DE LA UTILIDAD Y LOS INCONVENIENTES DE LA HISTORIA
PARA LA VIDA.
PR�LOGO
�Por lo dem�s,
detesto todo aquello que �nicamente me instruye
pero sin acrecentar o vivificar de inmediato mi actividad�. Estas son palabras
de Goethe que, como un Ceterum censeo cordialmente expresado, pueden
servir de introducci�n a nuestra consideraci�n sobre el valor y el no-valor de la historia. En ella trataremos de exponer por qu� la ense�anza que no
estimula, por qu� la ciencia que paraliza la actividad, por qu� la historia,
en cuanto preciosa superfluidad del conocimiento y art�culo de lujo, nos han de
resultar seriamente odiosas, seg�n la expresi�n de Goethe -precisamente porque
nos falta lo m�s necesario y lo superfluo es enemigo de lo necesario. Es cierto
que necesitamos la historia, pero de otra manera que el refinado paseante por el
jard�n de la ciencia, por m�s que este mire con altanero desd�n nuestras
necesidades y apremios rudos y simples. Es decir, necesitamos la historia para
la vida y la acci�n, no para apartarnos c�modamente de la vida y la acci�n, y
menos para encubrir la vida ego�sta y la acci�n vil y cobarde. Tan solo en
cuanto la historia est� al servicio de la vida queremos servir a la historia.
Pero hay una forma de hacer historia y valorarla en que la vida se atrofia y
degenera: fen�meno que, seg�n los singulares s�ntomas de nuestro tiempo, es
preciso plantear, por m�s que ello sea doloroso.
Me he esforzado por describir aqu� una
sensaci�n que, con frecuencia,
me ha atormentado; me vengo del mismo d�ndolo a la publicidad. Puede que alg�n
lector, por mi descripci�n, se sienta impulsado a declarar que �l tambi�n
sabe de este sentimiento, pero que yo no lo he experimentado de una manera
suficientemente pura y original y no lo he expresado con la debida seguridad y
madurez de experiencia. As� puede pensar uno u otro, pero la mayor parte de mis
lectores me dir�n que mi sentimiento es absolutamente falso, abominable,
antinatural e il�cito y que, adem�s, al manifestarlo, me he mostrado indigno
de la portentosa corriente historicista que, como nadie ignora, se ha
desarrollado, en las dos �ltimas generaciones, sobre todo en Alemania-. En todo
caso, el hecho de que me atreva a exponer al natural mi sentimiento promueve, m�s
bien que da�a, el inter�s general, pues con ello doy a muchos la oportunidad
de ensalzar esta corriente de la �poca, que acabo de mencionar. Por mi parte,
gano algo que, a mi entender, es m�s importante que esas conveniencias: el ser
p�blicamente instruido y aleccionado sobre nuestra �poca.
Intempestiva es tambi�n esta consideraci�n, puesto que trato de
interpretar como un mal, una enfermedad, un defecto, algo de lo que nuestra �poca
est�, con raz�n, orgullosa: su cultura hist�rica, pues creo que todos
nosotros sufrimos de una fiebre hist�rica devorante y, al menos, deber�amos
reconocer que es as�. Goethe ha dicho, con toda raz�n, que cultivando nuestras
virtudes cultivamos tambi�n nuestros defectos, y si, como es notorio, una
virtud hipertr�fica -y el sentido hist�rico de nuestro tiempo me parece que es
una- puede provocar la ruina de un pueblo lo mismo que puede causarla un vicio
hipertr�fico, �que por una vez se me permita hablar! Para mi descargo, no
quiero callar que las experiencias que estos tormentosos sentimientos han
suscitado en m� las he extra�do casi siempre de m� mismo y, �nicamente para
fines de comparaci�n, me he servido de experiencias ajenas y que, solo en
cuanto aprendiz de �pocas pasadas, especialmente de la griega, he llegado, como
hijo del tiempo actual, a las experiencias que llamo intempestivas. Al menos,
por profesi�n como fil�logo cl�sico, he de tener derecho a permitirme esto,
pues no s� qu� sentido podr�a tener la filolog�a cl�sica en nuestro tiempo
si no es el de actuar de una manera intempestiva, es decir, contra el tiempo y,
por tanto, sobre el tiempo y, yo as� lo espero, en favor de un tiempo venidero.
UNO
Observa
el reba�o que paciendo pasa ante ti: no sabe qu� significa
el ayer ni el hoy, salta de un lado para otro, come, descansa, digiere, salta de
nuevo, y as� de la ma�ana a la noche y d�a tras d�a, atado estrechamente,
con su placer o dolor, al poste del momento y sin conocer, por esta raz�n, la
tristeza ni el hast�o. Es un espect�culo dif�cil de comprender para el hombre
-pues este se jacta de su humana condici�n frente a los animales y, sin
embargo, contempla con envidia la felicidad de estos-, porque �l no quiere m�s
que eso, vivir, como el animal, sin hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en
vano, porque no lo quiere como el animal. El hombre pregunta acaso al animal: �por
qu� no me hablas de tu felicidad y te limitas a mirarme? El animal quisiera
responder y decirle: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir -pero
de repente olvid� tambi�n esta respuesta y call�: de modo que el hombre se
qued� asombrado.
Pero se
asombr� tambi�n de s� mismo por el hecho de no aprender a
olvidar y estar siempre encadenado al pasado: por muy lejos y muy r�pido que
corra, la cadena corre siempre con �l. Es un verdadero prodigio: el instante,
de repente est� aqu�, de repente desaparece. Surgi� de la nada y en la nada
se desvanece. Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar la paz de un
momento posterior. Continuamente se desprende una p�gina del libro del tiempo,
cae, se va lejos flotando, retorna imprevistamente y se posa en el regazo del
hombre. Entonces, el hombre dice: �me acuerdo� y envidia al animal que
inmediatamente olvida y ve cada instante morir verdaderamente, hundirse de nuevo
en la niebla y en la noche y desaparecer para siempre. Vive as� el animal en
modo no-hist�rico,
pues se funde en el presente como n�mero que no deja sobrante ninguna extra�a
fracci�n; no sabe disimular, no oculta nada, se muestra en cada momento
totalmente como es y, por eso, es necesariamente sincero. El hombre, en cambio,
ha de bregar con la carga cada vez m�s y m�s aplastante del pasado, carga que
lo abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como invisible y oscuro fardo que
�l puede alguna vez hacer ostentaci�n de negar y que, en el trato con sus
semejantes, con gusto niega: para provocar su envidia. Por eso le conmueve, como
si recordase un para�so perdido, ver un reba�o pastando o, en un c�rculo m�s
familiar, al ni�o que no tiene ning�n pasado que negar y que, en feliz
ceguedad, se concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro. Y,
sin embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto ser� despertado de su
olvido. Enseguida aprende la palabra �fue�, palabra puente con la que tienen
acceso al hombre, lucha, dolor y hast�o, para recordarle lo que
fundamentalmente es su existencia -un imperfectum que nunca llega
a perfeccionarse. Y cuando, finalmente, la muerte aporta el anhelado olvido,
ella suprime el presente y el existir, plasmando as� su sello a la noci�n de
que la existencia es un ininterrumpido haber sido, algo que vive de negarse, destruirse y contradecirse a s� mismo.
Si una felicidad,
un ir en pos de una nueva felicidad, en cualquier
sentido que ello sea, es lo que sostiene al ser viviente en la vida y lo impulsa
a vivir, posiblemente ning�n fil�sofo tiene m�s raz�n que el c�nico, pues
la felicidad del animal, como c�nico consumado, es la prueba viviente de la
justificaci�n del cinismo. Una �nfima felicidad, si es ininterrumpida y hace
feliz, es incomparablemente mejor que la m�xima felicidad que se da solo como
episodio, como una especie de capricho, como insensata ocurrencia, en medio del
puro descontento, ansiedades y privaci�n. Tanto en el caso de la �nfima como
en el de la m�xima felicidad, existe siempre un elemento que hace que la
felicidad sea tal: la capacidad de olvidar o, para expresarlo en t�rminos m�s
eruditos, la capacidad de sentir de forma no-hist�rica
mientras la felicidad dura. Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo
el pasado, en el umbral del momento, el que no pueda mantenerse recto en un
punto, sin v�rtigo ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabr� qu� cosa
sea la felicidad y, peor a�n, no estar� en condiciones de hacer felices a los
dem�s. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la facultad de
olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un hombre semejante no
creer�a en su propia existencia, no creer�a en s�, ver�a todo disolverse en
una multitud de puntos m�viles, perder�a pie en ese fluir del devenir; como el
consecuente disc�pulo de Her�clito, apenas se atrever� a levantar el dedo.
Toda acci�n requiere olvido: como la vida de todo ser org�nico requiere no
solo luz sino tambi�n oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir
tan solo de modo hist�rico ser�a semejante al que se viera obligado a
prescindir del sue�o o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y
siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi
sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir
sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo m�s sencillo: hay
un grado de insomnio, de rumiar, de sentido hist�rico, en el que lo vivo se
resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de
una cultura.
Para precisar este grado y,
sobre su base, el l�mite desde el cual lo
pasado ha de olvidarse, para que no se convierta en sepulturero del presente,
habr�a que saber con exactitud cu�nta es la fuerza pl�stica de un
individuo, de un pueblo, de una cultura. Me refiero a esa fuerza para crecer
desde la propia esencia, transformar y asimilar lo que es pasado y extra�o,
cicatrizar las heridas, reparar las p�rdidas, rehacer las formas destruidas.
Hay individuos que poseen en tan escaso grado esa fuerza que, a consecuencia de
una sola experiencia, de un �nico dolor y, con frecuencia, de una sola ligera
injusticia, se desangran irremisiblemente como de resultas de un leve rasgu�o.
Los hay, por otra parte, tan invulnerables a las m�s salvajes y horribles
desgracias de la vida, y aun a los mismos actos de su propia maldad que, en
medio de estas experiencias o poco despu�s, logran un pasable bienestar y una
especie de conciencia tranquila. Cuanto m�s fuertes ra�ces tiene la �ntima
naturaleza de un individuo tanto m�s asimilar� el pasado y se lo apropiar�.
Podemos imaginar que la m�s potente y formidable naturaleza se reconocer�a por
el hecho de que ella ignorase los l�mites en que el sentido hist�rico podr�a
actuar de una forma da�osa o par�sita. Esta naturaleza atraer�a hacia s�
todo el pasado, propio y extra�o, se lo apropiar�a
y lo convertir�a en su propia sangre. Una naturaleza as� sabe olvidar
aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el horizonte est�
cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay hombres, pasio�nes,
doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general: todo ser viviente tan solo
puede ser sano, fuerte y fe�cundo dentro de un horizonte, y si, por otra parte,
es de�masiado egoc�ntrico para integrar su perspectiva en otra ajena, se
encamina l�nguidamente o con celeridad a una decadencia prematura. La
serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porve�nir
‑todo eso depende, tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe
una l�nea que separa lo que est� al alcance de la vista y es claro, de lo que
est� os�curo y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en
el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cu�ndo es
necesario sentir las co�sas desde el punto de vista hist�rico o desde el punto
de vista ahist�rico. He aqu� la tesis que el lector est� invi�tado a
considerar: lo hist�rico y lo
ahist�rico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los
pueblos y de las culturas.
Aqu� se nos podr� hacer una observaci�n:
los conocimientos y los sentimientos hist�ricos de un hombre pueden ser muy
limitados, su horizonte estrecho como el de un habitante de un valle de los
Alpes; en cada juicio puede cometer una injusticia, de cada experiencia puede
pensar err�neamente que �l es el primero en te�nerla -y a pesar de todas las
injusticias y todos los errores, se mantiene en tan insuperable salud y vigor
que todos sentir�n goce al mirarlo; en tanto que, a su lado, el que es mucho m�s
justo y m�s instruido que �l flaquea y se derrumba, pues las l�neas de su
horizonte se desplazan siempre de nuevo, de modo inquietante, porque �l,
atrapado en la red sutil de sus justicias y verdades, no vuelve a encontrar de
nuevo el mundo elemental de deseos y aspiraciones. Por otra parte, hemos
observado al animal, totalmente desprovisto de sentido hist�rico, que se
desenvuelve dentro de un horizonte casi reducido a un solo punto y, no obstante,
vive, en una relativa felicidad, al menos sin hast�o y sin necesidad de
simular. Habr�a, pues, que considerar a la facul�tad de ignorar hasta cierto
punto la dimensi�n hist�rica de las cosas como la m�s profunda e importante
de las facultades, en cuanto en ella reside el fundamento sobre el que puede
crecer lo que es justo, sano, grande, verdaderamente humano. Lo ahist�rico es
semejante a una atm�sfera protectora, �nicamente dentro de la cual puede
germinar la vida y, si esta atm�sfera desapa�rece, la vida se extingue. Es
cierto: tan solo cuando el hombre pensando, analizando, comparando, separando,
acercando, limita ese elemento no hist�rico; tan solo cuando, dentro de ese
vaho envolvente, surge un rayo luminoso y resplandeciente, es decir, cuando es
suficientemente fuerte para utilizar el pasado en beneficio de la vida y
transformar los acontecimientos antiguos en historia presente, llega el hombre a
ser hombre. Pero un exceso de historia aniquila al hombre y, sin ese halo de lo
ahist�rico, jam�s hubiese comenzado ni se hubiese atrevido a comenzar. �Qu�
hechos hubiese sido capaz de realizar sin antes haber
penetrado en esa bruma de lo ahist�rico? Dejemos im�genes de lado y acudamos,
para ilustraci�n, a un ejemplo. Imaginemos a un hombre al que empuja y arrastra
una ardiente pasi�n por una mujer o una gran idea. �C�mo cambia su mundo para
�l! Mirando hacia el pasado se siente como ciego; prestando el o�do a su
entorno percibe lo ajeno como un ruido sordo carente de sentido. Pero lo que
ahora percibe, jam�s lo percibi� antes con esa viveza: tan palpablemente
cercano, tan coloreado, tan resonante, tan iluminado como si lo percibiera con
todos sus sentidos a la vez. Sus evaluaciones todas est�n para �l cambiadas y
privadas de valor; hay tantas cosas que ya no puede valorar porque �l ya apenas
las siente; se pregunta si no ha sido hasta entonces v�ctima de frases ajenas,
de opiniones de otros, se admira de que su memoria gire incansablemente dentro
de un c�rculo y se siente muy d�bil y agotado para dar un solo salto y salir
de ese c�rculo. Es el estado m�s injusto del mundo, limitado, ingrato hacia el
pasado, ciego a los peligros, sordo a las advertencias, un peque�o torbellino
de vida en medio de un oc�ano congelado de noche y olvido. Y, no obstante, ese
estado -ahist�rico, absolutamente anti-hist�rico- es no solo la matriz de una
acci�n injusta, sino tambi�n, y sobre todo, de toda acci�n justa, y ning�n
artista realizar� su obra, ning�n general conseguir� la victoria, ning�n
pueblo alcanzar� su libertad, sin antes haberlo anhelado y pretendido en un
estado ahist�rico como el descrito. Como el hombre de acci�n, en expresi�n de
Goethe, act�a siempre sin conciencia, tambi�n act�a siempre sin conocimiento;
olvida la mayor parte de las cosas para realizar solo una; es injusto hacia todo
lo que le precede y no reconoce m�s que un derecho: el derecho de lo que ahora
va a nacer. As� pues, el hombre de acci�n ama su obra infinitamente m�s de lo
que esta merece ser amada, y las mejores acciones se realizan siempre en una
exaltaci�n de amor tal que, aunque su valor pueda ser incalculable en otros
respectos, no son, en todo caso, dignas de ese amor.
Si alguien estuviera en condici�n de
husmear, de respirar
retrospectivamente, en un suficiente n�mero de casos, esta atm�sfera ahist�rica,
dentro de la cual se han originado todos los grandes acontecimientos hist�ricos
[geschichtliche], podr�a
tal vez, en cuanto sujeto de conocimiento, elevarse a un punto de vista suprahist�rico, tal como Niebuhr lo ha descrito, como posible resultado de la
reflexi�n hist�rica. �Para una cosa, al menos -dice-, es �til la historia
entendida claramente y en toda su extensi�n: para reconocer que los esp�ritus
m�s potentes y m�s elevados del g�nero humano ignoran de qu� forma fortuita
sus ojos han asumido la estructura particular que determina su visi�n y que
ellos quisieran a la fuerza imponer a los dem�s; a la fuerza, porque la
intensidad de su conciencia es excepcionalmente grande. Quien no haya captado
esto, con gran precisi�n y en muchos casos, quedar� subyugado por la imagen de
un poderoso esp�ritu que da la m�s alta pasionalidad a una forma dada.� Podr�a
designarse tal punto de vista suprahist�rico en la medida en que quien lo
adoptara, por el hecho de haber reconocido la esencial condici�n de todo
acaecer, de toda acci�n, la ceguedad e injusticia en el alma del que act�a, no
se sentir�a seducido a vivir o participar en la historia, se sentir�a curado
de la tentaci�n de tomar en el futuro la historia demasiado en serio: hubiera
aprendido a encontrar en todas partes, en cada individuo, en cada
acontecimiento, entre los griegos o entre los turcos, en un momento cualquiera
del siglo I o del siglo XIX la respuesta al porqu� y para qu� de la
existencia. Si alguien pregunta a sus amistades si quieren revivir los diez o
veinte �ltimos a�os, encontrar� f�cilmente qui�nes de ellos est�n
predispuestos a este punto de vista suprahist�rico: con seguridad, todos
responder�n �no!; pero ese �no! estar� motivado por diferentes razones.
Algunos, tal vez, se consolar�n con un �pero los pr�ximos veinte a�os ser�n
mejores�. Son aquellos de quienes David Hume dice con iron�a:
And from
the dregs of life hope to receive,
What the first sprightly running could not give.
Llam�smolos
los hombres hist�ricos. El espect�culo del pasado los
empuja hacia el futuro, inflama su coraje para continuar en la vida, enciende su
esperanza de que lo que es justo puede todav�a venir, de que la felicidad los
espera al otro lado de la monta�a hacia donde encaminan sus pasos. Estos hombre
hist�ricos creen que el sentido de la existencia se desvelar� en el curso de
un proceso y, por eso, tan solo miran hacia atr�s para, a la luz
del camino recorrido, comprender el presente y desear m�s ardientemente el
futuro. No tienen idea de hasta qu� punto, a pesar de todos sus conocimientos
hist�ricos, de hecho piensan y act�an de manera no-hist�rica o de que su
misma actividad como historiadores est� al servicio, no del puro conocimiento,
sino de la vida.
Pero esa pregunta, cuya respuesta hemos escuchado, se puede responder
de modo distinto. Ser� tambi�n un �no�, pero un �no� diferentemente
motivado: el �no� del hombre suprahist�rico que no ve la salvaci�n en el
proceso y para el cual, al contrario, el mundo est� completo y toca su fin en
cada momento particular. Pues, �qu� podr�an otros diez a�os ense�ar que no
hayan ense�ado los diez anteriores?
Los hombres suprahist�ricos no han podido jam�s ponerse de acuerdo
sobre si el sentido de esta teor�a es la felicidad, la resignaci�n, la virtud
o la expiaci�n, pero, frente a todos los modos hist�ricos de considerar el
pasado, llegan a la plena unanimidad respecto a la siguiente proposici�n: el
pasado y el presente son una sola y la misma cosa, es decir, dentro de la
variedad de sus manifestaciones, son t�picamente iguales y, como tipos
invariables y omnipresentes, constituyen una estructura fija de un valor
inmutable, estable y de significado eternamente igual. Como los cientos de
lenguas diferentes expresan siempre las mismas necesidades t�picas y fijas del
hombre, de suerte que el que comprendiese estas necesidades no tendr�a que
aprender nada nuevo de todas esas lenguas, del mismo modo, el pensador suprahist�rico
ilumina desde el interior toda la historia de pueblos e individuos, adivinando
con clarividencia el sentido originario de los diferentes jerogl�ficos y
evadiendo gradualmente, incluso con fatiga, la interminable corriente de nuevos
signos. �C�mo, en efecto, ante la situaci�n infinita de acontecimientos, no
iba a llegarse a la saciedad, a la sobresaturaci�n, incluso al hast�o? Sin
duda, al final, hasta el m�s
osado de ellos estar�a tal vez dispuesto a decir a su coraz�n con Giacomo
Leopardi:
�Nada
vive que sea digno
de tus impulsos, y la tierra no merece suspiro alguno.
Dolor y hast�o es nuestra existencia, e inmundicia el mundo - nada m�s.
Sosi�gate�
Pero dejemos a los hombres suprahist�ricos con su sabidur�a y su
nausea:
hoy queremos m�s bien gozar con todo el coraz�n de nuestra incultura y
concedernos a nosotros mismos una jornada f�cil haciendo el papel de hombres de
acci�n y progresistas, adoradores del proceso. Tal vez nuestra valoraci�n de
lo hist�rico no es m�s que un prejuicio occidental. �No importa, con tal de
que, al menos, sigamos dando pasos hacia el progreso y no quedemos estancados en
el �mbito de estos prejuicios! �Con tal de que aprendamos siempre mejor a
cultivar la historia para servir a la vida! Concedamos, pues, de buen grado a
los hombres suprahist�ricos que poseen m�s sabidur�a que nosotros; siempre
que estemos seguros de poseer m�s vida que ellos: pues nuestra ignorancia tendr�a
en todo caso m�s futuro que su sabidur�a. Y, para que no quede ninguna duda en
cuanto al sentido de esta contraposici�n entre vida y sabidur�a, recurrir� a
un procedimiento utilizado desde la Antig�edad y propondr�, sin ning�n tipo
de rodeos, algunas tesis.
Un fen�meno hist�rico pura y completamente conocido, reducido a fen�meno
cognoscitivo es, para el que as� lo ha estudiado, algo muerto, porque a la vez
ha reconocido all� la ilusi�n, la injusticia, la pasi�n ciega y, en general,
todo el horizonte terrenamente oscurecido de ese fen�meno, y precisamente en
ello su poder hist�rico [geschichtlich]. Este poder queda ahora, para aquel que lo ha conocido,
sin fuerza, pero tal vez no queda sin fuerza para aquel que vive.
La historia concebida como ciencia pura, y aceptada como soberana, ser�a
para la humanidad una especie de conclusi�n y ajuste de cuentas de la
existencia. La cultura hist�rica es algo saludable y cargado de futuro tan solo
al servicio de una nueva y potente corriente vital, de una civilizaci�n
naciente, por ejemplo; es decir, solo cuando est� dominada y dirigida por una
fuerza superior, pero ella misma no es quien domina y dirige.
En la medida en que est� al servicio de la vida, la historia sirve a
un poder no hist�rico y, por esta raz�n, en esa posici�n subordinada, no podr�
y no deber� jam�s convertirse en una ciencia pura como, por ejemplo, las matem�ticas.
En cuanto a saber hasta qu� punto la vida tiene necesidad de los servicios de
la historia, esta es una de las preguntas y de las preocupaciones m�s graves
concernientes a la salud de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Cuando
hay un predominio excesivo de la historia, la vida se desmorona y degenera y, en
esta degeneraci�n, arrastra tambi�n a la misma historia.
DOS
Que la vida tiene necesidad del servicio de la historia ha de ser
comprendido tan claramente como la tesis, que m�s tarde se demostrar� -seg�n
la cual, un exceso de historia da�a a lo viviente. En tres aspectos pertenece
la historia al ser vivo: en la medida en que es un ser activo y persigue un
objetivo, en la medida en que preserva y venera lo que ha hecho, en la medida en
que sufre y tiene necesidad de una liberaci�n. A estos tres aspectos
corresponden tres especies de historia, en cuanto se puede distinguir entre una
historia monumental, una
historia anticuaria y una historia cr�tica.
La historia pertenece, sobre todo, al hombre de acci�n, al poderoso,
al que libra una gran lucha y tiene necesidad de modelos, de maestros, de
confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la �poca presente.
Tal es el caso de Schiller. Nuestro tiempo es tan miserable, dec�a Goethe, que
el poeta no puede encontrar, en la vida humana que le rodea, los caracteres que
necesita para su obra. Polibio, por ejemplo, teniendo en su mente al hombre de
acci�n, dice que el estudio de la historia pol�tica constituye la m�s
adecuada preparaci�n para el gobierno del Estado y es la mejor maestra que, al
recordarnos los infortunios de otros, nos amonesta a soportar con firmeza los
cambios de la fortuna. Quien haya aprendido a reconocer en esto el sentido de la
historia ha de sufrir al ver curiosos viajeros y meticulosos micr�logos trepar
por las pir�mides de grandes �pocas pasadas. El que all� descubre incentivos
de imitaci�n y superaci�n no desea encontrar al ocioso que, �vido de
distracci�n y sensaciones, deambula en estos lugares como entre los tesoros
acumulados en una galer�a de pintura. Para no desfallecer y sucumbir de
disgusto, entre estos ociosos d�biles y sin esperanza, entre estas gentes que
quieren parecer activas cuando no son m�s que agitadas y gesticulantes, el
hombre de acci�n mira hacia atr�s e interrumpe la marcha hacia su meta para
tomar aliento. Pero su meta es alguna felicidad; tal vez no la suya propia,
muchas veces la de un pueblo o la de la humanidad entera. Huye de la resignaci�n
y utiliza la historia como remedio contra ella. No tiene generalmente ninguna
perspectiva de recompensa y no puede esperar m�s que la gloria, es decir, la
expectaci�n de un lugar de honor en el templo de la historia donde �l, a su
vez, podr� ser maestro, consolador y admonitor de la posteridad. Porque su
consigna es: lo que una vez fue capaz de agrandar el concepto de �hombre� y
llenarlo de un contenido m�s bello tiene que existir siempre para ser capaz de
realizar eso eternamente. Que los grandes momentos en la lucha de los individuos
forman una cadena, que ellos unen a la humanidad a trav�s de los milenios, como
crestas humanas de una cordillera, que para m� la cumbre de tal momento, hace
largo tiempo caducado, sigue todav�a viva, luminosa y grandiosa -es la idea
fundamental de la fe en la humanidad que encuentra su expresi�n en la exigencia
de una historia monumental. Pero es
precisamente esta exigencia, que lo grande debe ser eterno, lo que suscita la m�s
terrible de las luchas. Pues todo lo dem�s que vive grita �no! Lo monumental
no debe existir -esta es la
contraconsigna. La apat�a rutinaria, lo que es mezquino y bajo, que llena todo
rinc�n del mundo, que se condensa en torno a todo lo grande como pesada atm�sfera
terrestre, se interpone en la ruta, con impedimentos y enga�os, para
obstaculizar, desviar y asfixiar el camino que lo grande tiene que recorrer para
llegar a la inmortalidad. Pero esta ruta pasa por los cerebros humanos, por
cerebros de animales angustiados y ef�meros, que se encuentran siempre de nuevo
ante las mismas necesidades y que tan solo con esfuerzo retrasan su fin, y ello
tan solo por corto tiempo, pues ellos, ante todo, no quieren m�s que una cosa:
vivir a cualquier precio. �Qui�n podr�a asociarlos con esta dif�cil carrera
de antorchas que es la historia monumental y en la cual solo lo grandioso se
perpet�a? Y, sin embargo, siempre hay algunos a quienes la contemplaci�n
de la grandeza pasada fortifica y se sienten llenos de entusiasmo, como si la
vida humana fuera algo maravilloso y como si el m�s bello fruto de esta planta
amarga fuera el saber que alguien ha atravesado ya la existencia con orgullo y
fortaleza, otro con profunda reflexi�n y un tercero mostrando misericordia y
caridad -pero legando todos una ense�anza: que la vida m�s bella es la de
aquellos que no dan alto valor a la existencia. Si el hombre com�n toma este
corto espacio de tiempo con tanta avidez y melanc�lica seriedad, aquellos
pocos, a quienes antes nos hemos referido, en su camino a la inmortalidad y a la
historia monumental, han sabido hacerlo con sonrisa ol�mpica o, al menos, con
sublime sarcasmo; con frecuencia descendieron a la tumba con un sentido de iron�a
-pues �qu� habr�a de ellos que enterrar? Tan solo aquello que como escoria,
desechos, vanidad, animalidad, siempre los hab�a oprimido y que ahora se hund�a
en el olvido despu�s de haber sido largo tiempo objeto de su desd�n. Pero algo
perdurar�: el monograma de su m�s �ntimo ser, una obra, una acci�n, una
iluminaci�n excepcional, una creaci�n. Sobrevivir� porque ninguna posteridad
podr� prescindir de eso. En esta forma sublimada, la gloria es algo m�s que el
apetitoso bocado de nuestro ego�smo, como dice Schopenhauer; es la creencia en
la solidaridad y la continuidad de lo grande de todos los tiempos y una protesta
contra el cambio de las generaciones y la transitoriedad de las cosas.
�De qu� sirve, pues, al hombre contempor�neo
la consideraci�n monumental del pasado, el ocuparse con lo que otros tiempos
han producido de cl�sico y de inusitado? Deduce que la grandeza que un d�a
existi� fue, en todo caso, una vez posible y, sin duda, podr�, otra segunda
vez, ser posible; anda su camino con paso m�s firme, pues la duda que le
asaltaba en momentos de debilidad, de si estar�a aspirando tal vez a lo
imposible, se ha desvanecido. Supongamos que alguien piensa que no se necesita m�s
de cien hombres productivos, eficientes, educados en un esp�ritu nuevo para
acabar con ese intelectualismo que est� hoy de moda en Alemania, �c�mo se
sentir�a confortado al constatar que la cultura del Renacimiento se edific�
sobre los hombros de un centenar de tales hombres!
Y, sin embargo -para aprender de este ejemplo
inmediatamente algo nuevo-, �qu� arbitraria e imprecisa, qu� inexacta ser�a
tal comparaci�n! �Cu�ntas diferencias habr�a que dejar de lado para resaltar
ese efecto vigoroso!, �de qu� manera forzada habr�a que hacer entrar la
individualidad del pasado en un molde general, recortando �ngulos y l�neas
relevantes, en beneficio de la homolog�a! En realidad, lo que una vez fue
posible podr�a tan solo presentarse como posible otra segunda vez, si los pitag�ricos
tuvieran raz�n al creer que, cuando la misma conjunci�n de cuerpos celestes se
repite, ello supone la repetici�n, hasta en los m�s m�nimos detalles, de los
mismos acontecimientos en la tierra: de suerte
que, cuando las estrellas tuvieran entre s� una cierta relaci�n, de nuevo un
estoico colaborar�a con un epic�reo para asesinar a C�sar y, cuando se
hallaran en otra combinaci�n, Crist�bal Col�n descubrir�a de nuevo Am�rica.
Tan solo si la Tierra comenzase cada vez su obra teatral despu�s del quinto
acto, si fuese posible que la misma concatenaci�n de motivos, el mismo deus ex machina, la
misma cat�strofe retornase a intervalos regulares; tan solo entonces el
poderoso tendr�a derecho a desear la historia monumental en su absoluta veracidad ic�nica, es decir, cada factum con su singularidad y
particularidad en todo detalle: no es probable que esto suceda hasta que los
astr�nomos se conviertan de nuevo en astr�logos. Hasta ese momento, la
historia monumental no tendr� necesidad de esa plena veracidad: siempre acercar�,
generalizar� y, finalmente, igualar� cosas que son distintas, siempre atenuar�
las diferencias de motivos y ocasiones para, en detrimento de las causae, presentar el effectus
como monumental, es decir, como ejemplar y digno de imitaci�n, de suerte
que, dado que en todo lo posible prescinde de las causas, sin exagerar
demasiado, se la podr�a llamar una colecci�n de �efectos en s��, como de
eventos que tendr�n efecto en todo tiempo. Lo que se celebra en las fiestas
populares, en las conmemoraciones religiosas o militares, es, en el fondo, un
tal �efecto en s��: esto es lo que no deja dormir a los ambiciosos, lo que
los emprendedores ponen sobre su coraz�n como un amuleto, y no el connexus
hist�rico [geschichtlich] de causas y efectos que, correctamente entendida, tan solo
probar�a que, del juego de dados del azar y del futuro, nunca podr�a resultar
algo del todo id�ntico a lo anterior.
Mientras el alma de la historiograf�a consista en los grandes
incentivos que inspiran a un hombre vigoroso, mientras el pasado tenga que ser
descrito como digno de imitaci�n, como imitable y posible otra segunda vez,
incurre, ciertamente, en el peligro de ser distorsionado, de ser embellecido, y
se acerca as� a la pura invenci�n po�tica; incluso hay �pocas que no son
capaces de distinguir entre un pasado monumental y una ficci�n m�stica porque
exactamente los mismos est�mulos pueden extraerse de uno y otro mundo. Si la
consideraci�n monumental del pasado impera
sobre las otras formas de consideraci�n, quiero decir, sobre la anticuaria
y la cr�tica, es el pasado mismo el que sufre
da�o: segmentos enteros del
mismo son olvidados, despreciados, y se deslizan como un flujo ininterrumpido y
gris en el que s�lo facta individuales embellecidos emergen como
solitarios islotes. Las raras personas que quedan visibles resaltan a la vista
como algo antinatural y maravilloso, como aquella cadera de oro que los disc�pulos
de Pit�goras pretend�an haber visto en el maestro. La historia monumental enga�a
por las analog�as: con seductoras semejanzas, incita al valeroso a la
temeridad, al entusiasta al fanatismo y, si imaginamos esta historia en las
manos y en las cabezas de ego�stas con talento y de exaltados bribones, ver�amos
imperios destruidos, pr�ncipes asesinados, guerras y revoluciones desatadas y
el n�mero de los �efectos en s�� hist�ricos [geschichtlichen], es decir, los efectos sin
causa suficiente, de nuevo acrecentado. Baste esto para recordar los da�os que
la historia monumental puede producir entre los hombres de acci�n y los
poderosos, ya sean buenos o perversos: pero imaginemos cu�les ser�n los
efectos cuando los impotentes y los inactivos se apoderan de ella y la utilizan.
Tomemos el ejemplo m�s sencillo y frecuente. Imaginemos a
personalidades no art�sticas, o d�bilmente art�sticas, armadas y acorazadas
con la historia monumental del arte. �Contra qui�n dirigir�n ahora sus armas?
Contra sus archienemigos los esp�ritus vigorosamente art�sticos; en otras
palabras, contra aquellos que son los �nicos capaces de extraer de la historia
una verdadera ense�anza, es decir, una ense�anza orientada hacia la vida y
convertir lo que han aprendido en una forma m�s elevada de praxis. A estos se
les obstruye el camino, se les oscurece el horizonte cuando celosos id�latras
danzan en torno a un mal comprendido monumento de alguna gran �poca del pasado.
Como si quisieran decir: ��Atenci�n! Este es el arte aut�ntico y verdadero.
�Qu� os importa un arte que todav�a est� en gestaci�n y en la b�squeda de
su camino?�. Este tropel de danzantes parece poseer hasta el privilegio del
�buen gusto�, pues el esp�ritu creador est� siempre en desventaja frente al
simple espectador que se guarda muy bien de poner su mano en la tarea; as�
como, en todos los tiempos, el pol�tico de casino ha sido siempre m�s sabio, m�s
justo y m�s reflexivo que el estadista que ejerce el poder. Si se quisiera
extender al campo del arte el uso del refer�ndum
y del sufragio mayoritario y se obligara al artista a defenderse ante el
foro de los estetas que nada crean, se puede jurar de antemano que ser�a
condenado. Y esto no a pesar de, sino precisamente porque sus jueces han
proclamado solemnemente el canon del arte monumental, es decir, el arte que, seg�n
hemos venido exponiendo, en todas las �pocas �ha producido efecto�, en tanto
que todo arte que no es monumental, en cuanto es arte del presente, les parece,
en primer lugar, innecesario; en segundo lugar, inatractivo y, finalmente,
desprovisto de la autoridad de la historia. Pero su instinto les dice que el
arte puede ser asesinado por el arte: lo monumental no debe renacer, y para
impedir esto, aducen que la autoridad de lo monumental proviene del pasado. Son
expertos en el arte porque lo quieren suprimir; se glor�an de ser m�dicos
cuando, en realidad, suministran venenos; cultivan su lengua y su gusto para
explicar, desde su posici�n regalona, por qu� rechazan tan obstinadamente
todos los platos de alimentaci�n art�stica que le son ofrecidos. No quieren
que nazca la grandeza. Su m�todo es decir: �Mirad, lo que es grande ya est�
ah��. En realidad, esta grandeza que est� ah� les importa tan poco como la
que est� en trance de nacer: sus vidas dan testimonio de ello. La historia
monumental es el disfraz con el cual su odio a los grandes y poderosos de su
tiempo se presenta como una colmada admiraci�n por los grandes y poderosos de
�pocas pasadas; as� enmascarado, el sentido de esta consideraci�n de la
historia se convierte en su opuesto. Sean o no conscientes de ello, act�an en
todo caso como si su lema fuera: dejad a los muertos que entierren a los vivos.
Cada una de
los tres modos de historia existentes se justifica tan solo en
un suelo y en un clima particulares: en cualquier otro terreno crece como hierba
devastadora. Cuando un hombre que desea realizar algo grande tiene necesidad del
pasado, se apropia de �l mediante la historia monumental; a su vez, el que
persiste en lo habitual y venerado a lo largo del tiempo, cultiva el pasado como
historiador anticuario; y solo aquel a quien una necesidad presente oprime el
pecho y que, a toda costa, quiere librarse de esa carga, siente la necesidad de
la historia cr�tica, es decir, de una historia que juzga y condena. Muchos
males pueden venir del trasplante imprudente de estas especies: el que critica
sin necesidad, el anticuario sin piedad, el conocedor de la grandeza sin ser
capaz de realizar grandes cosas son tales plantas que, separadas de su suelo
original y materno, degeneran y retornan al estado salvaje.
TRES
La historia pertenece tambi�n, en segundo lugar, a quien preserva y
venera, a quien vuelve la mirada hacia atr�s, con fidelidad y amor, al mundo
donde se ha formado; con esta piedad, da gracias por el don de su existencia.
Cultivando con cuidadoso esmero lo que subsiste desde tiempos antiguos, quiere
preservar, para los que vendr�n despu�s, aquellas condiciones en las que �l
mismo ha vivido -y as� sirve a la vida. Para tal alma, la posesi�n del
patrimonio ancestral toma un sentido diferente porque, en lugar de poseer el
alma estos objetos, est� pose�da por ellos. Todo lo que es peque�o, limitado,
decr�pito y anticuado recibe su propia dignidad e intangibilidad por el hecho
de que el alma del hombre anticuario, tan inclinada a preservar y venerar, se
instala en estas cosas y hace en ellas un nido familiar. La historia de su
ciudad se convierte para �l en su propia historia: concibe las murallas, la
puerta fortificada, las ordenanzas municipales y las fiestas populares como una
cr�nica ilustrada de su juventud y, en todo esto, se redescubre a s� mismo con
su fuerza, su actividad, sus placeres, su juicio, sus locuras y sus malas
maneras. Aqu� se pudo vivir, se dice a s� mismo, por tanto aqu� se puede
vivir y aqu� se podr� vivir, pues somos tenaces y no se nos derrumbar� de un
d�a para otro. Con ese �nos�, �l se eleva, sobre la ef�mera y singular
existencia individual, para identificarse con el esp�ritu de su casa, de su
estirpe, de su ciudad. A veces saluda, a trav�s de siglos lejanos, oscuros y
confusos, al alma de su pueblo como su propia alma. El poder de intuir y
presagiar las cosas, el detectar huellas casi extinguidas, una instintiva
facultad para leer correctamente un pasado tan recubierto de escritos, la
comprensi�n r�pida de palimpsestos, incluso de polipsestos -estos son sus
talentos y sus virtudes. Con este esp�ritu contempl� Goethe el monumento de
Erwin von Steinbach; en la tempestad de su sentimiento se desgarr� el velo hist�rico
de nubes que los separaba: por vez primera contempl� la obra alemana como �actuando
desde el fondo de la fuerte y ruda alma alemana�. Es la misma sensibilidad y el
mismo impulso que gui� a los italianos del Renacimiento y despert� de nuevo en
sus poetas el antiguo genio it�lico en una �maravillosa nueva resonancia del
arpa originaria�, como dice Jacob Burckhardt.
Este sentido anticuario de veneraci�n del pasado tiene su m�s alto
valor cuando infunde un sentimiento simple y conmovedor de placer y satisfacci�n
a la realidad modesta, ruda y hasta penosa en que vive un individuo o un pueblo.
Niebuhr, por ejemplo, admite, con sincero candor, que puede vivir, contento y
sin a�orar el arte, en bosques y campos entre campesinos libres que tienen un
pasado hist�rico. �C�mo podr�a la historia servir mejor a la vida que
ligando, a su tierra nativa y a sus costumbres patrias, a las estirpes y
poblaciones m�s desfavorecidas, d�ndoles estabilidad y disuadi�ndolas de que
se desplacen a tierras extra�as en busca de mejores condiciones de vida por las
que han de combatir y luchar? A veces lo que empuja al individuo a aferrarse a
un grupo o a un ambiente, a unos cansados h�bitos, a unas peladas colinas,
puede parecer obstinaci�n e ignorancia -pero es la ignorancia m�s saludable y
beneficiosa para la colectividad, como puede comprender cualquiera que haya
constatado los terribles efectos del af�n de aventureras emigraciones de
poblaciones enteras, o el que haya visto de cerca en qu� se convierte un pueblo
que ha perdido la fidelidad a su pasado y se entrega a la busca desenfrenada y
cosmopolita de lo nuevo y de lo siempre m�s nuevo. El sentimiento opuesto, el
bienestar del �rbol con sus ra�ces, la felicidad de no saberse totalmente
arbitrario y fortuito, sino proceder de un pasado del que se es heredero, la
flor y el fruto, y que as� su existencia tiene una disculpa, digamos una
justificaci�n -esto es lo que hoy se designa preferentemente como el aut�ntico
sentido hist�rico.
Pero este no es el estado en que el hombre estar�a m�s capacitado
para convertir el pasado en ciencia pura; de suerte que aqu� tambi�n
percibimos, como en el caso de la historia monumental, que el pasado mismo sufre
cuando la historia sirve a la vida y es dominada por impulsos vitales. Para
decirlo con cierta libertad acudiendo a una met�fora: el �rbol siente sus ra�ces
m�s de lo que �l puede verlas; pero este sentimiento da medida de la grandeza
de las ra�ces a causa de la grandeza y fuerza de las ramas visibles. Si el �rbol
ya en esto puede equivocarse, �c�mo no se equivocar� respecto al bosque
entero que lo rodea? Del cual solo sabe o siente algo en la medida en que este
le obstruye o favorece -pero nada m�s. El sentido anticuario de un individuo,
de una comunidad, de todo un pueblo, tiene siempre un campo de visi�n muy
limitado, no percibe la mayor parte de los fen�menos, y los pocos que percibe
los ve demasiado cerca y de forma muy aislada. No puede evaluar los objetos y,
en consecuencia, considera todo igualmente importante y, por eso, da demasiada
importancia a las cosas singulares. Para juzgar el pasado no tiene una escala de
valores ni sentido de proporciones que realmente respondan a las relaciones de
las cosas entre s�. Su medida y proporci�n son siempre las que le otorga la
mirada retrospectiva, en sentido anticuario, de un individuo o de un pueblo.
Esto crea siempre un peligro inminente: en definitiva, todo lo antiguo
y pasado que entra en este campo de visi�n es, sin m�s, aceptado como
igualmente digno de veneraci�n; en cambio, todo lo que no muestra, respecto a
lo antiguo, esta reverencia, o sea, lo que es nuevo y est� en fase de realizaci�n,
es rechazado y encuentra hostilidad. As�, en las artes pl�sticas y gr�ficas,
incluso en las griegas, toleraban el estilo hier�tico junto con el estilo
grande y libre; m�s tarde, no solo toleraron las narices puntiagudas y las
sonrisas congeladas, sino que hasta las consideraron como un signo de
refinamiento. Cuando la sensibilidad de un pueblo se petrifica de tal suerte,
cuando la historia sirve al pasado hasta el punto de debilitar la vida presente
y, especialmente, la vida superior, cuando el sentido hist�rico ya no conserva
la vida sino que la momifica, entonces el �rbol muere de modo no natural, disec�ndose
gradualmente desde la c�pula hasta las ra�ces -y, generalmente, estas acaban
por morir a su vez. La historia anticuaria degenera en el momento mismo en que
ya no est� animada e inspirada por la fresca vida del presente. Entonces la
piedad se marchita, la rutina erudita contin�a existiendo sin la piedad y gira,
en autosatisfacci�n ego�sta y complaciente, en tomo a su propio eje. Entonces
se observa el repelente espect�culo de una ciega furia coleccionista, de una
incesante acumulaci�n de todo lo que una vez existi�. El hombre se envuelve en
el olor de lo rancio; con esta actitud anticuaria llega a rebajar impulsos m�s
significativos, necesidades m�s nobles, hasta convertirlos en una insaciable
curiosidad o m�s bien en una avidez por cosas viejas y por todo. A veces,
desciende tan bajo que se contenta con cualquier tipo de alimento y hasta devora
con placer el polvo de quisquillas bibliogr�ficas.
Pero, incluso si esta degeneraci�n no se produce, aun cuando la
historia anticuaria no pierda el �nico terreno sobre el cual puede echar ra�ces
en beneficio de la vida, quedan, sin embargo, no pocos peligros, especialmente
en el caso en que toma demasiada fuerza y sofoca los otros modos de considerar
el pasado. La historia anticuaria sabe solo c�mo conservar la vida, no
c�mo crearla. Minusvalora siempre todo lo que est� en gestaci�n porque no
tiene para ello ning�n instinto adivinatorio momo lo tiene, por ejemplo, la
historia monumental. As�, la historia anticuaria impide el optar resueltamente
por lo nuevo, paraliza al hombre de acci�n que, en cuanto tal, violar� siempre
y debe violar cualquier tipo de piedad. El hecho de que una cosa ha envejecido
genera la pretensi�n de que debe ser inmortal. Si tenemos en cuenta todo lo que
tal antig�edad -una costumbre ancestral, una creencia religiosa, un privilegio
pol�tico hereditario- ha acumulado en el curso de su existencia, esa gran suma
de piedad y veneraci�n por parte de individuos y generaciones, parecer�
arrogante, y hasta perverso, sustituir tal antig�edad por una novedad y
contraponer a tal acumulaci�n num�rica de actos de piedad y veneraci�n la
simple unidad de algo que todav�a est� en proceso de realizaci�n y es
presente.
Aqu� se ve con claridad c�mo el hombre con frecuencia necesita, adem�s
del modo monumental y anticuario de considerar la historia, un tercer modo, el
modo cr�tico;
y este tambi�n para servir a la vida. Para poder vivir, ha de tener la
fuerza, y de vez en cuando utilizarla, de romper y disolver una parte de su
pasado: esto lo logra trayendo ese pasado ante la justicia, someti�ndolo a un
interrogatorio minucioso y, al fin, conden�ndolo; todo pasado merece condenaci�n
pues tal es la naturaleza de las cosas humanas: siempre la humana violencia y
debilidad han jugado un papel importante. No es la justicia quien aqu� juzga; y
es, todav�a menos, la clemencia quien aqu� pronuncia el veredicto: es
solamente la vida, esa potencia oscura, impulsiva, insaciablemente �vida de s�
misma. Su veredicto es siempre inclemente, siempre injusto, porque nunca procede
de una pura fuente de conocimiento; pero, en la mayor parte de los casos, la
sentencia ser�a id�ntica, aunque fuera pronunciada por la justicia misma, �porque
todo lo que nace merece perecer. Ser�a, pues, mejor que nada naciese�. Se
requiere mucha fuerza para poder vivir y olvidar que vivir y ser injusto son la
misma cosa. El mismo Lutero ha dicho una vez que el mundo deb�a su existencia a
una inadvertencia de Dios; si Dios hubiese pensado en la �artiller�a pesada�,
no lo habr�a creado. A veces, sin embargo, esta misma vida, que requiere
olvidar, exige una suspensi�n temporal de ese olvido. Entonces se percibe con
claridad qu� injusta es la existencia de algo: de un privilegio, de una casta,
de una dinast�a, por ejemplo, y hasta qu� punto estas cosas merecen perecer.
Es entonces cuando se examina el pasado desde un punto de vista cr�tico,
entonces se ataca con el cuchillo a las ra�ces, entonces se salta cruelmente
sobre cualquier tipo de clemencia. Este proceso es siempre peligroso, en
realidad peligroso para la vida misma; y los hombres y las �pocas que sirven as�
a la vida, juzgando y aniquilando un pasado, son siempre peligrosos y est�n
siempre en peligro. Puesto que somos el resultado de generaciones anteriores,
somos adem�s el resultado de sus aberraciones, pasiones y errores y, tambi�n,
s�, de sus delitos. No es posible liberarse por completo de esta cadena.
Podemos condenar tales aberraciones y creernos libres de ellas, pero esto no
cambia el hecho de que somos sus herederos. Llegaremos, en el mejor de los
casos, a un antagonismo entre nuestra naturaleza ancestral, hereditaria, y
nuestro conocimiento o, tal vez, a la lucha de una nueva y rigurosa disciplina
contra lo que ha sido legado e inculcado a lo largo del tiempo; cultivamos un
nuevo h�bito, un nuevo instinto, una segunda naturaleza, de forma que la
primera desaparezca. Es, por as� decir, una tentativa de darse a
posteriori un pasado del que se querr�a proceder, en contraposici�n a
aquel del que realmente se procede -una tentativa siempre peligrosa porque es
dif�cil encontrar un l�mite en la negaci�n del pasado y porque las segundas
naturalezas son, generalmente, m�s d�biles que las primeras. Sucede con
demasiada frecuencia que conocemos lo que es bueno, pero no lo realizamos porque
conocemos tambi�n lo que es mejor, sin poderlo hacer. Pero algunos llegan, sin
embargo, a ganar esta batalla, y para los que luchan, para los que se sirven de
la historia cr�tica para la vida, hay siempre un notable consuelo: el saber que
esta primera naturaleza fue una vez segunda naturaleza y que toda segunda
naturaleza, cuando triunfa, se convierte, a su vez, en primera naturaleza.
CUATRO
Estos son los servicios que la historia puede prestar a la vida. Todo
individuo, todo pueblo necesita, seg�n sus objetivos, fuerzas y necesidades, un
cierto conocimiento del pasado, ya sea como historia monumental, anticuaria o cr�tica.
Pero no como lo necesitar�a un tropel de puros pensadores que no hacen m�s que
asistir como espectadores a la vida, o individuos sedientos de saber, que solo
con el saber se sienten satisfechos y para quienes el aumento de conocimientos
es el objetivo en s�, sino, siempre y �nicamente, con vistas a la vida y, por
tanto, bajo el dominio y suprema direcci�n de la misma. Que esta es la natural
relaci�n de una �poca, de una cultura, de un pueblo, con la historia -relaci�n
motivada por el hambre, regulada por el grado de sus necesidades, frenada por la
fuerza pl�stica interna-,que el conocimiento del pasado sea deseado en toda �poca
solamente para servir al futuro y al presente, no para debilitar el presente o
para cortar las ra�ces de un futuro vigoroso: todo esto es simple, como simple
es la verdad, y convencer� incluso a cualquiera que no pida que antes le sea
presentada la prueba hist�rica.
Y ahora una r�pida mirada a nuestro tiempo. Nos asustamos, nos echamos
para atr�s. �D�nde est� la naturalidad, la claridad y pureza de esa relaci�n
entre historia y vida? �De qu� manera tan confusa, tan exagerada e
inquietante, fluct�a hoy este problema ante nuestros ojos! La culpa �est� en
nosotros, los que contemplamos? �O se habr� alterado realmente la constelaci�n
de vida e historia por la interposici�n entre ellas de un astro hostil y
potente? Demuestren otros si nuestra visi�n es incorrecta o no: nosotros
decimos lo que creemos haber visto. S�, un astro se ha interpuesto,
efectivamente, entre la vida y la historia, un astro brillante y magn�fico, y
la constelaci�n ha quedado realmente alterada -a causa de la ciencia, por
la pretensi�n de hacer de la historia una ciencia.
Hoy no reina solamente la vida dominando el conocimiento acerca del pasado:
todas las barreras han sido derribadas y todo lo que una vez fue irrumpe, como
una oleada, sobre el hombre. Todas las perspectivas se han prolongado hacia atr�s,
hasta donde hubo un devenir, hasta lo infinito. Ninguna generaci�n hab�a visto
desplegarse un espect�culo tan inmenso como el que muestra hoy la ciencia del
devenir universal, la historia: pero lo muestra con la peligrosa audacia de su
lema: fiat veritas pereat vita.
Representemos ahora un cuadro del proceso espiritual que, con esto, se
ha desarrollado en el alma del hombre moderno. El saber hist�rico fluye de modo
incesante de inagotables fuentes, lo extra�o e incoherente fuerza su camino, la
memoria abre todas sus puertas, pero ello no es suficiente, la naturaleza se
esfuerza al m�ximo por recibir, ordenar y honrar a estos hu�spedes extra�os,
pero ellos mismos est�n en lucha unos con otros y parece necesario que el
hombre los domine y controle si no quiere perecer �l mismo en esa lucha. El
habituarse a una situaci�n tan desordenada, tormentosa y conflictiva,
gradualmente se convierte en una segunda naturaleza aunque, sin duda, esta
segunda naturaleza es mucho m�s d�bil, m�s inestable y mucho menos sana que
la primera. Finalmente, el hombre moderno se mueve llevando dentro una ingente
cantidad de indigeribles piedras de conocimiento y, como en el cuento, puede
escucharse a veces su choque ruidoso dentro del est�mago. Este ruido revela la
caracter�stica m�s �ntima de este hombre moderno: el notable contraste entre
una interioridad a la que no corresponde ninguna exterioridad y una exterioridad
a la que no corresponde ninguna interioridad, una ant�tesis desconocida entre
los pueblos del mundo antiguo. El saber consumido en exceso, sin hambre, incluso
contra las necesidades de uno, no act�a ya como una fuerza transformadora
orientada hacia el exterior, sino que permanece encerrado dentro de un cierto ca�tico
mundo interior que el hombre moderno designa, con extra�a soberbia, como su
caracter�stica �interioridad�. Se dice, es cierto, que se posee el contenido
y que falta solo la forma; pero esta ant�tesis es del todo inapropiada cuando
se trata de seres vivos. Precisamente porque no puede ser comprendida en
absoluto sin esta s�ntesis, nuestra moderna cultura no es algo vivo, es decir,
no es, de hecho, una verdadera cultura sino solamente una especie de saber sobre
la cultura, se queda en una idea y en un sentimiento de la cultura, pero no
surge de ah� una resoluci�n cultural. Por el contrario, la verdadera motivaci�n
y lo que, como acci�n, se manifiesta al exterior, con frecuencia no significa
mucho m�s que una indiferente convenci�n, una lamentable imitaci�n e,
incluso, una tosca caricatura. La sensibilidad descansa en el interior como en
la serpiente que ha tragado conejos enteros y se tiende despu�s tranquilamente
al sol evitando cualquier movimiento que no sea indispensable. El proceso
interior es ahora la cosa misma, es decir, la �cultura� propiamente dicha.
Todo el que pasa por all� desea solo una cosa: que tal cultura no muera de
indigesti�n. Imaginemos, por ejemplo, a un griego ante este tipo de cultura;
pensar�a que para el hombre moderno �ser culto� y �tener una cultura hist�rica�
son expresiones tan afines que pr�cticamente significan la misma cosa y solo
difieren por el n�mero de palabras. Si �l dijera que uno puede ser muy culto
y, sin embargo, carecer de formaci�n hist�rica, el hombre moderno pensar�a no
haber o�do bien y mover�a la cabeza. Es que ese conocido pueblo de un pasado
no demasiado lejano, me estoy refiriendo, por supuesto, a los griegos, durante
el periodo de su mayor vigor preserv� tenazmente un sentido ahist�rico; si uno
de nuestros contempor�neos, por el golpe de una vara m�gica, fuera reenviado a
ese mundo, probablemente encontrar�a a los griegos muy poco �cultos� y esto
expondr�a a la p�blica irrisi�n el secreto, tan celosamente guardado, de la
cultura moderna: que nosotros, los modernos, no tenemos nada propio; tan solo en
cuanto rellen�ndonos y sobrerrellen�ndonos de �pocas, costumbres, artes,
filosof�as, religiones y conocimientos extra�os, somos objetos dignos de
consideraci�n, es decir, enciclopedias ambulantes, que es como, tal vez, nos
considerar�a un antiguo griego transportado a nuestros d�as. Pero en las
enciclopedias todo el valor se encuentra �nicamente en lo que hay dentro, en el
contenido, no en lo que presenta al exterior o es encuadernaci�n o cubierta. De
modo semejante, toda la cultura moderna es b�sicamente interior; en lo
exterior, el impresor ha estampado algo as� como: manual de cultura interior
para b�rbaros exteriores. As�, este contraste entre lo de dentro y lo de fuera
hace aparecer lo externo todav�a m�s b�rbaro de lo que ser�a si un pueblo
rudo se desarrollase solo por s� mismo seg�n sus duras necesidades. Porque �qu�
medio le queda a la naturaleza para dominar esto que la presiona con tanta
fuerza? Solamente el recurso de aceptarlo lo m�s ligeramente posible para
echarlo de lado y desprenderse de ello enseguida. De esto nace el h�bito de no
tomar en serio las cosas reales, de esto nace la �personalidad d�bil�, en la
cual lo real y existente causan tan solo una ligera impresi�n; se acaba por
tratar lo exterior de modo m�s negligente y c�modo y se agranda el peligroso
abismo entre contenido y forma hasta el punto de hacerse insensible a la
barbarie, dado que la memoria est� continuamente estimulada por novedades y
alimentada por una corriente de nuevas cosas dignas de ser sabidas y
susceptibles de ser cuidadosamente encasilladas en sus cajones. La cultura de un
pueblo, en contraposici�n a esa barbarie, fue una vez definida, y pienso que a
justo t�tulo, como unidad del estilo art�stico en todas las manifestaciones de
ese pueblo. No ser�a correcto entender esta definici�n como un contraste entre
la barbarie y el estilo bello;
el pueblo, al que se atribuye una cultura, debe ser, en todos los aspectos
reales, una unidad viva y no estar miserablemente desgarrado entre lo interno y
lo externo, entre un contenido y una forma. El que aspire a forjar y promover la
cultura de un pueblo, que forje y promueva esta unidad superior y que colabore
en la destrucci�n de la �culturalidad� moderna, a favor de una verdadera
cultura y que ose reflexionar c�mo la salud de un pueblo, perturbada por el
historicismo, puede ser restablecida y c�mo puede redescubrir sus instintos y,
con ello, su autenticidad.
Ahora quiero hablar, �nicamente y de modo directo, de nosotros, los
alemanes de hoy, que estamos m�s afectados que otros pueblos por esta debilidad
de la personalidad y por esta contradicci�n entre forma y contenido. La forma
es considerada generalmente, entre nosotros, los alemanes, como una convenci�n,
como un disfraz y una m�scara y, por, eso, si no odiada, en todo caso, no es
amada; m�s exacto ser�a decir que tenemos pavor de la palabra convenci�n y,
todav�a m�s, de la cosa que llamamos convenci�n. Por temor abandon� el alem�n
la escuela de los franceses: �l quisiera ser m�s natural y, de este modo, m�s
alem�n. Pero en ese �de este modo� parece haberse equivocado. Habiendo
abandonado la escuela de la convenci�n, se deja ir donde y como le empuja su
capricho y, en el fondo, no ha hecho m�s que reproducir, de una forma
caprichosa y arbitraria y en una semiconsciencia, lo que antes imit�
escrupulosamente y, con frecuencia, con �xito. As�, en comparaci�n con
tiempos anteriores, vivimos hoy todav�a en una convenci�n francesa remolona e
incorrecta, como lo muestra toda nuestra manera de caminar, estar en pie,
conversar, vestir y alojarnos. Creyendo que retorn�bamos a la naturaleza se
escog�a solamente el dejarse llevar, la comodidad y lo m�nimo de superaci�n
de s� mismo. H�gase una gira por una ciudad alemana -todo ese
convencionalismo, si se la compara con las peculiaridades nacionales de las
ciudades extranjeras, se muestra aqu� en su aspecto negativo; todo es sin
color, gastado, mal copiado, descuidado, cada cual hace lo que se le antoja,
pero no seg�n una inclinaci�n vigorosa y rica de pensamiento, sino siguiendo
las leyes que dictan, por un lado, la prisa general y, por otro, el af�n
general de comodidad. Un vestido, cuya concepci�n no requiere un gran esfuerzo
cerebral y cuyo dise�o no lleva mucho tiempo, es decir, un vestido tomado en pr�stamo
del extranjero e imitado con la mayor negligencia posible, pasa inmediatamente,
entre los alemanes, como una contribuci�n al arte nacional del vestido.
Repudian ir�nicamente el sentido de la forma -pues ya tienen el
sentido del contenido: somos,
en definitiva, el famoso pueblo de la interioridad. [Innerlichkeit]
Pero existe tambi�n un famoso peligro en esa interioridad. El
contenido mismo, que se supone no es visible desde el exterior, podr�a un buen
d�a volatilizarse; exteriormente no se notar�a ni su desaparici�n ni su
anterior existencia. Imaginemos, en todo caso, que el pueblo alem�n est� lo m�s
posiblemente alejado de este peligro: el extranjero tendr� siempre una parte de
raz�n al reprocharnos que nuestro interior es demasiado d�bil y desorganizado
para producir un efecto exterior y darse una forma. Es cierto que esa
interioridad puede mostrarse delicada, sensible, seria, potente, profunda, buena
en grado excepcional y, tal vez, hasta m�s rica que la interioridad de otros
pueblos: pero, en su conjunto, sigue siendo d�bil porque todas estas fibras no
est�n entrelazadas en un nudo robusto: de suerte que el acto visible no es el
acto y la autorrevelaci�n de la totalidad de ese interior, sino la t�mida y
tosca tentativa de una u otra de estas fibras para presentarse como la
totalidad. Por eso, el alem�n no puede ser juzgado bas�ndonos en sus acciones,
y tambi�n, como individuo, tras haber actuado, queda completamente oculto. Hay
que juzgarlo, como es sabido, por sus pensamientos y sentimientos, y estos los
expresa hoy en sus libros. Pero, precisamente, son estos libros los que, hoy m�s
que nunca, nos hacen dudar de la presencia real de la famosa interioridad en su
peque�o templo inaccesible. Ser�a terrible pensar que ella desapareciera un d�a
y que solo quedase, como signo distintivo de lo alem�n, su exterioridad, esa
arrogantemente torpe y humildemente desali�ada exterioridad. Casi tan terrible
como si esa interioridad, sin que ello se notase, fuera falseada, pintada y
maquillada, transformada en comediante, si no en algo peor. Esto es lo que, por
ejemplo, seg�n sus experiencias en el campo dram�tico y teatral, parece
deducir Grillparzer que est� a cierta distancia y reflexiona tranquilamente. �Nosotros
sentimos las cosas de forma abstracta�, dice, �apenas sabemos ya c�mo se
expresa el sentimiento entre nuestros contempor�neos; nosotros le hacemos dar
sobresaltos como hoy ya no se hace. Shakespeare nos ha echado a perder a todos
los modernos�.
Este es un caso singular, tal vez demasiado r�pidamente generalizado.
Pero �qu� terrible ser�a si tal generalizaci�n fuera justificada, si estos
casos generales se impusieran con demasiada frecuencia al observador! �Qu�
desesperante ser�a tener que decir: nosotros, los alemanes, sentimos de forma
abstracta, todos hemos sido corrompidos por la historia! -una frase que destruir�a
en sus ra�ces toda esperanza de una cultura nacional. Porque toda esperanza de
este orden surge de la creencia en la autenticidad y en la inmediatez del
sentimiento alem�n, de la creencia en una interioridad intacta.
�Qu� se puede todav�a creer, qu� se puede todav�a esperar cuando
la fuente de la fe y de la esperanza se ha enturbiado, cuando la interioridad ha
aprendido a dar saltos, a danzar, a maquillarse, a manifestarse con
abstracciones y c�lculos y a perderse poco a poco a s� misma? Y �c�mo el
gran esp�ritu productivo puede mantenerse en medio de un pueblo que ya no est�
seguro de su interioridad unitaria y que se divide entre personas cultas con una
interioridad deformada y corrompida y personas incultas con una interioridad
inaccesible? �C�mo podr� ese esp�ritu mantenerse cuando la unidad del
sentimiento nacional se ha perdido, si sabe, adem�s, que este sentimiento est�
falsificado y desfigurado, precisamente en aquella parte de la poblaci�n que se
considera culta y reclama para s� un derecho al esp�ritu art�stico nacional?
Aunque ac� y all� el juicio y el gusto de algunos individuos sea m�s refinado
y m�s sublime -esto no compensa al esp�ritu productivo; lo aflige el hecho de
tener que dirigirse de alguna manera a una secta y ya no ser necesario en el
seno de su pueblo. Tal vez prefiere enterrar su tesoro, pues le causa disgusto
el ser pretenciosamente patrocinado por una secta cuando su coraz�n est� lleno
de compasi�n para todos. El instinto del pueblo no viene a su encuentro; ser�
in�til que le tienda los brazos con a�oranza. �Qu� otra cosa le queda por
hacer a este esp�ritu m�s que dirigir su odio inflamado contra esas
constricciones que lo obstaculizan, contra esas barreras levantadas en la as�
llamada cultura de su pueblo, para condenar, al menos como juez, lo que, para �l,
viviente y creador de vida, no significa m�s que obstrucci�n y degradaci�n?
Trueca as� el divino placer del que crea y ayuda a los dem�s por la profunda
visi�n de su destino y acaba sus d�as como hombre de ciencia solitario, como
un sabio saturado. Es el espect�culo m�s doloroso. Cualquiera que lo vea
reconocer� aqu� la llamada a un deber sagrado; hay que hacer algo, se dir�,
para restablecer aquella superior unidad en la naturaleza y en el alma de un
pueblo, esa escisi�n entre lo exterior y lo interior ha de desaparecer de nuevo
a golpes del martillo de la necesidad. �Qu� medios utilizar�? �Qu� le queda
m�s que su profundo conocimiento? Exponi�ndolo, difundi�ndolo, distribuy�ndolo
a manos llenas, espera sembrar una necesidad, y de una vigorosa necesidad surgir�
un d�a la acci�n vigorosa. Y para no dejar ninguna duda de d�nde yo tomo el
ejemplo de esta necesidad, de esta exigencia, de este reconocimiento, quiero
declarar expresamente que a lo que aspiramos, m�s ardientemente que a la
reunificaci�n pol�tica, es a la unidad alemana en su m�s alto sentido,
a la unidad de la vida y del esp�ritu alemanes, una vez destruida la
contraposici�n entre forma y contenido, entre interioridad y convencionalismo.
CINCO
En cinco aspectos me parece que la sobresaturaci�n
de historia de una
�poca puede ser peligrosa y hostil a la vida: en primer lugar, tal exceso
provoca la oposici�n entre lo interno y lo externo, que anteriormente hemos
analizado, y debilita as� la personalidad; en segundo lugar, hace que una �poca
se imagine que posee la m�s rara de las virtudes, la justicia, en grado
superior a cualquier otra �poca; por otra parte, perturba los instintos del
pueblo e impide que llegue a la madurez, tanto el individuo como el conjunto de
la sociedad; implanta, tambi�n, la creencia, siempre nociva, en la vejez de la
humanidad, la creencia de ser fruto tard�o y ep�gono; finalmente, induce a una
�poca a caer en el peligroso estado de �nimo de la iron�a respecto a s�
misma y, de ah�, a la acritud todav�a m�s peligrosa del cinismo: y, en esta
actitud, una �poca evoluciona m�s y m�s en la direcci�n de un practicismo
calculador y ego�sta que paraliza y, finalmente, destruye las fuerzas vitales.
Y volvamos ahora a nuestra primera tesis: el hombre moderno sufre de un
debilitamiento de su personalidad. El romano de la �poca de los C�sares se
convirti� en no-romano respecto al amplio mundo que estaba a sus �rdenes, se perdi� a
s� mismo en la oleada de influencias extranjeras que llegaban a Roma y degener�
en medio del carnaval cosmopolita de dioses, artes y costumbres. Lo mismo ha de
suceder al hombre moderno a quien sus maestros en el arte de la historia
presentan permanentemente el festival de una exposici�n universal; se ha
convertido en un espectador que deambula y disfruta y se encuentra en una
situaci�n que ni las grandes guerras ni las grandes revoluciones pueden alterar
m�s que por breves momentos. Apenas ha terminado la guerra y ya est�
convertida en papel impreso con cien mil copias y presentada como nov�simo
manjar a los cansados paladares de los hambrientos de historia. Parece casi
imposible lograr un tono fuerte y pleno aunque se pulsen las cuerdas con el m�ximo
vigor: la nota se extingue inmediatamente y en el momento siguiente ya no se
escucha m�s que la vibraci�n hist�rica, delicadamente volatilizada y sin
fuerza. En t�rminos de moral: no lograr�is mantener lo sublime, vuestras
acciones son rel�mpagos moment�neos, no el rodar de los truenos. Pod�is
realizar las cosas m�s grandes y maravillosas: descender�n, a pesar de todo,
sin canto y sin sonido, al Orco. Porque el arte huye cuando cubr�s enseguida
vuestros actos con el dosel de la historia. El que intenta comprender, calcular,
captar, en el momento en que, en prolongada conmoci�n, deber�a atenerse a lo
incomprensible como expresi�n de lo sublime puede ser calificado como
razonable, pero solo en el sentido en que Schiller habla de la racionalidad de
la gente razonable: no ve ciertas cosas que hasta un ni�o ve, no oye ciertas
cosas que hasta un ni�o oye; y estas cosas son precisamente las m�s
importantes. Puesto que no las entiende, su comprensi�n es m�s infantil que la
del ni�o y m�s simple que la simplicidad -a pesar de las muchas inteligentes
arrugas en su apergaminado rostro y la virtuosa habilidad de sus dedos para
desenmara�ar lo enmara�ado. Esto significa: �l ha destruido y perdido su
instinto y no puede ya, confiando en el �divino animal�, dejar sueltas las
riendas cuando su intelecto vacila y su ruta atraviesa desiertos. El individuo
se vuelve as� vacilante e inseguro y ya no cree en s�: se hunde es su
ensimismamiento, en su interior, que, en este caso, quiere decir en la acumulada
aglomeraci�n de cosas aprendidas que no tienen proyecci�n efectiva al
exterior, de erudici�n que no se convierte en vida. Si miramos al exterior, se
puede observar c�mo la extirpaci�n de los instintos por obra de la historia ha
transformado a los seres humanos en casi mera abstracci�n y sombra: ninguno se
arriesga a presentarse tal como es sino que se enmascara como hombre culto,
cient�fico, poeta, pol�tico. Si tocamos tales m�scaras creyendo que se trata
de cosas serias y no de un juego de marionetas -pues todos ellos afectan
seriedad-, s�bitamente encontramos en las manos tan solo harapos y coloridos
remiendos. Por eso, no hay que dejarse enga�ar m�s, hay que gritarles: ��Quitaos
las chaquetas o sed lo que quer�is parecer!�. Todo el que tenga aut�ntica
seriedad no pretender� convertirse en un Quijote, dado que tiene mejores cosas
que hacer que batallar con presuntas realidades. Pero, en todo caso, hay que
estar con los ojos abiertos y a cada enmascarado que pasa gritar: ��Alto! �Qui�n
va?� y arrancarle la m�scara de la cara. Fen�meno extra�o: uno pensar�a que
la historia, ante todo, impulsar�a a los hombres a ser sinceros
-aunque se trate solo de un loco sincero. Y siempre ha sido este su efecto,
pero �ya no lo es hoy d�a! La cultura hist�rica y la burguesa chaqueta de la
universalidad reinan al mismo tiempo. Aunque nunca se hab�a hablado en t�rminos
tan sonoros de la �libre personalidad�, ya no se ven personalidades, y menos
personalidades libres; �nicamente se ven seres humanos uniformes, ansiosamente
enmascarados. El individuo se ha retirado al interior, desde fuera ya no se
observa nada. Esto nos lleva a preguntarnos si pueden darse causas sin efectos.
�O ser�a necesario una generaci�n de eunucos para guardar el gran har�n
hist�rico [gestchichtlich] universal? A estos les encaja la pura objetividad. �Casi parece
que la tarea consiste en vigilar a la historia a fin de que, de ella, no salga
nada, excepto m�s historia, pero nunca acontecimientos! -que ella no ayude a
que las personalidades sean �libres�, es decir, que sean sinceras consigo
mismas, sinceras con los dem�s, y esto en palabras y en hechos. Solo con esta
veracidad saldr� a luz la angustia, la �ntima miseria del hombre moderno, y
solo entonces podr�n el arte y la religi�n, como verdaderos portadores de
auxilio, tomar el lugar de ese angustioso ocultamiento de convencionalismo y
mascarada para, conjuntamente, implantar una cultura que corresponda a las
verdaderas necesidades y no solamente, como la cultura general de hoy, a
disimular estas necesidades y convertirse as� en una mentira cambiante.
�En qu� situaciones falsas, artificiosas y, en todo caso, indignas,
tiene que caer la m�s veraz de todas las ciencias, la sincera y desnuda diosa
filosof�a en una �poca que sufre de cultura general! En ese mundo de forzada
uniformidad externa, ella se queda en docto mon�logo del paseante solitario,
en fortuito bot�n de caza del individuo, en secreto bien guardado del gabinete
de estudios o en un parloteo inocuo entre viejos acad�micos y ni�os. Nadie se
atreve a aplicar a s� mismo las leyes de la filosof�a, nadie vive filos�ficamente
con aquella simple y viril lealtad que obligaba a un antiguo a comportarse como
estoico, en cualquier sitio donde estuviera y cualquier cosa que hiciese, si una
vez hab�a prometido fidelidad a la Stoa. Todo el moderno filosofar es pol�tico
y policiaco bajo la rienda de los gobiernos, las iglesias, las academias, las
costumbres, y reducido, por la flojedad humana, a un barniz erudito. Se contenta
con suspirar: ��ojal�!�, o con constatar: �una vez�... La filosof�a
carece de todo derecho, en el �mbito de la cultura hist�rica, si pretende ser
algo m�s que un saber restringido a los l�mites de la interioridad que no
lleva a la acci�n. Si el hombre moderno tuviese coraje y determinaci�n, si no
fuese solamente un ser interior, incluso
en sus enemistades, repudiar�a la filosof�a; pero se contenta con cubrir p�dicamente
su desnudez. S�, se piensa, se escribe, se publica, se habla, se ense�a filos�ficamente
-hasta este punto, casi todo est� permitido, pero, en el mundo de la acci�n,
en lo que llamamos vida real, es distinto; en este �mbito solo una cosa es
siempre permitida y todo lo dem�s es simplemente imposible: as� lo quiere la
cultura hist�rica. �Estos son todav�a hombres -se pregunta uno-, tal vez,
solamente m�quinas de pensar, escribir y hablar?
Goethe dijo una vez de Shakespeare: �Nadie
ha despreciado m�s que �l el vestido material, pero conoce muy bien el vestido
interior de los hombres y, en esto, todos son id�nticos. Se dice que ha
representado de modo espl�ndido a los romanos; yo no lo veo as�; son puros
ingleses de carne y hueso, pero, ciertamente, son hombres; son hombres
radicalmente, a los que tambi�n sienta muy bien la toga romana�. Yo me
pregunto si ser�a posible representar como romanos a nuestros literatos,
figuras populares, funcionarios, pol�ticos actuales. Simplemente esto no ser�a
posible, pues no son hombres, sino solo compendios ambulantes y, por as� decir,
abstracciones concretas. Si tienen car�cter y un estilo propio, todo eso est�
tan profundamente encerrado que nada sale a la luz del d�a; si son hombres, lo
son solo para aquel que �indaga las v�sceras�. Para los dem�s son algo
distinto: no hombres, no dioses, no animales, sino creaciones de cultura hist�rica,
pura estructura, imagen, forma sin contenido demostrable, desafortunadamente
mala forma y, adem�s, uniforme. Mi tesis puede, pues, ser as� entendida y
ponderada: Tan solo las fuertes personalidades pueden soportar
la historia; los d�biles son barridos completamente por ella.
Esto se debe a que la
historia confunde al sentimiento y a la sensibilidad cuando estos no son
suficientemente robustos para medir el pasado con su rasero. Aquellos que no se
atreven a fiarse de s� mismos, sino que instintivamente acuden a la historia en
busca de ayuda y le preguntan: ��Qu� debo yo sentir en esta situaci�n?�,
por puro temor acaban por convertirse en comediantes y juegan un papel y, con
frecuencia, m�s bien muchos papeles; por lo cual, juegan cada uno de esos
papeles mal y superficialmente. Poco a poco desaparece toda congruencia entre el
hombre y su campo hist�rico; vemos a petulantes estudiantuelos tratar a los
romanos como si estos �ltimos fueran sus iguales; excavan y remueven los restos
de los poetas griegos como si se tratara de corpora prestos para la disecci�n
y fueran tan vilia como pueden ser sus propios despojos
literarios. Suponiendo que uno habla de Dem�crito, siempre me viene a los
labios la pregunta: �por qu� no Her�clito?, �o Fil�n?, �o Bacon?, �o
Descartes?, �o cualquier otro? Y, adem�s, �por qu� precisamente un fil�sofo?,
�por qu� no un poeta, un orador? Y �por qu� ha de ser un griego y no un ingl�s,
un turco? �No es el pasado suficientemente vasto para poder encontrar algo que
no os haga parecer tan rid�culos? Pero, como ya se
ha dicho, se trata de una generaci�n de eunucos y, para el eunuco, una mujer es
lo mismo que otra y solamente mujer, la mujer en s�, lo eternamente inaccesible
-poco importa entonces lo que hag�is mientras la historia misma quede
preservada en su bella objetividad, es decir, guardada por aquellos que son
incapaces de hacer historia. Y, como el eterno femenino nunca os elevar�, lo
arrast�is hacia abajo y en vuestro car�cter de neutra tom�is
tambi�n a la historia como un neutrum. Para que nadie piense que yo equiparo en serio la
historia con el eterno femenino, quiero expresamente declarar que yo la
considero, al contrario, como el eterno masculino. Pero para aquellos que est�n
del todo impregnados por la �cultura hist�rica�, debe resultar indiferente
una cosa u otra: ellos mismos no son masculinos ni femeninos, ni siquiera communia, sino siempre
meros neutra o, para expresarme en t�rminos
m�s cultos, simplemente los eternamente objetivos.
Cuando las personalidades han sido eliminadas, en la manera descrita, y
reducidas a carencia eterna de sujeto o, como se dice, a objetividad, nada puede
ya afectarlas. Pueden producirse cosas buenas y justas como acciones, poes�a, m�sica.
Inmediatamente, el hombre culto y vac�o de sustancia pasa sobre la obra y
pregunta por la historia del autor. Si este tiene otras obras en su haber, debe
exponerle inmediatamente la trayectoria anterior y la probable evoluci�n en el
futuro, se compara su obra con las de otros, es criticada en cuanto a la elecci�n
del tema y tratamiento del mismo, se la descompone para reconstruirla
cuidadosamente de nuevo y, finalmente, se presentan objeciones y cr�ticas al
conjunto. Aunque sucedan las cosas m�s sorprendentes, siempre el bando de los
neutrales hist�ricos est� en su sitio, prestos a supervisar al autor desde la
lejan�a. El eco resuena inmediatamente, pero siempre en forma de �cr�tica�,
pues, un momento antes, el cr�tico no hab�a ni so�ado que el acontecimiento
fuera posible. No se llega nunca a un efecto real sino siempre solamente a una
�cr�tica�, y la cr�tica, a su vez, no produce ning�n efecto sino que es tan
solo objeto de otras cr�ticas. Se conviene en considerar muchas cr�ticas como
signo de un resultado positivo y pocas como un fracaso. Pero b�sicamente, a
pesar de este tipo de �efecto�, todo contin�a como antes: durante un tiempo
hay un nuevo tema de conversaci�n que es despu�s reemplazado por otro, pero,
entretanto, se hace lo que siempre se ha hecho. La cultura hist�rica de
nuestros cr�ticos no permite que se produzca un efecto en el verdadero sentido
de la palabra, es decir, un efecto sobre la vida y sobre la acci�n. A la tinta
m�s negra aplican enseguida el papel secante y emborronan el m�s bello dise�o
con sus toscos brochazos que hacen pasar por correcciones: y de nuevo todo se
queda en eso. Pero la pluma cr�tica jam�s deja de correr, porque ellos han
perdido todo control sobre ella y son guiados por ella, en lugar de guiarla. Es
precisamente en esta inmoderaci�n de sus desbordamientos cr�ticos, en esta
falta de autocontrol, en lo que los romanos llaman impotentia,
donde se revela la debilidad de la personalidad moderna.
SEIS
Pero dejemos esta debilidad. Volvamos, m�s bien, a una fuerza muy
celebrada del hombre moderno con la pregunta, sin duda penosa, de si, por raz�n
de su famosa �objetividad� hist�rica, tiene derecho a llamarse fuerte, es
decir, justo, en un grado superior respecto a los hombres de otras �pocas. �Es
cierto que esa objetividad tiene su origen en una intensa necesidad y anhelo de
justicia? O bien, siendo un efecto de causas distintas, �se limita a despertar
la ilusi�n de que la justicia es la verdadera causa de tal efecto? �,No nos
est� seduciendo tal vez hacia un prejuicio pernicioso, por demasiado halag�e�o,
respecto a las virtudes del hombre moderno? -S�crates consideraba que era un
mal que bordeaba la locura el imaginarse a s� mismo en posesi�n de una virtud
que realmente no se posee; y, ciertamente, tal presunci�n es m�s peligrosa que
la ilusi�n contraria de sufrir un defecto o un vicio. Pues, en el �ltimo
supuesto, es posible, en todo caso, mejorar; pero, en el primero, los hombres y
las �pocas van cada d�a a peor -lo cual aqu� significa ser m�s injustos.
En realidad, nadie tiene en mayor grado derecho a nuestra admiraci�n
que el que posee el impulso de la justicia y la fuerza para realizarla. Porque
en la justicia se re�nen y encierran las virtudes m�s altas y raras como en un
mar insondable que recibe y absorbe los r�os que vienen de todas direcciones.
La mano del justo que ha de pronunciar una sentencia no tiembla cuando mantiene
la balanza; implacable respecto a s� mismo, coloca una pesa tras otra, sus ojos
no se turban al ver los platillos subir o descender y su voz no suena dura ni
quebrada cuando pronuncia el veredicto. Si fuera un fr�o demonio del saber,
difundir�a en torno a s� la helada indiferencia de una majestad
sobrehumanamente terrible que nos inspirar�a temor m�s bien que veneraci�n;
pero que sea un ser humano que trata, sin embargo, de alzarse desde una duda
indulgente a la certeza rigurosa, de la clemencia tolerante al imperativo �t�
debes�, de la rara virtud de la generosidad a la m�s rara de todas las
virtudes, la justicia, que �l se asemeje ahora a aquel demonio, cuando no era,
desde el principio, m�s que un pobre hombre y, sobre todo, que deba, en todo
momento, expiar en s� mismo por su humanidad y consumirse tr�gicamente por una
virtud imposible -todo eso lo eleva a una altitud solitaria como el ejemplo m�s
digno de la raza humana. Quiere la verdad, pero no solamente como un
saber fr�o y est�ril, sino como juez que ordena y castiga; la verdad, no como
posesi�n ego�sta del individuo, sino como sagrada legitimaci�n para eliminar
todas las barreras de la posesi�n ego�sta; la verdad, en una palabra, como
juicio universal y no como presa capturada y placer del cazador individual. Tan
solo en cuanto el hombre ver�dico tiene la voluntad incondicional de ser justo
hay algo grande en esa aspiraci�n a la verdad que, en todas partes, tan
irreflexivamente se glorifica. Para ojos menos clarividentes, una gran cantidad
de los m�s diversos impulsos, como curiosidad, miedo al aburrimiento, envidia,
vanidad, pasi�n por el juego -impulsos que con la verdad nada tienen que
ver-,confluyen con aquella aspiraci�n a la verdad que tiene su ra�z en la
justicia. El mundo parece as� lleno de �servidores de la verdad�. Sin
embargo, la virtud de la justicia est� raramente presente y es todav�a m�s
raro que sea reconocida y, casi siempre, es mortalmente odiada, en tanto que el
cortejo de aparentes virtudes ha estado en todo tiempo rodeado de pompa y
honores. Pocos son los que, de hecho, sirven a la verdad, porque pocos son los
que poseen la pura voluntad de ser justos, y menos todav�a los que tienen la
fuerza para poder serlo. No es, en absoluto, suficiente el tener solo la
voluntad: los m�s terribles sufrimientos que ha padecido la humanidad han sido
causados precisamente por aquellos que ten�an el impulso de hacer justicia pero
no ten�an discernimiento. Por eso, nada hay que promueva m�s el bienestar
general que el sembrar, con la mayor difusi�n posible, las semillas del
discernimiento a fin de que se pueda distinguir al fan�tico del juez y al af�n
ciego de ser juez de la capacidad consciente de poder juzgar. Pero �d�nde podr�
encontrarse un medio de implantar discernimiento? Los hombres, cuando se les
habla de verdad y de justicia, se quedan siempre en una temerosa incertidumbre
sobre si es un juez o es un fan�tico quien se dirige a ellos. Por eso, habr�
que disculparlos cuando han acogido siempre con particular benevolencia a
aquellos �servidores de la verdad� que no poseen ni la voluntad ni la fuerza
de juzgar y que se dedican a la tarea de buscar el conocimiento �puro y sin
consecuencias� o, m�s expl�citamente, la verdad que no lleva a ning�n
resultado. Hay gran n�mero de verdades indiferentes, hay problemas cuyo
correcto enjuiciamiento no requiere un esfuerzo; mucho menos un sacrificio. En
este dominio indiferente e intrascendente, un hombre puede convertirse en fr�o
demonio del saber. A pesar de todo!, aun cuando, en tiempos especialmente
favorables, cohortes enteras de eruditos e investigadores se transformen
en tales demonios -existe, por desgracia, siempre la posibilidad de que tal �poca
carezca de una profunda y rigurosa justicia, es decir, del n�cleo m�s noble
del as� llamado impulso a la verdad.
Dirijamos ahora nuestros ojos al virtuoso hist�rico del presente. �Es
el hombre m�s justo de su tiempo? Es cierto que ha desarrollado en s� tal
delicadeza y tal sensibilidad que nada humano le es ajeno. Las �pocas y
personas m�s diversas resuenan inmediatamente en su lira con tonos afines; se
ha convertido en un resonador pasivo que, a su vez, transmite sus vibraciones a
otros seres pasivos de su especie hasta que, por fin, toda la atm�sfera de una
�poca queda llena de estas resonancias delicadas y similares que se
entrecruzan. Me parece, sin embargo, que solo se escuchan los arm�nicos
superiores del sonido fundamental de la historia. Lo que hay de �spero y
potente en el original no puede adivinarse en el sutil y agudo tono de estas
cuerdas. El tono original suscitaba acciones, dificultades, terrores; este nos
arrulla y nos convierte en afeminados epic�reos. Es como si la sinfon�a
heroica se hubiese adaptado para dos flautas y para el disfrute de fumadores de
opio que flotan en sue�os. Con esto podemos valorar cu�l es la posici�n de
estos virtuosos en lo referente a la pretensi�n suprema del hombre moderno, la
pretensi�n hacia una m�s pura y m�s elevada justicia; esta virtud no tiene
nada de afable, no conoce emociones excitantes, es una virtud dura y terrible.
En comparaci�n con ella, �qu� bajo queda, en la escala de las virtudes,
incluso la magnanimidad que es la cualidad de unos pocos y raros historiadores!
Pero mucho m�s numerosos son aquellos que llegan tan solo a la tolerancia, a
reconocer la validez de aquello que no puede negarse, a un ajustamiento y un
moderado y ben�volo retoque, suponiendo astutamente que el lector inexperto
interpretar� como un signo de equidad el hecho de que el pasado se narre b�sicamente
sin acentos duros y sin expresi�n de odio. Pero solo la fuerza superior puede
juzgar, la debilidad debe tolerar, a menos que quiera fingir fortaleza y
convertir en comediante a la justicia cuando se asienta en el tribunal. Queda
todav�a una terrible categor�a de historiadores: caracteres competentes,
rigurosos y honestos -pero cabezas estrechas. En ellos se encuentra la voluntad
de ser justos as� como el pathos de actuar como jueces, pero sus
veredictos son falsos por casi las mismas razones por las que son falsos los
veredictos de los jurados ordinarios. �Qu� improbable es que aparezca con
frecuencia el talento hist�rico! Para no hablar de los encubiertos ego�stas y
de los sectarios que, al mal juego que ellos juegan, dan un gran aire de
objetividad. Y prescindamos tambi�n de esas gentes totalmente irreflexivas que,
cuando escriben como historiadores, lo hacen en la ingenua creencia de que su
propia �poca tiene raz�n en todas las opiniones populares y que escribir, de
acuerdo con esa �poca, equivale a ser justos; creencia en la que vive toda
religi�n y sobre la cual, en el caso de las religiones, no hay m�s que decir.
Estos ingenuos historiadores llaman �objetividad� al hecho de medir las
opiniones y actos del pasado por las opiniones corrientes del momento: aqu�
encuentran ellos el canon de todas las verdades; su tarea es adaptar el pasado a
la trivialidad actual. Llaman, en cambio, �subjetiva� a toda la historiograf�a
que no tiene como canon estas opiniones populares.
Y �no puede haber encerrada una ilusi�n hasta en la m�s alta acepci�n
de la palabra �objetividad�? Con esta palabra se entiende un estado en que el
historiador observa un acontecimiento con todos sus motivos y consecuencias
con tal pureza que este no ha de ejercer efecto alguno sobre su subjetividad. Es
semejante a ese fen�meno est�tico, ese desprendimiento de todo inter�s
personal con que el pintor, en un paisaje de tormenta con rel�mpagos y truenos
o sobre un mar agitado, contempla tan solo la imagen en su propio interior; se
entiende la completa inmersi�n en los objetos. Pero es una superstici�n creer
que la imagen que, en una persona as� dispuesta, suscitan las cosas, reproduce
la esencia emp�rica de las cosas. �O es que vamos a suponer que, en tales
momentos, los objetos se imprimen, se copian, se retratan, se fotograf�an, por
as� decir, por s� mismos sobre una naturaleza puramente pasiva?
Esto ser�a mitolog�a y, adem�s, mala mitolog�a; ser�a tambi�n
olvidar que este momento es precisamente el momento creador m�s vigoroso y m�s
original en el alma del artista, un momento de suprema concepci�n cuyo
resultado ser� una obra verdadera en el plano art�stico, no en el plano hist�rico.
Concebir la historia con esta objetividad es el callado trabajo del dramaturgo,
es decir, pensar todas las cosas en una relaci�n rec�proca, enlazar los
acontecimientos aislados con la totalidad sobre el supuesto de que hay que
implantar una unidad de plan en las cosas cuando esta no se encuentra ya inhe�rente
en las mismas. As� es como el hombre extiende sus redes sobre el pasado y lo
domina, as� se manifiesta su instinto art�stico -pero no su instinto de verdad
y de justicia. La objetividad y el esp�ritu de justicia son dos cosas
enteramente diferentes. Se puede imaginar una historia que no tuviese una gota
de verdad emp�rica com�n y que podr�a, sin embargo, aspirar al m�s alto
grado de objetividad. S�, Grillparzer llega incluso a decir: ��Qu� es la
historia sino la manera que tiene el esp�ritu humano de interpretar los acontecimientos que le son impenetrables, relacionar cosas que solo Dios sabe si tienen relaci�n entre s�,
sustituir lo incomprensible por algo
comprensible, introducir sus nociones de finalidad exterior en un todo
que no conoce, sin duda, m�s que una finalidad interior e, inversamente,
suponer el azar donde act�an mil peque�as causas? Todos los hombres tienen
simult�neamente necesidades individuales, de suerte que millones de tendencias
corren paralelas, en l�neas curvas o derechas, las unas junto a las otras, se
entrecruzan, se apoyan, se obstaculizan mutuamente, avanzan, retroceden, de
suerte que unas toman, respecto a las otras, el car�cter de cosa fortuita y
resulta imposible demostrar, fuera de los efectos de los fen�menos naturales,
la existencia de una necesidad de conjunto que englobe la totalidad de lo que
acontece�. Pero es exactamente tal necesidad, como resultado de esa visi�n
objetiva de las cosas, lo que debe salir a la luz. Este es un supuesto que,
cuando enunciado por un historiador como art�culo de fe, tan solo puede tomar
una forma extravagante. Schiller lo tiene muy claro, respecto a la naturaleza
esencialmente subjetiva de este supuesto, cuando dice del historiador: �Un fen�meno
tras otro empieza a desprenderse del azar ciego, de la libertad sin ley, para
integrarse, como un elemento adecuado, en un todo arm�nico -que, en
realidad, solo existe en su
representaci�n - como parte integrante de �l�.
Pero �qu� pensar de la afirmaci�n expresada con tanta fe, que oscila
artificiosamente entre la tautolog�a y el contrasentido, de un c�lebre
virtuoso de la historia: �En realidad todos los gestos y actos humanos est�n
sujetos al silencioso y, con frecuencia, inadvertido pero potente e irresistible
curso de las cosas�? En una afirmaci�n de este estilo no se observa tanto una
verdad emp�rica cuanto una simple falsedad; como en la frase del jardinero
cortesano de Goethe: �Se puede forzar a la naturaleza, pero nunca obligarla�,
o aquella inscripci�n de un barrac�n de feria de que habla Swift: �Aqu� se
puede ver el elefante m�s grande del mundo con excepci�n de �l mismo�.
Porque, �qu� diferencia puede haber entre los hechos y gestos humanos y el
curso de las cosas? Me resulta extra�o el hecho de que historiadores, como el
que acabamos de citar, apenas tienen ya nada que ense�ar desde el momento en
que se elevan a lo abstracto dejando ver, a trav�s de sus oscuridades, el
sentimiento de su debilidad. En otras ciencias, las generalidades constituyen lo
esencial en cuanto contienen las leyes de la ciencia, pero si proposiciones como
las antes citadas quieren pasar por leyes, se podr�a objetar que el trabajo del
historiador ser�a perdido, porque lo que queda de f�rmulas de este g�nero,
despu�s de deducir ese residuo oscuro e irreductible de que hemos hablado, es
bien conocido y hasta trivial, pues salta a los ojos de cualquiera, aun en el �mbito
m�s limitado de experiencias. Pero incomodar a naciones enteras y dedicar a�os
de penosos estudios a este esfuerzo ser�a como si, en las ciencias de la
naturaleza, se acumulara experimento sobre experimento cuando la ley ya ha sido
suficientemente probada en los experimentos existentes. Tal insensato exceso de
experimentos, seg�n Z�llner, sufren hoy las ciencias naturales. Si el valor de
un drama consistiera solamente en la idea b�sica y en su conclusi�n, este
drama mismo no ser�a m�s que el largo, tortuoso y fatigante camino de lograr
su objetivo; y as�, espero que la historia podr� ver su significado no en las
ideas generales, que ser�an como la flor y el fruto, sino que su valor consista
precisamente en glosar de modo inteligente un tema conocido, tal vez corriente,
una melod�a cotidiana y, alz�ndolo, elevarlo al rango de s�mbolo universal,
haciendo as� sentir, en el tema original, todo un mundo entero de profundidad,
poder y belleza.
Para lograr esto se necesita, ante todo, una gran potencia art�stica,
una alta elevaci�n creadora, un sumergirse con amor en los datos emp�ricos,
elaborar po�ticamente el desarrollo de los datos dados -para ello se requiere
ciertamente objetividad, pero como cualidad positiva, pues, con frecuencia, la
objetividad no es m�s que una palabra. En lugar de la calma relampagueante en
lo interior, exteriormente inm�vil y oscura, viene la afectaci�n de la calma;
lo mismo que la carencia de pathos
y de fuerza moral suele disfrazarse de observaci�n fr�a y penetrante. En
ciertos casos, la banalidad del sentimiento, la sabidur�a vulgar, que solo por
su aburrimiento producen la impresi�n de la calma, de la imperturbabilidad,
osan salir fuera y hacerse pasar por ese estado art�stico, en el cual el sujeto
queda silencioso y enteramente inadvertido. Se busca entonces todo lo que no
provoca ninguna emoci�n, y la palabra m�s �rida es exactamente la m�s justa.
Se llega incluso a suponer que precisamente aquel, a quien no concierne en
absoluto un momento del pasado, es el llamado a describirlo. As� act�an
frecuentemente los fil�logos respecto a los griegos: estos no les interesan
para nada, y eso es lo que tambi�n se llama �objetividad�. Precisamente all�,
donde ha de ser expuesto lo m�s alto y menos frecuente, resulta m�s irritante
ese intencionado y ostentoso desligamiento, esa artificiosa, pobre y superficial
motivaci�n -sobre todo, cuando es la vanidad
del historiador la que lo impulsa a asumir esta indiferencia que se reviste
de objetividad. Por lo dem�s, trat�ndose de tales autores, hay que motivar el
propio juicio m�s b�sicamente partiendo del principio de que cada hombre tiene
m�s vanidad cuanto menos inteligencia. No, �sed, al menos, sinceros! No busqu�is
la apariencia de la fuerza art�stica que realmente pueda ser llamada
objetividad; no busqu�is la apariencia de la justicia si no os sent�s llamados
a la terrible vocaci�n de ser justos. Como si la tarea de cada �poca fuera ser
justos con todo lo que una vez existi�! Las �pocas y generaciones no tienen
jam�s el derecho de erigirse en jueces de todas las anteriores �pocas y
generaciones. Tan solo a los individuos, y a los m�s excepcionales entre ellos,
incumbe esta misi�n ingrata. �Qui�n os obliga a juzgar? �Deb�is preguntaron
si es que pod�is ser justos, aunque quer�is serlo! Como jueces deb�is estar
en lugar m�s alto que aquellos que son juzgados, pero la �nica cualidad que
pod�is alegar es que hab�is llegado despu�s de ellos. Los invitados que
llegan los �ltimos a un banquete han de contentarse con los �ltimos puestos; y
vosotros, �quer�is ocupar los primeros? Realizad, al menos, algo grande y
sublime; entonces tal vez se os dar� un puesto aunque se�is los �ltimos en
llegar.
Solo desde la m�s
poderosa fuerza del presente se puede interpretar el pasado. Tan solo con el m�ximo esfuerzo de vuestras m�s nobles cualidades
adivinar�is lo que del pasado es grande y digno de ser conocido y preservado.
Lo semejante con lo semejante. De lo contrario, rebajar�is el pasado hasta
vosotros. No cre�is en una presentaci�n de la historia que no proceda de la
mente de los esp�ritus m�s distinguidos. Y siempre podr�is reconocer cu�l es
la calidad de estos esp�ritus cuando necesitan exponer una proposici�n
universal o reformular algo que es de todos conocido. El verdadero historiador
debe tener la fuerza de acu�ar en algo ins�lito lo que es de todos sabido y de
proclamar generalidades, en forma tan simple y profunda, que la simplicidad hace
olvidar lo profundo y lo simple hace olvidar la profundidad. Nadie puede ser, al
mismo tiempo, un gran historiador, un artista y una cabeza vac�a. Por otra
parte, tampoco hay que despreciar a los trabajadores que acarrean, supervisan y
clasifican los materiales de la historia porque ellos no podr�n llegar a ser
grandes historiadores; pero todav�a menos debemos confundirlos con estos �ltimos,
m�s bien hay que comprenderlos como necesarios colaboradores y obreros al
servicio del maestro. As�, por ejemplo, los franceses, con m�s ingenuidad que
la que ser�a posible entre los alemanes, suelen hablar de los historiens de
M. Thiers. Estos trabajadores pueden llegar a ser grandes eruditos, pero, por
eso mismo, no pueden convertirse en maestros. Un gran erudito y una gran memo -son cosas que m�s f�cilmente pueden encontrarse bajo un mismo
sombrero.
Tan solo el hombre de experiencia, el hombre superior, puede escribir
la historia. El que no haya vivido algo m�s grande y elevado que todos los dem�s
no podr� tampoco expresar nada grande y elevado del pasado. La voz del pasado
es siempre la voz de un or�culo. Tan solo si eres arquitecto del futuro y
conocedor del presente la comprender�s. Hoy se explica la tan profunda y amplia
influencia de Delfos especialmente porque los sacerdotes d�lficos eran exactos
conocedores del pasado. Es tiempo de reconocer que solo el que construye el
futuro tiene derecho a juzgar el pasado. Mirando hacia delante, poniendo ante vosotros una gran meta, al mismo tiempo dominar�is
ese exuberante impulso anal�tico que hoy devasta el presente y hace casi
imposible toda calma, todo pac�fico crecer y madurar. Elevad en vuestro entorno
la valla de una grande y amplia esperanza, una empresa henchida de esperanzas.
Formad en vosotros una imagen a la que se ha de conformar el futuro y olvidad la
creencia supersticiosa de ser ep�gonos. Ten�is bastante para ponderar e
inventar al reflexionar sobre la vida del futuro, pero no pid�is a la historia
que os indique el c�mo y con qu� medios. Si, en cambio, penetr�is en las
vidas de los grandes hombres, de ellas aprender�is el supremo mandamiento de
aspirar a la madurez y escapar de la paralizante educaci�n de la �poca
presente que ve su utilidad en no dejaros madurar para dominar y explotar a los
inmaduros. Y, si busc�is biograf�as, que no sean aquellas cuya portada dice:
�El se�or tal y cual y su tiempo�, sino aquellas que deber�an llevar por t�tulo:
�Un luchador contra su tiempo�. Saciad vuestras almas en Plutarco y osad creer
en vosotros mismos al creer en sus h�roes. Con un centenar de tales individuos,
educados de forma no moderna, es decir, maduros y habituados a lo heroico, se
puede hoy reducir a eterno silencio toda la ruidosa seudocultura de nuestro
tiempo.
SIETE
El sentido hist�rico, cuando
opera sin
freno
y desarrolla todas sus consecuencias, quita las ra�ces al futuro, pues destruye
las ilusiones y priva a las cosas existentes de la �nica atm�sfera en que
pueden vivir. La justicia hist�rica, aun cuando se practique eficazmente y con
la m�s pura intenci�n, es una terrible virtud porque siempre mina y destruye
las cosas vivientes: su juzgar es siempre una aniquilaci�n. Si detr�s del
impulso hist�rico no impera un impulso constructivo, si no se destruye y se
desescombra para que un futuro, vivo en nuestras esperanzas, pueda levantar su
casa sobre el suelo ya despejado, si la justicia impera sola, el instinto
creador se debilita y desalienta. Una religi�n, por ejemplo, que haya de ser
convertida en saber hist�rico bajo el imperio de la pura justicia, una religi�n
que deba ser entendida totalmente como un objeto de ciencia, al final de esta
operaci�n quedar� reducida a nada. La raz�n es que, en la verificaci�n
hist�rica, salen a luz tantas cosas falsas, rudas, inhumanas, absurdas y
violentas que inevitablemente se pierde la atm�sfera de piadosa ilusi�n en la
que solo puede vivir todo aquello que quiere vivir. Pero solo en el amor, solo a
la sombra de la ilusi�n del amor, crea el hombre, es decir, solo en la fe
incondicional en la perfecci�n y en la justicia. Si se fuerza a alguien a no
amar de modo incondicional, se le cortan las ra�ces de su fuerza: quedar�
disecado, es decir, ya no ser� sincero. Al producir tales efectos, la historia
es la ant�tesis del arte. Tan solo cuando la historia soporta ser transformada
en obra de arte, en pura obra est�tica, podr� eventualmente conservar y hasta
despertar instintos. Pero una tal historiograf�a ser�a del todo opuesta al car�cter
anal�tico y nada art�stico de nuestra �poca y ser�a vista como una
falsificaci�n. Una historia que solo destruye, sin estar guiada por un �ntimo
impulso constructivo, a la larga desnaturaliza y embota sus instrumentos: tales
hombres destrozan ilusiones y �el que destruye la ilusi�n en s� y en otros es
castigado por la naturaleza, que es el m�s severo de los tiranos�. Es cierto
que, durante un tiempo, puede uno ocuparse de la historia de forma totalmente
ingenua y despreocupada, como si fuera una ocupaci�n tan buena como cualquier
otra. En particular, la moderna teolog�a parece que, por pura ingenuidad, se ha
dedicado a la historia y ahora apenas se da cuenta de que, al hacerlo as�,
probablemente muy contra su voluntad, se pone al servicio del ��crasez� de
Voltaire. No hay que suponer detr�s de todo esto nuevos y vigorosos instintos
constructivos, a menos que se quiera considerar a la afamada Liga protestante
como la matriz de una nueva religi�n y al jurista Holtzendorf (editor y
prologuista de la todav�a m�s afamada Biblia Protestante) como un San Juan en
el r�o Jord�n. Tal vez, por cierto tiempo, la filosof�a hegeliana, que todav�a
humea en algunas viejas cabezas, servir� a la propagaci�n de esa ingenuidad,
por ejemplo, distinguiendo la �idea del cristianismo� de sus m�ltiples e
imperfectas �ideas fenomenales� y se convence a s� misma de que el �impulso
de la idea� es manifestarse en formas siempre cada vez m�s puras y, por �ltimo,
en su forma m�s pura y transparente, en realidad ya apenas visible, en el
cerebro del actual theologus liberalis
vulgaris. Pero cuando estos
cristianismos superpurificados se expresan sobre los cristianismos impuros del
pasado, el oyente no iniciado tiene con frecuencia la impresi�n de que, en
realidad, no se est� hablando del cristianismo, sino de -�de qu� entonces? O
�qu� debemos pensar cuando el �m�ximo te�logo del siglo� designa al
cristianismo como la religi�n que permite �comprender intuitivamente todas las
religiones existentes y algunas otras que son meramente posibles�, y cuando
dice que la �verdadera iglesia� deber�a ser �una masa fluida en la que no
hay contornos definidos, en que cada parte est� a veces aqu�, a veces all�, y
en la que todas las cosas se mezclan pac�ficamente�? -Una vez m�s, �qu� es
lo que podemos pensar?
Lo que puede aprenderse respecto al cristianismo es que, bajo el efecto
de un tratamiento historizante palidece y se desnaturaliza hasta el punto que un
tratamiento perfectamente hist�rico, es decir, equitativo, lo disuelve en un
puro conocimiento sobre el cristianismo y, con ello, lo destruye. Se puede
estudiar este mismo proceso en todas las cosas que tienen vida: dejan de vivir
cuando han sido totalmente seccionadas y viven una vida enfermiza y dolorosa en
cuanto se empieza a practicar en ellas el ejercicio de la disecci�n hist�rica.
Hay hombres que creen en una fuerza curativa, revolucionaria y reformadora de la
m�sica alemana para los alemanes: reaccionan con c�lera y consideran, como un
ultraje contra lo que es m�s vital en nuestra cultura, el hecho de que hombres
como Mozart y Beethoven sean acribillados por todo el docto furor de los bi�grafos,
y forzados, por el torturante aparato de la cr�tica hist�rica, a responder a
mil preguntas impertinentes. Aquello que, en sus efectos vitales, todav�a no
est� agotado, �no quedar� prematuramente suprimido o, al menos, paralizado,
cuando dirigimos nuestra curiosidad a los innumerables detalles microsc�picos
de las obras o de las vidas de los autores, y vamos en busca de problemas
cognoscitivos all� donde deber�amos aprender a vivir y olvidar todos los
problemas? Transportemos en nuestra imaginaci�n a algunos de estos modernos bi�grafos
al lugar de nacimiento del cristianismo o de la reforma luterana. Su sobria y
pragm�tica curiosidad no tendr�a otro resultado que hacer imposible toda actio
in distans espiritual: as� es
como el m�s peque�o animal puede impedir que tenga existencia el roble m�s
robusto al devorar la bellota. Todo ser viviente necesita una atm�sfera en su
entorno, un aura misteriosa; si se le quita esta envoltura, si se condena a una
religi�n, a un arte, a un genio a girar como un astro sin atm�sfera, no habr�
que admirarse de que muy pronto se esterilice. As� sucede con todas las grandes
cosas
�que nunca se logran sin cierta ilusi�n�,
como
dice Hans Sachs en Los maestros cantores.
Pero todo pueblo, todo individuo que quiere llegar a la madurez necesita que le recubra esa ilusi�n, esa nube que lo protege y
envuelve; sin embargo, hoy se odia la madurez en todas sus formas porque se
venera m�s la historia que la vida. S�, se triunfa por el hecho de que hoy �
a ciencia comienza a dominar sobre la vida�. Es posible que esto llegue a
ocurrir, pero, ciertamente, una vida controlada de esta manera no valdr�a gran
cosa porque es mucho menos vida
y garantiza
mucho menos la vida para el futuro que la vida que dominaba, no a trav�s
del saber, sino por instintos y robustas ilusiones.
Pero esta no ser�, como antes se ha dicho, la
�poca de las personalidades armoniosas, completas y maduras, sino m�s bien del
trabajo colectivo m�s utilitario posible. Esto �nicamente significa: los
hombres deben ser adaptados a los objetivos de la �poca, de suerte que est�n
dispuestos al trabajo lo antes posible; deber�n trabajar en la f�brica de la
utilidad general antes de estar maduros y que, de esta forma, no lleguen a
madurar -pues esto ser�a un lujo que sustraer�a una gran cantidad de fuerza �al
mercado de trabajo�. Hay p�jaros a los que se ciega para que canten mejor: yo
no pienso que los hombres de hoy canten mejor que sus antepasados, pero s� que
han sido cegados bien tempranamente. El medio atroz que se emplea para cegarlos
es una luz demasiado brillante,
demasiado repentina, demasiado cambiante. Los j�venes son empujados, a golpes de l�tigo, a trav�s de los
milenios. Jovenzuelos que no entienden nada de lo que es una guerra, una gesti�n
diplom�tica, una pol�tica comercial son considerados dignos de ser
introducidos en la historia pol�tica. Pero, como el joven corre a trav�s de la
historia, as� corremos nosotros, los modernos, a trav�s de las galer�as de
arte, as� escuchamos conciertos. Sentimos bien que esto suena distinto de
aquello, que eso tiene un efecto diferente que lo otro: perder progresivamente
ese sentido de extra�eza, no sorprenderse ya excesivamente de nada y,
finalmente, aceptar todo -a esto se viene llamando sentido hist�rico, cultura
hist�rica. Para expresamos sin eufemismos: la masa de impresiones que irrumpe
es tan potente, lo sorprendente, lo b�rbaro y lo violento irrumpe con tal presi�n,
�acumulado en horribles montones�, sobre el alma juvenil que esta tan solo
puede salvarse con el recurso de una intencionada obtusidad. Sobre una
conciencia m�s fina y vigorosa se produce, sin duda, otro sentimiento: el hast�o.
El joven se ha encontrado de tal forma sin ra�ces que duda de todas las
costumbres y todos los conceptos. Ahora sabe que, en cada �poca, las cosas son
diferentes, poco cuenta lo que uno es. En una melanc�lica indiferencia deja
pasar ante s� una opini�n tras otra y comprende lo que sent�a H�lderling al
leer la obra de Di�genes Laercio sobre la vida y ense�anzas de los fil�sofos
griegos: �Aqu� he experimentado de nuevo algo que me ha sucedido varias veces
antes: que el car�cter transitorio y cambiante de los sistemas y pensamientos
humanos me resulta m�s tr�gico que los destinos que generalmente se toman como
la �nica realidad�. No, tal historizar, tan desbordante, ensordecedor y
violento, no es, ciertamente, indispensable para la juventud, como muestra el
ejemplo de los antiguos; m�s a�n, es extremadamente peligroso como lo muestra
el ejemplo de los modernos.
Pero consideremos ahora al estudiante de historia, heredero de una apat�a
que se ha hecho visible casi desde la adolescencia. Ya ha asimilado y hecho suyo
el �m�todo� de trabajo personal, la t�cnica adecuada y el tono distinguido a
la manera del maestro. Todo un peque�o cap�tulo del pasado, del todo aislado,
ha ca�do v�ctima de su sagacidad y del m�todo que ha aprendido; ya ha
producido, o, para utilizar una expresi�n m�s ambiciosa, ha �creado�; por su
acci�n se ha convertido en servidor de la verdad y se�or en el campo mundial
de la historia. Si, como adolescente, ya estaba �preparado�, ahora est�
superpreparado: basta solo sacudirlo y los frutos de su sabidur�a caer�n, como
en cascada, en nuestras manos; pero la sabidur�a est� podrida y cada manzana
tiene su gusano. Pod�is creerme: si los hombres est�n forzados a trabajar y
ser �tiles en la f�brica de la ciencia antes de madurar, en poco tiempo la
ciencia misma se arruina, como sucede con los esclavos que son explotados
prematuramente en esa f�brica. Lamento que sea necesario servirse de la jerga
de los due�os de esclavos y patronos para describir unas condiciones que, en
principio, deber�an concebirse libres de utilitarismo y al abrigo de las
necesidades de la existencia; pero, involuntariamente, las palabras �f�brica�,
�mercado de trabajo�, �oferta�, �utilizaci�n� -y toda la terminolog�a
auxiliar del ego�smo- acuden a los labios cuando se quiere hablar de la m�s
moderna generaci�n de doctos. La s�lida mediocridad ser� siempre m�s
mediocre, la ciencia, en sentido econ�mico, siempre m�s utilitaria. Los doctos
m�s recientes, en realidad, no son sabios m�s que en un solo punto, pero, en
este, son m�s sabios que todos los hombres del pasado; en todos los dem�s
puntos son inmensamente distintos -para hablar con todas las reservas- de todos
los doctos de viejo cu�o. Sin embargo, piden para s� honores y privilegios
como si el Estado y la opini�n p�blica estuvieran obligados a aceptar que sus
monedas nuevas tengan el mismo valor que las antiguas. Los carreteros han hecho
entre s� un contrato de trabajo y decretado que el genio es superfluo -con eso
han marcado a cada carretero con el sello de genio. Probablemente, una �poca
posterior, al contemplar sus edificios, ver� que son el resultado de un
acarreo, pero no una construcci�n. A los que incansablemente tienen en la boca
los modernos gritos de batalla y sacrificio ��Divisi�n del trabajo! �En
fila!� hay que decirles rotundo y claro: quer�is promover la ciencia lo m�s r�pidamente
posible, as� la aniquilar�is tambi�n enseguida de la misma manera que perece
una gallina a la que se fuerza, con medios artificiales, a poner huevos con
demasiada rapidez. Es cierto que, en los �ltimos decenios, la ciencia ha
progresado con rapidez sorprendente; pero contemplad tambi�n a los cient�ficos,
esas gallinas exhaustas. No son, verdaderamente, naturalezas �arm�nicas�;
pueden solamente cacarear m�s que nunca porque ponen huevos con m�s
frecuencia, pero, en realidad, los huevos son cada vez m�s peque�os (aunque
los libros son cada vez m�s gruesos). Como �ltimo y natural resultado de este
proceso tenemos la �popularizaci�n�, tan aceptada por todos (junto con el
afeminamiento e infantilizaci�n) de la ciencia, es decir, el lamentable cortar
el traje de la ciencia a la medida del cuerpo de un �p�blico medio�, para
designar una actividad de sastres con un lenguaje de sastrer�a. Goethe ve�a en
este proceso un abuso y quer�a que las ciencias no actuasen sobre el mundo
exterior m�s que a trav�s de una praxis
superior. Las antiguas
generaciones de cient�ficos consideraban tal abuso, con buenas razones, gravoso
y molesto. Los cient�ficos de hoy tienen, igualmente, buenas razones para
encontrarlo f�cil, dado que ellos mismos, con excepci�n de un peque�o reducto
del saber, son parte de ese p�blico medio y llevan en s� sus necesidades. Tan
solo necesitan instalarse confortablemente en alguna parte y abrir el peque�o
campo de su especialidad a esa impulsiva curiosidad de un p�blico medio. A este
acto de comodidad se pretende despu�s dar el nombre de �modesta
condescendencia del docto hacia su pueblo� cuando, en realidad, el docto
desciende a su propio nivel, no en cuanto es docto sino en cuanto es pueblo.
Cread para vosotros la idea de un �pueblo�: no la podr�is pensar
suficientemente noble y elevada. Si hab�is pensado del pueblo con grandeza, ser�is
tambi�n misericordiosos con �l y os librar�is de ofrecerle ese brebaje hist�rico
como elixir de vida y refrigerio. Pero, en el fondo, lo ten�is en poca estima
porque no pod�is tener un sincero y profundo respeto por su futuro y actu�is
como pesimistas pr�cticos, es decir, como aquellos, guiados por el
presentimiento de desastre, que se vuelven indiferentes y ajenos respecto al
bienestar de otros, e incluso al bienestar de ellos mismos. �Con tal que la
tierra nos contin�e
soportando! Y si deja de soportarnos, tambi�n eso estar� bien -esos son sus
sentimientos, y viven una existencia ir�nica.
OCHO
Puede parecer extra�o, pero no contradictorio, que a una �poca que
tiende tan ruidosa e insistentemente a la m�s desenfrenada exaltaci�n de la
cultura hist�rica, yo atribuya, sin embargo, una especie de consciencia
ir�nica de s� misma, un
difuso presentimiento de que no hay verdaderamente motivo para el j�bilo, un
temor de que tal vez muy pronto tendr�n fin todos los placeres del conocimiento
hist�rico. Un enigma semejante, respecto a personalidades individuales, nos ha
presentado Goethe en su notable caracterizaci�n de Newton: encuentra, en el
fondo (o, para expresarnos m�s exactamente, en la cima) de su ser, �un oscuro
presentimiento de estar en un error�, una expresi�n, observable solo en raros
momentos, de una conciencia justiciera superior que ha llegado a una perspectiva
ir�nica sobre su innata y necesaria naturaleza. Precisamente entre las personas
con sentido hist�rico mayor y m�s elevado, encontramos una toma de conciencia,
con frecuencia atenuada por un escepticismo general, de lo incongruente y
supersticioso que resulta el creer que la educaci�n de un pueblo debe estar tan
dominada por la historia como lo est� hoy; pues, en realidad, los pueblos m�s
vigorosos en acciones y obras lo han vivido de otra manera y educaron de otro
modo a su juventud. Pero a nosotros -esa es la objeci�n de los esc�pticos- nos
conviene esa superstici�n, esa absurdidad, a nosotros, los tard�amente
llegados, los �ltimos an�micos reto�os de generaciones alegres y potentes, a
quienes se refiere la profec�a de Hes�odo: un d�a los hombres nacer�n de
repente con los cabellos grises y Zeus aniquilar� la raza en cuanto aparezca
este signo. La cultura hist�rica es tambi�n, en realidad, una especie de
encanecimiento innato, y aquellos que llevan en s� este signo desde la infancia
llegan a creer instintivamente en la vejez
de la humanidad. A la edad
senil corresponde una actividad de viejos que consiste en mirar hacia atr�s,
pasar revista, hacer balance, buscar consuelo en el pasado mediante la memoria;
en resumen: cultura hist�rica. Pero la especie humana es tenaz y obstinada y
reh�sa que se consideren sus pasos -hacia delante y hacia atr�s- en milenios,
ni apenas en cientos de milenios; en otras palabras, reh�sa absolutamente ser observada seg�n la perspectiva del punto at�mico
infinitamente peque�o que es el hombre individual. �Qu� significan, pues, un
par de milenios (o, en otros t�rminos, el espacio de tiempo de 34 vidas humanas
consecutivas, calculando en 60 a�os cada una) para que se hable del comienzo de
este periodo como �juventud� y de su final como �vejez de la humanidad�? �No
se oculta m�s bien, en esta paralizante creencia en una humanidad ya hacia su
ocaso, el malentendido de una concepci�n cristiano-teol�gica heredada del
medioevo, el pensamiento en un fin pr�ximo del mundo, en el cercano juicio
final, esperado con angustia? �No es esta concepci�n, con maquillaje
diferente, la exacerbada necesidad hist�rica de juzgar como si nuestra �poca,
la �ltima de las posibles, estuviera autorizada a convocar un juicio de todo el
pasado que la creencia cristiana, no esperaba en modo alguno del hombre, sino
del �hijo del hombre�? Antes, este memento
mori dirigido tanto a la
humanidad como al individuo particular, era un siempre tormentoso aguij�n y
como la cima del saber y de la conciencia medievales. El lema que se presenta
como ant�tesis en los tiempos modernos, memento
vivere, suena todav�a, para hablar abiertamente, m�s bien timorato, no
se grita con plena voz y casi parece poco sincero. La humanidad est� todav�a s�lidamente
establecida en el memento mori
y este hecho se traduce en su necesidad universal de historia. A pesar de
sus potentes aleteos, el saber no ha podido remontarse al cielo abierto, le ha
quedado un profundo sentimiento de desesperanza y ha tomado esa coloraci�n hist�rica
con la que est� hoy melanc�licamente ensombrecida toda la educaci�n y cultura
superiores. Una religi�n que, de todas las horas de una vida humana, considera
la �ltima la m�s importante, que predice el fin de la vida en la tierra y
condena a todos los seres vivientes a vivir el quinto acto de la tragedia,
estimula, ciertamente, las fuerzas m�s profundas y nobles, pero es hostil a
todo intento de plantar semillas de lo nuevo, a todo experimento audaz, a toda
aspiraci�n libre; se resiste a todo vuelo hacia lo desconocido porque no ve
nada que amar ni que esperar all�: tan solo acepta, contra su voluntad, que el
porvenir se imponga, para, en el momento justo, apartarlo o sacrificarlo como
una seducci�n de la existencia o un enga�o sobre su valor. Lo que hicieron los
florentinos, cuando bajo el efecto de las predicaciones de penitencia de
Savonarola organizaron aquellas famosas quemas de cuadros, manuscritos, espejos
y l�mparas, el cristianismo quiere hacerlo con toda cultura que estimula a
seguir adelante y tiene por lema ese memento
vivere; y cuando no es posible hacer esto por v�a directa, sin rodeos, es decir,
con prepotencia, logra igualmente su objetivo ali�ndose con la cultura hist�rica,
normalmente sin que esta �ltima sea consciente de ello y, hablando por boca de
esta, rechaza con un encogimiento de hombros todo lo que est� en proceso de
devenir y lo envuelve en el estigma de cuanto es tard�o y ep�gono, en suma, en
el estigma de los que nacen con el pelo encanecido. La �spera y profundamente
seria reflexi�n sobre todo lo que ha sucedido, sobre el hecho de que el mundo
est� ya maduro para el juicio final, se ha volatilizado en la concepci�n esc�ptica
de que, en cualquier caso, es bueno conocer todo lo que ha acontecido porque es
demasiado tarde para hacer algo mejor. As� es como el sentido hist�rico hace
pasivos y retrospectivos a sus servidores, y los que est�n atacados por la
fiebre hist�rica se vuelven activos tan solo en momentos de olvido, cuando ese
sentido hist�rico tiene una pausa; y tan pronto como una acci�n est�
realizada, es disecada de forma que el an�lisis reflexivo se pone a seccionar
la operaci�n y a impedir, con la reflexi�n anal�tica, que tenga efectos
posteriores y, finalmente, la reduce a pura �historia�. En este sentido,
vivimos todav�a en la Edad Media, la historia sigue siendo todav�a una teolog�a
encubierta; de igual modo, la veneraci�n del iletrado por la casta cient�fica
es una veneraci�n heredada del clero. Lo que antes se daba a la Iglesia se da
hoy, si bien con m�s parsimonia, a la ciencia. Pero el hecho de que se d� es
atribuible a la Iglesia, no al esp�ritu moderno que, al contrario, no obstante
sus otras buenas cualidades, es notoriamente avaro y un tanto desma�ado cuando
se trata de la noble virtud de la generosidad.
Puede que esta consideraci�n no agrade, al igual que el intento de
deducir el exceso de historia de ese memento
mori medieval y de la
desesperanza, que el cristianismo lleva en el coraz�n, respecto a todos los
tiempos venideros de la existencia terrena. Que alguien sustituya la explicaci�n,
que yo expongo aqu�, no sin reservas, por otra mejor, pues el origen de la
cultura hist�rica -as� como su intr�nseca y totalmente radical contradicci�n
con el esp�ritu de un �tiempo nuevo�, de una �conciencia moderna�-, ese
origen debe,
a su vez, ser reconocido como hist�rico. La historia debe,
ella misma, resolver el problema de la historia, el saber debe
volver el propio aguij�n contra s� mismo. Este triple debe
constituye el imperativo del esp�ritu del �tiempo nuevo�, en el caso de
que haya en �l algo realmente nuevo, potente, prometedor de vida y original. O
ser�a cierto que nosotros, los alemanes -para dejar fuera de juego a los
pueblos latinos-, en todas las cuestiones superiores de cultura estamos
destinados a ser �nicamente �descendientes� por el simple hecho de que no podemos
ser otra cosa. As� lo ha expuesto Wilhelm Wackernagel en una proposici�n
digna de toda consideraci�n: �Nosotros, los alemanes, somos un pueblo de ep�gonos;
con toda nuestra ciencia superior, con nuestras creencias, somos siempre tan
solo los sucesores del mundo antiguo; incluso aquellos, que con esp�ritu de
hostilidad se oponen, respiran constantemente, junto con el esp�ritu del
cristianismo, el esp�ritu inmortal de la cultura cl�sica antigua y, si alguien
lograse eliminar estos dos elementos de la atm�sfera vital que rodea al hombre
interior, no quedar�a mucho para sostener todav�a una vida espiritual�. Pero,
aun cuando acept�semos con gusto este destino de ser descendientes de la Antig�edad
y nos decidi�ramos a tomar esta tarea vigorosamente en serio y con grandeza,
haciendo de este vigor nuestro �nico y distintivo privilegio -a pesar de esto,
estar�amos obligados a preguntamos si nuestro destino ser�a el ser siempre los
disc�pulos de la Antig�edad declinante. Un d�a u otro nos ser�a permitido fijarnos una meta progresivamente m�s alta y m�s lejana, en un momento u
otro, deber�amos poder gloriarnos de haber recreado en nosotros -tambi�n
mediante nuestra historiograf�a universal- el esp�ritu de la civilizaci�n
romano-alejandrina de modo tan excelente y fruct�fero que, como m�xima
recompensa, podamos proponernos la tarea todav�a m�s grande de remontar este
mundo alejandrino y, m�s all� de �l, en el antiguo mundo griego, buscar
nuestros modelos de lo excelso, de lo natural y de lo humano. All�
encontraremos tambi�n la realidad de una cultura esencialmente ahist�rica y, a
pesar de ello, o m�s bien por eso, indeciblemente rica y llena de vida.
Aunque nosotros, alemanes, no
fu�ramos m�s que herederos -por el hecho de considerar esa cultura como una
herencia que podemos hacer propia, no podr�amos tener un destino m�s grande y
del que nos pudi�ramos sentir m�s orgullosos que el ser precisamente
herederos.
Con esto, quiero decir una cosa y solamente
una: que la idea, con frecuencia penosa, de ser ep�gonos, pensando con
grandeza, puede garantizar, tanto al individuo como a un pueblo, grandes
resultados y expectativas de futuro cargadas de esperanza; al menos, en cuanto
nos consideramos herederos y descendientes de las prodigiosas potencias cl�sicas
y, en ellas, vemos nuestro honor y nuestro est�mulo. No como los frutos tard�os,
an�micos y atrofiados de generaciones vigorosas llevando una vida precaria de
anticuarios y enterradores de esas generaciones que nos precedieron. Tales
frutos tard�os viven una existencia ir�nica. El aniquilamiento sigue, como pis�ndole los talones, el curso tambaleante de su
vida; tiemblan ante eso cuando se recrean con el pasado, pues ellos son memorias
vivientes y su recordar no tiene sentido si, a su vez, no tienen herederos. Los
agobia el sombr�o presentimiento de que su vida es una injusticia, pues ninguna
vida posterior la puede justificar.
Pero imaginemos que estos tard�os anticuarios de repente cambian su
penosamente ir�nica modestia por una impudicia. Veamos c�mo proclaman con voz
estridente: nuestra estirpe ha llegado ahora a su apogeo, pues tan solo ahora ha
llegado al conocimiento de s� misma y se ha revelado a s� misma -el resultado
ser�a un espect�culo en el cual se reflejar�a, como en una par�bola, el
enigm�tico significado para la cultura alemana de cierta filosof�a bien
famosa. Creo que no ha habido ninguna desviaci�n o cambio peligrosos de la
cultura alemana de este siglo que no hayan resultado m�s peligrosos todav�a
por la formidable influencia, hasta este momento todav�a en avance, de esa
filosof�a, es decir, de la filosof�a hegeliana. En realidad es un pensamiento
entristecedor y paralizante el creerse el ep�gono de todos los tiempos; pero
terrible y destructivo debe parecer cuando un d�a, en una audaz inversi�n, tal
creencia deifica a este fruto tard�o como el verdadero sentido y prop�sito de
todo lo que anteriormente ha acontecido; cuando su sapiente miseria se
identifica con la culminaci�n de la historia universal. Tal concepci�n ha
habituado a los alemanes a hablar del �proceso del mundo� y a justificar su
propia �poca como el resultado necesario de este proceso del mundo. Esta manera
de considerar las cosas ha colocado a la historia en el puesto de las otras
fuerzas espirituales, arte y religi�n, como �nica soberana en cuanto ella es
�el concepto que se realiza a s� mismo�, �la dial�ctica de los esp�ritus
de los pueblos� y �el juicio universal�.
Esta historia, entendida al modo hegeliano, ha sido llamada,
en son de burla,
la marcha de Dios sobre la tierra, aunque este Dios, por su parte, es solo un
producto de la historia. Pero es dentro de las seseras hegelianas donde este
Dios se hizo transparente y comprensible a s� mismo y ha ascendido, por todos
los grados dial�cticamente posibles de su devenir, hasta esta autorrevelaci�n:
de modo que para Hegel, el �pice y punto final del proceso del mundo coinciden
con su propia existencia berlinesa. Mir�ndolo bien, Hegel hasta tendr�a haber dicho que todo lo que
viniera despu�s de �l deber�a, en realidad, considerarse tan solo como una
coda musical del rond� hist�rico universal [weltgeschichtlich] o, m�s exactamente todav�a,
como algo superfluo. No lo ha dicho. Sin embargo, ha implantado, en las
generaciones impregnadas por su filosof�a, esa admiraci�n por el �poder de la
historia� que pr�cticamente se transforma en todo momento en pura admiraci�n
del �xito y lleva a la idolatr�a de lo efectivo; un culto, respecto al cual se
emplea hoy generalmente la f�rmula muy mitol�gica y, adem�s, muy alemana: �Amoldarse
a los hechos� [Thatsachen]. Pero el que ha aprendido a doblar el espinazo y bajar la
cabeza ante el �poder de la historia� acabar� por decir mec�nicamente, a la
manera china, s� a todo poder, sea este un gobierno, una opini�n p�blica o
una mayor�a num�rica, y mover� sus miembros exactamente al ritmo en que tal
poder tire de los hilos. Si todo �xito contiene dentro de s� una necesidad
racional, si todo acontecimiento es la victoria de lo que es l�gico y de la �idea�
-�entonces pong�monos r�pidamente de rodillas y vayamos arrodillados por
todos los �escalones del �xito�! �Qu�! �No habr�a m�s mitolog�as
dominantes �Qu�! �Las religiones estar�an en agon�a? Mirad, pues, la religi�n
del poder hist�rico, �prestad atenci�n a los sacerdotes de la mitolog�a de
las ideas y a sus rodillas magulladas! �No est�n, de hecho, todas las virtudes
en el cortejo de esta nueva fe? �Y no es un signo de abnegaci�n el hecho de
que el hombre hist�rico se deje transformar en espejo objetivo? �No es
magnanimidad el renunciar a toda violencia, en el cielo y en la tierra, por el
hecho de que, en toda violencia, se adora la violencia en s�? �No es un signo
de justicia el tener siempre la balanza del poder en la mano y observar
minuciosamente cu�l de los dos platillos desciende por ser m�s fuerte y
pesado? Y �qu� escuela de decoro es tal concepci�n de la historia! Tomar todo
objetivamente, no irritarse por nada, no amar nada, comprenderlo todo, �c�mo
hace a uno flexible y suave todo esto! Y si alguna vez alguien, educado en esta
escuela, llega a irritarse y exponer su c�lera en p�blico, nos alegraremos por
ello, pues sabemos que solo se pretende un efecto art�stico; es ira
y studium,
pero totalmente sine ira et studio.
�Qu� anticuados pensamientos tengo en el coraz�n contra tal complejo
de mitolog�a y virtud! Pero deben ser expresados aunque solo hagan re�r. Dir�,
pues, que la historia ense�a siempre: ��rase una vez�, la moral: �t� no
debes� o �t� no deb�as haber�. As� se convierte la historia en un
compendio de inmoralidad efectiva. Pero ser�a un grave error si simult�neamente
consider�semos la historia como juez de esta inmoralidad f�ctica. Es algo, por
ejemplo, que ofende a la moral el hecho de que un Rafael tuviera que morir
cuando ten�a 36 a�os: un ser as� no deber�a morir. Si quer�is venir en
ayuda de la historia como apologistas de los hechos, dir�ais: Rafael expres�
todo lo que ten�a dentro de s�; si hubiera vivido m�s tiempo, hubiera podido
crear repetidamente la misma belleza, pero no una nueva belleza, y cosas
semejantes. As� os convert�s en abogados del diablo al tomar como vuestro �dolo
el �xito, el hecho, y el hecho es siempre est�pido y, en todo tiempo, ha sido
m�s semejante a una vaca que a un dios. Como apologistas de la historia, la
ignorancia es vuestra inspiraci�n: en realidad, tan solo porque no sab�is qu�
cosa es una natura naturans
como la de Rafael, os deja indiferentes el saber que �l vivi� una vez y
nunca m�s volver� a vivir. Recientemente alguien nos ha querido ense�ar que
Goethe a sus ochenta y dos a�os hab�a agotado todas sus capacidades. Pero yo
cambiar�a con gusto carretas enteras de vidas j�venes y ultramodernas por
algunos a�os de este Goethe �agotado�, para poder todav�a tener parte en di�logos
como aquellos que �l manten�a con Eckermann y preservarme as� de todas las
ense�anzas actuales de los legionarios del momento. Ante tales muertos, �qu�
pocos vivos tienen derecho a la vida! Que los muchos viven y aquellos pocos no
viven m�s no es otra cosa que una verdad brutal, una irremediable estupidez, un
tosco �esto es as�� frente a la moral que dice: �no debiera ser as��.
Cierto, �contra la moral! Porque cualquiera que sea la virtud de que se hable:
justicia, generosidad, valor, sabidur�a, compasi�n -en todas partes, el hombre
es virtuoso, en cuanto se rebela contra la ciega fuerza de los hechos, contra la
tiran�a de lo real y se somete a leyes que no son las leyes de esas
fluctuaciones de la historia. Nada siempre contra la corriente hist�rica, ya
sea que combata sus pasiones como los hechos est�pidos m�s cercanos de su
existencia o porque se compromete a ser sincero, mientras la mentira teje en
torno a �l sus brillantes redes. Si la historia no fuera m�s que �el sistema
universal de la pasi�n y el error�, el hombre deber�a leer en ella como
Goethe aconsejaba que se leyera el Werther, como si la
historia gritase: ��S� hombre y no me sigas!�. Pero afortunadamente la
historia salvaguarda tambi�n la memoria de los grandes luchadores contra
la Historia, es decir, contra
la fuerza ciega de lo real y exponi�ndose a s� misma a la acusaci�n de
exaltar como aut�nticas naturalezas hist�ricas precisamente aquellas que se
cuidaron poco del �as� es� para seguir con sereno orgullo un �debe ser as��.
No el llevar a la tumba a su generaci�n, sino fundar una nueva generaci�n -eso
los impulsa incansablemente hacia delante; y si ellos mismos nacieron como ep�gonos
-hay un arte de vivir que hace olvidar esto-, las generaciones venideras los
conocer�n solo como anticipadores.
NUEVE
�Es tal vez nuestro tiempo un tal anticipador? En realidad, la
vehemencia de su sentido hist�rico es tan grande y se expresa de un modo tan
universal y tan ilimitado que las �pocas futuras exaltar�n, en esto al menos,
su naturaleza anticipadora -suponiendo, en todo caso, que haya �pocas
futuras entendidas en el sentido cultural. Pero, precisamente en esto,
subsiste una grave duda. Estrechamente asociada al orgullo del hombre moderno
est� la iron�a
sobre s� mismo, la consciencia de que debe vivir en un estado de �nimo
historizante y, a la vez, crepuscular, su temor de que no sea capaz de
salvaguardar para el futuro nada de sus esperanzas y sus energ�as juveniles.
Aqu� y all� algunos van todav�a m�s lejos en la direcci�n del cinismo
y justifican el curso de la
historia, toda la evoluci�n universal, como algo exclusivamente para la
utilidad diaria del hombre moderno seg�n el canon c�nico: ten�a que suceder
exactamente como ahora sucede y el ser humano no pod�a llegar a ser diferente
de lo que es hoy; ser�a in�til oponerse a esta fatalidad. Los que no pueden
soportar la iron�a se refugian en el bienestar de este tipo de cinismo; adem�s,
el �ltimo decenio les ofrece como regalo una de sus m�s bellas invenciones,
una f�rmula rotunda y plena para describir este cinismo: designa ese arte de
vivir de acuerdo con la �poca y de modo absolutamente irreflexivo �el abandono
total de la personalidad al proceso del mundo�. �La personalidad y el proceso
del mundo! �El proceso del mundo y la personalidad de la pulga! �Si, al menos,
no hubiera que escuchar eternamente la hip�rbole de todas las hip�rboles, la
palabra mundo, mundo, mundo, cuando sinceramente no habr�a que decir m�s que
hombre, hombre, hombre! �Herederos de los griegos y romanos? �Herederos del
cristianismo? A los c�nicos esto no les dice nada. Pero �herederos del proceso
del mundo, cumbre y meta del proceso del mundo! �El sentido y soluci�n de
todos los enigmas del devenir expresados en el hombre moderno, el fruto m�s
maduro del �rbol de la ciencia! -Yo llamo a esto un sublime sentimiento; este
distintivo permite reconocer a los adelantados de todos los tiempos, aun cuando
hayan sido los �ltimos en llegar. La concepci�n de la historia nunca ha volado
tan alto, ni aun en sue�os, pues ahora la historia de la humanidad es tan solo
la continuaci�n de la historia de los animales y las plantas; en lo m�s
profundo de los mares encuentra el universalista hist�rico sus propios rasgos
bajo forma de l�gamo viviente; mirando como un milagro el formidable camino que
el hombre ya ha recorrido hasta el presente, siente v�rtigo frente al milagro
todav�a m�s sorprendente del hombre moderno que puede abarcar con la mirada
este camino. Se alza, alto y soberbio, sobre la pir�mide del proceso del mundo
y, al poner en lo m�s alto la clave de b�veda de su conocimiento, parece
gritar a la naturaleza que est� a la escucha en su entorno: �Hemos llegado a
la cima, somos la cima, somos la naturaleza llegada a su perfecci�n�.
Arrogante europeo del siglo XIX, pierdes la cabeza. Tu saber no
completa la naturaleza, tan solo destruye la tuya. Mide, compara la altura de
tus conocimientos con la peque�ez de tus posibilidades. En el rayo luminoso de
tu saber ciertamente subes hasta el cielo, pero desciendes tambi�n hasta el
caos. Tu forma de caminar, es decir, de remontarte como hombre de ciencia, es tu
destino. A tus pasos el suelo s�lido se reblandece en incertidumbres, tu vida
no est� apoyada en pilares, hay tan solo telas de ara�a que va desgarrando
cada nuevo avance de tu saber. Pero basta de hablar en tono tan serio, pues
podemos ocuparnos de cosas m�s divertidas.
El fren�tico y alocado prurito de despedazar y descomponer todos los
fundamentos, de disolverlos en un devenir que siempre fluye y se derrite, el
incansable desmenuzar e historizar todo lo que ha sucedido, por parte del hombre
moderno, la gran ara�a en el nudo de la red c�smica -todo esto puede ocupar e
inquietar al moralista, al artista, al hombre religioso e, incluso, al pol�tico.
Pero nosotros nos contentamos hoy con divertirnos mirando todo esto en el
relumbrante espejo m�gico de un parodista filos�fico, en cuya
cabeza la �poca ha tomado conciencia ir�nica de s� misma y esto con una
claridad que �bordea lo demencial� (para hablar a la manera de Goethe). Hegel
nos ha ense�ado que, �cuando el esp�ritu da un salto, los fil�sofos tambi�n
estamos presentes�. Nuestra �poca ha dado un salto hacia la autoiron�a y, �ah!,
entonces ah� estaba presente E. von Hartmann para escribir su famosa filosof�a
del inconsciente -o para decirlo m�s claramente-, su filosof�a de la iron�a
inconsciente. Rara vez se ha le�do una invenci�n m�s divertida y una
travesura m�s filos�fica que la de Hartmann. Aquel que, con esta lectura, no
queda esclarecido e �ntimamente alumbrado sobre el tema del devenir es alguien
verdaderamente maduro para el �haber sido�. El comienzo y la meta del proceso
del mundo, desde las primeras fases de la conciencia hasta el retorno a la nada,
junto con la tarea, precisamente determinada, de nuestra generaci�n en el
proceso del mundo, todo esto salido de esa ingeniosa fuente de inspiraci�n que
es el inconsciente y ba�ado en un luz apocal�ptica; todo esto imitado de modo
tan enga�oso y con tan sincera seriedad como si realmente se tratase de seria
filosof�a y no de una filosof�a para bromear. Tal conjunto convierte a su
creador en uno de los primeros parodistas de todos los tiempos. Sacrifiquemos,
pues, en su altar, sacrifiqu�mosle, al inventor de una verdadera panacea
universal, un rizo de pelo -para tomar prestada de Schleiermacher una de sus
expresiones admirativas. �Qu� medicina podr�a ser m�s efectiva, contra el
exceso de cultura hist�rica, que la parodia hartmanniana de toda la historia
universal?
Para
expresar secamente lo que Hartmann proclama desde el
tr�pode humeante de la iron�a inconsciente, habr�a que decir que, seg�n �l,
nuestra �poca debe ser exactamente tal como es si la humanidad ha de llegar un
d�a hasta el hast�o de la existencia. Nosotros lo creer�amos de buen grado.
La horrible osificaci�n de nuestra �poca, ese incansable tableteo de osamentos
-que David Strauss nos ha descrito ingenuamente como hermos�sima realidad [Thats�chlichkeit]-, Hartmann la justifica no solo bas�ndose en el pasado, ex
causis efficientibus, sino
tambi�n apoy�ndose en el futuro, ex
causa f�nali. El p�caro, desde el d�a del juicio final, proyecta luz sobre
nuestro tiempo y aparece entonces que nuestro tiempo es perfecto, es decir, �ptimo
para aquel que quiere sufrir lo m�s duramente posible la indigestabilidad de la
vida y para quien, en su deseo, el juicio final no llega con suficiente rapidez.
Hartmann llama a la �poca a que la humanidad se acerca la �edad viril�. Pero,
si seguimos su descripci�n, es el estado feliz, en el cual no hay m�s que �s�lida
mediocridad� y el arte ser� �lo que un espect�culo burlesco� es, digamos,
para el agente de bolsa de Berl�n, en el que �los genios no ser�n ya
necesarios, porque eso equivaldr�a a echar perlas a los cerdos o, incluso,
porque la �poca ha ido, m�s all� de la fase en que se precisaban los genios,
a otra fase m�s importante�, es decir, a ese estadio de la evoluci�n social
en el que todo trabajador �con un horario de trabajo que le deja tiempo libre
suficiente para su formaci�n intelectual, tendr� una existencia confortable�.
P�caro de p�caros, t� est�n dando voz a los anhelos de la presente
humanidad, pero t� sabes tambi�n qu� espectro aparecer� al final de esta �poca
de la humanidad, como resultado de aquella formaci�n intelectual en la s�lida
mediocridad -el hast�o. Sin duda, nuestra situaci�n es del todo lamentable,
pero en el futuro ser� peor todav�a, �el anticristo va extendiendo claramente
su esfera de influencia� -pero esto debe ser as�, debe suceder as�, pues con todo esto estamos en el mejor camino -para
sentir hast�o con todo lo existente. �Por tanto, marchemos adelante, con paso
vigoroso, en el proceso del mundo, como trabajadores de la vi�a del Se�or,
pues tan solo este proceso es lo que puede conducirnos a la liberaci�n�.
�La vi�a del Se�or! �El proceso! �A la liberaci�n! �Qui�n no ve
y qui�n no siente aqu� esa cultura hist�rica que solo conoce la palabra �devenir�,
que aqu� se disfraza deliberadamente de monstruosidad par�dica que, tras esa m�scara
grotesca, dice sobre s� misma las cosas m�s petulantes? Porque �qu� pide, en
suma, a los trabajadores de la vi�a, esta �ltima p�cara llamada? �En qu�
tarea deben seguir ellos con empe�o? O, para preguntarlo de otra manera, �qu�
le queda por hacer al hombre con cultura hist�rica, al moderno fan�tico del
proceso, que nada y se ahoga en el r�o del devenir hasta que pueda un d�a
cosechar el hast�o, la exquisita uva de esa vi�a? No tiene que hacer m�s que
continuar viviendo como ha vivido, continuar amando lo que ha amado, continuar
odiando lo que ha odiado y continuar leyendo el peri�dico que siempre ha le�do;
para �l solo existe un pecado -vivir de modo diferente a como hasta ahora ha
vivido. Pero el modo como ha vivido nos lo ense�a, con deslumbrante claridad,
en letras esculpidas en piedra, aquella famosa p�gina cuyas proposiciones,
impresas en grandes caracteres, dejan en ciego �xtasis y arrebatado frenes� a
toda la escoria cultural contempor�nea porque cre�an leer en esas frases su
propia justificaci�n, una justificaci�n esclarecida con luz apocal�ptica.
Porque, de cada individuo, el inconsciente par�dico exig�a �la entrega
completa de la personalidad al proceso del mundo a fin de que este alcance su
objetivo, que es la liberaci�n del mundo�. O, para decirlo de modo m�s
transparente y claro, �el s� de la voluntad a la vida es proclamado como lo �nico
por ahora correcto, pues tan solo en la entrega total a la vida y a sus dolores,
no en la cobarde renuncia personal y en el retraimiento, se puede hacer algo
para el proceso del mundo�, �el intento de una negaci�n personal de la
voluntad es tan insensato e in�til o incluso m�s insensato que el suicidio�.
�El lector reflexivo comprender�, sin otras explicaciones, c�mo se configurar�a
una filosof�a pr�ctica fundada en estos principios y que tal filosof�a no
puede significar un divorcio de la vida, sino una plena reconciliaci�n con la
misma�.
El lector que reflexiona comprender�..., pero �Hartmann puede ser mal
comprendido! Y �qu� indeciblemente divertido es ver que sea mal comprendido!
�Ser�n los alemanes modernos especialmente sutiles? Un honrado ingl�s
encuentra que carecen de delicacy of
perception e incluso llega a
decir que �in the german mind there does seem to be something splay, something
blunt-edged, unhandy und infelicitous� -el gran parodista alem�n �tendr�a
algo que objetar? Es cierto que, seg�n sus explicaciones, nos estamos acercando
a �aquel estado ideal en que la especie humana realiza su historia
conscientemente�; pero obviamente estamos todav�a muy alejados de ese estado,
tal vez m�s ideal, en que la humanidad leer� el libro de Hartmann con plena
consciencia. Si llegamos a ese estado, nadie pondr� en sus labios la expresi�n
�proceso del mundo� sin que estos labios sonr�an, pues, al hacerlo as�,
recordar� el tiempo en que se escuchaba, se absorb�a, se combat�a, se
veneraba, se difund�a y canonizaba el par�dico Evangelio de Hartmann con toda
la probidad de aquella �german mind�, es decir, con �la exagerada seriedad
del b�ho�, como dice Goethe. Pero el mundo debe seguir adelante, ese estado
ideal no se puede conseguir so�ando, es preciso luchar y conquistarlo, y tan
solo a trav�s de la alegr�a pasa el camino que lleva a la liberaci�n, a la
liberaci�n de esa enga�osa seriedad del b�ho. Llegar� un tiempo en que el
hombre se abstendr� sabiamente de todas las construcciones del proceso
universal o tambi�n de la historia de la humanidad, un tiempo en que no se
prestar� atenci�n a las masas, sino que se retornar� a los individuos que
forman una especie de puente sobre la turbulenta corriente del devenir. Los
individuos no contin�an un proceso sino que viven a la vez en su tiempo y fuera
del tiempo, gracias a la historia que permite esta combinaci�n; viven como en
la rep�blica de genios de que habla Schopenhauer. Un gigante llama a otro a
trav�s de los intervalos desolados del tiempo y as� el alto di�logo de los
esp�ritus contin�a sin que sea perturbado por los enanos inquietos y ruidosos
que rastrean a sus pies. La tarea de la historia es servir de mediadora entre
ellos y as� continuamente incitar a promover la creaci�n de lo que es grande.
No, el objetivo de la humanidad no puede encontrarse en su estadio
final, sino solamente en sus m�s
altos ejemplares.
Nuestro divertido personaje responde a esto con esa admirable dial�ctica
que es tan genuina como admirables son sus admiradores: �As� como no ser�a
compatible con el concepto de la evoluci�n atribuir al proceso del mundo una
duraci�n infinita en el pasado, pues toda concebible evoluci�n deber�a
entonces haber ya sucedido y, ciertamente, este no es el caso� (�oh, p�caro!),
�del mismo modo no podemos asignar a este proceso una duraci�n infinita en el
porvenir. Ambas hip�tesis descartar�an la idea de una evoluci�n orientada
hacia un objetivo� (�oh, p�caro!, una vez m�s) �y el proceso del mundo se
asemejar�a al trabajo de las Danaides. Pero la victoria completa de lo l�gico
sobre lo il�gico� (�oh, p�caro de p�caros!) �debe coincidir con el fin
temporal del proceso del mundo, con el juicio final�. No, esp�ritu claro y
burl�n, mientras lo il�gico prevalezca como hoy, mientras todav�a se pueda
hablar, como t� lo haces, del �proceso del mundo� con asentimiento general,
el d�a del juicio est� todav�a lejos: todav�a hay muchas cosas alegres en la
tierra, florecen muchas ilusiones, por ejemplo, las ilusiones de tus contempor�neos
sobre ti, todav�a no estamos maduros para ser catapultados a tu nada porque
creemos que ser� todav�a m�s divertido cuando se haya comenzado a
comprenderte a ti, el incomprendido inconsciente. Pero si, a pesar de todo, el
hast�o nos va a invadir impetuosamente, como t� has profetizado a tus
lectores, si tus descripciones del presente y del futuro son correctas -y nadie
ha despreciado tanto a ambos, nadie los ha despreciado tanto, hasta la n�usea,
como t�-, yo estar� del todo dispuesto a votar con la mayor�a, en la forma
que t� propones, que, en la noche del pr�ximo s�bado, exactamente a las doce,
tu mundo va a perecer; y nuestro decreto puede concluir con estas palabras: a
partir de ma�ana, el tiempo no existir� y los peri�dicos dejar�n de
publicarse. Pero tal vez no tenga efecto y habremos decretado en vano; bien, en
todo caso, nos queda todav�a tiempo para realizar un bello experimento. Tomemos
una balanza y pongamos en uno de los platillos el inconsciente de Hartmann y, en
el otro, el proceso del mundo. Hay gentes que creen que estar�an equilibrados,
pues en cada uno de los platillos habr�a una frase exactamente tan mala y una
broma exactamente tan buena como en el otro. Una vez que se haya comprendido la
broma de Hartmann, nadie tendr� ya necesidad de utilizar su expresi�n �proceso
del mundo� m�s que para bromear. En realidad, ya es hora de lanzarse en campa�a,
con todas las fuerzas de la malignidad sat�rica, contra los excesos del sentido
hist�rico, contra el gusto excesivo por el proceso a costa del ser y de la
vida, contra el desplazamiento insensato de todas las perspectivas; y se debe
siempre repetir, en elogio del autor de la Filosof�a del inconsciente,
que �l ha logrado ser el primero en sentir vivamente lo que hay de rid�culo
en la noci�n de �proceso del mundo� y, por la extraordinaria seriedad de su
exposici�n, hacerlo sentir a�n m�s vivamente. Cu�l es la finalidad del �mundo�,
cu�l es la finalidad de la �humanidad�, por ahora, no debemos inquietamos por
tales cuestiones a no ser que queramos hacer bromas: en realidad, la presunci�n
del peque�o gusano humano es lo que hay de m�s c�mico y divertido en el
teatro del mundo. Pero con qu� finalidad existes t�, como individuo, preg�ntate
esto y, si nadie te lo puede decir, trata de justificar el sentido de tu
existencia de alguna manera a
posteriori, proponi�ndote un
objetivo, una meta, una �finalidad�, una alta y noble �finalidad�. �Si
pereces en el intento? -Yo no conozco ning�n objetivo mejor en la vida que
perecer por lo grande y lo imposible, animae
magnae prodigus. Si, por el contrario, la doctrina del devenir soberano,
de la fluidez de todas las concepciones, tipos y especies, de la falta de toda
diferencia cardinal entre el hombre y el animal -doctrinas que tengo por
verdaderas, pero mort�feras-, en la locura de la ense�anza actual son lanzadas
al pueblo todav�a durante una generaci�n, nadie podr� admirarse si ese pueblo
perece de lo que es ego�sticamente mezquino y miserable, de osificaci�n y
egocentrismo, se desgarrar� y dejar� de ser un pueblo: en su lugar aparecer�n
tal vez, en el escenario del futuro, sistemas de ego�smos particulares,
fraternidades con vistas a la explotaci�n rapaz de los que no son hermanos
y otras creaciones semejantes de la vulgaridad utilitaria Para despejar el camino a estas creaciones,
basta continuar escribiendo la historia desde el punto de vista de las masas y
buscar en ellas las leyes que pueden derivarse de las necesidades de las masas,
es decir de las leyes que rigen el movimiento de los estratos bajos de greda y
arcilla de la sociedad. Las masas me parecen merecer atenci�n solo bajo tres
puntos de vista: por un lado, como copias desva�das de los grandes hombres,
hechas en mal papel y con placas gastadas; por otro, como resistencia frente a
los grandes, y, por �ltimo, como instrumento de los grandes; por lo dem�s, �que
se ocupen de esto el diablo y las estad�sticas! �C�mo? �Las estad�sticas
demuestran que hay leyes en la historia? �Leyes? S�, prueban c�mo la masa es
vulgar y repulsivamente uniforme. �Aplicaremos la palabra leyes a los efectos
de esa fuerza de gravedad que son la necedad, el remedo, el amor y el hambre?
Bien, concedamos que as� sea, pero entonces habr� que admitir tambi�n que, en
cuanto existen leyes en la historia, estas leyes no valen y la misma historia no
vale nada. Pero hoy es universalmente valorado este g�nero de historia que
considera los grandes impulsos de las masas como factor hist�rico importante y
principal y a todos los grandes hombres
meramente como su m�s clara expresi�n, semejantes a las burbujas que se hacen
visibles en la espuma de las
olas. As�, la masa engendrar� de s� misma lo que es grande, del caos saldr�
el orden; al final, naturalmente, se entonar� el himno a la fecundidad de las masas. Se llama �grande� a todo lo
que durante largo tiempo ha removido las masas y, como se dice, ha sido �una
fuerza hist�rica�. Pero �no significa esto confundir intencionadamente la
cantidad con la cualidad? Cuando la tosca masa ha encontrado una idea
cualquiera, por ejemplo, una idea religiosa, es enteramente adecuada, la ha
defendido tenazmente, la ha arrastrado durante siglos y entonces, y solo
entonces, el descubridor y creador de esta idea ser� considerado como grande. Y
ello �por qu�? Lo m�s noble y m�s elevado no act�a sobre las masas; el �xito
hist�rico del cristianismo, su fuerza, resistencia y duraci�n hist�ricas,
todo esto, afortunadamente, no prueba nada respecto a la grandeza de su fundador
y, en el fondo, podr�a ser invocado contra �l. Pero, entre �l y ese hecho
hist�rico, existe un estrato muy terrestre y oscuro de pasi�n, error, ansia de
poder y honores, la fuerza todav�a activa del imperium romanum,
un estrato del cual el cristianismo ha adquirido su gusto y su residuo terrenos
que le han hecho posible su continuidad en el mundo y le han dado, por as�
decir, su resistencia. La grandeza no puede depender del �xito, y Dem�stenes
tiene grandeza aunque no tuvo �xito. Los seguidores m�s puros y aut�nticos
del cristianismo han tendido siempre a poner en duda y obstaculizar m�s bien
que fomentar su �xito mundano, su llamada �fuerza hist�rica�; pues ellos sab�an
colocarse fuera del �mundo� y no se ocupaban del �proceso de la idea
cristiana�. Es la raz�n por la cual la historia, en su mayor parte, los
desconoce y no los menciona. Para expresarme desde el punto de vista cristiano,
dir�a que el diablo gobierna el mundo y es el se�or del �xito y del progreso;
en todos los poderes hist�ricos, �l es el verdadero poder y, en lo esencial,
siempre ser� as� -por muy ingrato que esto pueda sonar en los o�dos de una �poca
habituada a divinizar el �xito y el poder hist�rico. Esta �poca se ha
ejercitado en dar nuevos nombres a las cosas y hasta en rebautizar al mismo
diablo. Estamos ciertamente en la hora de un gran peligro: los hombres parecen
estar a punto de descubrir que el ego�smo del individuo, de los grupos o de las
masas ha sido, en todas las �pocas, la palanca de los movimientos hist�ricos,
pero, al mismo tiempo, no parecen inquietados por este descubrimiento y se
decreta que el ego�smo debe ser nuestro dios. Con esta nueva fe se disponen,
sin disimular sus intenciones, a edificar la historia futura sobre el ego�smo:
solamente se exige que sea un ego�smo inteligente, un ego�smo que impone
algunas restricciones para asentarse con bases estables, un ego�smo que estudia
la historia precisamente para aprender qu� es el ego�smo no inteligente. Este
estudio ha permitido aprender que a todo estado incumbe una misi�n muy
particular en la instauraci�n de ese sistema universal del ego�smo. El estado
debe convertirse en el patr�n de todos los ego�smos inteligentes para
protegerlos, con su fuerza militar y polic�aca, contra los excesos del ego�smo
poco inteligente. Con el mismo objetivo, la historia -en particular, la historia
del animal y del hombre- ser� introducida con cuidado en las masas populares y
en la clase obrera, que son peligrosas por poco instruidas, pues es sabido que
un peque�o grano de cultura hist�rica es capaz de romper los instintos y los
apetitos oscuros y rudos o, al menos, canalizarlos en la direcci�n de un
refinado ego�smo. En suma, el hombre se preocupa hoy, para hablar con palabras
de Hartmann, �de una instalaci�n pr�cticamente confortable en la patria
terrenal mirando prudentemente hacia el futuro�. El mismo autor llama a tal
periodo la �edad madura� de la humanidad, mof�ndose as� de lo que hoy
llamamos �hombre�, como si por este concepto se entendiese tan solo el
desencantado ego�sta. Igualmente profetiza que tal edad ser� seguida por su
correspondiente vejez, pero, evidentemente, solo con la intenci�n de mofarse de
nuestros viejos actuales, pues habla de la madurez contemplativa con que �pasan
revista a todos los sufrimientos, por los que tempestuosa y tumultuosamente
atravesaron en su vida pasada, y la vanidad de lo que consideraban hasta ahora
objetivo de sus aspiraciones�. No, a la madurez de ese ego�smo astuto e hist�ricamente
cultivado corresponde una ancianidad que se adhiere a la vida con repulsiva
avidez y sin dignidad e, incluso un �ltimo acto en el que
�concluye
la Historia singularmente variada,
como una segunda infancia, olvido total,
sin
ojos, sin dientes, sin gusto, sin nada�
Sea que los peligros para nuestra vida y nuestra cultura vengan de
estos desva�dos viejos, sin gusto y sin dientes, o que vengan de esos
considerados �hombres� de Hartmann, frente a ellos mantendremos, con nuestros
dientes, los derechos de nuestra juventud
y no nos cansaremos, contra esos iconoclastas que quieren destrozar la
imagen del porvenir, de defender el futuro en nuestra juventud. Pero, en esta
lucha, tenemos que hacer una constataci�n particularmente dolorosa: los excesos del sentido hist�rico de que sufre el presente son
intencionadamente promovidos, fomentados y utilizados.
Pero son utilizados contra la juventud para dirigirla hacia esa viril
madurez del ego�smo a que se aspira por todas partes, se emplean para romper la
natural aversi�n de la juventud, mediante una explicaci�n esclarecedora, es
decir, cient�fico-m�gica de ese ego�smo viril y no-viril a la vez. Se sabe
bien de qu� es capaz el estudio de la historia, cuando se le da cierta
preponderancia, se sabe demasiado bien: desraizar los instintos m�s fuertes de
la juventud: su ardor, su esp�ritu de independencia, el olvido de s� mismo, el
amor; se puede atemperar la fogosidad de su sentimiento de la justicia, contener
o suprimir su deseo de madurar lentamente, suplant�ndolo con el deseo opuesto
de estar cuanto antes presto, de ser cuanto antes �til y productivo, corroyendo
con la duda la sinceridad y audacia de los sentimientos; s�, la historia es
capaz de frustrar a la juventud de su m�s bello privilegio, de su facultad de
implantar en s�, en un arranque de fe desbordante, una gran idea y hacer que
crezca y se convierta en otra idea todav�a m�s grande. Cierto exceso de
historia es capaz de hacer todo esto; lo hemos visto: porque este exceso de
historia, al desplazar continuamente sus perspectivas sobre el horizonte,
removiendo la atm�sfera que lo rodea, no permite al hombre sentir y actuar de modo
ahist�rico. El
hombre se retira de un horizonte infinito para replegarse en s� mismo, en
el m�s peque�o c�rculo ego�sta donde est� condenado a marchitarse y
atrofiarse: probablemente llegar� a la habilidad, jam�s a la sabidur�a. Se
puede conversar con �l, sabe calcular y se adapta a los hechos, no se
encoleriza, hace un gui�o y sabe buscar la ventaja propia o la de su propio
partido en las ventajas o desventajas de los dem�s. Desconoce la verg�enza
superflua y se acerca as�, paso a paso, al �hombre�, al �viejo�
hartmannianos. Adem�s, ha de llegar a convertirse en ellos, pues, precisamente,
este es el sentido de esa �total entrega de la voluntad al proceso del mundo�
que hoy se reclama con tanto cinismo -para lograr su objetivo, que es la
liberaci�n del mundo, como el p�caro E. von Hartmann nos asegura. Pero la
voluntad y el objetivo de estos �hombres� y �viejos� hartmannianos dif�cilmente
puede ser la liberaci�n del mundo: el mundo ser�a, ciertamente, m�s libre si
se liberase de estos hombres y estos viejos. Porque entonces vendr�a el reino
de la juventud.
DIEZ
En este punto, pensando en la juventud,
yo
grito: �tierra!, �tierra! �Basta ya, y m�s que basta, de toda esa busca
apasionada y esa traves�a a la aventura por oscuros y extra�os mares! Ahora,
finalmente, aparece una costa. Cualquiera que sea esa costa, debemos atracar,
pues el peor puerto ser� mejor que retroceder tambaleantes a la infinitud esc�ptica
y sin esperanza. Arribemos a tierra firme; m�s tarde encontraremos puertos
hospitalarios y facilitaremos el desembarco a los que vengan despu�s.
La traves�a ha sido peligrosa y excitante. �Qu� lejos estamos ahora
de la tranquila contemplaci�n con que vimos, al principio, a nuestra nave
hacerse a la mar! Al indagar los peligros de la historia, nos hemos expuesto a
recibir sus golpes m�s duros; en nuestra misma carne llevamos los estigmas de
sufrimiento que afligen a los seres humanos de la edad moderna como consecuencia
de un exceso de historia, y no ocultar� que estas p�ginas muestran, en su cr�tica
desmedida, en su humanidad inmadura, en sus saltos frecuentes de la iron�a al
cinismo, del orgullo al escepticismo, su car�cter moderno, el car�cter de la
personalidad d�bil. Y, sin embargo, tengo fe en la fuerza inspiradora que, en
lugar de un genio tutelar, gu�a mi nave, conf�o en la juventud
y creo
que ella me ha guiado bien al empujarme ahora a una protesta
contra la educaci�n hist�rica que el hombre moderno da a la juventud
y cuando
el que protesta pide que el hombre aprenda, ante todo, a vivir y use la
historia tan solo al servicio de la
vida que ha aprendido a vivir. Hay
que ser joven para entender esta protesta, y, con la tendencia a encanecer
demasiado pronto que es propia de nuestra juventud actual, apenas se puede ser
suficientemente joven para sentir contra qui�n exactamente se dirige esta
protesta. Me servir� de un ejemplo para hacerme entender. Hace poco m�s de un
siglo se despert� en Alemania, entre algunos j�venes, un instinto natural para
lo que se llama poes�a. �Se puede pensar que las generaciones anteriores y las
de su tiempo nunca hablaron sobre un arte que les era �ntimamente extra�o y no
natural? Sabemos que sucedi� todo lo contrario: que, en la medida de sus
fuerzas, sobre �poes�a� pensaron, escribieron, discutieron. Con palabras,
sobre palabras, palabras, palabras. El despertar de una palabra a la vida no
supon�a, al mismo tiempo, la muerte de esos creadores de palabras; en cierto
sentido, viven hoy todav�a. Si, como dice Gibbon, para que desaparezca un mundo
no hace falta m�s que tiempo, pero mucho tiempo, tan solo se requiere tiempo,
pero todav�a mucho m�s tiempo, para que, en Alemania, el �pa�s del poco a
poco�, desaparezca una falsa concepci�n. M�s a�n: tal vez hay ahora un
centenar de hombres m�s que hace un siglo que saben qu� es poes�a; tal vez
habr�, dentro de un siglo, otros cien hombres m�s que, entre tanto, han
aprendido qu� es cultura y que los alemanes hasta ahora no han tenido ninguna
cultura, no importa lo mucho que de ella hablen y de ella se glor�en. A sus
ojos, la satisfacci�n general de los alemanes con su �cultura, aparecer� tan
incre�ble y necia como, ante nosotros, el clasicismo un tiempo tan reconocido
de Gottsched o la reputaci�n de Ramler como un P�ndaro alem�n. Ellos pensar�n,
tal vez, que esta cultura no es m�s que una especie de conocimiento sobre la
cultura y, adem�s, un conocimiento muy falso y superficial. Falso y superficial
porque se toler� la contradicci�n entre vida y conocimiento, porque no se
percibi� lo que caracteriza la cultura de las naciones verdaderamente cultas:
que la cultura solo puede crecer y florecer partiendo de la vida; pero, entre
los alemanes, es como una flor de papel o una cobertura azucarada y, por eso,
est� siempre destinada a permanecer enga�osa y est�ril. La educaci�n de la
juventud alemana parte precisamente de esta concepci�n falsa y est�ril de la
cultura. Su objetivo, concebido de forma pura y elevada, no es, en realidad, el
hombre culto y libre, sino el docto, el hombre de ciencia, y precisamente el
hombre de ciencia utilizable lo antes posible, que se pone fuera de la vida para
reconocerla m�s claramente. El resultado, desde una perspectiva vulgarmente emp�rica,
es el filisteo hist�rico-est�tico de la cultura, disertador de lo viejo y de
lo nuevo que divaga sobre el Estado, la Iglesia, el arte, sensorium
de mil sensaciones de segunda mano, est�mago insaciable que no sabe qu� es
verdadera hambre y qu� es verdadera sed. Que una educaci�n con tales
resultados va contra la naturaleza, lo siente solo el que no ha sido del todo
modelado por ella, lo siente solo el instinto de la juventud, pues esta tiene
todav�a el instinto de la naturaleza que esa educaci�n destroza artificiosa y
violentamente. Pero el que quiere derrumbar esta educaci�n debe ayudar a la
juventud a expresarse a s� misma, debe iluminar, con claridad de conceptos, su
inconsciente oposici�n y hacer que se exprese de modo consciente y en voz alta.
�C�mo podr� lograr un objetivo tan fuera de lo com�n?
Ante todo, destruyendo una superstici�n, la creencia en la
necesidad de ese tipo de educaci�n. Todav�a se cree que no existe otra
alternativa a nuestra actual, extremamente penosa, realidad. Basta examinar, a
este respecto, la literatura aparecida en los �ltimos decenios sobre instrucci�n
y educaci�n superior. Se ver�, con extra�eza y desmayo, con qu� uniformidad,
a pesar de toda la diversidad de opiniones, a pesar de la vehemencia de las
contradicciones, se ha concebido el objetivo entero de la educaci�n y qu�
irresponsablemente, el resultado hasta ahora obtenido, el �hombre culto�, tal
como hoy es entendido, est� aceptado como el fundamento necesario y racional de
toda educaci�n ulterior. Esta es, m�s o menos, la sustancia de ese mon�tono
canon educativo: el joven ha de comenzar su educaci�n con un conocimiento sobre
la cultura, no con un conocimiento sobre la vida, y mucho menos con la vida y la
experiencia mismas. Adem�s, este conocimiento sobre la cultura ser� infundido
e inculcado al joven precisamente como conocimiento hist�rico; esto significa
que su mente se llenar� de una enorme cantidad de conceptos que proceden, no de
la intuici�n inmediata de la vida, sino del conocimiento, extraordinariamente
mediato, de �pocas y pueblos del pasado. Su deseo de experimentar algo por s�
mismo y sentir c�mo las propias experiencias personales se convierten en un
sistema coherente y vivo -tal deseo queda amortiguado y, en cierto modo, como
intoxicado por la fant�stica ilusi�n de que, en pocos a�os, ser� posible
recoger en s� mismo las experiencias m�s sublimes y maravillosas de los
tiempos antiguos y, especialmente, de las grandes �pocas. Es exactamente el
mismo m�todo, nada razonable, que lleva a nuestros j�venes pintores a los
museos y galer�as, en lugar de llevarlos al taller de un maestro y, sobre todo,
al taller �nico de ese maestro �nico que es la naturaleza. �Como si en un
breve paseo apresurado por la historia se pudiera captar a fondo la maestr�a y
el arte de �pocas pasadas, su aut�ntico fruto vital! �Como si la vida misma
no fuese un oficio que hay que aprender desde la base y de continuo y
practicarlo de modo inexorable, si es que queremos algo m�s que
superficialidades y parloteo!
Plat�n consideraba indispensable que la primera generaci�n de su
nueva sociedad (en el Estado perfecto) ten�a que ser educada con la ayuda de
una poderosa mentira necesaria.
Los ni�os deb�an ser incitados a creer que todos ellos hab�an vivido durante
un tiempo, en estado de sue�o, bajo la tierra donde hab�an sido modelados y
formados por el art�fice de la naturaleza. �Imposible revelarse contra ese
pasado! �Imposible oponerse a la obra de los dioses! Hab�a que verlo como una
ley inviolable de la naturaleza: el que ha nacido como fil�sofo tiene en su
cuerpo oro, el que ha nacido como guardi�n solo plata, y los trabajadores solo
hierro y bronce. As� como no es posible mezclar estos metales, aclara Plat�n,
tampoco es posible mezclar y perturbar el orden de las castas. La creencia en la
aeterna veritas
de este orden es el fundamento de la nueva educaci�n y, por tanto, del
nuevo estado. -As� tambi�n el alem�n moderno cree en la aeterna
veritas de su educaci�n y su
tipo de cultura. Pero esta creencia se derrumba, como el estado plat�nico se
derrumbar�a, si a una mentira necesaria se contrapone una verdad
necesaria: que el alem�n no
tiene cultura porque, en virtud de su educaci�n, no puede tenerla. Quiere la
flor sin la ra�z y sin el tallo; por tanto, lo pretende en vano. Esta es la
simple verdad, una verdad desagradable y cruda, una verdad justa y necesaria.
Pero en esta verdad necesaria tiene que estar educada nuestra
primera generaci�n; va a
pasar por grandes sufrimientos porque tiene que educarse a s� misma y, en
cierto modo, contra s� misma, para adquirir nuevos h�bitos y nueva naturaleza,
dejando tras s� los viejos h�bitos y su primera naturaleza; de suerte que
pueda decirse a s� misma en espa�ol antiguo: defi�ndame
Dios de my, Dios
me guarde de m�, es decir, de la naturaleza adquirida por mi educaci�n.
Tiene que sorber esta verdad, gota a gota, como una amarga y potente medicina, y
cada individuo de esta generaci�n debe superarse para poder formular juicio
sobre s� mismo, juicio que ser� m�s f�cil de soportar como juicio general de
toda una �poca: carecemos de cultura, m�s a�n, estamos perdidos para la vida,
para el correcto y sencillo o�r y ver, para captar felizmente lo que nos es m�s
cercano y natural, y, hasta el presente, no poseemos la base de una cultura
porque estamos convencidos de tener en nosotros una vida verdadera. Fragmentado
y desintegrado, la totalidad cortada mec�nicamente por la mitad en un interior
y un exterior, sobresaturado de conceptos, como de dientes de drag�n que
generan dragones conceptuales, sufriendo, adem�s, de la enfermedad de las
palabras, desconfiando de toda sensaci�n personal que todav�a no haya recibido
la estampilla de las palabras: como tal f�brica de conceptos y palabras, no
viva pero tremendamente activa, tal vez tengo derecho a decir cogito,
ergo sum, pero no vivo,
ergo cogito. Me es garantizado
el vac�o �ser�, pero no la plena y verde vida. Mi sensaci�n original me
asegura solamente que soy un pensante, no que soy una criatura viva, que soy, no
un animal,
sino, a lo sumo, un cogital. En primer lugar, �dadme vida y yo sabr� hacer de ella una
cultura! -Este es el grito de cada individuo de esta primera generaci�n, y con
este grito se reconocer�n todos ellos entre s�. �Qui�n les dar� esta vida?
Ning�n dios y ning�n ser humano: tan solo su propia juventud. Quitad las cadenas a esa juventud y habr�is tambi�n liberado la
vida. Porque la vida estaba escondida y en prisi�n, pero todav�a no est�
marchita ni muerta -�os lo pod�is preguntar a vosotros mismos!
Pero esta vida que se ha librado de sus cadenas est� enferma y su
salud debe ser restablecida. Sufre de muchas dolencias y no solamente del
recuerdo de sus cadenas. Sufre, y esto es lo que aqu�, en primer lugar, nos
concierne, de la enfermedad hist�rica.
El exceso de historia ha atacado a la fuerza pl�stica de la vida y esta ya
no sabe utilizar el pasado como un alimento robusto. Esta dolencia es horrible
y, sin embargo, si la juventud no tuviera el don clarividente de la naturaleza,
nadie sabr�a que es una dolencia y que se ha perdido un para�so de salud. Pero
esta juventud adivina, con el instinto curativo de esta misma naturaleza, c�mo
este para�so puede ser recuperado. Ella conoce los ung�entos y medicamentos
contra la enfermedad hist�rica, contra el exceso del elemento hist�rico. �Cu�les
son estos ung�entos y medicinas?
No hay que extra�arse si tienen nombres de veneno; los ant�dotos
contra lo hist�rico son: lo ahist�rico
y lo
suprahist�rico. Con estas palabras volvemos al comienzo de nuestra
consideraci�n y a su tono m�s sereno.
Con la expresi�n �lo ahist�rico� yo designo el arte y la fuerza de
poder olvidar y
encerrarse en un horizonte
limitado; llamo �suprahist�rico� a las fuerzas que apartan la mirada de
lo que est� en proceso de devenir y la dirigen a lo que da a la existencia el
car�cter de lo eterno y lo inmutable, hacia el arte y la
religi�n. La ciencia -pues es ella la que hablar�a de venenos- ve
en esa fuerza, en esas potencias, fuerzas y poderes adversos, ya que solamente
considera como verdadera y justa, es decir, como observaci�n cient�fica, la
que, en todas partes, percibe tan solo lo que es un devenir, lo hist�rico, y en
ninguna parte ve el ser en s�, lo eterno. La ciencia vive en �ntima
contradicci�n con las potencias eternizantes del arte y la religi�n, a la vez
que odia el olvido, que es la muerte del saber, tratando de suprimir los l�mites
del horizonte y arrojando al ser humano al mar infinito e ilimitado, al mar de
ondas luminosas del devenir reconocido.
�Si, al menos, pudiese vivir all�! As� como un terremoto devasta y
destruye las ciudades, y el hombre construye con temor y ef�meramente sus casas
sobre terreno volc�nico, de modo semejante la vida se derrumba sobre s� misma,
se debilita y pierde coraje, cuando el terremoto
de conceptos provocado por la
ciencia roba al hombre la base de toda su seguridad y paz, la fe en lo que es
durable e imperecedero. �Debe la vida dominar el conocimiento y la ciencia o
debe el conocimiento dominar la vida? �Cu�l de las dos fuerzas es la superior
y decisiva? Nadie dudar�: la vida es la fuerza superior y dominante, porque
cualquier conocimiento que destruya la vida, al mismo tiempo se destruir� a s�
mismo. El conocimiento presupone la vida y tiene el mismo inter�s en el
mantenimiento de la vida que tiene todo ser en la continuaci�n de la propia
existencia. Por eso, la ciencia necesita la vigilancia y supervisi�n de una
instancia superior; una higiene de la
vida deber�a colocarse
inmediatamente al lado de la ciencia, y una de las reglas de esta higiene deber�a
decir: lo ahist�rico y lo suprahist�rico son los ant�dotos naturales contra
el sofocamiento de la vida por la historia, contra la enfermedad hist�rica. Es
probable que nosotros, enfermos de historia, tengamos que sufrir tambi�n con
los ant�dotos. Pero el hecho de que suframos por ello no es una prueba contra
lo adecuado del m�todo terap�utico escogido.
Y en esto reconozco la misi�n de esa juventud, de esa
primera generaci�n de luchadores y matadores de serpientes, que abrir� la
marcha de una cultura y una humanidad m�s felices y m�s bellas, sin poseer m�s
que un prometedor presentimiento de esta futura felicidad y de esta futura
belleza. Esta juventud sufrir�, al mismo tiempo, del mal y del ant�doto. Pero
creen, sin embargo, que pueden gloriarse de poseer una salud m�s vigorosa y una
naturaleza m�s natural que la generaci�n que la precede: los �adultos� y �viejos�
cultos del presente. Su misi�n es quebrantar los conceptos que la �poca actual
tiene de �salud� y �cultura� y provocar desd�n y odio contra estos h�bridos
monstruos conceptuales; el signo de garant�a de su m�s vigorosa salud deber�
ser precisamente que esta juventud, para determinar su esencia profunda, no podr�
servirse de conceptos o lemas sectarios de la moneda verbal y conceptual que hoy
est� en circulaci�n. Se basar� tan solo en su potencia activa que lucha,
discrimina y analiza, y en su sentimiento de la vida siempre ascendiente en las
horas propicias. Se puede objetar que esta juventud tiene ya una cultura. Pero
�qu� juventud podr�a considerar esto un reproche? Se la podr�a acusar de
rudeza e intemperancia -pero no es todav�a suficientemente vieja y sabia para
moderar sus exigencias; sobre todo, no necesita fingir y defender una cultura
acabada y goza de todos los consuelos y todos los privilegios de la juventud,
especialmente del privilegio de una sinceridad temeraria y valerosa y del
inspirador consuelo de la esperanza.
Yo s� que los que esperan comprenden de cerca todas estas
generalidades y que las traducir�n, por medio de sus propias experiencias, en
una doctrina personal significativa. Entre tanto, los dem�s solo pueden ver
recipientes cerrados, que podr�an tambi�n estar vac�os, hasta que, con sus
propios ojos, vean sorprendidos que los recipientes est�n llenos y que ataques,
reivindicaciones, impulsos vitales y pasiones, que no pod�an quedar ocultos
mucho tiempo, est�n encerrados y comprimidos en estas generalidades. Remitiendo
a estos esc�pticos al tiempo, que saca todo a la luz, me dirijo, para concluir,
a esa sociedad de esperanzados para relatarles, mediante una par�bola, el curso
y progreso de su curaci�n, su liberaci�n de la enfermedad hist�rica y tambi�n
su propia historia hasta el momento en que se hallar�n suficientemente sanos
para cultivar de nuevo la historia y servirse del pasado, bajo el dominio de la
vida, en ese triple sentido: monumental, anticuario y cr�tico. En ese momento
ellos ser�n m�s ignorantes que los �cultos� del presente, porque habr�n
olvidado mucho y habr�n perdido todo deseo de lanzar siquiera una mirada a lo
que estas gentes cultas quieren, ante todo, saber. Lo que los distingue, desde
la perspectiva de estas gentes cultas, es, precisamente, su �incultura�, su
indiferencia frente a muchas cosas c�lebres e incluso frente a muchas cosas
buenas. Pero, llegados al punto final de su curaci�n, habr�n vuelto a ser seres
humanos y habr�n dejado de ser agregados que se parecen a los hombres. -�Ya
es algo! Todav�a hay esperanza. �No sent�s alegr�a en vuestros corazones,
vosotros los que esper�is?
Y �c�mo llegaremos a este objetivo?, preguntar�is. El dios d�lfico
os lanza, desde el comienzo de la peregrinaci�n hacia esa meta, su imperativo:
�Con�cete a ti mismo�. Es una dura sentencia, pues este dios �no oculta ni
revela nada, tan solo indica�, como ha dicho Her�clito . Y �qu� es lo que
indica?
Hubo siglos en que los griegos se encontraban ante un peligro similar
al que hoy tenemos que afrontar, el peligro de perecer por la inundaci�n de lo
ajeno y del pasado, de perecer por la �historia�. Ellos nunca vivieron en
orgulloso aislamiento; su cultura, por el contrario, fue durante largo tiempo un
caos de formas y de concepciones extranjeras, sem�ticas, babil�nicas, lidias y
egipcias, y su religi�n una verdadera lucha de dioses de todo Oriente; igual
que la �cultura alemana� y la religi�n son un caos lleno de luchas internas,
de todo lo extranjero y de todo lo pasado. Y, sin embargo, la cultura helen�stica
no fue un agregado, gracias a aquella sentencia de Apolo. Los griegos
aprendieron poco a poco a organizar el
caos, concentr�ndose, de
acuerdo con las ense�anzas d�lficas, en s� mismos, es decir, en sus
verdaderas necesidades, olvidando las necesidades aparentes. As� entraron de
nuevo en posesi�n de s� mismos. No permanecieron largo tiempo como los
herederos sobrecargados y ep�gonos de todo Oriente. Llegaron a ser, tras dura
lucha contra s� mismos, con la interpretaci�n pr�ctica de aquella sentencia
de Apolo, los m�s felices enriquecedores e incrementadores del tesoro heredado
y los precursores y modelos de todos los pueblos civilizados del futuro.
He aqu� un s�mbolo para todos nosotros: cada uno tiene que organizar
el caos que tiene es s�, concentr�ndose en sus verdaderas necesidades. Su
sinceridad, su car�cter fuerte y ver�dico, se opondr� alg�n d�a a que todo
se reduzca siempre a repetir, aprender, imitar; empezar� entonces a comprender
que la cultura puede ser otra cosa que la decoraci�n de la vida,
lo cual en el fondo, no ser�a otra cosa que fingimiento e hipocres�a, pues
todo ornamento oculta aquello que adorna. As� se revelar� ante �l el concepto
griego de cultura -en contraposici�n al romano-, de cultura como un nueva y
mejorada physis, sin interior y exterior, sin simulaci�n y
convencionalismo, de cultura como unanimidad entre vida, pensamiento, apariencia
y voluntad. As� aprender�, por propia experiencia, que la fuerza superior de
la naturaleza moral es lo que permiti� a los griegos la victoria sobre todas
las otras culturas, y que todo incremento de la veracidad tiene que ser tambi�n
una necesaria exigencia de la cultura verdadera, aunque esta
veracidad pueda, a veces, perjudicar seriamente a la cuturalidad que hoy goza de
estima general y pueda contribuir� al ca�da de toda una cultura decorativa
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