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DE LA UTILIDAD Y LOS INCONVENIENTES DE LA HISTORIA PARA LA VIDA.

PR�LOGO

�Por lo dem�s, detesto todo aquello que �nicamente me instruye pero sin acrecentar o vivificar de inmediato mi actividad�. Estas son palabras de Goethe que, como un Ceterum censeo cordialmente expresado, pueden servir de introducci�n a nuestra consideraci�n sobre el valor y el no-valor de la historia. En ella trataremos de exponer por qu� la ense�anza que no estimula, por qu� la ciencia que paraliza la actividad, por qu� la historia, en cuanto preciosa superfluidad del conocimiento y art�culo de lujo, nos han de resultar seriamente odiosas, seg�n la expresi�n de Goethe -precisamente porque nos falta lo m�s necesario y lo superfluo es enemigo de lo necesario. Es cierto que necesitamos la historia, pero de otra manera que el refinado paseante por el jard�n de la ciencia, por m�s que este mire con altanero desd�n nuestras necesidades y apremios rudos y simples. Es decir, necesitamos la historia para la vida y la acci�n, no para apartarnos c�modamente de la vida y la acci�n, y menos para encubrir la vida ego�sta y la acci�n vil y cobarde. Tan solo en cuanto la historia est� al servicio de la vida queremos servir a la historia. Pero hay una forma de hacer historia y valorarla en que la vida se atrofia y degenera: fen�meno que, seg�n los singulares s�ntomas de nuestro tiempo, es preciso plantear, por m�s que ello sea doloroso.

Me he esforzado por describir aqu� una sensaci�n que, con frecuencia, me ha atormentado; me vengo del mismo d�ndolo a la publicidad. Puede que alg�n lector, por mi descripci�n, se sienta impulsado a declarar que �l tambi�n sabe de este sentimiento, pero que yo no lo he experimentado de una manera suficientemente pura y original y no lo he expresado con la debida seguridad y madurez de experiencia. As� puede pensar uno u otro, pero la mayor parte de mis lectores me dir�n que mi sentimiento es absolutamente falso, abominable, antinatural e il�cito y que, adem�s, al manifestarlo, me he mostrado indigno de la portentosa corriente historicista que, como nadie ignora, se ha desarrollado, en las dos �ltimas generaciones, sobre todo en Alemania-. En todo caso, el hecho de que me atreva a exponer al natural mi sentimiento promueve, m�s bien que da�a, el inter�s general, pues con ello doy a muchos la oportunidad de ensalzar esta corriente de la �poca, que acabo de mencionar. Por mi parte, gano algo que, a mi entender, es m�s importante que esas conveniencias: el ser p�blicamente instruido y aleccionado sobre nuestra �poca.

Intempestiva es tambi�n esta consideraci�n, puesto que trato de interpretar como un mal, una enfermedad, un defecto, algo de lo que nuestra �poca est�, con raz�n, orgullosa: su cultura hist�rica, pues creo que todos nosotros sufrimos de una fiebre hist�rica devorante y, al menos, deber�amos reconocer que es as�. Goethe ha dicho, con toda raz�n, que cultivando nuestras virtudes cultivamos tambi�n nuestros defectos, y si, como es notorio, una virtud hipertr�fica -y el sentido hist�rico de nuestro tiempo me parece que es una- puede provocar la ruina de un pueblo lo mismo que puede causarla un vicio hipertr�fico, �que por una vez se me permita hablar! Para mi descargo, no quiero callar que las experiencias que estos tormentosos sentimientos han suscitado en m� las he extra�do casi siempre de m� mismo y, �nicamente para fines de comparaci�n, me he servido de experiencias ajenas y que, solo en cuanto aprendiz de �pocas pasadas, especialmente de la griega, he llegado, como hijo del tiempo actual, a las experiencias que llamo intempestivas. Al menos, por profesi�n como fil�logo cl�sico, he de tener derecho a permitirme esto, pues no s� qu� sentido podr�a tener la filolog�a cl�sica en nuestro tiempo si no es el de actuar de una manera intempestiva, es decir, contra el tiempo y, por tanto, sobre el tiempo y, yo as� lo espero, en favor de un tiempo venidero.

 

 

UNO

Observa el reba�o que paciendo pasa ante ti: no sabe qu� significa el ayer ni el hoy, salta de un lado para otro, come, descansa, digiere, salta de nuevo, y as� de la ma�ana a la noche y d�a tras d�a, atado estrechamente, con su placer o dolor, al poste del momento y sin conocer, por esta raz�n, la tristeza ni el hast�o. Es un espect�culo dif�cil de comprender para el hombre -pues este se jacta de su humana condici�n frente a los animales y, sin embargo, contempla con envidia la felicidad de estos-, porque �l no quiere m�s que eso, vivir, como el animal, sin hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en vano, porque no lo quiere como el animal. El hombre pregunta acaso al animal: �por qu� no me hablas de tu felicidad y te limitas a mirarme? El animal quisiera responder y decirle: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir -pero de repente olvid� tambi�n esta respuesta y call�: de modo que el hombre se qued� asombrado.

Pero se asombr� tambi�n de s� mismo por el hecho de no aprender a olvidar y estar siempre encadenado al pasado: por muy lejos y muy r�pido que corra, la cadena corre siempre con �l. Es un verdadero prodigio: el instante, de repente est� aqu�, de repente desaparece. Surgi� de la nada y en la nada se desvanece. Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar la paz de un momento posterior. Continuamente se desprende una p�gina del libro del tiempo, cae, se va lejos flotando, retorna imprevistamente y se posa en el regazo del hombre. Entonces, el hombre dice: �me acuerdo� y envidia al animal que inmediatamente olvida y ve cada instante morir verdaderamente, hundirse de nuevo en la niebla y en la noche y desaparecer para siempre. Vive as� el animal en modo no-hist�rico, pues se funde en el presente como n�mero que no deja sobrante ninguna extra�a fracci�n; no sabe disimular, no oculta nada, se muestra en cada momento totalmente como es y, por eso, es necesariamente sincero. El hombre, en cambio, ha de bregar con la carga cada vez m�s y m�s aplastante del pasado, carga que lo abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como invisible y oscuro fardo que �l puede alguna vez hacer ostentaci�n de negar y que, en el trato con sus semejantes, con gusto niega: para provocar su envidia. Por eso le conmueve, como si recordase un para�so perdido, ver un reba�o pastando o, en un c�rculo m�s familiar, al ni�o que no tiene ning�n pasado que negar y que, en feliz ceguedad, se concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro. Y, sin embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto ser� despertado de su olvido. Enseguida aprende la palabra �fue�, palabra puente con la que tienen acceso al hombre, lucha, dolor y hast�o, para recordarle lo que fundamentalmente es su existencia -un imperfectum que nunca llega a perfeccionarse. Y cuando, finalmente, la muerte aporta el anhelado olvido, ella suprime el presente y el existir, plasmando as� su sello a la noci�n de que la existencia es un ininterrumpido haber sido, algo que vive de negarse, destruirse y contradecirse a s� mismo.

Si una felicidad, un ir en pos de una nueva felicidad, en cualquier sentido que ello sea, es lo que sostiene al ser viviente en la vida y lo impulsa a vivir, posiblemente ning�n fil�sofo tiene m�s raz�n que el c�nico, pues la felicidad del animal, como c�nico consumado, es la prueba viviente de la justificaci�n del cinismo. Una �nfima felicidad, si es ininterrumpida y hace feliz, es incomparablemente mejor que la m�xima felicidad que se da solo como episodio, como una especie de capricho, como insensata ocurrencia, en medio del puro descontento, ansiedades y privaci�n. Tanto en el caso de la �nfima como en el de la m�xima felicidad, existe siempre un elemento que hace que la felicidad sea tal: la capacidad de olvidar o, para expresarlo en t�rminos m�s eruditos, la capacidad de sentir de forma no-hist�rica mientras la felicidad dura. Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo el pasado, en el umbral del momento, el que no pueda mantenerse recto en un punto, sin v�rtigo ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabr� qu� cosa sea la felicidad y, peor a�n, no estar� en condiciones de hacer felices a los dem�s. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la facultad de olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un hombre semejante no creer�a en su propia existencia, no creer�a en s�, ver�a todo disolverse en una multitud de puntos m�viles, perder�a pie en ese fluir del devenir; como el consecuente disc�pulo de Her�clito, apenas se atrever� a levantar el dedo. Toda acci�n requiere olvido: como la vida de todo ser org�nico requiere no solo luz sino tambi�n oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo hist�rico ser�a semejante al que se viera obligado a prescindir del sue�o o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo m�s sencillo: hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido hist�rico, en el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de una cultura.

Para precisar este grado y, sobre su base, el l�mite desde el cual lo pasado ha de olvidarse, para que no se convierta en sepulturero del presente, habr�a que saber con exactitud cu�nta es la fuerza pl�stica de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Me refiero a esa fuerza para crecer desde la propia esencia, transformar y asimilar lo que es pasado y extra�o, cicatrizar las heridas, reparar las p�rdidas, rehacer las formas destruidas. Hay individuos que poseen en tan escaso grado esa fuerza que, a consecuencia de una sola experiencia, de un �nico dolor y, con frecuencia, de una sola ligera injusticia, se desangran irremisiblemente como de resultas de un leve rasgu�o. Los hay, por otra parte, tan invulnerables a las m�s salvajes y horribles desgracias de la vida, y aun a los mismos actos de su propia maldad que, en medio de estas experiencias o poco despu�s, logran un pasable bienestar y una especie de conciencia tranquila. Cuanto m�s fuertes ra�ces tiene la �ntima naturaleza de un individuo tanto m�s asimilar� el pasado y se lo apropiar�. Podemos imaginar que la m�s potente y formidable naturaleza se reconocer�a por el hecho de que ella ignorase los l�mites en que el sentido hist�rico podr�a actuar de una forma da�osa o par�sita. Esta naturaleza atraer�a hacia s� todo el pasado, propio y extra�o, se lo apropiar�a y lo convertir�a en su propia sangre. Una naturaleza as� sabe olvidar aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el horizonte est� cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay hombres, pasio�nes, doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general: todo ser viviente tan solo puede ser sano, fuerte y fe�cundo dentro de un horizonte, y si, por otra parte, es de�masiado egoc�ntrico para integrar su perspectiva en otra ajena, se encamina l�nguidamente o con celeridad a una decadencia prematura. La serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porve�nir ‑todo eso depende, tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe una l�nea que separa lo que est� al alcance de la vista y es claro, de lo que est� os�curo y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cu�ndo es necesario sentir las co�sas desde el punto de vista hist�rico o desde el punto de vista ahist�rico. He aqu� la tesis que el lector est� invi�tado a considerar: lo hist�rico y lo ahist�rico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas.

Aqu� se nos podr� hacer una observaci�n: los conocimientos y los sentimientos hist�ricos de un hombre pueden ser muy limitados, su horizonte estrecho como el de un habitante de un valle de los Alpes; en cada juicio puede cometer una injusticia, de cada experiencia puede pensar err�neamente que �l es el primero en te�nerla -y a pesar de todas las injusticias y todos los errores, se mantiene en tan insuperable salud y vigor que todos sentir�n goce al mirarlo; en tanto que, a su lado, el que es mucho m�s justo y m�s instruido que �l flaquea y se derrumba, pues las l�neas de su horizonte se desplazan siempre de nuevo, de modo inquietante, porque �l, atrapado en la red sutil de sus justicias y verdades, no vuelve a encontrar de nuevo el mundo elemental de deseos y aspiraciones. Por otra parte, hemos observado al animal, totalmente desprovisto de sentido hist�rico, que se desenvuelve dentro de un horizonte casi reducido a un solo punto y, no obstante, vive, en una relativa felicidad, al menos sin hast�o y sin necesidad de simular. Habr�a, pues, que considerar a la facul�tad de ignorar hasta cierto punto la dimensi�n hist�rica de las cosas como la m�s profunda e importante de las facultades, en cuanto en ella reside el fundamento sobre el que puede crecer lo que es justo, sano, grande, verdaderamente humano. Lo ahist�rico es semejante a una atm�sfera protectora, �nicamente dentro de la cual puede germinar la vida y, si esta atm�sfera desapa�rece, la vida se extingue. Es cierto: tan solo cuando el hombre pensando, analizando, comparando, separando, acercando, limita ese elemento no hist�rico; tan solo cuando, dentro de ese vaho envolvente, surge un rayo luminoso y resplandeciente, es decir, cuando es suficientemente fuerte para utilizar el pasado en beneficio de la vida y transformar los acontecimientos antiguos en historia presente, llega el hombre a ser hombre. Pero un exceso de historia aniquila al hombre y, sin ese halo de lo ahist�rico, jam�s hubiese comenzado ni se hubiese atrevido a comenzar. �Qu� hechos hubiese sido capaz de realizar sin antes haber penetrado en esa bruma de lo ahist�rico? Dejemos im�genes de lado y acudamos, para ilustraci�n, a un ejemplo. Imaginemos a un hombre al que empuja y arrastra una ardiente pasi�n por una mujer o una gran idea. �C�mo cambia su mundo para �l! Mirando hacia el pasado se siente como ciego; prestando el o�do a su entorno percibe lo ajeno como un ruido sordo carente de sentido. Pero lo que ahora percibe, jam�s lo percibi� antes con esa viveza: tan palpablemente cercano, tan coloreado, tan resonante, tan iluminado como si lo percibiera con todos sus sentidos a la vez. Sus evaluaciones todas est�n para �l cambiadas y privadas de valor; hay tantas cosas que ya no puede valorar porque �l ya apenas las siente; se pregunta si no ha sido hasta entonces v�ctima de frases ajenas, de opiniones de otros, se admira de que su memoria gire incansablemente dentro de un c�rculo y se siente muy d�bil y agotado para dar un solo salto y salir de ese c�rculo. Es el estado m�s injusto del mundo, limitado, ingrato hacia el pasado, ciego a los peligros, sordo a las advertencias, un peque�o torbellino de vida en medio de un oc�ano congelado de noche y olvido. Y, no obstante, ese estado -ahist�rico, absolutamente anti-hist�rico- es no solo la matriz de una acci�n injusta, sino tambi�n, y sobre todo, de toda acci�n justa, y ning�n artista realizar� su obra, ning�n general conseguir� la victoria, ning�n pueblo alcanzar� su libertad, sin antes haberlo anhelado y pretendido en un estado ahist�rico como el descrito. Como el hombre de acci�n, en expresi�n de Goethe, act�a siempre sin conciencia, tambi�n act�a siempre sin conocimiento; olvida la mayor parte de las cosas para realizar solo una; es injusto hacia todo lo que le precede y no reconoce m�s que un derecho: el derecho de lo que ahora va a nacer. As� pues, el hombre de acci�n ama su obra infinitamente m�s de lo que esta merece ser amada, y las mejores acciones se realizan siempre en una exaltaci�n de amor tal que, aunque su valor pueda ser incalculable en otros respectos, no son, en todo caso, dignas de ese amor.

Si alguien estuviera en condici�n de husmear, de respirar retrospectivamente, en un suficiente n�mero de casos, esta atm�sfera ahist�rica, dentro de la cual se han originado todos los grandes acontecimientos hist�ricos [geschichtliche], podr�a tal vez, en cuanto sujeto de conocimiento, elevarse a un punto de vista suprahist�rico, tal como Niebuhr lo ha descrito, como posible resultado de la reflexi�n hist�rica. �Para una cosa, al menos -dice-, es �til la historia entendida claramente y en toda su extensi�n: para reconocer que los esp�ritus m�s potentes y m�s elevados del g�nero humano ignoran de qu� forma fortuita sus ojos han asumido la estructura particular que determina su visi�n y que ellos quisieran a la fuerza imponer a los dem�s; a la fuerza, porque la intensidad de su conciencia es excepcionalmente grande. Quien no haya captado esto, con gran precisi�n y en muchos casos, quedar� subyugado por la imagen de un poderoso esp�ritu que da la m�s alta pasionalidad a una forma dada.� Podr�a designarse tal punto de vista suprahist�rico en la medida en que quien lo adoptara, por el hecho de haber reconocido la esencial condici�n de todo acaecer, de toda acci�n, la ceguedad e injusticia en el alma del que act�a, no se sentir�a seducido a vivir o participar en la historia, se sentir�a curado de la tentaci�n de tomar en el futuro la historia demasiado en serio: hubiera aprendido a encontrar en todas partes, en cada individuo, en cada acontecimiento, entre los griegos o entre los turcos, en un momento cualquiera del siglo I o del siglo XIX la respuesta al porqu� y para qu� de la existencia. Si alguien pregunta a sus amistades si quieren revivir los diez o veinte �ltimos a�os, encontrar� f�cilmente qui�nes de ellos est�n predispuestos a este punto de vista suprahist�rico: con seguridad, todos responder�n �no!; pero ese �no! estar� motivado por diferentes razones. Algunos, tal vez, se consolar�n con un �pero los pr�ximos veinte a�os ser�n mejores�. Son aquellos de quienes David Hume dice con iron�a:

 

And from the dregs of life hope to receive,
What the first sprightly running could not give
.

 

Llam�smolos los hombres hist�ricos. El espect�culo del pasado los empuja hacia el futuro, inflama su coraje para continuar en la vida, enciende su esperanza de que lo que es justo puede todav�a venir, de que la felicidad los espera al otro lado de la monta�a hacia donde encaminan sus pasos. Estos hombre hist�ricos creen que el sentido de la existencia se desvelar� en el curso de un proceso y, por eso, tan solo miran hacia atr�s para, a la luz del camino recorrido, comprender el presente y desear m�s ardientemente el futuro. No tienen idea de hasta qu� punto, a pesar de todos sus conocimientos hist�ricos, de hecho piensan y act�an de manera no-hist�rica o de que su misma actividad como historiadores est� al servicio, no del puro conocimiento, sino de la vida.

Pero esa pregunta, cuya respuesta hemos escuchado, se puede responder de modo distinto. Ser� tambi�n un �no�, pero un �no� diferentemente motivado: el �no� del hombre suprahist�rico que no ve la salvaci�n en el proceso y para el cual, al contrario, el mundo est� completo y toca su fin en cada momento particular. Pues, �qu� podr�an otros diez a�os ense�ar que no hayan ense�ado los diez anteriores?

Los hombres suprahist�ricos no han podido jam�s ponerse de acuerdo sobre si el sentido de esta teor�a es la felicidad, la resignaci�n, la virtud o la expiaci�n, pero, frente a todos los modos hist�ricos de considerar el pasado, llegan a la plena unanimidad respecto a la siguiente proposici�n: el pasado y el presente son una sola y la misma cosa, es decir, dentro de la variedad de sus manifestaciones, son t�picamente iguales y, como tipos invariables y omnipresentes, constituyen una estructura fija de un valor inmutable, estable y de significado eternamente igual. Como los cientos de lenguas diferentes expresan siempre las mismas necesidades t�picas y fijas del hombre, de suerte que el que comprendiese estas necesidades no tendr�a que aprender nada nuevo de todas esas lenguas, del mismo modo, el pensador suprahist�rico ilumina desde el interior toda la historia de pueblos e individuos, adivinando con clarividencia el sentido originario de los diferentes jerogl�ficos y evadiendo gradualmente, incluso con fatiga, la interminable corriente de nuevos signos. �C�mo, en efecto, ante la situaci�n infinita de acontecimientos, no iba a llegarse a la saciedad, a la sobresaturaci�n, incluso al hast�o? Sin duda, al final, hasta el m�s osado de ellos estar�a tal vez dispuesto a decir a su coraz�n con Giacomo Leopardi:

 

�Nada vive que sea digno 
de tus impulsos, y la tierra no merece suspiro alguno.
Dolor y hast�o es  nuestra existencia, e inmundicia el mundo - nada m�s.
Sosi�gate�

 

Pero dejemos a los hombres suprahist�ricos con su sabidur�a y su nausea: hoy queremos m�s bien gozar con todo el coraz�n de nuestra incultura y concedernos a nosotros mismos una jornada f�cil haciendo el papel de hombres de acci�n y progresistas, adoradores del proceso. Tal vez nuestra valoraci�n de lo hist�rico no es m�s que un prejuicio occidental. �No importa, con tal de que, al menos, sigamos dando pasos hacia el progreso y no quedemos estancados en el �mbito de estos prejuicios! �Con tal de que aprendamos siempre mejor a cultivar la historia para servir a la vida! Concedamos, pues, de buen grado a los hombres suprahist�ricos que poseen m�s sabidur�a que nosotros; siempre que estemos seguros de poseer m�s vida que ellos: pues nuestra ignorancia tendr�a en todo caso m�s futuro que su sabidur�a. Y, para que no quede ninguna duda en cuanto al sentido de esta contraposici�n entre vida y sabidur�a, recurrir� a un procedimiento utilizado desde la Antig�edad y propondr�, sin ning�n tipo de rodeos, algunas tesis.

Un fen�meno hist�rico pura y completamente conocido, reducido a fen�meno cognoscitivo es, para el que as� lo ha estudiado, algo muerto, porque a la vez ha reconocido all� la ilusi�n, la injusticia, la pasi�n ciega y, en general, todo el horizonte terrenamente oscurecido de ese fen�meno, y precisamente en ello su poder hist�rico [geschichtlich]. Este poder queda ahora, para aquel que lo ha conocido, sin fuerza, pero tal vez no queda sin fuerza para aquel que vive.

La historia concebida como ciencia pura, y aceptada como soberana, ser�a para la humanidad una especie de conclusi�n y ajuste de cuentas de la existencia. La cultura hist�rica es algo saludable y cargado de futuro tan solo al servicio de una nueva y potente corriente vital, de una civilizaci�n naciente, por ejemplo; es decir, solo cuando est� dominada y dirigida por una fuerza superior, pero ella misma no es quien domina y dirige.

En la medida en que est� al servicio de la vida, la historia sirve a un poder no hist�rico y, por esta raz�n, en esa posici�n subordinada, no podr� y no deber� jam�s convertirse en una ciencia pura como, por ejemplo, las matem�ticas. En cuanto a saber hasta qu� punto la vida tiene necesidad de los servicios de la historia, esta es una de las preguntas y de las preocupaciones m�s graves concernientes a la salud de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Cuando hay un predominio excesivo de la historia, la vida se desmorona y degenera y, en esta degeneraci�n, arrastra tambi�n a la misma historia.

 

 

DOS

Que la vida tiene necesidad del servicio de la historia ha de ser comprendido tan claramente como la tesis, que m�s tarde se demostrar� -seg�n la cual, un exceso de historia da�a a lo viviente. En tres aspectos pertenece la historia al ser vivo: en la medida en que es un ser activo y persigue un objetivo, en la medida en que preserva y venera lo que ha hecho, en la medida en que sufre y tiene necesidad de una liberaci�n. A estos tres aspectos corresponden tres especies de historia, en cuanto se puede distinguir entre una historia monumental, una historia anticuaria y una historia cr�tica.

La historia pertenece, sobre todo, al hombre de acci�n, al poderoso, al que libra una gran lucha y tiene necesidad de modelos, de maestros, de confortadores, que no puede encontrar en su entorno ni en la �poca presente. Tal es el caso de Schiller. Nuestro tiempo es tan miserable, dec�a Goethe, que el poeta no puede encontrar, en la vida humana que le rodea, los caracteres que necesita para su obra. Polibio, por ejemplo, teniendo en su mente al hombre de acci�n, dice que el estudio de la historia pol�tica constituye la m�s adecuada preparaci�n para el gobierno del Estado y es la mejor maestra que, al recordarnos los infortunios de otros, nos amonesta a soportar con firmeza los cambios de la fortuna. Quien haya aprendido a reconocer en esto el sentido de la historia ha de sufrir al ver curiosos viajeros y meticulosos micr�logos trepar por las pir�mides de grandes �pocas pasadas. El que all� descubre incentivos de imitaci�n y superaci�n no desea encontrar al ocioso que, �vido de distracci�n y sensaciones, deambula en estos lugares como entre los tesoros acumulados en una galer�a de pintura. Para no desfallecer y sucumbir de disgusto, entre estos ociosos d�biles y sin esperanza, entre estas gentes que quieren parecer activas cuando no son m�s que agitadas y gesticulantes, el hombre de acci�n mira hacia atr�s e interrumpe la marcha hacia su meta para tomar aliento. Pero su meta es alguna felicidad; tal vez no la suya propia, muchas veces la de un pueblo o la de la humanidad entera. Huye de la resignaci�n y utiliza la historia como remedio contra ella. No tiene generalmente ninguna perspectiva de recompensa y no puede esperar m�s que la gloria, es decir, la expectaci�n de un lugar de honor en el templo de la historia donde �l, a su vez, podr� ser maestro, consolador y admonitor de la posteridad. Porque su consigna es: lo que una vez fue capaz de agrandar el concepto de �hombre� y llenarlo de un contenido m�s bello tiene que existir siempre para ser capaz de realizar eso eternamente. Que los grandes momentos en la lucha de los individuos forman una cadena, que ellos unen a la humanidad a trav�s de los milenios, como crestas humanas de una cordillera, que para m� la cumbre de tal momento, hace largo tiempo caducado, sigue todav�a viva, luminosa y grandiosa -es la idea fundamental de la fe en la humanidad que encuentra su expresi�n en la exigencia de una historia monumental. Pero es precisamente esta exigencia, que lo grande debe ser eterno, lo que suscita la m�s terrible de las luchas. Pues todo lo dem�s que vive grita �no! Lo monumental no debe existir -esta es la contraconsigna. La apat�a rutinaria, lo que es mezquino y bajo, que llena todo rinc�n del mundo, que se condensa en torno a todo lo grande como pesada atm�sfera terrestre, se interpone en la ruta, con impedimentos y enga�os, para obstaculizar, desviar y asfixiar el camino que lo grande tiene que recorrer para llegar a la inmortalidad. Pero esta ruta pasa por los cerebros humanos, por cerebros de animales angustiados y ef�meros, que se encuentran siempre de nuevo ante las mismas necesidades y que tan solo con esfuerzo retrasan su fin, y ello tan solo por corto tiempo, pues ellos, ante todo, no quieren m�s que una cosa: vivir a cualquier precio. �Qui�n podr�a asociarlos con esta dif�cil carrera de antorchas que es la historia monumental y en la cual solo lo grandioso se perpet�a? Y, sin embargo, siempre hay algunos a quienes la contemplaci�n de la grandeza pasada fortifica y se sienten llenos de entusiasmo, como si la vida humana fuera algo maravilloso y como si el m�s bello fruto de esta planta amarga fuera el saber que alguien ha atravesado ya la existencia con orgullo y fortaleza, otro con profunda reflexi�n y un tercero mostrando misericordia y caridad -pero legando todos una ense�anza: que la vida m�s bella es la de aquellos que no dan alto valor a la existencia. Si el hombre com�n toma este corto espacio de tiempo con tanta avidez y melanc�lica seriedad, aquellos pocos, a quienes antes nos hemos referido, en su camino a la inmortalidad y a la historia monumental, han sabido hacerlo con sonrisa ol�mpica o, al menos, con sublime sarcasmo; con frecuencia descendieron a la tumba con un sentido de iron�a -pues �qu� habr�a de ellos que enterrar? Tan solo aquello que como escoria, desechos, vanidad, animalidad, siempre los hab�a oprimido y que ahora se hund�a en el olvido despu�s de haber sido largo tiempo objeto de su desd�n. Pero algo perdurar�: el monograma de su m�s �ntimo ser, una obra, una acci�n, una iluminaci�n excepcional, una creaci�n. Sobrevivir� porque ninguna posteridad podr� prescindir de eso. En esta forma sublimada, la gloria es algo m�s que el apetitoso bocado de nuestro ego�smo, como dice Schopenhauer; es la creencia en la solidaridad y la continuidad de lo grande de todos los tiempos y una protesta contra el cambio de las generaciones y la transitoriedad de las cosas.

�De qu� sirve, pues, al hombre contempor�neo la consideraci�n monumental del pasado, el ocuparse con lo que otros tiempos han producido de cl�sico y de inusitado? Deduce que la grandeza que un d�a existi� fue, en todo caso, una vez posible y, sin duda, podr�, otra segunda vez, ser posible; anda su camino con paso m�s firme, pues la duda que le asaltaba en momentos de debilidad, de si estar�a aspirando tal vez a lo imposible, se ha desvanecido. Supongamos que alguien piensa que no se necesita m�s de cien hombres productivos, eficientes, educados en un esp�ritu nuevo para acabar con ese intelectualismo que est� hoy de moda en Alemania, �c�mo se sentir�a confortado al constatar que la cultura del Renacimiento se edific� sobre los hombros de un centenar de tales hombres!

Y, sin embargo -para aprender de este ejemplo inmediatamente algo nuevo-, �qu� arbitraria e imprecisa, qu� inexacta ser�a tal comparaci�n! �Cu�ntas diferencias habr�a que dejar de lado para resaltar ese efecto vigoroso!, �de qu� manera forzada habr�a que hacer entrar la individualidad del pasado en un molde general, recortando �ngulos y l�neas relevantes, en beneficio de la homolog�a! En realidad, lo que una vez fue posible podr�a tan solo presentarse como posible otra segunda vez, si los pitag�ricos tuvieran raz�n al creer que, cuando la misma conjunci�n de cuerpos celestes se repite, ello supone la repetici�n, hasta en los m�s m�nimos detalles, de los mismos acontecimientos en la tierra: de suerte que, cuando las estrellas tuvieran entre s� una cierta relaci�n, de nuevo un estoico colaborar�a con un epic�reo para asesinar a C�sar y, cuando se hallaran en otra combinaci�n, Crist�bal Col�n descubrir�a de nuevo Am�rica. Tan solo si la Tierra comenzase cada vez su obra teatral despu�s del quinto acto, si fuese posible que la misma concatenaci�n de motivos, el mismo deus ex machina, la misma cat�strofe retornase a intervalos regulares; tan solo entonces el poderoso tendr�a derecho a desear la historia monumental en su absoluta veracidad ic�nica, es decir, cada factum con su singularidad y particularidad en todo detalle: no es probable que esto suceda hasta que los astr�nomos se conviertan de nuevo en astr�logos. Hasta ese momento, la historia monumental no tendr� necesidad de esa plena veracidad: siempre acercar�, generalizar� y, finalmente, igualar� cosas que son distintas, siempre atenuar� las diferencias de motivos y ocasiones para, en detrimento de las causae, presentar el effectus como monumental, es decir, como ejemplar y digno de imitaci�n, de suerte que, dado que en todo lo posible prescinde de las causas, sin exagerar demasiado, se la podr�a llamar una colecci�n de �efectos en s��, como de eventos que tendr�n efecto en todo tiempo. Lo que se celebra en las fiestas populares, en las conmemoraciones religiosas o militares, es, en el fondo, un tal �efecto en s��: esto es lo que no deja dormir a los ambiciosos, lo que los emprendedores ponen sobre su coraz�n como un amuleto, y no el connexus hist�rico [geschichtlich] de causas y efectos que, correctamente entendida, tan solo probar�a que, del juego de dados del azar y del futuro, nunca podr�a resultar algo del todo id�ntico a lo anterior.

Mientras el alma de la historiograf�a consista en los grandes incentivos que inspiran a un hombre vigoroso, mientras el pasado tenga que ser descrito como digno de imitaci�n, como imitable y posible otra segunda vez, incurre, ciertamente, en el peligro de ser distorsionado, de ser embellecido, y se acerca as� a la pura invenci�n po�tica; incluso hay �pocas que no son capaces de distinguir entre un pasado monumental y una ficci�n m�stica porque exactamente los mismos est�mulos pueden extraerse de uno y otro mundo. Si la consideraci�n monumental del pasado impera sobre las otras formas de consideraci�n, quiero decir, sobre la anticuaria y la cr�tica, es el pasado mismo el que sufre da�o: segmentos enteros del mismo son olvidados, despreciados, y se deslizan como un flujo ininterrumpido y gris en el que s�lo facta individuales embellecidos emergen como solitarios islotes. Las raras personas que quedan visibles resaltan a la vista como algo antinatural y maravilloso, como aquella cadera de oro que los disc�pulos de Pit�goras pretend�an haber visto en el maestro. La historia monumental enga�a por las analog�as: con seductoras semejanzas, incita al valeroso a la temeridad, al entusiasta al fanatismo y, si imaginamos esta historia en las manos y en las cabezas de ego�stas con talento y de exaltados bribones, ver�amos imperios destruidos, pr�ncipes asesinados, guerras y revoluciones desatadas y el n�mero de los �efectos en s�� hist�ricos [geschichtlichen], es decir, los efectos sin causa suficiente, de nuevo acrecentado. Baste esto para recordar los da�os que la historia monumental puede producir entre los hombres de acci�n y los poderosos, ya sean buenos o perversos: pero imaginemos cu�les ser�n los efectos cuando los impotentes y los inactivos se apoderan de ella y la utilizan.

Tomemos el ejemplo m�s sencillo y frecuente. Imaginemos a personalidades no art�sticas, o d�bilmente art�sticas, armadas y acorazadas con la historia monumental del arte. �Contra qui�n dirigir�n ahora sus armas? Contra sus archienemigos los esp�ritus vigorosamente art�sticos; en otras palabras, contra aquellos que son los �nicos capaces de extraer de la historia una verdadera ense�anza, es decir, una ense�anza orientada hacia la vida y convertir lo que han aprendido en una forma m�s elevada de praxis. A estos se les obstruye el camino, se les oscurece el horizonte cuando celosos id�latras danzan en torno a un mal comprendido monumento de alguna gran �poca del pasado. Como si quisieran decir: ��Atenci�n! Este es el arte aut�ntico y verdadero. �Qu� os importa un arte que todav�a est� en gestaci�n y en la b�squeda de su camino?�. Este tropel de danzantes parece poseer hasta el privilegio del �buen gusto�, pues el esp�ritu creador est� siempre en desventaja frente al simple espectador que se guarda muy bien de poner su mano en la tarea; as� como, en todos los tiempos, el pol�tico de casino ha sido siempre m�s sabio, m�s justo y m�s reflexivo que el estadista que ejerce el poder. Si se quisiera extender al campo del arte el uso del refer�ndum y del sufragio mayoritario y se obligara al artista a defenderse ante el foro de los estetas que nada crean, se puede jurar de antemano que ser�a condenado. Y esto no a pesar de, sino precisamente porque sus jueces han proclamado solemnemente el canon del arte monumental, es decir, el arte que, seg�n hemos venido exponiendo, en todas las �pocas �ha producido efecto�, en tanto que todo arte que no es monumental, en cuanto es arte del presente, les parece, en primer lugar, innecesario; en segundo lugar, inatractivo y, finalmente, desprovisto de la autoridad de la historia. Pero su instinto les dice que el arte puede ser asesinado por el arte: lo monumental no debe renacer, y para impedir esto, aducen que la autoridad de lo monumental proviene del pasado. Son expertos en el arte porque lo quieren suprimir; se glor�an de ser m�dicos cuando, en realidad, suministran venenos; cultivan su lengua y su gusto para explicar, desde su posici�n regalona, por qu� rechazan tan obstinadamente todos los platos de alimentaci�n art�stica que le son ofrecidos. No quieren que nazca la grandeza. Su m�todo es decir: �Mirad, lo que es grande ya est� ah��. En realidad, esta grandeza que est� ah� les importa tan poco como la que est� en trance de nacer: sus vidas dan testimonio de ello. La historia monumental es el disfraz con el cual su odio a los grandes y poderosos de su tiempo se presenta como una colmada admiraci�n por los grandes y poderosos de �pocas pasadas; as� enmascarado, el sentido de esta consideraci�n de la historia se convierte en su opuesto. Sean o no conscientes de ello, act�an en todo caso como si su lema fuera: dejad a los muertos que entierren a los vivos.

Cada una de los tres modos de  historia existentes se justifica tan solo en un suelo y en un clima particulares: en cualquier otro terreno crece como hierba devastadora. Cuando un hombre que desea realizar algo grande tiene necesidad del pasado, se apropia de �l mediante la historia monumental; a su vez, el que persiste en lo habitual y venerado a lo largo del tiempo, cultiva el pasado como historiador anticuario; y solo aquel a quien una necesidad presente oprime el pecho y que, a toda costa, quiere librarse de esa carga, siente la necesidad de la historia cr�tica, es decir, de una historia que juzga y condena. Muchos males pueden venir del trasplante imprudente de estas especies: el que critica sin necesidad, el anticuario sin piedad, el conocedor de la grandeza sin ser capaz de realizar grandes cosas son tales plantas que, separadas de su suelo original y materno, degeneran y retornan al estado salvaje.

 

 

TRES

La historia pertenece tambi�n, en segundo lugar, a quien preserva y venera, a quien vuelve la mirada hacia atr�s, con fidelidad y amor, al mundo donde se ha formado; con esta piedad, da gracias por el don de su existencia. Cultivando con cuidadoso esmero lo que subsiste desde tiempos antiguos, quiere preservar, para los que vendr�n despu�s, aquellas condiciones en las que �l mismo ha vivido -y as� sirve a la vida. Para tal alma, la posesi�n del patrimonio ancestral toma un sentido diferente porque, en lugar de poseer el alma estos objetos, est� pose�da por ellos. Todo lo que es peque�o, limitado, decr�pito y anticuado recibe su propia dignidad e intangibilidad por el hecho de que el alma del hombre anticuario, tan inclinada a preservar y venerar, se instala en estas cosas y hace en ellas un nido familiar. La historia de su ciudad se convierte para �l en su propia historia: concibe las murallas, la puerta fortificada, las ordenanzas municipales y las fiestas populares como una cr�nica ilustrada de su juventud y, en todo esto, se redescubre a s� mismo con su fuerza, su actividad, sus placeres, su juicio, sus locuras y sus malas maneras. Aqu� se pudo vivir, se dice a s� mismo, por tanto aqu� se puede vivir y aqu� se podr� vivir, pues somos tenaces y no se nos derrumbar� de un d�a para otro. Con ese �nos�, �l se eleva, sobre la ef�mera y singular existencia individual, para identificarse con el esp�ritu de su casa, de su estirpe, de su ciudad. A veces saluda, a trav�s de siglos lejanos, oscuros y confusos, al alma de su pueblo como su propia alma. El poder de intuir y presagiar las cosas, el detectar huellas casi extinguidas, una instintiva facultad para leer correctamente un pasado tan recubierto de escritos, la comprensi�n r�pida de palimpsestos, incluso de polipsestos -estos son sus talentos y sus virtudes. Con este esp�ritu contempl� Goethe el monumento de Erwin von Steinbach; en la tempestad de su sentimiento se desgarr� el velo hist�rico de nubes que los separaba: por vez primera contempl� la obra alemana como �actuando desde el fondo de la fuerte y ruda alma alemana�. Es la misma sensibilidad y el mismo impulso que gui� a los italianos del Renacimiento y despert� de nuevo en sus poetas el antiguo genio it�lico en una �maravillosa nueva resonancia del arpa originaria�, como dice Jacob Burckhardt.

Este sentido anticuario de veneraci�n del pasado tiene su m�s alto valor cuando infunde un sentimiento simple y conmovedor de placer y satisfacci�n a la realidad modesta, ruda y hasta penosa en que vive un individuo o un pueblo. Niebuhr, por ejemplo, admite, con sincero candor, que puede vivir, contento y sin a�orar el arte, en bosques y campos entre campesinos libres que tienen un pasado hist�rico. �C�mo podr�a la historia servir mejor a la vida que ligando, a su tierra nativa y a sus costumbres patrias, a las estirpes y poblaciones m�s desfavorecidas, d�ndoles estabilidad y disuadi�ndolas de que se desplacen a tierras extra�as en busca de mejores condiciones de vida por las que han de combatir y luchar? A veces lo que empuja al individuo a aferrarse a un grupo o a un ambiente, a unos cansados h�bitos, a unas peladas colinas, puede parecer obstinaci�n e ignorancia -pero es la ignorancia m�s saludable y beneficiosa para la colectividad, como puede comprender cualquiera que haya constatado los terribles efectos del af�n de aventureras emigraciones de poblaciones enteras, o el que haya visto de cerca en qu� se convierte un pueblo que ha perdido la fidelidad a su pasado y se entrega a la busca desenfrenada y cosmopolita de lo nuevo y de lo siempre m�s nuevo. El sentimiento opuesto, el bienestar del �rbol con sus ra�ces, la felicidad de no saberse totalmente arbitrario y fortuito, sino proceder de un pasado del que se es heredero, la flor y el fruto, y que as� su existencia tiene una disculpa, digamos una justificaci�n -esto es lo que hoy se designa preferentemente como el aut�ntico sentido hist�rico.

Pero este no es el estado en que el hombre estar�a m�s capacitado para convertir el pasado en ciencia pura; de suerte que aqu� tambi�n percibimos, como en el caso de la historia monumental, que el pasado mismo sufre cuando la historia sirve a la vida y es dominada por impulsos vitales. Para decirlo con cierta libertad acudiendo a una met�fora: el �rbol siente sus ra�ces m�s de lo que �l puede verlas; pero este sentimiento da medida de la grandeza de las ra�ces a causa de la grandeza y fuerza de las ramas visibles. Si el �rbol ya en esto puede equivocarse, �c�mo no se equivocar� respecto al bosque entero que lo rodea? Del cual solo sabe o siente algo en la medida en que este le obstruye o favorece -pero nada m�s. El sentido anticuario de un individuo, de una comunidad, de todo un pueblo, tiene siempre un campo de visi�n muy limitado, no percibe la mayor parte de los fen�menos, y los pocos que percibe los ve demasiado cerca y de forma muy aislada. No puede evaluar los objetos y, en consecuencia, considera todo igualmente importante y, por eso, da demasiada importancia a las cosas singulares. Para juzgar el pasado no tiene una escala de valores ni sentido de proporciones que realmente respondan a las relaciones de las cosas entre s�. Su medida y proporci�n son siempre las que le otorga la mirada retrospectiva, en sentido anticuario, de un individuo o de un pueblo.

Esto crea siempre un peligro inminente: en definitiva, todo lo antiguo y pasado que entra en este campo de visi�n es, sin m�s, aceptado como igualmente digno de veneraci�n; en cambio, todo lo que no muestra, respecto a lo antiguo, esta reverencia, o sea, lo que es nuevo y est� en fase de realizaci�n, es rechazado y encuentra hostilidad. As�, en las artes pl�sticas y gr�ficas, incluso en las griegas, toleraban el estilo hier�tico junto con el estilo grande y libre; m�s tarde, no solo toleraron las narices puntiagudas y las sonrisas congeladas, sino que hasta las consideraron como un signo de refinamiento. Cuando la sensibilidad de un pueblo se petrifica de tal suerte, cuando la historia sirve al pasado hasta el punto de debilitar la vida presente y, especialmente, la vida superior, cuando el sentido hist�rico ya no conserva la vida sino que la momifica, entonces el �rbol muere de modo no natural, disec�ndose gradualmente desde la c�pula hasta las ra�ces -y, generalmente, estas acaban por morir a su vez. La historia anticuaria degenera en el momento mismo en que ya no est� animada e inspirada por la fresca vida del presente. Entonces la piedad se marchita, la rutina erudita contin�a existiendo sin la piedad y gira, en autosatisfacci�n ego�sta y complaciente, en tomo a su propio eje. Entonces se observa el repelente espect�culo de una ciega furia coleccionista, de una incesante acumulaci�n de todo lo que una vez existi�. El hombre se envuelve en el olor de lo rancio; con esta actitud anticuaria llega a rebajar impulsos m�s significativos, necesidades m�s nobles, hasta convertirlos en una insaciable curiosidad o m�s bien en una avidez por cosas viejas y por todo. A veces, desciende tan bajo que se contenta con cualquier tipo de alimento y hasta devora con placer el polvo de quisquillas bibliogr�ficas.

Pero, incluso si esta degeneraci�n no se produce, aun cuando la historia anticuaria no pierda el �nico terreno sobre el cual puede echar ra�ces en beneficio de la vida, quedan, sin embargo, no pocos peligros, especialmente en el caso en que toma demasiada fuerza y sofoca los otros modos de considerar el pasado. La historia anticuaria sabe solo c�mo conservar la vida, no c�mo crearla. Minusvalora siempre todo lo que est� en gestaci�n porque no tiene para ello ning�n instinto adivinatorio momo lo tiene, por ejemplo, la historia monumental. As�, la historia anticuaria impide el optar resueltamente por lo nuevo, paraliza al hombre de acci�n que, en cuanto tal, violar� siempre y debe violar cualquier tipo de piedad. El hecho de que una cosa ha envejecido genera la pretensi�n de que debe ser inmortal. Si tenemos en cuenta todo lo que tal antig�edad -una costumbre ancestral, una creencia religiosa, un privilegio pol�tico hereditario- ha acumulado en el curso de su existencia, esa gran suma de piedad y veneraci�n por parte de individuos y generaciones, parecer� arrogante, y hasta perverso, sustituir tal antig�edad por una novedad y contraponer a tal acumulaci�n num�rica de actos de piedad y veneraci�n la simple unidad de algo que todav�a est� en proceso de realizaci�n y es presente.

Aqu� se ve con claridad c�mo el hombre con frecuencia necesita, adem�s del modo monumental y anticuario de considerar la historia, un tercer modo, el modo cr�tico; y este tambi�n para servir a la vida. Para poder vivir, ha de tener la fuerza, y de vez en cuando utilizarla, de romper y disolver una parte de su pasado: esto lo logra trayendo ese pasado ante la justicia, someti�ndolo a un interrogatorio minucioso y, al fin, conden�ndolo; todo pasado merece condenaci�n pues tal es la naturaleza de las cosas humanas: siempre la humana violencia y debilidad han jugado un papel importante. No es la justicia quien aqu� juzga; y es, todav�a menos, la clemencia quien aqu� pronuncia el veredicto: es solamente la vida, esa potencia oscura, impulsiva, insaciablemente �vida de s� misma. Su veredicto es siempre inclemente, siempre injusto, porque nunca procede de una pura fuente de conocimiento; pero, en la mayor parte de los casos, la sentencia ser�a id�ntica, aunque fuera pronunciada por la justicia misma, �porque todo lo que nace merece perecer. Ser�a, pues, mejor que nada naciese�. Se requiere mucha fuerza para poder vivir y olvidar que vivir y ser injusto son la misma cosa. El mismo Lutero ha dicho una vez que el mundo deb�a su existencia a una inadvertencia de Dios; si Dios hubiese pensado en la �artiller�a pesada�, no lo habr�a creado. A veces, sin embargo, esta misma vida, que requiere olvidar, exige una suspensi�n temporal de ese olvido. Entonces se percibe con claridad qu� injusta es la existencia de algo: de un privilegio, de una casta, de una dinast�a, por ejemplo, y hasta qu� punto estas cosas merecen perecer. Es entonces cuando se examina el pasado desde un punto de vista cr�tico, entonces se ataca con el cuchillo a las ra�ces, entonces se salta cruelmente sobre cualquier tipo de clemencia. Este proceso es siempre peligroso, en realidad peligroso para la vida misma; y los hombres y las �pocas que sirven as� a la vida, juzgando y aniquilando un pasado, son siempre peligrosos y est�n siempre en peligro. Puesto que somos el resultado de generaciones anteriores, somos adem�s el resultado de sus aberraciones, pasiones y errores y, tambi�n, s�, de sus delitos. No es posible liberarse por completo de esta cadena. Podemos condenar tales aberraciones y creernos libres de ellas, pero esto no cambia el hecho de que somos sus herederos. Llegaremos, en el mejor de los casos, a un antagonismo entre nuestra naturaleza ancestral, hereditaria, y nuestro conocimiento o, tal vez, a la lucha de una nueva y rigurosa disciplina contra lo que ha sido legado e inculcado a lo largo del tiempo; cultivamos un nuevo h�bito, un nuevo instinto, una segunda naturaleza, de forma que la primera desaparezca. Es, por as� decir, una tentativa de darse a posteriori un pasado del que se querr�a proceder, en contraposici�n a aquel del que realmente se procede -una tentativa siempre peligrosa porque es dif�cil encontrar un l�mite en la negaci�n del pasado y porque las segundas naturalezas son, generalmente, m�s d�biles que las primeras. Sucede con demasiada frecuencia que conocemos lo que es bueno, pero no lo realizamos porque conocemos tambi�n lo que es mejor, sin poderlo hacer. Pero algunos llegan, sin embargo, a ganar esta batalla, y para los que luchan, para los que se sirven de la historia cr�tica para la vida, hay siempre un notable consuelo: el saber que esta primera naturaleza fue una vez segunda naturaleza y que toda segunda naturaleza, cuando triunfa, se convierte, a su vez, en primera naturaleza.

 

 

CUATRO

Estos son los servicios que la historia puede prestar a la vida. Todo individuo, todo pueblo necesita, seg�n sus objetivos, fuerzas y necesidades, un cierto conocimiento del pasado, ya sea como historia monumental, anticuaria o cr�tica. Pero no como lo necesitar�a un tropel de puros pensadores que no hacen m�s que asistir como espectadores a la vida, o individuos sedientos de saber, que solo con el saber se sienten satisfechos y para quienes el aumento de conocimientos es el objetivo en s�, sino, siempre y �nicamente, con vistas a la vida y, por tanto, bajo el dominio y suprema direcci�n de la misma. Que esta es la natural relaci�n de una �poca, de una cultura, de un pueblo, con la historia -relaci�n motivada por el hambre, regulada por el grado de sus necesidades, frenada por la fuerza pl�stica interna-,que el conocimiento del pasado sea deseado en toda �poca solamente para servir al futuro y al presente, no para debilitar el presente o para cortar las ra�ces de un futuro vigoroso: todo esto es simple, como simple es la verdad, y convencer� incluso a cualquiera que no pida que antes le sea presentada la prueba hist�rica.

Y ahora una r�pida mirada a nuestro tiempo. Nos asustamos, nos echamos para atr�s. �D�nde est� la naturalidad, la claridad y pureza de esa relaci�n entre historia y vida? �De qu� manera tan confusa, tan exagerada e inquietante, fluct�a hoy este problema ante nuestros ojos! La culpa �est� en nosotros, los que contemplamos? �O se habr� alterado realmente la constelaci�n de vida e historia por la interposici�n entre ellas de un astro hostil y potente? Demuestren otros si nuestra visi�n es incorrecta o no: nosotros decimos lo que creemos haber visto. S�, un astro se ha interpuesto, efectivamente, entre la vida y la historia, un astro brillante y magn�fico, y la constelaci�n ha quedado realmente alterada -a causa de la ciencia, por la pretensi�n de hacer de la historia una ciencia. Hoy no reina solamente la vida dominando el conocimiento acerca del pasado: todas las barreras han sido derribadas y todo lo que una vez fue irrumpe, como una oleada, sobre el hombre. Todas las perspectivas se han prolongado hacia atr�s, hasta donde hubo un devenir, hasta lo infinito. Ninguna generaci�n hab�a visto desplegarse un espect�culo tan inmenso como el que muestra hoy la ciencia del devenir universal, la historia: pero lo muestra con la peligrosa audacia de su lema: fiat veritas pereat vita.

Representemos ahora un cuadro del proceso espiritual que, con esto, se ha desarrollado en el alma del hombre moderno. El saber hist�rico fluye de modo incesante de inagotables fuentes, lo extra�o e incoherente fuerza su camino, la memoria abre todas sus puertas, pero ello no es suficiente, la naturaleza se esfuerza al m�ximo por recibir, ordenar y honrar a estos hu�spedes extra�os, pero ellos mismos est�n en lucha unos con otros y parece necesario que el hombre los domine y controle si no quiere perecer �l mismo en esa lucha. El habituarse a una situaci�n tan desordenada, tormentosa y conflictiva, gradualmente se convierte en una segunda naturaleza aunque, sin duda, esta segunda naturaleza es mucho m�s d�bil, m�s inestable y mucho menos sana que la primera. Finalmente, el hombre moderno se mueve llevando dentro una ingente cantidad de indigeribles piedras de conocimiento y, como en el cuento, puede escucharse a veces su choque ruidoso dentro del est�mago. Este ruido revela la caracter�stica m�s �ntima de este hombre moderno: el notable contraste entre una interioridad a la que no corresponde ninguna exterioridad y una exterioridad a la que no corresponde ninguna interioridad, una ant�tesis desconocida entre los pueblos del mundo antiguo. El saber consumido en exceso, sin hambre, incluso contra las necesidades de uno, no act�a ya como una fuerza transformadora orientada hacia el exterior, sino que permanece encerrado dentro de un cierto ca�tico mundo interior que el hombre moderno designa, con extra�a soberbia, como su caracter�stica �interioridad�. Se dice, es cierto, que se posee el contenido y que falta solo la forma; pero esta ant�tesis es del todo inapropiada cuando se trata de seres vivos. Precisamente porque no puede ser comprendida en absoluto sin esta s�ntesis, nuestra moderna cultura no es algo vivo, es decir, no es, de hecho, una verdadera cultura sino solamente una especie de saber sobre la cultura, se queda en una idea y en un sentimiento de la cultura, pero no surge de ah� una resoluci�n cultural. Por el contrario, la verdadera motivaci�n y lo que, como acci�n, se manifiesta al exterior, con frecuencia no significa mucho m�s que una indiferente convenci�n, una lamentable imitaci�n e, incluso, una tosca caricatura. La sensibilidad descansa en el interior como en la serpiente que ha tragado conejos enteros y se tiende despu�s tranquilamente al sol evitando cualquier movimiento que no sea indispensable. El proceso interior es ahora la cosa misma, es decir, la �cultura� propiamente dicha. Todo el que pasa por all� desea solo una cosa: que tal cultura no muera de indigesti�n. Imaginemos, por ejemplo, a un griego ante este tipo de cultura; pensar�a que para el hombre moderno �ser culto� y �tener una cultura hist�rica� son expresiones tan afines que pr�cticamente significan la misma cosa y solo difieren por el n�mero de palabras. Si �l dijera que uno puede ser muy culto y, sin embargo, carecer de formaci�n hist�rica, el hombre moderno pensar�a no haber o�do bien y mover�a la cabeza. Es que ese conocido pueblo de un pasado no demasiado lejano, me estoy refiriendo, por supuesto, a los griegos, durante el periodo de su mayor vigor preserv� tenazmente un sentido ahist�rico; si uno de nuestros contempor�neos, por el golpe de una vara m�gica, fuera reenviado a ese mundo, probablemente encontrar�a a los griegos muy poco �cultos� y esto expondr�a a la p�blica irrisi�n el secreto, tan celosamente guardado, de la cultura moderna: que nosotros, los modernos, no tenemos nada propio; tan solo en cuanto rellen�ndonos y sobrerrellen�ndonos de �pocas, costumbres, artes, filosof�as, religiones y conocimientos extra�os, somos objetos dignos de consideraci�n, es decir, enciclopedias ambulantes, que es como, tal vez, nos considerar�a un antiguo griego transportado a nuestros d�as. Pero en las enciclopedias todo el valor se encuentra �nicamente en lo que hay dentro, en el contenido, no en lo que presenta al exterior o es encuadernaci�n o cubierta. De modo semejante, toda la cultura moderna es b�sicamente interior; en lo exterior, el impresor ha estampado algo as� como: manual de cultura interior para b�rbaros exteriores. As�, este contraste entre lo de dentro y lo de fuera hace aparecer lo externo todav�a m�s b�rbaro de lo que ser�a si un pueblo rudo se desarrollase solo por s� mismo seg�n sus duras necesidades. Porque �qu� medio le queda a la naturaleza para dominar esto que la presiona con tanta fuerza? Solamente el recurso de aceptarlo lo m�s ligeramente posible para echarlo de lado y desprenderse de ello enseguida. De esto nace el h�bito de no tomar en serio las cosas reales, de esto nace la �personalidad d�bil�, en la cual lo real y existente causan tan solo una ligera impresi�n; se acaba por tratar lo exterior de modo m�s negligente y c�modo y se agranda el peligroso abismo entre contenido y forma hasta el punto de hacerse insensible a la barbarie, dado que la memoria est� continuamente estimulada por novedades y alimentada por una corriente de nuevas cosas dignas de ser sabidas y susceptibles de ser cuidadosamente encasilladas en sus cajones. La cultura de un pueblo, en contraposici�n a esa barbarie, fue una vez definida, y pienso que a justo t�tulo, como unidad del estilo art�stico en todas las manifestaciones de ese pueblo. No ser�a correcto entender esta definici�n como un contraste entre la barbarie y el estilo bello; el pueblo, al que se atribuye una cultura, debe ser, en todos los aspectos reales, una unidad viva y no estar miserablemente desgarrado entre lo interno y lo externo, entre un contenido y una forma. El que aspire a forjar y promover la cultura de un pueblo, que forje y promueva esta unidad superior y que colabore en la destrucci�n de la �culturalidad� moderna, a favor de una verdadera cultura y que ose reflexionar c�mo la salud de un pueblo, perturbada por el historicismo, puede ser restablecida y c�mo puede redescubrir sus instintos y, con ello, su autenticidad.

Ahora quiero hablar, �nicamente y de modo directo, de nosotros, los alemanes de hoy, que estamos m�s afectados que otros pueblos por esta debilidad de la personalidad y por esta contradicci�n entre forma y contenido. La forma es considerada generalmente, entre nosotros, los alemanes, como una convenci�n, como un disfraz y una m�scara y, por, eso, si no odiada, en todo caso, no es amada; m�s exacto ser�a decir que tenemos pavor de la palabra convenci�n y, todav�a m�s, de la cosa que llamamos convenci�n. Por temor abandon� el alem�n la escuela de los franceses: �l quisiera ser m�s natural y, de este modo, m�s alem�n. Pero en ese �de este modo� parece haberse equivocado. Habiendo abandonado la escuela de la convenci�n, se deja ir donde y como le empuja su capricho y, en el fondo, no ha hecho m�s que reproducir, de una forma caprichosa y arbitraria y en una semiconsciencia, lo que antes imit� escrupulosamente y, con frecuencia, con �xito. As�, en comparaci�n con tiempos anteriores, vivimos hoy todav�a en una convenci�n francesa remolona e incorrecta, como lo muestra toda nuestra manera de caminar, estar en pie, conversar, vestir y alojarnos. Creyendo que retorn�bamos a la naturaleza se escog�a solamente el dejarse llevar, la comodidad y lo m�nimo de superaci�n de s� mismo. H�gase una gira por una ciudad alemana -todo ese convencionalismo, si se la compara con las peculiaridades nacionales de las ciudades extranjeras, se muestra aqu� en su aspecto negativo; todo es sin color, gastado, mal copiado, descuidado, cada cual hace lo que se le antoja, pero no seg�n una inclinaci�n vigorosa y rica de pensamiento, sino siguiendo las leyes que dictan, por un lado, la prisa general y, por otro, el af�n general de comodidad. Un vestido, cuya concepci�n no requiere un gran esfuerzo cerebral y cuyo dise�o no lleva mucho tiempo, es decir, un vestido tomado en pr�stamo del extranjero e imitado con la mayor negligencia posible, pasa inmediatamente, entre los alemanes, como una contribuci�n al arte nacional del vestido. Repudian ir�nicamente el sentido de la forma -pues ya tienen el sentido del contenido: somos, en definitiva, el famoso pueblo de la interioridad. [Innerlichkeit]

Pero existe tambi�n un famoso peligro en esa interioridad. El contenido mismo, que se supone no es visible desde el exterior, podr�a un buen d�a volatilizarse; exteriormente no se notar�a ni su desaparici�n ni su anterior existencia. Imaginemos, en todo caso, que el pueblo alem�n est� lo m�s posiblemente alejado de este peligro: el extranjero tendr� siempre una parte de raz�n al reprocharnos que nuestro interior es demasiado d�bil y desorganizado para producir un efecto exterior y darse una forma. Es cierto que esa interioridad puede mostrarse delicada, sensible, seria, potente, profunda, buena en grado excepcional y, tal vez, hasta m�s rica que la interioridad de otros pueblos: pero, en su conjunto, sigue siendo d�bil porque todas estas fibras no est�n entrelazadas en un nudo robusto: de suerte que el acto visible no es el acto y la autorrevelaci�n de la totalidad de ese interior, sino la t�mida y tosca tentativa de una u otra de estas fibras para presentarse como la totalidad. Por eso, el alem�n no puede ser juzgado bas�ndonos en sus acciones, y tambi�n, como individuo, tras haber actuado, queda completamente oculto. Hay que juzgarlo, como es sabido, por sus pensamientos y sentimientos, y estos los expresa hoy en sus libros. Pero, precisamente, son estos libros los que, hoy m�s que nunca, nos hacen dudar de la presencia real de la famosa interioridad en su peque�o templo inaccesible. Ser�a terrible pensar que ella desapareciera un d�a y que solo quedase, como signo distintivo de lo alem�n, su exterioridad, esa arrogantemente torpe y humildemente desali�ada exterioridad. Casi tan terrible como si esa interioridad, sin que ello se notase, fuera falseada, pintada y maquillada, transformada en comediante, si no en algo peor. Esto es lo que, por ejemplo, seg�n sus experiencias en el campo dram�tico y teatral, parece deducir Grillparzer que est� a cierta distancia y reflexiona tranquilamente. �Nosotros sentimos las cosas de forma abstracta�, dice, �apenas sabemos ya c�mo se expresa el sentimiento entre nuestros contempor�neos; nosotros le hacemos dar sobresaltos como hoy ya no se hace. Shakespeare nos ha echado a perder a todos los modernos�.

Este es un caso singular, tal vez demasiado r�pidamente generalizado. Pero �qu� terrible ser�a si tal generalizaci�n fuera justificada, si estos casos generales se impusieran con demasiada frecuencia al observador! �Qu� desesperante ser�a tener que decir: nosotros, los alemanes, sentimos de forma abstracta, todos hemos sido corrompidos por la historia! -una frase que destruir�a en sus ra�ces toda esperanza de una cultura nacional. Porque toda esperanza de este orden surge de la creencia en la autenticidad y en la inmediatez del sentimiento alem�n, de la creencia en una interioridad intacta.

�Qu� se puede todav�a creer, qu� se puede todav�a esperar cuando la fuente de la fe y de la esperanza se ha enturbiado, cuando la interioridad ha aprendido a dar saltos, a danzar, a maquillarse, a manifestarse con abstracciones y c�lculos y a perderse poco a poco a s� misma? Y �c�mo el gran esp�ritu productivo puede mantenerse en medio de un pueblo que ya no est� seguro de su interioridad unitaria y que se divide entre personas cultas con una interioridad deformada y corrompida y personas incultas con una interioridad inaccesible? �C�mo podr� ese esp�ritu mantenerse cuando la unidad del sentimiento nacional se ha perdido, si sabe, adem�s, que este sentimiento est� falsificado y desfigurado, precisamente en aquella parte de la poblaci�n que se considera culta y reclama para s� un derecho al esp�ritu art�stico nacional? Aunque ac� y all� el juicio y el gusto de algunos individuos sea m�s refinado y m�s sublime -esto no compensa al esp�ritu productivo; lo aflige el hecho de tener que dirigirse de alguna manera a una secta y ya no ser necesario en el seno de su pueblo. Tal vez prefiere enterrar su tesoro, pues le causa disgusto el ser pretenciosamente patrocinado por una secta cuando su coraz�n est� lleno de compasi�n para todos. El instinto del pueblo no viene a su encuentro; ser� in�til que le tienda los brazos con a�oranza. �Qu� otra cosa le queda por hacer a este esp�ritu m�s que dirigir su odio inflamado contra esas constricciones que lo obstaculizan, contra esas barreras levantadas en la as� llamada cultura de su pueblo, para condenar, al menos como juez, lo que, para �l, viviente y creador de vida, no significa m�s que obstrucci�n y degradaci�n? Trueca as� el divino placer del que crea y ayuda a los dem�s por la profunda visi�n de su destino y acaba sus d�as como hombre de ciencia solitario, como un sabio saturado. Es el espect�culo m�s doloroso. Cualquiera que lo vea reconocer� aqu� la llamada a un deber sagrado; hay que hacer algo, se dir�, para restablecer aquella superior unidad en la naturaleza y en el alma de un pueblo, esa escisi�n entre lo exterior y lo interior ha de desaparecer de nuevo a golpes del martillo de la necesidad. �Qu� medios utilizar�? �Qu� le queda m�s que su profundo conocimiento? Exponi�ndolo, difundi�ndolo, distribuy�ndolo a manos llenas, espera sembrar una necesidad, y de una vigorosa necesidad surgir� un d�a la acci�n vigorosa. Y para no dejar ninguna duda de d�nde yo tomo el ejemplo de esta necesidad, de esta exigencia, de este reconocimiento, quiero declarar expresamente que a lo que aspiramos, m�s ardientemente que a la reunificaci�n pol�tica, es a la unidad alemana en su m�s alto sentido, a la unidad de la vida y del esp�ritu alemanes, una vez destruida la contraposici�n entre forma y contenido, entre interioridad y convencionalismo.

 

 

CINCO

En cinco aspectos me parece que la sobresaturaci�n de historia de una �poca puede ser peligrosa y hostil a la vida: en primer lugar, tal exceso provoca la oposici�n entre lo interno y lo externo, que anteriormente hemos analizado, y debilita as� la personalidad; en segundo lugar, hace que una �poca se imagine que posee la m�s rara de las virtudes, la justicia, en grado superior a cualquier otra �poca; por otra parte, perturba los instintos del pueblo e impide que llegue a la madurez, tanto el individuo como el conjunto de la sociedad; implanta, tambi�n, la creencia, siempre nociva, en la vejez de la humanidad, la creencia de ser fruto tard�o y ep�gono; finalmente, induce a una �poca a caer en el peligroso estado de �nimo de la iron�a respecto a s� misma y, de ah�, a la acritud todav�a m�s peligrosa del cinismo: y, en esta actitud, una �poca evoluciona m�s y m�s en la direcci�n de un practicismo calculador y ego�sta que paraliza y, finalmente, destruye las fuerzas vitales.

Y volvamos ahora a nuestra primera tesis: el hombre moderno sufre de un debilitamiento de su personalidad. El romano de la �poca de los C�sares se convirti� en no-romano respecto al amplio mundo que estaba a sus �rdenes, se perdi� a s� mismo en la oleada de influencias extranjeras que llegaban a Roma y degener� en medio del carnaval cosmopolita de dioses, artes y costumbres. Lo mismo ha de suceder al hombre moderno a quien sus maestros en el arte de la historia presentan permanentemente el festival de una exposici�n universal; se ha convertido en un espectador que deambula y disfruta y se encuentra en una situaci�n que ni las grandes guerras ni las grandes revoluciones pueden alterar m�s que por breves momentos. Apenas ha terminado la guerra y ya est� convertida en papel impreso con cien mil copias y presentada como nov�simo manjar a los cansados paladares de los hambrientos de historia. Parece casi imposible lograr un tono fuerte y pleno aunque se pulsen las cuerdas con el m�ximo vigor: la nota se extingue inmediatamente y en el momento siguiente ya no se escucha m�s que la vibraci�n hist�rica, delicadamente volatilizada y sin fuerza. En t�rminos de moral: no lograr�is mantener lo sublime, vuestras acciones son rel�mpagos moment�neos, no el rodar de los truenos. Pod�is realizar las cosas m�s grandes y maravillosas: descender�n, a pesar de todo, sin canto y sin sonido, al Orco. Porque el arte huye cuando cubr�s enseguida vuestros actos con el dosel de la historia. El que intenta comprender, calcular, captar, en el momento en que, en prolongada conmoci�n, deber�a atenerse a lo incomprensible como expresi�n de lo sublime puede ser calificado como razonable, pero solo en el sentido en que Schiller habla de la racionalidad de la gente razonable: no ve ciertas cosas que hasta un ni�o ve, no oye ciertas cosas que hasta un ni�o oye; y estas cosas son precisamente las m�s importantes. Puesto que no las entiende, su comprensi�n es m�s infantil que la del ni�o y m�s simple que la simplicidad -a pesar de las muchas inteligentes arrugas en su apergaminado rostro y la virtuosa habilidad de sus dedos para desenmara�ar lo enmara�ado. Esto significa: �l ha destruido y perdido su instinto y no puede ya, confiando en el �divino animal�, dejar sueltas las riendas cuando su intelecto vacila y su ruta atraviesa desiertos. El individuo se vuelve as� vacilante e inseguro y ya no cree en s�: se hunde es su ensimismamiento, en su interior, que, en este caso, quiere decir en la acumulada aglomeraci�n de cosas aprendidas que no tienen proyecci�n efectiva al exterior, de erudici�n que no se convierte en vida. Si miramos al exterior, se puede observar c�mo la extirpaci�n de los instintos por obra de la historia ha transformado a los seres humanos en casi mera abstracci�n y sombra: ninguno se arriesga a presentarse tal como es sino que se enmascara como hombre culto, cient�fico, poeta, pol�tico. Si tocamos tales m�scaras creyendo que se trata de cosas serias y no de un juego de marionetas -pues todos ellos afectan seriedad-, s�bitamente encontramos en las manos tan solo harapos y coloridos remiendos. Por eso, no hay que dejarse enga�ar m�s, hay que gritarles: ��Quitaos las chaquetas o sed lo que quer�is parecer!�. Todo el que tenga aut�ntica seriedad no pretender� convertirse en un Quijote, dado que tiene mejores cosas que hacer que batallar con presuntas realidades. Pero, en todo caso, hay que estar con los ojos abiertos y a cada enmascarado que pasa gritar: ��Alto! �Qui�n va?� y arrancarle la m�scara de la cara. Fen�meno extra�o: uno pensar�a que la historia, ante todo, impulsar�a a los hombres a ser sinceros -aunque se trate solo de un loco sincero. Y siempre ha sido este su efecto, pero �ya no lo es hoy d�a! La cultura hist�rica y la burguesa chaqueta de la universalidad reinan al mismo tiempo. Aunque nunca se hab�a hablado en t�rminos tan sonoros de la �libre personalidad�, ya no se ven personalidades, y menos personalidades libres; �nicamente se ven seres humanos uniformes, ansiosamente enmascarados. El individuo se ha retirado al interior, desde fuera ya no se observa nada. Esto nos lleva a preguntarnos si pueden darse causas sin efectos. �O ser�a necesario una generaci�n de eunucos para guardar el gran har�n hist�rico [gestchichtlich] universal? A estos les encaja la pura objetividad. �Casi parece que la tarea consiste en vigilar a la historia a fin de que, de ella, no salga nada, excepto m�s historia, pero nunca acontecimientos! -que ella no ayude a que las personalidades sean �libres�, es decir, que sean sinceras consigo mismas, sinceras con los dem�s, y esto en palabras y en hechos. Solo con esta veracidad saldr� a luz la angustia, la �ntima miseria del hombre moderno, y solo entonces podr�n el arte y la religi�n, como verdaderos portadores de auxilio, tomar el lugar de ese angustioso ocultamiento de convencionalismo y mascarada para, conjuntamente, implantar una cultura que corresponda a las verdaderas necesidades y no solamente, como la cultura general de hoy, a disimular estas necesidades y convertirse as� en una mentira cambiante.

�En qu� situaciones falsas, artificiosas y, en todo caso, indignas, tiene que caer la m�s veraz de todas las ciencias, la sincera y desnuda diosa filosof�a en una �poca que sufre de cultura general! En ese mundo de forzada uniformidad externa, ella se queda en docto mon�logo del paseante solitario, en fortuito bot�n de caza del individuo, en secreto bien guardado del gabinete de estudios o en un parloteo inocuo entre viejos acad�micos y ni�os. Nadie se atreve a aplicar a s� mismo las leyes de la filosof�a, nadie vive filos�ficamente con aquella simple y viril lealtad que obligaba a un antiguo a comportarse como estoico, en cualquier sitio donde estuviera y cualquier cosa que hiciese, si una vez hab�a prometido fidelidad a la Stoa. Todo el moderno filosofar es pol�tico y policiaco bajo la rienda de los gobiernos, las iglesias, las academias, las costumbres, y reducido, por la flojedad humana, a un barniz erudito. Se contenta con suspirar: ��ojal�!�, o con constatar: �una vez�... La filosof�a carece de todo derecho, en el �mbito de la cultura hist�rica, si pretende ser algo m�s que un saber restringido a los l�mites de la interioridad que no lleva a la acci�n. Si el hombre moderno tuviese coraje y determinaci�n, si no fuese solamente un ser interior, incluso en sus enemistades, repudiar�a la filosof�a; pero se contenta con cubrir p�dicamente su desnudez. S�, se piensa, se escribe, se publica, se habla, se ense�a filos�ficamente -hasta este punto, casi todo est� permitido, pero, en el mundo de la acci�n, en lo que llamamos vida real, es distinto; en este �mbito solo una cosa es siempre permitida y todo lo dem�s es simplemente imposible: as� lo quiere la cultura hist�rica. �Estos son todav�a hombres -se pregunta uno-, tal vez, solamente m�quinas de pensar, escribir y hablar?

Goethe dijo una vez de Shakespeare: �Nadie ha despreciado m�s que �l el vestido material, pero conoce muy bien el vestido interior de los hombres y, en esto, todos son id�nticos. Se dice que ha representado de modo espl�ndido a los romanos; yo no lo veo as�; son puros ingleses de carne y hueso, pero, ciertamente, son hombres; son hombres radicalmente, a los que tambi�n sienta muy bien la toga romana�. Yo me pregunto si ser�a posible representar como romanos a nuestros literatos, figuras populares, funcionarios, pol�ticos actuales. Simplemente esto no ser�a posible, pues no son hombres, sino solo compendios ambulantes y, por as� decir, abstracciones concretas. Si tienen car�cter y un estilo propio, todo eso est� tan profundamente encerrado que nada sale a la luz del d�a; si son hombres, lo son solo para aquel que �indaga las v�sceras�. Para los dem�s son algo distinto: no hombres, no dioses, no animales, sino creaciones de cultura hist�rica, pura estructura, imagen, forma sin contenido demostrable, desafortunadamente mala forma y, adem�s, uniforme. Mi tesis puede, pues, ser as� entendida y ponderada: Tan solo las fuertes personalidades pueden soportar la historia; los d�biles son barridos completamente por ella. Esto se debe a que la historia confunde al sentimiento y a la sensibilidad cuando estos no son suficientemente robustos para medir el pasado con su rasero. Aquellos que no se atreven a fiarse de s� mismos, sino que instintivamente acuden a la historia en busca de ayuda y le preguntan: ��Qu� debo yo sentir en esta situaci�n?�, por puro temor acaban por convertirse en comediantes y juegan un papel y, con frecuencia, m�s bien muchos papeles; por lo cual, juegan cada uno de esos papeles mal y superficialmente. Poco a poco desaparece toda congruencia entre el hombre y su campo hist�rico; vemos a petulantes estudiantuelos tratar a los romanos como si estos �ltimos fueran sus iguales; excavan y remueven los restos de los poetas griegos como si se tratara de corpora prestos para la disecci�n y fueran tan vilia como pueden ser sus propios despojos literarios. Suponiendo que uno habla de Dem�crito, siempre me viene a los labios la pregunta: �por qu� no Her�clito?, �o Fil�n?, �o Bacon?, �o Descartes?, �o cualquier otro? Y, adem�s, �por qu� precisamente un fil�sofo?, �por qu� no un poeta, un orador? Y �por qu� ha de ser un griego y no un ingl�s, un turco? �No es el pasado suficientemente vasto para poder encontrar algo que no os haga parecer tan rid�culos? Pero, como ya se ha dicho, se trata de una generaci�n de eunucos y, para el eunuco, una mujer es lo mismo que otra y solamente mujer, la mujer en s�, lo eternamente inaccesible -poco importa entonces lo que hag�is mientras la historia misma quede preservada en su bella objetividad, es decir, guardada por aquellos que son incapaces de hacer historia. Y, como el eterno femenino nunca os elevar�, lo arrast�is hacia abajo y en vuestro car�cter de neutra tom�is tambi�n a la historia como un neutrum. Para que nadie piense que yo equiparo en serio la historia con el eterno femenino, quiero expresamente declarar que yo la considero, al contrario, como el eterno masculino. Pero para aquellos que est�n del todo impregnados por la �cultura hist�rica�, debe resultar indiferente una cosa u otra: ellos mismos no son masculinos ni femeninos, ni siquiera communia, sino siempre meros neutra o, para expresarme en t�rminos m�s cultos, simplemente los eternamente objetivos.

Cuando las personalidades han sido eliminadas, en la manera descrita, y reducidas a carencia eterna de sujeto o, como se dice, a objetividad, nada puede ya afectarlas. Pueden producirse cosas buenas y justas como acciones, poes�a, m�sica. Inmediatamente, el hombre culto y vac�o de sustancia pasa sobre la obra y pregunta por la historia del autor. Si este tiene otras obras en su haber, debe exponerle inmediatamente la trayectoria anterior y la probable evoluci�n en el futuro, se compara su obra con las de otros, es criticada en cuanto a la elecci�n del tema y tratamiento del mismo, se la descompone para reconstruirla cuidadosamente de nuevo y, finalmente, se presentan objeciones y cr�ticas al conjunto. Aunque sucedan las cosas m�s sorprendentes, siempre el bando de los neutrales hist�ricos est� en su sitio, prestos a supervisar al autor desde la lejan�a. El eco resuena inmediatamente, pero siempre en forma de �cr�tica�, pues, un momento antes, el cr�tico no hab�a ni so�ado que el acontecimiento fuera posible. No se llega nunca a un efecto real sino siempre solamente a una �cr�tica�, y la cr�tica, a su vez, no produce ning�n efecto sino que es tan solo objeto de otras cr�ticas. Se conviene en considerar muchas cr�ticas como signo de un resultado positivo y pocas como un fracaso. Pero b�sicamente, a pesar de este tipo de �efecto�, todo contin�a como antes: durante un tiempo hay un nuevo tema de conversaci�n que es despu�s reemplazado por otro, pero, entretanto, se hace lo que siempre se ha hecho. La cultura hist�rica de nuestros cr�ticos no permite que se produzca un efecto en el verdadero sentido de la palabra, es decir, un efecto sobre la vida y sobre la acci�n. A la tinta m�s negra aplican enseguida el papel secante y emborronan el m�s bello dise�o con sus toscos brochazos que hacen pasar por correcciones: y de nuevo todo se queda en eso. Pero la pluma cr�tica jam�s deja de correr, porque ellos han perdido todo control sobre ella y son guiados por ella, en lugar de guiarla. Es precisamente en esta inmoderaci�n de sus desbordamientos cr�ticos, en esta falta de autocontrol, en lo que los romanos llaman impotentia, donde se revela la debilidad de la personalidad moderna.

 

 

SEIS

Pero dejemos esta debilidad. Volvamos, m�s bien, a una fuerza muy celebrada del hombre moderno con la pregunta, sin duda penosa, de si, por raz�n de su famosa �objetividad� hist�rica, tiene derecho a llamarse fuerte, es decir, justo, en un grado superior respecto a los hombres de otras �pocas. �Es cierto que esa objetividad tiene su origen en una intensa necesidad y anhelo de justicia? O bien, siendo un efecto de causas distintas, �se limita a despertar la ilusi�n de que la justicia es la verdadera causa de tal efecto? �,No nos est� seduciendo tal vez hacia un prejuicio pernicioso, por demasiado halag�e�o, respecto a las virtudes del hombre moderno? -S�crates consideraba que era un mal que bordeaba la locura el imaginarse a s� mismo en posesi�n de una virtud que realmente no se posee; y, ciertamente, tal presunci�n es m�s peligrosa que la ilusi�n contraria de sufrir un defecto o un vicio. Pues, en el �ltimo supuesto, es posible, en todo caso, mejorar; pero, en el primero, los hombres y las �pocas van cada d�a a peor -lo cual aqu� significa ser m�s injustos.

En realidad, nadie tiene en mayor grado derecho a nuestra admiraci�n que el que posee el impulso de la justicia y la fuerza para realizarla. Porque en la justicia se re�nen y encierran las virtudes m�s altas y raras como en un mar insondable que recibe y absorbe los r�os que vienen de todas direcciones. La mano del justo que ha de pronunciar una sentencia no tiembla cuando mantiene la balanza; implacable respecto a s� mismo, coloca una pesa tras otra, sus ojos no se turban al ver los platillos subir o descender y su voz no suena dura ni quebrada cuando pronuncia el veredicto. Si fuera un fr�o demonio del saber, difundir�a en torno a s� la helada indiferencia de una majestad sobrehumanamente terrible que nos inspirar�a temor m�s bien que veneraci�n; pero que sea un ser humano que trata, sin embargo, de alzarse desde una duda indulgente a la certeza rigurosa, de la clemencia tolerante al imperativo �t� debes�, de la rara virtud de la generosidad a la m�s rara de todas las virtudes, la justicia, que �l se asemeje ahora a aquel demonio, cuando no era, desde el principio, m�s que un pobre hombre y, sobre todo, que deba, en todo momento, expiar en s� mismo por su humanidad y consumirse tr�gicamente por una virtud imposible -todo eso lo eleva a una altitud solitaria como el ejemplo m�s digno de la raza humana. Quiere la verdad, pero no solamente como un saber fr�o y est�ril, sino como juez que ordena y castiga; la verdad, no como posesi�n ego�sta del individuo, sino como sagrada legitimaci�n para eliminar todas las barreras de la posesi�n ego�sta; la verdad, en una palabra, como juicio universal y no como presa capturada y placer del cazador individual. Tan solo en cuanto el hombre ver�dico tiene la voluntad incondicional de ser justo hay algo grande en esa aspiraci�n a la verdad que, en todas partes, tan irreflexivamente se glorifica. Para ojos menos clarividentes, una gran cantidad de los m�s diversos impulsos, como curiosidad, miedo al aburrimiento, envidia, vanidad, pasi�n por el juego -impulsos que con la verdad nada tienen que ver-,confluyen con aquella aspiraci�n a la verdad que tiene su ra�z en la justicia. El mundo parece as� lleno de �servidores de la verdad�. Sin embargo, la virtud de la justicia est� raramente presente y es todav�a m�s raro que sea reconocida y, casi siempre, es mortalmente odiada, en tanto que el cortejo de aparentes virtudes ha estado en todo tiempo rodeado de pompa y honores. Pocos son los que, de hecho, sirven a la verdad, porque pocos son los que poseen la pura voluntad de ser justos, y menos todav�a los que tienen la fuerza para poder serlo. No es, en absoluto, suficiente el tener solo la voluntad: los m�s terribles sufrimientos que ha padecido la humanidad han sido causados precisamente por aquellos que ten�an el impulso de hacer justicia pero no ten�an discernimiento. Por eso, nada hay que promueva m�s el bienestar general que el sembrar, con la mayor difusi�n posible, las semillas del discernimiento a fin de que se pueda distinguir al fan�tico del juez y al af�n ciego de ser juez de la capacidad consciente de poder juzgar. Pero �d�nde podr� encontrarse un medio de implantar discernimiento? Los hombres, cuando se les habla de verdad y de justicia, se quedan siempre en una temerosa incertidumbre sobre si es un juez o es un fan�tico quien se dirige a ellos. Por eso, habr� que disculparlos cuando han acogido siempre con particular benevolencia a aquellos �servidores de la verdad� que no poseen ni la voluntad ni la fuerza de juzgar y que se dedican a la tarea de buscar el conocimiento �puro y sin consecuencias� o, m�s expl�citamente, la verdad que no lleva a ning�n resultado. Hay gran n�mero de verdades indiferentes, hay problemas cuyo correcto enjuiciamiento no requiere un esfuerzo; mucho menos un sacrificio. En este dominio indiferente e intrascendente, un hombre puede convertirse en fr�o demonio del saber. A pesar de todo!, aun cuando, en tiempos especialmente favorables, cohortes enteras de eruditos e investigadores se transformen en tales demonios -existe, por desgracia, siempre la posibilidad de que tal �poca carezca de una profunda y rigurosa justicia, es decir, del n�cleo m�s noble del as� llamado impulso a la verdad.

Dirijamos ahora nuestros ojos al virtuoso hist�rico del presente. �Es el hombre m�s justo de su tiempo? Es cierto que ha desarrollado en s� tal delicadeza y tal sensibilidad que nada humano le es ajeno. Las �pocas y personas m�s diversas resuenan inmediatamente en su lira con tonos afines; se ha convertido en un resonador pasivo que, a su vez, transmite sus vibraciones a otros seres pasivos de su especie hasta que, por fin, toda la atm�sfera de una �poca queda llena de estas resonancias delicadas y similares que se entrecruzan. Me parece, sin embargo, que solo se escuchan los arm�nicos superiores del sonido fundamental de la historia. Lo que hay de �spero y potente en el original no puede adivinarse en el sutil y agudo tono de estas cuerdas. El tono original suscitaba acciones, dificultades, terrores; este nos arrulla y nos convierte en afeminados epic�reos. Es como si la sinfon�a heroica se hubiese adaptado para dos flautas y para el disfrute de fumadores de opio que flotan en sue�os. Con esto podemos valorar cu�l es la posici�n de estos virtuosos en lo referente a la pretensi�n suprema del hombre moderno, la pretensi�n hacia una m�s pura y m�s elevada justicia; esta virtud no tiene nada de afable, no conoce emociones excitantes, es una virtud dura y terrible. En comparaci�n con ella, �qu� bajo queda, en la escala de las virtudes, incluso la magnanimidad que es la cualidad de unos pocos y raros historiadores! Pero mucho m�s numerosos son aquellos que llegan tan solo a la tolerancia, a reconocer la validez de aquello que no puede negarse, a un ajustamiento y un moderado y ben�volo retoque, suponiendo astutamente que el lector inexperto interpretar� como un signo de equidad el hecho de que el pasado se narre b�sicamente sin acentos duros y sin expresi�n de odio. Pero solo la fuerza superior puede juzgar, la debilidad debe tolerar, a menos que quiera fingir fortaleza y convertir en comediante a la justicia cuando se asienta en el tribunal. Queda todav�a una terrible categor�a de historiadores: caracteres competentes, rigurosos y honestos -pero cabezas estrechas. En ellos se encuentra la voluntad de ser justos as� como el pathos de actuar como jueces, pero sus veredictos son falsos por casi las mismas razones por las que son falsos los veredictos de los jurados ordinarios. �Qu� improbable es que aparezca con frecuencia el talento hist�rico! Para no hablar de los encubiertos ego�stas y de los sectarios que, al mal juego que ellos juegan, dan un gran aire de objetividad. Y prescindamos tambi�n de esas gentes totalmente irreflexivas que, cuando escriben como historiadores, lo hacen en la ingenua creencia de que su propia �poca tiene raz�n en todas las opiniones populares y que escribir, de acuerdo con esa �poca, equivale a ser justos; creencia en la que vive toda religi�n y sobre la cual, en el caso de las religiones, no hay m�s que decir. Estos ingenuos historiadores llaman �objetividad� al hecho de medir las opiniones y actos del pasado por las opiniones corrientes del momento: aqu� encuentran ellos el canon de todas las verdades; su tarea es adaptar el pasado a la trivialidad actual. Llaman, en cambio, �subjetiva� a toda la historiograf�a que no tiene como canon estas opiniones populares.

Y �no puede haber encerrada una ilusi�n hasta en la m�s alta acepci�n de la palabra �objetividad�? Con esta palabra se entiende un estado en que el historiador observa un acontecimiento con todos sus motivos y consecuencias con tal pureza que este no ha de ejercer efecto alguno sobre su subjetividad. Es semejante a ese fen�meno est�tico, ese desprendimiento de todo inter�s personal con que el pintor, en un paisaje de tormenta con rel�mpagos y truenos o sobre un mar agitado, contempla tan solo la imagen en su propio interior; se entiende la completa inmersi�n en los objetos. Pero es una superstici�n creer que la imagen que, en una persona as� dispuesta, suscitan las cosas, reproduce la esencia emp�rica de las cosas. �O es que vamos a suponer que, en tales momentos, los objetos se imprimen, se copian, se retratan, se fotograf�an, por as� decir, por s� mismos sobre una naturaleza puramente pasiva?

Esto ser�a mitolog�a y, adem�s, mala mitolog�a; ser�a tambi�n olvidar que este momento es precisamente el momento creador m�s vigoroso y m�s original en el alma del artista, un momento de suprema concepci�n cuyo resultado ser� una obra verdadera en el plano art�stico, no en el plano hist�rico. Concebir la historia con esta objetividad es el callado trabajo del dramaturgo, es decir, pensar todas las cosas en una relaci�n rec�proca, enlazar los acontecimientos aislados con la totalidad sobre el supuesto de que hay que implantar una unidad de plan en las cosas cuando esta no se encuentra ya inhe�rente en las mismas. As� es como el hombre extiende sus redes sobre el pasado y lo domina, as� se manifiesta su instinto art�stico -pero no su instinto de verdad y de justicia. La objetividad y el esp�ritu de justicia son dos cosas enteramente diferentes. Se puede imaginar una historia que no tuviese una gota de verdad emp�rica com�n y que podr�a, sin embargo, aspirar al m�s alto grado de objetividad. S�, Grillparzer llega incluso a decir: ��Qu� es la historia sino la manera que tiene el esp�ritu humano de interpretar los acontecimientos que le son impenetrables, relacionar cosas que solo Dios sabe si tienen relaci�n entre s�, sustituir lo incomprensible por algo comprensible, introducir sus nociones de finalidad exterior en un todo que no conoce, sin duda, m�s que una finalidad interior e, inversamente, suponer el azar donde act�an mil peque�as causas? Todos los hombres tienen simult�neamente necesidades individuales, de suerte que millones de tendencias corren paralelas, en l�neas curvas o derechas, las unas junto a las otras, se entrecruzan, se apoyan, se obstaculizan mutuamente, avanzan, retroceden, de suerte que unas toman, respecto a las otras, el car�cter de cosa fortuita y resulta imposible demostrar, fuera de los efectos de los fen�menos naturales, la existencia de una necesidad de conjunto que englobe la totalidad de lo que acontece�. Pero es exactamente tal necesidad, como resultado de esa visi�n objetiva de las cosas, lo que debe salir a la luz. Este es un supuesto que, cuando enunciado por un historiador como art�culo de fe, tan solo puede tomar una forma extravagante. Schiller lo tiene muy claro, respecto a la naturaleza esencialmente subjetiva de este supuesto, cuando dice del historiador: �Un fen�meno tras otro empieza a desprenderse del azar ciego, de la libertad sin ley, para integrarse, como un elemento adecuado, en un todo arm�nico -que, en realidad, solo existe en su representaci�n - como parte integrante de �l�. Pero �qu� pensar de la afirmaci�n expresada con tanta fe, que oscila artificiosamente entre la tautolog�a y el contrasentido, de un c�lebre virtuoso de la historia: �En realidad todos los gestos y actos humanos est�n sujetos al silencioso y, con frecuencia, inadvertido pero potente e irresistible curso de las cosas�? En una afirmaci�n de este estilo no se observa tanto una verdad emp�rica cuanto una simple falsedad; como en la frase del jardinero cortesano de Goethe: �Se puede forzar a la naturaleza, pero nunca obligarla�, o aquella inscripci�n de un barrac�n de feria de que habla Swift: �Aqu� se puede ver el elefante m�s grande del mundo con excepci�n de �l mismo�. Porque, �qu� diferencia puede haber entre los hechos y gestos humanos y el curso de las cosas? Me resulta extra�o el hecho de que historiadores, como el que acabamos de citar, apenas tienen ya nada que ense�ar desde el momento en que se elevan a lo abstracto dejando ver, a trav�s de sus oscuridades, el sentimiento de su debilidad. En otras ciencias, las generalidades constituyen lo esencial en cuanto contienen las leyes de la ciencia, pero si proposiciones como las antes citadas quieren pasar por leyes, se podr�a objetar que el trabajo del historiador ser�a perdido, porque lo que queda de f�rmulas de este g�nero, despu�s de deducir ese residuo oscuro e irreductible de que hemos hablado, es bien conocido y hasta trivial, pues salta a los ojos de cualquiera, aun en el �mbito m�s limitado de experiencias. Pero incomodar a naciones enteras y dedicar a�os de penosos estudios a este esfuerzo ser�a como si, en las ciencias de la naturaleza, se acumulara experimento sobre experimento cuando la ley ya ha sido suficientemente probada en los experimentos existentes. Tal insensato exceso de experimentos, seg�n Z�llner, sufren hoy las ciencias naturales. Si el valor de un drama consistiera solamente en la idea b�sica y en su conclusi�n, este drama mismo no ser�a m�s que el largo, tortuoso y fatigante camino de lograr su objetivo; y as�, espero que la historia podr� ver su significado no en las ideas generales, que ser�an como la flor y el fruto, sino que su valor consista precisamente en glosar de modo inteligente un tema conocido, tal vez corriente, una melod�a cotidiana y, alz�ndolo, elevarlo al rango de s�mbolo universal, haciendo as� sentir, en el tema original, todo un mundo entero de profundidad, poder y belleza.

Para lograr esto se necesita, ante todo, una gran potencia art�stica, una alta elevaci�n creadora, un sumergirse con amor en los datos emp�ricos, elaborar po�ticamente el desarrollo de los datos dados -para ello se requiere ciertamente objetividad, pero como cualidad positiva, pues, con frecuencia, la objetividad no es m�s que una palabra. En lugar de la calma relampagueante en lo interior, exteriormente inm�vil y oscura, viene la afectaci�n de la calma; lo mismo que la carencia de pathos y de fuerza moral suele disfrazarse de observaci�n fr�a y penetrante. En ciertos casos, la banalidad del sentimiento, la sabidur�a vulgar, que solo por su aburrimiento producen la impresi�n de la calma, de la imperturbabilidad, osan salir fuera y hacerse pasar por ese estado art�stico, en el cual el sujeto queda silencioso y enteramente inadvertido. Se busca entonces todo lo que no provoca ninguna emoci�n, y la palabra m�s �rida es exactamente la m�s justa. Se llega incluso a suponer que precisamente aquel, a quien no concierne en absoluto un momento del pasado, es el llamado a describirlo. As� act�an frecuentemente los fil�logos respecto a los griegos: estos no les interesan para nada, y eso es lo que tambi�n se llama �objetividad�. Precisamente all�, donde ha de ser expuesto lo m�s alto y menos frecuente, resulta m�s irritante ese intencionado y ostentoso desligamiento, esa artificiosa, pobre y superficial motivaci�n -sobre todo, cuando es la vanidad del historiador la que lo impulsa a asumir esta indiferencia que se reviste de objetividad. Por lo dem�s, trat�ndose de tales autores, hay que motivar el propio juicio m�s b�sicamente partiendo del principio de que cada hombre tiene m�s vanidad cuanto menos inteligencia. No, �sed, al menos, sinceros! No busqu�is la apariencia de la fuerza art�stica que realmente pueda ser llamada objetividad; no busqu�is la apariencia de la justicia si no os sent�s llamados a la terrible vocaci�n de ser justos. Como si la tarea de cada �poca fuera ser justos con todo lo que una vez existi�! Las �pocas y generaciones no tienen jam�s el derecho de erigirse en jueces de todas las anteriores �pocas y generaciones. Tan solo a los individuos, y a los m�s excepcionales entre ellos, incumbe esta misi�n ingrata. �Qui�n os obliga a juzgar? �Deb�is preguntaron si es que pod�is ser justos, aunque quer�is serlo! Como jueces deb�is estar en lugar m�s alto que aquellos que son juzgados, pero la �nica cualidad que pod�is alegar es que hab�is llegado despu�s de ellos. Los invitados que llegan los �ltimos a un banquete han de contentarse con los �ltimos puestos; y vosotros, �quer�is ocupar los primeros? Realizad, al menos, algo grande y sublime; entonces tal vez se os dar� un puesto aunque se�is los �ltimos en llegar.

Solo desde la m�s poderosa fuerza del presente se puede interpretar el pasado. Tan solo con el m�ximo esfuerzo de vuestras m�s nobles cualidades adivinar�is lo que del pasado es grande y digno de ser conocido y preservado. Lo semejante con lo semejante. De lo contrario, rebajar�is el pasado hasta vosotros. No cre�is en una presentaci�n de la historia que no proceda de la mente de los esp�ritus m�s distinguidos. Y siempre podr�is reconocer cu�l es la calidad de estos esp�ritus cuando necesitan exponer una proposici�n universal o reformular algo que es de todos conocido. El verdadero historiador debe tener la fuerza de acu�ar en algo ins�lito lo que es de todos sabido y de proclamar generalidades, en forma tan simple y profunda, que la simplicidad hace olvidar lo profundo y lo simple hace olvidar la profundidad. Nadie puede ser, al mismo tiempo, un gran historiador, un artista y una cabeza vac�a. Por otra parte, tampoco hay que despreciar a los trabajadores que acarrean, supervisan y clasifican los materiales de la historia porque ellos no podr�n llegar a ser grandes historiadores; pero todav�a menos debemos confundirlos con estos �ltimos, m�s bien hay que comprenderlos como necesarios colaboradores y obreros al servicio del maestro. As�, por ejemplo, los franceses, con m�s ingenuidad que la que ser�a posible entre los alemanes, suelen hablar de los historiens de M. Thiers. Estos trabajadores pueden llegar a ser grandes eruditos, pero, por eso mismo, no pueden convertirse en maestros. Un gran erudito y una gran memo -son cosas que m�s f�cilmente pueden encontrarse bajo un mismo sombrero.

Tan solo el hombre de experiencia, el hombre superior, puede escribir la historia. El que no haya vivido algo m�s grande y elevado que todos los dem�s no podr� tampoco expresar nada grande y elevado del pasado. La voz del pasado es siempre la voz de un or�culo. Tan solo si eres arquitecto del futuro y conocedor del presente la comprender�s. Hoy se explica la tan profunda y amplia influencia de Delfos especialmente porque los sacerdotes d�lficos eran exactos conocedores del pasado. Es tiempo de reconocer que solo el que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado. Mirando hacia delante, poniendo ante vosotros una gran meta, al mismo tiempo dominar�is ese exuberante impulso anal�tico que hoy devasta el presente y hace casi imposible toda calma, todo pac�fico crecer y madurar. Elevad en vuestro entorno la valla de una grande y amplia esperanza, una empresa henchida de esperanzas. Formad en vosotros una imagen a la que se ha de conformar el futuro y olvidad la creencia supersticiosa de ser ep�gonos. Ten�is bastante para ponderar e inventar al reflexionar sobre la vida del futuro, pero no pid�is a la historia que os indique el c�mo y con qu� medios. Si, en cambio, penetr�is en las vidas de los grandes hombres, de ellas aprender�is el supremo mandamiento de aspirar a la madurez y escapar de la paralizante educaci�n de la �poca presente que ve su utilidad en no dejaros madurar para dominar y explotar a los inmaduros. Y, si busc�is biograf�as, que no sean aquellas cuya portada dice: �El se�or tal y cual y su tiempo�, sino aquellas que deber�an llevar por t�tulo: �Un luchador contra su tiempo�. Saciad vuestras almas en Plutarco y osad creer en vosotros mismos al creer en sus h�roes. Con un centenar de tales individuos, educados de forma no moderna, es decir, maduros y habituados a lo heroico, se puede hoy reducir a eterno silencio toda la ruidosa seudocultura de nuestro tiempo.

 

 

SIETE

El sentido hist�rico, cuando opera sin freno y desarrolla todas sus consecuencias, quita las ra�ces al futuro, pues destruye las ilusiones y priva a las cosas existentes de la �nica atm�sfera en que pueden vivir. La justicia hist�rica, aun cuando se practique eficazmente y con la m�s pura intenci�n, es una terrible virtud porque siempre mina y destruye las cosas vivientes: su juzgar es siempre una aniquilaci�n. Si detr�s del impulso hist�rico no impera un impulso constructivo, si no se destruye y se desescombra para que un futuro, vivo en nuestras esperanzas, pueda levantar su casa sobre el suelo ya despejado, si la justicia impera sola, el instinto creador se debilita y desalienta. Una religi�n, por ejemplo, que haya de ser convertida en saber hist�rico bajo el imperio de la pura justicia, una religi�n que deba ser entendida totalmente como un objeto de ciencia, al final de esta operaci�n quedar� reducida a nada. La raz�n es que, en la verificaci�n hist�rica, salen a luz tantas cosas falsas, rudas, inhumanas, absurdas y violentas que inevitablemente se pierde la atm�sfera de piadosa ilusi�n en la que solo puede vivir todo aquello que quiere vivir. Pero solo en el amor, solo a la sombra de la ilusi�n del amor, crea el hombre, es decir, solo en la fe incondicional en la perfecci�n y en la justicia. Si se fuerza a alguien a no amar de modo incondicional, se le cortan las ra�ces de su fuerza: quedar� disecado, es decir, ya no ser� sincero. Al producir tales efectos, la historia es la ant�tesis del arte. Tan solo cuando la historia soporta ser transformada en obra de arte, en pura obra est�tica, podr� eventualmente conservar y hasta despertar instintos. Pero una tal historiograf�a ser�a del todo opuesta al car�cter anal�tico y nada art�stico de nuestra �poca y ser�a vista como una falsificaci�n. Una historia que solo destruye, sin estar guiada por un �ntimo impulso constructivo, a la larga desnaturaliza y embota sus instrumentos: tales hombres destrozan ilusiones y �el que destruye la ilusi�n en s� y en otros es castigado por la naturaleza, que es el m�s severo de los tiranos�. Es cierto que, durante un tiempo, puede uno ocuparse de la historia de forma totalmente ingenua y despreocupada, como si fuera una ocupaci�n tan buena como cualquier otra. En particular, la moderna teolog�a parece que, por pura ingenuidad, se ha dedicado a la historia y ahora apenas se da cuenta de que, al hacerlo as�, probablemente muy contra su voluntad, se pone al servicio del ��crasez� de Voltaire. No hay que suponer detr�s de todo esto nuevos y vigorosos instintos constructivos, a menos que se quiera considerar a la afamada Liga protestante como la matriz de una nueva religi�n y al jurista Holtzendorf (editor y prologuista de la todav�a m�s afamada Biblia Protestante) como un San Juan en el r�o Jord�n. Tal vez, por cierto tiempo, la filosof�a hegeliana, que todav�a humea en algunas viejas cabezas, servir� a la propagaci�n de esa ingenuidad, por ejemplo, distinguiendo la �idea del cristianismo� de sus m�ltiples e imperfectas �ideas fenomenales� y se convence a s� misma de que el �impulso de la idea� es manifestarse en formas siempre cada vez m�s puras y, por �ltimo, en su forma m�s pura y transparente, en realidad ya apenas visible, en el cerebro del actual theologus liberalis vulgaris. Pero cuando estos cristianismos superpurificados se expresan sobre los cristianismos impuros del pasado, el oyente no iniciado tiene con frecuencia la impresi�n de que, en realidad, no se est� hablando del cristianismo, sino de -�de qu� entonces? O �qu� debemos pensar cuando el �m�ximo te�logo del siglo� designa al cristianismo como la religi�n que permite �comprender intuitivamente todas las religiones existentes y algunas otras que son meramente posibles�, y cuando dice que la �verdadera iglesia� deber�a ser �una masa fluida en la que no hay contornos definidos, en que cada parte est� a veces aqu�, a veces all�, y en la que todas las cosas se mezclan pac�ficamente�? -Una vez m�s, �qu� es lo que podemos pensar?

Lo que puede aprenderse respecto al cristianismo es que, bajo el efecto de un tratamiento historizante palidece y se desnaturaliza hasta el punto que un tratamiento perfectamente hist�rico, es decir, equitativo, lo disuelve en un puro conocimiento sobre el cristianismo y, con ello, lo destruye. Se puede estudiar este mismo proceso en todas las cosas que tienen vida: dejan de vivir cuando han sido totalmente seccionadas y viven una vida enfermiza y dolorosa en cuanto se empieza a practicar en ellas el ejercicio de la disecci�n hist�rica. Hay hombres que creen en una fuerza curativa, revolucionaria y reformadora de la m�sica alemana para los alemanes: reaccionan con c�lera y consideran, como un ultraje contra lo que es m�s vital en nuestra cultura, el hecho de que hombres como Mozart y Beethoven sean acribillados por todo el docto furor de los bi�grafos, y forzados, por el torturante aparato de la cr�tica hist�rica, a responder a mil preguntas impertinentes. Aquello que, en sus efectos vitales, todav�a no est� agotado, �no quedar� prematuramente suprimido o, al menos, paralizado, cuando dirigimos nuestra curiosidad a los innumerables detalles microsc�picos de las obras o de las vidas de los autores, y vamos en busca de problemas cognoscitivos all� donde deber�amos aprender a vivir y olvidar todos los problemas? Transportemos en nuestra imaginaci�n a algunos de estos modernos bi�grafos al lugar de nacimiento del cristianismo o de la reforma luterana. Su sobria y pragm�tica curiosidad no tendr�a otro resultado que hacer imposible toda actio in distans espiritual: as� es como el m�s peque�o animal puede impedir que tenga existencia el roble m�s robusto al devorar la bellota. Todo ser viviente necesita una atm�sfera en su entorno, un aura misteriosa; si se le quita esta envoltura, si se condena a una religi�n, a un arte, a un genio a girar como un astro sin atm�sfera, no habr� que admirarse de que muy pronto se esterilice. As� sucede con todas las grandes cosas

 

�que nunca se logran sin cierta ilusi�n�,

 

como dice Hans Sachs en Los maestros cantores.

Pero todo pueblo, todo individuo que quiere llegar a la madurez necesita que le recubra esa ilusi�n, esa nube que lo protege y envuelve; sin embargo, hoy se odia la madurez en todas sus formas porque se venera m�s la historia que la vida. S�, se triunfa por el hecho de que hoy � a ciencia comienza a dominar sobre la vida�. Es posible que esto llegue a ocurrir, pero, ciertamente, una vida controlada de esta manera no valdr�a gran cosa porque es mucho menos vida y garantiza mucho menos la vida para el futuro que la vida que dominaba, no a trav�s del saber, sino por instintos y robustas ilusiones.

Pero esta no ser�, como antes se ha dicho, la �poca de las personalidades armoniosas, completas y maduras, sino m�s bien del trabajo colectivo m�s utilitario posible. Esto �nicamente significa: los hombres deben ser adaptados a los objetivos de la �poca, de suerte que est�n dispuestos al trabajo lo antes posible; deber�n trabajar en la f�brica de la utilidad general antes de estar maduros y que, de esta forma, no lleguen a madurar -pues esto ser�a un lujo que sustraer�a una gran cantidad de fuerza �al mercado de trabajo�. Hay p�jaros a los que se ciega para que canten mejor: yo no pienso que los hombres de hoy canten mejor que sus antepasados, pero s� que han sido cegados bien tempranamente. El medio atroz que se emplea para cegarlos es una luz demasiado brillante, demasiado repentina, demasiado cambiante. Los j�venes son empujados, a golpes de l�tigo, a trav�s de los milenios. Jovenzuelos que no entienden nada de lo que es una guerra, una gesti�n diplom�tica, una pol�tica comercial son considerados dignos de ser introducidos en la historia pol�tica. Pero, como el joven corre a trav�s de la historia, as� corremos nosotros, los modernos, a trav�s de las galer�as de arte, as� escuchamos conciertos. Sentimos bien que esto suena distinto de aquello, que eso tiene un efecto diferente que lo otro: perder progresivamente ese sentido de extra�eza, no sorprenderse ya excesivamente de nada y, finalmente, aceptar todo -a esto se viene llamando sentido hist�rico, cultura hist�rica. Para expresamos sin eufemismos: la masa de impresiones que irrumpe es tan potente, lo sorprendente, lo b�rbaro y lo violento irrumpe con tal presi�n, �acumulado en horribles montones�, sobre el alma juvenil que esta tan solo puede salvarse con el recurso de una intencionada obtusidad. Sobre una conciencia m�s fina y vigorosa se produce, sin duda, otro sentimiento: el hast�o. El joven se ha encontrado de tal forma sin ra�ces que duda de todas las costumbres y todos los conceptos. Ahora sabe que, en cada �poca, las cosas son diferentes, poco cuenta lo que uno es. En una melanc�lica indiferencia deja pasar ante s� una opini�n tras otra y comprende lo que sent�a H�lderling al leer la obra de Di�genes Laercio sobre la vida y ense�anzas de los fil�sofos griegos: �Aqu� he experimentado de nuevo algo que me ha sucedido varias veces antes: que el car�cter transitorio y cambiante de los sistemas y pensamientos humanos me resulta m�s tr�gico que los destinos que generalmente se toman como la �nica realidad�. No, tal historizar, tan desbordante, ensordecedor y violento, no es, ciertamente, indispensable para la juventud, como muestra el ejemplo de los antiguos; m�s a�n, es extremadamente peligroso como lo muestra el ejemplo de los modernos.

Pero consideremos ahora al estudiante de historia, heredero de una apat�a que se ha hecho visible casi desde la adolescencia. Ya ha asimilado y hecho suyo el �m�todo� de trabajo personal, la t�cnica adecuada y el tono distinguido a la manera del maestro. Todo un peque�o cap�tulo del pasado, del todo aislado, ha ca�do v�ctima de su sagacidad y del m�todo que ha aprendido; ya ha producido, o, para utilizar una expresi�n m�s ambiciosa, ha �creado�; por su acci�n se ha convertido en servidor de la verdad y se�or en el campo mundial de la historia. Si, como adolescente, ya estaba �preparado�, ahora est� superpreparado: basta solo sacudirlo y los frutos de su sabidur�a caer�n, como en cascada, en nuestras manos; pero la sabidur�a est� podrida y cada manzana tiene su gusano. Pod�is creerme: si los hombres est�n forzados a trabajar y ser �tiles en la f�brica de la ciencia antes de madurar, en poco tiempo la ciencia misma se arruina, como sucede con los esclavos que son explotados prematuramente en esa f�brica. Lamento que sea necesario servirse de la jerga de los due�os de esclavos y patronos para describir unas condiciones que, en principio, deber�an concebirse libres de utilitarismo y al abrigo de las necesidades de la existencia; pero, involuntariamente, las palabras �f�brica�, �mercado de trabajo�, �oferta�, �utilizaci�n� -y toda la terminolog�a auxiliar del ego�smo- acuden a los labios cuando se quiere hablar de la m�s moderna generaci�n de doctos. La s�lida mediocridad ser� siempre m�s mediocre, la ciencia, en sentido econ�mico, siempre m�s utilitaria. Los doctos m�s recientes, en realidad, no son sabios m�s que en un solo punto, pero, en este, son m�s sabios que todos los hombres del pasado; en todos los dem�s puntos son inmensamente distintos -para hablar con todas las reservas- de todos los doctos de viejo cu�o. Sin embargo, piden para s� honores y privilegios como si el Estado y la opini�n p�blica estuvieran obligados a aceptar que sus monedas nuevas tengan el mismo valor que las antiguas. Los carreteros han hecho entre s� un contrato de trabajo y decretado que el genio es superfluo -con eso han marcado a cada carretero con el sello de genio. Probablemente, una �poca posterior, al contemplar sus edificios, ver� que son el resultado de un acarreo, pero no una construcci�n. A los que incansablemente tienen en la boca los modernos gritos de batalla y sacrificio ��Divisi�n del trabajo! �En fila!� hay que decirles rotundo y claro: quer�is promover la ciencia lo m�s r�pidamente posible, as� la aniquilar�is tambi�n enseguida de la misma manera que perece una gallina a la que se fuerza, con medios artificiales, a poner huevos con demasiada rapidez. Es cierto que, en los �ltimos decenios, la ciencia ha progresado con rapidez sorprendente; pero contemplad tambi�n a los cient�ficos, esas gallinas exhaustas. No son, verdaderamente, naturalezas �arm�nicas�; pueden solamente cacarear m�s que nunca porque ponen huevos con m�s frecuencia, pero, en realidad, los huevos son cada vez m�s peque�os (aunque los libros son cada vez m�s gruesos). Como �ltimo y natural resultado de este proceso tenemos la �popularizaci�n�, tan aceptada por todos (junto con el afeminamiento e infantilizaci�n) de la ciencia, es decir, el lamentable cortar el traje de la ciencia a la medida del cuerpo de un �p�blico medio�, para designar una actividad de sastres con un lenguaje de sastrer�a. Goethe ve�a en este proceso un abuso y quer�a que las ciencias no actuasen sobre el mundo exterior m�s que a trav�s de una praxis superior. Las antiguas generaciones de cient�ficos consideraban tal abuso, con buenas razones, gravoso y molesto. Los cient�ficos de hoy tienen, igualmente, buenas razones para encontrarlo f�cil, dado que ellos mismos, con excepci�n de un peque�o reducto del saber, son parte de ese p�blico medio y llevan en s� sus necesidades. Tan solo necesitan instalarse confortablemente en alguna parte y abrir el peque�o campo de su especialidad a esa impulsiva curiosidad de un p�blico medio. A este acto de comodidad se pretende despu�s dar el nombre de �modesta condescendencia del docto hacia su pueblo� cuando, en realidad, el docto desciende a su propio nivel, no en cuanto es docto sino en cuanto es pueblo. Cread para vosotros la idea de un �pueblo�: no la podr�is pensar suficientemente noble y elevada. Si hab�is pensado del pueblo con grandeza, ser�is tambi�n misericordiosos con �l y os librar�is de ofrecerle ese brebaje hist�rico como elixir de vida y refrigerio. Pero, en el fondo, lo ten�is en poca estima porque no pod�is tener un sincero y profundo respeto por su futuro y actu�is como pesimistas pr�cticos, es decir, como aquellos, guiados por el presentimiento de desastre, que se vuelven indiferentes y ajenos respecto al bienestar de otros, e incluso al bienestar de ellos mismos. �Con tal que la tierra nos contin�e soportando! Y si deja de soportarnos, tambi�n eso estar� bien -esos son sus sentimientos, y viven una existencia ir�nica.

 

 

OCHO

Puede parecer extra�o, pero no contradictorio, que a una �poca que tiende tan ruidosa e insistentemente a la m�s desenfrenada exaltaci�n de la cultura hist�rica, yo atribuya, sin embargo, una especie de consciencia ir�nica de s� misma, un difuso presentimiento de que no hay verdaderamente motivo para el j�bilo, un temor de que tal vez muy pronto tendr�n fin todos los placeres del conocimiento hist�rico. Un enigma semejante, respecto a personalidades individuales, nos ha presentado Goethe en su notable caracterizaci�n de Newton: encuentra, en el fondo (o, para expresarnos m�s exactamente, en la cima) de su ser, �un oscuro presentimiento de estar en un error�, una expresi�n, observable solo en raros momentos, de una conciencia justiciera superior que ha llegado a una perspectiva ir�nica sobre su innata y necesaria naturaleza. Precisamente entre las personas con sentido hist�rico mayor y m�s elevado, encontramos una toma de conciencia, con frecuencia atenuada por un escepticismo general, de lo incongruente y supersticioso que resulta el creer que la educaci�n de un pueblo debe estar tan dominada por la historia como lo est� hoy; pues, en realidad, los pueblos m�s vigorosos en acciones y obras lo han vivido de otra manera y educaron de otro modo a su juventud. Pero a nosotros -esa es la objeci�n de los esc�pticos- nos conviene esa superstici�n, esa absurdidad, a nosotros, los tard�amente llegados, los �ltimos an�micos reto�os de generaciones alegres y potentes, a quienes se refiere la profec�a de Hes�odo: un d�a los hombres nacer�n de repente con los cabellos grises y Zeus aniquilar� la raza en cuanto aparezca este signo. La cultura hist�rica es tambi�n, en realidad, una especie de encanecimiento innato, y aquellos que llevan en s� este signo desde la infancia llegan a creer instintivamente en la vejez de la humanidad. A la edad senil corresponde una actividad de viejos que consiste en mirar hacia atr�s, pasar revista, hacer balance, buscar consuelo en el pasado mediante la memoria; en resumen: cultura hist�rica. Pero la especie humana es tenaz y obstinada y reh�sa que se consideren sus pasos -hacia delante y hacia atr�s- en milenios, ni apenas en cientos de milenios; en otras palabras, reh�sa absolutamente ser observada seg�n la perspectiva del punto at�mico infinitamente peque�o que es el hombre individual. �Qu� significan, pues, un par de milenios (o, en otros t�rminos, el espacio de tiempo de 34 vidas humanas consecutivas, calculando en 60 a�os cada una) para que se hable del comienzo de este periodo como �juventud� y de su final como �vejez de la humanidad�? �No se oculta m�s bien, en esta paralizante creencia en una humanidad ya hacia su ocaso, el malentendido de una concepci�n cristiano-teol�gica heredada del medioevo, el pensamiento en un fin pr�ximo del mundo, en el cercano juicio final, esperado con angustia? �No es esta concepci�n, con maquillaje diferente, la exacerbada necesidad hist�rica de juzgar como si nuestra �poca, la �ltima de las posibles, estuviera autorizada a convocar un juicio de todo el pasado que la creencia cristiana, no esperaba en modo alguno del hombre, sino del �hijo del hombre�? Antes, este memento mori dirigido tanto a la humanidad como al individuo particular, era un siempre tormentoso aguij�n y como la cima del saber y de la conciencia medievales. El lema que se presenta como ant�tesis en los tiempos modernos, memento vivere, suena todav�a, para hablar abiertamente, m�s bien timorato, no se grita con plena voz y casi parece poco sincero. La humanidad est� todav�a s�lidamente establecida en el memento mori y este hecho se traduce en su necesidad universal de historia. A pesar de sus potentes aleteos, el saber no ha podido remontarse al cielo abierto, le ha quedado un profundo sentimiento de desesperanza y ha tomado esa coloraci�n hist�rica con la que est� hoy melanc�licamente ensombrecida toda la educaci�n y cultura superiores. Una religi�n que, de todas las horas de una vida humana, considera la �ltima la m�s importante, que predice el fin de la vida en la tierra y condena a todos los seres vivientes a vivir el quinto acto de la tragedia, estimula, ciertamente, las fuerzas m�s profundas y nobles, pero es hostil a todo intento de plantar semillas de lo nuevo, a todo experimento audaz, a toda aspiraci�n libre; se resiste a todo vuelo hacia lo desconocido porque no ve nada que amar ni que esperar all�: tan solo acepta, contra su voluntad, que el porvenir se imponga, para, en el momento justo, apartarlo o sacrificarlo como una seducci�n de la existencia o un enga�o sobre su valor. Lo que hicieron los florentinos, cuando bajo el efecto de las predicaciones de penitencia de Savonarola organizaron aquellas famosas quemas de cuadros, manuscritos, espejos y l�mparas, el cristianismo quiere hacerlo con toda cultura que estimula a seguir adelante y tiene por lema ese memento vivere; y cuando no es posible hacer esto por v�a directa, sin rodeos, es decir, con prepotencia, logra igualmente su objetivo ali�ndose con la cultura hist�rica, normalmente sin que esta �ltima sea consciente de ello y, hablando por boca de esta, rechaza con un encogimiento de hombros todo lo que est� en proceso de devenir y lo envuelve en el estigma de cuanto es tard�o y ep�gono, en suma, en el estigma de los que nacen con el pelo encanecido. La �spera y profundamente seria reflexi�n sobre todo lo que ha sucedido, sobre el hecho de que el mundo est� ya maduro para el juicio final, se ha volatilizado en la concepci�n esc�ptica de que, en cualquier caso, es bueno conocer todo lo que ha acontecido porque es demasiado tarde para hacer algo mejor. As� es como el sentido hist�rico hace pasivos y retrospectivos a sus servidores, y los que est�n atacados por la fiebre hist�rica se vuelven activos tan solo en momentos de olvido, cuando ese sentido hist�rico tiene una pausa; y tan pronto como una acci�n est� realizada, es disecada de forma que el an�lisis reflexivo se pone a seccionar la operaci�n y a impedir, con la reflexi�n anal�tica, que tenga efectos posteriores y, finalmente, la reduce a pura �historia�. En este sentido, vivimos todav�a en la Edad Media, la historia sigue siendo todav�a una teolog�a encubierta; de igual modo, la veneraci�n del iletrado por la casta cient�fica es una veneraci�n heredada del clero. Lo que antes se daba a la Iglesia se da hoy, si bien con m�s parsimonia, a la ciencia. Pero el hecho de que se d� es atribuible a la Iglesia, no al esp�ritu moderno que, al contrario, no obstante sus otras buenas cualidades, es notoriamente avaro y un tanto desma�ado cuando se trata de la noble virtud de la generosidad.

Puede que esta consideraci�n no agrade, al igual que el intento de deducir el exceso de historia de ese memento mori medieval y de la desesperanza, que el cristianismo lleva en el coraz�n, respecto a todos los tiempos venideros de la existencia terrena. Que alguien sustituya la explicaci�n, que yo expongo aqu�, no sin reservas, por otra mejor, pues el origen de la cultura hist�rica -as� como su intr�nseca y totalmente radical contradicci�n con el esp�ritu de un �tiempo nuevo�, de una �conciencia moderna�-, ese origen debe, a su vez, ser reconocido como hist�rico. La historia debe, ella misma, resolver el problema de la historia, el saber debe volver el propio aguij�n contra s� mismo. Este triple debe constituye el imperativo del esp�ritu del �tiempo nuevo�, en el caso de que haya en �l algo realmente nuevo, potente, prometedor de vida y original. O ser�a cierto que nosotros, los alemanes -para dejar fuera de juego a los pueblos latinos-, en todas las cuestiones superiores de cultura estamos destinados a ser �nicamente �descendientes� por el simple hecho de que no podemos ser otra cosa. As� lo ha expuesto Wilhelm Wackernagel en una proposici�n digna de toda consideraci�n: �Nosotros, los alemanes, somos un pueblo de ep�gonos; con toda nuestra ciencia superior, con nuestras creencias, somos siempre tan solo los sucesores del mundo antiguo; incluso aquellos, que con esp�ritu de hostilidad se oponen, respiran constantemente, junto con el esp�ritu del cristianismo, el esp�ritu inmortal de la cultura cl�sica antigua y, si alguien lograse eliminar estos dos elementos de la atm�sfera vital que rodea al hombre interior, no quedar�a mucho para sostener todav�a una vida espiritual�. Pero, aun cuando acept�semos con gusto este destino de ser descendientes de la Antig�edad y nos decidi�ramos a tomar esta tarea vigorosamente en serio y con grandeza, haciendo de este vigor nuestro �nico y distintivo privilegio -a pesar de esto, estar�amos obligados a preguntamos si nuestro destino ser�a el ser siempre los disc�pulos de la Antig�edad declinante. Un d�a u otro nos ser�a permitido fijarnos una meta progresivamente m�s alta y m�s lejana, en un momento u otro, deber�amos poder gloriarnos de haber recreado en nosotros -tambi�n mediante nuestra historiograf�a universal- el esp�ritu de la civilizaci�n romano-alejandrina de modo tan excelente y fruct�fero que, como m�xima recompensa, podamos proponernos la tarea todav�a m�s grande de remontar este mundo alejandrino y, m�s all� de �l, en el antiguo mundo griego, buscar nuestros modelos de lo excelso, de lo natural y de lo humano. All� encontraremos tambi�n la realidad de una cultura esencialmente ahist�rica y, a pesar de ello, o m�s bien por eso, indeciblemente rica y llena de vida. Aunque nosotros, alemanes, no fu�ramos m�s que herederos -por el hecho de considerar esa cultura como una herencia que podemos hacer propia, no podr�amos tener un destino m�s grande y del que nos pudi�ramos sentir m�s orgullosos que el ser precisamente herederos.

Con esto, quiero decir una cosa y solamente una: que la idea, con frecuencia penosa, de ser ep�gonos, pensando con grandeza, puede garantizar, tanto al individuo como a un pueblo, grandes resultados y expectativas de futuro cargadas de esperanza; al menos, en cuanto nos consideramos herederos y descendientes de las prodigiosas potencias cl�sicas y, en ellas, vemos nuestro honor y nuestro est�mulo. No como los frutos tard�os, an�micos y atrofiados de generaciones vigorosas llevando una vida precaria de anticuarios y enterradores de esas generaciones que nos precedieron. Tales frutos tard�os viven una existencia ir�nica. El aniquilamiento sigue, como pis�ndole los talones, el curso tambaleante de su vida; tiemblan ante eso cuando se recrean con el pasado, pues ellos son memorias vivientes y su recordar no tiene sentido si, a su vez, no tienen herederos. Los agobia el sombr�o presentimiento de que su vida es una injusticia, pues ninguna vida posterior la puede justificar.

Pero imaginemos que estos tard�os anticuarios de repente cambian su penosamente ir�nica modestia por una impudicia. Veamos c�mo proclaman con voz estridente: nuestra estirpe ha llegado ahora a su apogeo, pues tan solo ahora ha llegado al conocimiento de s� misma y se ha revelado a s� misma -el resultado ser�a un espect�culo en el cual se reflejar�a, como en una par�bola, el enigm�tico significado para la cultura alemana de cierta filosof�a bien famosa. Creo que no ha habido ninguna desviaci�n o cambio peligrosos de la cultura alemana de este siglo que no hayan resultado m�s peligrosos todav�a por la formidable influencia, hasta este momento todav�a en avance, de esa filosof�a, es decir, de la filosof�a hegeliana. En realidad es un pensamiento entristecedor y paralizante el creerse el ep�gono de todos los tiempos; pero terrible y destructivo debe parecer cuando un d�a, en una audaz inversi�n, tal creencia deifica a este fruto tard�o como el verdadero sentido y prop�sito de todo lo que anteriormente ha acontecido; cuando su sapiente miseria se identifica con la culminaci�n de la historia universal. Tal concepci�n ha habituado a los alemanes a hablar del �proceso del mundo� y a justificar su propia �poca como el resultado necesario de este proceso del mundo. Esta manera de considerar las cosas ha colocado a la historia en el puesto de las otras fuerzas espirituales, arte y religi�n, como �nica soberana en cuanto ella es �el concepto que se realiza a s� mismo�, �la dial�ctica de los esp�ritus de los pueblos� y �el juicio universal�.

Esta historia, entendida al modo hegeliano, ha sido llamada, en son de burla, la marcha de Dios sobre la tierra, aunque este Dios, por su parte, es solo un producto de la historia. Pero es dentro de las seseras hegelianas donde este Dios se hizo transparente y comprensible a s� mismo y ha ascendido, por todos los grados dial�cticamente posibles de su devenir, hasta esta autorrevelaci�n: de modo que para Hegel, el �pice y punto final del proceso del mundo coinciden con su propia existencia berlinesa. Mir�ndolo bien, Hegel hasta tendr�a  haber dicho que todo lo que viniera despu�s de �l deber�a, en realidad, considerarse tan solo como una coda musical del rond� hist�rico universal [weltgeschichtlich] o, m�s exactamente todav�a, como algo superfluo. No lo ha dicho. Sin embargo, ha implantado, en las generaciones impregnadas por su filosof�a, esa admiraci�n por el �poder de la historia� que pr�cticamente se transforma en todo momento en pura admiraci�n del �xito y lleva a la idolatr�a de lo efectivo; un culto, respecto al cual se emplea hoy generalmente la f�rmula muy mitol�gica y, adem�s, muy alemana: �Amoldarse a los hechos� [Thatsachen]. Pero el que ha aprendido a doblar el espinazo y bajar la cabeza ante el �poder de la historia� acabar� por decir mec�nicamente, a la manera china, s� a todo poder, sea este un gobierno, una opini�n p�blica o una mayor�a num�rica, y mover� sus miembros exactamente al ritmo en que tal poder tire de los hilos. Si todo �xito contiene dentro de s� una necesidad racional, si todo acontecimiento es la victoria de lo que es l�gico y de la �idea� -�entonces pong�monos r�pidamente de rodillas y vayamos arrodillados por todos los �escalones del �xito�! �Qu�! �No habr�a m�s mitolog�as dominantes �Qu�! �Las religiones estar�an en agon�a? Mirad, pues, la religi�n del poder hist�rico, �prestad atenci�n a los sacerdotes de la mitolog�a de las ideas y a sus rodillas magulladas! �No est�n, de hecho, todas las virtudes en el cortejo de esta nueva fe? �Y no es un signo de abnegaci�n el hecho de que el hombre hist�rico se deje transformar en espejo objetivo? �No es magnanimidad el renunciar a toda violencia, en el cielo y en la tierra, por el hecho de que, en toda violencia, se adora la violencia en s�? �No es un signo de justicia el tener siempre la balanza del poder en la mano y observar minuciosamente cu�l de los dos platillos desciende por ser m�s fuerte y pesado? Y �qu� escuela de decoro es tal concepci�n de la historia! Tomar todo objetivamente, no irritarse por nada, no amar nada, comprenderlo todo, �c�mo hace a uno flexible y suave todo esto! Y si alguna vez alguien, educado en esta escuela, llega a irritarse y exponer su c�lera en p�blico, nos alegraremos por ello, pues sabemos que solo se pretende un efecto art�stico; es ira y studium, pero totalmente sine ira et studio.

�Qu� anticuados pensamientos tengo en el coraz�n contra tal complejo de mitolog�a y virtud! Pero deben ser expresados aunque solo hagan re�r. Dir�, pues, que la historia ense�a siempre: ��rase una vez�, la moral: �t� no debes� o �t� no deb�as haber�. As� se convierte la historia en un compendio de inmoralidad efectiva. Pero ser�a un grave error si simult�neamente consider�semos la historia como juez de esta inmoralidad f�ctica. Es algo, por ejemplo, que ofende a la moral el hecho de que un Rafael tuviera que morir cuando ten�a 36 a�os: un ser as� no deber�a morir. Si quer�is venir en ayuda de la historia como apologistas de los hechos, dir�ais: Rafael expres� todo lo que ten�a dentro de s�; si hubiera vivido m�s tiempo, hubiera podido crear repetidamente la misma belleza, pero no una nueva belleza, y cosas semejantes. As� os convert�s en abogados del diablo al tomar como vuestro �dolo el �xito, el hecho, y el hecho es siempre est�pido y, en todo tiempo, ha sido m�s semejante a una vaca que a un dios. Como apologistas de la historia, la ignorancia es vuestra inspiraci�n: en realidad, tan solo porque no sab�is qu� cosa es una natura naturans como la de Rafael, os deja indiferentes el saber que �l vivi� una vez y nunca m�s volver� a vivir. Recientemente alguien nos ha querido ense�ar que Goethe a sus ochenta y dos a�os hab�a agotado todas sus capacidades. Pero yo cambiar�a con gusto carretas enteras de vidas j�venes y ultramodernas por algunos a�os de este Goethe �agotado�, para poder todav�a tener parte en di�logos como aquellos que �l manten�a con Eckermann y preservarme as� de todas las ense�anzas actuales de los legionarios del momento. Ante tales muertos, �qu� pocos vivos tienen derecho a la vida! Que los muchos viven y aquellos pocos no viven m�s no es otra cosa que una verdad brutal, una irremediable estupidez, un tosco �esto es as�� frente a la moral que dice: �no debiera ser as��. Cierto, �contra la moral! Porque cualquiera que sea la virtud de que se hable: justicia, generosidad, valor, sabidur�a, compasi�n -en todas partes, el hombre es virtuoso, en cuanto se rebela contra la ciega fuerza de los hechos, contra la tiran�a de lo real y se somete a leyes que no son las leyes de esas fluctuaciones de la historia. Nada siempre contra la corriente hist�rica, ya sea que combata sus pasiones como los hechos est�pidos m�s cercanos de su existencia o porque se compromete a ser sincero, mientras la mentira teje en torno a �l sus brillantes redes. Si la historia no fuera m�s que �el sistema universal de la pasi�n y el error�, el hombre deber�a leer en ella como Goethe aconsejaba que se leyera el Werther, como si la historia gritase: ��S� hombre y no me sigas!�. Pero afortunadamente la historia salvaguarda tambi�n la memoria de los grandes luchadores contra la Historia, es decir, contra la fuerza ciega de lo real y exponi�ndose a s� misma a la acusaci�n de exaltar como aut�nticas naturalezas hist�ricas precisamente aquellas que se cuidaron poco del �as� es� para seguir con sereno orgullo un �debe ser as��. No el llevar a la tumba a su generaci�n, sino fundar una nueva generaci�n -eso los impulsa incansablemente hacia delante; y si ellos mismos nacieron como ep�gonos -hay un arte de vivir que hace olvidar esto-, las generaciones venideras los conocer�n solo como anticipadores.

 

 

NUEVE

�Es tal vez nuestro tiempo un tal anticipador? En realidad, la vehemencia de su sentido hist�rico es tan grande y se expresa de un modo tan universal y tan ilimitado que las �pocas futuras exaltar�n, en esto al menos, su naturaleza anticipadora -suponiendo, en todo caso, que haya �pocas futuras entendidas en el sentido cultural. Pero, precisamente en esto, subsiste una grave duda. Estrechamente asociada al orgullo del hombre moderno est� la iron�a sobre s� mismo, la consciencia de que debe vivir en un estado de �nimo historizante y, a la vez, crepuscular, su temor de que no sea capaz de salvaguardar para el futuro nada de sus esperanzas y sus energ�as juveniles. Aqu� y all� algunos van todav�a m�s lejos en la direcci�n del cinismo y justifican el curso de la historia, toda la evoluci�n universal, como algo exclusivamente para la utilidad diaria del hombre moderno seg�n el canon c�nico: ten�a que suceder exactamente como ahora sucede y el ser humano no pod�a llegar a ser diferente de lo que es hoy; ser�a in�til oponerse a esta fatalidad. Los que no pueden soportar la iron�a se refugian en el bienestar de este tipo de cinismo; adem�s, el �ltimo decenio les ofrece como regalo una de sus m�s bellas invenciones, una f�rmula rotunda y plena para describir este cinismo: designa ese arte de vivir de acuerdo con la �poca y de modo absolutamente irreflexivo �el abandono total de la personalidad al proceso del mundo�. �La personalidad y el proceso del mundo! �El proceso del mundo y la personalidad de la pulga! �Si, al menos, no hubiera que escuchar eternamente la hip�rbole de todas las hip�rboles, la palabra mundo, mundo, mundo, cuando sinceramente no habr�a que decir m�s que hombre, hombre, hombre! �Herederos de los griegos y romanos? �Herederos del cristianismo? A los c�nicos esto no les dice nada. Pero �herederos del proceso del mundo, cumbre y meta del proceso del mundo! �El sentido y soluci�n de todos los enigmas del devenir expresados en el hombre moderno, el fruto m�s maduro del �rbol de la ciencia! -Yo llamo a esto un sublime sentimiento; este distintivo permite reconocer a los adelantados de todos los tiempos, aun cuando hayan sido los �ltimos en llegar. La concepci�n de la historia nunca ha volado tan alto, ni aun en sue�os, pues ahora la historia de la humanidad es tan solo la continuaci�n de la historia de los animales y las plantas; en lo m�s profundo de los mares encuentra el universalista hist�rico sus propios rasgos bajo forma de l�gamo viviente; mirando como un milagro el formidable camino que el hombre ya ha recorrido hasta el presente, siente v�rtigo frente al milagro todav�a m�s sorprendente del hombre moderno que puede abarcar con la mirada este camino. Se alza, alto y soberbio, sobre la pir�mide del proceso del mundo y, al poner en lo m�s alto la clave de b�veda de su conocimiento, parece gritar a la naturaleza que est� a la escucha en su entorno: �Hemos llegado a la cima, somos la cima, somos la naturaleza llegada a su perfecci�n�.

Arrogante europeo del siglo XIX, pierdes la cabeza. Tu saber no completa la naturaleza, tan solo destruye la tuya. Mide, compara la altura de tus conocimientos con la peque�ez de tus posibilidades. En el rayo luminoso de tu saber ciertamente subes hasta el cielo, pero desciendes tambi�n hasta el caos. Tu forma de caminar, es decir, de remontarte como hombre de ciencia, es tu destino. A tus pasos el suelo s�lido se reblandece en incertidumbres, tu vida no est� apoyada en pilares, hay tan solo telas de ara�a que va desgarrando cada nuevo avance de tu saber. Pero basta de hablar en tono tan serio, pues podemos ocuparnos de cosas m�s divertidas.

El fren�tico y alocado prurito de despedazar y descomponer todos los fundamentos, de disolverlos en un devenir que siempre fluye y se derrite, el incansable desmenuzar e historizar todo lo que ha sucedido, por parte del hombre moderno, la gran ara�a en el nudo de la red c�smica -todo esto puede ocupar e inquietar al moralista, al artista, al hombre religioso e, incluso, al pol�tico. Pero nosotros nos contentamos hoy con divertirnos mirando todo esto en el relumbrante espejo m�gico de un parodista filos�fico, en cuya cabeza la �poca ha tomado conciencia ir�nica de s� misma y esto con una claridad que �bordea lo demencial� (para hablar a la manera de Goethe). Hegel nos ha ense�ado que, �cuando el esp�ritu da un salto, los fil�sofos tambi�n estamos presentes�. Nuestra �poca ha dado un salto hacia la autoiron�a y, �ah!, entonces ah� estaba presente E. von Hartmann para escribir su famosa filosof�a del inconsciente -o para decirlo m�s claramente-, su filosof�a de la iron�a inconsciente. Rara vez se ha le�do una invenci�n m�s divertida y una travesura m�s filos�fica que la de Hartmann. Aquel que, con esta lectura, no queda esclarecido e �ntimamente alumbrado sobre el tema del devenir es alguien verdaderamente maduro para el �haber sido�. El comienzo y la meta del proceso del mundo, desde las primeras fases de la conciencia hasta el retorno a la nada, junto con la tarea, precisamente determinada, de nuestra generaci�n en el proceso del mundo, todo esto salido de esa ingeniosa fuente de inspiraci�n que es el inconsciente y ba�ado en un luz apocal�ptica; todo esto imitado de modo tan enga�oso y con tan sincera seriedad como si realmente se tratase de seria filosof�a y no de una filosof�a para bromear. Tal conjunto convierte a su creador en uno de los primeros parodistas de todos los tiempos. Sacrifiquemos, pues, en su altar, sacrifiqu�mosle, al inventor de una verdadera panacea universal, un rizo de pelo -para tomar prestada de Schleiermacher una de sus expresiones admirativas. �Qu� medicina podr�a ser m�s efectiva, contra el exceso de cultura hist�rica, que la parodia hartmanniana de toda la historia universal?

Para expresar secamente lo que Hartmann proclama desde el tr�pode humeante de la iron�a inconsciente, habr�a que decir que, seg�n �l, nuestra �poca debe ser exactamente tal como es si la humanidad ha de llegar un d�a hasta el hast�o de la existencia. Nosotros lo creer�amos de buen grado. La horrible osificaci�n de nuestra �poca, ese incansable tableteo de osamentos -que David Strauss nos ha descrito ingenuamente como hermos�sima realidad [Thats�chlichkeit]-, Hartmann la justifica no solo bas�ndose en el pasado, ex causis efficientibus, sino tambi�n apoy�ndose en el futuro, ex causa f�nali. El p�caro, desde el d�a del juicio final, proyecta luz sobre nuestro tiempo y aparece entonces que nuestro tiempo es perfecto, es decir, �ptimo para aquel que quiere sufrir lo m�s duramente posible la indigestabilidad de la vida y para quien, en su deseo, el juicio final no llega con suficiente rapidez. Hartmann llama a la �poca a que la humanidad se acerca la �edad viril�. Pero, si seguimos su descripci�n, es el estado feliz, en el cual no hay m�s que �s�lida mediocridad� y el arte ser� �lo que un espect�culo burlesco� es, digamos, para el agente de bolsa de Berl�n, en el que �los genios no ser�n ya necesarios, porque eso equivaldr�a a echar perlas a los cerdos o, incluso, porque la �poca ha ido, m�s all� de la fase en que se precisaban los genios, a otra fase m�s importante�, es decir, a ese estadio de la evoluci�n social en el que todo trabajador �con un horario de trabajo que le deja tiempo libre suficiente para su formaci�n intelectual, tendr� una existencia confortable�. P�caro de p�caros, t� est�n dando voz a los anhelos de la presente humanidad, pero t� sabes tambi�n qu� espectro aparecer� al final de esta �poca de la humanidad, como resultado de aquella formaci�n intelectual en la s�lida mediocridad -el hast�o. Sin duda, nuestra situaci�n es del todo lamentable, pero en el futuro ser� peor todav�a, �el anticristo va extendiendo claramente su esfera de influencia� -pero esto debe ser as�, debe suceder as�, pues con todo esto estamos en el mejor camino -para sentir hast�o con todo lo existente. �Por tanto, marchemos adelante, con paso vigoroso, en el proceso del mundo, como trabajadores de la vi�a del Se�or, pues tan solo este proceso es lo que puede conducirnos a la liberaci�n�.

�La vi�a del Se�or! �El proceso! �A la liberaci�n! �Qui�n no ve y qui�n no siente aqu� esa cultura hist�rica que solo conoce la palabra �devenir�, que aqu� se disfraza deliberadamente de monstruosidad par�dica que, tras esa m�scara grotesca, dice sobre s� misma las cosas m�s petulantes? Porque �qu� pide, en suma, a los trabajadores de la vi�a, esta �ltima p�cara llamada? �En qu� tarea deben seguir ellos con empe�o? O, para preguntarlo de otra manera, �qu� le queda por hacer al hombre con cultura hist�rica, al moderno fan�tico del proceso, que nada y se ahoga en el r�o del devenir hasta que pueda un d�a cosechar el hast�o, la exquisita uva de esa vi�a? No tiene que hacer m�s que continuar viviendo como ha vivido, continuar amando lo que ha amado, continuar odiando lo que ha odiado y continuar leyendo el peri�dico que siempre ha le�do; para �l solo existe un pecado -vivir de modo diferente a como hasta ahora ha vivido. Pero el modo como ha vivido nos lo ense�a, con deslumbrante claridad, en letras esculpidas en piedra, aquella famosa p�gina cuyas proposiciones, impresas en grandes caracteres, dejan en ciego �xtasis y arrebatado frenes� a toda la escoria cultural contempor�nea porque cre�an leer en esas frases su propia justificaci�n, una justificaci�n esclarecida con luz apocal�ptica. Porque, de cada individuo, el inconsciente par�dico exig�a �la entrega completa de la personalidad al proceso del mundo a fin de que este alcance su objetivo, que es la liberaci�n del mundo�. O, para decirlo de modo m�s transparente y claro, �el s� de la voluntad a la vida es proclamado como lo �nico por ahora correcto, pues tan solo en la entrega total a la vida y a sus dolores, no en la cobarde renuncia personal y en el retraimiento, se puede hacer algo para el proceso del mundo�, �el intento de una negaci�n personal de la voluntad es tan insensato e in�til o incluso m�s insensato que el suicidio�. �El lector reflexivo comprender�, sin otras explicaciones, c�mo se configurar�a una filosof�a pr�ctica fundada en estos principios y que tal filosof�a no puede significar un divorcio de la vida, sino una plena reconciliaci�n con la misma�.

El lector que reflexiona comprender�..., pero �Hartmann puede ser mal comprendido! Y �qu� indeciblemente divertido es ver que sea mal comprendido! �Ser�n los alemanes modernos especialmente sutiles? Un honrado ingl�s encuentra que carecen de delicacy of perception e incluso llega a decir que �in the german mind there does seem to be something splay, something blunt-edged, unhandy und infelicitous� -el gran parodista alem�n �tendr�a algo que objetar? Es cierto que, seg�n sus explicaciones, nos estamos acercando a �aquel estado ideal en que la especie humana realiza su historia conscientemente�; pero obviamente estamos todav�a muy alejados de ese estado, tal vez m�s ideal, en que la humanidad leer� el libro de Hartmann con plena consciencia. Si llegamos a ese estado, nadie pondr� en sus labios la expresi�n �proceso del mundo� sin que estos labios sonr�an, pues, al hacerlo as�, recordar� el tiempo en que se escuchaba, se absorb�a, se combat�a, se veneraba, se difund�a y canonizaba el par�dico Evangelio de Hartmann con toda la probidad de aquella �german mind�, es decir, con �la exagerada seriedad del b�ho�, como dice Goethe. Pero el mundo debe seguir adelante, ese estado ideal no se puede conseguir so�ando, es preciso luchar y conquistarlo, y tan solo a trav�s de la alegr�a pasa el camino que lleva a la liberaci�n, a la liberaci�n de esa enga�osa seriedad del b�ho. Llegar� un tiempo en que el hombre se abstendr� sabiamente de todas las construcciones del proceso universal o tambi�n de la historia de la humanidad, un tiempo en que no se prestar� atenci�n a las masas, sino que se retornar� a los individuos que forman una especie de puente sobre la turbulenta corriente del devenir. Los individuos no contin�an un proceso sino que viven a la vez en su tiempo y fuera del tiempo, gracias a la historia que permite esta combinaci�n; viven como en la rep�blica de genios de que habla Schopenhauer. Un gigante llama a otro a trav�s de los intervalos desolados del tiempo y as� el alto di�logo de los esp�ritus contin�a sin que sea perturbado por los enanos inquietos y ruidosos que rastrean a sus pies. La tarea de la historia es servir de mediadora entre ellos y as� continuamente incitar a promover la creaci�n de lo que es grande. No, el objetivo de la humanidad no puede encontrarse en su estadio final, sino solamente en sus m�s altos ejemplares.

Nuestro divertido personaje responde a esto con esa admirable dial�ctica que es tan genuina como admirables son sus admiradores: �As� como no ser�a compatible con el concepto de la evoluci�n atribuir al proceso del mundo una duraci�n infinita en el pasado, pues toda concebible evoluci�n deber�a entonces haber ya sucedido y, ciertamente, este no es el caso� (�oh, p�caro!), �del mismo modo no podemos asignar a este proceso una duraci�n infinita en el porvenir. Ambas hip�tesis descartar�an la idea de una evoluci�n orientada hacia un objetivo� (�oh, p�caro!, una vez m�s) �y el proceso del mundo se asemejar�a al trabajo de las Danaides. Pero la victoria completa de lo l�gico sobre lo il�gico� (�oh, p�caro de p�caros!) �debe coincidir con el fin temporal del proceso del mundo, con el juicio final�. No, esp�ritu claro y burl�n, mientras lo il�gico prevalezca como hoy, mientras todav�a se pueda hablar, como t� lo haces, del �proceso del mundo� con asentimiento general, el d�a del juicio est� todav�a lejos: todav�a hay muchas cosas alegres en la tierra, florecen muchas ilusiones, por ejemplo, las ilusiones de tus contempor�neos sobre ti, todav�a no estamos maduros para ser catapultados a tu nada porque creemos que ser� todav�a m�s divertido cuando se haya comenzado a comprenderte a ti, el incomprendido inconsciente. Pero si, a pesar de todo, el hast�o nos va a invadir impetuosamente, como t� has profetizado a tus lectores, si tus descripciones del presente y del futuro son correctas -y nadie ha despreciado tanto a ambos, nadie los ha despreciado tanto, hasta la n�usea, como t�-, yo estar� del todo dispuesto a votar con la mayor�a, en la forma que t� propones, que, en la noche del pr�ximo s�bado, exactamente a las doce, tu mundo va a perecer; y nuestro decreto puede concluir con estas palabras: a partir de ma�ana, el tiempo no existir� y los peri�dicos dejar�n de publicarse. Pero tal vez no tenga efecto y habremos decretado en vano; bien, en todo caso, nos queda todav�a tiempo para realizar un bello experimento. Tomemos una balanza y pongamos en uno de los platillos el inconsciente de Hartmann y, en el otro, el proceso del mundo. Hay gentes que creen que estar�an equilibrados, pues en cada uno de los platillos habr�a una frase exactamente tan mala y una broma exactamente tan buena como en el otro. Una vez que se haya comprendido la broma de Hartmann, nadie tendr� ya necesidad de utilizar su expresi�n �proceso del mundo� m�s que para bromear. En realidad, ya es hora de lanzarse en campa�a, con todas las fuerzas de la malignidad sat�rica, contra los excesos del sentido hist�rico, contra el gusto excesivo por el proceso a costa del ser y de la vida, contra el desplazamiento insensato de todas las perspectivas; y se debe siempre repetir, en elogio del autor de la Filosof�a del inconsciente, que �l ha logrado ser el primero en sentir vivamente lo que hay de rid�culo en la noci�n de �proceso del mundo� y, por la extraordinaria seriedad de su exposici�n, hacerlo sentir a�n m�s vivamente. Cu�l es la finalidad del �mundo�, cu�l es la finalidad de la �humanidad�, por ahora, no debemos inquietamos por tales cuestiones a no ser que queramos hacer bromas: en realidad, la presunci�n del peque�o gusano humano es lo que hay de m�s c�mico y divertido en el teatro del mundo. Pero con qu� finalidad existes t�, como individuo, preg�ntate esto y, si nadie te lo puede decir, trata de justificar el sentido de tu existencia de alguna manera a posteriori, proponi�ndote un objetivo, una meta, una �finalidad�, una alta y noble �finalidad�. �Si pereces en el intento? -Yo no conozco ning�n objetivo mejor en la vida que perecer por lo grande y lo imposible, animae magnae prodigus. Si, por el contrario, la doctrina del devenir soberano, de la fluidez de todas las concepciones, tipos y especies, de la falta de toda diferencia cardinal entre el hombre y el animal -doctrinas que tengo por verdaderas, pero mort�feras-, en la locura de la ense�anza actual son lanzadas al pueblo todav�a durante una generaci�n, nadie podr� admirarse si ese pueblo perece de lo que es ego�sticamente mezquino y miserable, de osificaci�n y egocentrismo, se desgarrar� y dejar� de ser un pueblo: en su lugar aparecer�n tal vez, en el escenario del futuro, sistemas de ego�smos particulares, fraternidades con vistas a la explotaci�n rapaz de los que no son hermanos y otras creaciones semejantes de la vulgaridad utilitaria Para despejar el camino a estas creaciones, basta continuar escribiendo la historia desde el punto de vista de las masas y buscar en ellas las leyes que pueden derivarse de las necesidades de las masas, es decir de las leyes que rigen el movimiento de los estratos bajos de greda y arcilla de la sociedad. Las masas me parecen merecer atenci�n solo bajo tres puntos de vista: por un lado, como copias desva�das de los grandes hombres, hechas en mal papel y con placas gastadas; por otro, como resistencia frente a los grandes, y, por �ltimo, como instrumento de los grandes; por lo dem�s, �que se ocupen de esto el diablo y las estad�sticas! �C�mo? �Las estad�sticas demuestran que hay leyes en la historia? �Leyes? S�, prueban c�mo la masa es vulgar y repulsivamente uniforme. �Aplicaremos la palabra leyes a los efectos de esa fuerza de gravedad que son la necedad, el remedo, el amor y el hambre? Bien, concedamos que as� sea, pero entonces habr� que admitir tambi�n que, en cuanto existen leyes en la historia, estas leyes no valen y la misma historia no vale nada. Pero hoy es universalmente valorado este g�nero de historia que considera los grandes impulsos de las masas como factor hist�rico importante y principal y a todos los grandes hombres meramente como su m�s clara expresi�n, semejantes a las burbujas que se hacen visibles en la espuma de las olas. As�, la masa engendrar� de s� misma lo que es grande, del caos saldr� el orden; al final, naturalmente, se entonar� el himno a la fecundidad de las masas. Se llama �grande� a todo lo que durante largo tiempo ha removido las masas y, como se dice, ha sido �una fuerza hist�rica�. Pero �no significa esto confundir intencionadamente la cantidad con la cualidad? Cuando la tosca masa ha encontrado una idea cualquiera, por ejemplo, una idea religiosa, es enteramente adecuada, la ha defendido tenazmente, la ha arrastrado durante siglos y entonces, y solo entonces, el descubridor y creador de esta idea ser� considerado como grande. Y ello �por qu�? Lo m�s noble y m�s elevado no act�a sobre las masas; el �xito hist�rico del cristianismo, su fuerza, resistencia y duraci�n hist�ricas, todo esto, afortunadamente, no prueba nada respecto a la grandeza de su fundador y, en el fondo, podr�a ser invocado contra �l. Pero, entre �l y ese hecho hist�rico, existe un estrato muy terrestre y oscuro de pasi�n, error, ansia de poder y honores, la fuerza todav�a activa del imperium romanum, un estrato del cual el cristianismo ha adquirido su gusto y su residuo terrenos que le han hecho posible su continuidad en el mundo y le han dado, por as� decir, su resistencia. La grandeza no puede depender del �xito, y Dem�stenes tiene grandeza aunque no tuvo �xito. Los seguidores m�s puros y aut�nticos del cristianismo han tendido siempre a poner en duda y obstaculizar m�s bien que fomentar su �xito mundano, su llamada �fuerza hist�rica�; pues ellos sab�an colocarse fuera del �mundo� y no se ocupaban del �proceso de la idea cristiana�. Es la raz�n por la cual la historia, en su mayor parte, los desconoce y no los menciona. Para expresarme desde el punto de vista cristiano, dir�a que el diablo gobierna el mundo y es el se�or del �xito y del progreso; en todos los poderes hist�ricos, �l es el verdadero poder y, en lo esencial, siempre ser� as� -por muy ingrato que esto pueda sonar en los o�dos de una �poca habituada a divinizar el �xito y el poder hist�rico. Esta �poca se ha ejercitado en dar nuevos nombres a las cosas y hasta en rebautizar al mismo diablo. Estamos ciertamente en la hora de un gran peligro: los hombres parecen estar a punto de descubrir que el ego�smo del individuo, de los grupos o de las masas ha sido, en todas las �pocas, la palanca de los movimientos hist�ricos, pero, al mismo tiempo, no parecen inquietados por este descubrimiento y se decreta que el ego�smo debe ser nuestro dios. Con esta nueva fe se disponen, sin disimular sus intenciones, a edificar la historia futura sobre el ego�smo: solamente se exige que sea un ego�smo inteligente, un ego�smo que impone algunas restricciones para asentarse con bases estables, un ego�smo que estudia la historia precisamente para aprender qu� es el ego�smo no inteligente. Este estudio ha permitido aprender que a todo estado incumbe una misi�n muy particular en la instauraci�n de ese sistema universal del ego�smo. El estado debe convertirse en el patr�n de todos los ego�smos inteligentes para protegerlos, con su fuerza militar y polic�aca, contra los excesos del ego�smo poco inteligente. Con el mismo objetivo, la historia -en particular, la historia del animal y del hombre- ser� introducida con cuidado en las masas populares y en la clase obrera, que son peligrosas por poco instruidas, pues es sabido que un peque�o grano de cultura hist�rica es capaz de romper los instintos y los apetitos oscuros y rudos o, al menos, canalizarlos en la direcci�n de un refinado ego�smo. En suma, el hombre se preocupa hoy, para hablar con palabras de Hartmann, �de una instalaci�n pr�cticamente confortable en la patria terrenal mirando prudentemente hacia el futuro�. El mismo autor llama a tal periodo la �edad madura� de la humanidad, mof�ndose as� de lo que hoy llamamos �hombre�, como si por este concepto se entendiese tan solo el desencantado ego�sta. Igualmente profetiza que tal edad ser� seguida por su correspondiente vejez, pero, evidentemente, solo con la intenci�n de mofarse de nuestros viejos actuales, pues habla de la madurez contemplativa con que �pasan revista a todos los sufrimientos, por los que tempestuosa y tumultuosamente atravesaron en su vida pasada, y la vanidad de lo que consideraban hasta ahora objetivo de sus aspiraciones�. No, a la madurez de ese ego�smo astuto e hist�ricamente cultivado corresponde una ancianidad que se adhiere a la vida con repulsiva avidez y sin dignidad e, incluso un �ltimo acto en el que

 

�concluye la Historia singularmente variada, 
como una segunda infancia, olvido total, 
sin ojos, sin dientes, sin gusto, sin nada� 

 

Sea que los peligros para nuestra vida y nuestra cultura vengan de estos desva�dos viejos, sin gusto y sin dientes, o que vengan de esos considerados �hombres� de Hartmann, frente a ellos mantendremos, con nuestros dientes, los derechos de nuestra juventud y no nos cansaremos, contra esos iconoclastas que quieren destrozar la imagen del porvenir, de defender el futuro en nuestra juventud. Pero, en esta lucha, tenemos que hacer una constataci�n particularmente dolorosa: los excesos del sentido hist�rico de que sufre el presente son intencionadamente promovidos, fomentados y utilizados.

Pero son utilizados contra la juventud para dirigirla hacia esa viril madurez del ego�smo a que se aspira por todas partes, se emplean para romper la natural aversi�n de la juventud, mediante una explicaci�n esclarecedora, es decir, cient�fico-m�gica de ese ego�smo viril y no-viril a la vez. Se sabe bien de qu� es capaz el estudio de la historia, cuando se le da cierta preponderancia, se sabe demasiado bien: desraizar los instintos m�s fuertes de la juventud: su ardor, su esp�ritu de independencia, el olvido de s� mismo, el amor; se puede atemperar la fogosidad de su sentimiento de la justicia, contener o suprimir su deseo de madurar lentamente, suplant�ndolo con el deseo opuesto de estar cuanto antes presto, de ser cuanto antes �til y productivo, corroyendo con la duda la sinceridad y audacia de los sentimientos; s�, la historia es capaz de frustrar a la juventud de su m�s bello privilegio, de su facultad de implantar en s�, en un arranque de fe desbordante, una gran idea y hacer que crezca y se convierta en otra idea todav�a m�s grande. Cierto exceso de historia es capaz de hacer todo esto; lo hemos visto: porque este exceso de historia, al desplazar continuamente sus perspectivas sobre el horizonte, removiendo la atm�sfera que lo rodea, no permite al hombre sentir y actuar de modo ahist�rico. El hombre se retira de un horizonte infinito para replegarse en s� mismo, en el m�s peque�o c�rculo ego�sta donde est� condenado a marchitarse y atrofiarse: probablemente llegar� a la habilidad, jam�s a la sabidur�a. Se puede conversar con �l, sabe calcular y se adapta a los hechos, no se encoleriza, hace un gui�o y sabe buscar la ventaja propia o la de su propio partido en las ventajas o desventajas de los dem�s. Desconoce la verg�enza superflua y se acerca as�, paso a paso, al �hombre�, al �viejo� hartmannianos. Adem�s, ha de llegar a convertirse en ellos, pues, precisamente, este es el sentido de esa �total entrega de la voluntad al proceso del mundo� que hoy se reclama con tanto cinismo -para lograr su objetivo, que es la liberaci�n del mundo, como el p�caro E. von Hartmann nos asegura. Pero la voluntad y el objetivo de estos �hombres� y �viejos� hartmannianos dif�cilmente puede ser la liberaci�n del mundo: el mundo ser�a, ciertamente, m�s libre si se liberase de estos hombres y estos viejos. Porque entonces vendr�a el reino de la juventud.

 

 

DIEZ

En este punto, pensando en la juventud, yo grito: �tierra!, �tierra! �Basta ya, y m�s que basta, de toda esa busca apasionada y esa traves�a a la aventura por oscuros y extra�os mares! Ahora, finalmente, aparece una costa. Cualquiera que sea esa costa, debemos atracar, pues el peor puerto ser� mejor que retroceder tambaleantes a la infinitud esc�ptica y sin esperanza. Arribemos a tierra firme; m�s tarde encontraremos puertos hospitalarios y facilitaremos el desembarco a los que vengan despu�s.

La traves�a ha sido peligrosa y excitante. �Qu� lejos estamos ahora de la tranquila contemplaci�n con que vimos, al principio, a nuestra nave hacerse a la mar! Al indagar los peligros de la historia, nos hemos expuesto a recibir sus golpes m�s duros; en nuestra misma carne llevamos los estigmas de sufrimiento que afligen a los seres humanos de la edad moderna como consecuencia de un exceso de historia, y no ocultar� que estas p�ginas muestran, en su cr�tica desmedida, en su humanidad inmadura, en sus saltos frecuentes de la iron�a al cinismo, del orgullo al escepticismo, su car�cter moderno, el car�cter de la personalidad d�bil. Y, sin embargo, tengo fe en la fuerza inspiradora que, en lugar de un genio tutelar, gu�a mi nave, conf�o en la juventud y creo que ella me ha guiado bien al empujarme ahora a una protesta contra la educaci�n hist�rica que el hombre moderno da a la juventud y cuando el que protesta pide que el hombre aprenda, ante todo, a vivir y use la historia tan solo al servicio de la vida que ha aprendido a vivir. Hay que ser joven para entender esta protesta, y, con la tendencia a encanecer demasiado pronto que es propia de nuestra juventud actual, apenas se puede ser suficientemente joven para sentir contra qui�n exactamente se dirige esta protesta. Me servir� de un ejemplo para hacerme entender. Hace poco m�s de un siglo se despert� en Alemania, entre algunos j�venes, un instinto natural para lo que se llama poes�a. �Se puede pensar que las generaciones anteriores y las de su tiempo nunca hablaron sobre un arte que les era �ntimamente extra�o y no natural? Sabemos que sucedi� todo lo contrario: que, en la medida de sus fuerzas, sobre �poes�a� pensaron, escribieron, discutieron. Con palabras, sobre palabras, palabras, palabras. El despertar de una palabra a la vida no supon�a, al mismo tiempo, la muerte de esos creadores de palabras; en cierto sentido, viven hoy todav�a. Si, como dice Gibbon, para que desaparezca un mundo no hace falta m�s que tiempo, pero mucho tiempo, tan solo se requiere tiempo, pero todav�a mucho m�s tiempo, para que, en Alemania, el �pa�s del poco a poco�, desaparezca una falsa concepci�n. M�s a�n: tal vez hay ahora un centenar de hombres m�s que hace un siglo que saben qu� es poes�a; tal vez habr�, dentro de un siglo, otros cien hombres m�s que, entre tanto, han aprendido qu� es cultura y que los alemanes hasta ahora no han tenido ninguna cultura, no importa lo mucho que de ella hablen y de ella se glor�en. A sus ojos, la satisfacci�n general de los alemanes con su �cultura, aparecer� tan incre�ble y necia como, ante nosotros, el clasicismo un tiempo tan reconocido de Gottsched o la reputaci�n de Ramler como un P�ndaro alem�n. Ellos pensar�n, tal vez, que esta cultura no es m�s que una especie de conocimiento sobre la cultura y, adem�s, un conocimiento muy falso y superficial. Falso y superficial porque se toler� la contradicci�n entre vida y conocimiento, porque no se percibi� lo que caracteriza la cultura de las naciones verdaderamente cultas: que la cultura solo puede crecer y florecer partiendo de la vida; pero, entre los alemanes, es como una flor de papel o una cobertura azucarada y, por eso, est� siempre destinada a permanecer enga�osa y est�ril. La educaci�n de la juventud alemana parte precisamente de esta concepci�n falsa y est�ril de la cultura. Su objetivo, concebido de forma pura y elevada, no es, en realidad, el hombre culto y libre, sino el docto, el hombre de ciencia, y precisamente el hombre de ciencia utilizable lo antes posible, que se pone fuera de la vida para reconocerla m�s claramente. El resultado, desde una perspectiva vulgarmente emp�rica, es el filisteo hist�rico-est�tico de la cultura, disertador de lo viejo y de lo nuevo que divaga sobre el Estado, la Iglesia, el arte, sensorium de mil sensaciones de segunda mano, est�mago insaciable que no sabe qu� es verdadera hambre y qu� es verdadera sed. Que una educaci�n con tales resultados va contra la naturaleza, lo siente solo el que no ha sido del todo modelado por ella, lo siente solo el instinto de la juventud, pues esta tiene todav�a el instinto de la naturaleza que esa educaci�n destroza artificiosa y violentamente. Pero el que quiere derrumbar esta educaci�n debe ayudar a la juventud a expresarse a s� misma, debe iluminar, con claridad de conceptos, su inconsciente oposici�n y hacer que se exprese de modo consciente y en voz alta. �C�mo podr� lograr un objetivo tan fuera de lo com�n?

Ante todo, destruyendo una superstici�n, la creencia en la necesidad de ese tipo de educaci�n. Todav�a se cree que no existe otra alternativa a nuestra actual, extremamente penosa, realidad. Basta examinar, a este respecto, la literatura aparecida en los �ltimos decenios sobre instrucci�n y educaci�n superior. Se ver�, con extra�eza y desmayo, con qu� uniformidad, a pesar de toda la diversidad de opiniones, a pesar de la vehemencia de las contradicciones, se ha concebido el objetivo entero de la educaci�n y qu� irresponsablemente, el resultado hasta ahora obtenido, el �hombre culto�, tal como hoy es entendido, est� aceptado como el fundamento necesario y racional de toda educaci�n ulterior. Esta es, m�s o menos, la sustancia de ese mon�tono canon educativo: el joven ha de comenzar su educaci�n con un conocimiento sobre la cultura, no con un conocimiento sobre la vida, y mucho menos con la vida y la experiencia mismas. Adem�s, este conocimiento sobre la cultura ser� infundido e inculcado al joven precisamente como conocimiento hist�rico; esto significa que su mente se llenar� de una enorme cantidad de conceptos que proceden, no de la intuici�n inmediata de la vida, sino del conocimiento, extraordinariamente mediato, de �pocas y pueblos del pasado. Su deseo de experimentar algo por s� mismo y sentir c�mo las propias experiencias personales se convierten en un sistema coherente y vivo -tal deseo queda amortiguado y, en cierto modo, como intoxicado por la fant�stica ilusi�n de que, en pocos a�os, ser� posible recoger en s� mismo las experiencias m�s sublimes y maravillosas de los tiempos antiguos y, especialmente, de las grandes �pocas. Es exactamente el mismo m�todo, nada razonable, que lleva a nuestros j�venes pintores a los museos y galer�as, en lugar de llevarlos al taller de un maestro y, sobre todo, al taller �nico de ese maestro �nico que es la naturaleza. �Como si en un breve paseo apresurado por la historia se pudiera captar a fondo la maestr�a y el arte de �pocas pasadas, su aut�ntico fruto vital! �Como si la vida misma no fuese un oficio que hay que aprender desde la base y de continuo y practicarlo de modo inexorable, si es que queremos algo m�s que superficialidades y parloteo!

Plat�n consideraba indispensable que la primera generaci�n de su nueva sociedad (en el Estado perfecto) ten�a que ser educada con la ayuda de una poderosa mentira necesaria. Los ni�os deb�an ser incitados a creer que todos ellos hab�an vivido durante un tiempo, en estado de sue�o, bajo la tierra donde hab�an sido modelados y formados por el art�fice de la naturaleza. �Imposible revelarse contra ese pasado! �Imposible oponerse a la obra de los dioses! Hab�a que verlo como una ley inviolable de la naturaleza: el que ha nacido como fil�sofo tiene en su cuerpo oro, el que ha nacido como guardi�n solo plata, y los trabajadores solo hierro y bronce. As� como no es posible mezclar estos metales, aclara Plat�n, tampoco es posible mezclar y perturbar el orden de las castas. La creencia en la aeterna veritas de este orden es el fundamento de la nueva educaci�n y, por tanto, del nuevo estado. -As� tambi�n el alem�n moderno cree en la aeterna veritas de su educaci�n y su tipo de cultura. Pero esta creencia se derrumba, como el estado plat�nico se derrumbar�a, si a una mentira necesaria se contrapone una verdad necesaria: que el alem�n no tiene cultura porque, en virtud de su educaci�n, no puede tenerla. Quiere la flor sin la ra�z y sin el tallo; por tanto, lo pretende en vano. Esta es la simple verdad, una verdad desagradable y cruda, una verdad justa y necesaria.

Pero en esta verdad necesaria tiene que estar educada nuestra primera generaci�n; va a pasar por grandes sufrimientos porque tiene que educarse a s� misma y, en cierto modo, contra s� misma, para adquirir nuevos h�bitos y nueva naturaleza, dejando tras s� los viejos h�bitos y su primera naturaleza; de suerte que pueda decirse a s� misma en espa�ol antiguo: defi�ndame Dios de my, Dios me guarde de m�, es decir, de la naturaleza adquirida por mi educaci�n. Tiene que sorber esta verdad, gota a gota, como una amarga y potente medicina, y cada individuo de esta generaci�n debe superarse para poder formular juicio sobre s� mismo, juicio que ser� m�s f�cil de soportar como juicio general de toda una �poca: carecemos de cultura, m�s a�n, estamos perdidos para la vida, para el correcto y sencillo o�r y ver, para captar felizmente lo que nos es m�s cercano y natural, y, hasta el presente, no poseemos la base de una cultura porque estamos convencidos de tener en nosotros una vida verdadera. Fragmentado y desintegrado, la totalidad cortada mec�nicamente por la mitad en un interior y un exterior, sobresaturado de conceptos, como de dientes de drag�n que generan dragones conceptuales, sufriendo, adem�s, de la enfermedad de las palabras, desconfiando de toda sensaci�n personal que todav�a no haya recibido la estampilla de las palabras: como tal f�brica de conceptos y palabras, no viva pero tremendamente activa, tal vez tengo derecho a decir cogito, ergo sum, pero no vivo, ergo cogito. Me es garantizado el vac�o �ser�, pero no la plena y verde vida. Mi sensaci�n original me asegura solamente que soy un pensante, no que soy una criatura viva, que soy, no un animal, sino, a lo sumo, un cogital. En primer lugar, �dadme vida y yo sabr� hacer de ella una cultura! -Este es el grito de cada individuo de esta primera generaci�n, y con este grito se reconocer�n todos ellos entre s�. �Qui�n les dar� esta vida?

Ning�n dios y ning�n ser humano: tan solo su propia juventud. Quitad las cadenas a esa juventud y habr�is tambi�n liberado la vida. Porque la vida estaba escondida y en prisi�n, pero todav�a no est� marchita ni muerta -�os lo pod�is preguntar a vosotros mismos!

Pero esta vida que se ha librado de sus cadenas est� enferma y su salud debe ser restablecida. Sufre de muchas dolencias y no solamente del recuerdo de sus cadenas. Sufre, y esto es lo que aqu�, en primer lugar, nos concierne, de la enfermedad hist�rica. El exceso de historia ha atacado a la fuerza pl�stica de la vida y esta ya no sabe utilizar el pasado como un alimento robusto. Esta dolencia es horrible y, sin embargo, si la juventud no tuviera el don clarividente de la naturaleza, nadie sabr�a que es una dolencia y que se ha perdido un para�so de salud. Pero esta juventud adivina, con el instinto curativo de esta misma naturaleza, c�mo este para�so puede ser recuperado. Ella conoce los ung�entos y medicamentos contra la enfermedad hist�rica, contra el exceso del elemento hist�rico. �Cu�les son estos ung�entos y medicinas?

No hay que extra�arse si tienen nombres de veneno; los ant�dotos contra lo hist�rico son: lo ahist�rico y lo suprahist�rico. Con estas palabras volvemos al comienzo de nuestra consideraci�n y a su tono m�s sereno.

Con la expresi�n �lo ahist�rico� yo designo el arte y la fuerza de poder olvidar  y encerrarse en un horizonte limitado; llamo �suprahist�rico� a las fuerzas que apartan la mirada de lo que est� en proceso de devenir y la dirigen a lo que da a la existencia el car�cter de lo eterno y lo inmutable, hacia el arte y la religi�n. La ciencia -pues es ella la que hablar�a de venenos- ve en esa fuerza, en esas potencias, fuerzas y poderes adversos, ya que solamente considera como verdadera y justa, es decir, como observaci�n cient�fica, la que, en todas partes, percibe tan solo lo que es un devenir, lo hist�rico, y en ninguna parte ve el ser en s�, lo eterno. La ciencia vive en �ntima contradicci�n con las potencias eternizantes del arte y la religi�n, a la vez que odia el olvido, que es la muerte del saber, tratando de suprimir los l�mites del horizonte y arrojando al ser humano al mar infinito e ilimitado, al mar de ondas luminosas del devenir reconocido.

�Si, al menos, pudiese vivir all�! As� como un terremoto devasta y destruye las ciudades, y el hombre construye con temor y ef�meramente sus casas sobre terreno volc�nico, de modo semejante la vida se derrumba sobre s� misma, se debilita y pierde coraje, cuando el terremoto de conceptos provocado por la ciencia roba al hombre la base de toda su seguridad y paz, la fe en lo que es durable e imperecedero. �Debe la vida dominar el conocimiento y la ciencia o debe el conocimiento dominar la vida? �Cu�l de las dos fuerzas es la superior y decisiva? Nadie dudar�: la vida es la fuerza superior y dominante, porque cualquier conocimiento que destruya la vida, al mismo tiempo se destruir� a s� mismo. El conocimiento presupone la vida y tiene el mismo inter�s en el mantenimiento de la vida que tiene todo ser en la continuaci�n de la propia existencia. Por eso, la ciencia necesita la vigilancia y supervisi�n de una instancia superior; una higiene de la vida deber�a colocarse inmediatamente al lado de la ciencia, y una de las reglas de esta higiene deber�a decir: lo ahist�rico y lo suprahist�rico son los ant�dotos naturales contra el sofocamiento de la vida por la historia, contra la enfermedad hist�rica. Es probable que nosotros, enfermos de historia, tengamos que sufrir tambi�n con los ant�dotos. Pero el hecho de que suframos por ello no es una prueba contra lo adecuado del m�todo terap�utico escogido.

Y en esto reconozco la misi�n de esa juventud, de esa primera generaci�n de luchadores y matadores de serpientes, que abrir� la marcha de una cultura y una humanidad m�s felices y m�s bellas, sin poseer m�s que un prometedor presentimiento de esta futura felicidad y de esta futura belleza. Esta juventud sufrir�, al mismo tiempo, del mal y del ant�doto. Pero creen, sin embargo, que pueden gloriarse de poseer una salud m�s vigorosa y una naturaleza m�s natural que la generaci�n que la precede: los �adultos� y �viejos� cultos del presente. Su misi�n es quebrantar los conceptos que la �poca actual tiene de �salud� y �cultura� y provocar desd�n y odio contra estos h�bridos monstruos conceptuales; el signo de garant�a de su m�s vigorosa salud deber� ser precisamente que esta juventud, para determinar su esencia profunda, no podr� servirse de conceptos o lemas sectarios de la moneda verbal y conceptual que hoy est� en circulaci�n. Se basar� tan solo en su potencia activa que lucha, discrimina y analiza, y en su sentimiento de la vida siempre ascendiente en las horas propicias. Se puede objetar que esta juventud tiene ya una cultura. Pero �qu� juventud podr�a considerar esto un reproche? Se la podr�a acusar de rudeza e intemperancia -pero no es todav�a suficientemente vieja y sabia para moderar sus exigencias; sobre todo, no necesita fingir y defender una cultura acabada y goza de todos los consuelos y todos los privilegios de la juventud, especialmente del privilegio de una sinceridad temeraria y valerosa y del inspirador consuelo de la esperanza.

Yo s� que los que esperan comprenden de cerca todas estas generalidades y que las traducir�n, por medio de sus propias experiencias, en una doctrina personal significativa. Entre tanto, los dem�s solo pueden ver recipientes cerrados, que podr�an tambi�n estar vac�os, hasta que, con sus propios ojos, vean sorprendidos que los recipientes est�n llenos y que ataques, reivindicaciones, impulsos vitales y pasiones, que no pod�an quedar ocultos mucho tiempo, est�n encerrados y comprimidos en estas generalidades. Remitiendo a estos esc�pticos al tiempo, que saca todo a la luz, me dirijo, para concluir, a esa sociedad de esperanzados para relatarles, mediante una par�bola, el curso y progreso de su curaci�n, su liberaci�n de la enfermedad hist�rica y tambi�n su propia historia hasta el momento en que se hallar�n suficientemente sanos para cultivar de nuevo la historia y servirse del pasado, bajo el dominio de la vida, en ese triple sentido: monumental, anticuario y cr�tico. En ese momento ellos ser�n m�s ignorantes que los �cultos� del presente, porque habr�n olvidado mucho y habr�n perdido todo deseo de lanzar siquiera una mirada a lo que estas gentes cultas quieren, ante todo, saber. Lo que los distingue, desde la perspectiva de estas gentes cultas, es, precisamente, su �incultura�, su indiferencia frente a muchas cosas c�lebres e incluso frente a muchas cosas buenas. Pero, llegados al punto final de su curaci�n, habr�n vuelto a ser seres humanos y habr�n dejado de ser agregados que se parecen a los hombres. -�Ya es algo! Todav�a hay esperanza. �No sent�s alegr�a en vuestros corazones, vosotros los que esper�is?

Y �c�mo llegaremos a este objetivo?, preguntar�is. El dios d�lfico os lanza, desde el comienzo de la peregrinaci�n hacia esa meta, su imperativo: �Con�cete a ti mismo�. Es una dura sentencia, pues este dios �no oculta ni revela nada, tan solo indica�, como ha dicho Her�clito . Y �qu� es lo que indica?

Hubo siglos en que los griegos se encontraban ante un peligro similar al que hoy tenemos que afrontar, el peligro de perecer por la inundaci�n de lo ajeno y del pasado, de perecer por la �historia�. Ellos nunca vivieron en orgulloso aislamiento; su cultura, por el contrario, fue durante largo tiempo un caos de formas y de concepciones extranjeras, sem�ticas, babil�nicas, lidias y egipcias, y su religi�n una verdadera lucha de dioses de todo Oriente; igual que la �cultura alemana� y la religi�n son un caos lleno de luchas internas, de todo lo extranjero y de todo lo pasado. Y, sin embargo, la cultura helen�stica no fue un agregado, gracias a aquella sentencia de Apolo. Los griegos aprendieron poco a poco a organizar el caos, concentr�ndose, de acuerdo con las ense�anzas d�lficas, en s� mismos, es decir, en sus verdaderas necesidades, olvidando las necesidades aparentes. As� entraron de nuevo en posesi�n de s� mismos. No permanecieron largo tiempo como los herederos sobrecargados y ep�gonos de todo Oriente. Llegaron a ser, tras dura lucha contra s� mismos, con la interpretaci�n pr�ctica de aquella sentencia de Apolo, los m�s felices enriquecedores e incrementadores del tesoro heredado y los precursores y modelos de todos los pueblos civilizados del futuro.

He aqu� un s�mbolo para todos nosotros: cada uno tiene que organizar el caos que tiene es s�, concentr�ndose en sus verdaderas necesidades. Su sinceridad, su car�cter fuerte y ver�dico, se opondr� alg�n d�a a que todo se reduzca siempre a repetir, aprender, imitar; empezar� entonces a comprender que la cultura puede ser otra cosa que la decoraci�n de la vida, lo cual en el fondo, no ser�a otra cosa que fingimiento e hipocres�a, pues todo ornamento oculta aquello que adorna. As� se revelar� ante �l el concepto griego de cultura -en contraposici�n al romano-, de cultura como un nueva y mejorada physis, sin interior y exterior, sin simulaci�n y convencionalismo, de cultura como unanimidad entre vida, pensamiento, apariencia y voluntad. As� aprender�, por propia experiencia, que la fuerza superior de la naturaleza moral es lo que permiti� a los griegos la victoria sobre todas las otras culturas, y que todo incremento de la veracidad tiene que ser tambi�n una necesaria exigencia de la cultura verdadera, aunque esta veracidad pueda, a veces, perjudicar seriamente a la cuturalidad que hoy goza de estima general y pueda contribuir� al ca�da de toda una cultura decorativa

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