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Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
1
En alg�n apartado rinc�n del universo centelleante,
desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que
animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto m�s altanero y
falaz de la �Historia Universal�: pero, a fin de cuentas, s�lo un minuto.
Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se hel� y los animales
inteligentes hubieron de perecer. Alguien podr�a inventar una f�bula semejante
pero, con todo, no habr�a ilustrado suficientemente cu�n lastimoso, cu�n
sombr�o y caduco, cu�n est�ril y arbitrario es el estado en el que se
presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las
que no exist�a; cuando de nuevo se acabe todo para �l no habr� sucedido nada,
puesto que para ese intelecto no hay ninguna misi�n ulterior que conduzca m�s
all� de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo
toma tan pat�ticamente como si en �l girasen los goznes del mundo. Pero, si
pudi�ramos comunicarnos con la mosca, llegar�amos a saber que tambi�n ella
navega por el aire pose�da de ese mismo pathos, y se siente el centro volante
de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que
sea, que, al m�s peque�o soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle
inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda
quiere tener su admirador, el m�s soberbio de los hombres, el fil�sofo, est�
completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo
tienen telesc�picamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Es digno de nota que sea el intelecto quien as�
obre, �l que, sin embargo, s�lo ha sido a�adido precisamente como un recurso
de los seres m�s infelices, delicados y ef�meros, para conservarlos un minuto
en la existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento tendr�an
toda clase de motivos para huir tan r�pidamente como el hijo de Lessing. Ese
orgullo, ligado al conocimiento y a la sensaci�n, niebla cegadora colocada
sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace enga�arse sobre el valor
de la existencia, puesto que aqu�l proporciona la m�s aduladora valoraci�n
sobre el conocimiento mismo. Su efecto m�s general es el enga�o �pero tambi�n
los efectos m�s particulares llevan consigo algo del mismo car�cter�.
El intelecto, como medio de conservaci�n del
individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que �ste es el
medio, merced al cual sobreviven los individuos d�biles y poco robustos, como
aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia,
de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapi�a. En los hombres
alcanza su punto culminante este arte de fingir; aqu� el enga�o, la adulaci�n,
la mentira y el fraude, la murmuraci�n, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el
enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificaci�n ante los dem�s
y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama
de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan
inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una
inclinaci�n sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente
sumergidos en ilusiones y ensue�os; su mirada se limita a deslizarse sobre la
superficie de las cosas y percibe �formas�, su sensaci�n no conduce en ning�n
caso a la verdad, sino que se contenta con recibir est�mulos, como si jugase a
tantear el dorso de las cosas. Adem�s, durante toda una vida, el hombre se deja
enga�ar por la noche en el sue�o, sin que su sentido moral haya tratado nunca
de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de
voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, �qu� sabe el
hombre de s� mismo? �Ser�a capaz de percibirse a s� mismo, aunque s�lo
fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? �Acaso
no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio
cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del r�pido
flujo de su circulaci�n sangu�nea, de las complejas vibraciones de sus fibras,
quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado
la llave, y �ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a trav�s de
una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre
descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la
indiferencia de su ignorancia y, por as� decirlo, pendiente en sus sue�os del
lomo de un tigre! �De d�nde procede en el mundo entero, en esta constelaci�n,
el impulso hacia la verdad?
En un estado natural de las cosas, el individuo, en
la medida en que se quiere mantener frente a los dem�s individuos, utiliza el
intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que
el hombre, tanto por la necesidad como por hast�o, desea existir en sociedad y
gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que,
al menos, desaparezca de su mundo el m�s grande bellum omnium contra omnes.
Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la
consecuci�n de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se
fija lo que a partir de entonces ha de ser �verdad�, es decir, se ha
inventado una designaci�n de las cosas uniformemente v�lida y obligatoria, y
el poder legislativo del lenguaje proporciona tambi�n las primeras leyes de
verdad, pues aqu� se origina por primera vez el contraste entre verdad y
mentira. El mentiroso utiliza las designaciones v�lidas, las palabras, para
hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, �soy rico� cuando la
designaci�n correcta para su estado ser�a justamente �pobre�. Abusa de las
convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo
los nombres. Si hace esto de manera interesada y que adem�s ocasione
perjuicios, la sociedad no confiar� ya m�s en �l y, por este motivo, lo
expulsar� de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser enga�ados como
de ser perjudicados mediante el enga�o; en este estadio tampoco detestan en
rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas
clases de embustes. El hombre nada m�s que desea la verdad en un sentido an�logamente
limitado: ans�a las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que
mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e
incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o
destructivos. Y, adem�s, �qu� sucede con esas convenciones del lenguaje? �Son
quiz� productos del conocimiento, del sentido de la verdad? �Concuerdan las
designaciones y las cosas? �Es el lenguaje la expresi�n adecuada de todas las
realidades?
Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna
vez llegar a imaginarse que est� en posesi�n de una �verdad� en el grado
que se acaba de se�alar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautolog�a,
es decir, con conchas vac�as, entonces trocar� continuamente ilusiones por
verdades. �Qu� es una palabra? La reproducci�n en sonidos de un impulso
nervioso. Pero inferir adem�s a partir del impulso nervioso la existencia de
una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado
del principio de raz�n. �C�mo podr�amos decir leg�timamente, si la verdad
fuese lo �nico decisivo en la g�nesis del lenguaje, si el punto de vista de la
certeza lo fuese tambi�n respecto a las designaciones, c�mo, no obstante, podr�amos
decir leg�timamente: la piedra es dura, como si adem�s capt�semos lo
�duro� de otra manera y no solamente como una excitaci�n completamente
subjetiva! Dividimos las cosas en g�neros, caracterizamos el �rbol como
masculino y la planta como femenino: �qu� extrapolaci�n tan arbitraria! �A
qu� altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una
�serpiente�: la designaci�n cubre solamente el hecho de retorcerse; podr�a,
por tanto, atribu�rsele tambi�n al gusano. �Qu� arbitrariedad en las
delimitaciones! �Qu� parcialidad en las preferencias, unas veces de una
propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados
unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jam�s se llega a la
verdad ni a una expresi�n adecuada pues, en caso contrario, no habr�a tantos
lenguajes. La �cosa en s� (esto ser�a justamente la verdad pura, sin
consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el
creador del lenguaje. �ste se limita a designar las relaciones de las cosas con
respecto a los hombres y para expresarlas apela a las met�foras m�s audaces.
�En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera met�fora.
�La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda met�fora. Y, en cada
caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta. Se podr�a
pensar en un hombre que fuese completamente sordo y jam�s hubiera tenido
ninguna sensaci�n sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas
caracter�sticas se queda at�nito ante las figuras ac�sticas de Chladni en la
arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurar� entonces que,
en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman �sonido�, as�
nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas
mismas cuando hablamos de �rboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin
embargo, m�s que met�foras de las cosas que no corresponden en absoluto a las
esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la
enigm�tica x de la cosa en s� se presenta en principio como impulso nervioso,
despu�s como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el
origen del lenguaje no sigue un proceso l�gico, y todo el material sobre el
que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el
investigador, el fil�sofo, procede, si no de las nubes, en ning�n caso de la
esencia de las cosas.
Pero pensemos especialmente en la formaci�n de los
conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto
que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente
individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que
debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por as� decirlo, m�s
o menos similares, jam�s id�nticas estrictamente hablando; en suma, con casos
puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparaci�n de casos no
iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, tambi�n
es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria
esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se
suscita entonces la representaci�n, como si en la naturaleza hubiese algo
separado de las hojas que fuese la �hoja�, una especie de arquetipo
primigenio a partir del cual todas las hojas habr�an sido tejidas, dise�adas,
calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ning�n
ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo.
Decimos que un hombre es �honesto�. �Por qu� ha obrado hoy tan
honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser as�: a causa de su
honestidad. �La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las
hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial,
denominada �honestidad�, pero s� de una serie numerosa de acciones
individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las
desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final
formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de
�honestidad�.
La omisi�n de lo individual y de lo real nos
proporciona el concepto del mismo modo que tambi�n nos proporciona la forma,
mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, as� como tampoco ning�n
tipo de g�neros, sino solamente una x que es para nosotros inaccesible e
indefinible. Tambi�n la oposici�n que hacemos entre individuo y especie es
antropom�rfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos
aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, ser�a una afirmaci�n
dogm�tica y, en cuanto tal, tan demostrable como su contraria.
�Qu� es entonces la verdad? Una hueste en
movimiento de met�foras, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas,
una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas
po�tica y ret�ricamente y que, despu�s de un prolongado uso, un pueblo
considera firmes, can�nicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las
que se ha olvidado que lo son; met�foras que se han vuelto gastadas y sin
fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya
consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todav�a de d�nde procede el impulso
hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atenci�n al
compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar
las met�foras usuales; por tanto, solamente hemos prestado atenci�n, dicho en
t�rminos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convenci�n firme,
mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos.
Ciertamente, el hombre se olvida de que su situaci�n es �sta; por tanto,
miente de la manera se�alada inconscientemente y en virtud de h�bitos
seculares �y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en
virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad�. A partir del
sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como �roja�, otra como
�fr�a� y una tercera como �muda�, se despierta un movimiento moral
hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie conf�a y
a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a s� mismo lo honesto, lo
fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos
como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera m�s el ser
arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en
primer lugar todas esas impresiones en conceptos m�s descoloridos, m�s fr�os,
para uncirlos al carro de su vida y de su acci�n. Todo lo que eleva al hombre
por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las met�foras
intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un
concepto. En el �mbito de esos esquemas es posible algo que jam�s podr�a
conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden
piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios,
subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las
primitivas impresiones intuitivas como lo m�s firme, lo m�s general, lo mejor
conocido y lo m�s humano y, por tanto, como una instancia reguladora e
imperativa. Mientras que toda met�fora intuitiva es individual y no tiene otra
id�ntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificaci�n, el
gran edificio de los conceptos ostenta la r�gida regularidad de un columbarium
romano e insufla en la l�gica el rigor y la frialdad peculiares de la matem�tica.
Aquel a quien envuelve el h�lito de esa frialdad, se resiste a creer que tambi�n
el concepto, �seo y octogonal como un dado y, como tal, vers�til, no sea m�s
que el residuo de una met�fora, y que la ilusi�n de la extrapolaci�n art�stica
de un impulso nervioso en im�genes es, si no la madre, s� sin embargo la
abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los
conceptos se denomina �verdad� al uso de cada dado seg�n su designaci�n;
contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar
en ning�n caso el orden de las castas ni la sucesi�n jer�rquica. As� como
los romanos y los etruscos divid�an el cielo mediante r�gidas l�neas matem�ticas
y conjuraban en ese espacio as� delimitado, como en un templum, a un dios, cada
pueblo tiene sobre �l un cielo conceptual semejante matem�ticamente repartido
y en esas circunstancias entiende por mor de la verdad, que todo dios conceptual
ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al
hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos
inestables y, por as� decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de
conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales
cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telara�as, suficientemente
liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no
desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el
hombre se eleva muy por encima de la abeja: �sta construye con la cera que
recoge de la naturaleza; aqu�l, con la materia bastante m�s delicada de los
conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por s� mismo. Aqu� �l
es acreedor de admiraci�n profunda �pero no ciertamente por su inclinaci�n a
la verdad, al conocimiento puro de las cosas�. Si alguien esconde una cosa
detr�s de un matorral, a continuaci�n la busca en ese mismo sitio y, adem�s,
la encuentra, no hay mucho de qu� vanagloriarse en esa b�squeda y ese
descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la b�squeda y
descubrimiento de la �verdad� dentro del recinto de la raz�n. Si doy la
definici�n de mam�fero y a continuaci�n, despu�s de haber examinado un
camello, declaro: �he aqu� un mam�fero�, no cabe duda de que con ello se
ha tra�do a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir;
es antropom�rfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto que sea
�verdadero en s�, real y universal, prescindiendo de los hombres. El que
busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del mundo en
los hombres; aspira a una comprensi�n del mundo en tanto que cosa humanizada y
consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilaci�n. Del
mismo modo que el astr�logo considera a las estrellas al servicio de los
hombres y en conexi�n con su felicidad y con su desgracia, as� tambi�n un
investigador tal considera que el mundo en su totalidad est� ligado a los
hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido original, el hombre;
como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su procedimiento
consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero entonces parte
del error de creer que tiene estas cosas ante s� de manera inmediata,como
objetos puros. Por tanto, olvida que las met�foras intuitivas originales no son
m�s que met�foras y las toma por las cosas mismas.
S�lo mediante el olvido de este mundo primitivo de
met�foras, s�lo mediante el endurecimiento y petrificaci�n de un fogoso
torrente primordial compuesto por una masa de im�genes que surgen de la
capacidad originaria de la fantas�a humana, s�lo mediante la invencible
creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en s�, en
resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de s� mismo como
sujeto y, por cierto, como sujeto art�sticamente creador, vive con cierta
calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque s�lo fuese un
instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se
terminar�a en el acto su �conciencia de s� mismo�. Le cuesta trabajo
reconocer ante s� mismo que el insecto o el p�jaro perciben otro mundo
completamente diferente al del hombre y que la cuesti�n de cu�l de las dos
percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para
decidir sobre ello tendr�amos que medir con la medida de la percepci�n
correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo dem�s,
la �percepci�n correcta� �es decir, la expresi�n adecuada de un objeto
en el sujeto� me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre
dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay
ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresi�n, sino, a lo sumo, una
conducta est�tica, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente
a un lenguaje completamente extra�o, para lo que, en todo caso, se necesita una
esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar.
La palabra �fen�meno� encierra muchas seducciones, por lo que, en lo
posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas
se manifieste en el mundo emp�rico. Un pintor que careciese de manos y quisiera
expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelar� siempre, en
ese paso de una esfera a otra, mucho m�s sobre la esencia de las cosas que en
el mundo emp�rico. La misma relaci�n de un impulso nervioso con la imagen
producida no es, en s�, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido
millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a trav�s de muchas
generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad como
consecuencia cada vez del mismo motivo, acaba por llegar a tener para el hombre
el mismo significado que si fuese la �nica imagen necesaria, como si la relaci�n
del impulso nervioso original con la imagen producida fuese una relaci�n de
causalidad estricta; del mismo modo que un sue�o eternamente repetido ser�a
percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la
petrificaci�n de una met�fora no garantizan para nada en absoluto la necesidad
y la legitimaci�n exclusiva de esta met�fora.
Sin duda, todo hombre que est� familiarizado con
tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza hacia todo idealismo
de este tipo, cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la
consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la naturaleza; y ha
sacado esta conclusi�n: aqu�, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo
telesc�pico y en los abismos del mundo microsc�pico, todo es tan seguro, tan
elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavar�
eternamente con �xito en estos pozos, y todo lo que encuentre habr� de
concordar entre s� y no se contradir�. Qu� poco se asemeja esto a un producto
de la imaginaci�n; si lo fuese, tendr�a que quedar al descubierto en alguna
parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto
que, si cada uno de nosotros tuviese una percepci�n sensorial diferente, podr�amos
percibir unas veces como p�jaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si
alguno de nosotros viese el mismo est�mulo como rojo, otro como azul e incluso
un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablar�a de tal
regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebir�a como una
creaci�n altamente subjetiva. Entonces, �qu� es, en suma, para nosotros una
ley de la naturaleza? No nos es conocida en s�, sino solamente por sus efectos,
es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, s�lo
nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas
relaciones no hacen m�s que remitir continuamente unas a otras y nos resultan
completamente incomprensibles en su esencia; en realidad s�lo conocemos de
ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones
de sucesi�n y los n�meros. Pero todo lo maravilloso, lo que precisamente nos
asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicaci�n y lo
que podr�a introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo, reside
�nica y exclusivamente en el rigor matem�tico y en la inviolabilidad de las
representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las
producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la ara�a
teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas solamente bajo
esas formas, entonces no es ninguna maravilla el que, a decir verdad, s�lo
captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas
deben llevar consigo las leyes del n�mero, y el n�mero es precisamente lo m�s
asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las �rbitas de los astros y de
los procesos qu�micos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en
el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de
modo que, con esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de aqu�
resulta que esta producci�n art�stica de met�foras con la que comienza en
nosotros toda percepci�n, supone ya esas formas y, por tanto, se realizar� en
ellas; s�lo por la s�lida persistencia de esas formas primigenias resulta
posible explicar el que m�s tarde haya podido construirse sobre las met�foras
mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una
imitaci�n, sobre la base de las met�foras, de las relaciones de espacio,
tiempo y n�mero.
2
Como hemos
visto, en la construcci�n de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje;
m�s tarde la ciencia. As� como la abeja construye las celdas y, simult�neamente,
las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese
gran columbarium de los conceptos, necr�polis de las intuiciones; construye sin
cesar nuevas y m�s elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas
viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que
desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de �l todo el mundo emp�rico,
es decir, el mundo antropom�rfico. Si ya el hombre de acci�n ata su vida a la
raz�n y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a s� mismo, el
investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda
servirle de ayuda y encontrar �l mismo protecci�n bajo ese baluarte ya
existente. De hecho necesita protecci�n, puesto que existen fuerzas terribles
que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad cient�fica
�verdades� de un tipo completamente diferente con las m�s diversas
etiquetas.
Ese impulso hacia la construcci�n de met�foras, ese
impulso fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo
instante, pues si as� se hiciese se prescindir�a del hombre mismo, no queda en
verdad sujeto y apenas si domado por el hecho de que con sus evanescentes
productos, los conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y r�gido
que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y otro cauce y
lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las r�bricas
y las celdas de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas
extrapolaciones, met�foras y metonimias; continuamente muestra el af�n de
configurar el mundo existente del hombre despierto, haci�ndolo tan
abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan inconexo, tan encantador y
eternamente nuevo, como lo es el mundo de los sue�os. En s�, ciertamente, el
hombre despierto solamente adquiere conciencia de que est� despierto por medio
del r�gido y regular tejido de los conceptos y, justamente por eso, cuando en
alguna ocasi�n un tejido de conceptos es desgarrado de repente por el arte
llega a creer que sue�a. Ten�a raz�n Pascal cuando afirmaba que, si todas las
noches nos sobreviniese el mismo sue�o, nos ocupar�amos tanto de �l como de
las cosas que vemos cada d�a: �Si un artesano estuviese seguro de que sue�a
cada noche, durante doce horas completas, que es rey, creo �dice Pascal� que
ser�a tan dichoso como un rey que so�ase todas las noches durante doce horas
que es artesano�. La diurna vigilia de un pueblo m�ticamente excitado, como
el de los antiguos griegos, es, de hecho, merced al milagro que se opera de
continuo, tal y como el mito supone, m�s parecida al sue�o que a la vigilia
del pensador cient�ficamente desilusionado. Si cada �rbol puede hablar como
una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas,
si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compa��a de Pis�strato
recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro �y esto el honrado
ateniense lo cre�a�, entonces, en cada momento, como en sue�os, todo es
posible y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente
se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituir�a m�s
que una broma el enga�ar a los hombres bajo todas las figuras.
Pero el hombre mismo tiene una invencible inclinaci�n
a dejarse enga�ar y est� como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le
narra cuentos �picos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el
c�mico, haciendo el papel de rey, act�a m�s regiamente que un rey en la
realidad. El intelecto, ese maestro del fingir, se encuentra libre y relevado de
su esclavitud habitual tanto tiempo como puede enga�ar sin causar da�o, y en
esos momentos celebra sus Saturnales. Jam�s es tan exuberante, tan rico, tan
soberbio, tan �gil y tan audaz: pose�do de placer creador, arroja las met�foras
sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que,
por ejemplo, designa el r�o como el camino en movimiento que lleva al hombre
all� donde habitualmente va. Ahora ha arrojado de s� el signo de la
servidumbre; mientras que antes se esforzaba con triste solicitud en mostrar el
camino y las herramientas a un pobre individuo que ans�a la existencia y se
lanza, como un siervo, en buscar de presa y bot�n para su se�or, ahora se ha
convertido en se�or y puede borrar de su semblante la expresi�n de indigencia.
Todo lo que �l hace ahora conlleva, en comparaci�n con sus acciones
anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban la distorsi�n.
Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por
satisfecho con ella. Ese enorme entramado y andamiaje de los conceptos al que de
por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es solamente un armaz�n
para el intelecto liberado y un juguete para sus m�s audaces obras de arte y,
cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar ir�nicamente,
uniendo lo m�s diverso y separando lo m�s af�n, pone de manifiesto que no
necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se gu�a por
conceptos, sino por intuiciones. No existe ning�n camino regular que conduzca
desde esas intuiciones a la regi�n de los esquemas espectrales, las
abstracciones; la palabra no est� hecha para ellas, el hombre enmudece al
verlas o habla en met�foras rigurosamente prohibidas o mediante concatenaciones
conceptuales jam�s o�das, para corresponder de un modo creador, aunque s�lo
sea mediante la destrucci�n y el escarnio de los antiguos l�mites
conceptuales, a la impresi�n de la poderosa intuici�n actual.
Hay per�odos en los que el hombre racional y el
hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuici�n, el otro
mof�ndose de la abstracci�n; es tan irracional el �ltimo como poco art�stico
el primero. Ambos ans�an dominar la vida: �ste sabiendo afrontar las
necesidades m�s imperiosas mediante previsi�n, prudencia y regularidad; aqu�l
sin ver, como �h�roe desbordante de alegr�a�, esas necesidades y tomando
como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza. All� donde el
hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera m�s
potente y victoriosa que su adversario, puede, si las circunstancias son
favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la
vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones
metaf�ricas y, en suma, esa inmediatez del enga�o acompa�an todas las
manifestaciones de una vida de esa especie. Ni la casa, ni el paso, ni la
indumentaria, ni la tinaja de barro descubren que ha sido la necesidad la que
los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una
felicidad sublime y una serenidad ol�mpica y, en cierto modo, un juego con la
seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente
conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas alg�n
tipo de felicidad; mientras que aspira a liberarse de los dolores lo m�s
posible, el hombre intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya,
gracias a sus intuiciones, adem�s de conjurar los males, un flujo constante de
claridad, animaci�n y liberaci�n. Es cierto que sufre con m�s vehemencia
cuando sufre; incluso sufre m�s a menudo porque no sabe aprender de la
experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha
tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la
felicidad, se desga�ita y no encuentra consuelo. �Cu�n distintamente se
comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias, instruido por la
experiencia y autocontrolado a trav�s de los conceptos! �l, que s�lo busca
habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los enga�os y protegerse de
las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aqu�l, en
la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano,
palpitante y expresivo, sino una especie de m�scara de facciones dignas y
proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado
descarga sobre �l, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente
bajo la tormenta.
Nietzsche:
Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Tecnos, Madrid.
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