Schiller como de elocuencia trunca de tribuno; si el propio Wagner intenta explicarse el culto alem�n de la m�sica tambi�n suponiendo que por falta del impulso seductor de una voz naturalmente melodiosa los alemanes estaban obligados a considerar a la m�sica con la misma profunda seriedad que sus hombres de la Reforma al cristianismo, entonces, relacionando en forma parecida la evoluci�n de Wagner con tal inhibici�n interior, cabe suponerle un primario talento de actor que al no poder satisfacerse del modo m�s inmediato, m�s com�n, hall� su expediente y salvaci�n en la movilizaci�n de todas las artes con miras a una grande revelaci�n histri�nica. Mas entonces igualmente bien podr� decirse que un prodigios�simo talento musical, desesperado por tener que dirigirse a los semimusicales y los no musicales, forz� el acceso a las dem�s artes, para comunicarse al fin con m�ltiple distinci�n e imponer comprensi�n, la comprensi�n m�s popular. Cualquiera que sea la noci�n que se tenga acerca de la evoluci�n del primario dram�tico, en su madurez y perfecci�n es un ser sin ninguna inhibici�n ni laguna: el artista propiamente dicho que no puede por menos de pensar en t�rminos de todas las artes a un tiempo, el mediador y conciliador entre esferas en apariencia separadas entre s�, el restaurador de una unidad y una totalidad del poder art�stico que no cabe barruntar ni escrutar, sino �nicamente demostrar por la realizaci�n. Y esta realizaci�n subyuga cual hechizo absolutamente desconcertante, sobremanera atrayente, al hombre ante quien tiene lugar de repente; est� �ste de pronto ante un poder que anula la resistencia de la raz�n, mas a�n, hace aparecer todo lo otro en que hasta entonces se basaba la existencia como cosa irracional e inconcebible. Situados fuera de nuestro propio ser, nadamos en un misterioso elemento �gneo, no nos entendemos m�s a nosotros mismos, no reconocemos m�s ni lo m�s conocido; no disponemos m�s de medida alguna; todo lo r�gidamente legal, todo lo fijo, empieza a moverse, todas las cosas ostentan colores nuevos, nos hablan en caracteres nuevos; hay que ser un Plat�n para tomar, no obstante esta mezcla de goce y miedo violentos, una decisi�n y decirle al dram�tico: �Cuando se incorpore a nuestra comunidad un hombre que en virtud de su sabidur�a ser�a capaz de llegar a ser todo lo que quisiera y de imitar cualquier cosa, estamos dispuestos a venerarlo como a un ser santo y prodigioso, a verterle ung�entos sobre la cabeza y ce�irla con lana, pero trataremos de inducirlo a que se traslade a otra comunidad�. Es posible que quien viva en la comunidad plat�nica pueda y deba arrancarse semejante decisi�n; los que vivimos en muy otra comunidad anhelamos y pedimos la visita del mago, aunque nos infunda miedo, precisamente para que nuestra comunidad, con la mala raz�n y el mal poder que encarna, por una vez aparezca negada. Un estado de la humanidad, de su comunidad, costumbre, orden y disposici�n general, que pueda prescindir del artista imitativo tal vez no sea francamente imposible, mas este �tal vez� figura entre los m�s temerarios que existen; hablar de esto debiera ser permitido �nicamente al que sea capaz de generar y sentir, anticipando, el momento culminante de todo lo por venir y acto seguido haya de quedar ciego, como Fausto (y tambi�n tenga derecho a ello), pues nosotros no tenemos derecho ni a esta ceguera, en tanto que por ejemplo Plat�n tuvo derecho a estar ciego para toda realidad hel�nica, tras su solo atisbo de la idealidad hel�nica. Los otros, por el contrario, hemos menester el arte precisamente porque ante lo real hemos cobrado la visi�n; y hemos menester precisamente al dram�tico integral, para que siquiera por espacio de horas nos redima de la terrible tensi�n que expcrimenta ahora el hombre vidente entre s� y las tareas que le est�n impuestas. Junto con �l escalamos los pelda�os mas altos del sentir, y s�lo all� creemos estar de vuelta en la Naturaleza libre y el reino de la libertad; desde all�, como en tremendos espejismos, nos vemos a nosotros mismos y a nuestros semejantes, en lucha, triunfo y perdici�n, como algo sublime y cargado de significaci�n, gozamos con el ritmo de la pasi�n y con el sacrificio de la misma, a cada paso formidable del h�roe percibimos el sordo eco de la muerte y captamos en la proximidad de ella el encanto supremo de la vida; transformados as� en hombres tr�gicos, retornamos a la vida singularmente reconfortados, penetrados de una antes desconocida sensaci�n de seguridad, como habiendo encontrado el camino que desde extremos peligrosos, excesos y �xtasis nos conduce de vuelta a lo limitado y familiar, all� donde se podr� practicar un trato de superior afabilidad, en todo caso uno de m�s aristocr�tica elegancia que antes, porque en comparaci�n con la trayectoria que nosotros hemos recorrido, bien que tan s�lo so�ando, todo lo que ah� aparece como gravedad y apremio, como caminata rumbo a una meta, semeja fragmentos singularmente aislados de esas experiencias integrales de las que tenemos conciencia sobrecogidos de pavor. Hasta nos meteremos en lo peligroso y estaremos tentados a tomar la vida demasiado a la ligera, precisamente por haberla aprehendido en el arte con infinita seriedad, para aludir a palabras de Wagner sobre las vicisitudes de su vida. Pues si ya a los que experimentan, nada m�s, no crean, tal arte de la dram�tica ditir�mbica el ensue�o casi se les antoja m�s verdadero que la realidad, �fig�rese c�mo el creador mismo aprecia este contraste! Helo ah� en medio de los ruidosos ap�strofes e importunidades del d�a, en medio del apremio de la vida, la sociedad y el Estado, �como qu�? Tal vez como si precisamente �l fuese el �nico hombre l�cido, el �nico individuo due�o del sentido de la verdad y la realidad, entre multitudes de durmientes confusos y atormentados, de gentes que se debaten en ilusi�n y sufrimiento; a veces hasta se sentir� algo as� como v�ctima de un insomnio permanente, cual si estuviese condenado a pasarse su vida crudamente clara y consciente en medio de son�mbulos, de seres dados a afectar una seriedad fantasmal, as� que todo aquello que a los demas se les antoja trivial a �l se le aparece desconcertante y se siente tentado a reaccionar con p�cara iron�a a esta impresi�n de apariencia. Mas este sentimiento se quiebra de manera singular al asociarse precisamente a la claridad de su estremecida picard�a otro impulso muy diferente: el ansia de descender de las alturas al llano, el amoroso anhelo de la tierra, de la dicha en el seno de la comunidad, cuando recuerda �l todo aquello de que est� privado como hombre que crea en soledad; como si al momento, cual dios que desciende a la tierra, hubiese de levantar todo lo d�bil, lo humano, lo perdido, �con �gneos brazos hacia el cielo�, para encontrar al fin amor, ya no adoraci�n, y enajenarse por completo en �l. Precisamente el cruce aqu� supuesto es el milagro que en efecto tiene lugar en el alma del dram�tico ditir�mbico; y si su esencia pudiese ser captada tambi�n conceptualmente, deber�a ser en este punto. Pues vive �l los momentos generativos de su arte cuando est� situado en este cruce de encontrados sentimientos y esa extra�eza mitad estremecida, mitad traviesa ante el mundo se a�na con el anheloso af�n de acercarse a este mundo como amante. Entonces, mirada que fija en la tierra y la vida es rayo de sol que ��levanta agua�� acumula nieblas y esparce por ah� vahos cargados de electricidad. Es su mirar penetrante y perspicaz, amoroso y abnegado; y todo lo que entonces ilumina con este doble poder lum�nico de su mirada lleva con pasmosa rapidez a la Naturaleza a descargar todas sus fuerzas, a revelar sus m�s �ntimos secretos por pudor. Es m�s que una met�fora decir que con ese mirar ha sorprendido a la Naturaleza, la ha visto desnuda; quiere ella entonces refugiarse, pudorosa, en sus contrariedades. Lo invisible, lo soterrado, huye a la esfera de lo visible y se manifiesta, lo nada m�s que visible huye al mar oscuro de los sonidos: as� la Naturaleza, al querer ocultarse, revela la esencia de sus contrariedades. En una danza impetuosamente r�tmica m�s airosa, en ademanes ext�ticos, habla el dram�tico primario de lo que entonces tiene lugar en �l, en la Naturaleza; el ditirambo de sus movimientos es aprehensi�n estremecida, traviesa penetraci�n, no menos que un amoroso arrimarse y enajenaci�n gozosa. La palabra sigue, embriagada, el cortejo de este ritmo; aunada con la palabra suena la melod�a; y la melod�a proyecta sus chispas hasta dentro del reino de las im�genes y los conceptos. Una visi�n de ensue�o, parecida y, sin embargo, distinta a la imagen de la Naturaleza y de su pretendiente, se acerca flotando, cuaja en figuras m�s humanas y se explaya en la secuencia de un �ntegro querer heroico �travieso, de un voluptuoso sucumbir y no querer m�s� as� nace la tragedia; as� a la vida se le depara su sabidur�a m�s sublime, la de la concepci�n tr�gica; as�, por �ltimo, surge el m�s portentoso mago y portador de ventura entre los mortales: el dram�tico ditir�mbico.

 

8

La vida propiamente dicha de Wagner, esto es, la paulatina revelaci�n del dram�tico ditir�mbico fue al mismo tiempo una lucha incesante consigo mismo en tanto que �l no era exclusivamente este dram�tico ditir�mbico; la lucha contra el mundo hostil s�lo asumi� para �l proporciones tan feroces y siniestras porque o�a hablar en s� mismo ese �mundo�, ese enemigo seductor, y albergaba en su propio ser un formidable demonio opositor. Cuando surgi� en �l la idea dominante de su vida: que desde el teatro pod�a lograrse un efecto incomparable, el efecto m�s grande de todo arte, esta idea sumi� su ser en un estado de m�xima efervescencia. No comportaba ella una decisi�n clara y luminosa sobre sus ulteriores afanes y actos; por lo pronto aparec�a casi como una simple tentaci�n, como expresi�n de aquella voluntad personal que apetec�a insaciablemente poder y prestigio. Efecto, un efecto incomparable ��por medio de qu�?, �sobre qui�n?� a esto se refer�a en adelante el infatigable interrogar y buscar de su mente y su coraz�n. Ansiaba �l vencer y conquistar como jam�s artista alguno y alcanzar, en lo posible de un golpe, esa tir�nica omnipotencia que anhelaba empujado por sordo af�n. Con mirada celosa, penetrante, evaluaba todo lo que ten�a �xito, y en particular se fijaba en aquel sobre el cual deb�a producirse efecto. Con los ojos m�gicos del dram�tico que lee en las almas como si fuesen la escritura con que est� m�s familiarizado escrutaba al espectador y al oyente; y aun cuando esta penetraci�n con frecuencia lo hund�a en el desasosiego, recurr�a en seguida a los medios de hacerse due�o de ellos. Estos medios estaban a su disposici�n; lo que le produc�a una fuerte impresi�n lo quer�a y pod�a �l tambi�n; aprehend�a de sus modelos, en cada etapa, tanto cuanto �l mismo era capaz de plasmar; nunca dudaba de que para todo lo que le agradaba estaba capacitado �l tambi�n. Quiz� sea en este respecto un hombre a�n m�s �presumido� que Goethe, quien dec�a de s� mismo: �Respecto de cualquier cosa cre�a que ya la ten�a; si se me hubiese puesto una corona en la cabeza, hubiera cre�do que era la cosa m�s natural del mundo�. La capacidad y el �gusto� y tambi�n la intenci�n de Wagner � todo esto se ajustaba en todo momento tal como una llave se ajusta a su correspondiente cerradura, alcanzando lo uno a la par de lo otro grandeza y libertad �; pero en ese entonces �l no era grande y libre. �Qu� le importaba del sentimiento flojo, s� m�s noble, y sin embargo egoc�ntrico solitario, que experimentaba tal o cual amante del arte due�o de una educaci�n literaria o est�tica al margen de las multitudes! En cambio, esas violentas tempestades de las almas que las multitudes desatan en tal o cual exaltaci�n del canto dram�tico, esa embriaguez que de repente hace presa en los �nimos, en un todo genuina y nada interesada, he aqu� lo que reflejaba sus propias vivencias y sentimientos, penetr�ndolo de una ardiente esperanza de m�ximo poder y efecto. As�, lleg� a entender la gran opera como el medio para dar expresi�n a su idea dominante; hacia ella fue empujado por su af�n, hacia la patria de ella enderez� su visual. Un prolongado per�odo de su vida, con audac�simos cambios de planes, estudios, estancias y relaciones, se explica �nicamente por este af�n y por las resistencias exteriores con que no pod�a menos que tropezar este indigente, inquieto, a la vez apasionado e ingenuo artista alem�n. Otro artista entendi� mejor de imponerse en este terreno; y ahora que se ha divulgado poco a poco la muy sutilmente tejida red de influencias muy diversamente puestas en juego por la que Meyerbeer sab�a preparar y obtener cada uno de sus triunfos y el meticuloso cuidado con que era considerada la secuencia de �efectos� en la �pera misma se comprender� el grado de exasperaci�n mortificada que avasall� a Wagner al revel�rsele estos �medios art�sticos� punto menos que imprescindibles para arrancarle un �xito al p�blico. Dudo de que haya habido en la historia gran artista alguno que empezara con tan tremendo error y se abocara tan desenfadada y candorosamente a la plasmaci�n en extremo chocante de un arte. Sin embargo, la forma c�mo lo hizo tuvo grandeza y, por ende, se caracteriz� por una prodigiosa fecundidad. Pues la desesperaci�n generada por la comprensi�n del error lo llev� a comprender el �xito moderno, al p�blico moderno y toda la falacia moderna del arte. Convirti�ndose en cr�tico del �efecto�, relampaguearon por �l vislumbres de su propia purificaci�n. Era como si a partir de entonces el esp�ritu de la m�sica le hablara con un nov�simo hechizo ps�quico. Como si tras larga enfermedad volviese a emerger a la luz, apenas se fiaba ya de mano y ojo, arrastr�ndose por su camino; y, as�, se le antojaba un descubrimiento maravilloso el continuar siendo m�sico, artista, m�s a�n, el haber llegado a serlo s�lo ahora.

Toda ulterior etapa de la evoluci�n de Wagner queda caracterizada por el hecho de que las dos fuerzas b�sicas de su ser se unen cada vez m�s estrechamente: cede la rec�proca esquivez, el yo superior ya no agracia con su servicio al violento hermano m�s terreno, sino que lo ama y no puede menos que ponerse a su servicio. Lo m�s delicado y puro est� al fin, llegada a su t�rmino la evoluci�n, contenido aun en lo m�s portentoso; el impulso vehemente se precipita como antes, pero por otros caminos, hacia all� donde se desenvuelve el yo superior, y �ste, por su parte, desciende con amor a la tierra y en todo lo terreno reconoce su propia alegor�a. De ser posible hablar en esta forma de la meta �ltima y el desenlace de esa evoluci�n sin salirse de la esfera de lo inteligible, es de suponer que tambi�n se dar�a con la expresi�n metaf�rica susceptible de designar una prolongada etapa intermedia de esa evoluci�n; pero yo dudo de aquello y, por lo tanto, no ensayo esto. Esa etapa intermedia queda deslindada hist�ricamente de la anterior y la posterior por dos palabras: Wagner se convierte en revolucionario de la sociedad; Wagner descubre el �nico artista habido hasta entonces, el pueblo poetizante. A lo uno y a lo otro lo llev� la idea dominante, la que tras aquella profunda desesperaci�n y penitencia se presentaba ante �l bajo nueva forma y m�s poderosa que nunca. �Efecto, un efecto incomparable desde el teatro!; pero �sobre qui�n? Se estremec�a con horror Wagner recordando sobre qui�n hasta entonces hab�a pretendido producir efecto. A la luz de su �ntima experiencia comprend�a cabalmente la posici�n vergonzosa en que se encuentran el arte y los artistas, caracterizada por el hecho de que una sociedad falta de alma, o de alma obtusa, que se llama la buena, pero en definitiva es mala, cuenta el arte y a los artistas entre su s�quito sumiso, para la satisfacci�n de necesidades de apariencia. Se percataba de que el arte moderno es un lujo, como as� tambi�n que su suerte est� irremediablemente ligada al derecho de una sociedad de lujo. �sta, as� como mediante el empleo por dem�s despiadado e inteligente de su poder ha sabido volver al pueblo, privado de poder, cada vez m�s servil, bajo y pobre en savia popular y hacer de �l un moderno �trabajador�, tambi�n ha despojado al pueblo de lo m�s grande y puro que �ste se hab�a generado bajo la presi�n del m�s �ntimo apremio y donde, como verdadero y �nico artista, comunicaba cordialmente su alma, es decir, de su mito, su canci�n, su danza, su inventiva en el dominio del lenguaje, para destilar de todo ello un remedio voluptuoso contra el agotamiento y el tedio de su existencia: las artes modernas. C�mo se hab�a originado esta sociedad; c�mo de las esferas de poder aparentemente opuestas sab�a ella extraer nuevas fuerzas; c�mo por ejemplo el cristianismo degenerado en hipocres�a y claudicaci�n se dejaba usar para proteger contra el pueblo, para afianzar a esa sociedad y sus conquistas, y c�mo la ciencia y el erudito se aven�an harto vilmente a esta servidumbre; todo esto lo observ� Wagner a trav�s de los tiempos, para estallar al final de su observaci�n, sacudido por el asco y la rabia: por compasi�n con el pueblo qued� convertido en revolucionario. A partir de entonces lo amaba y lo anhelaba tal como anhelaba su arte; pues,  �ay!, s�lo el pueblo esfumado, artificialmente desplazado, ya apenas entrevisto, se le antojaba ahora el �nico espectador y oyente susceptible de ser digno del portento de la obra de arte por �l so�ada y poder captarla. As�, su meditaci�n se centr� en torno de la pregunta: �C�mo nace el pueblo? �C�mo renace?

Hall� siempre una sola respuesta � si una multitud sufriese el mismo apremio que sufro yo, se dec�a, esta multitud ser�a el pueblo. Y conforme el mismo apremio determinar�a el mismo af�n y anhelo, forzosamente tambi�n se buscar�a el mismo tipo de satisfacci�n y se encontrar�a la misma felicidad en esta satisfacci�n. Al considerar entonces qu� era lo que en medio de su apremio m�s lo reconfortaba y alentaba, m�s intensamente hac�a vibrar las fibras �ntimas de su propio ser, lo penetraba la convicci�n inefable de que eran el mito y la m�sica: el mito que conoc�a como producto y lenguaje del apremio del pueblo; la m�sica que era de origen parecido, bien que a�n m�s misterioso. En estos dos elementos ba�aba y curaba Wagner su alma; eran aquello de que m�s urgente necesidad ten�a: de este hecho, entend�a, le era permitido inferir la afinidad de su propio apremio con el que experiment� el pueblo al nacer y deducir que el pueblo renacer�a si hab�a muchos Wagner. Pues bien, �como se desenvolv�an el mito y la m�sica en la sociedad moderna, en la medida en que no le hab�an sucumbido? Hab�an corrido parecida suerte, lo que testimoniaba su misteriosa vinculaci�n: el mito estaba profundamente degradado y desvirtuado, transformado en �cuento de hadas�, en juguetonamente venturosa posesi�n de los ni�os y las mujeres del pueblo atrofiado, despojado por completo de su maravillosa virilidad grave y santa; la m�sica subsist�a entre los pobres y humildes y entre los solitarios, el m�sico alem�n no hab�a logrado integrarse con fortuna en el r�gimen de lujo de las artes, convirti�ndose, �l mismo, en cuento bizarro, herm�tico, repleto de conmovedores sones y signos, en interrogador torpe, en algo del todo hechizado y necesitado de redenci�n. Ah� el artista percib�a distintamente la orden, a �l s�lo impartida, de retraer el mito a la virilidad y de deshechizar la m�sica, hacerla hablar; sent�a desatado de pronto su poder para el drama, fundado su se�or�o sobre un reino intermedio a�n sin descubrir entre el mito y la m�sica. Lanz� entonces entre los hombres su obra de arte nueva, donde reun�a todo lo portentoso, efectista e inefable que conoc�a, con su pregunta grave, dolorosamente incisiva: ��D�nde est�is los que sufr�s y sois necesitados igual que yo? �D�nde est� la multitud que anhelo como pueblo? Nuestra comunidad de dicha y de consuelo es el signo por el cual os he de reconocer; �vuestra alegr�a ha de revelarme vuestro sufrimiento!� Con Tannhauser y Lohengrin as� pregunt�, as� mir� en torno en busca de almas afines; el solitario ansiaba la multitud.

Pero he aqu� que nadie respondi�. Nadie hab�a entendido la pregunta. No es que se callara; muy al contrario, se contest� a mil preguntas que Wagner ni hab�a hecho, se charl� sobre las obras de arte nuevas como si en definitiva se hubiesen creado para quedar deshechas en vana palabrer�a. Cual una fiebre se declar� entre los alemanes una man�a de hablar y escribir estetizante; se manosearon las obras de arte y la persona del artista con esa falta de recato propia de los eruditos alemanes no menos que de los periodistas alemanes. Wagner trat� por medio de escritos de facilitar la comprensi�n de la pregunta por �l formulada. Renov�se entonces el alboroto y la agitaci�n: por entonces un m�sico que escrib�a y pensaba a todo el mundo se le antojaba un absurdo. Es un teorizante, se clam�, que mediante conceptos basados en sutilizaciones pretende revolucionar el arte; �hay que lapidario! Wagner qued� como anonadado; no se comprend�a su pregunta ni se compart�a su apremio; su obra de arte semejaba una comunicaci�n dirigida a sordos y ciegos, y su pueblo, una quimera. Se tambale� y perdi� el equilibrio. Surgi� ante �l la posibilidad de subversi�n total de todas las cosas, y ya no lo asust� esta posibilidad; tal vez fuera dable plantar m�s all� de la subversi�n y destrucci�n una nueva esperanza; tal vez no; en todo caso la nada era preferible al repugnante algo. Antes de que transcurriera mucho tiempo, Wagner quedaba convertido en refugiado pol�tico y estaba sumido en la nada.

�Entonces, con ese terrible vuelco, tanto de las circunstancias exteriores como de las interiores, es cuando empieza ese per�odo de la vida del gran hombre que resplandece con fulgor de suprema maestr�a, con brillo de oro l�quido! �S�lo entonces el genio de la dram�tica ditir�mbica arroja el �ltimo velo! Est� solo, la �poca se le antoja f�til, ya no alienta esperanzas; de modo que su mirada abarcadora del cosmos desciende de nuevo a las profundidades, y esta vez hasta el fondo. All� ve el sufrimiento concurrente en la esencia de las cosas, y en adelante, vuelto en cierto modo m�s impersonal, acepta m�s resignado el sufrimiento que a �l le corresponde. El anhelo de poder supremo, legado de estados anteriores, se incorpora por completo a la creaci�n art�stica. A trav�s de su arte, Wagner ya no habla mas que consigo mismo, ya no con un �publico� o pueblo, y se esfuerza por comunicarle la m�xima distinci�n y aptitud para tan grandioso di�logo. Todav�a en la obra de arte del per�odo precedente la cosa hab�a sido diferente: tambi�n en ella, Wagner hab�a atendido todav�a, bien que en forma delicada y ennoblecida, al efecto inmediato; como que estaba entendida como pregunta que deb�a provocar una respuesta inmediata. Y muchas veces, deseoso de facilitar la cosa para aquellos a los que se dirig�a su pregunta, y percatado de que no ten�an pr�ctica en eso de ser preguntados, hab�ase amoldado a formas y medios de expresi�n tradicionales del arte; cuando quiera que tuviera motivos para temer que con su propio lenguaje no lograra hacerse entender y convencer, trataba de persuadir y hacer su pregunta en un lenguaje medio extra�o, pero m�s conocido de sus oyentes. Ahora ya no hab�a nada que lo indujera a tal consideraci�n, ya no se propon�a m�s que entenderse consigo mismo, meditar en acaecimientos y filosofar en sonidos sobre la esencia del mundo; el resto de intencionalidad se orientaba hacia las aprehensiones �ltimas. El que sea digno de saber lo que ocurri� en �l en ese entonces, sobre qu� dialog� consigo mismo en la sant�sima oscuridad de su alma � que pocos son dignos de saberlo �, que escuche, mire y viva Trist�n e Iseo, el opus metaphysicum por excelencia de todo arte, obra en que est� fija la mirada desfalleciente de un moribundo, con su insaciable, dulc�simo anhelo de los misterios de la noche y la muerte, lejos, pero muy lejos de la vida que como lo malo, enga�oso y separador brilla con una espantable, pavorosa, claridad matinal y crudeza; drama, por otra parte, de muy austero rigor de la forma, arrebatador en su simple grandeza y s�lo as� adecuado al misterio del que dice, al estar muerto en vida, al ser uno en la dualidad. Mas hay algo a�n m�s maravilloso que esta obra: el artista mismo que despu�s de ella supo crear en breve plazo una imagen c�smica de car�cter totalmente diferente, los Maestros cantores de Nuremberg, y ah� no para la cosa; en ambas obras, en cierto modo, no hizo m�s que descansar y reponerse, para dar cima con pausada prisa al cu�druple edificio ingente proyectado y comenzado con anterioridad: su obra de arte bayreuthiana, el Anillo del Nibelungo, por espacio de veinte a�os objeto de sus afanes. Quien sea capaz de comprobar con extra�eza la vecindad del Trist�n y los Maestros Cantores da as� a entender que en un punto esencial no ha comprendido la vida y el modo de ser de todos los alemanes verdaderamente grandes; no sabe sobre qu� base exclusiva puede prosperar esa serenidad propiamente alemana de Lutero, Beethoven y Wagner que no es comprendida en absoluto por los otros pueblos y que parece haber desertado de los pr�pios alemanes de hoy d�a: esa mezcla gualda, sazonada de ingenuidad, clarividencia de amor, contemplaci�n y picard�a, y servida por Wagner como delicios�sima bebida a todos los que han sufrido intensamente de la vida y se vuelven de nuevo hacia ella, como quien dice, con sonrisa de convaleciente. Y conforme �l mismo adoptaba ante el mundo una actitud m�s conciliadora, conoc�a menos frecuentemente momentos de rabia y asco y no tanto retroced�a ante el poder, sino m�s bien renunciaba a �l con tristeza y amor. A medida que iba adelantando as�, en la intimidad de la creaci�n art�stica, su m�s grande obra, finiquitando partitura tras partitura, ocurri� algo que le hizo prestar atenci�n: vinieron los amigos, para anunciarle un movimiento subterr�neo de muchos �nimos: no era a�n, por cierto, el �pueblo� el que se mov�a y ah� se anunciaba, mas acaso el germen y la fuente primordial de una sociedad verdaderamente humana que se consumar�a en alg�n futuro lejano; por lo pronto tan s�lo la garant�a de que su magna obra podr�a un d�a ser encomendada a hombres devotos, encargados y dignos de velar por este mas glorioso legado a la posteridad. El amor de los amigos vino a prestar mayor brillo y calidez a los colores del d�a de su vida; era compartida, en adelante, su m�s noble preocupaci�n, la de dar cima a su obra y, por decirlo as�, encontrarle albergue antes de que cayera la noche. Y entonces aconteci� algo que Wagner no pudo menos que entender simb�licamente y que signific� para �l un nuevo consuelo y una se�al de buen ag�ero. Lo conmovi� una gran guerra de los alemanes, de los mismos alemanes que sab�a degenerados, enajenados al elevado sentido alem�n que con la m�s l�cida conciencia hab�a escrutado y comprobado en s� mismo y en los otros grandes alemanes de la historia; vio que estos alemanes evidenciaban en una situaci�n tremenda dos aut�nticas virtudes: una valent�a sencilla y cordura, y penetrado de �ntimo gozo empez� a creer que, despu�s de todo, tal vez �l no era el �ltimo alem�n y que un d�a se asociar�a a su obra un poder a�n m�s portentoso que la fuerza devota, pero exigua, de los contados amigos, para ese lapso dilatado que deb�a pasar en espera del porvenir que estaba reservado a ella como obra de arte de este porvenir. Es posible que esa creencia no siempre se salvara del embate de la vida, conforme trataba de elevarse en lo particular a esperanzas inmediatas; en todo caso, sent�ase Wagner poderosamente impulsado a tener conciencia de un elevado deber a�n sin cumplir.

Su obra no habr�a quedado concluida, acabada, si �l se hubiese limitado a encomendarla a la posteridad como partitura muda; deb�a mostrar y ense�ar p�blicamente lo m�s inescrutable, lo m�s reservado a �l, el estilo nuevo para su exposici�n, para su representaci�n, a fin de dar el ejemplo que nadie m�s que �l pod�a dar y as� fundar una tradici�n de estilo que no estuviera escrita en caracteres sobre papel, sino grabada en efectos sobre almas humanas. Hab�a llegado a ser esto para �l un deber ineludible, tanto m�s cuanto que sus dem�s obras hab�an sufrido entretanto, precisamente respecto al estilo de representaci�n, el m�s escandaloso, el m�s absurdo destino: eran famosas, se las admiraba y se las maltrataba, sin que nadie pareciera reaccionar contra este estado de cosas. Pues, por extra�o que parezca, Wagner, en tanto que percatado de qu� clase de hombres eran sus contempor�neos desechaba cada vez m�s categ�ricamente la idea de lograr �xito entre ellos, renunciando a su anhelo de poder, conquistaba ��xito� y �poder�; por lo menos, as� se lo aseguraba todo el mundo. Por m�s que recalcara una y otra vez, y del modo m�s terminante, lo equ�voco y aun mortificante de esos ��xitos�, se estaba tan poco acostumbrado a ver discernir estrictamente a un artista respecto a la naturaleza de sus efectos que no se cre�a plenamente ni en sus m�s enf�ticas protestas. Una vez que hab�a comprendido la relaci�n existente entre nuestra actual vida teatral, el �xito teatral como hoy d�a se lo entiende y el car�cter del hombre de hoy, su alma no quer�a saber m�s nada con este teatro. Ya no le interesaba el entusiasmo est�tico ni el j�bilo de masas exaltadas; m�s a�n, no pod�a menos que ver con rabia c�mo su arte era tragado sin discriminar por las fauces abiertas del aburrimiento insaciable y del af�n de distraerse a toda costa. Que ah� todo efecto era, por fuerza, superficial y puramente exterior; que ah� de hecho se trataba, no tanto de dar de comer a un hambriento, sino m�s bien de hartar a un voraz, lo infer�a Wagner en particular del siguiente fen�meno corriente: todo el mundo, incluso los que interven�an en la ejecuci�n, tomaban su arte como una m�sica esc�nica cualquiera, con arreglo al repugnante canon del estilo de �pera; mas a�n, por obra de los habilidosos directores de orquesta sus obras eran �acondicionadas� para la �pera, en tanto los cantantes, por su parte, s�lo cre�an dominarlas previa extracci�n de su contenido espiritual; y cuando se extremaba el celo, se atend�an las directivas de Wagner con torpeza y con una especie de cohibici�n melindrosa, m�s o menos como si se pretendiese representar el tumulto nocturno en las calles de Nuremberg, tal como est� prescrito en el segundo acto de los Maestros Cantores, mediante bailarines artificiosamente dispuestos procedi�ndose en todo esto de aparente buena fe, sin malas intenciones. Las tentativas esforzadas de Wagner encaminadas a lograr, por la acci�n y el ejemplo, siquiera una representaci�n correcta y completa e introducir a tal o cual cantante en el nuevo estilo de actuaci�n esc�nica hab�an sido barridas una y otra vez por el fango de la ligereza y la indolencia prevalecientes; adem�s, en cada oportunidad lo obligaron a ocuparse de ese mismo teatro que en todas sus manifestaciones hab�a llegado a repugnarle profundamente. Hasta Goethe hab�a perdido las ganas de asistir a las representaciones de su Ifigenia. �Sufro terriblemente�, dec�a en su excusa, �cuando tengo que pelear con esos fantasmas que no aparecen tal como debieran aparecer�. Y eso que aumentaba d�a tras d�a su ��xito� en ese teatro que se le hab�a hecho insufrible; hasta el punto de que al final precisamente los grandes teatros viv�an en su mayor parte de las ping�es ganancias que les reportaba el arte wagneriano en su forma desnaturalizada de arte oper�stico. La confusi�n determinada por esta creciente pasi�n del p�blico teatral hac�a presa incluso en no pocos amigos de Wagner; ten�a �ste que sufrir � �el gran sufriente! � lo peor, que era ver a sus amigos embriagados de ��xitos� y de �triunfos� en los que su concepci�n �nica, sublime, precisamente quedaba hecha trizas y repudiada. Casi parec�a que un pueblo en muchos respectos serio y profundo se encaprichaba respecto de su artista m�s serio en una fundamental frivolidad; como si precisamente por esta raz�n debiera ensa�arse con �l todo lo que ten�a de vil, fr�volo, torpe y malicioso la esencia alemana. Cuando, durante la guerra alemana, parec�a apoderarse de las almas un movimiento m�s grande, m�s libre, Wagner record� su deber de lealtad, que le ordenaba salvar siquiera su obra cumbre de estos �xitos y agravios equ�vocos y establecerla en su entra�able ritmo, como paradigma para todos los tiempos por venir. As� ide� la concepci�n de Bayreuth. Como corolario ese movimiento de las almas, le parec�a presenciar tambi�n el despertar de un m�s acusado sentimiento del deber en aquellos a los que pensaba confiar su m�s precioso bien. De esa correlaci�n de deberes surgi� el acontecimiento que cual extra�o brillo de sol dora estos �ltimos a�os y los pr�ximos; concebido para ventura de un futuro lejano, posible pero no demostrable; para el presente y los hombres exclusivamente presentes poco m�s que un enigma o algo abominable; para los pocos a quienes fue dable colaborar un anticipado goce, una anticipada experiencia de suprema �ndole en virtud de la cual se saben ellos, mucho m�s all� de su vida, dichosos, portadores de dicha y fecundos; para el propio Wagner, un ensombreciniiento hecho de apremio, preocupaci�n, reflexi�n y pena, un renovado desenfreno de los elementos adversos, �mas todo ello eclipsado por la estrella de la lealtad abnegada a esta luz transformado en inefable dicha!

Estar� de m�s decir que trasciende de esa vida el soplo de lo tr�gico. Y el que en su propia alma pueda adivinar algo de esto, el que sepa siquiera un poquito del apremio de un tr�gico enga�o sobre la finalidad de la vida, del torcimiento y de la ruptura de las intenciones, del renunciamiento y de la purificaci�n por amor, en lo que nos muestra ahora Wagner en la obra de arte no puede por menos de intuir una evocaci�n enso�ada de la propia existencia heroica del gran hombre. Sentiremos un poco como si Sigfrido estuviese hablando de sus haza�as; por la m�s entra�able dicha de recordaci�n campea la honda tristeza del verano que se va y la Naturaleza toda est� ah� toda quietud, ba�ada en doradas claridades vespertinas.

 

9

Reflexionar sobre lo que es el artista Wagner y pasar, contemplativo, junto al espect�culo de un poder y deber verdaderamente soberanos: he aqu� lo que har� falta, para curar y restablecerse, a quien haya reflexionado sobre la gestaci�n del hombre Wagner y sufrido de ella. Si el arte no es, en definitiva, sino la capacidad para comunicar a otros la propia vivencia, si toda obra de arte que no sepa hacerse entender se contradice a s� misma, la grandeza del artista Wagner ha de residir precisamente en esa demon�aca comunicabilidad de su ser, el cual dij�rase que habla de s� en todas las lenguas y destaca la vivencia �ntima, personal�sima, con m�xima nitidez. Su aparici�n en la historia de las artes semeja una erupci�n volc�nica del poder art�stico �ntegro, total, de la Naturaleza misma, tras haberse acostumbrado la humanidad a la particularizaci�n de las distintas artes como si jugase una regla. Se puede, en consecuencia, dudar acerca del calificativo que aplicarle, acerca de si corresponde llamarle poeta, pl�stico o m�sico, tomado cada uno de estos t�rminos en una extraordinaria ampliaci�n de su acepci�n, o ha de acu�arse para �l un t�rmino nuevo.

Lo po�tico en Wagner se manifiesta en que piensa en t�rminos de fen�menos visibles y tangibles, no de conceptos, vale decir, m�ticamente, que es como siempre ha pensado el pueblo. El mito no se basa en una concepci�n, como creen los hijos de una cultura que se ha vuelto artificiosa; �l mismo es un concebir. Comunica una noci�n del mundo, mas en una secuencia de aconteceres, de acciones y sufrimientos. El Anillo del Nibelungo es un formidable sistema de concepci�n sin la forma conceptual de la concepci�n. Tal vez un fil�sofo podr�a, por su parte, ofrecer algo del todo an�logo que careciera por completo de imagen y acci�n y nos hablara exclusivamente en t�rminos de conceptos; se tendr�a entonces la misma cosa representada en dos esferas antit�ticas, de un lado para el pueblo y del otro, para el polo opuesto del pueblo: el hombre teor�tico. No es, pues, a �ste a quien se dirige Wagner, pues el hombre teor�tico de lo propiamente po�tico, del mito, entiende tan poco como el sordo de la m�sica; es decir, uno y otro ven un movimiento que se les antoja absurdo. Desde ninguna de esas dos esferas antit�ticas se puede mirar dentro de la otra; mientras se experimenta el influjo del poeta, se piensa a la par de �l, como si se fuese un ser que exclusivamente siente, ve y oye; las conclusiones que se sacan son las conexiones de los aconteceres vistos, quiere esto decir que son causalidades efectivas, y no l�gicas.

Al tener que expresarse los h�roes y dioses de dramas m�ticos tales como los elabora Wagner tambi�n por medio de la palabra, es evidente el peligro de que este lenguaje basado en palabras despierte en nosotros al hombre teor�tico y, as�, nos traslade a otra esfera no m�tica: as� que, en definitiva, a ra�z de la palabra, lejos de haber comprendido m�s claramente algo que acontec�a ante nosotros, no habr�amos comprendido nada. Por eso Wagner retrajo el lenguaje a un estado primitivo donde a�n no piensa apenas en t�rminos de conceptos, donde �l mismo a�n es poes�a, imagen y sentimiento. La intrepidez con que Wagner se aboc� a esta aterradora tarea demuestra cu�n desp�ticamente era guiado por el esp�ritu de la poes�a, como uno que no tiene m�s remedio que seguir, donde quiera que lo conduzca su gu�a fantasmal. Se deb�a poder cantar cada palabra de estos dramas, y la deb�an pronunciar dioses y h�roes: tal era la exigencia tremenda que Wagner formulaba a su imaginaci�n ling��stica. Cualquier otro se hubiera arredrado ante tama�a empresa; pues nuestro idioma casi parece demasiado viejo y devastado como para exigirle lo que exig�a Wagner; sin embargo, al golpear �l la roca brot� un caudaloso manantial. Precisamente Wagner, por amar m�s a este idioma y exigirle m�s, tambi�n sufr�a m�s que ning�n otro alem�n de su degeneraci�n y debilitamiento, esto es, de las m�ltiples p�rdidas y mutilaciones de formas, el torpe r�gimen de part�culas de nuestra sintaxis, los verbos auxiliares que no se prestan para ser cantados: fen�menos todos que han deteriorado el idioma como consecuencia de vicios y descuidos. En cambio sent�a con profundo orgullo la originalidad e inagotabilidad que todav�a conserva nuestra lengua, la potencia sonora de sus ra�ces, en las cuales, en contraposici�n a las lenguas muy derivadas, artificiosamente ret�ricas de los pueblos rom�nicos, adivinaba una maravillosa tendencia y preparaci�n para la m�sica, para la verdadera m�sica. Campea por las obras de Wagner un deleite del idioma alem�n, una cordialidad y franqueza en el trato con que no es dable sentir en los escritos de ning�n otro alem�n, excepci�n hecha de Goethe. Tangibilidad de la expresi�n, una concentraci�n osada, poder y variaci�n r�tmica, una singular riqueza de palabras vigorosas y eminentes, simplificaci�n de la construcci�n de las frases, una inventiva punto menos que �nica en el lenguaje del sentimiento vigoroso y de la intuici�n, un aire popular y sentencioso que por veces brotan en cabal pureza, tales ser�an las cualidades a consignar, y faltar�a agregar la cualidad m�s portentosa, la m�s admirable. El que lea una a continuaci�n de la otra las dos obras Trist�n e Iseo y Los Maestros Cantores experimentar� respecto del lenguaje la misma sorpresa y duda que con referencia a la m�sica: �c�mo fue posible se�orear como creador dos mundos tan distintos en forma, colorido y estructura no menos que en alma? He aqu� el m�ximo portento del talento wagneriano, un rasgo privativo del gran maestro: plasmar para cada obra un lenguaje propio y dotar la nueva interioridad tambi�n de un cuerpo nuevo, de un sonido nuevo. Ante la manifestaci�n de tan rar�simo poder, siempre ser� mezquina y est�ril la censura referida a tales o cuales petulancias y extravagancias, o bien a las � m�s frecuentes � oscuridades de expresi�n y encubrimientos de la idea. Por otra parte, a los que m�s acerbamente han censurado lo que en definitiva les resultaba chocante e inaudito no era el lenguaje, sino el alma, todo el modo de sentir y de sufrir. Cuando esos cr�ticos mismos tengan un alma diferente, hablar�n, a su vez, un lenguaje diferente; y creo que entonces la lengua alemana, en su conjunto, se hallar� en mejor situaci�n que ahora.

Ante todo, nadie, al reflexionar sobre Wagner en calidad de poeta y art�fice de la lengua, debe olvidar que ninguno de los dramas wagnerianos est� hecho para la lectura y que en consecuencia no corresponde formularles las mismas exigencias que al drama hablado. Este �ltimo pretende obrar sobre el sentimiento �nicamente por medio de conceptos y palabras, y con este prop�sito est� sujeto a las leyes de la ret�rica. Mas la pasi�n vital rara vez est� elocuente; en el drama hablado tiene que estarlo para coniunicarse. Cuando el lenguaje de un pueblo se halla ya en un estado de decadencia y desgaste, el autor del drama hablado est� tentado a retocar y reformar en forma desusada el lenguaje y el pensamiento; pretende elevar el lenguaje, para que �ste exprese otra vez el sentimiento elevado; y, as�, corre peligro de no ser entendido del todo. Asimismo, mediante elevadas sentencias y ocurrencias trata de comunicar a la pasi�n cierta altura, lo cual lo expone a otro peligro: el de aparecer falaz y artificioso. Pues la verdadera pasi�n vital no habla en t�rminos de sentencias y la pasi�n po�tica lleva f�cilmente a dudar de su sinceridad al discrepar esencialmente de esta realidad. En cambio Wagner, el primero en percatarse de las fallas inherentes al drama hablado, da todo acontecer dram�tico en triple expresi�n; por medio de la palabra, el adem�n y la m�sica; la m�sica transfiere en forma inmediata los impulsos b�sicos de los actores del drama a las almas de los oyentes, los que perciben entonces en los ademanes de dichos actores la primera expresi�n de esos procesos ps�quicos y en el lenguaje de las palabras otra manifestaci�n m�s d�bil de los mismos, traducida a la m�s consciente volici�n. Todos estos efectos son simult�neos, sin estorbarse en absoluto unos a otros, obligando al que asiste a la representaci�n de tal drama a aprehensi�n y compenetraci�n totalmente nuevas, como si de pronto sus sentidos se hubiesen espiritualizado y su esp�ritu se hubiese sensualizado, y como si todo lo que ans�a salirse del hombre y anhela conocimiento se hallase ahora, en un j�bilo de conocer, libre y venturoso. Puesto que todo acontecer del drama wagneriano se comunica al espectador con m�xima inteligibilidad, iluminado e inervado por dentro por la m�sica, su autor pod�a prescindir de todos los recursos que necesita el autor del drama hablado para prestar color y vibraci�n interior a sus aconteceres. Todo el presupuesto del drama pod�a ser m�s simple, el sentido r�tmico del arquitecto pod�a otra vez osar expresarse en las grandes proporciones de conjunto del edificio; pues faltaba ahora todo motivo para esa complejidad intencional y multiplicidad desconcertante de estilo arquitect�nico mediante las cuales el autor del drama hablado trata de suscitar en favor de su obra el sentimiento de extra�eza y de inter�s concentrado, para entonces acrecentarlo hasta transformarlo en sentimiento de maravilla gozosa. La impresi�n de lejan�a y altura idealizantes no hac�a falta crearla apelando a trucos. El lenguaje se retiraba de la amplitud ret�rica a lo ce�ido y vigoroso de un hablar cargado de sentimiento; y a pesar de que el actor hablaba mucho menos que antes de lo que hac�a y sent�a en el teatro hablado, procesos interiores que hasta entonces el miedo de los autores del drama hablado a lo presuntamente antidram�tico hab�a mantenido alejados de la escena forzaban al oyente a una participaci�n apasionada del acontecer esc�nico, en tanto el lenguaje de ademanes acompa�ante pod�a ce�irse a delicad�sima modulaci�n. Ahora bien, la pasi�n cantada tiene desde luego una duraci�n algo mayor que la hablada; la m�sica, en cierto modo, estira el sentimiento, de lo cual resulta, en un plano general, que el actor que al mismo tiempo es cantante debe superar la excesiva vehemencia antipl�stica del adem�n de la cual adolece la representaci�n del drama hablado. Tiende, por fuerza, al ennoblecimiento del adem�n, tanto m�s cuanto que la m�sica ha sumergido su sentimiento en un ba�o de �ter m�s puro y as�, involuntariamente, lo ha aproximado a la belleza.

Las tareas extraordinarias que Wagner ha puesto a los actores-cantantes encender�n entre �stos durante generaciones por venir una rivalidad por representar al fin la estampa de cada personaje wagneriano con el m�ximo de expresi�n tangible y perfecci�n; tangibilidad consumada que ya est� preformada en la m�sica del drama. Siguiendo a este gu�a, el ojo del artista pl�stico terminar� por ver las maravillas de un nuevo mundo visual, percibidas antes que por �l, por vez primera, por el creador de obras tales como el Anillo del Nibelungo en calidad de art�fice de m�xima categor�a que al modo de Esquilo da la pauta para un arte por venir. No ha de despertar el mismo celo grandes talentos cuando el arte del pl�stico compara su efecto con el de una m�sica como es la wagneriana: donde campea una felicidad pur�sima, luminosa, as� que oy�ndola se siente que casi toda m�sica anterior hubiese empleado un lenguaje epid�rmico, inhibido, trabado; que con ella se hubiese pretendido jugar ante hombres que no eran dignos de la seriedad, o que se hubiese de ense�ar y demostrar con ella ante hombres que no son dignos siquiera del juego. Por obra de esa m�sica anterior irrumpe en nosotros tan s�lo por breves horas esa felicidad que sentimos siempre al escuchar m�sica wagneriana; parecen raros instantes de olvido que, por decirlo as�, la asaltan cuando habla consigo misma y alza la mirada hacia lo alto, como la Santa Cecilia de Rafael, apart�ndola de los oyentes que le piden esparcimiento, diversi�n o erudici�n.

Del m�sico Wagner cabr�a decir, en t�rminos generales, que ha conferido un lenguaje a todo aquello en la Naturaleza que hasta entonces no quer�a hablar; no tiene entendido que debe haber nada mudo. Se adentra tambi�n en la aurora, el bosque, la niebla, el abismo, la cima, la lobreguez nocturna y el claro de luna, descubri�ndoles un secreto anhelo: ellos tambi�n quieren manifestarse en sonidos. Si el fil�sofo dice: una �nica voluntad ans�a existencia tanto en la Naturaleza animada como en la inanimada, el m�sico agrega: y esta voluntad anhela en todos los grados una existencia manifestada en sonidos.

La m�sica anterior a Wagner, tomada en su conjunto, mov�ase dentro de l�mites estrechos; se refer�a a estados estables del hombre, a lo que los griegos llamaban ethos, y s�lo con Beethoven hab�a empezado a encontrar el lenguaje del pathos, del querer apasionado, de los procesos dram�ticos que tienen por escenario el alma humana. Antes, un clima emocional, un estado de �nimo sereno o alegre o fervoroso o contrito deb�a manifestarse por conducto de los sonidos; por una cierta identidad relevante de la forma y una duraci�n prolongada de esta identidad se entend�a llevar al oyente a interpretar esta m�sica y sumirlo por �ltimo en el mismo estado. Tales cuadros de climas emocionales y estados de �nimo hab�an menester formas espec�ficas; otras se les iban incorporando por fuerza de costumbre. La duraci�n estaba librada al criterio cauteloso del respectivo m�sico, quien deseaba llevar al oyente a un estado de �nimo determinado, s�, pero sin llegar a aburrirlo por una duraci�n excesiva del mismo. Se dio un paso m�s al representar sucesivamente los cuadros de estados de �nimo opuestos y descubrir el encanto del contraste, y otro paso m�s al englobar en una misma pieza musical una ant�tesis del ethos, por ejemplo por la oposici�n entre un tema masculino y otro femenino. Se trata sin excepci�n de grados toscos y primitivos de la m�sica. El temor de las pasiones dicta leyes, y el temor del aburrimiento, otras leyes; cualquier profundizaci�n y exceso del sentimiento ten�ase por �incompatible con la �tica�. Mas tras haber representado el arte del etlios los mismos estados corrientes en infinita repetici�n, no obstante la prodigios�sima inventiva de sus maestros, termin� por caer en el agotamiento. Fue Beethoven el primero en prestar a la m�sica un lenguaje nuevo, el hasta entonces prohibido de la pasi�n; mas toda vez que su arte ten�a que desarrollarse de las leyes y convenciones del arte del ethos y, en cierto modo, tratar de justificarse ante el mismo, su evoluci�n art�stica comportaba una singular dificultad y confusi�n. Un proceso ps�quico dram�tico � que toda pasi�n se caracteriza por una trayectoria dram�tica � estaba empe�ado en alcanzar una forma nueva, pero el esquema convencional de la m�sica dada a pintar estados de �nimo se opon�a, y era casi un oponerse en nombre de la moralidad a la expansi�n de la inmoralidad. Parece por momentos que Beethoven se hubiera fijado la tarea contradictoria de dar expresi�n al pathos  por los medios del ethos. Mas respecto de sus m�s grandes y tard�as obras no basta con esta noci�n. Para reproducir la magna curva de una pasi�n encontr� �l efectivamente un medio nuevo: entresacaba y suger�a con m�xima determinaci�n puntos aislados de su trayectoria, para que por conducto de ellos el oyente adivinara toda la l�nea. Exteriormente considerada, la nueva forma aparec�a como la combinaci�n de varias partituras, cada una de las cuales representaba en apariencia un estado estable, en realidad empero un instante de la trayectoria dram�tica de la pasi�n. Al oyente pod�a parecerle escuchar la antigua m�sica del estado de �nimo, s�lo que la relaci�n de las distintas partes entre s� se le hab�a hecho ininteligible y ya no pod�a ser interpretada de acuerdo con el canon del contraste. Los m�sicos de segundo orden llegaban hasta a descuidar el postulado de estructuraci�n del conjunto; el orden de sucesi�n de las partes en sus obras se hac�a arbitrario. La invenci�n de la grande forma de la pasi�n llevaba a ra�z de un malentendido de vuelta a la partitura aislada, con cualquier contenido, cesando por completo la tensi�n entre las distintas partes. De ah� que la sinfon�a postbeethoviana sea una cosa singularmente imprecisa, sobre todo cuando en el detalle balbucea todav�a el lenguaje del pathos a lo Beethoven. Los medios no cuadran con el prop�sito, y el prop�sito en su conjunto no llega a perfilarse claramente ante el oyente, puesto que tampoco se ha perfilado con claridad en la mente del respectivo compositor. Sin embargo, precisamente el postulado de decir algo del todo determinado, y decirlo con la m�xima distinci�n es tanto m�s imperioso cuanto m�s dif�cil y pretencioso es el g�nero.

Por eso Wagner concentr� sus energ�as en un esfuerzo tendiente a encontrar todos los medios que sirven para los fines de la distinci�n; para ello, deb�a ante todo emanciparse de todas las inhibiciones y pretensiones de la antigua m�sica dada a pintar estados de �nimo y prestar a su m�sica, al proceso del sentimiento y de la pasi�n transpuesto en sonidos, un lenguaje del todo inequ�voco. Considerando suis resultados, nos parece que en el dominio de la m�sica ha hecho lo que en el de la pl�stica hizo el inventor del grupo aislado del contorno. Toda m�sica anterior aparece en comparaci�n con la wagneriana r�gida o inhibida, como si no se la debiese mirar desde todos lados y tuviese verg�enza. Wagner aborda todo grado y matiz del sentimiento con m�xima firmeza y determinaci�n; toma en la mano el m�s delicado, el m�s apartado, el m�s leve impulso, sin temor de que se le escurra, y lo tiene en la mano como algo endurecido y solidificado, aunque todo el mundo lo tenga por una mariposa inaccesible. Su m�sica es nunca indefinida, vigorosa; todo lo que habla por conducto de ella, ya sea Hombre o Naturaleza, tiene una pasi�n estrictamente particularizada: la Tempestad y el Fuego cobran en su obra un irresistible poder de voluntad personal. Por encima de todos los individuos sonantes y la pugna de sus pasiones, por encima de toda la vor�gine de contrastes, flota con suprema cordura una dominante raz�n sinf�nica que de la guerra alumbra constantemente la concordia; la m�sica de Wagner, tomada en su conjunto, es una imagen del Universo tal como lo entendi� el gran fil�sofo de �feso, a saber: como armon�a que la discordia genera de su propio seno, como unidad de justicia y antagonismo. Ya admiro la posibilidad de calcular sobre la base de una pluralidad de pasiones divergentes la grande l�nea de una pasi�n global. Que tal cosa es posible, lo veo demostrado por cada acto de drama wagneriano, el cual narra paralelamente la historia particular de distintos individuos y una historia global de todos ellos. Desde un principio sentimos que estamos ante corrientes individuales antag�nicas, mas tambi�n ante un torrente superior a todas ellas que se mueve en una sola direcci�n. Este torrente al principio se precipita tumultuosamente por sobre rocas ocultas, por momentos parece que las aguas estuvieran por dividirse y volcarse en distintas direcciones. Mas poco a poco advertimos que el interior movimiento global se ha hecho m�s potente, arrollador; la inquietud turbulenta ha cedido el paso a la quietud de un movimiento vasto y pavoroso hacia una meta a�n ignota; y finalmente el torrente de pronto se despe�a a todo su ancho, con un demon�aco deleite del abismo y el oleaje. Nunca Wagner es m�s Wagner que cuando las dificultades se decuplican y puede desenvolverse en m�xima escala con gozo de legislador. Sujetar turbulentas masas antag�nicas a ritmos simples, realizar a trav�s de una pl�tora desconcertante de pretensiones y apetencias una �nica voluntad, tales son las tareas para las que se siente nacido, en las que siente su libertad soberana. Nunca se sofoca, nunca llega jadeante a la meta. Ha tendido a imponerse a s� mismo las m�s arduas leyes, con el mismo af�n con qu� otros tratan de aligerar su carga; la vida y el arte lo agobian si no puede jugar con sus problemas m�s dif�ciles. Consid�rese la relaci�n existente entre la melod�a cantada y la melod�a del hablar no cantado; c�mo Wagner toma intensidad, registro y ritmo del hablar apasionado como el modelo natural que le toca transformar en arte; consid�rese por otra parte la integraci�n de tal pasi�n cantante en el contexto sinf�nico de la m�sica, para llegar a conocer, as�, una maravilla de dificultades superadas: la inventiva puesta en juego por Wagner en lo grande y en el pormenor, la omnipotencia de su esp�ritu y de su diligencia, es tal que ante una partitura wagneriana se tiene la sensaci�n de que antes de �l no hubiera habido, realmente, trabajo y esfuerzo. Parecer�a que tambi�n con respecto a la penuria del arte Wagner bien pudo decir que la virtud propiamente dicha del dram�tico consist�a en la ajenaci�n de su propio ser; pero es probable que contestar�a: no hay m�s que una penuria: la del hombre que a�n no se ha emancipado; la virtud y el bien son cosa f�cil.

Considerado en su aspecto total de artista, Wagner � para recordar un tipo conocido � se parece a Dem�stenes: en la terrible seriedad con que va hacia las cosas y en el poder de asimiento: su mano prende, y al instante se cierra sobre lo habido como si fuese de bronce. Como aqu�l, escamotea su arte y hace que las gentes lo olviden oblig�ndolas a pensar en la cosa; y sin embargo, al igual de �l, es el �ltimo y supremo de toda una serie de portentosos genios de arte y por ende tiene m�s cosas que ocultar que los primeros de la serie: su arte obra como Naturaleza, como Naturaleza restaurada, rescatada. No tiene nada de epide�ctico, a diferencia de todos los m�sicos anteriores, que ocasionalmente juegan tambi�n con su arte y alardean. Ante la obra de arte wagneriana no se piensa ni en lo interesante ni en lo deleitoso, ni tampoco en Wagner mismo; no se piensa en el arte, en fin; si�ntese �nica y exclusivamente lo forzoso. Nunca nadie tendr� una noci�n cabal del rigor y denuedo de voluntad, de la superaci�n de s� mismo, que hubo menester en los d�as de su gestaci�n para por �ltimo, en los d�as de madurez, hacer en cada instante de la creaci�n, con alborozada desenvoltura, lo forzoso. Basta con sentir, en tal o cual caso, c�mo su m�sica se subordina con una cierta crueldad de decisi�n a la marcha del drama que es inexorable como el destino, en tanto el alma ardiente de este arte ans�a recorrer sin trabas los �mbitos libres.

 

10

Un artista que tiene tal poder sobre s� mismo domina, aun sin propon�rselo, a todos los dem�s artistas. Para �l solo, por otra parte, los dominados, sus amigos y adeptos, no significan un peligro, una traba, en tanto que los caracteres inferiores, porque tratan de apoyarse en sus amigos, suelen perder a causa de ellos su libertad. Es maravilloso ver c�mo Wagner ha eludido durante toda su vida cualquier bander�a; mas lo cierto es que cada etapa de su arte dio origen a un c�rculo de adeptos, constituido aparentemente para retenerlo en ella. �l pasaba por entre ellos y no se dejaba atar; por otra parte, su camino era demasiado largo como para que individuo alguno pudiera recorrerlo a su lado desde un principio, y tan ins�lito y empinado que incluso el m�s leal de los adeptos terminar�a por desfallecer. En casi todos los per�odos de la vida de Wagner sus amigos hubieran querido dogmatizarlo: y sus enemigos tambi�n, claro que por otras razones. Si la pureza de su car�cter art�stico hubiese sido siquiera un grado menos acusada, pudo haber llegado mucho antes a ser el �rbitro de la vida art�stica y musical del presente. Lo ha llegado a ser ahora, al fin, mas en el sentido mucho m�s elevado de que todo acontecer, en cualquier terreno del arte, se siente involuntariamente como citado a comparecer ante el tribunal de su arte y de su car�cter art�stico. Ha avasallado Wagner a los m�s recalcitrantes; ya no hay ning�n m�sico talentoso que no le preste o�dos interiormente y lo repute m�s digno de ser escuchado que a s� mismo y toda la m�sica restante. Los hay, s�, que empe�ados en destacarse con rasgos personales forcejean con este impulso interior que los domina: con meticuloso af�n se confinan a la �rbita de los maestros de anta�o y antes que a Wagner prefieren arrimar su �independencia� a Schubert o a Haendel. �En vano! Al resistirse a la aut�ntica voz de su conciencia, ellos se rebajan y empeque�ecen a s� mismos como artistas y arruinan su car�cter por tener que tolerar malos aliados y amigos; y a pesar de todos estos sacrificios ocurre, acaso en sue�os, que prestan atenci�n a Wagner. Estos adversarios son gente digna de compasi�n; creen perder mucho si se pierden a s� mismos, pero est�n muy equivocados.

Por cierto que a Wagner no le importa mayormente que en adelante los m�sicos cultiven la composici�n wagneriana, ni que cultiven la composici�n, en fin; m�s a�n, hace lo posible por destruir la fatal creencia de que �l ha de ser el punto de partida de una escuela de compositores. En la medida en que ejerce una influencia inmediata sobre los m�sicos, trata de instruirlos en el arte de la grande exposici�n. Considera que en la evoluci�n del arte ha llegado un momento en que la buena voluntad de llegar a ser un maestro capaz de la representaci�n y pr�ctica es mucho m�s valiosa que el prurito de �creaci�n� personal. Pues en el nivel ahora alcanzado por el arte, esta creaci�n trae aparejado el resultado fatal de vulgarizar lo verdaderamente grande en sus efectos, al multiplicarlo en la medida de las capacidades y gastar por el uso corriente los medios y recursos del genio. Hasta lo bueno en el arte es superficial y nocivo si se ha originado en la imitaci�n de lo mejor. Los fines y los medios wagnerianos est�n inseparablemente ligados entre s�; no se requiere m�s que sinceridad art�stica para sentir esto, y es una falta de sinceridad copiar sus medios y usarlos para fines muy diferentes, m�s mezquinos.

    Si Wagner reh�sa, pues, perdurar en una falange de m�sicos dedicados a la composici�n wagneriana, es tanto m�s categ�rico en fijar a todos los talentos la tarea nueva de encontrar en colaboraci�n con �l las leyes de estilo para la exposici�n dram�tica. La m�s �ntima necesidad lo impulsa a fundar para su arte una tradici�n de estilo  en virtud de la cual su obra pueda perdurar a trav�s de los tiempos en cabal pureza, hasta que alcance ese porvenir para el cual ha sido predestinada por su creador.

    Lo caracteriza a Wagner un insaciable af�n de comunicar todo lo atingente a esa fundaci�n de estilo y, as�, a la perduraci�n de su arte. Hacer de su obra, para hablar a manera de Schopenhauer, como depositum sagrado y verdadero fruto de su existencia, el patrimonio de la humanidad; salvaguardarla para una posteridad de criterio m�s atinado: he aqu� lo que lleg� a ser para �l el fin superior a todos los restantes fines y por el cual lleva la corona de espinas que un d�a ha de transformarse en laurel; concentr�ronse sus afanes en la salvaguardia de su obra con la misma determinaci�n con que el insecto, en su forma definitiva, cuida de la seguridad de sus huevos y de la cr�a que no ver� jam�s: deposita los huevos all� donde, seg�n sabe a ciencia cierta, su cr�a habr� de hallar vida y alimento, y muere tranquilo.

Este fin superior a todos los restantes fines lo impulsa a cada vez nuevas invenciones; las extrae en creciente n�mero de la fuente inagotable de su demon�aca comunicabilidad, conforme se da plena cuenta de que est� luchando contra la �poca m�s recalcitrante que no tiene ni pizca de buena voluntad de escuchar. Mas poco a poco hasta esta �poca empieza a ceder a sus tentativas incansables, a su embate d�ctil y prestar o�dos. Donde quiera que se insinuara una oportunidad, ya fuera peque�a o grande, de explicar sus nociones por un ejemplo, Wagner estaba dispuesto a aprovecharla; las asimilaba a las circunstancias respectivas y les daba expresi�n aun en la modalidad m�s pobre. Alma medianamente receptiva que se le abr�a era alma en la que echaba su semilla. Alienta esperanzas all� donde el observador fr�o se encoge de hombros; se enga�a a s� mismo cien veces, para tener por una vez raz�n frente a ese observador. As� como el sabio en definitiva trata con hombres de carne y hueso s�lo en la medida en que por conducto de ellos sepa acrecentar el tesoro de sus propios conocimientos, casi parece que el artista ya no puede tener tratos con los hombres de su �poca sino en la medida en que le permitan promover la perduraci�n de su arte: no puede ser amado m�s que amando esta perduraci�n. y an�logamente a un solo tipo de odio dirigido a �l: ese que pretende destruirle los puentes tendidos hacia aquel porvenir de su arte. Los disc�pulos que Wagner educaba en el sentido de su propio arte, los m�sicos y actores individuales a los que hac�a una sugesti�n o ense�aba un adem�n, las grandes y pequenas orquestas a cuyo frente actuaba, las ciudades que lo ve�an consagrado a su labor, los pr�ncipes y las mujeres que entre sobrecogidos y entusiastas participaban de sus planes, los distintos pa�ses europeos a los que pertenec�a temporariamente como juez y mala conciencia de sus artes, todo se iba convirtiendo poco a poco en eco de su pensamiento, de su insaciable af�n de futura fecundidad. Si bien este eco con frecuencia llegaba hasta �l torcido y desfigurado, a la incontenible pujanza del sonido potente que por cien v�as distintas lanzaba en el mundo no pod�a menos que corresponder, por �ltimo, una resonancia pujante; y pronto ya no ser� posible dejar de escucharlo, escucharlo mal. Desde la hora presente esta resonancia hace estremecer los centros de arte de los hombres modernos; cada vez que el soplo de su esp�ritu ha barrido esos jardines, se ha movido cuanto hab�a en ellos de ajado y picado; y a�n m�s elocuente que este estremecimiento es una incertidumbre que por doquier se despista: ya nadie puede prever d�nde se manifestar� de improviso el influjo de Wagner. Es para �ste de todo punto imposible considerar la salud del arte al margen de cualquier otra salud y calamidad; donde quiera que entra�e peligros el esp�ritu moderno, percibe �l con el ojo del recelo alerta tambi�n el peligro del arte. Desarma mentalmente el edificio de nuestra civilizaci�n, sin que escape a su atenci�n ning�n elemento carcomido, ninguna pieza mal ajustada. All� donde encuentra muros s�lidos y, en un plano general, cimientos durables, trata en seguida de hallar manera de procurarse reductos y techos protectores para su arte. Vive como un fugitivo ansioso, no de poner a salvo su propia persona, sino de salvaguardar un secreto, como una mujer desgraciada que quiere salvar la vida de la criatura que est� por dar a luz, no la suya propia; vive, como Siglinda, �por el amor�.

Pues por cierto que es vida cuajada de m�ltiple agon�a y bochorno eso de dirigirse a un mundo sin estar incorporado a el, de formularle exigencias, despreciarlo y, sin embargo, no poder pasarse sin �l � �es el apremio propiamente dicho del artista del porvenir! � el que a diferencia del fil�sofo no puede retirarse a alg�n oscuro rinc�n para ir por s� en pos del conocimiento, pues necesita de almas humanas como instancias mediadoras para el porvenir, de instituciones p�blicas como garant�a del mismo, como puentes tendidos entre el presente y el futuro. Su arte consiste en no embarcarse en la nave de la anotaci�n, como puede el fil�sofo; el arte ha de ser trasmitido por hombres capaces, y no por letras y notas. Sobre trechos enteros de la vida de Wagner se percibe el acento del temor de no llegar m�s hasta estos hombres capaces y tener que limitarse, en vez del ejemplo palpitante, a la insinuaci�n por escrito, y en lugar de la realizaci�n que sirva de modelo, a mostrar un palid�simo reflejo de la realizaci�n a hombres que son lectores de libros, lo que en definitiva quiere decir que no son artistas.

 El escritor Wagner denota el apremio de un hombre valiente a quien ha sido destrozada la mano derecha y que pelea con la izquierda: cuando escribe es un hombre doliente porque una necesidad temporariamente insuperable lo tenga despojado de la comunicaci�n adecuada a su manera, es decir, configurada en luminoso y triunfante ejemplo. Sus escritos no tienen nada de can�nico, riguroso; el canon est� en las obras. Son tentativas de comprender el instinto que lo impuls� a sus obras y, por decirlo as�, de mirarse a los ojos a s� mismo; espera �l que cuando haya logrado transformar su instinto en conocimiento, se opere en las almas de sus lectores el proceso inverso: esta perspectiva es lo que lo lleva a empu�ar la pluma. De resultar que en este respecto ha acometido una cosa imposible, simplemente compartir�a la suerte de todos los que han meditado sobre el arte, mas aventajando a la mayor�a de ellos en que en �l se alojaba un prodigios�simo instinto total de arte. Yo no conozco ning�n escrito sobre est�tica tan revelador como los de Wagner; por ellos puede saberse todo lo que cabe saber sobre la g�nesis de la obra de arte. Uno de los m�s grandes depone ah� como testigo y perfecciona, emancipa, aclara y define cada vez m�s su testimonio a lo largo de muchos a�os; incluso cuando en tanto que cognoscente da un traspie, saltan chispas. Escritos tales como Beethoven, El director de orquesta, Sobre los actores y los cantantes y Estado y religi�n anulan todo deseo de objeci�n e imponen una silenciosa contemplaci�n entra�able, fervorosa, tal como corresponde cuando se abren preciados relicarios. Otros, sobre todo los correspondientes a los tiempos tempranos, �pera y drama inclusive, excitan y perturban; hay en ellos irregularidad del ritmo, as� que como prosa resultan desconcertantes. La dial�ctica est� en ellos m�ltiplemente quebrada, la marcha es retardada, antes que acelerada, por saltos del sentimiento; un como fastidio del autor se proyecta sobre ellos cual una sombra, como si el artista se avergonzase de la demostraci�n conceptual. Lo que acaso m�s confunde al no del todo familiarizado es una expresi�n de dignidad autoritaria propia de Wagner y dif�cil de describir; tengo la impresi�n de que Wagner frecuentemente hablase como ante enemigos � que todos esos escritos est�n redactados en estilo hablado, no en estilo escrito, y se los encontrar� mucho m�s inteligibles cuando se los oiga le�dos por uno que sabe leer bien � ante enemigos con los que no quiere tener trato familiar, mostr�ndose por consiguiente reservado, distante. Mas no pocas veces la pasi�n arrebatadora de su sentimiento asoma por entre esos pliegues intencionales; entonces, desaparece el per�odo artificioso, pesado y cuajado de adverbios y se le escapan frases y p�ginas enteras que figuran entre lo m�s hermoso de la prosa alemana. M�s a�n suponiendo que en tales partes de sus escritos hablara �l a amigos, no sintiendo ya como si el fantasma de su adversario estuviese plantado a sus espaldas, todos los amigos y enemigos con que en cuanto escritor tiene trato, tienen de com�n un rasgo que los diferencia radicalmente de ese �pueblo� para el que crea en cuanto artista. Por el refinamiento y la esterilidad de su ilustraci�n son del todo antipopulares, y quien quiera hacerse entender por ellos tiene que hablar en forma antipopular, como han hecho nuestros mejores prosistas, y como hace tambi�n Wagner. �Imag�nese bajo qu� apremio! Mas el poder de ese instinto sol�cito y previsor, dij�rase maternal, por el cual hace �l cualquier sacrificio, lo retrae a la �rbita de los eruditos y de la gente culta que ha repudiado en cuanto creador; se somete al lenguaje de la ilustraci�n y a todas sus leyes de comunicaci�n, a pesar de haber sido el primero en sentir la radical deficiencia de esta comunicaci�n.

Pues si algo diferencia su arte de todo arte de estos �ltimos tiempos, este algo es la circunstancia de que su lenguaje no es va el de la cultura de una casta y, en fin, no conoce la oposici�n entre gente culta y gente inculta. Se contrapone, as�, a toda la cultura del Renacimiento, que hasta ahora nos hab�a envuelto a los hombres modernos en su luz y su sombra. Al llevarnos por momentos m�s all� de ella, el arte de Wagner, nos pone en condiciones de percatamos de su car�cter parejo. Entonces, Goethe y Leopardi se presentan ante nosotros como los �ltimos grandes exponentes tard�os de la estirpe de fil�logos-poetas italianos: el Fausto, como la representaci�n de la adivinanza m�s antipopular que se han propuesto los tiempos modernos en la figura del hombre teor�tico ansioso de vida; hasta la canci�n goethiana es copia, y no paradigma, de la canci�n popular, y su autor bien sab�a por qu� recalcaba con tanta insistencia a un adepto suyo: �mis cosas no pueden alcanzar popularidad; quien as� lo crea y haga esfuerzos en este sentido est� muy equivocado�.

Que puede haber un arte tan luminoso, radiante y c�lido que sirva tanto para iluminar con su rayo a los humildes y pobres de esp�ritu como para derretir la soberbia de los que saben era algo que se deb�a experimentar, que no se pod�a adivinar. Mas en el esp�ritu de todo el que ahora lo experimente no puede menos que subvertir todas las nociones relativas a educaci�n y cultura; le parecer� que se hubiera levantado el tel�n delante de un porvenir en el cual ya no habr� sumos bienes y dichas supremos que no sean comunes a todos los corazones. Si la intuici�n as� se aventura a ir en pos de la lejan�a, la aprehensi�n intelectiva captar� la inquietante inseguridad social de nuestro presente y no se ocultar� el peligro que acecha un arte que parece no tener ra�ces, como no sea en esa lejan�a y porvenir y que nos presenta, antes que el fundamento del que brota, sus ramas floridas. �C�mo haremos para preservar este arte sin patria para ese porvenir? �C�mo hacemos para canalizar de tal manera la marca de la revoluci�n que en todas partes parece inevitable que junto con lo mucho que est� condenado a perecer y merece este destino no sea barrida tambi�n la venturosa anticipaci�n y garant�a de un porvenir mejor, de una humanidad m�s libre?

Quien as� se pregunte y preocupe ha participado de la preocupaci�n de Wagner; a la par de �ste sentir� el impulso de buscar las potencias existentes que anime la buena voluntad de ser en la �poca de las conmociones y las subversiones los genios tutelares de los bienes m�s nobles de la humanidad. �nicamente en este sentido interroga Wagner por sus escritos a las clases cultas si est�n dispuestas a custodiar, junto con sus propias riquezas, el legado suyo, el valioso anillo de su arte; y hasta la confianza grandiosa que ha dispensado Wagner al esp�ritu alem�n tambi�n en cuanto a sus objetivos pol�ticos me parece obedecer a que atribuye al pueblo de la Reforma esa fuerza, jovialidad y valent�a que son menester para �canalizar el mar de la revoluci�n hacia el cauce del r�o tranquilo de la humanidad�, y dir�ase que �nicamente esto se propuso expresar por el simbolismo de su Marcha del Emperador.

En un plano general, empero, es demasiado poderoso el impulso sol�cito del artista creador, demasiado amplio el horizonte de su amor a los hombres, como para que su mirada se deje detener por las vallas de lo nacional. Sus nociones, como las de todo alem�n genuino y grande, son de car�cter supra-alem�n y el lenguaje de su arte habla no a los pueblos, sino a los hombres.

�Pero, eso s�, a los hombres del porvenir!

Tal es la fe que caracteriza a Wagner, su tormento y su galard�n de gloria. Ning�n artista de pasado alguno ha recibido de su genio dote tan singular; nadie como �l ha tenido que beber con todo n�ctar que le ofreciera el entusiasmo esta gota de acr�sima amargura. No es, como pudiera creerse, que el artista incomprendido, maltratado, cuasi fugitivo de su propia �poca haya adquirido esta fe como medio de defensa: el �xito y el fracaso entre los contempor�neos no la han podido barrer ni cimentar. �l no pertenece a esta generaci�n, ya lo alabe o lo repudie ella � tal es el juicio de su instinto �; y la cuesti�n de si jam�s le pertenecer� generaci�n alguna es cosa de que no hay manera de convencer al que se niegue a creerlo. S� puede a�n tal incr�dulo preguntar de qu� naturaleza deber�a ser la generaci�n en la que Wagner reconociera a su �pueblo� como encarnaci�n de todos los que sientan un apremio com�n y quieran librarse de �l por un arte com�n. En Schiller, por cierto, alentaba mayor fe y esperanza; �l no preguntaba c�mo ser�a un porvenir siempre que diera la raz�n al instinto del artista que lo vaticinaba, sino que exig�a de los artistas:

 

�Elevaos con gallardo batir de alas

Muy por encima de vuestro tiempo!

�En vuestro espejo ya debe insinuarse

El p�lido reflejo del siglo venidero!

 

11

Gu�rdenos el buen tino de la creencia de que la humanidad encontrar� un d�a �rdenes ideales definitivos y que entonces la felicidad habr� de brillar sobre los as� ordenados con siempre id�ntico rayo, cual el sol de los pa�ses tropicales. Wagner nada tiene que ver con fe semejante; no es un utopista. Si no puede prescindir de la fe en el porvenir, lo �nico que esto quiere decir es que percibe en los hombres actuales propiedades que no pertenecen al car�cter y n�cleo inmutables de la condici�n humana, siendo por el contrario variables, y aun perecederas y que precisamente a causa de estas propiedades el arte tiene que ser entre ellos un ap�trida y �l, Wagner, el heraldo de una �poca por venir. Ninguna Edad de Oro, ning�n Cielo di�fano est� destinado a esas generaciones venideras a las que lo refiere su instinto y cuyos rasgos aproximados pueden deducirse de los jerogl�ficos de su arte en la medida en que es posible juzgar por la naturaleza de la satisfacci�n la naturaleza del apremio. Tampoco la bondad y la justicia superhumanas estar�n tendidas cual inconmovible arco iris sobre la tierra de ese porvenir. Hasta es posible que ese linaje, en su conjunto, aparezca m�s malo que el actual, pues ser� m�s sincero, en el mal y en el bien; m�s a�n, no cabe descartar la posibilidad de que su alma, si se expresara plena y libremente, sacudir�a y sobresaltar�a nuestras almas en forma parecida que si se hubiese hecho o�r alg�n genio maligno hasta entonces oculto. C�mo, si no, suenan en nuestros o�dos estas proposiciones: que la pasi�n es preferible al estoicismo y a la hipocres�a; que la sinceridad, incluso en el mal, vale m�s que el rendirse a la moralidad de lo convencional; que el hombre libre tanto puede ser bueno como malo, pero que el hombre no libre es un bald�n de la Naturaleza y no participa de ning�n consuelo de los Cielos ni de la Tierra; por �ltimo, que todo el que aspire a la libertad tiene que conquistarla por sus propios medios y que a nadie le es deparada como un don del cielo. Por m�s que disuene y aturda todo esto, son sonidos provenientes de ese mundo venidero que tendr� verdadera necesidad del arte y podr� esperar de �l verdaderas satisfacciones; es el lenguaje de la Naturaleza restaurada tambi�n en lo humano; es exactamente lo que en p�ginas anteriores he llamado sentimiento justo en contraposici�n al sentimiento no justo a la saz�n prevaleciente.

Pues bien, s�lo para la Naturaleza, no para la antinaturalidad y el sentimiento no justo, hay verdaderas satisfacciones y redenciones. A la antinaturalidad, cuando ha cobrado conciencia de s� misma, no le queda sino anhelar la nada; en cambio la Naturaleza ans�a transformaci�n por obra del amor: aqu�lla quiere no ser, �sta quiere ser de otro modo. Quien haya comprendido esto, que considere en la intimidad del alma los motivos sencillos del arte wagneriano, para preguntarse si con ellos es la Naturaleza o la antinatuuralidad la que persigue sus fines que acabo de se�alar.

Lo inquieto y desesperado es redimido de su agon�a por obra del amor compasivo de una mujer que prefiere la muerte a la infidelidad: el motivo del Holand�sErrante. La mujer amante, renunciando a toda felicidad personal, en virtud de una transformaci�n celestial de amor en caritas se convierte en una santa y salva el alma del amado: el motivo de Tannhauser. Lo m�s excelso, lo m�s elevado, desciende anhelante a los hombres y no quiere que se le pregunte su procedencia; al serle hecha la pregunta fatal, retorna, obedeciendo a un doloroso apremio, a su vida superior: el motivo de Lohengrin. El alma amorosa de la mujer, como as� tambi�n el pueblo, acogen de buen grado al genio portador de nueva felicidad, aun cuando los guardianes de la tradici�n y los convencionalismos lo repudian y difaman: el motivo de los Maestros Cantores. Dos amantes, cada uno de los cuales ignora el amor que le profesa el otro, crey�ndose por el contrario profundamente herido y despreciado, se piden rec�procamente la bebida que mata, aparentemente para expiar el agravio, en realidad empero empujados por un sordo impulso: por la muerte ans�an evadirse de toda separaci�n y fingimiento; la presunta proximidad de la muerte abre sus almas y las sumerge en una felicidad ef�mera, estremecida, como si efectivamente se hubiesen evadido del d�a, el enga�o, y aun la vida: el motivo de Trist�n e Iseo.

En el Anillo del Nibelungo, el personaje tr�gico es un dios que ans�a poder y, ensayando todos los medios para conquistarlo, se ata por pactos, pierde su libertad y se enreda en la maldici�n que pesa sobre el poder. Su p�rdida de la libertad queda expresada precisamente por el hecho de que ya no tiene medio alguno de apoderarse del anillo de oro que encarna todo poder terrenal y al mismo tiempo, mientras est� en manos de sus enemigos, significa para �l grav�simo peligro; lo invade el temor del fin y ocaso de todos los dioses, como as� tambi�n la desesperaci�n de tener que encarar este fin debati�ndose en dolorosa impotencia. Necesita del hombre libre, intr�pido, que sin su consejo ni ayuda, y a�n en oposici�n al orden divino, lleve a cabo por s� mismo la acci�n que al dios le est� vedada; no lo ve, y precisamente cuando nace una nueva esperanza tiene que someterse al apremio que lo ata: su propia mano debe aniquilar al ser m�s querido, castigar la compasi�n m�s pura con su apremio. Entonces, al fin, siente asco al poder que lleva en su seno el mal y la ley inexorable; su voluntad se quiebra, �l mismo ans�a ahora el fin que acecha a lo lejos. Y s�lo entonces sobreviene lo que antes m�s ha anhelado el dios: aparece el hombre libre, intr�pido, nacido en oposici�n a todo lo convencional; sus progenitores exp�an el haber estado unidos por un v�nculo incompatible con el orden de la Naturaleza y las costumbres: ellos perecen, pero Sigfrido vive. Ante su portentoso devenir y eclosionar se retira el asco del alma de Wotan; su mirada est� fija en las andanzas del h�roe con paternal amor y solicitud. Sigfrido se forja la espada, mata al drag�n, conquista el anillo, elude el m�s artero de los enga�os y despierta a Brunhilda. La maldici�n que pesa sobre el anillo tampoco lo respeta a �l y lo acecha cada vez m�s de cerca; leal en la deslealtad, hiriendo por amor al ser m�s entra�ablemente amado, queda envuelto en las sombras y nieblas de la culpa, mas por �ltimo emerge y se hunde puro como el sol, incendiando todo el cielo con los fulgores de su llama y purificando el mundo de la maldici�n. Todo esto lo observa el dios al que se ha roto la lanza rectora en lucha con el m�s libre, gozoso de su propia derrota, sintiendo como en carne propia las vicisitudes de su vencedor; con brillo de dolorosa felicidad su mirada est� fija en los acontecimientos postreros: se ha vuelto libre en el amor, libre de s� mismo.

Y ahora, hombres del presente, preguntaos si esto ha sido compuesto para vosotros. �Ten�is el valor suficiente para se�alar los astros de este firmamento de belleza y bondad y decir: es nuestra vida la que Wagner ha elevado hacia las alturas estelares?

�D�nde hay entre vosotros hombres que puedan interpretar la imagen divina de Wotan de acuerdo con su propia vida y cuya figura agrande conforme, como �l, pasen a segundo plano? �Cu�l de vosotros est� dispuesto a renunciar al poder porque sabe y experimenta que el poder es malo? �D�nde est�n los que, como Brunhilda, rinden su saber por amor y por �ltimo, no obstante, extraen de su vida el saber supremo: �amor doliente, hond�sima pena, me abri� los ojos�? �Y los libres, los intr�pidos, los que crecen y florecen nutri�ndose de su propia esencia con inocente egocentricidad, los Sigfridos de entre vosotros?

Quien as� pregunta, y en vano pregunta, tendr� que fijar su mirada en los tiempos por venir; y si en alguna lejan�a alcanza a duras penas a ver a�n al �pueblo� al que ser� dable leer en los signos del arte wagneriano su propia historia, comprender� por �ltimo tambi�n lo que Wagner ser� para este pueblo: � lo que para todos nosotros no puede ser � no visionario de un futuro, como se nos aparece acaso, sino int�rprete y transfigurador de un pasado.

Friedrich Nietzsche

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