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FATUM E HISTORIA
Friedrich Nietzsche
(Vacaciones de Pascua 1862)
Traducci�n de Luis Fernando Moreno Claros, en NIETZSCHE, F., De mi vida. Escritos autobiogr�ficos de juventud (1856-1869), Valdemar, Madrid, 1997

 

 

Si pudi�ramos contemplar la doctrina cristiana y la historia de la Iglesia con mirada exenta de prejuicios, nos ver�amos obligados a expresar algunas opiniones opuestas a las ideas generales vigentes. Pero, sometidos desde nuestros primeros d�as al yugo de las costumbres y de los prejuicios, frenados por las impresiones de nuestra ni�ez en la evoluci�n natural de nuestro esp�ritu y determinados en la formaci�n de nuestro temperamento, casi nos creemos obligados a considerar delictivo la elecci�n de un punto de vista m�s libre desde el que poder emitir un juicio no partidista y en concordancia con los tiempos sobre la religi�n y el cristianismo.

Un intento de este g�nero no es obra de unas cuantas semanas, sino de una vida.

Pues, c�mo podr�a destruirse la autoridad de dos milenios garantizada por tantos hombres insignes de todos los tiempos, con el resultado de unas meditaciones juveniles? �C�mo ser�a posible que las fantasmagor�as y las ideas inmaduras vinieran a sustituir a todos los sufrimientos y las bendiciones que el desarrollo de la religi�n ha enraizado en la historia del mundo?

Es una presunci�n absoluta pretender resolver problemas filos�ficos sobre los que se disputa con muy diversas opiniones desde hace milenios: luchar contra opiniones que, seg�n la convicci�n de los hombres m�s sabios, elevan al hombre hacia la verdadera humanidad. Unir la ciencia a la filosof�a, sin ni siquiera conocer los resultados principales de ambas; erigir, finalmente, un sistema de la realidad recurriendo a la ciencia y a la historia, mientras que la unidad de la historia universal y sus fundamentos principales no se han abierto todav�a al esp�ritu, atreverse a entrar en el mar de dudas sin br�jula ni gu�a alguna es de locos, y significa la ruina para las mentes a�n inmaduras; la mayor�a de ellas ser�n abatidas por las tempestades, y s�lo muy pocas descubrir�n nuevas tierras.

Desde el centro del inmenso oc�ano de las ideas, cu�ntas veces siente el hombre la nostalgia de la tierra firme: �cu�ntas veces, ante la vista de tantas especulaciones est�riles, me ha asaltado el deseo de volver a la historia y a las ciencias naturales!

Cu�ntas veces no me habr� parecido nuestra filosof�a entera m�s que una gran torre babil�nica: penetrar en el cielo es el prop�sito de todos los grandes afanes; el reino de los cielos en la tierra significa pr�cticamente lo mismo.

Una infinita confusi�n de ideas en el pueblo es el desconsolador resultado; todav�a har�n falta grandes transformaciones para que la masa comprenda que el cristianismo descansa sobre conjeturas; la existencia de Dios, la inmortalidad, la autoridad de la Biblia, la inspiraci�n y dem�s cosas por el estilo, nunca dejar�n de ser problemas. Yo he intentado negarlo todo: �pero destruir es muy f�cil, m�s cu�n dif�cil es construir! E incluso destruirse a s� mismo parece m�s f�cil de lo que es; estamos tan determinados por las impresiones de nuestra ni�ez, por la influencia de nuestros padres, por nuestra educaci�n, y lo estamos hasta un nivel tan profundo de nuestro ser interior, que dichos prejuicios, profundamente arraigados, no son tan f�ciles de remover por argumentos racionales o por la mera voluntad. La fuerza de la costumbre, la necesidad de algo superior, la ruptura con todo lo establecido, la aniquilaci�n de todas las formas de la sociedad, la duda acerca de si, durante dos milenios, la humanidad no se habr� dejado cautivar por una falsa imagen, el sentimiento de la propia temeridad y de la propia audacia: todo esto mantiene una lucha a�n no resuelta hasta que, al final, una serie de experiencias dolorosas, de acontecimientos tristes en nuestro coraz�n, otra vez nos llevan a nuestra antigua fe de la infancia. Sin embargo, la impresi�n que produce observar la incidencia de estas dudas sobre nuestro �nimo debe ser, para cada uno, un hito importante de su propia historia cultural. No puede pensarse otra cosa sino que algo tiene que permanecer firme, un resultado de toda aquella especulaci�n que no siempre es un saber, sino que tambi�n puede ser una creencia, una fe; s�, algo que incluso un sentimiento moral puede reanimar a veces o dejar en suspenso.

Del mismo modo que la costumbre es el resultado de una �poca, de un pueblo, de una determinada orientaci�n del esp�ritu, as� la moral es tambi�n el resultado de una evoluci�n general de la humanidad. Es la suma de todas las verdades de nuestro mundo; es posible que en el mundo infinito no signifique ya otra cosa que el resultado de una determinada orientaci�n del esp�ritu en el nuestro; y �es incluso posible que, a partir de las verdades de los diferentes mundos, evolucione de nuevo una verdad universal!

Apenas sabemos si la humanidad misma no ser� otra cosa que un estadio, un per�odo en la totalidad, en el devenir, si no ser� una manifestaci�n arbitraria de Dios. �Acaso no es el hombre producto de la evoluci�n de la piedra por mediaci�n de la planta? �No habr� alcanzado ya la plenitud de su evoluci�n y no radicar� aqu� tambi�n el fin de la historia? �Carece este devenir eterno de final? �Qu� son los motores de esa inmensa obra de relojer�a? Est�n ocultos, pero son los mismos en ese gran reloj que llamamos historia. La esfera horaria son los acontecimientos. Hora tras hora avanzan las agujas para, al sonar las doce, comenzar de nuevo; entonces irrumpe un nuevo periodo del mundo.

Y �no se podr�an concebir los motores que impulsan las agujas como la humanidad inmanente? (Entonces las dos concepciones estar�an servidas) �O es que la totalidad est� dominada por miras y planes superiores? �Es el hombre s�lo un medio, o es un fin?

El prop�sito, el fin, tan s�lo existe para nosotros; igual que s�lo para nosotros existe el cambio y, asimismo, para nosotros, solamente las �pocas y los periodos. �C�mo podr�amos advertir planes superiores? Nosotros �nicamente vemos c�mo de la misma fuente, de la esencia humana, motivada por las impresiones externas, se forman ideas; c�mo �stas van ganando en vida y forma y c�mo llegan a ser patrimonio de todos, conciencia, sentido del deber; c�mo el eterno instinto productivo las elabora como materia para nuevas ideas; c�mo �stas conforman la vida, regentan la historia; c�mo en lucha rec�proca unas engullen a las otras, y c�mo de tales mezclas surgen nuevas conformaciones. Un encontrarse y repelerse de corrientes diversas, con altas y bajas mareas, pero todas afluentes del oc�ano eterno.

Todo se mueve en c�rculos gigantescos, que giran unos en torno a otros a la vez que devienen; el hombre es uno de los c�rculos m�s interiores. Si quiere medir las oscilaciones de los que est�n en la periferia, tiene que abstraer de s� y de los c�rculos que le quedan m�s cerca los otros, m�s amplios y englobantes. Esos c�rculos m�s cercanos a �l son la historia de los pueblos, de la sociedad y de la humanidad. La b�squeda del centro com�n de todas las oscilaciones, del c�rculo infinitamente peque�o, es tarea de la ciencia natural. S�lo ahora que sabemos que el hombre busca en s� y para s� ese centro, conocemos qu� importancia exclusiva han de tener para nosotros la historia y la ciencia natural.

En cuanto que el hombre es arrastrado a los c�rculos de la historia universal, surge esa lucha de la voluntad individual con la voluntad general; aqu� se perfila ese problema infinitamente importante, la cuesti�n de la justificaci�n del individuo respecto del pueblo, el del pueblo respecto de la humanidad, de la humanidad respecto del mundo; aqu� se dibuja, tambi�n, la relaci�n fundamental entre fatum e historia.

Es imposible para los hombres acceder a la concepci�n m�s alta de la historia universal; el m�s grande de los historiadores, tanto como el m�s grande de los fil�sofos, no ser� m�s que un profeta, pues ambos hacen abstracci�n desde el c�rculo m�s interior hacia los dem�s c�rculos exteriores.

En cuanto al fatum, su posici�n no est� asegurada. Vertamos todav�a una mirada sobre la vida humana para reconocer su justificaci�n individual y as� tambi�n en la totalidad.

�Qu� es lo que determina la suerte en nuestra vida? �Se la debemos a los acontecimientos de cuyo v�rtice nos vemos excluidos? �O no ser� nuestro temperamento el que marca el color dominante de los acontecimientos? �Acaso no se nos aparece y enfrenta todo en el espejo de nuestra propia personalidad? �Y no dan al mismo tiempo los acontecimientos el tono propio de nuestro destino en tanto que la fuerza y debilidad con la que se nos aparece depende exclusivamente de nuestro temperamento? Preguntad a los mejores m�dicos, dice Emerson, por las cosas que determina el temperamento y qu� cosas son las que no determina en absoluto.

Nuestro temperamento no es m�s que nuestro �nimo, sobre el que se esculpen las impresiones de nuestras circunstancias y experiencias. �Qu� es lo que arrastra con tanta fuerza el alma de tantos individuos hacia lo vulgar impidi�ndoles su ascenso a un mayor vuelo de ideas? Una estructura fatalista del cr�neo y de la columna vertebral, la clase social y la naturaleza de sus padres, lo cotidiano de sus relaciones, lo vulgar de su entorno e incluso lo monocorde de su lugar originario. Hemos sido influidos sin llevar en nosotros la fuerza suficiente como para contrarrestarlo, sin ser siquiera capaces de reconocer que somos influidos. Es, ciertamente, una experiencia dolorosa tener que renunciar a la propia autonom�a por la aceptaci�n inconsciente de impresiones externas, reprimir capacidades del alma por el poder de la costumbre y, contra toda voluntad, sepultarla con las semillas del extrav�o.

En mayor medida volvemos a encontrarnos con todo esto en la historia de los pueblos. Muchos de ellos, aun siendo afectados por los mismos acontecimientos, han sido influidos de modos muy distintos.

Por este motivo, es una manera de actuar muy obtusa pretender la imposici�n a la humanidad entera de alguna forma especial de estado o de sociedad, someti�ndola a tales o cuales estereotipos. Todas las ideas sociales y comunitaristas padecen este error. Y es que el hombre nunca es otra vez el mismo; pero si fuera posible revolucionar, por obra de una voluntad fort�sima, el pasado entero del mundo, de inmediato entrar�amos a formar parte de las filas de los dioses libres, y la historia universal no ser�a ya para nosotros otra cosa que un autoembriagarnos en brazos del ensue�o; cae el tel�n, y el hombre se encuentra de nuevo, como un ni�o que juega con mundos, como un ni�o que se despierta con la luz de la ma�ana y sonriendo, borra los sue�os terribles de su cabeza.

La voluntad libre se manifiesta como aquello que no tiene ataduras, como lo arbitrario; es lo infinitamente libre, lo err�tico, el esp�ritu. El fatum, en cambio, es una necesidad, salvo que no creamos que la historia de la humanidad es un extrav�o on�rico, los dolores indecibles de los seres humanos, meras alucinaciones, y nosotros mismos, meros juguetes de nuestras propias fantas�as. El fatum es la fuerza infinita de la resistencia contra la libre voluntad; libre voluntad sin fatum es tan impensable como el esp�ritu sin lo real, como lo bueno sin lo malo, pues s�lo las contradicciones dan lugar a los rasgos del car�cter.

El fatum predica continuamente el principio: �s�lo los acontecimientos determinan los acontecimientos�. Si �ste fuese el �nico principio verdadero, el hombre no ser�a m�s que mero juguete de fuerzas ocultas desconocidas, no ser�a responsable de sus errores, se hallar�a, por lo tanto, libre de todo tipo de distinciones morales, ser�a un eslab�n necesario como miembro de una cadena. �Qu� feliz ser�a si no se empe�ara en examinar su situaci�n, si no se debatiera convulsamente en la cadena que lo aprisiona, si no mirara con loco placer el mundo y su mec�nica!

Tal vez no sea la libre voluntad, de modo similar a como el esp�ritu s�lo es la substancia m�s infinitamente peque�a y lo bueno, s�lo la m�s sutil evoluci�n de lo malo, otra cosa que la potencia m�xima del fatum. La historia universal ser�a, entonces, historia de la materia, si tomamos esta palabra en un sentido infinitamente amplio. En efecto, tiene que haber todav�a otros principios m�s elevados ante los cuales la totalidad de las diferencias confluyan en una gran unidad, ante la que todo sea evoluci�n, serie escalonada, todo, afluente de un oc�ano magn�fico, donde el conjunto de las corrientes que han hecho evolucionar el mundo vuelvan a encontrarse, a fundirse en el todo-uno.

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